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AÑORANZAS

El tiempo se fue muy rápido, añoro esta tierra y a esos amigos de antaño. Este
pueblo siempre fue nuestra zona libre, nuestra zona de paz. El ayer aquí lo viví en
una libertad cierta, una libertad real. El temor era solo una palabra que no tenía
sentido entre nosotros, más aún, no existía en el cotidiano lenguaje de las gentes,
era un invento de los hombres. Éramos tan libres que nos podíamos divertir con
nuestros amigos jugando al “policía y al ladrón”, dos personajes que solo tomaban
fuerza y acción en el juego, pero eran irreales, en este mi pueblo no existían; a “la
vuelta a Colombia”, en pequeños surcos en el suelo con bolitas de cristal, con los
puertos de montaña hechos de barro y los respectivos poblados por los que
pasaba esta y de los que sabíamos en nuestra imaginación. Quienes conocían
más allá de la frontera del municipio eran solamente los ricos. A “la lleva”,
corríamos como locos, al estilo tarahumara, no nos cansábamos nunca, le
hubiéramos ganado a un atleta de la gran maratón. Por cierto, no se me olvida que
esta carrera de los olímpicos la vimos por primera vez en televisión a blanco y
negro, ya siendo adolescentes y en casa de don Saúl, el único del barrio que
poseía este aparato, y quien nos dejaba verla sentados en el suelo, no debíamos
usar los sillones de su sala para no ensuciarlos, y tenía razón, porque nos permitía
estar en su casa, sucios y sudados luego de una jornada recreativa y divertida. Y
jugábamos al “quemao”, en donde procurábamos darle a otro del equipo contrario
con una pelota de trapo, y tratando que en el golpe no la alcanzara a agarrar, así
perdían un integrante. Sin duda este juego era el único donde se manifestaba
cierta violencia, aunque sin dañar a nadie, y donde no había enemistades,
rencores ni peleas. La amistad era tan fuerte que un golpe de pelota de trapo no la
quebrantaría, éramos amigos del alma. Y jugábamos hasta tarde en la noche sin
la tensión paterna, sin estorbos de ninguna clase, sin los desasosiegos y peligros
del presente...
… No nos aburríamos nunca, nos inventábamos campeonatos de todo tipo, de
acuerdo con lo que estaba de moda, campeonato mundial de fútbol, los olímpicos,
mundial de salto, campeonato de microfútbol, de atletismo, de ajedrez, jugábamos
bola seca con las fichas de la lotería y sin duda, cuando salían los álbumes en
temporada de fútbol mundial o aquellos sobre animales u otro tema de la
naturaleza, la tarea era llenarlos, intercambiando las figuritas, que nosotros
llamábamos “papelitos” hoy stickers. Pero si no había nada de moda,
terminábamos jugando microfútbol en la calle frente a la casa de don Lizardo o
simplemente hablando y echando cuentos y chistes. Don Lizardo siempre nos
ponía a correr porque llamaba a la policía, ese día acababa el juego o las
conversaciones, pero, que atrevidos nos portábamos, al día siguiente, allí
estábamos con nuevas porterías y nuevo balón o nuevos chistes y temas para
hablar. Vecinos como don Lizardo hoy no se consiguen, ya la gente perdió el
sentido de la amistad, la tolerancia y la convivencia. Aquello se convirtió en un reto
para ambos: quién se cansaba más rápido, él o nosotros. Y tenía razón, no era
fácil soportar a más de 40 pelaos haciendo bulla frente a su casa o sentados en la
terraza de esta después de cada juego, y chachareábamos bajo los dos
guayacanes tupidos sembrados en el jardín frontal que daban sombra. Nos
echaba con regaños, nos amenazaba, nos tiraba agua, nos intimidaba. Pero ¿qué
pasaba si no llegábamos a hacer desorden en su casa o si no jugábamos frente a
ella? Todavía escucho la frase: “carajo, los muchachos no vinieron hoy, ¿qué les
habrá ´pasado?” Le hacíamos falta, estoy seguro.

Y hasta en la propia casa nuestra había desorden. Estar en casa nueve hermanos
era lo mejor, nos gustaba jugar en familia y siempre había peloteras. No se me
olvida aquel juego de “bola seca” con las fichas de lotería, la idea consistía en
lograr cien, sumando la ficha que le daban a uno con un número comodín que se
ponía para todos, si uno se quedaba muy corto podía pedir fichas, plantaba uno si
se aproximaba a cien, ganaba quien hacía cien de primero. Pero ¡ay de aquel que
se agarraba haciendo trampa! la ficha debía sacarse rápido del saco de tela,
porque se podían identificar con la yema de los dedos, si descubríamos esto le
caíamos al fullero todos, y mi padre calmaba aquel alboroto con un ¡carajo,
cállense!, y así, silencio total.

Nunca estuvimos quietos, si no estábamos en la calle jugando, algo


inventábamos, por ejemplo, coger pájaros, pero no con jaulas, sino con varitas
untadas de aquella pasta hecha con uvitas de monte machacadas en azúcar o con
“ñipi ñipi” en la “paja del Señor Quinto” o en la “huerta de los Jérez”, pájaro que se
paraba allí, no se iba nunca, luego lo lavábamos y enjaulábamos; caían
comúnmente chirris, rositas viejas, mochuelos y hasta congos. Esa técnica no la vi
más nunca, atrapar pájaros con pegante hecho por nosotros mismos era genial,
era nuestro, siempre me pregunté si alguien más la usaba. Y ¿qué del jugar
chequita en la calle? Los viejos del barrio contra los jóvenes, vaya si perdían, qué
mal se ponían; o pescar barbules y mojarras bajo el puente del cementerio con
sacos de fique abiertos en el arroyo, qué fácil lo hacíamos, el arroyo con fondo de
arena y agua clara dejaba ver lo que se movía en él, a los peces los empujábamos
hacia los sacos y listo. A comer pescado. Y ¿Nuestro Tolú propio? La popular
represa de “la mojarra”, grande y nada profunda, disfrutábamos de su agua cálida.
Toda la mañana del sábado aquí metidos, nos iban a buscar nuestros viejos con
cinturón en mano, pero los azotes no nos dolían, después de disfrutar tanto, unos
cinturonazos se aguantan.

