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Traducción:
José Pérez Escobar
© Universidad Pontificia Comillas, 2019
28049 Madrid
www.comillas.edu
Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas, Sinclair
ISBN: 978-84-293-2904-9
Índice
Prefacio
Primera parte
Presentación del tema
1. Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad
Segunda parte
Ciencia y teología: tres autores
Introducción
2. Charles A. Coulson (1910-1974)
3. Thomas F. Torrance (1913-2007)
4. John Polkinghorne (1930-)
Tercera parte
Teología y ciencia: conversaciones paralelas
Introducción
5. Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad
6. La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad
7. Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja
8. Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin
9. La identidad humana: perspectivas científica y teológica
10. Teología natural: la conexión entre ciencia y teología
Conclusión
Bibliografía
Índice general
Prefacio
ALISTER MCGRATH
[1] Christopher P. SCHEITLE y Elaine Howard ECKLUND, «The Influence of Science Popularizers on
the Public’s View of Religion and Science: An Experimental Assessment»: Public
Understanding of Science (2015). DOI: 10.1177/0963662515588432. Francis S. Collins fue
durante muchos años director del Proyecto Genoma Humano. Es más conocido por su libro
¿Cómo habla Dios?: La evidencia científica de la fe, Planeta, Barcelona 2016.
PRIMERA PARTE
La explicación que da Koestler sobre su desencanto con las certezas teóricas del
marxismo-leninismo es un texto fascinante de leer. Al final, sin embargo, su
problema no fue que reconociera la necesidad de una teoría para entender el
mundo, sino que se dio cuenta de que había elegido la teoría equivocada. Todos
necesitamos algún tipo de marco teórico –por modesto, provisional y corregible
que sea– para dar sentido a la naturaleza, la historia y la vida. Consciente o
inconscientemente, todos vemos la vida con unas gafas teóricas que dan forma a lo
que vemos y –lo que quizá es más importante– a lo que no vemos. Por eso es
importante que la teoría sea correcta.
A lo largo del libro defenderé la opinión de que la perspectiva global cristiana
del mundo es justificable, útil y fidedigna, sobre todo al dar un sentido a los éxitos y
los límites de las ciencias naturales y proporcionar una visión enriquecida de la
realidad que supera la ofrecida por la rigurosa aplicación del método científico. Por
el camino, abordaremos cuestiones e inquietudes importantes, incluidas las ya
mencionadas.
Así pues, ¿por dónde empezamos? Quizá el punto de partida más obvio es
elogiar a las ciencias naturales y reflexionar sobre sus implicaciones profundas,
incluidos sus límites.
Ortega afirma que los seres humanos necesitan una «idea integral del universo»
que posea profundidad existencial y no meramente una funcionalidad cognitiva. La
ciencia tiene una capacidad maravillosa para explicar cómo funciona el mundo,
pero no satisface los anhelos y las cuestiones más profundos de la humanidad. La
gran virtud intelectual de la ciencia, según Ortega, es que conoce sus límites, que
están determinados por sus métodos de investigación. La ciencia responderá a las
preguntas que sabe que puede responder basándose en las pruebas obtenidas, y así
evita el tipo de inflación especulativa al que son propensos los filósofos y los
teólogos.
Sin embargo, en este contexto surge un problema: los seres humanos quieren
empujar más allá del punto en el que la ciencia debe parar si tiene que mantenerse
fiel a sus metodologías. Ortega reconoce que no hay un arco evidente que vincule
de forma segura e inequívoca el mundo empírico y alguna realidad trascendente.
No obstante, nos invita a imaginarnos un arco que une dos columnas de piedra.
Parte del arco se ha derrumbado. Sin embargo, mentalmente aún podemos ver la
huella de la arcada original y hacer con la imaginación, realmente, la conexión
entre las dos columnas. Esto es lo que sucede, comenta, con los mundos de la
experiencia y el sentido, de la ciencia y la fe. Podemos ver que existe un vínculo y
seguirlo con un acto de aceptación imaginativa, más que de análisis lógico.
Para Ortega, «nadie escapa de las preguntas últimas. De un modo u otro, están
en nosotros, nos guste o no. La verdad científica es exacta pero incompleta»[9]. Nos
sentimos impulsados a hacer preguntas más profundas sobre el sentido y tratamos
de encontrar un marco global que dé sentido a la vida en su totalidad[10]. Para ser
honestos con nosotros mismos, tenemos que seguir estos caminos y ver adónde nos
llevan.
Los científicos son seres humanos y, por tanto, tienden a hacerse estas
preguntas fundamentales, como todo el mundo. Así pues, ¿qué ocurre si la ciencia
no puede responderlas? La ciencia es muy buena a la hora de fragmentar las cosas.
Sin embargo, el análisis no es suficiente; necesitamos entretejer los diversos
elementos de nuestro mundo para percibir el cuadro global. Por eso necesitamos
una visión enriquecida de la realidad que consolide y expanda lo que la ciencia
puede contarnos sobre ella. La ciencia puede llenar parte de este marco global del
universo, pero deja vacías superficies importantes de este lienzo. Sin embargo,
nosotros sentimos que, para vivir con sentido, necesitamos más que esta perspectiva
parcial.
El gran físico Albert Einstein (1879-1955) indagó en este punto en una
memorable conferencia dictada en el Seminario Teológico de Princeton en 1939
sobre el tema general de «ciencia y religión». Es un artículo clásico de uno de los
más sobresalientes pensadores del mundo y merece una lectura atenta.
Comentando que, hasta muy recientemente, era general la idea de que «existía un
conflicto irresoluble entre ciencia y fe», Einstein subrayó la necesidad de cambiar
ese punto de vista. Reconociendo que «las convicciones pueden sostenerse mejor
con la experiencia y un pensamiento claro», Einstein hizo entonces un comentario
sumamente perspicaz: «Las convicciones que son necesarias y determinantes para
nuestra conducta y juicios no pueden hallarse siguiendo exclusivamente este rígido
camino científico»[11].
Einstein insistió en que las ciencias naturales son excelentes en su esfera de
competencia. Pero advirtió que «el método científico no puede enseñarnos nada
más allá de cómo se relacionan, y se condicionan, los hechos entre sí». Los seres
humanos necesitan más de lo que una «concepción puramente racional de nuestra
existencia» es capaz de ofrecer. Esto no significa que la apertura a las cuestiones
fundamentales sobre el sentido y el valor nos haga caer en algún tipo de
irracionalidad: «El conocimiento objetivo nos proporciona instrumentos poderosos
para lograr ciertos fines, pero el fin último y el anhelo de llegar a él deben proceder
de otra fuente»[12].
El argumento de Einstein es evocado en una declaración sorprendente de sir
Peter Medawar (1915-1987), biólogo que defendió el compromiso público de la
ciencia: «Solo los seres humanos encuentran su camino mediante una luz que
ilumina más que el pedazo de tierra en el que están»[13]. Los seres humanos parecen
poseer un deseo innato de ir más allá de los mecanismos de conexión con nuestro
mundo, buscando modelos más profundos de significado y sentido, y ser
impulsados por tal deseo. Esto no significa, por supuesto, que los modelos existan
por esa razón. Sin embargo, parece que hay algo en la identidad humana que
implica la búsqueda de algo más profundo de lo que encontramos mediante un
examen del mundo empírico. Dudo en intentar sintetizar el gran cuerpo de
literatura de investigación sobre este tema[14], pero parece que nos enfrentamos
mejor con nuestro complejo y desordenado mundo si sentimos que podemos
discernir un sentido y un valor dentro de nuestras propias vidas y en el orden
general de las cosas que nos rodean. Las ciencias naturales, sin embargo, solo
pueden ofrecer unas orientaciones limitadas en la reflexión sobre las cuestiones del
sentido y el valor.
Inteligibilidad y coherencia
Hay dos temas que tienen una importancia capital en la reflexión sobre la
interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana: la inteligibilidad y la
coherencia. Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana, de modos
diferentes, ofrecen una explicación coherente y fundamentada racionalmente del
mundo en el que vivimos y pensamos. La relevancia del primero de estos dos temas
se entiende fácilmente. Anhelamos un marco que nos ayude a dar sentido a lo que
observamos en nuestro entorno y experimentamos dentro de nosotros. Yo me sentí
atraído por el cristianismo porque noté que me permitía comprender y aprehender
la inteligibilidad de nuestro mundo.
El tiempo que dediqué a la ciencia me hizo comprender el modo en que esta
puede investigar un universo que es racionalmente transparente y creativamente
bello, susceptible de ser representado con elegantes formas matemáticas. Uno de los
más importantes puntos comunes entre las ciencias naturales y la teología cristiana
es la convicción fundamental de que el mundo está caracterizado por la regularidad
y la inteligibilidad[15]. Hay algo extraño en el mundo mismo y en la mente humana
que permite que la regularidad impresa en la naturaleza sea discernida,
representada y comprendida.
La percepción del orden y la inteligibilidad del cosmos es de enorme
importancia, tanto para la ciencia como para la religión. Como señala el físico Paul
Davies, «en la Europa del Renacimiento, la justificación de lo que hoy llamamos
investigación científica era la creencia en un Dios racional cuyo orden creado podía
discernirse estudiando cuidadosamente la naturaleza»[16]. Pero ¿cómo explicar esta
regularidad de la naturaleza? ¿O la capacidad de representarla tan bien? ¿Por qué
nos resulta realmente inteligible la naturaleza? La capacidad humana para
comprender nuestro mundo parece estar muy por encima de todo lo que
razonablemente podría considerarse una estrategia evolutiva para conferir una
ventaja de supervivencia o simplemente un subproducto fortuito del proceso
evolutivo.
Esta es una de las razones por la que la filosofía de la ciencia ha abandonado el
positivismo radical de comienzos del siglo XX, que afirmaba que la ciencia
meramente establecía relaciones puramente funcionales entre los datos que
observamos con nuestros sentidos[17]. Esta doctrina desfasada afirmaba que no
existía una perspectiva o un marco global, sino, a lo sumo, correlaciones entre las
observaciones. Toda aquella afirmación que rebasara la observación empírica no era
susceptible de demostración, y, por tanto, era considerada no científica. Se entendía
que la ciencia catalogaba las relaciones entre las observaciones, sin intentar
sintetizar su propia visión de la realidad. Esta visión pertenece ya en gran medida al
pasado. La mayoría estaría de acuerdo con la sugerencia del filósofo de la ciencia
Michael Polanyi (1891-1976): «La finalidad de la ciencia es descubrir la realidad
oculta que subyace en los hechos de la naturaleza»[18], que es lo que en primer
lugar hace inteligible el universo.
Como veremos en un capítulo posterior (pp. 95-116), John Polkinghorne
constituye un buen ejemplo de científico reflexivo que ve los métodos y las
hipótesis de las ciencias naturales como algo que apunta hacia la visión cristiana del
mundo. Existe, comenta, una «coherencia entre nuestra mente y el universo, entre
la racionalidad experimentada interiormente y la racionalidad observada fuera»[19].
Una metafísica naturalista es incapaz de arrojar luz sobre la profunda inteligibilidad
del universo, pues se ve obligada a tratarla como un afortunado accidente, una
casualidad conveniente que puede darse por supuesta y que no requiere discusión
ni explicación[20]. Sin embargo, una metafísica teísta afronta esta observación
proponiendo una manera de ver las cosas que afirma el origen común de la
racionalidad de nuestra mente y la estructura racional del mundo físico en la
racionalidad de Dios. Es decir, el cristianismo ofrece un marco que da sentido a lo
que de otra manera sería una feliz coincidencia cósmica.
Otros autores han señalado el creciente interés en lo que ahora se conoce
generalmente como «fenómenos antrópicos», y han sugerido que también están en
consonancia con una forma cristiana de pensar[21]. Se ha generalizado el uso del
término afinar para expresar que el universo parece haber poseído desde el
comienzo ciertas cualidades que eran favorables a la producción de vida
inteligente, capaz de reflexionar sobre las implicaciones de su existencia[22]. Las
constantes fundamentales de la naturaleza resultan haber sido «afinadas» para
garantizar los valores favorables a la vida. La existencia de vida basada en el
carbono en la Tierra depende de un delicado equilibrio de fuerzas y parámetros
físicos y cosmológicos, de tal modo que, de producirse una leve alteración en
cualquiera de estas cantidades, este equilibrio se habría destruido y la vida no
habría llegado a existir.
Otros han puesto de relieve la extraordinaria sensibilidad de las características
fundamentales o condiciones primeras del universo para el origen de la vida
cósmica. Sir Martin Rees, que fue astrónomo real y presidente de la Royal Society,
afirma que la aparición de la vida humana en el período que siguió al Big Bang está
regida por solo seis números determinados con tal precisión que una minúscula
variación de uno habría hecho que fueran imposibles el universo y la vida humana
que conocemos ahora[23]. Como ya comenté en las Gifford Lectures en 2009, en la
Universidad de Aberdeen, estos temas están en gran sintonía con la visión cristiana
de la realidad[24]. No prueban nada, y son posibles otras explicaciones. Pero en el
mapa mental cristiano tiene sentido este aspecto del mundo natural, como también
muchas de las aportaciones científicas. Es empíricamente adecuado, como también
es satisfactorio existencialmente.
La búsqueda de coherencia
No obstante, hay otro tema que requiere ser puesto en relación con la búsqueda de
la inteligibilidad, a saber, la búsqueda de la coherencia. El cristianismo proporciona
una red de sentido, una creencia profunda en la interconexión fundamental de
todo[25]. Es como estar en la cima de una montaña y mirar hacia abajo y ver un
conjunto de pueblos, campos, arroyos y bosques. Podemos tomar instantáneas de
todo lo que vemos. Pero lo que necesitamos es una panorámica que una las
instantáneas, es decir, que nos permita ver que existe un gran cuadro y que cada
una de las fotos tiene su lugar en ese todo mayor. El temor de muchos es que la
realidad esté formada simplemente por episodios, incidentes y observaciones
aislados y desconectados.
Nuestra era moderna ha sido testigo de la aparición de dudas importantes sobre
la coherencia de la realidad, muchas de las cuales surgieron de la «nueva filosofía»
de la Revolución Científica. ¿Destruyen las ideas científicas toda idea de una
realidad con sentido? El poeta John Donne (1572-1631) creía que las filosofías
radicales del Renacimiento parecían socavar todo sentido de conexión y
continuidad en el mundo. Todo cuanto parecía quedar era una serie de fragmentos
aislados y desconectados: «Todo en fragmentos queda, toda coherencia
desaparece»[26]. Así pues, ¿cómo podría sostenerse una visión coherente del
mundo?
Algunos sugieren que las recientes tendencias intelectuales han suscitado una
nueva amenaza para la idea de una realidad coherente. Por ejemplo, la idea de
Nancy Cartwright de un «mundo veteado»[27] nos invita a concebir el mundo como
una colcha de retales formada por órdenes y racionalidades divergentes que reflejan
más lo local que las leyes universales de la naturaleza. Mientras que C. S. Lewis
defendía que «no leemos la racionalidad en un universo irracional, sino que
respondemos a una racionalidad con la que siempre ha estado saturado el
universo»[28], Cartwright sostiene que somos nosotros quienes imponemos ese
orden o racionalidad únicos, cuando en realidad hay una diversidad de órdenes que
exigen múltiples explicaciones del mundo natural y sus estructuras. De hecho,
podría no haber ningún orden. Para Lewis, tratamos de responder al universo como
es realmente; para Cartwright, corremos el riesgo de inventar nuestro propio
universo ordenado e ignorar el que nos rodea.
La teología cristiana ofrece una visión de la realidad que nos permite hablar de
que todas las cosas «se mantienen unidas» o están «entrelazadas» en Cristo
(Colosenses 1,17)[29]. Este tema ha sido desarrollado por muchos teólogos,
especialmente durante la Edad Media[30]. En un breve comentario sobre la Divina
comedia de Dante, C. S. Lewis resaltaba su poderosa visión de un orden cósmico y
mundial unificado. Para Lewis, obras como la Divina comedia reflejaban una
«unidad del orden más elevado» porque eran capaces de afrontar «la gran diversidad
del detalle subordinado»[31] produciendo un todo coherente. Lewis no ofrece aquí,
en realidad, un argumento lógico. En todo caso, no apela a la razón mediante la
lógica, sino a la imaginación mediante la belleza. Su intención es ayudarnos a creer,
a oír las armonías del cosmos[32] y darnos cuenta de que las cosas encajan
estéticamente –aun cuando haya unos cuantos cabos sueltos lógicos que aún
necesitan ser resueltos–. La visión medieval del universo, decía, era «abrumadora
por sus dimensiones, pero satisfactoria por su armonía»[33]. Lewis explicó en detalle
esta importancia concedida en la Edad Media a la «armonía» para abarcar la
sintonía de las intuiciones humanas con un orden más profundo.
La teología cristiana ha insistido durante mucho tiempo en la existencia de una
red oculta de sentido y conectividad detrás del mundo efímero y aparentemente
incoherente que experimentamos. La novelista Virginia Woolf (1882-1941)
experimentó en ocasiones breves y punzantes casos de iluminación –que llamaba
«momentos de ser»– que parecían revelar «algo real detrás de las apariencias»[34].
Sin embargo, estos momentos epifánicos eran dolorosamente breves y nunca pudo
captar la visión de conectividad que parecían dar a entender.
Michael Polanyi sostenía que el discernimiento científico de la inteligibilidad
del universo necesitaba completarse con un reconocimiento de su coherencia más
profunda.
«Descubrir una coherencia verdadera en la naturaleza no consiste solo en
discernir algo que, por el mero hecho de ser real, remite necesariamente a algo
más allá de sí mismo, sino hipotetizar que los descubrimientos futuros pueden
probar que la realidad de algo es mucho más profunda de lo que podemos
imaginar en el presente»[35].
La ciencia es parte del gran cuadro; una parte muy importante, ciertamente,
pero solo una parte. Necesitamos una generosa paleta de colores para representar
las complejidades de nuestras observaciones del mundo que nos rodea y de nuestra
experiencia interior. De usar una gama de colores drásticamente limitada, como la
apagada y superficial gama de grises propuesta por el cientificismo, limitaríamos el
alcance y la profundidad de nuestra comprensión del mundo, sencillamente porque
habríamos clausurado los métodos de investigación y las tradiciones que nos
capacitarían para ver más lejos y más claramente. Necesitamos diferentes niveles de
explicación para afrontar la complejidad de la naturaleza[47]; el cientificismo, sin
embargo, solo permite un nivel y termina así reduciendo toda pregunta a una
pregunta científica, que exige una respuesta científica.
En mi despacho de Oxford tengo un antiguo microscopio, fabricado por la
compañía alemana de óptica Ernst Leitz Wetzlar, que me ha acompañado durante
más de cincuenta años. Forma parte importante de mi historia personal. Un físico
podría explicar fácilmente cómo funcionaba su sistema óptico y probablemente
señalaría que refleja los límites tecnológicos de 1903, que fue cuando se fabricó. Sin
embargo, la ciencia no puede descubrir que valoro este microscopio como recuerdo
personal de mi tío abuelo, que me lo regaló, o como talismán de mi amor por la
ciencia, que el microscopio estimuló en mí a principios de la década de los 60. Hay
un gran marco que rodea a este microscopio y la ciencia solo puede llenar una
parte; existen muchos niveles de significado en este extraño mundo y todos
necesitan ser integrados en un panorama general.
Así pues, ¿qué sistema filosófico podría ayudarnos a abordar más adecuadamente
que en el marco diseñado por el cientificismo esta realidad formada de múltiples
niveles en la que vivimos? En 1998 descubrí el «realismo crítico» desarrollado por
el filósofo y sociólogo Roy Bhaskar (1944-2014) y me percaté de que podía
proporcionar una herramienta conceptual que afirmase la unidad fundamental del
universo reconociendo, al mismo tiempo, que este posee niveles diferentes que
exigen una forma de intervención determinada por el carácter específico del campo
de la realidad investigado[48]. Esta forma de realismo crítico insiste en que el
mundo debe ser considerado como una realidad diferenciada y estratificada. Cada
ciencia particular estudia un estrato diferente de esta realidad, que, a su vez, la
obliga a desarrollar y usar métodos de investigación adaptados y apropiados para
ese estrato. La «naturaleza del objeto» determina, para Bhaskar, la «forma de su
ciencia posible»[49]. El cientificismo puede verse entonces como una negativa a
reconocer que el universo está «estratificado y diferenciado», de manera que,
impropiamente, se declara que un método de investigación desarrollado para un
nivel o una tarea específica puede aplicarse a todo.
Puede que no se entienda fácilmente este punto, así que un ejemplo ayudará a
aclararlo. Tomemos un concepto complejo de considerable importancia social: la
discapacidad[50]. Hace veinte años la Organización Mundial de la Salud reconoció
que existen varios niveles de discapacidad y desarrolló un modelo (conocido
actualmente como ICIDH-2[*]) para garantizar que su complejidad era
correctamente apreciada y reflejada en la práctica terapéutica. Los cuatro niveles
son:
1. Patología: anomalías en la estructura o la función de uno o más órganos del
cuerpo humano;
2. Discapacidad: un cambio en la estructura o la función del cuerpo humano
como resultado de (1);
3. Actividad: cambios en la forma en que la persona interactúa con su entorno
físico como resultado de (2);
4. Participación: cambios de la posición de una persona en su contexto social
como resultado de (3).
[1] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect
and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584. Sobre la importancia de esta
idea en sociología, véase Jonathan H. TURNER y David E. BOYNS, «The Return of Grand Theory»,
en Jonathan H. Turner (ed.), Handbook of Sociological Theory, Springer, New York 2001, 353-
378. Véanse en particular sus comentarios sobre cómo esa teoría puede unir «los niveles macro
y micro de la realidad».
[2] Mark MCINTOSH, «Faith, Reason and the Mind of Christ», en Paul J. Griffiths y Reinhart Hütter
(eds.), Reason and the Reasons of Faith, T. & T. Clark, New York 2005, 119-142.
[3] C. S. LEWIS, Essay Collection, HarperCollins, London 2002, 21.
[4] Véase la sorprendente declaración que hace Christopher Hitchens sobre los nuevos ateos como
él: «Nuestra creencia no es una creencia. Nuestros principios no son una fe». Christopher
HITCHENS, God Is Not Great: How Religion Poisons Everything, Twelve, New York 2007, 5
[trad. esp.: Dios no es bueno: Cómo la religión lo envenena todo, Debate, Barcelona 2008].
Como sus lectores más críticos difícilmente pueden pasar por alto, el libro está lleno de
opiniones de fe no reconocidas y no defendidas.
[5] Arthur KOESTLER, The Invisible Writing: An Autobiography, Beacon Press, Boston 1954, 13
[trad. esp.: Autobiografía, 5 vols., Alianza, Madrid 1977].
[6] Véase el famoso artículo de Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»:
Dialectica 32 (1978), 339-355.
[7] Hay un extenso comentario sobre esta imagen en Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge:
The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014.
[8] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del Estado»: Citius, Altius, Fortius 9 (1967), 259-
276; cita en p. 259.
[9] ORTEGA, «El origen deportivo del Estado», 260.
[10] Véase HICKS y KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture».
[11] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Crown Publishers, New York 1954, 41-49 [trad. esp.: Mis
ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona 1981].
[12] EINSTEIN, Ideas and Opinions, 41-49.
[13] Peter B. MEDAWAR y Jean MEDAWAR, The Life Science: Current Ideas of Biology, Wildwood
House, London 1977, 171.
[14] Un buen punto de partida se encuentra en Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER,
«Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth», en Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze
(eds.), Meaning in Positive and Existential Psychology, Springer, New York 2014, 25-38.
[15] Idea resaltada por John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief, SPCK, London 1994.
[16] Paul DAVIES, The Mind of God: Science and the Search for Ultimate Meaning, Penguin,
London 1992, 77 [trad. esp.: La mente de Dios, McGraw-Hill-Interamericana de España,
Aravaca 1993].
[17] Este era el punto de vista del positivismo lógico y aún se encuentra en algunas variantes del
empirismo radical. Véase, por ejemplo, Bas C. VAN FRAASSEN, The Scientific Image, Oxford
University Press, Oxford 1980, 202-203: «Ser empirista significa rechazar la creencia en todo
aquello que vaya más allá de los fenómenos reales y observables».
[18] Michael POLANYI, «Science and Reality»: British Journal for the Philosophy of Science 18
(1967), 177-196, especialmente 177-179.
[19] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988,
20-21. Más recientemente, véase John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a
Trinitarian Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49.
[20] Véase la exposición en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and
Naturalism, Oxford University Press, New York 2011.
[21] Robin COLLINS, «A Scientific Argument for the Existence of God: The Fine-Tuning Design
Argument», en Michael J. Murray (ed.), Reason for the Hope Within, Eerdmans, Grand Rapids
1999, 47-75.
[22] Véase, por ejemplo, Rodney D. HOLDER, God, the Multiverse, and Everything: Modern
Cosmology and the Argument from Design, Ashgate, Aldershot 2004.
[23] Martin J. REES, Just Six Numbers: The Deep Forces That Shape the Universe, Phoenix, London
2000 [trad. esp.: Seis números nada más: Las fuerzas profundas del universo, Debate, Barcelona
2001].
[24] Alister E. MCGRATH, A Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology,
Westminster John Knox Press, Louisville 2009, especialmente 83-93.
