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¿Fue preocupación fundamental de Jesús fundar la Iglesia?

      La preocupación fundamental de Jesús fue la venida del Reino de Dios a Israel. Esa fue su
predicación y su práctica y a eso obedeció la elección de los Doce, como representantes de las
doce tribus de Israel. Jesús tiene la confianza de que su pueblo, a pesar de sus infidelidades,
puede poner en práctica ese Reino y volver a ser el verdadero pueblo de Dios. Lo que Él quería
implantar era el Reino de Dios. Para nada piensa en una Iglesia nueva.
Conviene recordar que el texto de Mt 16, 18 ss, en opinión de la mayoría de los exegetas, está
colocado fuera de lugar, narra la primera aparición de Jesús a Pedro, y sólo Mateo narra cómo
Simón recibe el nombre de Roca o Pedro por estar relacionado con las apariciones del
Resucitado. Y no sirve para probar desde él, que la Iglesia queda fundada sobre sus dirigentes
Pedro y los demás apóstoles.
¿Entonces, cuál sería, si es que existe, la explicación correcta?
      Hay que abordar la cuestión desde dos experiencias fundamentales de los discípulos, que
se grabaron muy a fondo en su conciencia y son el fundamento de lo que ellos experimentan
más tarde como Iglesia.
¿Cuáles son esas experiencias?
      Dos: las experiencias prepascuales y la experiencia pascual.
Por la primera, las experiencias prepascuales, ellos se sienten llamados y congregados a
participar en el movimiento de Jesús y dentro de él inaugurar el Reino de Dios. Es en ellos
donde se va a poner en práctica lo que significa que está cerca el Reino de Dios, cerca para
los pobres: “Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20).
Para entrar en el movimiento de Jesús y seguirle, hay que empezar por ser pobre y elegir ser
pobre: “Dichosos los que eligen ser pobres, porque estos tienen a Dios por Rey” (Mt 5,3). Y
hay, además, que tener hambre y sed de justicia, es decir, entregarse con toda el alma para la
liberación de los pobres según exige el Reino de Dios (Mt 5,6).
      Por la segunda, la experiencia pascual, los discípulos afrontan de cerca la muerte de
Jesús, la entienden como un fracaso que les hace huir y dejar a Jesús en la soledad absoluta
cuando más los necesitaba. Natural era pensar entonces en la dispersión y no en la formación
de una Iglesia a partir de ellos mismos.
¿Entonces, de dónde nace la Iglesia?
      Justo en el momento, para ellos inaudito, en que ocurre la resurrección de Jesús. En el
saber que el muerto en la cruz está vivo, experimentan que las pretensiones de Jesús quedan
refrendadas por Dios, no así las de los dirigentes de Israel, que enseñaban y actuaban en su
nombre.
Jesús los convoca, para que anuncien la Buena Noticia y hagan discípulos. En ese momento,
los discípulos comienzan a creer de una nueva forma en Jesús y a entender ser verdad su
anuncio liberador de los pobres. Es un salto cualitativo en sus vidas.

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Juntos perciben la novedad de lo que le ha acontecido a Jesús, de alguna manera se sienten
co-resucitados con él para una nueva forma de existencia, asumiendo todo lo que ya habían
compartido con él. Congregados, se sienten unidos y surge la ekklesia, llamada desde
entonces la Iglesia. En la misión que reciben de Jesús nace la Iglesia. El Espíritu les fortalece y
anima, pues es el alma de la Iglesia.
¿Y es a partir de estas experiencias compartidas cuando comienza a caminar la
Iglesia?   
Sí. No son unos dirigentes los que fundan la Iglesia como si a ellos se debieran las
comunidades posteriores. No, sino que el impacto de la resurrección ha sido tal, que a todos
los posee y todos se sienten unidos en un plano de igualdad y se ponen a actuar en una actitud
diaconal (servicial). Es Jesús mismo quien se hace presente en ellos con la fuerza de la
experiencia pascual.
