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Dicen que así se mueve el piso cuando a uno le bombardean la ciudad. Nadie sabe si
llegaremos a destino.
Llevamos tres días mar adentro. Tres días desde el zarpe en Valparaíso, donde el
barco de Greenpeace permaneció una semana y recibió más de tres mil visitas, en su
mayoría jóvenes y niños con padres ecológicos. Más de setenta horas mar adentro
que sirven para enterarse de lo básico: navegamos en el Arctic Sunrise, uno de los
cuatro navíos emblemas de Greenpeace junto al SV Rainbow Warrior II, el MV
Sirius y el MV Greenpeace. El Arctic es un rompehielos: casi no tiene quilla, navega
dando tumbos y tiene poco más de cincuenta metros de largo. Vamos rumbo al
estrecho de Magallanes, luego a los puertos de Buenos Aires y Salvador de Bahía, en
una gira latinoamericana que terminará en Nueva Orleáns. El objetivo de la travesía
parece simple: demostrar (con cifras científicas en la mano, conferencias de prensa en
cada puerto, despachos diarios al sitio web de la organización y manifestaciones
“comandos” en las ciudades de atraque) el alto contenido tóxico de los vertidos
industriales de la región. Según los datos de Greenpeace, solo en Brasil las fábricas
lanzan al mar cerca de dos mil litros de líquidos venenosos al día.
—Es una manera de llamar la atención del planeta y mostrar lo que está pasando, lo
que le están haciendo a la Tierra —dice con una vehemencia que esconde ternura.
—Una vez me detuvieron en Japón. Quince días entre presas comunes en una cárcel
japonesa —es la respuesta-desvío cuando le pregunto por sus viajes a Oriente. Su
tono de relato no es de víctima, ni de arrepentida: es de convicción. Y entonces los
dos nos vamos a su historia nipona. Nos transportamos a ese día.
Todo ocurre un año antes. La idea parece pacífica: colgar un lienzo frente a una
fábrica contaminante de Tokio. Pero Marleen y sus tres amigos de la organización
olvidan un detalle: en Japón, el principal país cazador de ballenas junto a Noruega
con un promedio de 650 por año, Greenpeace es considerada una agrupación
terrorista. No por nada, el negocio de la pesca mueve hasta doce millones de dólares a
la semana. No por nada, la Policía tarda pocos minutos en llegar a ver lo que ocurre
con estos europeos vestidos con el uniforme de Greenpeace. Las sirenas y la decena
de carros policiales anuncian el escándalo. Los policías japoneses la bajan con fuerza,
sin preguntas, mientras otro miembro de la organización filma toda la escena desde
tierra. La descuelgan a golpes, a empujones, insultándola en un idioma que ella no
entiende pero deduce. Dentro del carro policial, sentada junto a sus amigos de
comando, se pregunta por las imágenes. ¿Habrán logrado grabar todo? Ojalá no
hayan confiscado el material. Eso sería una tragedia. La celda en la cárcel de las
afueras de Tokio es incómoda. La mayoría de las otras presas solo habla japonés.
Durante dos semanas espera que el poderoso grupo de abogados de Greenpeace los
libere. Eso ocurre el día 14, cuando el comando completo es expulsado del país.
Aunque mañana se retire de la organización, Marleen nunca más podrá volver a
entrar a Japón.
Marleen no se complica. Mientras recuerda, son muy raros los momentos en que su
voz se tiñe con algo de orgullo o resentimiento. Marleen, quien para algunos calzaría
perfecto con el cliché de la feminista más combativa, sigue tranquila en su batalla.
Ahora está aquí, en los mares de la Patagonia:
—Todos nuestros barcos son distintos. Cada uno tiene su encanto —dice, y agrega
una explicación técnica de la que se concluye: el primero de los tres es el
emblemático, hermoso y de madera; el segundo es el más moderno y tecnológico; el
tercero es el fuerte y estratégico en la lucha contra la matanza de ballenas en la
Antártica.
—De nosotros se dicen muchas cosas malas —dice una noche, muy tarde, en que me
lo encuentro en la cocina. Él anda de guardia y yo de insomnio—. Se dice que somos
hippies, que somos negativos, que nos oponemos al avance científico, que estamos
apoyados por partidos políticos. Todo falso. Se nos inventan muchas cosas y
queremos que se nos tome en serio. Somos, quizás, la ONG más grande del mundo y
eso tenemos que cuidarlo. Tenemos muchos enemigos.