[25] Colosenses 1,1-17.
[26] John DONNE, «The First Anniversarie: An Anatomy of the World, line 213», en W. Milgate
(ed.), The Epithalamions, Anniversaries, and Epicedes, Clarendon Press, Oxford 1978, 28.
Sobre las filosofías radicales, como el pirronismo, que tanto preocupaban a Donne, véase John
CAREY y John DONNE, Life, Mind, and Art, Faber & Faber, London 2012, 231-234.
[27] Nancy CARTWRIGHT, The Dappled World: A Study of the Boundaries of Science, Cambridge
University Press, Cambridge 1999.
[28] C. S. LEWIS, Christian Reflections, Eerdmans, Grand Rapids 1967, 65.
[29] Un estudio sobre este tema puede verse en Giuseppe TANZELLA-NITTI, «La dimensione
cristologica dell’intelligibilità del reale», en Sergio Rondinara (ed.), L’intelligibilità del reale:
Natura, uomo, macchina, Città Nuova, Roma 1999, 213-225.
[30] Véase Hans-Werner GOETZ, Gott und die Welt: Religiöse Vorstellungen des frühen und hohen
Mittelalters, 2 vols., Akademie Verlag, Berlin 2012, vol. 2, 9-168.
[31] C. S. LEWIS, The Allegory of Love, Oxford University Press, London 1936, 142 [trad. esp.: La
alegoría del amor Editorial Universitaria, Santiago de Chile 2000].
Sobre el simbolismo de la armonía en la cultura occidental, véase el estudio clásico de Leo
[32]
SPITZER, «Classical and Christian Ideas of World Harmony»: Traditio 2 (1944), 409-464; 3
(1945), 307-364.
[33] C. S. Lewis, The Discarded Image, Cambridge University Press, Cambridge 1964, 99 [trad. esp.:
La imagen del mundo, Península, Barcelona 1997, 82].
[34] Virginia WOOLF, «A Sketch of the Past», en Moments of Being, ed. de Jeanne Schulkind,
Harcourt Brace & Company, New York 19852, 72.
[35] POLANYI, «Science and Reality», 192.
[36] Michael POLANYI, Personal Knowledge: Towards a Post-Critical Philosophy, Routledge &
Kegan Paul, London 1958, 294.
[37] Michael POLANYI, «The Creative Imagination»: Psychological Issues 6 (1969), 59-91; cita en p.
90. Polanyi comenta que no hay unanimidad en los criterios para validar tal coherencia.
[38] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London19883, 395.
[39] Sobre este proceso, véase Wolfgang SCHLUCHTER, Die Entstehungsgeschichte des modernen
Rationalismus Suhrkamp, Frankfurt am Main 1998.
[40] Para un estudio exhaustivo de este tema, véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why
We Can’t Stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
[41] Mary MIDGLEY, The Myths We Live By, Routledge, London 2004, 26-28.
[42] MIDGLEY, The Myths We Live By, 40.
[43] Mary MIDGLEY, Wisdom, Information, and Wonder: What Is Knowledge For?, Routlege,
London 1995, 199.
[44] Massimo PIGLIUCCI, «New Atheism and the Scientistic Turn in the Atheism Movement»:
Midwest Studies in Philosophy 37 (2013), 142-153; cita en p. 144.
[45] Mary MIDGLEY, Are You an Illusion?, Acumen, Durham 2014, 5.
[46] Edward FESER, Scholastic Metaphysics: A Contemporary Introduction, Editiones Scholasticae,
Heusenstamm 2014, 10-11. El mismo problema suscita el tipo de racionalismo favorecido por la
Ilustración, que está obligado a presuponer la verdad de la razón para defender esta. De este
modo, hace de la razón juez y parte en la cuestión de su autoridad y alcance, porque no
reconoce ninguna autoridad más allá de la razón.
[47] Angela POTOCHNIK, «Levels of Explanation Reconceived»: Philosophy of Science 77 (2010), 59-
72.
[48] Philip S. GORSKI, «What Is Critical Realism? And Why Should You Care?»: Contemporary
Sociology: A Journal of Reviews 42 (2013), 658-670. Una explicación detallada de mi adhesión
a esta filosofía puede verse en Alister E. MCGRATH, A Scientific Theology 2: Reality, T. & T.
Clark, London 2002.
[49] Roy BHASKAR, The Possibility of Naturalism: A Philosophical Critique of the Contemporary
Human Sciences, Routledge, London 19983, 3.
[50] Para un análisis más detallado de este ejemplo específico, véase MCGRATH, A Scientific
Theology 2: Reality, 226-231.
[*] En español, CIDDM, es decir, Clasificación Internacional de las Deficiencias, Discapacidades y
Minusvalías [N. del T.].
[*] Siglas en inglés [N. del T.].
[51] Sobre el procedimiento, véase Wei CHEN, «Clinical Applications of PET in Brain Tumors»:
Journal of Nuclear Medicine 48 (2007), 1468-1481.
[52] Esto significa que ciertas teorías científicas impiden realmente el progreso científico al cerrar la
puerta a opciones de investigación legítimas. Para un debate animado y tendencioso sobre
algunos casos y temas interesantes, véase John BROCKMAN (ed.), This Idea Must Die: Scientific
Ideas That Are Blocking Progress, Harper Perennial, New York 2015.
[53] Para un detallado análisis de este punto, véase Isaiah BERLIN, Three Critics of the
Enlightenment: Vico, Hamann, Herder, Princeton University Press, Princeton NJ 2000; Alister
E. MCGRATH, «Theologie als Mathesis Universalis?: Heinrich Scholz, Karl Barth und der
wissenschaftliche Status der christlichen Theologie»: Theologische Zeitschrift 63 (2007), 44-57.
[54] Elinor OCHS y Lisa CAPPS, «Narrating the Self»: Annual Review of Anthropology 25 (1996), 19-
43; Christian SMITH, Moral, Believing Animals: Human Personhood and Culture, Oxford
University Press, Oxford 2009, 63-94.
[55] Como sostiene Roy F. BAUMEISTER, Meanings of Life, Guilford Press, New York 1991.
[56] John DEWEY, The Quest for Certainty, Capricorn Books, New York 1960, 255 [trad. esp.: La
búsqueda de certeza, FCE, México-Buenos Aires 1952, 223].
[57] Philip WEINSTEIN, «The View from Somewhere»: Raritan 32 (2013), 85-101.
[58] Thomas NAGEL, The View from Nowhere, Oxford University Press, New York 1986, 67-89
[trad. esp.: Una visión de ningún lugar, FCE, México 1996].
SEGUNDA PARTE
Introducción
Es fatalmente fácil que una exposición sobre la relación de las ciencias naturales y
la teología cristiana se convierta en algo irremediablemente abstracto. Mi dilatada
experiencia en la enseñanza de teología a los estudiantes me ha convencido de que
uno de los mejores modos de ayudarles a entender las ideas es presentarles algunos
teólogos interesantes en vez de darles una simple clase sobre las ideas básicas de la
materia. ¿Por qué?
Un buen teólogo trata de lograr una síntesis personal de ideas en la que lo que
se cree se entreteje en una forma de vida. Un teólogo es alguien cuya vida ha sido
afectada por la teología, no solo alguien que estudia teología. Trata de entrelazar los
temas centrales de la teología de una manera que parezca tener sentido y abra
nuevas formas de entender nuestro mundo y de actuar en él. Publiqué en 2014 una
biografía intelectual del teólogo suizo Emil Brunner (1889-1966) en la que intenté
seguir la trayectoria y explicar el desarrollo de su singular visión teológica. Aunque
encontraba altamente cautivadora la teología de Brunner, me interesaba más ver
cómo llegó a esas ideas, cómo las mantuvo unidas y la influencia que tuvieron en su
vida. La teología es un modo de ver las cosas en el que habitas, no solo algo en lo
que piensas. Se trata de crear un espacio intelectual y moral en el que puedas vivir.
Lo mismo cabe decir del gran campo que intenta reflexionar sobre lo que puede
aprenderse de la interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana. Son
relativamente pocas las personas que trabajan en este campo, en parte porque
impone notables exigencias intelectuales. Si quieres escribir con autoridad sobre
este tema, necesitas haberte ganado un respeto como científico o teólogo, y
preferiblemente como ambas cosas. Afortunadamente, algunos lo han hecho y es
mucho cuanto podemos aprender de ellos. Cada uno de los autores de esta parte del
libro tiene una historia que contar sobre el modo en que llegó a interesarse por este
campo y lo que encontró en él.
En esta parte del libro expondré las ideas de tres autores que han hecho
importantes contribuciones a este estudio: el químico teórico Charles A. Coulson,
el teólogo Thomas F. Torrance y el físico John Polkinghorne. Coulson y
Polkinghorne son científicos que se interesaron por la teología; Torrance, un
teólogo que se interesó por la ciencia. He disfrutado mucho estudiándolos y sé por
mi intercambio epistolar que a muchos otros les han resultado de gran ayuda para
explorar la relación entre teología y ciencias naturales. Es interesante observar que
los tres consideran intelectualmente legítima y heurísticamente apropiada cierta
forma de «teología natural». Estudiaremos en el capítulo 10 el potencial de la
teología natural para desarrollar el diálogo entre ciencia y teología. Aunque se
centran en la relación entre las ciencias físicas y la teología, sus enfoques tienen son
susceptibles de extenderse a las ciencias biológicas y más allá de ellas.
Veremos cómo llegó cada uno de ellos a interesarse por estas cuestiones e
identificaremos algunas de sus contribuciones principales al estudio. La mayoría de
estos temas se desarrollarán posteriormente en la tercera parte. Comenzamos con
un autor que me proporcionó un estímulo crítico para pensar en la relación entre
ciencia y fe a principios de los años 70: Charles Coulson, el primer profesor de
Química Teórica de la Universidad de Oxford.
2
Charles A. Coulson (1910-1974)
Las memorias de Coulson nos permiten responder a esa pregunta. Cuando llegó a
Cambridge en 1928 era metodista no practicante. Su vida cambió radicalmente a
causa de las reuniones estudiantiles a las que asistió durante el trimestre de Pascua
(abril-junio) en 1930: «Para mí, Dios se volvió real»[14]. Como resultado de esta
renovación personal de su fe, Coulson se implicó cada vez más en el culto y la
actividad social de la Iglesia metodista, actuando como predicador laico.
Sin embargo, por entonces existía una absoluta separación entre ciencia y
religión en Cambridge. Pocos académicos estaban dispuestos a explorar su relación
mutua en un ambiente académico tan hostil y receloso. Coulson, en cambio, se
opuso a pensar separando intelectualmente su ciencia y la fe. Como diría más tarde,
no iba a tolerar la idea de «una especie de seto en el territorio de la mente» que
separase esos dos dominios[15]. Aunque otros estuvieran dispuestos a aceptar tal
«dicotomía existencial», él no lo estaba. Coulson recibió la ayuda de tres profesores
de Cambridge que querían explorar lo que para otros era un territorio prohibido.
Eran el físico Alexander Wood (1879-1950), el teólogo Charles Raven (1885-1966)
y el astrónomo Arthur Eddington (1882-1944).
No está claro qué influencia tuvo In Pursuit of Truth (1927), de Alexander
Wood, en Coulson[16]. Para este era importante la idea de la «unidad entre ciencia y
fe»; no obstante, él asociaba esta idea más con Raven y Eddington que con Wood.
Sin embargo, Coulson, en Science and Christian Belief, hace una reveladora
referencia a Wood en la que sugiere que este expuso un «genuino estudio de
investigación científica» en respuesta a la pregunta de un investigador sobre el
fundamento de la fe[17].
No obstante, en Wood encontramos el esbozo de algunos temas que llegarían a
ser importantes para Coulson; especialmente el rechazo de la idea del «Dios
tapagujeros». Wood anticipó esta preocupación expresando su recelo de los
«creyentes» que pensaban encontrar a Dios «solo en lo misterioso y lo
“inescrutable”»[18]. Esto, para Wood, era inadecuado teológica y espiritualmente:
«Ver la actividad de Dios en los agujeros y no en el proceso es limitar gravemente
su radio de acción y empobrecer enormemente nuestro pensamiento religioso»[19].
Antes al contrario, Wood propuso una visión teológica del mundo que posibilitaba
discernir la inteligibilidad y la coherencia de la realidad: «Esto es lo primero que le
exigimos a la religión: que ilumine la vida y la convierta en un todo»[20].
Charles Raven fue catedrático Regius de Teología en Cambridge desde 1932
hasta 1950, período en el que también fue rector del Christ’s College (1939-1950) y
vicecanciller de la universidad (1947-1949). La tesis fundamental de Raven de la
«unidad de la ciencia y la fe» fue claramente importante para Coulson, y es la
primera obra que cita en su magistral Science and Christian Belief. Coulson
entiende que Raven ofrece un apoyo a su idea de que «el cristianismo dice dar una
explicación a todo lo que experimenta un ser humano»[21]. La ciencia y la teología
usan el mismo método fundamental y, por tanto, pueden abordar los mismos temas
esenciales de la experiencia humana. Los «dos únicos sacramentos» del «universo
creado» y la «persona de Jesucristo» actúan como lentes o marcos interpretativos
que «revelan el sentido y expresan la experiencia de la realidad»[22].
Arthur Eddington era catedrático Plumiano de Astronomía en Cambridge
cuando Coulson realizaba sus estudios[23]. Eddington era cuáquero y consideraba
las ciencias naturales como una confirmación de la creencia religiosa, aunque de un
modo un tanto genérico. Coulson cita a Eddington más como científico que como
intérprete religioso de la ciencia. Sin embargo, Eddington estaba atento a las
implicaciones espirituales de las ciencias naturales. En las Conferencias
Swarthmore dictadas en 1929 exploró la relación entre la ciencia y el «mundo
invisible», y constituyen una indagación importante de la afinidad entre la ciencia
y una adogmática fe cuáquera[24]. Quizá la sección más importante de la obra es la
sugerencia de que la ciencia y la religión son explicaciones parciales y provisionales
de una realidad más grande[25]. Coulson, sin embargo, consideraba esta conferencia
como expresión de un período anterior en la relación entre ciencia y religión, en el
que los científicos eran reacios a hablar de Dios. En la década de 1950, el período
en el que Coulson escribió sus obras más relevantes sobre este tema, la situación
había cambiado[26].
Así pues, ¿cuáles son los temas importantes en las reflexiones que hace Coulson
sobre la relación entre ciencia y teología? Aunque abarca muchos, yo me centraré
en cinco temas continuamente recurrentes en sus escritos de los años 50 y que son
claramente centrales en su pensamiento: la relación cambiante entre ciencia y
religión; su búsqueda común de inteligibilidad y coherencia; la ciencia y la religión
como dos ámbitos que ofrecen perspectivas complementarias sobre la realidad; las
deficiencias de un «Dios tapagujeros», y el potencial de una teología natural como
lugar en el que mantener un diálogo constructivo entre ciencia y fe. Presentaremos
por orden cada uno de estos temas.
Coulson tenía claro que el universo científico era tan complejo que exigía una
manera consecuentemente compleja de descripción y representación, lo que a su
vez requería múltiples lenguajes adaptados a sus objetos: «Un solo lenguaje es
insuficiente por sí mismo»[40]. Su enfoque específico nos invita a ver la teología y
las ciencias naturales como perspectivas complementarias de la misma realidad
compleja. No es una idea fácil de transmitir y depende crucialmente de una
analogía efectiva para entenderse adecuadamente. Afortunadamente, el período
que Coulson pasó trabajando en Escocia le proporcionó una ilustración perfecta: la
«analogía de la montaña»[41].
Coulson y su esposa intentaron encontrar tiempo para subir a tantas montañas
como pudieran durante su estancia en Escocia, mostrando un particular respeto por
el Ben Nevis, la mayor elevación del Reino Unido. Suponiendo que muchos de sus
lectores estarían familiarizados con su topografía, Coulson los invita a unirse a él en
un paseo imaginario en torno a la montaña y a reflexionar sobre lo que ven. Vista
desde el sur, la montaña se presenta como «una pendiente cubierta de hierba», y
desde el norte como «un contrafuerte rocoso escarpado». Quienes conocen la
montaña están familiarizados con estas perspectivas diferentes. Es la misma
montaña; sin embargo, una descripción completa exige unir estas perspectivas
diferentes para integrarlas en una sola visión coherente[42].
La idea central de Coulson es la siguiente: «los puntos de vista diferentes
producen descripciones diferentes». El científico podría situarse en el lado norte de
la montaña, el poeta en el sur, etc. Cada uno informa de lo que encuentra usando su
lenguaje e imágenes diferentes, adaptados a lo que ven.
«Todos miran la montaña; cada uno ve ciertas cosas y cada uno trata de
describir su encuentro con la montaña en términos que tienen sentido para él.
Cada uno crea un lenguaje que es adecuado para su finalidad particular»[43].
Así, donde un observador puede ver una pendiente llena de hierba, otro puede
ver una montaña rocosa. No obstante, los dos puntos de vista son representativos y
legítimos. Para Coulson, esto hace que sea esencial la necesidad de una imagen
global, acumulativa e integrada de la realidad: «Las diferentes visiones de la misma
realidad parecerán diferentes, pero ambas serán válidas»[44].
La analogía se aplica fácilmente a la relación de la ciencia y la fe. Como hemos
visto, Coulson se opone a la idea de que existan dos mundos delimitados que son
experimentados de maneras diferentes, el «científico» y el «religioso». Se
experimenta un mismo mundo, y esa experiencia es compleja, y requiere y exige
tanto un enfoque científico como uno religioso. «Los dos mundos son uno, aunque
visto y descrito en términos apropiados; y es solo el hombre que no puede, o no
quiere, mirarlo desde más de un punto de vista el que afirma la autoridad exclusiva
de su propia descripción»[45]. Quizá el argumento de Coulson se expresa más
claramente en su recensión de la obra Scientific Adventure, de Herbert Dingle
(1952).
«Cada ciencia por separado es un conjunto de modelos, útiles por un tiempo
pero desfasados al final, a medida que la experiencia crece. Ninguno de los
modelos es “verdadero”, a menos que por verdad se entienda “adecuado para los
propósitos presentes y autocoherente”. Los modelos adecuados para propósitos
diferentes pueden parecer contradictorios, pero eso es simplemente porque son
adecuados para propósitos diferentes, y esto no debería alarmarnos»[46].
[1] Coulson obtuvo esta beca en Wadham al ser nombrado catedrático de Matemáticas en Oxford
en 1952. Mantuvo esta beca después de ser nombrado catedrático de Química Teórica veinte
años después.
[2] Dediqué mi libro Inventing the Universe (2015) al profesor Coulson. Es hermoso reconocer las
deudas de este tipo, aunque sea tardíamente.
[3] La mejor biografía puede leerse en S. L. ALTMANN y E. J. BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910-
1974»: Biographical Memoirs of the Fellows of the Royal Society 20 (1974), 75-134. También
incluye una bibliografía completa de las obras de Coulson.
[4] Coulson recordó este episodio en el discurso que como presidente dirigió a la Asociación
Matemática en 1969. Cf. C. A. COULSON, «On liking Mathematics»: Mathematical Gazette 53
(1969), 227-239, especialmente 228-229.
[5] C. A. COULSON, «Self-Consistent Field for Molecular Hydrogen»: Mathematical Proceedings of
the Cambridge Philosophical Society 34 (1938), 204-212.
[6] Sobre la importancia de esta obra, véase Ana SIMÕES, «Textbooks, Popular Lectures and
Sermons: The Quantum Chemist Charles Alfred Coulson and the Crafting of Science»: British
Journal for the History of Science 37 (2004), 299-342, especialmente 309-316.
[7] Charles A. COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science»: Modern Churchman
40 (1950), 205-215. El artículo tenía claramente su origen en una conferencia, pero no he
logrado averiguar dónde se pronunció.
[8] COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science», 212.
[9] Ibid., 214.
[10] Ibidem.
[11] C. A. COULSON, Science and Religion: A Changing Relationship, Cambridge University Press,
Cambridge 1955.
[12] ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910 –1974», 84.
[13] Véase especialmente Charles A. COULSON, «The Natural Sciences», en Rupert E. Davies (ed.),
An Approach to Christian Education, Epworth Press, London 1957, 41-57.
[14] Véase su sermón de 1931 «My Testimony», citado en ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred
Coulson 1910 –1974», 76-77.
[15] C. A. COULSON, Science and Christian Belief, Oxford University Press, London 1955, 19.
[16] Alexander WOOD, In Pursuit of Truth: A Comparative Study in Science and Religion, Student
Christian Movement, London 1927.
[17] COULSON, Science and Christian Belief, 112.
[18] WOOD, In Pursuit of Truth, 72.
[19] Ibid., 73.
[20] lbid., 102.
[21] COULSON, Science and Christian Belief, 3.
[22] Ibid., 115. Véase también su elogiosa cita de Science and the Christian Man (1952) de Raven en
C. A. COULSON, Science and the Idea of God, Cambridge University Press, Cambridge 1958, 30.
[23] Véase su biografía en A. Vibert DOUGLAS, The Life of Arthur Stanley Eddington, Nelson,
London 1956. El mejor estudio sobre la concepción de Eddington de la ciencia y la religión es
el de Matthew STANLEY, Practical Mystic: Religion, Science, and A. S. Eddington, University of
Chicago Press, Chicago 2007.
[24] Arthur Stanley EDDINGTON, Science and the Unseen World, Macmillan, New York 1929. Las
Swarthmore Lectures se ofrecían en la reunión anual de la Sociedad de Amigos en Londres.
[25] EDDINGTON, Science and the Unseen World, 90-91.
[26] COULSON, Science and the Idea of God, 7-8.
[27] C. A. COULSON, Christianity in an Age of Science, Oxford University Press, Oxford 1953, 6.
[28] Ibid., 6.
[29] Ibid., 7.
[30] COULSON, Science and Religion, 3.
[31] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6. La opinión de Faraday sobre este tema era quizá
un poco más compleja de lo que sugería Coulson, pues era consciente de los peligros que
entrañaba la mezcla de la ciencia y la religión, en particular tal y como aparece en el idealismo
romántico de Coleridge y otros. Véase Geoffrey CANTOR, Michael Faraday: Sandemanian and
Scientist; A Study of Science and Religion in the Nineteenth Century, Macmillan, Basingstoke
1991.
[32] COULSON, Science and the Idea of God, 8.
[33] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6.
[34] COULSON, Christianity in an Age of Science, 7. Cf. la reflexión de Coulson sobre una «totalidad
y unidad en la vida» en Science and Christian Belief, 108.
[35] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12. Coulson analiza el tema de la coherencia más
detalladamente en 35-53.
[36] COULSON, Christianity in an Age of Science, 25.
[37] COULSON, Science and Religion, 8.
[38] Ibid., 22.
[39] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12.
[40] Ibid., 15.
[41] Ibid., 18-34.
[42] Ibid., 19.
[43] Ibid., 20.
[44] Ibid., 21.
[45] Ibidem.
[46] C. A. COULSON, «Review of Herbert Dingle, The Scientific Adventure»: British Journal for the
Philosophy of Science 12 (1953), 382-386.
[47] COULSON, Christianity in an Age of Science, 30.
[48] Ibid., 30.
[49] Ibid., 27.
[50] COULSON, Science and Christian Belief, 99.
[51] Coulson cita esta conferencia en tres ocasiones: en la recensión de la obra The Scientific
Adventure, de Herbert Dingle; en Science and Christian Belief, 99; y en Christianity in an Age
of Science, 31. En ninguna de estas citas se proporcionan detalles de la publicación.
[52] Lawrence BRAGG, «Science and the Adventure of Living»: Advancement of Science 27 (1950),
279-284.
[53] Sobre esto, véase Jeff ASTLEY, «Ian Ramsey and the Problem of Religious Knowledge»: Journal
of Theological Studies 2 (1984), 414-440.
[*] En inglés, God of the gaps, literalmente «Dios de los agujeros» [N. del T.].
[54] La idea, ciertamente, se encuentra mucho antes. Henry Drummond (1851-1897), por ejemplo,
criticaba a los autores cristianos que apelaban a los «agujeros que ellos rellanarán con Dios»:
véase Henry DRUMMOND, The Lowell Lectures on the Ascent of Man, J. Pott & Co., New York
190814, 333.
[55] COULSON, Christianity in an Age of Science, 8.
[56] COULSON, Science and Christian Belief, 19.
[57] Ibid., 21.
[58] COULSON, Science and Religion, 7.
[59] Ibid., 32.
[60] COULSON, Science and Christian Belief, 2.
[61] Ibid., 98.
[62] Ibidem.
[63] Ibid., 100. Ya hemos visto (véanse pp. 64-65) el hincapié que hace Coulson en la necesidad de
múltiples «puntos de vista» sobre una realidad compleja, que produce una explicación
acumulativa de ella que trasciende los límites de un solo enfoque o método.
[64] Ibid., 101.
[65] Coulson reconoce este tercer punto, pero no los dos primeros: COULSON, Science and Christian
Belief, 103.