      Y ya inmediatamente crecen y se concretan diversas comunidades cristianas. En cada una
de ellas, hay uno de los discípulos que acompañaron a Jesús durante toda su vida. Y así suelen
enumerarse cuatro comunidades principales: la marcada por la tradición paulina, la
correspondiente al discípulo amado, la de Pedro y la de Santiago. Cuatro tradiciones, que
arraigan por distintos países conocidos de entonces, con versiones plurales pero basadas
siempre en las mismas y originarias experiencias.
Pablo se opone a los judaizantes y da al traste con la ley del mundo judío, más en concreto con
la ley de la circuncisión.
Frente a los que pensaban que lo más importante era que Jesús había instituido los doce
apóstoles, que nombraban “sucesores” para seguir su obra, las comunidades del discípulo
amado piensan que la categoría de “discípulo” es “la categoría primera cristiana”, sobre la que
se apoya la igualdad de todos los creyentes. La necesidad de sucesores, la suple el “Paráclito”,
que es el verdadero maestro que enseña y guía ((Jn 14,26; 16,13). Nadie se sale de esto por
ocupar un puesto o tener un cargo en la Iglesia, ni nadie se coloca por encima de esto. Previo a
esto, y como algo común a todos, se da la experiencia de la fe en Jesús y del amor a Jesús.
¿Según esto, sería correcto afirmar, como siempre se ha hecho, que Jesús funda
la Iglesia?
Jesús, al poner en marcha su movimiento en medio de su pueblo, no piensa en fundar su
Iglesia como una realidad nueva dentro de Israel. Son las experiencias, que hemos dicho, la
fuerza concreta que congrega a los discípulos en ekklesia. La Iglesia nace como parte
integrante de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Este es el punto de partida y otra cosa es
la forma que va adquiriendo en sus diversas tradiciones. Desde el principio se dan distintas
maneras de entender a Jesús y de vivir su seguimiento.
¿Esta diversidad no acabó con la comunión entre las distintas “iglesias”?
La Iglesia ha tenido en su historia diversos momentos y modos de desarrollo. En el primer
milenio aparece la comunión como punto central que une a la totalidad de la Iglesia. En el
segundo, se crea como principio primero de la institución eclesiástica, la jerarquía. Pero, en

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uno y otro, a pesar de todas las contradicciones, la Iglesia se presenta como convocada en
torno a la comunión eclesial.
¿Cuáles son los pasos de esta Iglesia en los primeros siglos?
Brevemente podríamos decir:
               – En el primer siglo, el despegue del judaísmo y la apertura hacia el mundo
pagano supuso una crisis profunda dentro de versiones normativas y organizativas distintas.
Pero era mucho más urgente la transmisión del Evangelio vivido y practicado que la forma de
organizarse los dirigentes de la Iglesia, quienes, Pablo a la cabeza, se consideraban los
sirvientes de las comunidades. “¿Quién es, pues, Apolo? ¿Quién es Pablo?… ¡Sirvientes, por
medio de los cuales habéis creído!” (Cor 3,5-7). Las comunidades cristianas, por su
experiencia de fe, son la gran novedad que penetra en la historia.
               – En los siglos II y III, la Iglesia se va extendiendo poco a poco. Pero
manteniendo el protagonismo de las comunidades locales dentro de la Iglesia. Se reunían en
torno a un obispo, que tenía la misión de ser supervisor de un gran sector de la Iglesia, así, por
ejemplo, Ignacio mártir, único obispo en Siria; Policarpo en el Asia Menor; Ireneo en las
Galias; Clemente en la región de los romanos, y más tarde Cipriano en la región de África.
Pero eran las comunidades las artífices de su propia vida y fuente de las iniciativas para poner
en acto el Evangelio en el lugar que les ha tocado vivir. Son ellas las que afrontan y resuelven
sus problemas, por mayoría, reunidas en común con su Obispo; lo hacen sabiéndose
portadoras de la tradición recibida de los primeros Apóstoles de Jesús; y con la conciencia de
que ejercen un servicio =“diaconía” que asegura la comunión=“koinonia”.