No quería dejar de mirar hacia atrás, al pasado lejano: Cómo aprovechábamos


esa finca de “el señor Quinto”, corríamos y fregábamos como indios en los
motungos, usando flechas y arcos de totumo y disfraces con pantalonetas raídas,
plumas de gallina en la cabeza y pintados con vinilo. En mi mente aún vuela
aquella vez en la que, jugando a los indios, Weiner lanzó una flecha y el popular
Niño se levantó de repente, se le enterró en la mandíbula superior, debajo de la
nariz, qué susto, pero que zumba nos dieron, al final, una mala experiencia.
Pero más atrevido éramos al robar mangos y papayas. Tengo fija la figura de Jair,
ese que llegó de improviso al barrio, y se quedó con nosotros en el grupo. El
bendito no conocía los papayos, y se subió a alcanzar una papaya madurita en un
palo de la casa de doña Mirian, que, por cierto, estaba sola esa mañana. Pobre
loco ese, para poder llegar a la copa del árbol, se agarró de los ahuecados
pecíolos de las hojas y con fuerza se empujó. Lo vi rodar por aquel tronco largo y
áspero, cayó como debió caer la papaya que iba a alcanzar, y qué susto, demoró
aturdido como diez o quince minutos y yo desesperado sin saber qué hacer, pero
se levantó y lo que me dijo fue: “¿y la papaya?” Reí como loco, porque él mismo la
aplastó con su cuerpo. Con ganas de comer alguna fruta, nos tocó coger para la
huerta de los Jérez, el cuidandero, viejo querido cuyo mote era “tigre”, nos dio
libertad para tomar los que quisiéramos, cómo comimos mangos, guayabas y
peras, barriga llena, corazón contento.

Y qué bonitas aquellas remontadas de barriletes en verano, excepcionales, en


nuestro sitio de juegos de siempre, la “paja del señor Quinto”, donde la brisa era
fuerte. Nos habíamos inventado una competencia, lo raro era que no teníamos
premios, ganaba el que tuviera el más adornado, raro y grande barrilete. Uno de
esos veranos el mejor barrilete fue el nuestro, mi hermano y yo remontamos uno
inmenso que nos hizo nuestro viejo, con varitas de caña y papel periódico
reforzado, que tenía que elevarse con “pita piola” gruesa para que la fuerza del
viento no la partiera y así no se perdiera en la extensa paja donde estábamos,
justo frente al cementerio. Era tan grande el barrilete que tocaba mantenerlo en el
aire enrollando la pita en un tronco para que no quemara las manos o no nos
elevara, por la fuerza de la brisa. Hubo aplausos esa tarde. Y el grito: “buena
viejo, te luciste”. El viejo se reía al lado de sus mapuchis, nosotros, sus dos hijos
menores. Su cometario fue simple: “qué vaina, gané sin pensarlo, sin
proponérmelo, no sabía de esto”.
Ese grupo de amigos nuestro era genial. A nadie se le hubiera ocurrido hacer una
alcancía comunitaria, para luego usar el dinero entrando todos, en un día
determinado a cine, al Teatro Libertador, donde presentaban películas del oeste,
esas donde el “chacho” disparaba y disparaba y no se le acababan las balas. No
friegue, alcancía comunitaria, estas vainas nuestras como amigos me hacen parar
los pelos de punta por la emoción, y nadie decía cuánto metió en ella, pudo ser
más, pudo ser menos, o no introdujo un chivo, pero era seguro que cuando estaba
llena de monedas, todos para cine. Y lo que sobraba, lo gastábamos visitando a la
famosa vieja “Invicta”, frente al teatro, mujer que vendía las mejores empanadas y
carimañolas del pueblo y un delicioso guarapo. Qué pisas de fritos con guarapo
nos dábamos, íbamos a dormir hartos y felices de haber hecho aquello. Y
reiniciábamos la tarea.

Por cierto, hablando de idas a cine, debo contar lo sucedido una de esas noches
de cine y fritos. Después de ver una película que tenía mucha acogida en ese
tiempo: Me llaman Trinity, con Bud Spencer y Terence Hill, no se me olvida, el
ejército estaba haciendo las famosas batidas, cogiendo muchachos desprevenidos
y sin libreta militar para que pagaran el servicio militar. Estábamos encerrados en
el teatro, los militares estaban en las puertas de salida…

…Esa vez se revolucionó aquel lugar, imposible evadir ese cerco, no había por
dónde salir, cómo nos asustamos, aunque el asunto no era con nosotros por ser
menores de edad, pero el aire lleno de temor nos afectó también y surgió una idea
disparatada, pero única solución para no ser cogido: a la cuenta de tres tumbamos
con fuerza la puerta y a correr en tumulto. Y así fue, uno, dos y tres. Se oyó “pan
dan bum”. Cayó la puerta que era de tríplex, y éxito total, el ejército no cogió
realmente a muchos, la jugada los tomó por sorpresa. Creo que en ese momento
rompimos el récord de los mil metros, del teatro a la casa, un solo arranque y lo
mejor, en la esquina de la cárcel me llevé a alguien, quien desde el suelo me lanzó
tremenda palabrota. Ya en casa y tranquilo oí que mi hermano le decía a mi viejo:
“no friegue viejo, un idiota me tumbó en la esquina de la cárcel huyendo del
ejército, me rompí la camisa y me raspé el codo, mira”. Yo guardé silencio,
después de tres días le dije quien fue aquel idiota que lo tumbó. Todavía resuena
en mi oído el reglazo que me dio mi hermano y el sonido del cinturón de cuero del
viejo, zumbaba de modo especial.

Lo mejor es que al día siguiente nos reíamos de la gran carrera, todos los que
fuimos a cine estábamos en el barrio preparándonos para jugar microfútbol, y aún
puedo nombrarlos por sus apodos: Pancho, Javi, Chame, Mochito, Camaleón,
Oblea, Tacho, Tapilla, Pluto, Tino, Niño, Tono, Teo, Jalea, Quemao, Pichy, Nando,
Pisa Suave, Pelo e´ fuego, Mote, Sabú, Tica, Chito, Rene, Cabezón, Alambrito…
cómo nos cuidábamos, éramos una gran familia. Este día nos reímos de aquella
hazaña, que, gracias a Dios, dio resultado.

