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Una semana en el barco de Greenpeace

Juan Pablo Meneses


Es de noche. Llueve. Los teléfonos celulares ya perdieron cobertura. La radio portátil
no atrapa señales. Muchos de los tripulantes permanecen en sus camarotes,
intentando sortear dignamente este vaivén que mantiene nuestros estómagos
bailando. El vómito, acá arriba, no es exclusividad de borrachos, intoxicados o
mujeres embarazadas. Según las cartas de navegación, el Arctic Sunrise navega sobre
el grado 50 del Pacífico Sur.

Dicen que así se mueve el piso cuando a uno le bombardean la ciudad. Nadie sabe si
llegaremos a destino.

Llevamos tres días mar adentro. Tres días desde el zarpe en Valparaíso, donde el
barco de Greenpeace permaneció una semana y recibió más de tres mil visitas, en su
mayoría jóvenes y niños con padres ecológicos. Más de setenta horas mar adentro
que sirven para enterarse de lo básico: navegamos en el Arctic Sunrise, uno de los
cuatro navíos emblemas de Greenpeace junto al SV Rainbow Warrior II, el MV
Sirius y el MV Greenpeace. El Arctic es un rompehielos: casi no tiene quilla, navega
dando tumbos y tiene poco más de cincuenta metros de largo. Vamos rumbo al
estrecho de Magallanes, luego a los puertos de Buenos Aires y Salvador de Bahía, en
una gira latinoamericana que terminará en Nueva Orleáns. El objetivo de la travesía
parece simple: demostrar (con cifras científicas en la mano, conferencias de prensa en
cada puerto, despachos diarios al sitio web de la organización y manifestaciones
“comandos” en las ciudades de atraque) el alto contenido tóxico de los vertidos
industriales de la región. Según los datos de Greenpeace, solo en Brasil las fábricas
lanzan al mar cerca de dos mil litros de líquidos venenosos al día.

Estas primeras jornadas también ayudan para familiarizarse con el grupo. La


tripulación tiene varias particularidades. Por ejemplo, un alto porcentaje de mujeres:
siete de veinte. La mitad de quienes vienen acá arriba son funcionarios contratados
por Greenpeace (mecánicos, encargados de comunicaciones, personal de salud) y el
resto son voluntarios. Los hay de casi todos los continentes, menos de África.
Ricardo, un chileno de barba y estudios de construcción, es uno de los cinco
voluntarios que realizan su primer viaje. Ricardo es Ricardo, sin apellido. Igual que
en los reality show, acá adentro casi nadie apellida a las personas. Alguien me dice
que puede ser por seguridad, como ocurre en las organizaciones paramilitares.
Ricardo camina por cubierta y sus ojos, cuando habla de la organización, adquieren el
brillo de quien ha descubierto su fe:

—Queremos conseguir que el mundo tenga cero contaminación. Un planeta libre,


puro, donde no se maten ballenas ni se ensucie el ecosistema. Esa es nuestra meta y
no vamos a descansar hasta conseguirlo.
Nuevo día y en la mañana se distribuyen las tareas. Marleen barniza con pintura
antióxido la zona del helipuerto. Marleen es una voluntaria belga, de Lovaina, tiene
29 años y pertenece a Greenpeace desde hace cinco. Marleen tiene el pelo corto, la
voz ronca, los ojos claros, un mostachito sobre el labio superior, las uñas con grasa,
los dientes perfectos, olor a aceite y una sonrisa contagiosa que, cada tanto, adorna
torpemente con un cigarrillo de tabaco negro armado por ella.

—Soy la encargada de las acciones de Greenpeace Holanda —dice Marleen, seca y


tierna a la vez.

Ser encargado de acciones en este ambiente, significa planificar las manifestaciones


callejeras, el despliegue de lienzos gigantes, el abordaje a barcos balleneros, los
tortazos a políticos y las marchas. Es decir, todas las acciones que han hecho
mundialmente famosa a la agrupación.