3
Thomas F. Torrance (1913-2007)
Torrance publicó poco sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana
antes de su decisiva Theological Science. Sin embargo, hay razones para pensar que
algunas de sus ideas esenciales sobre dicha relación tomaron forma pronto, en parte
por su lectura de la obra de Daniel Lamont Christ and the World of Thought
(1934), en la que expone la visión de un compromiso teológico coherente con la
cultura intelectual, incluidas las ciencias naturales[2]. A través de Lamont, Torrance
descubrió los escritos del teólogo Karl Heim (1874-1958), que sostenía la obligación
que tenía la teología cristiana de interactuar tanto con el orden natural como con
las ciencias naturales. Según Heim, el hecho de que un teólogo ignorase las
cuestiones planteadas por las ciencias naturales constituía
«una rebelión contra Dios, que nos ha situado en una realidad que nos
confronta inevitablemente con cuestiones de este tipo, y que nos ha dado una
inteligencia que no puede descansar hasta haber buscado algún tipo de
respuesta a estas cuestiones»[3].
Según entiende Torrance la teología, tanto esta como las ciencias naturales suponen
y emplean una epistemología realista. Este es un dato importante que requiere un
análisis adicional, pues es fundamental para cualquier estudio sobre la relación
entre teología y ciencias naturales. Como veremos cuando abordemos los puntos de
vista de John Polkinghorne en el capítulo siguiente, tanto la teología como las
ciencias naturales pueden entenderse como un intento de desarrollar ideas
humanas de modo que proporcionen la mejor explicación posible de una realidad
que, en definitiva, está fuera de la mente humana. Una larga lista de progresos
tecnológicos, considerados esenciales para la existencia occidental moderna, se
basan en la capacidad de las ciencias naturales para desarrollar teorías que
inicialmente explican el mundo y posteriormente nos permiten transformarlo. ¿Y
qué explicación más efectiva puede darse de este éxito que la sencilla afirmación de
que lo que describen las teorías científicas está realmente presente? Como comenta
Polkinghorne,
«La explicación naturalmente convincente del éxito de la ciencia es que
adquiere una comprensión cada vez más rigurosa de una realidad real. El
verdadero objetivo del esfuerzo científico es comprender la estructura del
mundo físico; una comprensión que nunca es completa, sino susceptible de
seguir mejorando. Los términos de esa comprensión son dictados por la forma
en que son las cosas»[22].
La explicación más sencilla de qué hace que las teorías funcionen es que se
refieren a la forma en que realmente son las cosas. Si las afirmaciones teóricas de las
ciencias naturales no fueran correctas, su enorme éxito empírico parecería ser
totalmente accidental. «Si el realismo científico, y las teorías en las que se basa, no
fueran correctos, no habría explicación de por qué el mundo observado es como si
fueran correctos; ese hecho sería meramente fortuito o totalmente milagroso»[23].
A Torrance se le reconoce mayoritariamente el mérito de haber desarrollado un
enfoque rigurosamente realista de la teología. El verdadero conocimiento
representa para Torrance una genuina revelación a la mente de aquello que es
objetivamente real. Tanto la teología cristiana como las ciencias naturales operan
con un concepto del conocimiento que tiene sus «fundamentos ontológicos en la
realidad objetiva». Toda disciplina intelectual está obligada a explicar esa realidad:
«El concepto de verdad integra a la vez el ser real de las cosas y la revelación de
ellas tal y como son en realidad. La verdad del ser se manifiesta con su propia
luz y su autoridad, obligándonos, por el poder de lo que es, a asentir a ella y
reconocerla por lo que es en sí misma. San Anselmo, que desarrolló esto de una
manera más realista, sostenía que la verdad es la realidad de las cosas tal y como
son realmente independiente de nosotros ante Dios, y así es como deberíamos
conocerlas y darles un significado»[24].
[1] Véase una biografía en Alister McGrath, T. F. Torrance: An Intellectual Biography, T. & T.
Clark, Edinburgh 1999.
[2] A juzgar por sus primeras conferencias, Torrance se vio particularmente influido por dos de sus
profesores de Edimburgo: Hugh Ross Mackintosh (1870-1936) y Lamont (1869-1950).
[3] Karl HEIM, Christian Faith and Natural Science, SCM Press, London 1953, 30 (el original en
alemán es de 1949). Las citas que Lamont hace de Heim proceden todas de su obra anterior
Glauben und Denken. Sobre la importancia de Heim para el diálogo entre ciencia y teología,
véase Hans SCHWARZ, «Karl Heim and John Polkinghorne: Theology and Natural Sciences in
Dialogue»: Journal of Interdisciplinary Studies 1, 2 (1997), 105-120.
[4] El texto completo de estas conferencias no se ha publicado, aunque cito extensamente el texto
mecanografiado de 61 páginas en MCGRATH, T. F. Torrance, 199-205. El texto mecanografiado
se encuentra en la colección de manuscritos de Thomas F. Torrance en las Colecciones
Especiales de la Biblioteca del Seminario Teológico de Princeton.
[5] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 11. Nótese también la afirmación de Torrance «La
ciencia describe, simplemente, el comportamiento de las cosas como fenómenos», en «Science
and Theology», fol. 42.
[6] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 14.
[7] Para un análisis detallado, véase Harold P. NEBELSICK, «Karl Barth’s Understanding of Science»,
en John Thompson (ed.), Theology beyond Christendom: Essays on the Centenary of the Birth
of Karl Barth, Pickwick Publications, Allison Park 1986, 165-214.
[8] Nótese el contraste con Emil Brunner, que consideraba que la teología estaba obligada a
afrontar las visiones seculares del mundo, ya fueran científicas o de otras modalidades. Para un
análisis, véase Alister E. MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford
2014, 41-78; 229-231.
[9] Este enfoque se desarrolla más extensamente en los escritos de Langdon Gilkey. Véase Langdon
GILKEY, Nature, Reality and the Sacred: The Nexus of Science and Religion, Fortress Press,
Minneapolis 1993.
[10] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22.
[11] Summa Theologiae Ia q. 1 a. 2.
[12] Véase el magistral estudio de Johannes ZACHHUBER, Theology as Science in Nineteenth-
Century Germany: From F. C. Baur to Ernst Troeltsch, Oxford University Press, Oxford 2013.
[13] Nótense los comentarios iniciales de Thomas F. TORRANCE, «My Interaction with Karl Barth»,
en Donald K. McKim (ed.), How Karl Barth Changed my Mind, Eerdmans, Grand Rapids 1986,
52-64.
[14] Thomas F. TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology»: Religious Studies 3 (1972),
233-250; cita p. 248. Cf. Thomas F. TORRANCE, Transformation & Convergence in the Frame of
Knowledge: Explorations in the Interrelations of Scientific and Theological Enterprise,
William B. Eerdmans, Grand Rapids 1984, 282.
[15] Para una crítica del enfoque de Pannenberg, véase Daniel R. ÁLVAREZ, «A Critique of Wolfhart
Pannenberg’s Scientific Theology», Zygon 3 (2013), 224-250.
[16] Thomas F. TORRANCE, Theological Science, Oxford University Press, London 1969, 10.
[17] Thomas F. TORRANCE, Theology in Reconstruction, Eerdmans, Grand Rapids 1996, 9. Cf. 85,
234, 273.
[18] TORRANCE, Theological Science, 106.
[19] Hans Hinrich WENDT, System der christlichen Lehre, 2 vols., Vandenhoeck & Ruprecht,
Göttingen 1907, vol. 1, 2-3.
[20] Véase Martin KÄHLER, Die Wissenschaft der christlichen Lehre, Deichert, Leipizig 1893, 5.
[21] Karl BARTH, Die christliche Theologie im Entwurf, Kaiser Verlag, Munich 1927, 115.
[22] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Science and Theology, Princeton
University Press, Princeton 1986, 22.
[23] Michael DEVITT, Realism and Truth, Blackwell, Oxford 1984, 108.
[24] Thomas F. TORRANCE, Reality and Scientific Theology, Scottish Academic Press, Edinburgh
1985, 141.
[25] J. Robert OPPENHEIMER, Science and the Common Understanding, Oxford University Press,
London 1954, 87 [trad. esp.: Ciencia y entendimiento común, Galatea-Nueva Visión, Buenos
Aires 1957].
[26] Werner HEISENBERG, Ordnung der Wirklichkeit, Piper, Munich 1986, 44.
[27] TORRANCE, Theological Science, 10.
[28] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 244.
[29] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 242.
[30] Don CUPITT, The Sea of Faith, BBC Publications, London 1985.
[31] CUPITT, The Sea of Faith, 270.
[32] Don CUPITT, Only Human, SCM Press, London 1985, 9.
[33] Véase Don CUPITT, The Worlds of Science and Religion, Sheldon Press, London 1976.
[34] Para una crítica de esta posición general, véase Paul A. MACDONALD, Knowledge and the
Transcendent: An Inquiry into the Mind’s Relationship to God, Catholic University of America
Press, Washington 2009, 3-42.
[35] Para una reflexión sobre esto, véase John DOUGLAS MORRISON, Knowledge of the Self-Revealing
God in the Thought of Thomas Forsyth Torrance, Peter Lang, New York 1997.
[36] Thomas F. TORRANCE, Reality and Evangelical Theology: The Realism of Christian Revelation,
Wipf & Stock, Eugene 2003, 70.
Para un buen estudio, véase W. TRAVIS MCMAKEN, «The Impossibility of Natural Knowledge of
[37] God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural Theology»: International Journal of Systematic
Theology 3 (2010), 319-340.
[38] Thomas F. TORRANCE, «The Problem of Natural Theology in the Thought of Karl Barth»:
Religious Studies 2 (1970), 121-135; cita en p. 125.
[39] Ibid., 128-129; cursiva en el original.
[40] Ibidem.
[41] Ibidem. Deberíamos mencionar aquí la ponderada evaluación del lugar de la teología natural en
la ortodoxia protestante realizada por Richard MULLER en Post-Reformation Reformed
Dogmatics 1, Baker Academic, Grand Rapids 2003, 307-308: la teología natural «existe más
como resultado que como base de la doctrina cristiana. Las verdades de la teología natural no
están excluidas de la teología sobrenatural –están incluidas en el cuerpo de la doctrina
revelada– no porque la teología natural sea el fundamento racional del sistema, sino porque sus
verdades pertenecen a la verdad más elevada».
[42] Para una reflexión sobre la relación de Torrance con Barth sobre este punto, véase MCMAKEN,
«The Impossibility of Natural Knowledge of God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural
Theology», 337-339.
[43] Nótese el comentario de Polkinghorne: «Thomas Torrance tiene razón al insistir en que la
teología natural debe integrarse con el resto de la disciplina de la teología en la búsqueda única
del conocimiento de Dios para que la actividad teológica demuestre tener suficiente riqueza y
profundidad». John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with
Reality, Yale University Press, New Haven 2004, 15. Esta idea se expresa con frecuencia en las
obras de Polkinghorne.
4
John Polkinghorne (1930-)
Son numerosas las razones que podría dar para elegir a John Polkinghorne como mi
tercer autor en el campo de la ciencia y la teología: en particular, su elegante y
claro estilo al escribir y su obvio dominio del complejo campo de la teoría cuántica.
El fundamento teológico de Polkinghorne es lo que yo describiría como
trinitarismo clásico y sencillo, similar en muchos aspectos a la ortodoxia
consensuada que C. S. Lewis describía como «mero cristianismo». Si bien otros
autores del campo de la ciencia y la religión –como los científicos-teólogos Ian
Barbour y Arthur Peacocke– eran un tanto críticos con esta ortodoxia teológica,
Polkinghorne la considera con toda claridad como intelectualmente estimulante e
iluminadora[1]. Juzga inadecuada la estrategia asimilacionista de Barbour y ve su
propio énfasis en la coherencia entre ciencia y teología como un medio para
preservar la autonomía de la teología en su diálogo con la cultura científica[2].
Conocí a Polkinghorne en Cambridge durante el año académico 1979-1980.
Ambos nos preparábamos para el ministerio en la Iglesia de Inglaterra en Westcott
House manteniendo nuestros intereses académicos al margen. Polkinghorne
conservaba su beca en el Trinity College y daba algunas clases particulares de Física
Matemática; yo era estudiante Naden de Teología en el St. John’s College y estaba
ocupado en sumergirme en la tradición teológica cristiana, con el objetivo a largo
plazo de escribir en el campo de la ciencia y la religión. No llegué a conocerlo
particularmente bien, pero no pude dejar de notar su brillantez intelectual. En
1980 dejé Cambridge para servir como vicario en Nottingham; un año después,
Polkinghorne comenzó su período de ministerio en una parroquia cerca de
Cambridge. Para mi vergüenza, me olvidé de él.
Regresé a Oxford en 1983 después de haber sido nombrado tutor de Doctrina
Cristiana en Wycliffe Hall, instituto teológico estrechamente vinculado a la
Universidad de Oxford. Aunque mis principales intereses eran la enseñanza y la
investigación teológica, seguí leyendo sobre ciencia y religión. Poco después de mi
llegada a Oxford, cogí un libro en la librería Blackwell, en el centro de la ciudad.
Era el primer escrito de Polkinghorne sobre este campo: The Way the World is.
Cuando llegué al final del primer capítulo, con su énfasis en que el cristianismo era
«una visión coherente y fundamentada racionalmente del modo como es el
mundo»[3], supe que Polkinghorne había encontrado su especialidad. Había aquí
una voz fresca en el campo, rica en perspicacia y elegante en expresión. Había otros
que escribían sobre este campo, pero ninguno tenía el mismo estilo elegante ni su
autoridad profesional. Estaba deseando leer más obras de él.
El ascenso de Polkinghorne a la eminencia intelectual fue notable. Comenzó
sus estudios universitarios en la Universidad de Cambridge en octubre de 1949,
centrándose inicialmente en las matemáticas y posteriormente en la mecánica
cuántica. Se graduó en 1952 y obtuvo su doctorado en Cambridge en 1955. Después
de pasar un año como becario Harkness en el Instituto Tecnológico de California,
Polkinghorne regresó al Reino Unido para dar clases de Física Teórica en la
Universidad de Edimburgo. Dos años después volvió a la Universidad de Cambridge
como profesor antes de ser elegido catedrático de la recientemente creada
asignatura de Física Matemática en 1968[4].
Desde el principio de sus estudios en Cambridge, Polkinghorne vio como un
asunto importante la correlación entre su profesión científica y su fe personal como
cristiano. Con cuarenta y siete años renunció a su cátedra para ordenarse sacerdote
de la Iglesia de Inglaterra, sintiendo que probablemente había contribuido cuanto
podía al campo de la física. Había nuevos territorios que explorar y, como los
sucesos demostraron, Polkinghorne se convirtió en uno de los mejores embajadores
de la correlación entre teología y ciencia en las comunidades científica y cristiana.
No preveía regresar al mundo académico, al considerar que su futuro estaba en el
ejercicio del ministerio pastoral en la Iglesia de Inglaterra[5].
Polkinghorne sirvió en numerosos cargos pastorales en las parroquias de la
Iglesia de Inglaterra. Su importante obra, One World, que puede considerarse un
manifiesto de su enfoque específico sobre la ciencia y la teología, fue concebida
durante su período como párroco de San Miguel y Todos los Ángeles en
Bedminster, y escrita cuando era vicario de la parroquia de San Cosme y San
Damián en Blean, una localidad de Kent cerca de Canterbury, entre 1984 y 1986[6].
Sin embargo, muchos tenían claro que el futuro de Polkinghorne estaba en el
mundo académico. Se le invitó a dejar que se tuviera en cuenta su nombre para
varios puestos de alto nivel en Cambridge, antes de aceptar el cargo de decano de
capilla en el Trinity Hall de 1986 a 1989 y, posteriormente, de presidente del
Queens’ College de 1989 a 1996.
En muchos sentidos, el enfoque de Polkinghorne de la relación entre la ciencia
y la teología puede resumirse en una frase de uno de sus primeros libros dedicados
al tema: «La teología y la ciencia difieren mucho en la naturaleza de la materia de
su interés. Sin embargo, ambas intentan entender aspectos de cómo es el
mundo»[7]. Polkinghorne eligió el título One World para esta obra con el fin de
afirmar la unidad fundamental de la búsqueda humana de la comprensión del
mundo en el que vivimos, ya sea religiosa o científica. Tanto la ciencia como la
teología deben ser entendidas como «respuestas a las cosas tal como son»,
procediendo en esta exploración tanto por análisis lógico como por actos intuitivos
de juicio. Cada una defiende su derecho a representar la realidad mediante una
«apelación a la inteligibilidad coherente que alcanza a través de sus
percepciones»[8].
Polkinghorne se describe frecuentemente como un pensador «ascendente»,
pues sigue el procedimiento esencialmente empírico de comenzar por el mundo de
la experiencia y la observación, para moverse gradualmente hacia arriba, al ámbito
de la teoría. Aunque este procedimiento está implícito en gran parte de cuanto
escribe, resulta particularmente evidente en sus Conferencias Gifford en la
Universidad de Edimburgo, dictadas en 1993-1994 y publicadas con el subtítulo
Reflections of a Bottom-Up Thinker[9]. Al examinar los temas fundamentales de los
credos, Polkinghorne se pregunta: «¿Cuál es la prueba que nos lleva a pensar que
esto pueda ser verdad?». Este proceso de tratar el credo como afín –aunque no
idéntico– a la teoría científica le conduce a preguntar qué observaciones y
experiencias, como las que aparecen en los textos bíblicos, pueden aducirse como
apoyo de las formulaciones del credo.
Como Coulson y Torrance, Polkinghorne comenta que los pensadores
«ascendentes» como él «no están dispuestos a creer en la existencia de un método
universal, sino que en su lugar tratan de ajustar su enfoque a la naturaleza de la
realidad particular tal como es aprehendida»[10]. Este «pragmatismo
epistemológico» es, así, adaptado a la realidad, en vez de intentar definir la realidad
según un enfoque de investigación determinado.
Ahora bien, ¿qué tipo de experiencia explica e interpreta la teología? A
diferencia de Coulson, que insistía en que la experiencia humana no podía ser
preasignada a categorías específicas, como la «experiencia religiosa», Polkinghorne
está dispuesto a hablar de «la dimensión religiosa de la experiencia personal»[11] y
define la teología como «la investigación especializada de tipos particulares de
experiencia y percepciones que catalogamos como religiosos»[12].
En lo que sigue trataremos algunos de los elementos esenciales del concepto
que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología.
La racionalidad de la fe
Podemos ver aquí una clara conexión entre los compromisos científico y
teológico de Polkinghorne. Su adhesión a la ortodoxia trinitaria clásica no implica
que esté a favor de una concepción estática de la teología; antes bien, Polkinghorne
piensa que la tradición teológica debe ser fluida o dinámica, modelada por las
experiencias y las reflexiones continuadas de la comunidad de fe –noción designada
a menudo como «tradición viva»–. Polkinghorne veía un claro paralelismo entre su
concepto de la teología y los métodos de investigación científica, puesto que los
científicos están obligados a hacer juicios implícitos a medida que abordan
personalmente los objetos de investigación en una comunidad que busca la verdad,
siempre tratando de agrandar y ampliar su visión de la realidad, en diálogo con el
pasado[65]. Tanto la ciencia como la teología trabajan con el supuesto de que
quienes se dedican a ellas están dispuestos a que sus «hábitos de pensamiento
cotidianos sean revisados y ampliados bajo la influencia de la realidad
encontrada»[66].
La idea que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología
proporciona así una base para una interacción y un diálogo positivos. Aunque
ambas se queden cortas con respecto a este ideal, sus relaciones recíprocas pueden
ser de amistad en busca de la verdad en vez de un enfrentamiento constante. A
veces cita al teólogo jesuita canadiense Bernard Lonergan para realizar esta
conexión entre ciencia y fe: «Dios es la explicación totalmente suficiente, el
arrebatamiento eterno vislumbrado en cada grito arquimediano de “eureka”»[67].
Para Polkinghorne, la búsqueda del conocimiento, que tan natural es para un
científico, es a fin de cuentas la búsqueda de Dios. Y al final, esta es quizá la mayor
razón por la que deberían conversar entre sí la ciencia y la religión.
En este capítulo solo he comentado algunos aspectos de las reflexiones mucho
más amplias de Polkinghorne sobre la relación entre ciencia y teología. No he
tenido espacio para analizar sus opiniones sobre la acción divina, la kénosis o la
escatología, por señalar tres de sus preocupaciones teológicas. Como Coulson y
Torrance, Polkinghorne es un especialista en este campo que puede ser un recurso
y un estímulo para nuestro pensamiento, sobre todo para estudiar la función de la
teoría en la ciencia y la teología, a la que volveremos ahora en la primera de una
serie de conversaciones paralelas.
[1] Deben consultarse las opiniones de Polkinghorne sobre sus diferencias con estos dos autores.
Véase John POLKINGHORNE, Scientists as Theologians: A Comparison of the Writings of Ian
Barbour, Arthur Peacocke and John Polkinghorne, SPCK, London 1996.
[2] POLKINGHORNE, Scientists as Theologians, 85. Polkinghorne sostiene que Peacocke tuvo más
éxito en el intento de mantener la integridad de la teología, haciendo constar a la vez su propio
desacuerdo con algunos aspectos de su teología.
[3] John POLKINGHORNE, The Way the World Is: The Christian Perspective of a Scientist, Triangle,
London 1983, 2.
[4] Sobre la vida profesional de Polkinghorne, véase Dean NELSON y Karl GIBERSON, Quantum
Leap: How John Polkinghorne Found God in Science and Religion, Monarch Books, Oxford
2011. La autobiografía de Polkinghorne se encuentra en From Physicist to Priest: An
Autobiograph, SPCK, London 2007.
[5] POLKINGHORNE, From Physicist to Priest, 110.
[6] Sobre lo que cuenta el mismo Polkinghorne respecto a este período, véase POLKINGHORNE, From
Physicist to Priest, 101-110.
[7] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Faith and Science, SPCK, London 1986,
36. Los mejores resúmenes de los enfoques de Polkinghorne hasta la fecha se encuentran en
alemán. Véase Bernd IRLENBORN, «Konsonanz von Theologie und Naturwissenschaft?:
Fundamentaltheologische Bemerkungen zum interdisziplinären Ansatz von John
Polkinghorne»: Trierer Theologische Zeitung 113 (2004), 98-117; Johannes Maria STENKE, John
Polkinghorne: Konzonanz von Naturwissenschaft und Theologie, Vandenhoeck & Ruprecht,
Göttingen 2006. Para una colección un tanto mezclada de estudios en inglés, véase Fraser N.
WATTS y Christopher C. KNIGHT (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John
Polkinghorne, Ashgate, Farnham 2012.
[8] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988,
xii.
[9] El título principal de la edición británica es Science and Christian Belief; la edición
norteamericana se titula The Faith of a Physicist.
[10] John POLKINGHORNE y Michael WELKER, Faith in the Living God: A Dialogue, Fortress Press,
Minneapolis 2001, 135.
[11] John POLKINGHORNE, Faith, Science, and Understanding, Yale University Press, New Haven
2000, 1.
[12] John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief: Theological Reflections of a Bottom-up
Thinker, SPCK, London 1994, 46.
[13] POLKINGHORNE, The Way the World Is, 2.
[14] Nótense especialmente sus comentarios críticos en POLKINGHORNE, Science and Creation, 13:
«The God of the Gaps is dead… No Theologian need weep».
[15] John POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology: An Unexpected Kinship, SPCK, London
2007, 110. Dicha afirmación constituye la cumbre de la argumentación en toda esa obra.
[16] Véase especialmente John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a Trinitarian
Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49.
[17] John POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, Yale University Press, New Haven
2009, 95.
[18] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx.
[19] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 37.
[20] POLKINGHORNE, Science and Creation, 20-21.
[21] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Bonanza, New York 1954, 292.
[22] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx.
[23] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123-148.
[24] POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology, 15.
[25] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123. Hay aquí claros ecos del enfoque
«katafísico» de Thomas F. Torrance sobre la teología: véase la reflexión en pp. 82-83.
Polkinghorne se refiere a menudo a Torrance en sus primeros trabajos, como Science and
Creation, aunque con menos frecuencia en sus trabajos posteriores.
[26] Este principio general se enuncia en muchos de los escritos de Polkinghorne, como Theology
in the Context of Science y Quantum Physics and Theology.
[27] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 125-126.
[28] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126.
[29] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126.
[30] POLKINGHORNE, One World, 35.
[31] POLKINGHORNE, One World, 35.
[32] Para un buen estudio, véase Russell Re MANNING, «On Revising Natural Theology: John
Polkinghorne and the False Modesty of Liberal Theology», en Fraser N. Watts y Christopher C.
Knight (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John Polkinghorne, Ashgate,
Farnham 2012, 197-215.
William P. ALSTON, Perceiving God: The Epistemology of Religious Experience, Cornell
[33] University Press, Ithaca 1991, 289.
[34] George Hayward JOYCE, Principles of Natural Theology, Longmans, Green & Co., London 1922,
1.
[35] Véase especialmente Alister E. MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of a Christian
Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016, 11-25.
[36] Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in Early
Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Shuster (eds.), The Science of Nature in
the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-83.
[37] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin
Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103.
[38] James RURAK, «Butler’s Analogy: A Still Interesting Synthesis of Reason and Revelation»:
Anglican Theological Review 2 (1980), 365-381.
[39] Por ejemplo, John POLKINGHORNE, Reason and Reality: The Relationship between Science and
Theology, SPCK, London 1991, 74-84; «Where Is Natural Theology Today?»: Science and
Christian Belief 2 (2006), 169-179; Science and Creation, 1-16.