Sopló una brisa suave y me dio la impresión de que ella me traía del pasado
aquellas comelonas de dulces, los comprábamos a los vendedores que pasaban
por las calles del barrio, con tanto muchacho, había probabilidades de venta. Qué
gritos de aquellos: “caballiiiiitos, dulce e’ coroooooozo, jalea deee tamarindooooo,
natiiiiiilla, duuuulce e´ mamoooón, las cocaaaadas, las paneliiitas, cocá en
polvoooo, pastelitooos”, “los merengueees”, “llevo los panderos, pandeeeerooos”,
“bolitas de leeeeche”. Podían ser tenores o sopranos de clase. Lo raro es que
nunca nos dio nada luego de mucho comer estas delicias. “Ni dolor de barriga le
da a estos muchachos con tanto dulce que comen”, comentaba siempre la Seño
Elvi. Pero estos vendedores desaparecieron, ahora observo el pueblo y me parece
verlos y oírlos gritar frente a la casa de mi niñez. No friegue, no hacíamos tanto
mandado, hasta los productos del campo llegaban a la propia casa nuestra, igual
que los dulces anteriores. En nuestras puertas tocaban los vendedores de
productos como: ñame, yuca, plátano, carne, frutas, verduras, guineo, bollos
limpios, bollos caperos y bollos dulces, se iba a la tienda solamente a comprar
complementos necesarios de cocina. Y lo bonito es que cada uno iba
promocionando con su particular grito, no olvido al enano Fabricio: “Niña Elvira,
llegó, llegó, llegó la caaarrrneeee, y la caaarrrneeee bueeenaaa”. Las vainas de mi
pueblo eran especiales, esto cuándo se olvida. Y hasta la ropa se compraba en
casa, porque “don Campo Leal”, en su Land Rover verde adaptado en su parte
trasera, llegaba promocionando lo último de la moda, ya fuera en camisas,
pantalones, blusas para damas, zapatos, pantalones para damas o slacks,
camisetas, interiores, medias, de todo. Los dejaba fiado, pasaba a cobrar cada
quince días o cada mes, dependiendo de la forma de pago acordada con el
cliente.

Y cómo disfrutábamos las fiestas del pueblo, he puesto mi mirada en los


inolvidables carnavales, que se podían gozar plenamente, sin prevenciones e
inseguridades, todo el combo del barrio salíamos a tirar agua, maizena y hasta
tintes de ropa y recorríamos las calles del pueblo detrás de la carroza de nuestra
reina al son de gaiteros o papayeras, o, en caso especial, de la genial banda de
palo de Hilario Fernández y el “Púa Pérez”, otra genialidad de nuestros vecinos,
ellos con trozos de madera en forma de trompeta y saxo, y con sus gargantas y
narices prodigiosas, tocaban porros y toda clase de música, les hacían rueda
donde iban, era el grupo más barato y capaz de formar la parranda donde
llegaran. No he visto otra banda como esta en mi vida, ni la veré.

Y dejar de lado la semana santa, no, no lo puedo hacer. En estas el dulce de


ñame, de leche, de papaya, de coco, de mango, y otros más se compartía en
comunidad, daba gusto ver, como de una casa a otra iban y venían aquellos
tazones llenos de los ricos manjares. Yo le llevaba a doña Ema dulce de coco y de
allá venía Pluto con una totuma de dulce de mango; le llevaba a doña Elga dulce
de ñame y ella mandaba con Micky Mantle una buena porción de dulce de
mamón, semana santa era muy dulce y la amistad se ponía en acción de modo
sincero, esta ha sido otra costumbre que se perdió hace tiempo, la solidaridad
dulcera se diluyó.
Estaba establecido que en la semana mayor se debía asistir a las procesiones, era
obligatorio. Y es que nadie se quedaba en casa, todos se volcaban a estas
caminatas largas en el pueblo. A mí me gustaba ir con la banda, al final de la fila y
detrás de la imagen de María. Marchaba al son del bombo. Demorábamos horas
caminando, cantando y rezando. La más sorprendente procesión salía el domingo
de resurrección, los santos recorrían el parque contrario al recorrido de Jesús, así,
en la esquina del Banco se encontraban cara a cara, cómo se aplaudía cada vez
que una imagen de un santo, al llegar ante la imagen de Jesús resucitado, se
postraba, “los nazarenos” eran expertos para hacer la genuflexión sin que se
cayera el santo respectivo. El pueblo fue y sigue siendo muy religioso.

Otro recuerdo sobresaliente que me conmueve era la manera bonita en que la


gente se relacionaba con los necesitados, traigo a este presente una realidad sin
igual. Teníamos nuestros propios mendigos en el pueblo. Por ejemplo, Verona,
una mujer anciana, con una voz bien fuerte, pedía de todo, dinero, ropa o comida,
pero lo hacía a unos cien metros antes de llegar a la casa de destino, me explico,
si ella iba a pedir comida donde nuestra vecina, le gritaba desde lejos: “Niña
Elgaaa ya lleguéeee, qué me tiene, aquí voyyy”; y repetía la acción con la vecina
de la anterior: Le pegaba el grito cuatro casas antes de llegar: “Niña Zuleeee aquí
estoy, necesito chanclaaas, deme un par”. Y se le daba siempre lo que pedía,
nadie le negaba. Cuando se le daba comida, no aceptaba cuchara para comer, lo
hacía con la mano, ella decía que era su cuchara de toda la vida. Al final pedía
agua para lavarse. Hasta se quedaba dormida en una mecedora de pitas
plásticas. Pedía tinto caliente y recién hecho, se quejaba del tinto en termo, decía
que ya ahí perdía el sabor real. Una vez se lo tomaba se iba.