De esta manera, se entiende que los obispos no proceden aislados de sus comunidades, sino
que vinculados con la fe de todo el pueblo creyente pueden representar la verdadera fe contra
las herejías. Sólo impregnado por la fe de la comunidad puede el obispo responder de la
ortodoxia de todo el pueblo creyente. Dentro de esta profunda comunión, el sentir común del
pueblo se reconoce en unos escritos y no en otros y se llega a determinar qué libros pertenecen
al Antiguo Testamento y cuáles al Nuevo, fijando así el canon de las Escrituras.
¿La elección de los obispos era obra y decisión de las comunidades?
      La ordenación del obispo se hacía mediante un gesto constitutivo previo, que era la “mano
alzada”, confirmada luego por la imposición de manos. Elección de tradición apostólica y por
tanto de origen divino. El pueblo que va a ser presidido por el obispo, afirma Cipriano, debe
ser elegido por él. Es el pueblo quien tiene poder para elegir obispos dignos y recusar a los
indignos. Y prescindir del deseo del pueblo es salirse de la “comunión eclesial”.
Hasta el siglo III, las comunidades celebraban las eucaristías en “la casa”. Hay un hermano
que preside, pero sin precisar si es el “presbítero”, “el obispo” u otro miembro cualquiera de la
comunidad. Existe la conciencia de que quien celebra la eucaristía es toda la comunidad.
Interesa menos determinar quién la preside.
Pero en el siglo III se produce un cambio importante: se introduce el culto cristiano en la
Iglesia, las celebraciones adquieren un rango particular, el primero que las preside es el
obispo, a quien por primera vez se le da en la Iglesia la categoría de “sacerdote”. Esto no

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aparece nunca en el Nuevo Testamento y sin embargo pasa a ser normal llamar “sacerdotes” a
los dirigentes (obispos y poco después a los presbíteros como suplentes suyos). Con esta
nueva conciencia de sacerdotalizar a obispos y presbíteros, aparece la categoría del clero,
pero no por ello la Iglesia se divide en dos sectores: los clérigos, con poder y los laicos, sin él.
Todavía estamos en una Iglesia formada simplemente por cristianos.
¿Este todavía quiere decir que pronto dejará de existir el protagonismo de las
comunidades cristianas?
      Al aplicar a obispos y un poco después a los presbíteros lo que se decía del “pueblo
sacerdotal”, se va haciendo más común la sacerdotalización de obispos y presbíteros y la
designación de los lugares sagrados, hasta producirse en el siglo IV la implantación de la
Iglesia como religión oficial del Imperio por parte del emperador Constantino.
¿Consideras que este cambio histórico afecta profundamente a la Iglesia en su
primer milenio?
No tengo más remedio que ser esquemático. Y lo voy a hacer aludiendo a cinco aspectos:
Primera novedad: se establece una alianza entre el Imperio y la Iglesia. El Imperio se
entromete en los asuntos internos de la Iglesia y declara no sólo oficial sino obligatoria la
religión cristiana. La Iglesia, por su parte, ve el camino abierto para consolidar el cristianismo
a todo lo ancho del Imperio.
Segunda novedad: en el Imperio rige una doble autoridad, la de los sagrados pontífices y la
potestad imperial, alternando según las circunstancias el cesaropapismo o la hierocracia.
Tercera novedad: se da por supuesto que todo el mundo es cristiano, sin que interese
mucho la cualidad de la fe. Si antes se era cristiano por convicción, ahora apenas y se da la
masificación y banalización de la vida cristiana.
Cuarta novedad: el protagonismo de las comunidades pasa a los dirigentes de la Iglesia,
sobre todo de los obispos. Comienza a funcionar con normalidad la distinción entre clérigos y
laicos, unos con poderes, otros sin ellos, unos activos y otros pasivos. La liturgia lo expresa
plásticamente: los verdaderos celebrantes son los clérigos, los laicos son meros asistentes. La
Eucaristía ya no es celebración de toda la comunidad reunida.
Quinta novedad: sin embargo, eso no disuelve la participación de las comunidades en las
cuestiones importantes: además de participar en la elección de los obispos, logran integrarlos
dentro de la comunidad sin que puedan proceder aislados de ella. No se olvida la condición
del “pueblo sacerdotal”, sujeto celebrante de la eucaristía. La división entre clérigos y laicos no
será real hasta el segundo milenio.