[40] John POLKINGHORNE, «The New Natural Theology»: Studies in World Christianity 1 (1995), 41-
50.
[41] POLKINGHORNE, «The New Natural Theology», 42, cursiva en el original.
[42] Ibid., 43.
[43] Ibidem.
[44] Ibid., 44.
[45] Ibidem.
[46] Ibid., 50.
[47] Ian G. BARBOUR, Issues in Science and Religion, Prentice-Hall, Englewood Cliffs 1966.
[48] Para su contribución más reciente, véase Ian G. BARBOUR, Religion and Science: Historical and
Contemporary Issues, HarperSanFrancisco, San Francisco 1997 [trad. esp.: Religión y ciencia,
Trotta, Madrid 2004]. Polkinghorne señala que muchos de los temas planteados por Barbour
fueron ya estudiados desde una perspectiva tomista en E. L. MASCALL, Christian Theology and
Natural Science, Longman, London 1956.
[49] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22.
[50] Sobre los problemas, véase Geoffrey CANTOR y Chris KENNY, «Barbour’s Fourfold Way:
Problems with His Taxonomy of Science-Religion Relationships»: Zygon 4 (2001), 765-781. Se
han propuesto modelos alternativos, aunque debo confesar que tengo dudas sobre su utilidad:
véase, por ejemplo, Niels Henrik GREGERSEN y J. Wentzel VAN HUYSSTEEN (eds.), Rethinking
Theology and Science: Six Models for the Current Dialogue, Eerdmans, Grand Rapids 1998.
[51] Para un enfoque mucho más confiable, véase Peter HARRISON, The Territories of Science and
Religion, University of Chicago Press, Chicago 2015.
Aunque hace alusión a este tema en sus primeras obras, el estudio más importante se encuentra
[52] en John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale
University Press, New Haven 2004.
[53] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 1-32.
[54] Ibid., 10.
[55] Ibidem.
[56] Ibid., 15.
[57] Véase Paul DAVIES, God and the New Physics, Dent, London 1983; The Mind of God: Science
and the Search for Ultimate Meaning, Penguin, London 1992 [trad. esp.: La mente de Dios,
McGraw Hill, Aravaca 1993].
[58] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 16.
[59] Arthur PEACOCKE, «Science and the Future of Theology: Critical Issues»: Zygon 1 (2000), 119-
140.
[60] Ibid., 129-130.
[61] Por ejemplo, el análisis que hace Peacocke de los milagros en este artículo es decepcionante y
superfluo. Es filosóficamente flojo y no aborda realmente las obvias dificultades afrontadas por
el enfoque de David Hume. Una reacción mucho más crítica al artículo de Peacocke puede
verse en Vítor WESTHELLE, «Theological Shamelessness?: A Response to Arthur Peacocke and
David A. Pailin»: Zygon 1 (2000), 165-172.
[62] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26.
[63] Ibidem.
[64] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26, basándose en una declaración de su postura hecha
en sus Conferencias Gifford de 1994.
[65] Nótese aquí la importancia de la interpretación que hace Polkinghorne del método científico
de Michael Polanyi: véase POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 58.
[66] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 141.
[67] POLKINGHORNE, Science and Creation, 43, cita de la obra fundamental de Lonergan Insight.
TERCERA PARTE
Teología y ciencia:
conversaciones paralelas
Introducción
[1] Sobre la historia de esta absurda idea, véase Jeffrey Burton RUSSELL, Inventing the Flat Earth:
Columbus and Modern Historians, Praeger, New York 1991, y Christine GARWOOD, Flat Earth:
The History of an Infamous Idea, Macmillan, London 2007.
[2] Véanse especialmente Peter HARRISON, The Territories of Science and Religion, University of
Chicago Press, Chicago 2015, y Ronald L. NUMBERS (ed.), Galileo Goes to Jail and Other Myths
About Science and Religion, Harvard University Press, Cambridge 2009 [trad. esp.: Galileo fue
a la cárcel: Y otros mitos acerca de la ciencia y la religión, Intervención Cultural, Barcelona
2010].
[3] Esta cuestión se entendió claramente a finales de los 80; véanse, por ejemplo, Frank Miller
TURNER, «The Victorian Conflict between Science and Religion: A Professional Dimension»:
Isis 3 (1978), 356-376, y Colin A. RUSSELL, «The Conflict Metaphor and Its Social Origins»:
Science and Christian Faith 1 (1989), 3-26.
[4] Presento esto más detalladamente en Alister E. MCGRATH, Inventing the Universe: Why we
can’t stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
5
Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad
Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana nacen, al menos en parte, de
un sentimiento de admiración por el mundo que nos rodea y anhelan
comprenderlo más profundamente[1]. Ambas tratan de dar sentido a nuestra
experiencia del mundo desarrollando marcos teóricos que nos permiten verlo con
nuevos detalles y en profundidad, a menudo ampliando o corrigiendo las ideas de
sentido común que tenemos sobre el mundo o sobre Dios. La palabra teoría deriva
del griego theōría, que significa «modo de ver» o «acto de contemplación». Tanto
las teorías científicas como las doctrinas teológicas pueden considerarse como
invitaciones a ver las cosas de cierto modo o a imaginar el mundo de cierta manera;
una manera que se cree garantizada y verdadera y cuya veracidad tiene que
medirse, en parte, por el grado de inteligibilidad y coherencia que nos permite
percibir en el mundo.
Esencialmente, una teoría es un gran cuadro de la realidad. Nos ofrece un modo
de ver las cosas que entreteje una serie de elementos («hipótesis»). Crea una red de
asociaciones entre lo que experimentamos y observamos, de modo que parecen
encajar juntos como parte de un todo mayor. Una teoría apela a nuestra
imaginación, invitándola a visualizar las cosas de cierto modo y a ver cómo esta red
de significados coaliga y coordina con éxito nuestra experiencia del mundo,
permitiendo que cada observación individual sea vista como parte de un cuadro
más grande.
Cuando era joven veía el mundo a través de una lente atea. Después de vivir en
esa visión del mundo durante un tiempo, empecé a darme cuenta de sus
insuficiencias y descubrí una alternativa profundamente satisfactoria en el
cristianismo, que me dio una nueva lente que parecía disponer las cosas con un
enfoque más nítido que el ateísmo. ¿Qué estaba ocurriendo? Serán útiles algunas
reflexiones al respecto.
Arrepentimiento: la metánoia y la transformación de la mentalidad
Un buen punto de partida se encuentra en las palabras con las que inicia Jesús su
ministerio en Galilea: «El Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena
Noticia» (Mc 1,15). Nos hemos habituado tanto a la idea de «arrepentimiento» que a
menudo no observamos detenidamente el significado del término griego que se
traduce así. En realidad, el término griego metánoia significa «cambio radical de
mentalidad» o «reorientación intelectual fundamental», en los que nos apartamos
de antiguos hábitos de pensamiento y acción y aceptamos un nuevo modo de
pensar y vivir[2]. Cristo pide a quien le oye que reoriente radicalmente su mente y
su corazón. Ciertamente, el arrepentimiento forma parte de la transformación, pero
esta implica algo más. El arrepentimiento no significa principalmente un
«sentimiento de pesar», sino renunciar a modos de pensar «que no son lo bastante
amplios para el misterio de Dios»[3] y abandonarlos.
Metánoia es una palabra que tiene mucho significado para mí, pues condensa lo
que experimenté al descubrir el cristianismo mientras estudiaba en la Universidad
de Oxford. Durante varios años había sido ateo, totalmente convencido de que las
ciencias naturales exigían un modo ateo de ver el mundo. Por razones que he
descrito en otra parte[4], comencé a percatarme de que se trataba de un grave error
de juicio. Por una parte, reconocí la radical subdeterminación de las evidencias del
ateísmo; por otra, empecé a entender algo de la capacidad explicativa del
cristianismo. Finalmente, llegó el momento en el que supe que tenía que tomar una
decisión, formalizando una consciencia cada vez mayor por mi parte de que me
había equivocado.
En cierto sentido, lo que experimenté era una conversión: un momento de
decisión en el que di la espalda a una fe para aceptar otra (recordemos que ni el
ateísmo ni el cristianismo pueden demostrar sus presupuestos fundamentales con
una fuerza absolutamente convincente, así que ambos deben ser considerados una
fe). Ahora veo que el mejor modo de describir lo sucedido sería recurrir a la
doctrina de la gracia preveniente[5]. No obstante, por entonces lo concebí como el
abandono de una mentalidad para entrar en otra, que se convertiría entonces en mi
hogar. Me parecía que el concepto de metánoia describía perfectamente esta
transición. Era un momento crítico, un momento de transición en el que
abandonaba mi antigua forma de ver el mundo y me sumergía en otra.
Experimenté un cambio de mente y de corazón, dejé mis antiguos hábitos de
pensamiento y acción y acepté un nuevo modo de pensar y vivir[6]. Algo muy
parecido se describe en el consejo que da Pablo a los creyentes cuando les dice que
«no se amolden a este mundo» sino que «se transformen por la renovación de la
mente» (Rom 12,2).
Ahora bien, algunos lectores sospecharán de las teorías, prefiriendo el enfoque
más cauto de mantenerse al nivel de lo que puede observarse. Esta posición es
totalmente comprensible. No obstante, la paradoja del empirismo es la siguiente:
tenemos que comenzar nuestras reflexiones con los datos de la experiencia, pero, a
la hora de dar sentido a estos datos, tenemos que plantear cosas que rebasan nuestra
experiencia, como la gravedad, la materia oscura, etc. ¿Por qué? Porque las teorías
que desarrollamos para ayudarnos a dar sentido al mundo nos muestran a menudo
que necesitamos hipotetizar entidades ocultas o no observables para que las cosas
que podemos ver encajen de forma coherente. Dicho de forma más sencilla: a veces
necesitamos inferir la existencia de cosas que no podemos ver para que nos ayuden
a explicar lo que podemos ver.
Una teoría, por tanto, no es solo un modo de ver cosas que ya son visibles; nos
da la capacidad de rebasar el ámbito de lo que podemos ver y tocar, y explorar así
los mundos no observados. Como comentó una vez el físico teórico norteamericano
Richard Feynman (1918-1988), la imaginación científica se encuentra «estirada al
máximo; no, como en la ciencia ficción, para imaginar cosas que no están realmente
ahí, sino solo para comprender las que sí están ahí»[7]. (De ahí la gran importancia
que los modelos visuales tienen para la ciencia y la teología, tema sobre el que
volveremos más adelante). El comentario de Feynman nos conduce lógicamente a
reflexionar sobre la función de la imaginación y la razón tanto en ciencia como en
teología.
La teoría es un modo de ver nuestro mundo extraño y complejo. Ahora bien, todo
acto de visión intelectual involucra a nuestra imaginación, no solo a nuestra razón.
El filósofo Alfred North Whitehead (1861-1947) era crítico frente a una «razón
tuerta, deficiente en su visión de la profundidad»[8]. Para él, este tipo de explicación
racionalista superficial de la realidad no hacía realmente justicia a la riqueza del
universo. Tanto la teología como las ciencias naturales son presentadas a menudo
como si fueran fríamente racionales, resultados de un riguroso análisis lógico del
que queda excluida la imaginación[9]. Sin embargo, las dos, entendidas
correctamente, dependen en parte de la imaginación humana para tener éxito y
atracción. Trataremos esto más detalladamente a continuación.
En su conferencia «Is the Scientific Paper a Fraud?» [¿Es un fraude el artículo
científico?], el nobel Peter Medawar puso de relieve lo que consideraba que era uno
de los aspectos más preocupantes de la presentación pública del método científico:
el no reconocer la función esencial que tiene la imaginación en la investigación de
la realidad. La mayoría de los artículos científicos, comentaba Medawar, daban la
errónea impresión de que los descubrimientos científicos surgen solamente de la
observación inductiva, y no explicaban que la interpretación de las observaciones
requiere un acto de imaginación, que conduce a formular las hipótesis que
posteriormente son verificadas por los experimentos. Para Medawar, a los
científicos les motiva una «insatisfacción, cierta inquietud mental» que les impulsa
a idear teorías para «explicar los extraños sucesos de nuestro mundo». La
imaginación científicamente formada es de importancia capital en este proceso de
explicación.
«Todos los progresos del saber científico, en todos los aspectos, comienzan con
lo que es esencialmente una aventura especulativa, una preconcepción
imaginativa de lo que podría ser cierto en referencia al mundo; una
preconcepción que siempre, y necesariamente, va un poco más allá (o mucho
más allá) de cualquier cosa en la que tengamos autoridad lógica o fáctica para
creer. Es la invención de un mundo posible, o de una pequeña fracción de ese
mundo. La conjetura es entonces expuesta a crítica para averiguar si ese mundo
imaginado se parece o no al mundo real. El razonamiento científico es, por lo
tanto, en todos los aspectos una interacción entre dos episodios de pensamiento;
un diálogo entre dos voces, la imaginativa y la crítica»[10].
Toda verdad científica comienza así su vida como una corazonada imaginativa
de cuál podría ser esa verdad, seguida por un proceso de examen crítico para
averiguar si tal es realmente el caso.
La importancia de unir la razón y la imaginación teológica puede verse al
estudiar la transición gradual de C. S. Lewis del ateísmo al cristianismo, en la que el
grave déficit de imaginación del ateísmo tuvo una función esencial. Lewis comenzó
a advertir que el ateísmo no satisfacía –ni podía satisfacer– los anhelos más
profundos de su corazón, ni su intuición de que la vida era algo más de lo que se
veía en la superficie. En su autobiografía escribió sobre la tensión que experimentó
de joven entre su razón y su imaginación, que parecían empujarle en direcciones
diferentes.
«Por un lado, un mar de muchas islas de poesía y mitos; por otro, un
racionalismo simplista y superficial. Casi todo lo que me gustaba, creía que era
imaginario; casi todo lo que creía que era real me resultaba sombrío e
insignificante»[11].
Detrás del redescubrimiento del cristianismo por Lewis se encuentran una serie
de factores[12]. Subyacente en su recuperación de la fe estaba lo que podríamos
llamar una «corazonada imaginativa», la sensación de que echaba de menos algo
que le ayudara a dar sentido al mundo y a su vida. Es evidente que Lewis atribuyó
una importancia particular a la capacidad del cristianismo de dar un sentido
imaginativo y racional al mundo, ofreciéndole una explicación coherente de los
patrones de la historia, la experiencia subjetiva de los individuos y los éxitos de las
ciencias naturales. Descubrió una visión mejorada de la racionalidad en la que la
razón y la imaginación trabajaban conjuntamente para sacar a la luz y representar
una visión enriquecida de la realidad, incluidas las esenciales cuestiones no
empíricas del sentido y la finalidad[13].
Para defender su juicio, Beveridge recopiló una lista de avances científicos que
él creía que eran principalmente resultado de un acto de imaginación: una
capacidad para ver la realidad de un modo nuevo, en el que de repente se advertía
que lo que hasta entonces había estado desconectado y sin relación formaba parte
del mismo cuadro interconectado de la realidad. Albert Einstein hizo un
comentario similar al hacer hincapié en la importancia que para la ciencia tiene la
intuición:
«La tarea suprema del físico es descubrir las leyes elementales más generales de
las que puede deducirse lógicamente el cuadro del mundo. Pero no existe un
camino lógico para descubrir estas leyes elementales. Solo existe el camino de la
intuición, a la que ayuda un sentimiento del orden que se encuentra detrás de la
apariencia, y esto se desarrolla por experiencia»[17].
C. S. Lewis piensa de forma semejante y dice que las palabras o los conceptos
teológicos son incapaces de aprehender o comunicar las verdades más profundas,
que son mejor captadas y sostenidas por la imaginación[20]. Para Lewis, las
doctrinas del credo eran secundarias con respecto a la verdad mayor que contenían,
una verdad que era principalmente aprehendida por la imaginación.
La teología cristiana nos invita a reimaginar el mundo y nos proporciona un
marco que hace posible que eso se produzca. Aunque esta idea es desarrollada por
numerosos autores cristianos, es expresada particularmente bien por el poeta
George Herbert (1593-1633). La visión que tiene Herbert de la función de la
teología se encuentra en el poema The Elixir [El elixir], que comienza con los
versos
«Enséñame, mi Dios y Rey,
en todo a verte a ti»[21].
Por norma general, los teólogos no hablan de «teorías», aunque hay algunos
ejemplos específicos en los que este término se usa en los debates teológicos, como,
por ejemplo, «las teorías de la expiación» o «las teorías de la presencia real»[24]. No
obstante, existe claramente un equivalente teológico a las teorías científicas. La
teología usa con frecuencia el término doctrina en el sentido de una interpretación
conceptual de una cuestión religiosa –como, por ejemplo, la identidad de
Jesucristo– que ha sido aceptada en la comunidad de fe. No es tan simple, por
supuesto. Charles Darwin usaba habitualmente la palabra doctrina para referirse a
lo que hoy llamaríamos «teoría»: por ejemplo, su teoría de la selección natural[25].
Aun cuando actualmente la comunidad científica y la religiosa usen términos
diferentes para referirse a su modo de ver las cosas, las dos hacen uso de marcos de
interpretación basados en la observación y la experiencia para dar sentido al
mundo.
He mencionado ya las «teorías de la expiación». Estas tratan de dar sentido a la
muerte de Jesucristo en la cruz y mostrarnos su significado más profundo,
especialmente en relación con la redención de la humanidad. El suceso histórico de
la crucifixión es el «fenómeno» que –usando una expresión aristotélica– debe ser
«conservado». Pero ¿cómo tenemos que interpretar ese suceso? La muerte de Cristo
está claramente abierta a interpretaciones múltiples. Pero ¿cuál es la correcta?
¿Cuál es la cristiana?
Uno de los aspectos esenciales en este contexto es que lo observado debe ser
salvaguardado; pero también necesita ser interpretado, y su significado más
profundo, explorado. El Nuevo Testamento subraya enfáticamente la realidad
histórica de la muerte de Cristo en la cruz. No obstante, la interpretación teológica
de este hecho va más mucho más lejos que la afirmación de su historicidad. La
muerte de Cristo en la cruz es historia; pero que murió en la cruz por nuestros
pecados es lo que constituye el centro de la proclamación evangélica (1 Corintios
15,1-4). La teoría cristiana se basa en la historia, pero no se limita a una mera
narración de esa historia. Las Iglesias cristianas no solo transmiten la historia de
Jesús de Nazaret, sino también la interpretación específicamente cristiana de esa
historia.
En este punto encontramos un claro paralelismo con la ciencia. La ciencia no
acumula simplemente observaciones: las interpreta, ayudándonos a entender el
cuadro general que subyace en ellas y cómo encajan en él. Una teoría intensifica
nuestra atención y nos capacita para apreciar la relevancia de algo que, de lo
contrario, nos hubiera parecido sin importancia. Muchos habían visto los pinzones
de las Galápagos antes que Darwin. Sin embargo, Darwin se dio cuenta de su
relevancia. En efecto, se convirtieron en una vía de acceso a su teoría de la
selección natural[26]. De igual modo, la crucifixión de Cristo sería un proceso
rutinario para las autoridades romanas, que no le darían importancia; exige un
marco teórico específico para extraer todo el significado de aquel evento y su
importancia capital para la vida de fe.
Los científicos verifican las teorías mediante la observación. ¿Cuál es el
equivalente teológico? Son muy numerosos los criterios que podrían usarse aquí,
pero probablemente el más importante es hasta qué punto una teoría –o doctrina–
hace justicia a la Biblia. ¿Cómo entreteje adecuadamente una teoría los varios
elementos bíblicos permitiendo que se vean como aspectos integrales de un todo
más grande?
Esta es una cuestión importante, pues los pasajes bíblicos individuales pueden
centrarse en un aspecto particular de un tema teológico en lugar de proporcionar
una explicación exhaustiva del punto en cuestión. Necesitamos alguna forma de
integrar los temas bíblicos para que sean exhaustivamente incluidos en la teoría y
se muestre que forman parte de un todo coherente. El cometido de la teología
consiste en desarrollar un marco teórico que entreteja los temas bíblicos
fundamentales para que estos sean a la vez salvaguardados e integrados. Más
adelante examinaremos dos teorías teológicas –las «dos naturalezas» de Jesucristo y
la doctrina de la Trinidad– y analizaremos por qué son tan importantes y cómo
podemos darles sentido. Pero primero necesitamos pensar en las situaciones en la
ciencia y la teología en las que las cosas no parecen encajar adecuadamente: la
cuestión de las anomalías.
Todo intento de dar sentido a todo falla en algún punto, principalmente por
nuestra limitada capacidad humana para entender totalmente la complejidad de la
realidad y ver cómo está interconectado todo y se mantiene unido. Como expresan
las antiguas traducciones de una frase célebre de las cartas de san Pablo, «vemos a
través de un espejo, oscuramente» (1 Corintios 13,12). No podemos asimilar las
cosas por completo, y nos encontramos abrumados por la complejidad de nuestra
experiencia del mundo. La teología cristiana nos asegura que hay un panorama
general que da sentido a este complicado paisaje. Sin embargo, también
proporciona una comprensión de la naturaleza humana que nos hace darnos cuenta
de los límites puestos a nuestras capacidades epistémicas. Esta es una de las razones
por las que sospechamos con razón de las teorías demasiado claras que parecen
ofrecer explicaciones ingeniosas y sencillas de los grandes misterios de la vida.
Lo anterior solo pone en contexto nuestro estudio. No nos exime de reflexionar
sobre cómo encaja el sufrimiento en la concepción cristiana de la realidad.
Comencemos con una pregunta que a menudo se pasa por alto en los estudios sobre
este tema. ¿Por qué encontramos problemática la presencia del sufrimiento en el
mundo? Para Richard Dawkins, por ejemplo, no constituye un tema de especial
preocupación; el sufrimiento es algo que cabe esperar en un mundo darwiniano y
tenemos que habituarnos a él: «El universo que observamos tenía precisamente las
propiedades que cabría esperar si no hubiera, en el fondo, ningún diseño, ningún
propósito, ningún mal y ningún bien, nada más que una ciega indiferencia
despiadada»[31]. Si la versión metafísicamente ampliada del darwinismo de Dawkins
se toma como una teoría de la vida, el sufrimiento debe esperarse como algo natural
y no debe verse como un problema intelectual, por muy angustioso que pueda ser a
nivel personal.
Sin embargo, el cuadro general del cristianismo nos permite comprender por
qué desde el principio vemos un problema en el sufrimiento. ¿De dónde sacamos
nuestra intuición fundamental de que no es así como deben ser las cosas? Nuestro
profundo sentido de que este mundo no es lo que debería ser está enraizado en la
visión teológica de una creación buena que ha ido mal y que algún día será
restaurada –idea clásicamente expresada en la noción de la «economía de la
salvación» desarrollada por Ireneo de Lyon y otros autores[32]–. El mundo está
dañado y roto, y necesita reparación y restauración.
Necesitamos ofrecer una explicación de cómo hemos llegado a tener el criterio
por el que juzgamos perturbadora la idea del sufrimiento. C. S. Lewis, que de joven
era ateo, comentaba que por entonces le resultaba obvio que el dolor y el
sufrimiento mostraban que Dios no existía o que era fútil. No obstante, al
reflexionar más tarde sobre esta posición, comenzó a darse cuenta de que su
ateísmo se apoyaba en ciertos supuestos suyos que necesitaban claramente
evaluarse y desafiarse.
«Mi argumento contra Dios era que el universo parecía muy cruel e injusto.
Pero ¿cómo tenía esta idea de lo justo y lo injusto? Nadie llama torcida a una
línea a menos que tenga cierta idea de una línea recta. ¿Con qué comparaba el
universo cuando lo llamaba injusto?»[33].
Lo que Lewis dice es que quien considere que este mundo es defectuoso o
«injusto» tiene que basar este juicio en un supuesto de cómo debería ser. Pero ¿de
dónde procede esta idea? Para Lewis, el cristianismo nos lleva a ver defectuoso este
mundo porque lo juzgamos de acuerdo con un criterio más alto. Lo bueno siempre
parece inadecuado cuando lo vemos a la luz de lo mejor. De no existir la esperanza
de una nueva Jerusalén, este mundo sería lo mejor. Sin embargo, debido a la visión
cristiana de una creación renovada, vemos el mundo presente a la luz de esta
esperanza futura, y, en consecuencia, lo juzgamos deficiente o problemático.
Este tema de los límites del entendimiento humano y de la capacidad de
penetración intelectual es común en la literatura sapiencial del Antiguo
Testamento[34]. El libro de Job es de particular interés porque se centra en el lugar
del sufrimiento en el mundo como experimento para descubrir los límites del
razonamiento humano. Los «consoladores» bienintencionados le ofrecen a Job sus
propias teorías sobre el sufrimiento, pero ninguna de ellas resulta ser intelectual o
existencialmente adecuada. Al hablarle «desde el torbellino», Dios invita a Job a ver
el gran cuadro, una visión que trasciende cualquier cosa que Job haya podido ver
desde su perspectiva limitada. Es como si se descorriera una cortina permitiendo a
Job hacerse una idea de las profundidades insondables que hay más allá de lo poco
que conocía y experimentaba. En algún lugar había un panorama más amplio –
imposible de comprender plena y adecuadamente para los seres humanos– que
respondía al enigma del sufrimiento. No es tanto que Job discierna la respuesta a
este enigma como que esté seguro de que hay una respuesta, aunque no se vea ni se
entienda completamente.