—Es una manera de llamar la atención del planeta y mostrar lo que está pasando, lo
que le están haciendo a la Tierra —dice con una vehemencia que esconde ternura.

Marleen luce un traje de mecánico azul, con la palabra Greenpeace estampada en la


espalda. Casi todos están vestidos iguales, muy uniformados, como ocurre en los
ejércitos o en los monasterios.

Aunque llevamos varios días juntos, comiendo en el mismo casino, duchándonos en


el mismo baño, viendo películas en la misma sala de esparcimiento, caminando por la
misma cubierta, ella sabe —y me lo hace entender muy sutilmente— que no soy uno
de la organización. Más bien, soy un potencial enemigo. Todos sabemos que para
estas organizaciones, la prensa es un factor clave en la difusión de su discurso.

—Una vez me detuvieron en Japón. Quince días entre presas comunes en una cárcel
japonesa —es la respuesta-desvío cuando le pregunto por sus viajes a Oriente. Su
tono de relato no es de víctima, ni de arrepentida: es de convicción. Y entonces los
dos nos vamos a su historia nipona. Nos transportamos a ese día.

Todo ocurre un año antes. La idea parece pacífica: colgar un lienzo frente a una
fábrica contaminante de Tokio. Pero Marleen y sus tres amigos de la organización
olvidan un detalle: en Japón, el principal país cazador de ballenas junto a Noruega
con un promedio de 650 por año, Greenpeace es considerada una agrupación
terrorista. No por nada, el negocio de la pesca mueve hasta doce millones de dólares a
la semana. No por nada, la Policía tarda pocos minutos en llegar a ver lo que ocurre
con estos europeos vestidos con el uniforme de Greenpeace. Las sirenas y la decena
de carros policiales anuncian el escándalo. Los policías japoneses la bajan con fuerza,
sin preguntas, mientras otro miembro de la organización filma toda la escena desde
tierra. La descuelgan a golpes, a empujones, insultándola en un idioma que ella no
entiende pero deduce. Dentro del carro policial, sentada junto a sus amigos de
comando, se pregunta por las imágenes. ¿Habrán logrado grabar todo? Ojalá no
hayan confiscado el material. Eso sería una tragedia. La celda en la cárcel de las
afueras de Tokio es incómoda. La mayoría de las otras presas solo habla japonés.
Durante dos semanas espera que el poderoso grupo de abogados de Greenpeace los
libere. Eso ocurre el día 14, cuando el comando completo es expulsado del país.
Aunque mañana se retire de la organización, Marleen nunca más podrá volver a
entrar a Japón.

El lienzo que causó todo el alboroto decía: “Detengan la contaminación”.

Marleen no se complica. Mientras recuerda, son muy raros los momentos en que su
voz se tiñe con algo de orgullo o resentimiento. Marleen, quien para algunos calzaría
perfecto con el cliché de la feminista más combativa, sigue tranquila en su batalla.
Ahora está aquí, en los mares de la Patagonia:

—Terminado el tour me iré a Bélgica a descansar. Pasaré todo el tiempo en mi casa


en Lovaina, donde vivo sola —dice. Marleen, como la mayoría de quienes vamos a
bordo, es soltera y sin hijos.

El policía del barco. Así se autodefine el argentino Daniel Rizzotti, 35 años y


segundo oficial a bordo. Rizzotti, uno de los pocos que dan su apellido sin problemas,
ya está jugado por completo con la agrupación. Marinero de profesión, tiene el pelo
corto, la cara afeitada y un tono marcial. Antes trabajó arriba de buques químicos y
lleva cinco años en Greenpeace.

Ha navegado en el Rainbow Warrior, en el MV Greenpeace y en el Arctic Sunrise.

—Todos nuestros barcos son distintos. Cada uno tiene su encanto —dice, y agrega
una explicación técnica de la que se concluye: el primero de los tres es el
emblemático, hermoso y de madera; el segundo es el más moderno y tecnológico; el
tercero es el fuerte y estratégico en la lucha contra la matanza de ballenas en la
Antártica.