Como en el Imperio, que apenas cuenta con emperadores “cristianos”, se acrecientan las
diferencias en ricos y pobres, la grandeza imperial se construye a base de impuestos
castigando sobre todo a los más débiles, reduciéndolos muchas veces a esclavos.
      La Iglesia se mueve dentro de ese sistema de injusticia, que no se puede romper, por más
que muchos Padres de la Iglesia critiquen duramente la fastuosa e injusta vida de los ricos. La
Iglesia se esfuerza por la situación de los pobres, pero no es capaz de eliminar las causas de su

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pobreza, y acaba por resignarse a ser portadora de una salvación que acontece en la otra vida,
al margen de lo que suceda en “esta vida”. El reino de Dios proclamado por Jesús es el lugar
ultraterreno hacia el que camina la Iglesia, y deja de ser un proyecto de transformación del
mundo desde los pobres.
A esto hay que añadir el influjo del platonismo, presente en muchos Padres, que inclina a que
la Iglesia debe atender a las cosas eternas y no a las temporales, y que obtiene fuerte
propagación en la Edad Media y llega hasta nosotros.
Tras el primer milenio, la Iglesia comienza una gran reforma que marca un giro
acaso el mayor que haya conocido la eclesiología católica.
Así es. Esa reforma fue obra de Gregorio VII, y por eso se llama reforma gregoriana. Esta
reforma requiere, si se la quiere comprender, analizar el significado que tiene por entonces el
imperio carolingio y el imperio romano-germánico. Carlomagno se considera investido como
“rey y sacerdote” para realizar las obras propias de la Iglesia, una especie de enviado de Dios.
El sacerdocio eclesial representa únicamente a Cristo, por lo que ocuparía un segundo lugar.
Carlomagno es el soberano que gobierna a todos los cristianos. Surge una auténtica teocracia,
con subordinación absoluta del papa y los obispos al emperador, quien puede poner y deponer
al papa.
Se da entonces la cuestión de que los príncipes y los señores feudales se apoderan de las
diócesis y son los que nombran obispos, a merced de sus deseos e intereses.
¿Y cómo afronta Gregorio VII este grave problema?
Se propone acabar con este tipo de teocracia, que sustenta las injerencias del poder temporal
en la Iglesia: el orden querido por Dios en el mundo, cuenta con el poder espiritual, propio de
la Iglesia y con el poder temporal, propio del emperador. Pero, quien realiza propiamente ese
orden es la autoridad espiritual, que determina lo que es conforme a derecho y justicia; la
autoridad temporal sirve a la realización de ese orden, pero subordinada a la autoridad
espiritual de la Iglesia.
Es entonces cuando surge la institución de los cardenales como principio elector del papa,
dando fin a las investiduras y asegurando el sometimiento de todos los señores temporales a
las órdenes del papa.
Pero este cambio parece desatender si no estar en contra del recorrido anterior
de la Iglesia.
Bueno, es verdad que con el papa Gregorio VII comienza otra etapa muy diferente en la
Iglesia. La reflexión teológica ya no se centra en la Iglesia como comunión, sino
como sociedad desigual. Este estatuto de desigualdad es el que ha prevalecido hasta nuestros
días, según el cual la Iglesia es desigual porque a unos les es dado el poder de santificar,
enseñar y gobernar (los clérigos) y a otros no (los laicos): “La multitud no tiene otro derecho
que el de dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores” (Pío X).
Si en el primer milenio lo que impera es la igualdad fundamental de todos, derivada de
nuestra condición de creyentes, a partir de ahora pasan a primer plano la institución
eclesiástica con los diferentes puestos o rangos que cada uno ocupa dentro de la Iglesia. El
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estatuto constitutivo pasa a ser la jerarquía, como realidad aislada y autosuficiente, dando
lugar a la división entre clérigos y laicos como dos géneros de cristianos e identificando la
Iglesia con la jerarquía; la palabra Iglesia deja de significar el pueblo creyente.