Cuando el policía habla no me mira a los ojos. Anda con una linterna y una radio.
Mientras mete una rodaja de salami en medio de un pan, le digo que Greenpeace
también tiene muchos seguidores. Le cuento que hablar mal de ellos públicamente
tiene sus riesgos, porque Greenpeace suele presentarse como una institución muy
correcta políticamente, idealista, soñadora. Le digo que no tienen a todos en contra, ni
mucho menos. Le explico que hay innumerables personalidades del mundo de la
cultura que salen en la televisión pidiendo dinero para ellos, y que hay largas listas de
jóvenes que han firmado para darles apoyo fiel, además de una cuota mensual en
efectivo.
—Pero hay mucha gente que quiere hacernos daño. En nuestra lucha hay muchos
intereses en juego.
Si bien uno de los grandes mitos dice que Greenpeace es una organización hippie, las
cosas acá adentro transcurren con una precisión ejecutiva. Hay rondas nocturnas, pero
nunca ocurre (o no parece ocurrir) algo que las justifique.
Hay cerveza, mucha, pero nada diferente a cualquier barco y es muy raro que alguien
se exceda. No se ve marihuana ni se huele, aunque a veces alguien haga una broma al
respecto y todos la celebren de manera cómplice. Pese a la apariencia física de
muchos pelilargos y barbudos, aquí adentro hay un terror a ser hippie. También les
interesa negar que son una cofradía gay, mote que les han colgado algunas voces
reaccionarias europeas y que se basaría en que su tripulación está formada por
mujeres muy masculinas y hombres especialmente sensibles.
Como ocurre siempre que se navega largo, los días comienzan a repetirse. A las siete
y media, desayuno y ducha hasta las ocho. Trabajo duro hasta las doce. Almuerzo
hasta la una. Trabajo duro hasta las cinco. Comida a las seis. Resto del día libre: ver
una película, fumar en los lugares permitidos y beber cerveza. Por la noche a dormir,
a no ser que a uno le toque el turno de rondas.
Por esto mismo, las novedades a bordo corren por cuenta del estado de ánimo de cada
uno. Si uno despierta sin energía, aburrido, desconfiado, lo más seguro es que uno
imagine estar encerrado junto a una secta fanática de autómatas cuyos cerebros están
tan lavados como los suicidas davidianos de Waco, o en mitad de una pandilla de
funcionarios mal pagados de un gran y macabro negocio manejado desde un
escritorio en Ámsterdam y dirigido a millones de corazones blandos repartidos por el
mundo. Por el contrario, si uno amanece optimista, lleno de ganas, feliz de la vida, es
fácil poder admirar a los activistas de Greenpeace. Deslumbrarse con este
heterogéneo grupo de personas que luchan y se entregan por completo a un ideal.
Después de todo, vamos arriba de un barco incómodo, en mitad de un fuerte oleaje,
sin ningún tipo de lujos y ellos van felices, gastando la vida en limpiar una
embarcación que servirá para mostrarle al mundo lo malo que es matar ballenas y la
perversión a la que puede llegar la especie humana buscando un buen negocio.
Deb es linda. Divertida. Cuando bebe cerveza y fuma Marlboro dan ganas de
abrazarla. Nació en Australia hace treinta años y lleva seis en la organización. Tiene
un arete en la nariz, otro en la lengua y la foto de una ballena en su dormitorio. Deb
tiene una voz que parece un susurro y su mirada, dulce como he visto pocas, da
cuenta de una mujer en extremo tímida. Por eso mismo sorprende cuando Daniel, el
policía, apunta a la televisión y grita:
Deb se sonroja, muy tímida. Como si le diera pudor mirar en acción a su otra
personalidad. La Deb de la pantalla está liderando uno de los botes. Tiene agallas.