—De nosotros se dicen muchas cosas malas —dice una noche, muy tarde, en que me
lo encuentro en la cocina. Él anda de guardia y yo de insomnio—. Se dice que somos
hippies, que somos negativos, que nos oponemos al avance científico, que estamos
apoyados por partidos políticos. Todo falso. Se nos inventan muchas cosas y
queremos que se nos tome en serio. Somos, quizás, la ONG más grande del mundo y
eso tenemos que cuidarlo. Tenemos muchos enemigos.

Cuando el policía habla no me mira a los ojos. Anda con una linterna y una radio.
Mientras mete una rodaja de salami en medio de un pan, le digo que Greenpeace
también tiene muchos seguidores. Le cuento que hablar mal de ellos públicamente
tiene sus riesgos, porque Greenpeace suele presentarse como una institución muy
correcta políticamente, idealista, soñadora. Le digo que no tienen a todos en contra, ni
mucho menos. Le explico que hay innumerables personalidades del mundo de la
cultura que salen en la televisión pidiendo dinero para ellos, y que hay largas listas de
jóvenes que han firmado para darles apoyo fiel, además de una cuota mensual en
efectivo.

—Pero hay mucha gente que quiere hacernos daño. En nuestra lucha hay muchos
intereses en juego.

La historia de la organización se inicia en 1971, cuando el gobierno de Estados


Unidos anuncia una prueba nuclear en la isla de Amchitka, en Alaska. Entonces los
canadienses Jim Bohlen e Irving Stowe, dos amigos hippies, deciden navegar hacia la
zona para tratar de frustrar el experimento. A ellos se les une Paul Cote, y los tres
crean un grupo que poco después toma el nombre de Paz Verde y que se basa en la
navegación por los mares del planeta denunciando acciones contra el ecosistema.

Hoy, Greenpeace tiene oficinas en 43 países y más de tres millones de inscritos en


todo el mundo que ayudan económicamente. Todavía y pese a los varios y grandes
escándalos financieros en Europa, la organización es considerada todo un ejemplo de
trabajo para otras ONG. El auge mundial de Greenpeace vino de la mano con el
primer golpe fuerte contra la organización: en 1987, la Policía secreta de Francia
hundió el Rainbow Warrior, que se encontraba reclamando por los ejercicios
nucleares en Mururoa. Rápidamente el atentado se transformó en noticia mundial, el
nombre de la organización se hizo famoso en todo el orbe y en las sedes de
Greenpeace se armaron colas enormes de personas que querían inscribirse para
ayudarlos económicamente.

Si bien uno de los grandes mitos dice que Greenpeace es una organización hippie, las
cosas acá adentro transcurren con una precisión ejecutiva. Hay rondas nocturnas, pero
nunca ocurre (o no parece ocurrir) algo que las justifique.

Hay cerveza, mucha, pero nada diferente a cualquier barco y es muy raro que alguien
se exceda. No se ve marihuana ni se huele, aunque a veces alguien haga una broma al
respecto y todos la celebren de manera cómplice. Pese a la apariencia física de
muchos pelilargos y barbudos, aquí adentro hay un terror a ser hippie. También les
interesa negar que son una cofradía gay, mote que les han colgado algunas voces
reaccionarias europeas y que se basaría en que su tripulación está formada por
mujeres muy masculinas y hombres especialmente sensibles.

Como ocurre siempre que se navega largo, los días comienzan a repetirse. A las siete
y media, desayuno y ducha hasta las ocho. Trabajo duro hasta las doce. Almuerzo
hasta la una. Trabajo duro hasta las cinco. Comida a las seis. Resto del día libre: ver
una película, fumar en los lugares permitidos y beber cerveza. Por la noche a dormir,
a no ser que a uno le toque el turno de rondas.