¿Entonces, en qué queda la tradición anterior de que la comunidad cristiana es
el sujeto propio de la celebración eucarística?
Queda en que la misa cae absolutamente en manos del clero: sólo el cura dice misa y tiene el
poder de consagrar, cosa que le viene a través del “orden”. Además, lo que se decía de la
Iglesia de ser el verdadero cuerpo de Cristo, se lo aplica al cuerpo físico y real de Cristo, que se
transustancia en la fórmula de la consagración y así el sacerdote tiene poder sobre el
verdadero cuerpo de Cristo. En consecuencia, la misa pasa a ser propiedad del sacerdote y
puede celebrarla él solo.
Todo lo que dices suena a un gran cambio en la Iglesia: los dirigentes más que
sirvientes pasan a constituirse en una estructura de poder.
De poder, sí, cuya plenitud reside en el papa: “Someterse al romano pontífice es para toda
humana creatura absolutamente necesario para la salvación” (Bonifacio VIII).
¿Y no hubo manera de cuestionar este tipo de poder concentrado sobre todo en
el papa?
Sí, lo hizo el concilio de Constanza, que reactiva una conciencia de siempre: la Iglesia no está
jamás en manos del papa solo. La Iglesia está siempre en manos de sí misma, del sentir de
todo el pueblo convocado por Dios y en este contexto hay que entender el concilio como
mayor que el papa y hay que entender también su ministerio y de toda autoridad en la Iglesia.
Y lo hizo también a su manera el principio protestante con la reforma, que sometió a revisión
toda realización histórica de las Iglesias cristianas, aun cuando se quedó a medias.
¿Pero, a pesar de la reforma, no crees que persistieron las estructuras
medievales, que parecían llamadas a desaparecer?
Persistieron y se prolongaron prácticamente hasta la llegada del Vaticano II. Esas estructuras
le hicieron parapetarse como una fortaleza frente a tres hechos principales: la Ilustración,
la Revolución francesa y los socialismos, principalmente el marxismo.
Uso sin trabas de la razón que se emancipaba frente a toda autoridad especialmente religiosa;
implantación de los principios democráticos y exclusión de la religión como factor
estructurante de la nueva sociedad; enfrentamiento con los movimientos sociales, señalando
al marxismo como un “proyecto ateo” y que hizo que las Iglesias perdieran la conciencia de
que “la causa de los pobres es causa de la Iglesia” y se la arrebatara, como se ha dicho , Marx;
fueron factores determinantes de una mentalidad contra la que fue directamente el Vaticano
II.
¿Quiere decir que el Vaticano II supuso un cambio histórico de gran
envergadura que le llevaba a cerrar una etapa histórica de la Iglesia y a abrir
otra nueva?

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Sí, ese es precisamente el punto de partida, que muestra la autonomía del concilio y que
comenzó por rechazar los esquemas previos elaborados por una comisión central de la Curia.
Rechazo que apoyó la mayoría y otras propuestas que se centraban en el tema de la Iglesia, en
su constitución o manera de entender a sí misma y de relacionarse con el mundo actual, tal
como quedó escrito en dos documentos: la Lumen Gentium y la Gaudium et Spes.
Esto es lo fundamental, pero ¿cuáles son los puntos más importantes de estos
documentos porque desgraciadamente pronto quedaron apagados u olvidados,
en el posconcilio?
Me planteas un desafío. Pero voy a intentarlo.
La nueva comprensión de la Iglesia, según el concilio, lleva a entenderla primero de todo
como Pueblo de Dios. Esto quiere decir que el concilio pone en el primer plano de
interés nuestra condición común de creyentes, recuperando de esta manera, una eclesiología
de comunión tan propia del primer milenio de la Iglesia.