Otra mujer de la calle era “Tello”, nunca supe cómo se llamaba, lo raro es que esta
mujer pedía siempre llorando, el llanto de “Tello” en el pueblo era conocido, la
identificaba donde estuviera. Llegaba a la casa, se paraba en la puerta del garaje,
lloraba. Mi vieja le traía su sarapa de comida, la guardaba en una mochila, daba
las gracias en llanto: “Gracias seño”, así iba de casa en casa. Lo opuesto a “Tello”
era el famoso “Bongo”, este llegaba de un modo silencioso a la casa, de repente
se veía su rostro en la ventana, mirando fijo hacia adentro. No abría la boca, ya el
verlo allí en su habitual puesto y muy callado, indicaba qué se debía hacer. Se le
daba dinero, comida o ropa. Una vez recibía, se retiraba sin pronunciar palabra.
Llegó en silencio y se fue en silencio y ese silencio se mantiene hasta hoy. Y a
ninguno se le tuvo temor, no generaban miedo, sí, mucha compasión.

Como adolescentes éramos traviesos y atrevidos. Recuerdo ahora que convidaba


a Pancho para que me acompañara a la tienda del señor Degaray, su misión,
sacar dos confites de diez centavos mientras daba la espalda para pesar la libra
de azúcar. Ágilmente Pancho abría el gran frasco de boca ancha que contenía las
coloridas y ricas bolas que no cabían en la boca, sacaba dos y las mantenía en la
mano, hasta que salíamos de la tienda. En casa compartíamos los dulces
deliciosos.

Debo agregar que el señor Degaray nos regañaba cuando comprábamos los
comestibles en la tienda de Justo Delgado y no a él, estaba pendiente a nuestro
paso, la otra tienda estaba a dos casas, nos decía: “Verlos, se fueron pa’ donde
Justo y no entraron acá, después vienen a buscar lo que allá no encontraron”. Qué
vueltas nos hacía dar para que no nos viera comprar allá. Doña Diana, esposa del
señor Degaray, usaba lentes gruesos ya que era operada de cataratas, estos
hacían que sus ojos se vieran muy grandes, los abría y regañaba a uno cuando se
le compraba algo que valiera menos de un peso. Se levantaba de su silla y me
decía: “ve a comprar a otra parte, yo por vender un pastelito de coco de 10 chivos
no me paro de la silla, shu, shu”. Ella fue maestra en el colegio Santa Rita de
Casia con mi vieja y la seño Dolores Movilla, qué maestras, con vocación,
amorosas, muy entregadas a su oficio, amaban su trabajo y a sus niñas, y cómo
se valoraban en el pueblo.
Me acuerdo ahora de una situación muy particular también, estaba en casa de los
Vidal, don Francisco, el papá, era comelón de panela y queso en las tardes. Pero
ese día se quejaba porque no tenía panela, lo oí lamentarse: “Carajo, no tengo
panela, me tendré que comer hoy una cucharada de azúcar, no tengo panela” Y
se reía. Doña Elvia, su esposa, le dijo a su hijo menor, apodado “el negrito”. “Ve a
comprar arroz y manteca donde el turco De la Ossa”. Me convidó, llegamos y se
hizo el pedido. Allí, frente a nosotros, estaba qué gran panela. Y en un descuido,
“el negrito” metió la panela en su mochila, el señor Turco no lo vio, me asusté.
Pagó el pedido y nos vinimos casi corriendo. Pero antes de llegar a casa, me
sobrevino qué temor y le pregunté: “¿y qué le vas a decir a doña Elvia si te ve con
esa panela?” ¿Qué le vas a decir? Susto tremendo, la “limpia” sería dura, “el
negrito” sabía que su mamá jamás aceptaba que un hijo suyo robara. No quedó
otra, doña Isa, la vecina, hacía dulce de papaya y la solución fue precisamente
llevársela a ella, llegamos y “el negrito” le dijo: “doña Isa, aquí le manda mi vieja
esta panela para sus dulces”. “Gracias mijo, respondió ella, qué bueno, dile a la
seño que estoy muy agradecida”. Creí que estábamos libre de males. Llegamos a
casa con el pedido, eran las diez y media de la mañana.

A las siete de la noche, compartíamos en el corredor de la casa de doña Isela,


frente a la casa de “el negrito”, y vimos que llegaba Dilan, hijo de doña Isa con
tremenda totuma de dulce de papaya, dice: “doña Elvia, aquí le manda mi mamá
en agradecimiento por la panela”. Ella sorprendida, le pregunta a aquel jovencito:
¿De qué panela hablas Dilan? Y la respuesta fue rápida: “de la que usted le
mandó esta mañana, eso dijo mi mamá, su hijo “el negrito” la llevó con el hijo de la
seño Elvi. Y aquí llegó la hecatombe. Oí cómo lo llamaba, sabía lo que le
esperaba. Le dieron qué zumba con un cinturón de cuero, y lo mejor, es que su
papá, se lo dijo al mío y a mí también me dieron otra. Y hubo más, don Lucho
luego le dio dos pesos a “el negrito” y salieron para donde el Turco De la Ossa, mi
viejo se unió a la caminata, íbamos los dos hijos delante y los dos viejos detrás
con el cinturón en la mano, atravesamos la calle principal del barrio, todos vieron
lo que sucedía. Don Lucho decía: “Ahora le dices al señor de la Ossa así tal cual:
Señor de la Ossa, esta mañana actué como ladrón, le robé una panela y aquí le
traigo los dos pesos que vale”. Y mi viejo me dijo a mí: “y tú le agregas que fuiste
el ladrón cómplice y le das disculpas”. Aquel tendero no sabía qué decir: “ombe
señores, ombe señores, esas son vainas de pelaos”. Y don Lucho respondió: “No
señor De la Ossa, si hoy les permitimos que roben una panela, mañana quién
sabe qué será”.

Viajo más al pasado, siendo estudiante de prekínder. Fue duro aquel castigo que
nos dieron en este nivel educativo, Doval, David y yo nos salimos de clases antes
de lo previsto, el popular profesor “Chema”, que era maestro nuestro en aquella
época trabajaba en el “Colegio de Las Bustillo”, por cierto, de las tías mías
queridas. Él nos arrodilló en la mitad del patio bajo un sol extremadamente fuerte,
en un piso de cemento, pero al que le regó un poco de arena, y con un buche de
agua, ay si nos lo tragábamos o lo botábamos, y las manos levantadas. Mi tía, al
vernos, suspendió tal castigo, pero ya había pasado una hora, y al profe le dieron
qué jalada. “Eso es antipedagógico”, decía mi tía Amada. “No lo repita, ni a los
animales permito que se maltraten, menos a unos niños, exhorte, llame a los
padres, pero violencia no, que le quede claro”.