Conclusión
[1] Victor F. WEISSKOPF, Knowledge and Wonder: The Natural World as Man Knows It, MIT
Press, Cambridge 19792.
[2] Véase Mark J. BODA y Gordon T. SMITH (eds.), Repentance in Christian Theology, Liturgical
Press, Collegeville 2006.
[3] Kathleen NORRIS, Dakota: A Spiritual Geography, Houghton Mifflin, New York 2001, 197.
[4] Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith
and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
[5] Tanto C. S. Lewis (en Surprised by Joy [trad. esp.: Cautivado por la alegría]) como Agustín de
Hipona (en sus Confesiones) describen este proceso de advertir, retrospectivamente, la
influencia de la gracia divina en sus caminos espirituales. Para una reflexión sobre estos dos
escritores con respecto a esta cuestión, véase Alister E. MCGRATH, «The Enigma of
Autobiography: Critical Reflections on Surprised by Joy», en The Intellectual World of C. S.
Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 7-30.
[6] Véase la colección de importantes artículos de BODA y SMITH, Repentance in Christian
Theology.
[7] Richard FEYNMAN, The Character of Physical Law, MIT Press, Boston 1988, 127-128.
[8] Alfred North WHITEHEAD, Science and the Modern World, Free Press, New York 1967, 59.
[9] Por ejemplo, véase Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the
Appetite for Wonder, Penguin, London 1998 [trad. esp.: Destejiendo el arco iris: Ciencia,
ilusión y el deseo de asombro, Metatemas, Barcelona 2000].
[10] Peter MEDAWAR, «Is the Scientific Paper a Fraud?»: The Listener, 12 de septiembre de 1963.
Para una excelente explicación de la llamada de Medawar a la imaginación, véase Neil CALVER,
«Sir Peter Medawar: Science, Creativity and the Popularization of Karl Popper»: Notes and
Records of the Royal Society 4 (2013), 301-314.
[11] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 197 [trad. esp.: Cautivado por la
alegría, Encuentro, Madrid 2016].
[12] Para un estudio sobre la fecha y la naturaleza de esta conversión, véase Alister E. MCGRATH, C.
S. Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013,
135-151.
[13] Alister E. MCGRATH, «An Enhanced Vision of Rationality: C. S. Lewis on the Reasonableness of
Christian Faith»: Theology 6 (2013), 410-417.
[14] Véase por ejemplo Robin DOWNIE, «Science and the Imagination in the Age of Reason»:
Medical Humanities 2 (2001), 58-63; Amos FUNKENSTEIN, Theology and the Scientific
Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century, Princeton University Press,
Princeton 1986.
[15] W. I. B. BEVERIDGE, The Art of Scientific Investigation, Norton, New York 1957.
[16] Ibid., 83, cita del filósofo F. C. S. Schiller (1864-1937).
[17] Albert EINSTEIN, prefacio a Max Planck, Where is Science Going?, Norton, New York 1932, 12.
[18] Véase, por ejemplo, Garrett GREEN, Imagining God: Theology and the Religious Imagination,
Eerdmans, Grand Rapids 1998; Paul D. L. AVIS, God and the Creative Imagination: Metaphor,
Symbol, and Myth in Religion and Theology, Routledge, London 1999.
[19] DANTE, Paraíso, XXXIII, 55-56.
[20] LEWIS, Surprised by Joy, 209. Véase también Corbin Scott CARNELL, Bright Shadow of Reality:
Spiritual Longing in C. S. Lewis, Eerdmans, Grand Rapids 1999, 60-76.
[21] George HERBERT, Complete English Poems, Penguin, London 1991, 174. Sobre las imágenes
alquímicas de este poema, véase Yaakov MASCETTI, «“This Is the Famous Stone”: George
Herbert’s Poetic Alchemy in “The Elixir”», en Stanton J. Linden (ed.), Mystical Metal of Gold:
Essays on Alchemy and Renaissance Culture, AMS Press, Brooklyn 2005, 301-324.
[22] John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale
University Press, New Haven 2004, 99-100.
[23] Para un análisis más detallado, véase Alister MCGRATH, Christian Theology: An Introduction,
Wiley-Blackwell, Oxford 20166.
[24] Por ejemplo, véase Charles TALIAFERRO, «A Narnian Theory of the Atonement»: Scottish
Journal of Theology 1 (1988), 75-92.
[25] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin, 3 vols., John Murray, London 1887,
vol. 2, 155.
[26] Véase un comentario en Frank J. SULLOWAY, «Darwin and His Finches: The Evolution of a
Legend»: Journal of the History of Biology 1 (1982), 1-53.
[27] Joseph ROUSE, «Kuhn’s Philosophy of Scientific Practice», en Thomas Nickles (ed.), Thomas
Kuhn, Cambridge University Press, Cambridge 2003, 101-121; cita en pp. 110-111.
[28] W. H. BROCK, From Protyle to Proton: William Prout and the Nature of Matter, 1785 –1985,
Adam Hilger, Bristol 1985.
[29] Como ya hemos comentado, Prout desconocía la existencia de los neutrones.
[30] Albert EINSTEIN, «Erklärung der Perihelbewegung des Merkur aus der allgemeinen
Relativitätstheorie»: Sitzungsberichte der Preußischen Akademie der Wissenschaften 47
(1915), 831-839.
[31] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 133
[trad. esp.: El río del Edén, Debate, Barcelona 2000].
[32] Jeff VOGEL, «The Haste of Sin, the Slowness of Salvation: An Interpretation of Irenaeus on the
Fall and Redemption»: Anglican Theological Review 3 (2007), 455-471.
[33] C. S. LEWIS, Mere Christianity, HarperCollins, London 2002, 38.
Véase especialmente Paul S. FIDDES, Seeing the World and Knowing God: Hebrew Wisdom and
[34]
Christian Doctrine in a Late-Modern Context, Oxford University Press, Oxford 2013. Sobre la
relevancia de este tema para la relación entre ciencia y fe, véase Tom MCLEISH, Faith and
Wisdom in Science, Oxford University Press, Oxford 2014.
6
La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad
¿Es razonable creer en Dios? ¿Qué razones pueden darse para sostener que el
cristianismo ofrece un modo fiable de ver la realidad? Son cuestiones importantes
por derecho propio, que han adquirido más relevancia recientemente debido a los
estridentes ataques contra la racionalidad de la fe realizados por los representantes
principales del nuevo ateísmo, como Richard Dawkins y Christopher Hitchens.
Estos escritores apelan a menudo a la ciencia como caso ejemplar de pensamiento
riguroso basado en pruebas, en contraposición con la fe religiosa, que no es
intelectualmente fiable y que carece de pruebas[1].
Sin embargo, en la ciencia, el criterio para distinguir si una creencia está
justificada o motivada no es si se ajusta a las preconcepciones racionales de cómo
deberían ser las cosas, sino si es eso lo que la prueba requiere. A veces, esa prueba
puede ser convincente; en otras ocasiones, puede ser ambivalente y apuntar en
varias direcciones posibles. En este capítulo analizaremos algunas de las cuestiones
que se plantean sobre la legitimidad intelectual de las creencias en la ciencia y la
teología.
Evidencia y racionalidad
Una de las razones por las que la ciencia tiene tanto éxito es que se basa en pruebas.
La primera pregunta que se hará un científico sobre cualquier teoría o hipótesis no
es si es razonable, sino si hay pruebas que la exigen. ¿Qué razones podrían aducirse
para pensar que esto es correcto? La ciencia consiste en averiguar la racionalidad
del universo, no en forzarlo a que encaje en nuestra forma de pensar. La
racionalidad del universo es algo que necesita ser investigado y descubierto
empíricamente, no inventado por filósofos de salón.
Una de las grandes barreras para el progreso científico es que las personas
tienen ideas predeterminadas sobre cómo debe ser la realidad –como en el caso de
la influyente idea de Aristóteles de que los cuerpos pesados caían más rápidamente
al suelo que los menos pesados[2]–. El primer gran enemigo de la ciencia no es la
religión, sino un racionalismo dogmático, que limita la realidad a lo que la razón
determina que es aceptable. Eso simplemente nos encierra en el muy angosto
mundo de lo que la razón puede probar. Y el universo parece tener una
racionalidad que podemos investigar, describir y representar, aun cuando a veces
parezca tener poca relación con lo que el sentido común está inclinado a creer.
Comencé a estudiar Teoría Cuántica en la Universidad de Oxford en 1971. Era
una asignatura optativa en el currículo de Química. Para expresarlo suavemente,
resultó muy desafiante. Parte de la dificultad era que la mecánica cuántica
molecular me exigía un importante esfuerzo matemático. Pero el problema
principal residía en que era muy contraintuitiva. Era como si este nivel de realidad
poseyera su propia racionalidad, que tenía poca relación con el mundo cotidiano en
el que yo vivía[3]. Pronto aprendí lo que cualquier buen científico da por sentado, a
saber, que nuestro conocimiento del mundo debe surgir de nuestro encuentro con
la realidad, no de nuestras ideas preconcebidas sobre cómo debería ser la realidad.
Tenemos que acomodar nuestro razonamiento a como es el mundo, en vez de usar
nuestro razonamiento para establecer de antemano cómo debería ser.
¿Cuál la función de la evidencia en esta perspectiva? En su influyente artículo
«The Ethics of Belief» [La ética de la creencia], el matemático inglés William K.
Clifford (1845-1879) sostenía que «creer en algo basándose en una evidencia
insuficiente es malo siempre, en cualquier lugar y para todo el mundo»[4]. Carecería
de justificación creer en algo que estuviera subdeterminado argumentativa o
evidencialmente. Me parece un argumento justo, con el que estoy de acuerdo. Pero
¿qué entiende Clifford por «evidencia insuficiente»? ¿Quién decide cuándo hay
evidencia suficiente para justificar una creencia?
Clifford parece pensar en la existencia de algún criterio natural de
admisibilidad inserto en la estructura del universo. Sin embargo, todos los criterios
que usamos para evaluar la evidencia son simplemente una convención humana,
una regla general que ha sido adoptada porque parece funcionar suficientemente
bien. Como comenta el filósofo de la ciencia Joseph Rouse, «en la ciencia no existen
unas normas de aceptabilidad racional que sean aplicables en general». Antes bien,
existe una «comprensión más o menos compartida» de ciertos procedimientos, que,
en definitiva, refleja «los juicios de una comunidad sobre lo que es creíble y fiable
en el contexto de su trabajo en curso»[5].
Es significativo que el ensayo de Clifford sea habitualmente incluido en las
compilaciones de textos que critican la religión, pero nunca en libros sobre el
método científico. No es difícil averiguar la razón. Las ideas de Clifford son
ambiciosas, pero son difíciles de aplicar al mundo real, pues no logran reflejar las
realidades de la práctica científica. Es una forma ingenua y rematadamente obsoleta
de verificacionismo, que sostiene que la ciencia prueba sus creencias por su
evidencia abrumadora. Curiosamente, dadas sus obvias deficiencias, Richard
Dawkins adopta un punto de vista similar:
«[La fe] es un estado mental que lleva a la gente a creer en algo –no importa
qué– en ausencia total de evidencia que lo apoye. Si hubiese una buena
evidencia de apoyo, la fe sería superflua, pues la evidencia nos haría creer en
ello de todos modos»[6].
Evidencia y teoría
Los cristianos creen en Dios gracias a Jesús de Nazaret[16]. Existe una conexión
tangible y observable entre Dios y el mundo, tema a menudo desarrollado como
«teología natural» y sobre el que volveremos en el capítulo 10.
Para los nuevos ateos como Richard Dawkins y Christopher Hitchens, los seres
humanos solo piensan, mientras que los creyentes piensan a la luz de sus
compromisos religiosos, manteniéndose así encerrados en una visión religiosa del
mundo que es inmune a la crítica. Ambos autores están firmemente enraizados en
las ideas esenciales de la Ilustración del siglo XVIII, que sostenía la posibilidad de
pensar sin obstáculos o influencias ocultas y veía la religión como una forma de
servidumbre intelectual. El filósofo A. C. Grayling, del movimiento del nuevo
ateísmo, sostenía que el razonamiento teológico era inaceptable para una persona
racional porque se realiza dentro de «las premisas y los parámetros» de un
sistema[23].
Se trata de un punto de vista interesante que nos da una útil perspectiva sobre
los presupuestos totalmente desfasados del nuevo ateísmo. La mayoría de nosotros,
especialmente los científicos, argumentaría que todo el pensamiento humano,
incluidas las matemáticas y la lógica, se elabora dentro de «las premisas y los
parámetros» de un sistema o de otro. La observación y la interpretación se
entrelazan en un círculo del que no se puede escapar. Lo vemos en la ciencia: una
teoría interpreta experimentos; no obstante, los experimentos confirman o
desmienten una teoría. Grayling es una evidencia magnífica de una visión ya
pasada de la racionalidad que era plausible en el siglo XVIII, pero que parece
totalmente fuera de lugar hoy día. Hemos avanzado y ahora sabemos que las cosas
no son tan simples.
Preguntemos a Grayling: ¿qué edad tiene el universo? Supongo que daría la
respuesta convencional, es decir, unos 14000 millones de años. Pero ¿cómo
sabemos esto? Si Grayling diera esta respuesta, ¿por qué se cree que es correcta?
Después de todo, no es como si alguien hubiera puesto en marcha un cronómetro
en el momento en que ocurrió el Big Bang, de modo que podamos leer
directamente la edad del universo. Más bien, observamos ciertos parámetros –tales
como las velocidades y distancias de las galaxias– que luego se interpretan dentro
de «las premisas y parámetros» de las teorías físicas contemporáneas para obtener la
edad del universo.
Los científicos ven en esto un clásico ejemplo del conflicto entre observación y
teoría. Para complicar aún más la situación, las velocidades y distancias de las
galaxias no se observan directamente, sino que se infieren a partir de «las premisas
y los parámetros» de otras teorías físicas, como la correlación entre la velocidad y el
corrimiento hacia el rojo de Doppler[24]. La explicación del conocimiento científico
que da Grayling parece estar atrapada en el siglo XVIII, cuando la gente pensaba
que las cosas eran mucho más simples.
Una explicación mucho más fiable y fundamentada de la situación se encuentra
en los escritos de John Polkinghorne, que entendió claramente el dilema en el que
nos encontramos como seres humanos y hasta qué punto podemos resolverlo:
«Experiencia e interpretación se interconectan en una circularidad sin escapatoria.
Ni siquiera la ciencia puede escapar totalmente a este dilema (la teoría interpreta
los experimentos, y estos confirman o desmienten las teorías)»[25].
La racionalidad de la fe
Hasta ahora nos hemos centrado en la racionalidad científica, notando cómo los
simples estereotipos populares del conocimiento científico son gravemente
inadecuados. Así pues, ¿en qué sentido es racional el cristianismo? La problemática
de dar sentido a la realidad está profundamente incrustada tanto en las ciencias
naturales como en la fe cristiana. En efecto, de dar mi opinión, diría que un factor
que me llevó decisivamente del ateísmo de mi juventud al cristianismo fue mi
creciente comprensión de que la fe cristiana daba mucho más sentido a cuanto veía
en mi entorno y experimentaba en mi interior que las alternativas ateas. La fe
cristiana puede, como sus equivalentes moral y político, ir más allá de lo que es
lógicamente demostrable; no obstante, es claramente susceptible de motivación
racional.
Sin embargo, la función del cristianismo es mucho más que dar sentido a las
cosas. Difícilmente podemos pasar por alto la importancia que atribuye a la
naturaleza existencialmente transformadora de la salvación, ni la rica experiencia
de belleza y asombro tan frecuentemente evocada en el culto cristiano. No
obstante, no se puede pasar por alto la capacidad intelectual de la fe, sobre todo
porque es tan importante para cualquier intento de dar sentido al mundo.
Anteriormente observamos cómo el psicólogo de Harvard William James señaló
que todos terminamos haciendo juicios basados en la fe cuando la evidencia no es
convincente. James vio que la fe religiosa encajaba en este patrón general. Para él,
esto debía ser visto como una «fe en la existencia de un orden invisible de algún
tipo en que el que pueden encontrarse y explicarse los enigmas del orden
natural»[26].
Un enfoque similar es el desarrollado por Michael Polanyi, que ofreció una de
las explicaciones más exhaustivas de las implicaciones y las consecuencias
filosóficas del método científico. Polanyi sostenía que la búsqueda del
descubrimiento por el científico estaba guiada por «la sensación de la presencia de
una realidad oculta hacia la que apuntan nuestras pistas»[27]. La idea de Polanyi se
ve corroborada en la historia de la ciencia. Ya hemos comentado la convicción que
tenía Isaac Newton de que existía un «realidad oculta» común detrás de los
movimientos de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas alrededor
del Sol. Newton llamó «gravedad» a esta realidad invisible, intangible y oculta.
Ahora bien, debemos tener claro que los aspectos racionales del cristianismo
pueden exagerarse. Como Dorothy L. Sayers, que sin duda es una de las mejores
teólogas laicas del siglo XX, yo he llegado a la convicción de que el cristianismo
ofrece «la única explicación del universo que es intelectualmente satisfactoria»[28].
Sin embargo, Sayers se preguntaba a veces si simplemente se había «enamorado de
un patrón intelectual»[29]. Mirando retrospectivamente a la exploración de mi fe,
puedo ver en mi pensamiento inicial una preocupante tendencia a su excesiva
intelectualización. Sin embargo, al crecer en ella, comencé a apreciar las
dimensiones imaginativa y estética del cristianismo, sin perder de vista la
importancia de su amplitud intelectual.
Los teólogos cristianos hablan habitualmente de la fe como una luz que ilumina
el paisaje del mundo y que puede ayudarnos a encontrar sentido a los enigmas y
dilemas de nuestra experiencia. El cristianismo ilumina el paisaje de la realidad,
permitiéndonos ver las cosas como son realmente. La filósofa francesa Simone Weil
(1909-1943) insistía en este punto usando una útil analogía:
«Si enciendo una linterna por la noche fuera de la casa, no juzgo su potencia
mirando la bombilla, sino viendo cuántos objetos puede iluminar. La
luminosidad de una fuente de luz se aprecia por la iluminación que proyecta
sobre los objetos no luminosos. El valor de un modo de vida religioso o, más en
general, espiritual se aprecia por la cantidad de luz que arroja sobre las cosas de
este mundo»[30].
[1] Amarnath AMARASINGAM, Religion and the New Atheism: A Critical Appraisal, Brill, Leiden
2010.
[2] De ahí el famoso –y probablemente legendario– experimento realizado por Galileo, que dejó
caer balas de cañón de diferentes calibres desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Todas
llegaron al suelo al mismo tiempo. Véase Robert P. CREASE, The Prism and the Pendulum: The
Ten Most Beautiful Experiments in Science, Random House, New York 2003, 21-35.
[3] Para una buena introducción a estas cuestiones, véase John C. POLKINGHORNE, Quantum
Theory: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Oxford 2002.
[4] William Kingdon CLIFFORD, The Ethics of Belief and Other Essays, Prometheus Books,
Amherst 1999, 70-96.
[5] Joseph ROUSE, Engaging Science: How to Understand Its Practices, Cornell University Press,
Ithaca 1996, 124.
[6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 330 [trad. esp.: El
gen egoísta, Salvat, Barcelona 1993, 230].
[7] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171 [trad. esp.: El
origen de las especies, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante 1999, 222]. Véanse
ejemplos de estas «dificultades» en Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y
Robert J. Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge
University Press, Cambridge 2009, 109-128.
[8] William JAMES, «The Will to Believe», en The Will to Believe and Other Essays in Popular
Philosophy, Longmans, Green, and Co., New York 1897, 1-31 [trad. esp.: La voluntad de creer
y otros ensayos de filosofía popular, introducción, traducción y notas de Ramon Vilà Vernis,
Marbot, Barcelona 2009, 33ss].
[9] La mejor explicación de este enfoque se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the Best
Explanation, Routledge, London 20042.
[10] Sami PAAVOLA, «Peircean Abduction: Instinct or Inference?»: Semiotica 153 (2005), 131-154.
[11] El texto del discurso está reproducido en August KEKULÉ, «Benzolfest Rede»: Berichte der
deutschen chemischen Gesellschaft zu Berlin 23 (1890), 1302-1311.
[12] Véase por ejemplo Peter WOIT, Not Even Wrong: The Failure of String Theory and the Search
for Unity in Physical Law, Jonathan Cape, London 2006.
[13] W. V. O. QUINE, «Two Dogmas of Empiricism», en From a Logical Point of View, Harvard
University Press, Cambridge 19512, 20-46 [trad. esp.: Desde un punto de vista lógico, Paidós,
Barcelona 2002].
[14] Mary B. HESSE, Forces and Fields: The Concept of Action at a Distance in the History of
Physics, Nelson, London 2005, 126-156.
[15] Esto es especialmente importante para John Polkinghorne: véase especialmente el análisis
detallado que hace en su primera obra The Way the World Is: The Christian Perspective of a
Scientist, Triangle, London 1983, 33-94.
[16] Encontramos un buen ejemplo en Jürgen MOLTMANN, A Broad Place: An Autobiography,
Fortress Press, Minneapolis 2008.
[17] Joe D. BURCHFIELD, Lord Kelvin and the Age of the Earth, University of Chicago Press, Chicago
1990; Cherry LEWIS, The Dating Game: One Man’s Search for the Age of the Earth, Cambridge
University Press, Cambridge 2000.
[18] Svante ARRHENIUS, Worlds in the Making: The Evolution of the Universe, Harper, New York
1908, xiv.
[19] Sobre la historia, véase Helge KRAGH, Conceptions of Cosmos: From Myths to the Accelerating
Universe, Oxford University Press, Oxford 2007.
[20] F. J. TIPLER, C. J. S. CLARKE y G. F. R. ELLIS, «Singularities and Horizons – A Review Article», en
A. Held (ed.), General Relativity and Gravitation: One Hundred Years after the Birth of Albert
Einstein, Plenum Press, New York 1980, 97-206; cita en p. 110.
[21] Carl SAGAN, «Why We Need To Understand Science»: Skeptical Inquirer 14, 3 (primavera
1990).
[22] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld, & Nicholson, London
2003, 81 [trad. esp.: El capellán del diablo, Gedisa, Barcelona 2005].
[23] A. C. GRAYLING, The God Argument, Bloomsbury, London 2013, 66.
[24] Edward HARRISON, «The Redshift-Distance and Velocity-Distance Laws»: Astrophysical Journal
1 (1993), 28-31.
[25] Sobre el contexto de este comentario, véase John POLKINGHORNE, Theology in the Context of
Science, SPCK, London 2008, 84-86.
[26] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51.
[27] Michael POLANYI, The Tacit Dimension, Doubleday, Garden City 1967, 24.
[28] Carta a L. T. Duff, 10 de mayo de 1943; Barbara REYNOLDS (ed.), The Letters of Dorothy L.
Sayers 2: 1937 to 1943, St Martin’s Press, New York 1996, 401.
[29] Carta a William Temple, arzobispo of Canterbury, 7 de septiembre de 1943, en The Letters of
Dorothy L. Sayers 2: 1937 to 1943, 429.
[30] Simone WEIL, First and Last Notebooks, Oxford University Press, London 1970, 147.
[31] Sobre algunas de estas cuestiones, véase Scott A. KLEINER, «Explanatory Coherence and
Empirical Adequacy: The Problem of Abduction, and the Justification of Evolutionary
Models»: Biology and Philosophy 4 (2003), 513-527; David H. GLASS, «Coherence Measures and
Inference to the Best Explanation»: Synthese 3 (2007), 275-296; Stathis PSILLOS, «The Fine
Structure of Inference to the Best Explanation»: Philosophy and Phenomenological Research 2
(2007), 441-448.
[32] Examino el perfil de la conversión (o «reconversión») de Lewis en Alister E. MCGRATH, C. S.
Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 135-
151.
[33] Esta afirmación se encuentra en el manuscrito conocido como «Early Prose Joy», conservado en
el Wade Center, Wheaton College, Illinois.
[34] Véase Alister E. MCGRATH, «Reason, Experience, and Imagination: Lewis’s Apologetic
Method», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 129-146.
[35] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual
World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128.
[36] G. K. CHESTERTON, «The Return of the Angels»: Daily News, 14 de marzo de 1903.
[37] Ibidem.
[38] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London
1847, vol. 2, 36.
[39] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 444. Este comentario no
aparece en las primeras ediciones de la obra.
[40] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155.
[41] Terry EAGLETON, «Lunging, Flailing, Mispunching: A Review of Richard Dawkins’ The God
Delusion»: London Review of Books, 19 de octubre de 2006.
7
Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad
compleja
La teología puede ser útilmente descrita como «un hablar sobre Dios». Es mucho
más que esto, por supuesto. A la ciencia le resulta muy difícil hacer justicia a la
experiencia humana del asombro y la belleza ante el mundo natural. El
cristianismo tiene relativamente pocas dificultades al respecto. Como indica el
novelista Salman Rushdie, «la idea de Dios» es «una fuente de nuestro enorme
asombro ante la vida y una respuesta a las grandes preguntas de la existencia»[6].
Pero ¿acaso es posible describir o estudiar a Dios usando un lenguaje humano?