Está en el mar australiano, vestida aparatosamente, arriesgándose por completo. De
pronto, trata de enganchar su zódiac al mismo cable con que acaban de arponear un
nuevo cetáceo. Todo es adrenalina y velocidad, todo es mar adentro, con fuerte oleaje
y gritos de un lado a otro. Uff, el cable metálico del arpón se agarra al cuello de Deb,
el mar se mueve, los japoneses del buque factoría le lanzan chorros de agua a la
cabeza. Deb corre peligro, traga saliva y siente el piercing de su lengua en el paladar.
Deb cuelga de un hilo, y el disparo de agua casi la desarma. Deb se salva por poco.
Corte brusco. El video está mal editado.
Según la organización, solo en 1960, noruegos y japoneses cazaron unos sesenta mil
cetáceos. Hoy la cifra es cien veces menor, pero la lucha continúa. Como se ve en
pantalla, los empleados de las grandes industrias balleneras y los activistas de
Greenpeace pasaron la última Navidad mar adentro. Peleando juntos.
Dicen que una imagen de televisión vale más que mil libros. Dicho axioma parece ser
la máxima de Greenpeace.
—Gracias a eso podemos mostrar al mundo lo que hacemos. Somos una organización
de denuncia y por eso le damos un valor tan grande a las imágenes —dice Luis
Vásquez, un colombiano que lleva cinco años aquí adentro.
Luis fue uno de los primeros latinoamericanos en ser contratado como navegante, por
eso no teme dar su apellido. Antes trabajó como mecánico en buques mercantes que
recorrían el mundo. Se rapa el pelo, aunque eso no le disimula la calva. Usa un reloj
grueso y sumergible, habla lento, le gusta la tecnología, se rasca la barba con las dos
manos y usa mucha ropa de lana:
—Es increíble, pero uno termina acostumbrándose a esta vida. Claro que Greenpeace
es muy distinto a los otros barcos, porque acá hay mujeres y la jerarquía no es tan
rígida. Al principio cuesta acostumbrarse a algunas cosas. No hay que olvidar que
venimos de países latinoamericanos, de países machistas, donde cuesta ver a mujeres
lindas que no se quitan los pelos de las piernas ni de las axilas. Que levantan los
brazos y ufff, eso cuesta. Pero te acostumbras. Y es muy bueno que te acostumbres,
porque una de las principales cosas de Greenpeace es que todos somos iguales.
El colombiano está en su camarote: un estrecho lugar donde apenas entran dos literas,
un breve escritorio, su computador portátil, un lavamanos y una colección de libros
de origami, su entretención a bordo. Y dice:
—Un día por esa ventanilla veo el puente de Londres, después veo el puerto de Los
Ángeles y la otra semana Buenos Aires o Ámsterdam. Te acostumbras a que la gente
te reciba como un activista de Greenpeace. Y eso es muy peligroso, porque en
muchos países la gente nos considera héroes, no personas. Ellos te ven a ti como a
Greenpeace, y cómo les voy a decir “¡Hey!, debajo de esta camiseta de Greenpeace
estoy yo, Luis Fernando, el bogotano de Colombia que no ve a su familia hace
meses”.
Punta Arenas está al final del horizonte. Luego de varios días mar adentro, un collar
de lucecitas sobre el horizonte indica que por primera vez navegamos cerca de tierra.
Me entretengo pensando en alguno de los tripulantes del Arctic Sunrise que, lo más
seguro, nunca volveré a ver. Pienso en Kevin, un tipo que lleva más de veinte años
arriba de barcos, que navegó arriba del primer Rainbow Warrior, que pasa todo el día
haciendo bromas infantiles y que, muy probablemente, debe tener serias dificultades
para vivir en tierra.
El puerto de Punta Arenas se ve cada vez más cerca y significa lo mismo que llegar a
cualquier puerto: uno siente que en el trayecto ganó algo, pero que también perdió
una cosa importante. De seguro eso mismo le pasará a Greenpeace si logra ganar su
gigantesca, descomunal y desorbitante lucha. Si finalmente, y de una buena vez,
terminan llegando a destino. Aquel día tendremos un mundo mejor, un planeta Tierra
con cero contaminación, aguas limpias y ballenas felices. Pero ellos, este grupo de
personas, estos tripulantes que ahora mismo van al comedor mientras afuera llueve,
perderán quizás lo más valioso que han encontrado aquí. Algo que algunos se atreven
a llamar familia.