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CRISTOCENTRISMO DE LA CATEQUESIS

«Cristo, el Hombre nuevo (nuevo Adán), en la misma revelación del misterio


del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22a). Por eso «la verdad profunda de Dios
y de la salvación del hombre... se manifiesta en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación» (DV 2; cf 4). El hecho de que Jesucristo sea la plenitud de la revelación y
el centro de todo el misterio cristiano «es el fundamento del cristocentrismo de la
catequesis: el misterio de Cristo, en el mensaje revelado, no es un elemento más junto
a otros, sino el centro a partir del cual los restantes elementos se jerarquizan y se
iluminan» (DGC 41; cf CT 5).
a) La persona de Jesucristo. El que la catequesis sea cristocéntrica significa que
debe centrar toda su atención en la persona de Jesucristo. Debe ayudar al recién
convertido, a través del encuentro personal con Cristo, a conocer y entrar en
comunión de intimidad con el Misterio de aquel en cuyas manos se ha puesto por la
fe inicial (cf CT 20; DGC 80-81). Y esto, no como una figura del pasado, como un mero
maestro de ética a quien imitar, sino como quien permanece vivo por su resurrección
y, a través de su palabra y de su Espíritu, se presenta como salvador nuestro, que nos
llama a su seguimiento.
La catequesis debe presentar, por tanto, no sólo la doctrina acerca de Jesús,
sino la persona misma, la vida y el mensaje de Cristo, como buena noticia para el
hombre de hoy y, a través de él, para el mundo, en toda su integridad y originalidad,
sin reduccionismos: en el realismo de su vida, de su palabra y su actuación. Así pues,
Cristo no es sólo objeto de la catequesis como una mera verdad objetiva que debe ser
enseñada o demostrada, sino que, como Resucitado, es más bien el verdadero sujeto
activo que puede manifestarse al hombre de hoy y, a través de sí, introducirlo en el
misterio íntimo del Dios Trino (cf. DGC 99). El Señor se hace presente a través de su
cuerpo, que es la Iglesia, la comunidad cristiana y sus miembros, en especial del
catequista que, por la encomienda eclesial, es su testigo ante los nuevos creyentes.
«El bautismo, sacramento por el que nos configuramos con Cristo, sostiene con su
gracia este trabajo de la catequesis» (DGC 80).
Desde esta perspectiva, y dado que la presencia inmediata del Resucitado no
nos es accesible si no es a través de representaciones sensibles, es preciso someter a
examen las imágenes de Jesús que prevalecen en los catequizando o en sus
ambientes, para purificarlas si fuese necesario. Y no sólo las imágenes explícitas de
Cristo cargadas de proyecciones terrenas o fantásticas, sino también otras que
pueden estar latentes en ciertas actitudes o comportamientos, tendentes a
contraponer de forma radical lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural (o lo
sagrado y lo profano).
b) Jesús mediador entre Dios y el hombre. «Porque hay... un solo mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, también él hombre, que se entregó a sí mismo
para liberarnos a todos» (1Tim 2,5-6), el punto central de la catequesis deberá ser la
realidad personal de Jesús, en su unicidad y concreticidad como mediador salvífico,
más que en su dualidad como Dios y hombre. Hay que situar al catequizando ante la
persona de Jesús, ante sus actitudes, sus relaciones y su camino concreto, más que
ante unos atributos que suelen ser los de una divinidad un tanto abstracta o los de
una humanidad un tanto ideal. Para que esta catequesis alcance su objetivo, y dado
que en nuestros días el acceso a la dimensión trascendente es más difícil, ya que el
término Dios es una palabra teórica o encierra imágenes antropomórficas o mágicas,
es necesario, en muchos casos, que a la catequesis sobre Jesucristo preceda la
formación de los catequizando en el sentido y la actitud religiosa. Su apertura a Dios,
referencia última de la persona, proyecto y vida de Jesús, es la perspectiva desde
donde los neófitos pueden ser introducidos en el misterio de Cristo, para descubrir en
él al mediador entre Dios y el hombre y el nuevo semblante que nos ofrece del Dios
Padre. Esto implica una renovación de la imagen que tenemos de Dios y del propio
Jesús, revisada a la luz del Dios de Jesucristo, en su originalidad en relación con el Dios
contemplado por las religiones.
Esta catequesis precisa un profundo sentido bíblico, atento al proyecto de Dios
que —en el dinamismo de la historia de la salvación— prepara la venida de Cristo,
preludiando en el Antiguo Testamento el misterio de la encarnación; lo lleva a
plenitud en la realidad histórica del propio Jesús, testimoniada en los evangelios; y lo
prolonga en la historia del nuevo pueblo de Dios, recogida en el resto de los escritos
neo testamentarios.
En consecuencia, la catequesis no deberá partir, en un primer momento, de la
ontología —la doble esencia o naturaleza estática— de Cristo, ni de las formulaciones
que, desde los concilios de Éfeso y Calcedonia hasta el III de Constantinopla —del año
431 al 681— sirvieron de cauce de expresión a una cristología dogmática, centrando
hasta tal punto su atención en el hecho de la encarnación, que olvidaron y marginaron
los mysteria vitae Christi: el desarrollo de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que
aún se mantenía en los símbolos de Nicea (año 325) y Constantinopla I (año 381).
Antes que el mero aprendizaje de fórmulas hechas o definiciones, la catequesis
debería, de la mano de los evangelios, contemplar el desarrollo histórico, dinámico,
existencial de Jesús, conduciendo a una fe confesante en la que el creyente exprese
la relación personal entre Cristo y él; y desde ahí se produzca la resonancia, en su
propia vida personal, de la presencia viva y actuante del Señor. En este marco, y en
un segundo momento, la síntesis de fe expresada en los diferentes símbolos será para
los catecúmenos luz de guía que iluminará su propia relación creyente con Jesús y les
permitirá ahondarla en todo su tenor eclesial.

Extraído del: Nuevo DICCIONARIO de CATEQUÉTICA dirigido por: V. Mª Pedrosa - Mª


Navarro - R. Lázaro - J. Sastre. Versión Digital. Jesucristo. Artículo de: Manuel Gesteira Garza
y Juan Carlos Carvajal Blanco

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