Aunque no puedo sino expresar cosas excelentes de mis honorables maestros,


tanto de primaria como del bachillerato, cómo no recordar a mis formadores,
únicos en su oficio, con vocación y entrega sin igual, para mí, los mejores. Por
cierto, la mayoría también con motes risibles como: Roche, por Rodríguez Chevel,
rector del ya desaparecido Instituto Parque Infantil, quien nos quitaba aquellas
láminas que intercambiábamos para llenar los álbumes y las bolitas de cristal con
que jugábamos al olvidado “toqui y hoyo”, en el patio, y las echaba en un viejo
pozo artesanal en desuso, porque decía que no debíamos gastar dinero en lo que
no vale la pena, ni perder el tiempo jugando demasiado, “ustedes serán los
hombres de bien del futuro, ustedes serán los modelos de hombres para sus
generaciones posteriores, estudien, estudien, estudien”. Cómo lo recuerdo
diciéndole a Degiovanny que leía Sandokan en el patio del colegio: “te felicito,
tienes cinco en literatura”, o a Pérez: “Qué bien, superaste tu deficiencia en
ciencias naturales, eso es lo que hace un niño sensato”.

Qué decir de “el pecoso”, quien recibió este nombre de parte de los estudiantes
del Liceo, obvio, por su piel llena de pecas. Era el duro, el teso de la Biología y las
Ciencias Naturales, era un hombre serio, pero amigo del estudiante, llamaba la
atención el dominio su materia y su exigencia y rigidez en la realización y
calificación de exámenes; daba risa verlo pegar saltos en el salón, en sentido
contrario hacia donde iba. Decía, “hoy me cojo a alguno macheteando”, era un
motivador tremendo: “muchachos, prepárense bien, quién sabe lo que les
deparará el futuro, pero cuando llegue, que se los coja como personas calificadas,
competentes”. Era hijo del rector del Liceo.

Otro que salta en la mente es el “rabia en bulto”, se le llamaba de este modo por
su genio incontrolable en las clases de prehistoria, no aceptaba juegos de ninguna
índole, su obsesión porque aprendiéramos, hacía que él fuera de trato fuerte en
clase, nos decía: “me aíro, pero es porque no aprenden, si aprenden me hacen
feliz y harán felices a sus padres, qué bueno que se dé eso, ¡carajo!, no acepto
que se dejen dominar por la flojera en mi clase, esta materia es linda, es linda, es
tan bella como las matemáticas”. Y era que gozábamos con aquellos nombrecitos:
Hombre de Java, de Pekín, de Piltdown; de Neanderthal, pleistoceno, mesolítico y
más.
Me hace mucha falta escuchar al “itsabuk”, con su inglés fluido, pero al que nadie
paraba bolas porque se consideraba ese idioma complicado, cómo habilitaban
muchos esta materia. Algunos que iban mal le decían: “pero profe, aquí no
necesitamos el inglés, además no vamos a salir de este pueblo y menos de este
país, por eso el inglés no hace falta”. Esto no lo desanimaba, al contrario, se
esmeraba más para que todos pensáramos lo contrario, él exaltaba el idioma y su
aprendizaje necesario para el futuro, su lema era: “aprendamos inglés, el idioma
del mañana”, hacía todo esfuerzo por lograr su meta, iba en las tardes al colegio
citando estudiantes, a veces en la noche en su casa, los sábados y nunca decía
que no a nadie, siempre estuvo dispuesto. De mis profesores puedo decir que
tenían una indudable vocación”.

Salta de repente el popular “Pitecus”, por eso de que se parecía al Pitecanthropus


erectus. En clase de filosofía usaba términos y frases elevadas, dizque para que
nosotros refináramos el castellano. A este singular y especial filósofo eran pocos
los que le sacaban cinco, la máxima nota que se le sacaba era de tres cinco,
aunque amigo de los estudiantes. Este decía a mi hermano que iba mal: “No, no,
no, no, mi niño, tienes que servir de filósofo, tienes que ser filósofo”, con una
expresión muy nasal y acariciándose sus bigotes dalilianos. Este era otro de
vocación, su afán con los que iban quedados siempre fue constante, “a estudiar y
a estudiar”, decía: “no voy a dejarlos perdiendo, hasta que no vea que saben esta
sui generis materia, no los dejo quietos, si siguen así, no tendrán vacaciones de
medio año, los cansaré con la filosofía, estudien, ganen la materia”. Repetía las
pruebas con exámenes diferentes, llamaba a los padres para que apoyaran el
estudio de sus muchachos, siempre daba oportunidades. Y sin duda, tomaba una
semana de las vacaciones para reforzar a los atrasados. Cuando lograba la meta,
pegaba un grito: ¡bravo, lo lograron, yo sabía que lo harían, yo sabía que lo harían!

Tampoco paso por alto al inconfundible “Soruyo”, bajito, gordito, y teso en las
clases de matemáticas, inicialmente le tenía gran rabia, pues, en uno de sus
tantos exámenes salí muy mal, me calificó un largo uno rojo, del tamaño de la
hoja, que no me entregó a mí sino a mi padre que era secretario de mi querido
Colegio, tremenda zurra me dieron en casa, pues, debía ser ejemplo para todos
por tener a papá como miembro de la institución. Pero era bueno en su oficio,
consejero, cuidadoso en su enseñanza, alegre y comunicativo con los estudiantes.
Debo decir que se me acercó y se disculpó conmigo, me dijo: “cometí un error, no
lo haré más, discúlpeme joven”. Eso me hizo cambiar la opinión de él y entré a la
fila de los buenos, porque me puse las pilas. Siempre insistía en que
estudiáramos. Decía en términos especiales: “las matemáticas son una materia
sublime, excelsa, y nadie debería dejar de saborear su dulzura y exquisitez, ella es
definitivamente extraordinaria, gócense con ella, coman el manjar rico de las
matemáticas”.