Es una cuestión pertinente, ya que el lenguaje humano tiene problemas para
describir nuestras experiencias más profundas y significativas. El filósofo austriaco
Ludwig Wittgenstein resaltó esto vehementemente usando la analogía más bien
mundana del café:
«¡Describe el aroma del café! – ¿Por qué no se puede? ¿Nos faltan las palabras?
¿Y por qué nos faltan? – ¿Pero de dónde surge la idea de que una descripción
semejante debería ser posible? ¿Te ha faltado alguna vez una descripción así?
¿Has intentado describir el aroma y no lo has logrado?»[7].
Así pues, si las palabras humanas son incapaces de describir incluso algo tan
cotidiano como el aroma específico del café, ¿cómo pueden abordar algo tan
profundo como Dios? Wittgenstein tiene toda la razón en esto. Las palabras no
pueden hacer justicia ni al café ni a Dios. Son mejor que nada, pero nunca podrán
transmitir los aspectos emocional e imaginativo de Dios. El peligro que
constantemente afronta la teología es que, al reducir a Dios a un concepto
intelectual manejable, puede también reducir a Dios al nivel del mundo, perdiendo
de vista la gloria y majestad divinas. No obstante, los teólogos han encontrado hace
mucho tiempo respuestas viables para este problema. Una de ellas es usar analogías
y metáforas sacadas de nuestra experiencia del mundo que nos ayudan a hablar de
Dios. Apelan primeramente a la imaginación y secundariamente a nuestra razón
analítica. Facilitan la reducción representacional de Dios sin implicar su reducción
ontológica.
Un estudio clásico sobre el tema se encuentra en los escritos del gran teólogo
escolástico Tomás de Aquino[8]. Puesto que Dios creó el mundo, comenta Tomás, es
legítimo usar las cosas del orden creado como analogías de Dios. Al hacer esto, la
teología no reduce a Dios al nivel del objeto o del ser creado. Solamente afirma que
existe una semejanza o correspondencia entre Dios y ese ser –como un pastor o un
rey– que permite al último actuar como una señal de Dios.
Una entidad creada puede así ser como Dios sin ser idéntica a Dios. Dios puede
revelarse en imágenes e ideas relacionadas con nuestro mundo cotidiano, pero que
no reducen a Dios a este nivel. Como las analogías científicas, se rompen en algunos
puntos. Sin embargo, son modos extremadamente útiles y gráficos de pensar en
Dios que nos permiten usar el vocabulario y las imágenes de nuestro propio mundo
para describir algo que en definitiva está más allá de él. Lo más importante de todo
es que evitan reducir a Dios a una idea abriendo nuestra imaginación para recibir
una imagen –por ejemplo, Dios como pastor (Salmo 23)– que podemos saborear,
meditar y explorar en lo que el psicólogo D. W. Winnicott llamaba «el espacio
creativo del juego»[9].
Sin embargo, estas analogías teológicas hacen algo más que alojarse en nuestra
imaginación. Implican a nuestra razón y, por tanto, necesitan interpretación. ¿Qué
aspectos de la imagen se pretende transmitir? ¿Cómo sabemos cuándo se ha
abusado de una analogía? Las analogías se rompen. Llega un momento en que no
dan más de sí. Entonces, ¿cómo sabemos cuándo se rompen? La cuestión se
entiende fácilmente con la analogía clásica de Dios como «pastor» (Salmo 23), que
funciona bien si pensamos que habla del cuidado y la compasión de Dios, pero
fracasa completamente si suponemos que implica que Dios, como los otros pastores,
es un ser humano.
Para explicar esta idea podemos examinar un ejemplo del área de la teología a
menudo conocida como «teorías de la expiación»[10]. El Nuevo Testamento afirma
que Jesucristo da su vida en «rescate» por los pecadores (Marcos 10,45; 1 Timoteo
2,6). ¿Qué significa esta analogía? El uso cotidiano de la palabra rescate sugiere tres
ideas esenciales.
1. Pago. Un rescate es una suma de dinero pagada para lograr la liberación de
un individuo.
2. Alguien a quien se paga el rescate. El rescate se paga, por lo general,
directamente al captor de un individuo o indirectamente a través de algún
intermediario.
3. Liberación. Un rescate logra la libertad de una persona mantenida en
cautividad. Cuando alguien es secuestrado y se pide un rescate, el pago de
este conduce a la liberación.
El concepto de complementariedad
Hemos visto ya cómo los modelos o las analogías han ejercido una función
importante tanto en la ciencia como en la religión, y hemos comentado algunos de
los problemas que pueden surgir al usarlos. Vamos a examinar ahora una situación
particular. ¿Qué ocurre si el comportamiento de un sistema es tal que parece
necesitar más de un modelo para representarlo? En la religión se conoce bien esta
situación. Como acabamos de comentar, el Antiguo Testamento y el Nuevo usan
una amplia variedad de modelos o analogías para hablar de Dios, como «padre»,
«rey», «pastor» y «roca». Cada una de ellas representa un aspecto de la naturaleza
divina. Tomadas conjuntamente, proporcionan una representación acumulativa y
más completa de la naturaleza y el carácter divinos que consideradas aisladamente.
Pero ¿qué sucede si dos de estas analogías usadas para describir una realidad
compleja parecen ser mutuamente incompatibles? Este problema cobró una gran
importancia en la década de 1920, cuando los científicos se esforzaban por
comprender la naturaleza de la luz. Como vimos anteriormente, el gran debate del
siglo XVIII sobre si el mejor modo de comprender la luz era entenderla como una
corriente de partículas (Isaac Newton) o como una forma de movimiento
ondulatorio (Christiaan Huygens) se resolvió en 1801, cuando, como comentamos,
Thomas Young realizó un brillante experimento que demostró la refracción de la
luz. Puesto que la luz no podía ser a la vez una onda y una partícula, el
experimento pareció resolver finalmente la cuestión de la naturaleza de la luz. Sin
embargo, la luz resultó ser mucho más extraña de lo que se pensaba.
En 1905, Albert Einstein dio una brillante explicación teórica del «efecto
fotoeléctrico»[13]. Desde hacía cierto tiempo se sabía que algunos metales emitían
electrones cuando se exponían a la luz. Sin embargo, las observaciones
experimentales estaban resultando difíciles de interpretar. Las concepciones
tradicionales de la naturaleza de la luz, como las desarrolladas en el siglo XIX por
James Clerk Maxwell, parecían indicar que la energía de esos electrones debía estar
relacionada con el brillo de la luz. Pero resultó que no era este el caso. De hecho, la
energía de esos electrones estaba relacionada con la frecuencia de la luz, no con su
intensidad. Además, no se emitían electrones si la luz usada estaba por debajo de
cierta frecuencia, por muy brillante que fuera. ¿Cómo podían explicarse estas
observaciones?
Einstein argumentó que el efecto fotoeléctrico podría entenderse si se
visualizaba como una colisión entre un haz de energía entrante similar a una
partícula y un electrón que estuviera cerca de la superficie del metal. El electrón
solo podría ser expulsado del metal si los paquetes de luz entrantes –o paquetes de
energía parecidos a partículas– poseían suficiente energía para expulsar ese
electrón. Si la energía de los paquetes de luz entrantes era inferior a cierta cantidad
(la «función de trabajo» del metal en cuestión), no se emitirían electrones, por muy
intenso que fuera el bombardeo con fotones.
Era una explicación brillante, que aclaraba todas las características
desconcertantes de los experimentos. Pero no parecía plausible en absoluto. ¿Por
qué? Porque la explicación de este efecto dada por Einstein implicaba que la luz
tenía que considerarse como un fenómeno que se comportaba como partícula en
ciertas condiciones y como onda en otras. Se encontró con una intensa oposición,
sobre todo porque abandonaba la concepción clásica predominante de la total
exclusividad mutua entre ondas y partículas. La luz podía ser lo uno o lo otro, pero
no ambas cosas. Incluso quienes posteriormente verificaron el análisis de Einstein
del efecto fotoeléctrico recelaron mucho de la idea de lo que más tarde llegó a
conocerse como «fotones». El mismo Einstein tenía el cuidado de referirse a la
hipótesis cuántica de la luz como un «punto de vista heurístico», es decir, como
algo que era útil para dar sentido a las cosas sin que necesariamente fuera cierto.
Para la década de 1920 se habían acumulado más pruebas, que dejaron claro que
el comportamiento de la luz era tal que exigía ser explicada como onda en algunos
aspectos y como partícula en otros. Esto condujo al gran físico danés Niels Bohr
(1885-1962) a desarrollar su concepto de la «complementariedad». Para Bohr, se
requerían los dos modelos –ondas y partículas– para explicar el comportamiento de
la luz y la materia. Esto no significa que los electrones «sean» a la vez partículas y
ondas; significa que, independientemente de lo que sean en el fondo, su
comportamiento puede describirse según ambos modelos, el de ondas o el de
partículas[14]. Sin embargo, no era una solución satisfactoria, sino la constatación de
que se necesitaban dos puntos de vista aparentemente contradictorios para hacer
justicia a la complejidad de las propiedades de la luz.
No obstante, durante la misma década quedó claro que las cosas eran todavía
mucho más complejas. El trabajo de Louis de Broglie (1892-1987) parecía indicar
que incluso la materia se comportaba como una onda en cierto sentido. Como a
menudo se ha puesto de relieve, Joseph John Thomson (1856-1940) ganó el Premio
Nobel de Física en 1906 por demostrar que el electrón era una partícula de carga
negativa. George Paget Thomson (1892-1975), su hijo, lo obtuvo en 1937 por haber
demostrado posteriormente que el electrón era una onda, usando la técnica de la
difracción del electrón. Se necesitaba ciertamente una nueva teoría de la luz que
trascendiera los límites de los antiguos modelos de ondas y partículas. Pero se
requería algo más, a saber, un gran cuadro que acogiera las nuevas pruebas
experimentales sobre la luz y la materia, explicando en primer lugar cómo surgía la
«dualidad onda-partícula».
Finalmente, en 1928, el físico teórico Paul Dirac desarrolló su famosa «teoría
cuántica de campos», que dio una explicación coherente de cómo los modelos de
ondas y partículas ofrecían una descripción complementaria de la naturaleza de la
luz[15]. En efecto, Dirac expuso un marco teórico que explicaba por qué –y en qué
condiciones– ambas perspectivas eran válidas, al mismo tiempo que proporcionaba
un nuevo modo de ver las cosas que hacía innecesario seguir usando las antiguas
categorías de onda y partícula para referirse a la luz.
Hay evidentes paralelismos con el uso de modelos y analogías en la teología
cristiana. La ortodoxia cristiana ha mantenido siempre que Jesucristo debe ser
considerado un ser verdaderamente divino y humano[16]. La afirmación simultánea
de «dos naturalezas en un sujeto» es análoga al punto de vista de Bohr sobre la
complementariedad de los modelos de ondas y partículas de la luz y la materia.
Examinemos este punto más detalladamente.
El desarrollo de la cristología durante el período crucialmente importante de los
años 100-451 muestra una preocupación por permitir que la compleja amalgama de
experiencias religiosas y testimonios históricos sobre Jesucristo determinara su
propia interpretación, en lugar de imponerle categorías ajenas[17]. El modelo de
Jesús como figura puramente humana (la herejía ebionita) o el modelo según el cual
era una figura puramente divina (la herejía doceta) resultaron ser totalmente
inadecuados[18]. Tanto la representación de Jesús en el Nuevo Testamento como la
manera en que la Iglesia cristiana lo incorporó a su vida de oración y de culto
exigían una concepción de su identidad y significado más compleja que la que
podían ofrecer esos modelos más simples. Se halló que cada uno por sí mismo
reducía el significado de Cristo y, por tanto, lo distorsionaba.
También se encontró insatisfactoria la posibilidad de un tercer modelo. Los
Padres de la Iglesia rechazaron todo intento de explicar la identidad y el significado
de Jesús desde un punto de vista que implicara un concepto mediador o híbrido
entre divinidad y humanidad. Para hacer justicia a la evidencia bíblica y
experiencial, Jesús tenía que ser descrito según los dos modelos.
Los Padres de la Iglesia, como Atanasio, sostenían que el testimonio bíblico
sobre Jesús y la experiencia cristiana exigían conceptualizarlo como ser divino y
humano[19]. Arrio sostenía que Jesucristo era un ser humano, sin estatus divino.
Atanasio afirmaba que solo Dios puede salvar a la humanidad. Si Jesucristo fuera
solamente un ser humano, por muy maravilloso que fuera, compartiría la necesidad
humana de ser redimido. Ninguna criatura puede salvar a otra criatura. Solo el
creador puede redimir a la creación. Sin embargo, el Nuevo Testamento y la
tradición litúrgica cristiana designaban explícitamente a Jesucristo como el
Salvador. Solo Dios puede salvar; sin embargo, Cristo puede salvar. La única
solución posible a esta paradoja, sostenía Atanasio, es aceptar que Jesús es Dios
encarnado, es decir, humano y divino. Así pues, se necesitaban dos modelos para
hacer justicia a su identidad. La definición que hacía Arrio de Jesús usando
categorías puramente humanas convertía en un sinsentido la lógica de la salvación,
que la teología tenía que apoyar y expresar coherentemente.
Si bien existen claros paralelismos entre el reconocimiento de la necesidad de
un enfoque «complementario» en la teoría cuántica y el mismo reconocimiento en
la cristología, no podemos pasar por alto sus diferencias. Atanasio no era Dirac; era,
más bien, como Bohr, al reconocer la necesidad de dos puntos de vista o
explicaciones complementarias de la realidad, en lugar de proporcionar un único
punto de vista que consolidara ambas perspectivas. Pese a estas evidentes
diferencias, tanto la teoría cuántica como la cristología clásica se basan en el mismo
principio básico: la necesidad de dejar que la realidad determine los modelos que
usamos para representarla, en lugar de imponérselos, con las inevitables
reducciones y distorsiones. En ambos casos, la naturaleza de la realidad resultó ser
tal que eran necesarios dos enfoques distintos para hacer justicia a su complejidad.
El misterio en la ciencia y la religión
La tarea de Darwin era demostrar que su teoría explicaba los fenómenos mejor
que la de Paley o la de los transformistas como Lamarck.
Teniendo en cuenta todo esto, pasemos al estudio del análisis de sus
observaciones científicas que realiza Darwin en El origen de las especies. Los
filósofos de la ciencia establecen una importante distinción entre una «lógica de
descubrimiento» y una «lógica de confirmación». Para simplificar lo que es una
explicación más bien compleja, podríamos señalar que una lógica de
descubrimiento es aquella mediante la que alguien llega a una hipótesis científica, y
una lógica de confirmación es la que se centra en averiguar si la hipótesis es fiable y
realista[9]. A veces las hipótesis surgen de un largo período de reflexión sobre la
observación; otras veces surgen de un golpe de inspiración, como en la famosa
visión de la serpiente de Kekulé, que le llevó a proponer la estructura circular del
benceno (véase p. 152).
Sin embargo, si bien la lógica de descubrimiento puede ser a menudo más
inspiradora que racional, es evidente que no ocurre lo mismo con la lógica de
justificación. Aquí, cualquier teoría o hipótesis, sea cual fuere su origen, se
comprueba rigurosa y minuciosamente en función de lo que pueda observarse, para
determinar el grado de encaje empírico entre teoría y observación. No hay razón
para insinuar que la noción de selección natural de Darwin surgió en tal momento
de inspiración, en las Galápagos o en cualquier otro lugar. Su teoría comenzó a
tomar forma en 1837 y 1838. En el caso de Darwin, tanto la lógica de
descubrimiento como la de justificación parecen haberse basado principalmente en
una extensa reflexión sobre observaciones, a menudo, desconcertantes[10].
La propia explicación de Darwin deja claro que fue una reflexión sobre las
observaciones posterior al viaje de cinco años a bordo del Beagle la que dio origen a
su teoría de la selección natural. Su enfoque podría describirse como inductivo o
abductivo, por usar las categorías explicadas en el capítulo 6. Cuando Darwin
reflexionó sobre sus propias observaciones realizadas durante el viaje en el Beagle
(diciembre de 1831-octubre de 1836) y las completó posteriormente con las de
otros especialistas, afloraron una serie de detalles de particular relevancia. Ninguno
de ellos podría considerarse una «prueba» de la selección natural; no obstante,
poseían una fuerza acumulativa que sugería que era la mejor explicación de lo
realmente observado. En una carta en la que elogia la perspicacia del naturalista F.
W. Hutton (1836-1905), Darwin hace sobre este punto un comentario especial.
«Es uno de los pocos que ven que el cambio de especies no se puede probar
directamente, y que la doctrina debe hundirse o nadar según agrupe y explique
los fenómenos. Es realmente curioso que pocos lo juzguen de esta manera, que
es claramente la correcta»[11].
La selección natural era una interpretación de la historia biológica, que, por
pertenecer al pasado remoto, no podía ser totalmente accesible a la investigación
científica. El problema de Darwin era que solo tenía acceso indirecto al pasado y
tenía que inferir la mejor explicación a partir de los indicios presentes de ese
pasado, como el registro fósil[12].
Detengámonos en la reveladora frase de Darwin «la doctrina debe hundirse o
nadar según agrupe y explique los fenómenos». Cuatro fenómenos tenían para él
una especial importancia. ¿Podía «agruparlos y explicarlos» su teoría de la selección
natural? Estas cuatro características del mundo natural parecían poner de relieve
los problemas y las deficiencias de las explicaciones existentes, especialmente de la
idea de la «creación especial» ofrecida por apologistas religiosos como Paley.
Aunque la teoría de la creación especial de Paley ofrecía explicaciones para estas
observaciones, parecía cada vez más engorrosa y forzada. Darwin creía que tenía
que haber una explicación mejor, que de alguna manera era insinuada por estas
cuatro observaciones:
1. Muchas criaturas poseen «estructuras rudimentarias» que no tienen una
función evidente o previsible, como los pezones de los mamíferos machos,
la presencia de pelvis y extremidades posteriores rudimentarias en las
serpientes, la presencia de alas en muchas aves no voladoras. ¿Cómo podría
explicarse esto según la teoría de Paley, que destacaba la importancia del
diseño individual de las especies? ¿Por qué iba Dios a diseñar redundancias?
La teoría de Darwin explicaba esto con relativa facilidad y elegancia.
2. Se sabía que algunas especies se habían extinguido por completo. El
fenómeno de la extinción había sido reconocido con anterioridad a Darwin
y a menudo se explicaba mediante teorías «de catástrofes», como un «diluvio
universal», tal como indicaba el relato bíblico de Noé. La teoría de Darwin
ofrecía una explicación más clara del fenómeno.
3. El viaje de investigación de Darwin en el Beagle le había convencido de la
desigual distribución geográfica de las formas de vida por el mundo. En
particular, le impresionaron las peculiaridades de las poblaciones insulares,
como los pinzones de las islas Galápagos. Una vez más, la doctrina de la
creación especial podría explicar esto, pero de una manera que parecía
forzada y poco convincente. La teoría de Darwin ofrecía una explicación
más plausible del origen de estas poblaciones específicas.
4. Varias formas de criaturas vivientes parecían estar adaptadas a sus
necesidades específicas. Darwin sostenía que esto podría explicarse mejor
por su origen y selección en respuesta a las presiones evolutivas. La teoría
de la creación especial de Paley proponía que estas criaturas habían sido
diseñadas individualmente por Dios teniendo en mente esas necesidades
específicas.
El origen de las especies tuvo seis ediciones, y Darwin trabajó continuamente para
mejorar su texto, añadiendo nuevo material, corrigiendo el anterior y, sobre todo,
respondiendo a las críticas con una actitud notablemente abierta. Los que se
dedican a estudiar estos detalles han mostrado que, de las 4000 frases de la primera
edición, Darwin había reescrito tres de cada cuatro cuando se publicó la sexta y
última edición en 1872. Es interesante notar que un 60 % de esas modificaciones se
produjeron en las dos últimas ediciones, que introdujeron algunas «mejoras» que
ahora parecen imprudentes, como, por ejemplo, la expresión potencialmente
confusa de Herbert Spencer «la supervivencia del más apto»[20].
La recepción de una teoría científica es un asunto comunitario en el que poco a
poco se llega a un punto de inflexión mediante un proceso de debate y reflexión, a
menudo vinculado con programas de investigación adicionales. Los contenidos de
las seis ediciones de El origen de las especies dejan claro que la nueva teoría de
Darwin tuvo que hacer frente a una importante oposición en numerosos frentes.
No cabe duda –puesto que la evidencia histórica es clara– de que algunos
pensadores cristianos tradicionales la vieron como una amenaza contra el modo en
el que habían interpretado su propia fe. Pero tampoco cabe dudar –pues la
evidencia histórica es igualmente clara– que otros cristianos la vieron como un
nuevo modo de comprender y analizar las ideas cristianas tradicionales[21].
Sin embargo, más importante, a juzgar por las sucesivas ediciones de la obra, es
que la teoría de Darwin provocó una gran controversia científica, pues muchos
científicos de la época expresaron sus dudas sobre los fundamentos científicos de la
«selección natural». En efecto, parece que la teoría de Darwin encontró una
oposición más persistente en la comunidad científica que en la religiosa,
especialmente por su incapacidad de ofrecer una explicación convincente de cómo
se transmitían las innovaciones a las siguientes generaciones. No obstante, los
historiadores de la ciencia sugerirían que esta es la norma, no la excepción, en el
progreso científico. La crítica de una teoría es el medio por el que –por usar un
modo darwiniano de hablar– descubrimos si tiene potencial de supervivencia.
Un buen ejemplo de esta crítica científica se encuentra en el interés de
Fleeming Jenkin (1833-1885) por «la herencia por mezcla»[22]. Jenkin era un
ingeniero escocés, muy implicado en el negocio del desarrollo de los cables
telefónicos submarinos, que llegó a ser el primer profesor Regius de Ingeniería de la
Universidad de Edimburgo en 1868. Identificó lo que creía un posible error fatal en
la teoría de Darwin. Jenkin señaló que, de acuerdo con lo que entonces se sabía de
la transmisión hereditaria, todas las novedades se diluirían en las generaciones
posteriores. Ahora bien, la teoría de Darwin contaba con la transmisión de esas
características, no con su disolución. Es decir, la teoría de Darwin carecía de una
concepción viable de la genética[23]. Darwin respondió a Jenkin en la quinta
edición. En general se piensa que la réplica es débil e insatisfactoria. Pero ¿cómo
podría ser de otro modo? Darwin no tenía una respuesta, porque la ciencia de su
época no la había desarrollado, o al menos una que Darwin conociera.
La respuesta, ciertamente, se encuentra en los escritos del monje austriaco
Gregor Mendel (1822-1884). Sin embargo, mientras que Mendel sí conocía la obra
de Darwin, no parece que este conociera los tres principios de Mendel de la
herencia que describen la transmisión de los rasgos genéticos. Mendel poseía un
ejemplar de la traducción alemana de la tercera edición de El origen de las especies
de Darwin, y marcó el siguiente pasaje con una doble línea en el margen, indicando
su importancia. En el original inglés leemos: «La débil variabilidad de los híbridos
en la primera generación, en contraste con la que existe en las generaciones
sucesivas, es un hecho curioso y merece atención»[24].
Esta observación no permanecería en el misterio mucho tiempo, y Mendel bien
pudo disfrutar de la idea de que su teoría era capaz de explicar este hecho
«curioso»[25]. Sin embargo, aún faltaban algunos años para que se llevara a cabo la
«síntesis neodarwiniana» de la teoría de la genética de Mendel y la selección
natural.
Otro problema era que la Tierra no parecía tener tantos años como para
permitir los dilatados progresos evolutivos exigidos por la teoría de Darwin. Como
comentamos anteriormente (véanse pp. 157-158), Kelvin (1824-1907) sostenía que
la Tierra tenía unos 100 millones de años. Lo cual no constituía una cantidad
suficiente de tiempo para el lento y gradual proceso de evolución biológica
imaginado por Darwin. Sin embargo, los cálculos de Kelvin se basaban en
suposiciones erróneas; la Tierra tenía muchos más años de los que él sugería, lo cual
proporcionaba un espacio cronológico para el lento proceso de desarrollo biológico
requerido por el enfoque de Darwin.
Sin embargo, aunque Darwin no creía haber resuelto adecuadamente todos los
problemas que requerían resolución, estaba seguro de que su explicación era la
mejor disponible. Si bien reconocía carecer de pruebas rigurosas, creía,
obviamente, que su teoría podía defenderse de acuerdo con los criterios de
aceptación y justificación ya generalizados en las ciencias naturales, y que su
capacidad explicativa era en sí misma un indicador fiable de su verdad. Como
señaló Darwin, a menudo nos encontramos confiando en una forma de pensar
creyendo que es verdad, pero sin poder presentar la prueba decisiva que algunos,
como William K. Clifford (véase p. 147), parecen pensar que es esencial para
sostener con honradez una opinión.