En la constitución de la Iglesia hay dos realidades: una sustantiva y otras relativas. La
sustantiva es en la que todos coincidimos, todos somos cristianos, sin más. En ese ser
cristianos, hay una acción gratuita de Dios, del que procede todo cuanto somos. Somos fruto
de una acción de Dios que nos convoca no a salvarnos aisladamente, “sino constituyéndonos
en Pueblo”. En ese ámbito comunitario acontece la fe, cada uno es con-vocado, la experiencia
de fe nadie puede realizarla a solas: “Solus christianus, nullus christianus”. Esta es la
eclesialidad primera, o como la llama el Nuevo Testamento la koinonia=comunión.
Por otro lado, está la eclesialidad segunda o las llamada diakonias, (servicios o instancias
necesarias para realizar la koinonia). No es, pues, lo más importante la jerarquía o la vida
religiosa, sino esa sustantiva comunión.
Igualmente, es esencial el concepto de que, si todos somos con-vocados, todos somos sujeto
del con-sensus fidei, del sentir y consentir la fe, “excitado y sostenido por el Espíritu de la
verdad”, y que precede y fundamenta toda “inteligencia de la fe“ que es la teología. En este
segundo plano, se mueve siempre la Biblia, la teología, el magisterio y todo sometimiento a lo
que enseña la autoridad. Una cosa es nuestra experiencia de fe y otra la conciencia refleja que
de ella se tiene en la Iglesia. De este modo, el concilio contribuyó a devolver al Pueblo lo que le
había sido secuestrado.
¿EL concilio concreta cómo devolver al pueblo este protagonismo perdido?
Pues sí, y muy claramente. Quien lea la LG (10, 12, 39-42) podrá comprobar que esta
devolución supone un devolver al Pueblo el sacerdocio, la infalibilidad, el profetismo, la
vocación universal a la santidad, la opción por los pobres. Temas que bien merece un
comentario más extenso, pero no ahora en una entrevista.
¿Y aporta algo nuevo el concilio a la hora de entender su relación con el mundo?
¡Vaya si aporta! Consiste en que el concilio entiende el mundo como “lugar teológico”, es
decir, como lugar en el que se constituye la revelación como revelación hecha al hombre. Lo
cual, a un nivel histórico, significa que el Vaticano II fue hijo de su tiempo, dejándose influir
en sus formulaciones por el optimismo de los años sesenta. Por otra parte, el concilio se
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mueve en ese entonces desde una perspectiva eurocéntrica, hablando del mundo como del
Primer Mundo.
No obstante, leído el concilio a un segundo nivel o el de sus prensiones básicas, se descubre
que hace un replanteamiento nuevo: el de cerrar una era en la historia de la Iglesia y de abrir
otra nueva. La nueva era no puede hacerse presentando Iglesia y mundo como dos mundos
contrapuestos, que luego hay que relacionar, sino entendiendo que, desde esa nueva relación,
la Iglesia forma parte de la historia humana como pueblo de Dios. La Iglesia no es,
originariamente, otra cosa que el mundo. Ambos convergen en una previa y sola humana
realidad.
Obviamente, para esta nueva relación de la Iglesia con el mundo hay que poner fin a la
llamada “situación de cristiandad”, es decir, renunciar a todo modelo político-religioso que
pretenda darse cobertura ideológica con una determinada dogmática religiosa. Hay lugares en
la sociedad que no debe ocupar la Iglesia.     Es igualmente importante que la Iglesia “aprenda
a escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio” (GS, 4).
Finalmente, el concilio recuerda que hay que responder al doble desafío del humanismo laico
y antropocéntrico de la cultura moderna, sin darle la espalda, tratándolo con una actitud
samaritana y con la convicción de que es portador de valores como la autonomía del mundo,
de la razón y de la ciencia y la democratización de la sociedad. Esta perspectiva llamada
pastoral es precisamente la que constituye un auténtico progreso dogmático y le hizo producir
efectos operativos muy profundos.
¿Qué conclusión final podemos darn?
Que el concilio cierra una etapa histórica y tiene por delante otra en que lo principal le queda
todavía por hacer. El Vaticano II, tras el duro peso de involución y restauración sufrido, es la
cuestión pendiente. Hemos entrado en el tercer milenio de la Iglesia y es hora de empujarla
hacia lo que Jesús quiere de ella, una forma nueva de hacerse presente en la historia.

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