Ni qué decir del extraordinario rector, con un carácter fuerte, que hablaba franca y
llanamente y no gustaba de perfumes. Recuerdo que su secretario, para ver su
reacción untó su pañuelo en una rica colonia y, adrede, empezó a limpiar con éste
su escritorio en el momento que entraba el mencionado rector, quien, de modo
calmo y serio dijo: “Óigame señor, no le parece que aquí huele a cacorro”, el viejo
secretario, sin pensarlo dos veces guardó su pañuelo y manifestó: “Carajo, me
fregó”.

Con don Pascal, rector, se pasaba bien, era tremendo en sus respuestas. Un
estudiante ante el hecho de que le habían robado un lápiz fue donde él a ponerle
la queja: “Don Pascal, me robaron el lápiz”. La respuesta fue contundente: “ah,
gran pendejo, y qué quieres que haga, róbate otro”. Y se reía, luego le aconsejaba
y le daba un lápiz nuevo. Otro en clase de geometría que él orientaba, le dice:
“Profesor Pascal, no tengo compás para hacer el círculo”. Y le contestó: “Claro
que tienes y es fácil, quítate el pantalón y siéntate sobre la hoja”, y se reía de
modo estridente. Y el rector le pregunta a Pérez, uno de sus alumnos: ¿Qué he
dibujado en el tablero?” Pérez, con su voz sencilla, le dice: “Eso es un triangulito,
Don Pascal”. Y este le responde: “Oye, cómo es eso de que esto es un triangulito,
no puedes decir acaso que es un triángulo, pareces cacorrón”. Y por todo esto,
nadie decía nada, nadie reclamaba, aquel viejo simplemente se quería, se
respetaba y se le perdonaba todo. Yo me imagino a don Pascal educando hoy,
estaría preso. Este hombre amó demasiado al colegio, lo creó y dio su vida por
sacarlo adelante, mi respeto por siempre a él y a su secretario de siempre, fueron
estos amigos de verdad.

Para no ser injusto, debo mencionar a otros más, buenos hombres de la


educación, generosos, comprometidos con su labor, deseosos de que saliéramos
adelante: “El Tambuquito”, con su física templada y su obsesión porque
sacáramos cinco en sus exámenes. Nos regañaba cada vez que calificaba por
debajo de tres cinco, salía siempre con: “esto no, esto no, no pueden ubicarse en
la región de los mediocres, la mitad no, no, pilas, metan más el hombro a la física,
superen el límite, vamos, vamos, superen el límite”.

Cómo olvidar al profesor “Chubí”, realmente recibir sus notas era un bombazo,
revisaba los ejercicios de caligrafía con tremenda lupa. Este hombre de gafas
gruesas tenía ojos de águila, orientaba dibujo y caligrafía, y cómo sudábamos con
ellas. Nos inquiría: “caramba, caramba, si no aprenden a manejar el lápiz, a
mejorar la letra, a dibujar, no serán bachilleres en sentido estricto, no concibo un
bachiller con letra fea y menos con errores en sus escritos, o escriben bien o no
los dejo pasar a grado séptimo, logren la letra estética, la letra entendible, la letra
bonita, logren la letra de los intelectuales”.

No puedo decir que alguien fue docente flexible y laxo, resalto ahora a “El
Caretabla”, exigente en grado extremo en ortografía, vino de España, tuvo que
salir de su tierra en la época del general Franco y terminó en el Liceo orientando
Español y Literatura. Recuerdo que un día, luego de calificarme un examen, me
dice en su español nato: “el examen fue bien respondido, pero tiene un error que
no le hace acreedor del cinco, si encuentra éste, le coloco cuatro cinco, si no,
cuatro”. Lo encontré, se me olvidó colocarle a la palabra célula la tilde, y me volvió
a expresar: “Muy bien, muy bien, ahora dígame la regla que aplicó, ¿vamos cuál
es? Sin dudarlo le respondí: toda palabra esdrújula lleva tilde. Y enseguida
agregó: “Muy bien, muy bien, tiene lo que le prometí, el cuatro con cinco, recuerde
que las distracciones nos pueden hacer aparecer como personas sin manejo de la
ortografía, ojo, mucho ojo”, y realmente esto no se me olvidó jamás, ahora soy un
cuidadoso de las tildes.

Quién puede olvidar el pasado cuando ha sido tranquilo y alegre. Rebusco en él y


me llega de improviso otra experiencia grata, muy grata, el tiempo de la navidad.
Se celebraba en la calle del barrio, que se adornaba desde el siete de diciembre
con matas de plátano, cadenetas de papel de colores, bombas, luces. En ella
estaba puesto un viejo equipo de sonido, con los discos de acetato al lado, y dos
parlantes. Tres mesas largas cuyo mantel se hacía de hojas de bijao y plátano
adornaban el centro de la vía, la comida se ponía en toda la extensión de las
mesas: yuca caliente, plátano y ñame, carne en viuda, frita o guisada, de cerdo o
res y unas bateas de madera con sancocho de gallina, otras con arroz de ají y una
más llena de suero atolla buey, se necesitaba mucho estómago para poder acabar
todo este alimento, que se tomaba después de una tunda de música y a las doce
de la noche, terminados los saludos de navidad. Aparecían los regalos, yo
esperaba ansioso aquel maletín de cuero ABC que le había pedido a mi viejo,
lleno de colores, reglas, compás, escuadras y papel para dibujo, con el libro “un
capitán de 15 años”. Amé leer. Mis amigos me molestaban, porque mientras ellos
tenían juguetes variados, yo lo mío, que para ellos era absurdo. Y pensar que el
primer libro que leí fue “cuentos en miniatura” de Alexander Solyenitzin”, lo entendí
en la clase de español.