Darwin era consciente de que su explicación científica carecía del rigor lógico
de las pruebas matemáticas y de que toda explicación teórica de lo observado sería
siempre provisional. Esto no es una crítica a Darwin ni a la ciencia. Como he
tenido ocasión de subrayar a lo largo de la obra, es así como son las cosas. Tengo
colegas científicos que creen apasionadamente en el multiverso y otros que creen
con igual pasión, integridad y excelencia intelectual en un solo universo. La
evidencia no es unívoca y pueden mantenerse ambas posiciones. Pero las dos,
sugeriría, no pueden ser correctas. Lo que algunos científicos creen hoy que es
cierto, un día se demostrará que es erróneo. Pero así es como se desarrolla la
ciencia. Y la idea de William James de la fe como hipótesis de trabajo encaja
sorprendentemente bien tanto en la teoría como la práctica de la ciencia.
Como nos dicen sin cesar los historiadores y los filósofos de la ciencia, la idea
positivista de una ciencia que prueba sus teorías se encuentra a una considerable
distancia de la realidad de la práctica científica y, ciertamente, no es aplicable al
método científico de Darwin. Las grandes teorías de la física clásica,
mayoritariamente consideradas como estables al final de la vida de Darwin,
sufrieron una revisión completa en el siglo XX con el nacimiento de la mecánica
cuántica y la teoría de la relatividad. Pero nadie dejará de hacer ciencia porque sus
sucesores puedan demostrar el error de las teorías actuales. En todo caso, podemos
encontrar al menos cierto consuelo en saber que las teorías futuras tienden a
incorporar, más que a rechazar, lo mejor de las anteriores.
[1] Carl R. WOESE, «On the Evolution of Cells»: Proceedings of the National Academy of Sciences
of the United States of America 13 (2002), 8742-8747.
[2] Jacques MONOD, Chance and Necessity: An Essay on the Natural Philosophy of Modern
Biology, Alfred A. Knopf, New York 1971 [trad. esp.: El azar y la necesidad, Tusquets,
Barcelona 2016].
[3] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892 [trad. esp.: El gen
egoísta, Salvat, Barcelona 1990].
Nótese que los tres autores considerados en la 2.ª parte de este libro se centran principalmente
[4] en la relación entre física y teología. Un ejemplo, relativamente raro, de un estudio sobre la
relación entre biología evolutiva y teología a nivel popular se encuentra en Francis S. COLLINS,
The Language of God: A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press, New York 2006. En
un nivel más académico, el bioquímico Arthur Peacocke (1924-2006) contribuyó con obras
como Evolution: The Disguised Friend of Faith? Selected Essays, Templeton Foundation Press,
Filadelfia 2004.
[5] El libro de Richard Dawkins The Blind Watchmaker (1986) retoma la imagen de Paley. Véase
Richard DAWKINS, The Blind Watchmaker: Why the Evidence of Evolution Reveals a Universe
without Design, W. W. Norton, New York 1986 [trad. esp.: El relojero ciego, Tusquets,
Barcelona 2015]. Sobre las particularidades del enfoque de Paley en su contexto histórico, véase
Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural Theology,
Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 85-107.
[6] Bill JENKINS, «Henry H. Cheek and Transformism: New Light on Charles Darwin’s Edinburgh
Background»: Notes and Records of the Royal Society of London 2 (2015), 155-171.
[7] Charles DARWIN y Alfred WALLACE, «On the Tendency of Species to form Varieties; and on the
Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection»: Journal of the
Proceedings of the Linnean Society of London: Zoology 3 (20 de agosto de 1858), 45-62.
[8] Pietro CORSI, «Before Darwin: Transformist Concepts in European Natural History»: Journal of
the History of Biology 1 (2005), 67-83.
[9] Para una buena explicación, véase Christiane CHAUVIRÉ, «Peirce, Popper, Abduction, and the
Idea of Logic of Discovery»: Semiotica 153 (2005), 209-221.
[10] Véanse las reflexiones de Scott A. KLEINER, «The Logic of Discovery and Darwin’s Pre-
Malthusian Researches»: Biology and Philosophy 3 (1988), 293-315.
[11] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155.
Hutton merece una atención mucho mayor como perspicaz intérprete de Darwin. Véase John
STENHOUSE, «Darwin’s Captain: F. W. Hutton and the Nineteenth-Century Darwinian
Debates»: Journal of the History of Biology 3 (1990), 411-442.
[12] Scott A. KLEINER, «Problem Solving and Discovery in the Growth of Darwin’s Theories of
Evolution»: Synthese 1 (1981), 119-162, especialmente 127-129. Las primeras pruebas directas
de la evolución mediante la selección natural en las poblaciones naturales comenzaron a
acumularse en la década de 1920, particularmente en el caso de la aparición del melanismo
industrial en la polilla Biston betularia.
[13] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 164.
[14] El mejor comentario general sobre este método se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the
Best Explanation, Routledge, London 20042.
[15] Véase especialmente el detallado estudio de Elisabeth Anne LLOYD, «The Nature of Darwin’s
Support for the Theory of Natural Selection», en Science, Politics, and Evolution, Cambridge
University Press, Cambridge 2008, 1-19.
[16] Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»: Dialectica 32, 3-4 (1978), 339-
355.
[17] Laura J. SNYDER, «The Mill–Whewell Debate: Much Ado about Induction»: Perspectives on
Science 5 (1997), 159-198. Snyder sostiene en otro lugar que las opiniones de Whewell sobre la
inducción han sido malinterpretadas y merecen una mayor atención como enfoque peculiar:
véase «Discoverers’ Induction»: Philosophy of Science 4 (1997), 580-604.
[18] Christopher HITCHCOCK y Elliott SOBER, «Prediction vs. Accommodation and the Risk of
Overfitting»: British Journal for Philosophy of Science 1 (2004), 1-34.
[19] Gerald E. MYERS, William James, His Life and Thought, Yale University Press, New Haven
1986, 460.
[20] Spencer usó la frase en sus Principles of Biology (1864); Darwin la incorporó en la quinta
edición: «A esta conservación de las variaciones favorables y la destrucción de las variaciones
perjudiciales yo la llamo selección natural o la supervivencia del más apto», Charles Darwin,
On the Origin of Species, John Murray, London 18695, 91-92.
[21] Existe una abundante bibliografía al respecto. Un buen punto de partida se encuentra en James
R. MOORE, The Post-Darwinian Controversies: A Study of the Protestant Struggle to Come to
Terms with Darwin in Great Britain and America, 1870 –1900, Cambridge University Press,
Cambridge 1979.
[22] Véase Michael BULMER, «Did Jenkin’s Swamping Argument invalidate Darwin’s Theory of
Natural Selection?»: The British Journal for the History of Science 3 (2004), 281-297.
[23] Jean GAYON, Darwin’s Struggle for Survival: Heredity and the Hypothesis of Natural Selection,
Cambridge University Press, Cambridge 1998.
[24] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 18613, 296.
[25] Vítezslav OREL, Gregor Mendel: The First Geneticist, Oxford University Press, Oxford 1996,
193.
[26] John HEDLEY BROOKE, «The Relations between Darwin’s Science and His Religion», en John
Durant (ed.), Darwinism and Divinity, Blackwell, Oxford 1985, 40-75.
[27] www.darwinproject.ac.uk.
[28] Nótense especialmente los comentarios en Charles KINGSLEY, «The Natural Theology of the
Future», en Westminster Sermons, Macmillan, London 1874, xii-xiv.
[29] Randal KEYNES, Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, Fourth
Estate, London 2001, 222: «Después de morir Annie, Charles abandonó totalmente la fe
cristiana». Las pruebas presentadas por Keynes no respaldan realmente la idea de que fue la
muerte de Annie lo que provocó que Darwin dejara de ir a la iglesia.
[30] Véase el importante estudio de John VAN WYHE y Mark J. PALLEN, «The “Annie Hypothesis”:
Did the Death of His Daughter Cause Darwin to “Give up Christianity”?»: Centaurus 2 (2012),
105-123.
[31] Véase el análisis en John HEDLEY BROOKE, «“Laws Impressed on Matter by the Creator”?: The
Origins and the Question of Religion», en Michael Ruse y Robert J. Richards (eds.), The
Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University Press, Cambridge
2009, 256-274.
[32] Life and Letters of Charles Darwin 2, 202.
[33] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51.
[34] Sobre la capacidad de la teología cristiana de afrontar tales anomalías teóricas, véase Alister E.
MCGRATH, A Scientific Theology 3: Theory, T. & T. Clark, London 2003, 198-213.
[35] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171. Sobre estas
«dificultades», véase Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y Robert J.
Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University
Press, Cambridge 2009, 109-128.
9
La identidad humana: perspectivas científica y teológica
¿Quiénes somos? Es una pregunta fascinante. Que yo sepa, los seres humanos son la
única especie de este planeta que dedica tiempo a preocuparse de su identidad.
Todas las demás especies parecen concentrarse simplemente en la supervivencia.
Pero los seres humanos quieren hacer algo más que sobrevivir; quieren entender su
mundo y su propio lugar en él. No nos basta sobrevivir: queremos encontrar un
sentido a nuestro universo y al hecho de estar aquí. Una de las características
específicas de los seres humanos es que nos hacemos grandes preguntas sobre
nosotros mismos y sobre la vida.
Algunas de estas preguntas pueden ser respondidas por la ciencia. Pero no
todas. Peter Medawar (1915-1987), uno de los grandes biólogos del siglo XX,
puntualizó que hay cuestiones –grandes cuestiones– que «la ciencia no puede
responder y que ningún avance concebible de ella la capacitaría para responder»[1].
La ciencia es extraordinariamente buena contándonos cómo hemos llegado a estar
aquí; pero no ayuda mucho para decirnos por qué.
En este capítulo examinaré algunas perspectivas científicas y teológicas sobre la
identidad y la importancia del ser humano. La idea esencial que quiero dejar clara
es simple: necesitamos tanto la perspectiva científica como la teológica para
entender la naturaleza humana. La ciencia solo puede cumplimentar en parte
nuestra comprensión de nosotros mismos; la teología puede llevar las cosas a un
nivel nuevo, ayudándonos con las cuestiones fundamentales del sentido, la
identidad y la finalidad. Tenemos que unir las dos si queremos enriquecer la visión
de la realidad, aun cuando eso implique resolver algunas disputas fronterizas a lo
largo del camino.
Comencemos nuestro estudio examinando una explicación importante e
influyente de la naturaleza humana desde una perspectiva científica: el enfoque
expuesto por Richard Dawkins en su libro El gen egoísta (1976). Es interesante en
sí mismo y abre algunas de las grandes preguntas que necesitamos indagar en este
libro.
La primera vez que leí El gen egoísta fue en 1977, un año después de su
publicación. Estaba entonces trabajando con el grupo de investigación del
catedrático George Radda en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de
Oxford, intentando desarrollar nuevas técnicas para estudiar las membranas
celulares. Era un gran libro, lleno de analogías y ejemplos útiles y con un profundo
conocimiento de la literatura científica. Pronto se convirtió en la declaración
definitiva de la «visión desde el gen», una forma de pensar tanto el proceso
evolutivo como el significado de la vida que se centraba en la transmisión de los
genes[2]. Aunque me gustó el estilo elegante de Dawkins y su síntesis de un vasto
cuerpo de datos, quedé perplejo tanto por sus conclusiones como por la forma en
que usaba la ciencia para llegar a ellas. Comencemos por exponer lo que dice
Dawkins y, posteriormente, reflexionaremos críticamente sobre sus ideas.
Los seres humanos son, para Dawkins, iguales que los demás organismos vivos:
son fundamentalmente «máquinas de supervivencia programadas para propagar la
base de datos que hizo la programación»[3], es decir, el ADN, el modelo biológico
complejo que transmite información genética. El proceso de la evolución es
básicamente una competición entre genes diferentes, aunque la lucha no se
produce en el nivel del gen. Antes al contrario, la competición tiene lugar
mediante sustitutos, los «vehículos» que transportan los genes: «Un mono es una
máquina que preserva a los genes en las copas de los árboles, un pez es una
máquina que preserva a los genes en el agua; incluso existe un pequeño gusano que
preserva a los genes en la cerveza»[4]. Estas «máquinas de supervivencia de genes»
proporcionan «lo que hace falta para propagar los genes» y pueden, pues,
considerarse como «motores de propagación de genes». Dawkins distingue,
entonces, entre replicadores y vehículos, es decir, entre pequeñas unidades
genéticas («genes») y entidades de nivel más alto (en general, organismos, pero a
veces una familia de organismos genéticamente relacionados) que transmiten esos
genes a lo largo del proceso evolutivo[5].
Para Dawkins todo está determinado por nuestro ADN. Nosotros existimos para
que nuestros genes puedan transferirse a las generaciones futuras. Estos genes «se
encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la
razón última de nuestra existencia»[6]. Nos guste o no, bailamos al son del ADN,
existimos simplemente para transmitir nuestros genes: «Somos máquinas de
supervivencia, vehículos robóticos ciegamente programados para preservar las
moléculas egoístas conocidas como genes»[7].
¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza humana, sobre quiénes somos? Si bien
estoy de acuerdo con Dawkins en que transmitimos nuestra información genética
mediante la reproducción, hay mucho más que necesita decirse sobre la naturaleza
y la identidad humanas. Es solo una parte de un cuadro mucho más grande.
Dawkins está simplemente elevando un aspecto de la funcionalidad humana hasta
el punto en el que se convierte en la característica definitoria. Y puesto que tiene
claro que este aspecto de la naturaleza humana es compartido por todas las
criaturas vivas, difícilmente nos ayuda a establecer qué es, en todo caso, lo
específico de la humanidad. Es parte de lo que somos, como también es parte de lo
que son los monos, los peces y los gusanos. Pero hay mucho más que decir.
Un bioquímico respondería señalando que somos –junto con todas las demás
criaturas vivas– unidades de procesamiento metabólico. El metabolismo puede
concebirse como la suma de todos los procesos bioquímicos que tienen lugar en los
organismos vivos y producen o consumen energía. Si no podemos metabolizar, no
vivimos y no nos reproducimos[8]. Sin embargo, para la mayoría de nosotros el
metabolismo no guarda ninguna relación con la gran cuestión de la identidad
humana. Solo se convierte en un problema cuando no funciona bien y requiere la
intervención médica. No es una característica definitoria de lo humano y no puede
ser tratado como tal. Somos mucho más que un sistema metabólico. Es solo un
aspecto de nuestra identidad, no su totalidad.
Resulta fácil reducir los seres humanos a un solo aspecto de su existencia o a sus
funciones biológicas. En el fondo de la descripción científica de la evolución que
hace Dawkins se encuentra oculto un conjunto de compromisos normativos
metafísicos previos. En efecto, mi lectura de Dawkins me sugiere que hay en su
obra una tensión no resuelta entre su adhesión a dos tipos de darwinismo: una
teoría científica provisional, por un lado, y una visión del mundo universal y más
bien dogmática, por otro lado[9]. La noción de «darwinismo universal» de Dawkins
desdibuja la distinción entre ciencia y metafísica. Partiendo de sus supuestos
metafísicos, Dawkins reduce la identidad humana a la función genética. Solo
bailamos al son del ADN. Sin embargo, la teoría de la selección natural de Darwin
no exige ni ordena en sí misma tal enfoque reduccionista de la naturaleza y la
identidad humanas.
El mismo exceso de simplificación se encuentra en una afirmación un tanto
desconcertante del biólogo Francis Crick: «Tú, tus alegrías y tus penas, tus
recuerdos y ambiciones, tu sentido de la identidad personal y tu libre voluntad no
sois más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de
moléculas asociadas»[10]. Ciertamente, poseemos «un vasto conjunto de células
nerviosas y de moléculas asociadas», pero eso no es una característica que nos
defina. Hay mucho más que decir al respecto. Cuando Aristóteles declaró, como es
bien sabido, que los seres humanos eran «animales sociales», obviamente lo que
quería decir es que este era un aspecto de la identidad humana, una parte del
cuadro, pero no todo el cuadro[11]. Aristóteles era consciente de la complejidad de
la naturaleza y la existencia del ser humano. Por el contrario, Crick meramente
ofrece una perspectiva neurológica de la fisiología humana, aunque parece pensar
que ofrece una explicación total de la naturaleza humana.
Pongamos cierta claridad en todo esto. Los seres humanos están hechos de
moléculas, al igual que las demás criaturas vivas de este planeta. Tienen células
nerviosas. Transmiten información genética al reproducirse. Viven, en general, en
comunidades, no aisladamente. No tengo nada en contra de estas afirmaciones. Los
problemas comienzan cuando la identidad y el significado del ser humano se
reducen a un nivel de funcionalidad humana, habitualmente para servir a algún
programa ideológico.
El primer problema de estos enfoques es el siguiente. Los seres humanos son
enormemente complejos y se les comprende mejor teniendo en cuenta numerosos
niveles: físico, químico, biológico, psicológico, sociológico, etc. Todos estos niveles
son importantes; ninguno de ellos por separado es adecuado como descripción de lo
que somos (ya analizamos esta idea anteriormente usando el «realismo crítico» de
Roy Bhaskar: véase p. 41). Para apreciar el pleno significado de la humanidad,
necesitamos tener en cuenta e integrar todos esos niveles, es decir, no afirmar
arbitrariamente que solo uno de ellos define realmente lo que somos. En todo caso,
de existir efectivamente algo distintivo en la naturaleza humana, se encontraría en
los niveles superiores de la conciencia, no en los niveles más bajos de la
composición física y química. Dawkins y Crick simplemente ofrecen una
explicación reducida de la identidad humana que encaja convenientemente en sus
limitadas visiones del mundo. El resto de nosotros queremos y merecemos algo
mejor.
El segundo problema es más sutil. La ciencia usa acertadamente los enfoques
reduccionistas como una herramienta entre otras para estudiar un sistema. Si se
descompone un sistema en sus partes individuales, se terminará entendiendo mejor
el comportamiento de todo el sistema. Pero cuando se unen los elementos
individuales de un sistema, aparecen nuevas propiedades en el nivel del sistema
como un todo que no estaban anteriormente presentes en ninguno de sus
elementos. Este fenómeno, al que habitualmente se conoce como «emergencia», se
considera ahora como un serio problema para las formas simplistas de
reduccionismo. En un sistema, las propiedades emergen en niveles superiores que
no estaban presentes en los niveles inferiores. Lo más importante es que estas
propiedades no podían predecirse solamente partiendo de un conocimiento de los
niveles inferiores del sistema. Así pues, saber que los seres humanos están formados
por átomos y moléculas no nos dice nada de las extraordinarias capacidades que
emergen en los niveles del pensamiento y la conciencia[12].
A la ciencia se le da muy bien el estudio individual, en ambientes
escrupulosamente controlados, de cada componente de un sistema complejo.
Permite comprender cada uno de los elementos exhaustivamente. Cuando
investigaba sobre las membranas biológicas en Oxford durante la década de los 70,
a menudo me centraba totalmente en uno de sus elementos –conocidos como
«bicapas fosfolipídicas»–. Se podía estudiarlos aisladamente y calibrar su
comportamiento físico con cierta precisión. Pero al volver a unirlos con todos los
demás elementos de la membrana biológica, se comportaban de forma
completamente diferente. Interactuaban con otros elementos –como las proteínas–
de un modo muy difícil de predecir. Como señala Dennis Noble, uno de los
pioneros de la «biología de sistemas» en Oxford, un sistema cobra vida por sí
mismo. Las interacciones multiniveles introducen un grado de complejidad que no
puede predecirse en el nivel de los elementos individuales[13]. El reduccionismo,
simplemente, no funciona como principio explicativo porque las unidades
elementales se comportan de un modo aisladamente y de otro cuando se integran
en un sistema.
Hay otro detalle importante que debe tenerse en cuenta. Una de las capacidades
más notables de los seres humanos es su capacidad para influir en su propio
desarrollo evolutivo. Es un tema importante que necesita un examen más detenido.
Los seres humanos y el proceso evolutivo
Afirmar que llevamos la imagen de Dios indica, así, algún tipo de resonancia o
concordancia entre la racionalidad divina y la humana. Porque llevamos la imagen
de Dios, podemos discernir la obra de Dios en el orden creado. Esta idea teológica
da cierto sentido al sorprendente grado de armonía existente entre las estructuras
del mundo y la razón humana, particularmente evidente en la irrazonable
capacidad de la matemática para describir tan bien el mundo.
Un tercer modo de entender la noción de la imagen de Dios es considerar que
expone la capacidad creada de la humanidad para relacionarse con Dios. Los seres
humanos solo alcanzan su verdadera identidad, meta y sentido cuando se
relacionan con Dios. Es un tema destacado en algunos de los escritos de C. S. Lewis,
en los que habla de una sensación profunda de vacío e insatisfacción presente en la
naturaleza humana que es, en realidad, un anhelo no reconocido de Dios[33]. Esta
experiencia de deseo, para Lewis, muestra que tenemos «una raíz en lo
Absoluto»[34].
Son todos temas interesantes en sí mismos. No obstante, han recibido una
dimensión nueva y fascinante mediante el reciente trabajo en el campo de la
ciencia cognitiva de la religión, que ahora exploraremos detalladamente.
[1] Peter MEDAWAR, The Limits of Science, Oxford University Press, Oxford 1987, 66 [trad. esp.:
Los límites de la ciencia, FCE, México 1988].
[2] Para una explicación detallada de los orígenes y temas esenciales de este libro y de su
evaluación por los biólogos evolutivos del momento, véase Alister E. MCGRATH, Dawkins’ God:
From the Selfish Gene to the God Delusion, Wiley-Blackwell, Oxford 20152, 32-56.
[3] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 19
[trad. esp., 21].
[4] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 21 [trad. esp., 31].
[5] Richard DAWKINS, «Replicators and Vehicles», en King’s College Sociobiology Group (ed.),
Current Problems in Sociobiology, Cambridge University Press, Cambridge 1982, 45-64.
[6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, 21.
[7] Ibid., xxi.
[8] Sobre este punto y sus consecuencias más amplias, véase Giovanni BONIOLO, «The Ontogenesis
of Human Identity», en Anthony O’Hear (ed.), Philosophy, Biology, and Life, Cambridge
University Press, Cambridge 2005, 49-82.
[9] Sobre esto, véase Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and
Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 32-40; John COTTINGHAM, «The Meaning of
Life and Darwinism»: Environmental Values 3 (2011), 299-308.
[10] Francis CRICK, The Astonishing Hypothesis: The Scientific Search for the Soul, Simon &
Schuster, London 1994, 3 [trad. esp.: La búsqueda científica del alma, Debate, Barcelona 20035,
3].
[11] ARISTÓTELES, Política, 1253a. Esta expresión se traduce a veces por «animal político». Sin
embargo, Aristóteles usa el adjetivo griego politikós, que significa «perteneciente o relativo a la
pólis», es decir, a la comunidad o la sociedad.
[12] Véase por ejemplo Claus EMMECHE, Simo KOPPE y Frederick STJERNFELT, «Explaining
Emergence: Towards an Ontology of Levels»: Journal for General Philosophy of Science 1
(1997), 83-119; Philip CLAYTON, «The Emergence of Spirit: From Complexity to Anthropology
to Theology»: Theology and Science 3 (2006), 291-307.
[13] Dennis NOBLE, «Biophysics and Systems Biology»: Philosophical Transactions of the Royal
Society A 368, 1914 (2010), 1125-1139.
[14] DAWKINS, The Selfish Gene, 200-201. La primera edición (1976) terminaba aquí; en la segunda
edición (1989) se añadieron dos capítulos más.
[15] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld & Nicholson, 2003, 10-
11 [trad. esp., 8].
[16] Jared M. DIAMOND, The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal,
HarperCollins, New York 1992, 2 [trad. esp.: El tercer chimpancé: Origen y futuro del animal
humano, Siruela, Madrid 2015, 2].
[17] Véase por ejemplo Ajit VARKI y Tasha K. ALTHEIDE, «Comparing the Human and Chimpanzee
Genomes: Searching for Needles in a Haystack»: Genome Research 15 (2005), 1746-1758.
[18] Jeremy TAYLOR, Not a Chimp: The Hunt to Find the Genes That Make Us Human, Oxford
University Press, Oxford 2009.
[19] Jonathan MARKS, «The Biological Myth of Human Evolution»: Contemporary Social Science 2
(2012), 139-165.
[20] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect
and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584.
[21] Por ejemplo, véase Job 28. Esto no significa que la sabiduría se encuentre físicamente localizada
en un lugar determinado; meramente pone de relieve la necesidad de discernir y de dedicarse a
encontrarla, como también la de evitar lecturas «superficiales» de la naturaleza.
[22] Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER, «Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth’, en
Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze (eds.), Meaning in Positive and Existential
Psychology, Springer, New York 2014, 25-38.
[23] Eric KLINGER, «The Search for Meaning in Evolutionary Perspective and Its Clinical
Implications», en P. T. P. Wong y P. S. Fry (eds.), The Human Quest for Meaning: A Handbook
of Psychological Research and Clinical Applications, Erlbaum, Mahwah 1998, 27-50.
[24] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del estado»: Citius, Altius, Fortius 1-4 (1967), 259-
276; cita en p. 260.
[25] Crystal L. PARK, «Religion as a Meaning-Making Framework in Coping with Life Stress»:
Journal of Social Issues 4 (2005), 707-729.
[26] Para un importante estudio de este tema, véase Joanna COLLICUTT MCGRATH, «Post-Traumatic
Growth and the Origins of Early Christianity»: Mental Health, Religion and Culture 3 (2006),
291-306.
[27] Francis QUARLE, Emblems, Hogg, London 1778, 202.