Por esto mismo, las novedades a bordo corren por cuenta del estado de ánimo de cada
uno. Si uno despierta sin energía, aburrido, desconfiado, lo más seguro es que uno
imagine estar encerrado junto a una secta fanática de autómatas cuyos cerebros están
tan lavados como los suicidas davidianos de Waco, o en mitad de una pandilla de
funcionarios mal pagados de un gran y macabro negocio manejado desde un
escritorio en Ámsterdam y dirigido a millones de corazones blandos repartidos por el
mundo. Por el contrario, si uno amanece optimista, lleno de ganas, feliz de la vida, es
fácil poder admirar a los activistas de Greenpeace. Deslumbrarse con este
heterogéneo grupo de personas que luchan y se entregan por completo a un ideal.
Después de todo, vamos arriba de un barco incómodo, en mitad de un fuerte oleaje,
sin ningún tipo de lujos y ellos van felices, gastando la vida en limpiar una
embarcación que servirá para mostrarle al mundo lo malo que es matar ballenas y la
perversión a la que puede llegar la especie humana buscando un buen negocio.

Deb es linda. Divertida. Cuando bebe cerveza y fuma Marlboro dan ganas de
abrazarla. Nació en Australia hace treinta años y lleva seis en la organización. Tiene
un arete en la nariz, otro en la lengua y la foto de una ballena en su dormitorio. Deb
tiene una voz que parece un susurro y su mirada, dulce como he visto pocas, da
cuenta de una mujer en extremo tímida. Por eso mismo sorprende cuando Daniel, el
policía, apunta a la televisión y grita:

—¡Esa es Deb! ¡Esa es Deb!

Es de noche, acabamos de comer y la mitad de la tripulación está pegada al televisor.


Por la pantalla del Sony de 36 pulgadas pasan un video de las arriesgadas acciones de
Greenpeace contra la caza de ballenas. Las escenas son de la campaña de principios
de año, en los mares de Australia.

Deb se sonroja, muy tímida. Como si le diera pudor mirar en acción a su otra
personalidad. La Deb de la pantalla está liderando uno de los botes. Tiene agallas.
Está en el mar australiano, vestida aparatosamente, arriesgándose por completo. De
pronto, trata de enganchar su zódiac al mismo cable con que acaban de arponear un
nuevo cetáceo. Todo es adrenalina y velocidad, todo es mar adentro, con fuerte oleaje
y gritos de un lado a otro. Uff, el cable metálico del arpón se agarra al cuello de Deb,
el mar se mueve, los japoneses del buque factoría le lanzan chorros de agua a la
cabeza. Deb corre peligro, traga saliva y siente el piercing de su lengua en el paladar.
Deb cuelga de un hilo, y el disparo de agua casi la desarma. Deb se salva por poco.
Corte brusco. El video está mal editado.

Según la organización, solo en 1960, noruegos y japoneses cazaron unos sesenta mil
cetáceos. Hoy la cifra es cien veces menor, pero la lucha continúa. Como se ve en
pantalla, los empleados de las grandes industrias balleneras y los activistas de
Greenpeace pasaron la última Navidad mar adentro. Peleando juntos.

Dicen que una imagen de televisión vale más que mil libros. Dicho axioma parece ser
la máxima de Greenpeace.
—Gracias a eso podemos mostrar al mundo lo que hacemos. Somos una organización
de denuncia y por eso le damos un valor tan grande a las imágenes —dice Luis
Vásquez, un colombiano que lleva cinco años aquí adentro.

Luis fue uno de los primeros latinoamericanos en ser contratado como navegante, por
eso no teme dar su apellido. Antes trabajó como mecánico en buques mercantes que
recorrían el mundo. Se rapa el pelo, aunque eso no le disimula la calva. Usa un reloj
grueso y sumergible, habla lento, le gusta la tecnología, se rasca la barba con las dos
manos y usa mucha ropa de lana:

—Es increíble, pero uno termina acostumbrándose a esta vida. Claro que Greenpeace
es muy distinto a los otros barcos, porque acá hay mujeres y la jerarquía no es tan
rígida. Al principio cuesta acostumbrarse a algunas cosas. No hay que olvidar que
venimos de países latinoamericanos, de países machistas, donde cuesta ver a mujeres
lindas que no se quitan los pelos de las piernas ni de las axilas. Que levantan los
brazos y ufff, eso cuesta. Pero te acostumbras. Y es muy bueno que te acostumbres,
porque una de las principales cosas de Greenpeace es que todos somos iguales.