Y esta calle permanecía así hasta el siete de enero, aquí mismo se celebraba la
llegada del nuevo año y se repetía la dosis. No había peleas, se experimentaba un
amor especial entre los vecinos, que eran como familia, se ayudaban mutuamente
en sus necesidades. Aquí se aplicaba lo de la “pirinola”, todos ponen, pero todos
cogen. Y cómo sobraba, comían hasta los visitantes de otras partes del pueblo y
amigos nuestros.
Añoro, como dice la canción del mexicano, aquellos amigos de mi padre que
llegaban a las cinco y media de la mañana a tomar el tinto y hablar sobre los
problemas del país a esa hora. Mi viejo hacía dos grandes termos de café y
preparaba una decena de pocillos para ello; discutían sobre política, sobre la
economía del país, un día tomaron por en medio el famoso caso watergate, hora y
media hablando de él; echaban chistes, comentaban el último problema del
alcalde, y a las siete, todos a prepararse para la jornada diaria. Esto era un ritual.
Idos los viejos, aparecían las barrenderas de la calle, una por familia del ese
pedazo, esta debía estar limpia, porque una calle sucia, deja mucho que decir de
las familias que allí habitan.

De paso, recuerdo a mi vecina de toda la vida, doña Isela, hablaba con mi madre
acerca del problema de su brazo fracturado, le había quedado con una curvatura,
torcido. Esta mujer era alta, delgada, morena, de polleras amplias y con calilla en
la boca, hablaba franco y directo, decía ella: “sin pelos en la lengua”. Su pasión
siempre fueron las plantas ornamentales, vendía estas. Su casa se constituyó en
un hermoso vivero, colorido, oloroso, lleno de mariposas.

Una mañana pasaba frente a su casa el cirujano que la operó del brazo, Liborio
Tirado, este la saludó cortésmente: “buen día doña Isela, como está”. Ella muy
pausada, le contestó: buen día tocayo, aquí voy en la vida”. El médico se detuvo y
le preguntó: “por qué tocayo? Doña Isela le dijo tan serena y espontánea: “porque
usted es Tirado y yo gracias a su ciencia quedé tirada y le alzó su brazo torcido”.
Aquel se fue sin decir más. Mi madre soltó qué carcajada sin querer. Doña Isela le
decía: “Seño, desde hace rato quería decirle a ese algo parecido y se echó a reír”.

No puedo obviar las experiencias estudiando en el Liceo, con nosotros se cumplía


aquello de la canción: “porque tú sabes que cuando llueve, no hay clase en el
colegio”. Salíamos a las cinco y veinte de la mañana para clases, llegando a la
primera subida del barrio Las Lomas, se nos vino qué aguacero, nos
resguardamos en casa de una familia, para mí, muy querida y a la que no he
olvidado, la Archila. Aquí vivían tres hermanas, sin duda, especiales, únicas, no
solamente tenían una especial belleza externa, sino interna, un corazón noble,
delicado, tal como el de sus padres y hermanos. Con ellas pasé mucho tiempo, de
noche o de día, en fiestas, en tareas, en desórdenes. Felices e inolvidables
momentos con ellas llenaron mi corazón, no digo más porque me entristecería.
Aquí nos quedamos por la lluvia, el “Arroyo Tuza” se creció, su caudal
imposibilitaba el cruce, por lo que ese día, a flojear. Terminamos haciendo un
cocinado en esta casa, llegue a la mía a las dos de la tarde muy feliz. Pero, no
faltó el regaño por llegar tarde.

Y les voy a resumir mis dulces e inmejorables recuerdos: añoro rodar aquellos
rines de bicicleta empujados con un palo por la canal de estos. Tomaba la calle
que, del cementerio llegaba al parque, por el lado de la casa de los turcos; daba
risa oír al viejo Sarky, que tenía un gran almacén de ropa en pleno parque y en
una muy alta y grande casa, hablándole a su padre en libanés (y les decíamos
turcos) para pedirle consejo si fiaba o no aquel pedazo de lona para cama a don
Pacho el poeta. Al final decía, “don, mi padre confía en usted, le fiaré”.

Por cierto, la política aquí, esa que yo viví cuando niño en mi pueblo, no era como
la de hoy, se valoraba demasiado la amistad. Recuerdo que la alcaldía la ganaron
los conservadores, mi padre era amigo del nuevo alcalde, quien lo llamó a ser su
secretario, así pasó este tiempo en tal cargo. Vinieron las nuevas elecciones, y
don Sarky le dijo fregando a mi padre: “Señor secretario, cambio de color, cambio
de color, ganamos nosotros”. Mi padre entendió el mensaje. Le contestó: “Seguro
don Sarky, un cambio de política obliga un cambio de empleados, no se
preocupe”. Pero el “Turco” le volvió a anotar: “No señor, quién dijo que usted se
va, usted es amigo de mi familia y antes que la política está la amistad, usted
sigue”. Se dieron un abrazo.
Cómo disfruto al traer al presente aquella serenata que le dimos a la Superiora de
la Comunidad de Santa Rita de Casia. El famoso acordeonista Rudolf, mis
hermanos y yo, le cantamos como última canción la afamada “Flor sin Retoño”, no
nos habíamos percatado, y al llegar a la parte que dice “...esa flor ya no retoña,
tiene muerto el corazón...”, qué sorpresa, hubo un silencio como de 10 segundos y
luego, a una, todos reaccionamos con tremenda carcajada, la habíamos
embarrado. Menos mal que la muy querida Hermana Dela era una mujer genial,
jocosa y alegre a pesar de su edad y ella misma, al interior de la clausura se reía,
luego se unió a nosotros y se quejaba por haberla tratado como flor sin retoño.
Allí, a su lado, estaba la hermana Karina, como a las once ya, preguntaba por
alguien que le arreglara el problema eléctrico que tenían en la Escuela. En esa
época trabajaba el muy conocido y popular “Perico” en la Electrificadora, alguien le
dijo, “hermana vaya donde el “Perico”, que él es bueno para eso”.

