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(…) lo que siempre se queda o la Semana Santa

desde el corazón
Tengo una hipótesis (absténganse científicos y derivados pues esta solo
encuentra corroboración en el alma). Hablar de la Semana Santa sin mencionar
palabras como religión o fe. No con ello me malinterprete el lector, pues no
hacerlo lo único que haría es engrandecerla (la fe, claro), pues si bien, -y con
ello me adelanto a mi propósito-, la Semana Santa trasciende el mero sentido
religioso (motivos artísticos, estéticos lo atestiguan), esta no se puede explicar
sin acudir al sentir religioso desde la que se fecunda. Sin embargo, dejo a
personas que con mayor lustre y estima religiosa que yo, cultiven tal empresa
(pregoneros por ejemplo). Mi hipótesis tiene un cariz diferente. Pretende
justificar la Semana Mayor como un elemento de civismo (lejos de lo pretendido
por movimientos políticos críticos que la colocan antagónicamente a mi
postulado). O en otras palabras, a mayor semana santa mayor arraigo
comunitario. Es decir, y aquí va el asunto en ciernes, conforme la sociedad va
adentrándose hacia estados de hibridad, ligereza, insustancialidad y
desarticulación, el cuerpo de la Semana Santa va tomando una coherencia con
ella misma que la cura de tales males. Como la lechuza de Minerva que solo
alza el vuelo al anochecer, los “días de gloria” se presentan como el antídoto
perfecto frente a la banalidad del “eterno ahora”. Sufrimiento, recogimiento,
misterio (…), conceptos que vuelven a re-encantar el mundo proveen con
delicioso atino de equilibrio a una sociedad que desencantada de sí misma se
acerca con la firmeza y seguridad de la que carece su pensamiento hacia la
ausencia de toda negatividad. Como si la vida fuera un exceso incorregible de
positividad (felicidad, riqueza, paz, amor… y resto de cosas agradables a los
sentidos) olvidamos que el árbol esplendoroso de la primavera ha padecido frio
y violencia en invierno.
Ahora bien, lejos de hacer una loa al “auto-martirio” de la que su distancia
frente a los hechos relatados se hace patente para cualquier alma traslúcida, la
Semana Mayor viene a recomponer lo que en el resto del año se revela como
“aburrimiento existencial”. El estado de emoción precipitada hacia el orgullo
que de Ella se deriva es propenso a la adulación y a la falta de prudencia
cuando sobre tales asuntos uno mismo se dispone. Mayor esfuerzo aplica el
que pretende negarla ya sea ayudado por ignorancia o rencor que aquel que
sensible se deja empapar de sus atributos. Es el mejor tratado de filosofía,
pues se revela como lo sostenido en la inmediatez. Su perdurabilidad ataca la
insustancialidad de la vida cotidiana neutralizada a cualquier cosa que exija
atención y tesón. Es la mejor de las certezas, pues cuando estas pasan Ella
siempre se queda. Su verdad se hace “vivida” como encuentro de lo
“encantado”. Es ruptura frente a la infatigable armonía que exige la
administración. Invita a cantos románticos en la madrugada y a encuentros
íntimos donde la noche se hace densa de “yo-mismo”. Es el último revulsivo
donde se exprime nuestra “mismidad”. El resto es ausencia e ingravidez. No
habría mejor cosa que justificar la Semana Santa desde los fundamentos del
“ateísmo” (cosa que el tiempo proveerá). Con ello conseguiríamos resguardarla
del proceso laicista que en su afán progresista de Verdad lo único que
encuentra es ausencia de sí misma. ¡¡¡La Semana Santa superviviendo a la
laicidad (solo en Andalucía se acontecería estado tan superlativo)¡¡¡¡
Este año vuelvo a echarte de menos (duele). La expatriación además de mal
gusto es una injusta “putada” cuando para más inri acontece en otro continente.
De todas las maneras, encuentro consuelo porque algo así no negocia con los
tiempos de la premura y el desencanto. Saber que “siempre te quedas” será
suficiente para saberme que “siempre te espero”.

M. Antonio Jiménez-Castillo
Nuevo Laredo (México)

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