El colombiano está en su camarote: un estrecho lugar donde apenas entran dos literas,
un breve escritorio, su computador portátil, un lavamanos y una colección de libros
de origami, su entretención a bordo. Y dice:

—Un día por esa ventanilla veo el puente de Londres, después veo el puerto de Los
Ángeles y la otra semana Buenos Aires o Ámsterdam. Te acostumbras a que la gente
te reciba como un activista de Greenpeace. Y eso es muy peligroso, porque en
muchos países la gente nos considera héroes, no personas. Ellos te ven a ti como a
Greenpeace, y cómo les voy a decir “¡Hey!, debajo de esta camiseta de Greenpeace
estoy yo, Luis Fernando, el bogotano de Colombia que no ve a su familia hace
meses”.

Al rato, Luis abre su computador y comienza a mostrar fotos digitales de algunas


acciones en las que le ha tocado participar. Destaca los recortes escaneados de los
periódicos de Los Ángeles, California, cuando fue arrestado por encadenarse al
muelle.

Y me habla con el entusiasmo propio y genuino de quien reconoce su cara en la


portada de Los Ángeles Times. Mientras vemos la imagen digitalizada del periódico,
donde apenas se distingue su rostro con tan grueso salvavidas, me explica, un poco
frenético, que cada acción se planifica el día anterior. Se juntan y revisan varias veces
cada detalle de lo que harán. Hacen planos en una pizarra y la noche previa se
acuestan temprano, como un equipo de fútbol en una concentración. La idea es estar
descansados y sin interferencias externas a la hora de la verdad.

Punta Arenas está al final del horizonte. Luego de varios días mar adentro, un collar
de lucecitas sobre el horizonte indica que por primera vez navegamos cerca de tierra.
Me entretengo pensando en alguno de los tripulantes del Arctic Sunrise que, lo más
seguro, nunca volveré a ver. Pienso en Kevin, un tipo que lleva más de veinte años
arriba de barcos, que navegó arriba del primer Rainbow Warrior, que pasa todo el día
haciendo bromas infantiles y que, muy probablemente, debe tener serias dificultades
para vivir en tierra.

Y en Amanda, la australiana encargada de la cocina, que le gusta escuchar a Bob


Dylan y Bob Marley, que disfruta de la comida contundente, que lava la carne antes
de cocinarla, que hasta hace poco estuvo de novia con el colombiano del barco y que
no le agrada hablar de su familia. Y de Paul y Micky y Danny, todos flacos de pelo
largo y más viejos y más callados y más solos que la mayoría y que juntos, los tres,
ganarían cualquier concurso de dobles de Supertramp, y que parecen hechos para
fumar marihuana y alguno ha dicho que tiene su familia en Ohio y otro que parece
que hace años vivió seis meses en tierra firme, en Nueva Orleáns.

El puerto de Punta Arenas se ve cada vez más cerca y significa lo mismo que llegar a
cualquier puerto: uno siente que en el trayecto ganó algo, pero que también perdió
una cosa importante. De seguro eso mismo le pasará a Greenpeace si logra ganar su
gigantesca, descomunal y desorbitante lucha. Si finalmente, y de una buena vez,
terminan llegando a destino. Aquel día tendremos un mundo mejor, un planeta Tierra
con cero contaminación, aguas limpias y ballenas felices. Pero ellos, este grupo de
personas, estos tripulantes que ahora mismo van al comedor mientras afuera llueve,
perderán quizás lo más valioso que han encontrado aquí. Algo que algunos se atreven
a llamar familia.

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