Lo que no sabía la religiosa era que aquel hombre se volvía un energúmeno


cuando le decían tal apodo. La hermana, fue al día siguiente a hacer el mandado.
Al llegar a la casa de “el perico”, no sabía cómo llamarlo, pues, no preguntó su
nombre verdadero, no le quedó otra, con su voz tan suave le dijo: “señor Peri, por
favor, señor Peri, venga conmigo a la escuela que allá hay un serio problema
eléctrico”, aquel hombre se puso colorado, duró un tiempo así, sin decir nada,
pero, muy respetuosamente le dijo: “sí hermanita, ya voy con usted, por cierto, mi
nombre es Filiberto, le agradecería no me llame señor Peri”. La hermana cuando
supo qué pasaría al decirle a aquel hombre “Perico” se rio y se rio, ella le había
dicho muy dulce “señor Peri”. También esta misma y muy querida religiosa, luego
de que le cantamos una misa en su comunidad, para agradecernos, nos invitó a
un delicioso sancocho de pescado con coco, plato que jamás había hecho y lo
hizo, pero sin asesorarse. Al agua del sancocho le echó el afrecho del coco,
simplemente rayó este, no le extrajo aquella leche especial y con tal afrecho hizo
el sancocho, el más raro de la historia; cómo no reírnos de tan tremendo disparate
culinario. Nosotros, para mitigar el hambre, tuvimos que comernos aquella sopa,
pero la colamos.

Y otra experiencia con la hermana Dela fue en una misa, era el día de San Blas,
patrono de Morroa. En plena elevación de la hostia en la custodia, se daban
recamarazos, se nos olvidó, y cuando el padre Eduardo levantó la misma en la
misa solemne, vino el bombazo, el padre dijo: “¡ay nojoda! Y la hermana pegó qué
grito y todo el pueblo morroano reía de aquello. Después se dieron las disculpas,
el padre explicaba que aquel tremendo sonido de recámara se lo cogió
descuidado y pronunció del susto aquella palabra.

Cómo recuerdo la famosa “Chiva de Yaco”, de pura madera y ventanales abiertos,


que viajaba de mi pueblo a Sincelejo a una velocidad no mayor de cuarenta
kilómetros por hora, por su lentitud se podía disfrutar del paisaje, y todo el que
tomaba esta Chiva sabía esto. Un día de tantos, un desesperado se montó en
este vehículo, en la “poza del chorro” gritó: “dale más duro viejo, que a este paso
llegamos mañana a Sincelejo”. Yaco, con su calma lata, paró la chiva, fue donde
aquel hombre con el valor del pasaje en la mano, un peso con cincuenta, y le dijo:
“tome su dinero y bájese si no le gusta como ando, no voy a correr”, aquel,
sorprendido, no tuvo más remedio que seguir disfrutando del viaje, que realmente,
parecía interminable.

Cómo añoro y recuerdo tantas bellas situaciones y personas que han cruzado por
vida infantil y juvenil, este ejercicio sencillo y corto, porque falta mucho, me hizo
entristecer, alegrar y vivir, lástima que aquellos lugares se fueron, ahora hasta el
arroyo ha sido pavimentado, la recordada “paja del señor Quinto se llenó de
casas, lo mismo aquel solar donde jugábamos a los indios; las calles
pavimentadas hicieron ocultar aquella arena blanca y suelta donde jugaba, y el
rico y negruzco lodo se perdió, desapareció, no hay con qué hacer aquellos
carritos; la “mojarra” es solo un recuerdo, ya no hay rastrojos ni motungos para
jugar. Mi Liceo es tremendo Colegio, fui y mis inolvidables maestros de antaño no
los vi, era un extraño allí. Solo las sombras de mis profesores deambulan en aquel
amplio patio. Hoy quise llevar a mis pequeños hijos a ver a mi pueblo y, sobre
todo, a mis lugares de infancia, pero se fueron, el cemento los mató. Aquellas
tiendas ya cumplieron su cometido y volaron, los teatros donde veía aquellas
películas se transformaron, hoy cumplen otro papel, son oficinas para otras cosas.
Aquellas conversaciones largas y amenas de los amigos de mi viejo, no las he
vuelto a escuchar, aquellos buenos compadres, aquellos maestros exigentes,
volaron. Mis amigos, como dice aquella canción: “se fueron casi todos.” también
tomaron su particular rumbo.

Lo triste es que para que mis pequeños vean pastos, árboles y jueguen al aire
libre hay que llevarlos al parque; para que jueguen con tierra, al colegio; para que
se bañen en abundante agua, son necesarias las piscinas situadas en centros de
recreación, o se compran de plástico, ya no hay pájaros de los que disfrutar, y así
sucesivamente, cómo hace falta el ayer para ciertas cosas sencillas, te perdiste mi
pueblo de infancia, evolucionaste. Pero, qué bueno volver a atrás y revivir
aquellas épocas, he sentido y experimentado otra vez la ingenuidad de mi niñez,
la alegría de la adolescencia, la fuerza de la juventud, el entusiasmo de mis
mejores años.

Y a pesar que es bastante el tiempo que ha transcurrido, las dulces voces y gritos
de mi historia, siguen resonando en mi mente, como un eco: “Pásame la bola,
pásame la bola, gol, gol, gol no joña”; “Aquí va la bola, se rompe el saco y va
Martín con su garabato: 28, 34, 76...”; “¡tramposo, tramposo!, ganaste con
chanchullo, hiciste fraude”; “paticas pa’ que te tengo, ahí viene la policía, a correr
muchachos”; “Me falta María Félix para llenar el álbum, solo un papelito”; “nos
robaron el campeonato, nos robaron el campeonato”; “Pedro y Armando a la fila
de los buenos”; “Me voy para la 27”; “Te dije que no pelearas con Edgar y lo
hiciste, me desobedeciste”; “Ve a comprar una botella de manteca vita y una de
manteca de cerdo”; “Niña Elviraaaaa, la yuuuuuucaa”; “llegó Tencho, todo el
mundo aquí, todos se motilan hoy”; “llévale el almuerzo a mamá Rosa rápido”; “El
examen con Muleth es mañana, nos toca todo el cuaderno”; “ganamos otra vez,
tenemos el mejor bachiller Coltejer, ganamos”; “Carajo, les dije que no”; “se pegó
el chirri, se pegó y está fino, negrito, se paró y está cogido, está cogido, está
cogido, está cogido, está cogido, está cogido...” un eco incesante que no quiero
dejar de oír porque me hace vivir.

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