[28] Véase John HALDANE, «Philosophy, the Restless Heart, and the Meaning of Theism»: Ratio 4
(2006), 421-440.
[29] Véase Colin GUNTON, «Trinity, Ontology and Anthropology: Towards a Renewal of the
Doctrine of Imago Dei», en Christoph Schwöbel y Colin Gunton (eds.), Persons Divine and
Human: King’s College Essays in Theological Anthropology, T. & T. Clark, Edinburgh 1991,
47-64; Daniel K. MILLER, «Responsible Relationship: Imago Dei and the Moral Distinction
between Humans and Other Animals»: International Journal of Systematic Theology 3 (2011),
329-339.
[30] J. R. R. TOLKIEN, Tree and Leaf, HarperCollins, London 2001, 56 [trad. esp.: Árbol y hoja,
Minotauro, Barcelona 2002].
[31] TOLKIEN, Tree and Leaf, 71. Véase también Verlyn FLIEGER, Splintered Light: Logos and
Language in Tolkien’s World, Kent State University, Kent 2002.
[32] AGUSTÍN DE HIPONA, De Trinitate, XVI. iv.6.
[33] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual
World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128.
[34] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 258.
[35] Obras fundamentales en este campo son las de Pascal BOYER, Religion Explained: The
Evolutionary Origins of Religious Thought, Basic Books, New York 2001, y Justin L. BARRETT,
Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham2004.
[36] Véase Jonathan JONG, Christopher KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the
Philosophical Implications of the Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für
systematische Theologie und Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266.
[37] AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, I.1.1.
[38] Robert N. MCCAULEY, «The Naturalness of Religion and the Unnaturalness of Science», en F.
Kell y R. Wilson, Explanation and Cognition, MIT Press, Cambridge 2000, 61-85.
[39] Este enfoque se encuentra en Daniel C. DENNETT, Breaking the Spell: Religion as a Natural
Phenomenon, Viking Penguin, New York 2006 [trad. esp.: Romper el hechizo: La religión
como un fenómeno natural, Katz, Madrid 2007].
[40] Justin L. BARRETT, «Is the Spell Really Broken? Bio-Psychological Explanations of Religion and
Theistic Belief»: Theology and Science 1 (2007), 57-72.
10
Teología natural: la conexión entre ciencia y teología
«Los cielos proclaman la gloria de Dios» (Salmo 19,1). En su sentido más general, el
término teología natural se usa para referirse al posible vínculo entre el mundo
natural y un ámbito trascendente; o, para usar un lenguaje más específicamente
cristiano, entre el orden creado y el creador[1]. Es una intuición profundamente
humana, compartida por artistas y científicos. G. K. Chesterton fue uno de tantos
que pusieron de relieve cómo la imaginación humana llega más allá de los límites
de la razón, corriendo tras una realidad medio vislumbrada que parece hallarse
allende el umbral de nuestra experiencia. «Todo artista de verdad», decía
Chesterton, siente «que toca verdades trascendentales; que sus imágenes son
sombras de cosas vistas a través del velo»[2].
La teología nunca ha dejado de atraer profundamente a la imaginación humana.
Muchos la ven como quizá el punto de contacto más apropiado y obvio entre la
teología cristiana y las ciencias naturales. Después de todo, la sensación de asombro
suscitada por la inmensidad y la belleza de la naturaleza puede actuar de vía de
acceso tanto a las ciencias naturales como a la fe religiosa[3]. ¿Podrían compartir sus
perspectivas y llegar así a una comprensión más profunda y enriquecida de nuestro
extraño universo? Quizá la belleza y el prodigio del mundo natural puedan apuntar
a un orden más profundo de la realidad, aunque este sea solo parcialmente
vislumbrado, más que totalmente comprendido.
Los ateos dogmáticos ridiculizarían la idea de que la naturaleza remita a Dios.
Puesto que Dios no existe, la teología natural entera es inútil. Ahora bien, las
teorías intensifican nuestra atención a algunas cosas. Sin embargo, a veces nos
impiden ver otras cosas, precisamente porque la teoría nos dice que ahí no puede
haber nada que ver. La gente solía pensar que no había planetas más allá de
Saturno. El descubrimiento del planeta Urano a finales del siglo XVIII cambió
nuestra visión del Sistema Solar. Sin embargo, un examen de antiguos mapas
estelares –como los dibujados por John Flamsteed (1646-1719)– mostró que Urano
ya había sido observado mucho antes de su «descubrimiento», pero se pensó que era
una estrella fija[4]. ¿Por qué? Porque las teorías dominantes sostenían que no había
planetas más allá de los ya conocidos. La evidencia de un nuevo planeta estaba ahí;
pero los observadores de aquella época estaban cegados por sus prejuicios teóricos.
De igual modo, el mundo está salpicado de pistas y señales de la presencia de Dios;
sin embargo, quienes sostienen una visión dogmática del mundo que les dice que
no es posible que exista un Dios las pasan por alto, simplemente.
Pero, llegados a este punto, hay otra objeción importante que quizá algunos
lectores quieran plantear. ¿De dónde procede este marco cristiano? ¿No es
necesario probar que el marco es correcto antes de proceder a verificarlo en el
mundo de la observación y la experiencia? Es una objeción justa. Permítaseme
explicar lo que pienso al respecto.
En primer lugar, es una simple cuestión de hecho que la mayoría de las teorías
científicas se juzgan principalmente por su economía, coherencia y amplitud para
afrontar los fenómenos del mundo. La capacidad de «coligar» –el bonito término
usado por Whewell para mostrar cómo están interconectadas las cosas– es el sello
distintivo de cualquier teoría científica buena. La «lógica de descubrimiento» no es
de importancia esencial –pensemos de qué forma tan extraña dio Kekulé con la
estructura anular del benceno (véase p. 152)–. Lo que realmente importa es la
«lógica de justificación», por medio de la cual se evalúa una teoría propuesta. La
clave no es por qué se propone una teoría, sino lo bien que funciona para explicar
las observaciones.
En segundo lugar, es evidente por el Nuevo Testamento que el cristianismo no
fue entregado como una cosmovisión ya envasada, sino que emergió como un
modo de pensar la naturaleza de Dios y la relevancia de Jesucristo. Podemos
rastrear parte de este proceso de pensamiento en el Nuevo Testamento,
particularmente en las cartas de Pablo. Posteriormente, la teología cristiana tejió
esos hilos para producir un modo coherente de pensar sobre Dios, Jesucristo y el
mundo[22]. Sin embargo, incluso en el siglo II de la era cristiana era obvio que este
modo de pensar ofrecía algo más que la mera transformación de la existencia
humana, noción que tradicionalmente se articulaba utilizando el lenguaje de la
«salvación». Ofrecía una nueva forma de ver el mundo que se basaba en
argumentos con base empírica (John Polkinghorne considera a los escritores del
Nuevo Testamento como autores que piensan «de abajo arriba»).
En tercer lugar, aunque podemos rastrear algunos de los procesos de desarrollo
implícitos en el Nuevo Testamento, al menos ciertos temas fundamentales de la fe
cristiana están más allá de la capacidad de la razón para probarlos, como, por
ejemplo, la existencia de Dios. Usando el lenguaje de la teología cristiana: estas
verdades nos son reveladas, no son inventadas por nosotros.
En cuarto lugar, es perfectamente razonable adoptar este modo de mirar el
mundo y ponderar su capacidad efectiva de dar sentido a lo que observamos
alrededor y dentro de nosotros. El mismo Nuevo Testamento urge a los cristianos a
«poner todo a prueba» (1 Tesalonicenses 5,21), y este es uno de los posibles modos
de hacerlo. Implica asumir un modo de pensar con base empírica que se ha
transmitido de generación en generación y evaluar lo bien que funciona. No es un
modo de pensar que he inventado yo mismo, sino un modo que me ha sido
transmitido por aquellos que creyeron que era verdadero y fiable, pero que, no
obstante, esperan que yo lo evalúe antes de aceptarlo.
Con estos cuatro puntos en mente, me inspiraré en mi propia historia personal
como analogía que podría ser útil para los lectores. Cuando era joven me encantaba
observar el cielo nocturno con un pequeño telescopio que había construido. Pude
ver las lunas del planeta Júpiter y seguir los movimientos de los planetas sobre el
trasfondo de las estrellas fijas. Una vez seguí el movimiento del planeta Marte
durante un período de varias semanas (no recuerdo la fecha, pero probablemente
fue en los meses cercanos a la época en que Marte estaba en oposición en marzo de
1965, cuando yo tenía doce años). Me quedé desconcertado por lo que vi. Marte se
desplazó de oeste a este durante un mes y luego pareció detenerse y moverse de
este a oeste durante varias semanas. Finalmente se detuvo y comenzó a moverse de
nuevo hacia el este. Yo estaba perplejo. Sin duda (?), tenía que moverse
constantemente de oeste a este en un arco regular.
Le pedí al profesor de Ciencias que me explicara esto. Fue extraordinariamente
paciente conmigo. Me dijo que se debía al «movimiento retrógrado» de Marte
respecto a las estrellas fijas. No era solo Marte el que se comportaba así; todos los
planetas de más allá de la Tierra mostraban el mismo patrón. Pero el efecto era más
evidente en el caso de Marte. Me dibujó unos diagramas para mostrarme los
movimientos relativos de la Tierra y Marte. Básicamente, la Tierra se mueve más
rápidamente que Marte, así que cada 26 meses se adelanta a él. Por esta razón
parecía moverse de esa forma extraña. Unos cinco minutos después lo entendí.
Podía ver lo que estaba sucediendo. Era como si se hubiera encendido una luz. Mi
paciente profesor me había dado un marco para entender lo que yo había visto, y
cobró perfecto sentido una vez que me lo explicó. Pero yo habría sido
completamente incapaz de averiguarlo por mí mismo. Alguien tenía que
mostrármelo.
Los teólogos profesionales probablemente se estremecerán con mi próxima
afirmación, pero es que hay un sentido en el que la revelación es eso. Se nos ofrece
un cuadro general de la realidad que no podríamos concebir nosotros mismos. Y
una vez que se nos da, descubrimos cuánto sentido da a las cosas. En él nuestras
observaciones tienen cabida de manera satisfactoria. Por esa razón la teología
cristiana puede decir que la fe es algo que está «más allá de la razón» y que, al
mismo tiempo, es «razonable». No es algo que podamos resolver por completo por
nosotros mismos. Sin embargo, una vez que se nos ha revelado, la comprobamos y
descubrimos lo bien que funciona.
Necesitamos que se nos dé la clave para descubrir el verdadero significado e
importancia de la naturaleza. El mundo natural no nos lo dirá por sí mismo. La
teología cristiana afirma que se nos da un gran cuadro que nos permite ver las cosas
como son realmente, darles un sentido correcto, valorarlas y responder a ellas en
consecuencia. Si bien somos capaces de averiguar parte de este cuadro por nosotros
mismos, necesitamos ayuda para verlo en su totalidad. La teología natural cristiana
consiste en que se nos muestra cómo es realmente la realidad para que podamos
admirarla y valorarla como creación de Dios que apunta hacia Dios, pero sin ser
divina. El mundo natural puede verse, así, como un bello indicador que señala a un
creador mucho más bello.
Francisco de Asís (1182-1226) amaba y respetaba el mundo natural, y muchos
de sus sucesores en el movimiento franciscano –dicho de forma más técnica, la
Orden de Frailes Menores– siguieron con este interés, forjando un vínculo entre la
belleza de la naturaleza y la mayor belleza de Dios. Uno de los escritores
franciscanos más importantes que reflexionaron sobre este tema fue Buenaventura
(ca. 1217-1274), que se refería a la naturaleza como una señal de su creador:
«Todas las criaturas de este mundo sensible conducen al alma de una persona
sabia y contemplativa al Dios eterno, puesto que son las sombras, los ecos, los
dibujos, los vestigios, las imágenes y la manifestación visible de su origen eterno
[…] Son puestos ante nosotros para que conozcamos a Dios»[23].
La teología natural es, sin duda, interesante. Pero ¿para qué sirve? ¿Abre líneas de
pensamiento que enriquezcan nuestra visión de la vida o nuestra comprensión de la
naturaleza? Yo pienso que sí. Un buen modo de apreciarla es hacer la siguiente
pregunta: ¿es la ciencia el único determinante de lo que podemos conocer sobre la
naturaleza? Una de las funciones más importantes de la teología natural es protestar
contra las visiones radicalmente reducidas de la naturaleza que surgen del
movimiento a veces conocido como «imperialismo científico», en la actualidad
denominado simplemente «cientificismo» (véanse pp. 38-40).
El teólogo Emil Brunner sostenía que una de las tareas esenciales de la teología
cristiana era desafiar las ideologías alternativas contenidas en la cultura secular y
mostrar que el modo cristiano de ver la realidad era justificable y coherente[24]. El
cientificismo es una de esas ideologías que exigen una evaluación crítica por lo que
respecta a demostrar su insuficiencia y ofrecer una alternativa positiva. Una
teología natural cristiana ofrece una crítica potente y convincente del cientificismo,
desafiando su explicación seca y superficial del mundo de la naturaleza y
exponiendo una visión más rica y profunda del orden natural.
En su famoso poema de 1820 «Lamia», John Keats (1795-1821) expresó
preocupación por lo que actualmente llamamos cientificismo, el efecto
empobrecedor de reducir los fenómenos bellos y asombrosos de la naturaleza
(como el arcoíris) a la lógica abstracta de una teoría científica[25]. Esta estrategia,
sostenía Keats, era estéticamente empobrecedora, pues vaciaba la naturaleza de su
belleza y misterio y la reducía a algo frío y clínico.
Algunos argüirían, no del todo sin razón, que Roszak estaba exagerando[30]. Sin
embargo, sus palabras tocaron profundamente la fibra sensible de la juventud
estadounidense en aquel entonces, debido al sentimiento generalizado de que su
cultura estaba unida a una visión unidimensional de la humanidad que había
perdido algo indefinible pero importante, y que en parte era culpa de una visión
instrumentalizadora y empobrecedora de la ciencia. La naturaleza había dejado de
ser especial porque habíamos sido adiestrados para verla de una manera fríamente
racional.
Sin embargo, al fin y al cabo Keats y Roszak no critican la ciencia, sino una
cuestionable interpretación metafísica de la ciencia que está claramente abierta a la
crítica y la corrección. Es perfectamente justo cuestionar un relato de la ciencia tan
inflado conceptualmente y cargado metafísicamente, y exigir su retorno a sus
formas apropiadas y más modestas, que reconocen explícitamente sus límites en
estos reinos más especulativos. El cientificismo representa una aproximación
empobrecida y truncada a la naturaleza que muestra precisamente el déficit
imaginativo que nos impide discernir la coherencia –«el significado total de las
cosas»– y que, en cambio, nos encierra en un naturalismo dogmático. Necesitamos
una visión más profunda de la realidad que trascienda la mera enumeración de las
observaciones de los hechos sobre el mundo natural.
Una teología natural cristiana ofrece una lectura de la naturaleza y del alcance
de la ciencia que alienta un compromiso respetuoso y amable con el mundo
natural, a la vez que resalta y critica la inflación de presupuestos metafísicos
introducidos asiduamente en las explicaciones cientificistas de la naturaleza[31].
Jonathan Edwards (1703-1758), quizá el más grande teólogo norteamericano,
desarrolló un enfoque de la teología natural que salvaguarda la concepción cristiana
de la naturaleza frente al empobrecimiento imaginativo del cientificismo. Para
Edwards, la regeneración mediante la gracia crea una visión del mundo natural que
trasciende lo que resulta de «la comprensión y la perspectiva naturales»[32]. En
consecuencia, la naturaleza es vista de una manera nueva y más auténtica, su
belleza es resaltada y puesta en primer plano por la nueva visión de la realidad
resultante de la conversión. Esta perspectiva es particularmente evidente en una las
descripciones de la naturaleza de más intensidad poética hechas por Edwards:
«Cuando nos deleitamos con praderas floridas y suaves brisas, podemos
considerar que solo vemos las emanaciones de la dulce benevolencia de
Jesucristo; cuando contemplamos la fragante rosa y el lirio, vemos su amor y
pureza. También los verdes árboles y campos, y el canto de los pájaros, son
emanaciones de su infinita alegría y benignidad; la facilidad y naturalidad de los
árboles y las vides son sombras de su infinita belleza y hermosura; los ríos
cristalinos y los arroyos murmurantes tienen las huellas de su dulce gracia y
generosidad»[33].
La visión cristiana de la realidad nos permite así ver la naturaleza de tal modo
que sus bellezas «son realmente emanaciones, o sombras, de las excelencias del Hijo
de Dios»[34]. Edwards ofrece un complemento teológico al relato científico que
proporciona una visión enriquecida del mundo natural, resistente al reduccionismo
destructivo que constituye una característica tan desagradable del cientificismo.
Hemos visto en el apartado anterior cómo una teología natural puede corregir una
visión deficiente de la ciencia, que afirma que la realidad se limita a lo que puede
descubrir con sus métodos de investigación. Sin embargo, ¿por qué privilegiamos a
la ciencia de este modo, solo porque su objetivo es explicar el mundo? ¿Por qué no
dar peso a las disciplinas que interpretan el mundo y así nos ayudan a sentirnos
cómodos en él?[35]. Los seres humanos son animales que buscan sentido. Por eso
nunca nos conformamos con descripciones meramente objetivas o redescripciones
teóricas de la naturaleza, y recurrimos al arte, la música, la teología y la literatura
para que nos ayuden a entender esa visión más profunda y rica de la realidad.
Sin embargo, la ciencia, cuando es correctamente entendida, puede
fundamentar y enriquecer una interpretación cristiana de la naturaleza,
ofreciéndole una explicación ampliada tanto del mundo natural como del proceso
mediante el que lo contemplamos y respondemos a él. En esta sección
examinaremos la investigación reciente en el campo de la psicología del asombro,
analizaremos de qué modo podría esta enriquecer nuestra comprensión de cómo
respondemos a la belleza y prodigio del mundo natural, y relacionaremos con todo
ello con nuestra forma de entender la teología.
La mayoría de nosotros hemos tenido experiencias de asombro sobrecogedor en
presencia de la naturaleza. En mi caso recuerdo una noche oscura y silenciosa en el
desierto iraní, en la década de 1970, en la que las estrellas resplandecían con un frío
brillo intenso que nunca había visto antes[36]. Esta visión me provocó una
estremecedora emoción de asombro y sobrecogimiento en la que sentí una intensa
sensibilidad por el mundo natural. Probablemente era esto lo que el poeta Thomas
Gray quería decir cuando escribió su célebre verso «Todo el aire una quietud
solemne sostiene»[37]. Me sentí desbordado por algo más grande que yo mismo,
cuyo significado pleno sabía que nunca podría comprender plenamente. Era como
si el tiempo se hubiera detenido.
El reciente uso popular de la palabra impresionante ha degradado un tanto su
significado pleno, reduciendo su sentido a algo parecido a «una aprobación
entusiasta de algo», como en la frase «Eso es impresionante». Sin embargo, la
investigación psicológica está dejando cada vez más claro que solo unas clases
especiales de objetos y entornos provocan sensaciones que pueden describirse
genuinamente con la palabra asombro. El estudio psicológico riguroso de la
emoción del asombro se remonta a 2003, cuando Dacher Keltner y Jonathan Haidt
propusieron dos características esenciales que compartían las experiencias del
asombro: una sensación de inmensidad y la necesidad de «acomodación» (por usar
un término tomado del psicólogo del desarrollo Jean Piaget [1896-1980])[38]. Un
estímulo que induce al asombro –como la vista del cielo nocturno despejado o una
intensa experiencia religiosa– provoca una sensación de inmensidad en la que se
revela algo que parece mucho más grande que las cosas a las que estamos
habituados, tanto física como metafóricamente, y que nosotros.
Esta sensación de inmensidad contribuye a generar lo que Piaget denomina
«acomodación»: «la modificación de una actividad o capacidad ante las exigencias
del entorno»[39]. Nuestros esquemas cognitivos se demuestran incapaces de hacer
frente a la inmensidad del universo. La palabra coloquial alucinante puede carecer
de la precisión de la noción de acomodación de Piaget, pero, en definitiva, expresa
la misma idea. La experiencia del asombro conduce a ciertas reacciones físicas, a
saber: abrimos de par en par los ojos, nos quedamos con la boca abierta y hacemos
una inspiración[40].
La psicología del asombro nos permite enriquecer nuestra comprensión de
cómo experimentamos la naturaleza. Nos esforzamos por tomarla en su
inmensidad, y descubrimos que, como consecuencia, nuestros mapas mentales se
ven sometidos a presión, llevándonos a admitir la derrota intelectual expresada en
frases como «No puedo asimilarlo». La investigación sugiere también que una
experiencia de asombro conduce a una atención acentuada al objeto que la provoca,
suscitando fundamentalmente sentimientos espirituales o religiosos[41]. Resulta
fácil ver cómo estas ideas pueden aplicarse a la respuesta humana a Dios en el culto,
que podría enmarcarse en el intento humano de responder a la inmensidad de Dios
(expresada teológicamente con los términos gloria o majestad). Al final, somos
incapaces de expresar o articular adecuadamente la gloria de Dios, y por ello
intentamos ir más allá de nosotros mismos en el espacio liminar de la adoración. La
psicología confirma aquí una sospecha teológica esencial: la incapacidad
fundamental de la mente humana para aprehender plenamente a Dios, lo que
teológicamente se expresa en la doctrina de la Trinidad (véanse pp. 188-192).
Conclusión
El físico norteamericano John Wheeler (1911-2008) comentó una vez que los
«científicos viven en una isla rodeada por un mar de ignorancia»[42]. Algunas
personas son lo bastante ingenuas para suponer que el aumento del conocimiento
científico conduce a una reducción de lo que no sabemos. La realidad no es esa.
Cada nuevo descubrimiento científico plantea nuevas preguntas, revelando así lo
mucho que queda por conocer. Cada pregunta respondida abre nuevas preguntas;
cada avance en el conocimiento revela que hay mucho más que no sabemos. Por
eso Wheeler estaba en lo cierto cuando afirmó que «a medida que crece nuestra isla
de conocimiento, también crece la costa de nuestra ignorancia».
Sin embargo, la imagen de Wheeler de una ciencia como una isla de
conocimiento en medio de un mar de ambigüedad e incoherencia nos abre a una
pregunta fascinante. Nos invita a vernos a nosotros mismos de pie en la costa del
mundo. ¿Y qué si se encuentran signos de significado en esa orilla, arrastrados por
las corrientes oceánicas de tierras lejanas y desconocidas? ¿Y si esa isla en sí misma
nos da pistas para empezar a explorar el vasto océano que hay más allá? Esa era
ciertamente la opinión de Isaac Newton, que era profundamente consciente de que
sus propias investigaciones científicas no lo llevaban más allá de las tierras
fronterizas de algo más profundo y grande.
«Parece que solo he sido como un niño pequeño que juega en la orilla del mar,
distrayéndome de vez en cuando y encontrando un guijarro más suave o una
concha más bonita de lo normal, mientras que el gran océano de la verdad se
encontraba ante mí por descubrir»[43].
[1] Para un análisis a fondo, véase Alister MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of Natural
Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016.
[2] G. K. CHESTERTON, The Everlasting Man, Ignatius Press, San Francisco 1993, 105 [trad. esp.: El
hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2010].
[3] Bronwen HARALAMBOUS y Thomas W. NIELSEN, «Wonder as a Gateway Experience», en Kieran
Egan, Annabella Cant y Gillian Judson (eds.), Wonderful Education: The Centrality of Wonder
in Teaching and Learning, Routledge, London 2013, 219-238.
[4] Eric G. FORBES, «The Pre-Discovery Observations of Uranus», en Garry Hunt (ed.), Uranus and
the Outer Planets, Cambridge University Press, Cambridge 1983, 67-70.
[5] David FERGUSSON, «Types of Natural Theology», en F. LeRon Shults (ed.), The Evolution of
Rationality: Interdisciplinary Essays in Honor of J. Wentzel Van Huyssteen, Grand Rapids
2007, 380-389.
[6] Sobre mi enfoque, especialmente en relación con las ciencias naturales, véase Alister E.
MCGRATH, The Open Secret: A New Vision for Natural Theology, Blackwell, Oxford 2008; A
Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology, Westminster John Knox
Press, Louisville 2009; Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural
Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011; Re-Imagining Nature.
[7] Véase Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in
Early Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Schuster (eds.), The Science of
Nature in the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-183.
[8] Scott MANDELBROTE, «The Uses of Natural Theology in Seventeenth-Century England»: Science
in Context 3 (2007), 451-480. Sobre el contexto europeo en general, véase Brian W. OGILVIE,
«Natural History, Ethics, and Physico-Theology», en Gianna Pomata y Nancy G. Siraisi (eds.),
Historia: Empiricism and Erudition in Early Modern Europe, MIT Press, Cambridge 2005, 75-
103.
[9] Sarah THESIGER, «The Orchestra of Sir John Davies and the Image of the Dance»: Journal of the
Warburg and Courtauld Institutes 36 (1973), 277-304.
[10] Las palabras iniciales de la «Ode» son: «The spacious firmament on high» [El amplio
firmamento en lo alto].
[11] La otra gran obra artística de esta época que relaciona este texto bíblico con una sensación más
general de la armonía del cosmos es La creación de Josef Haydn; véase especialmente Mark
BERRY, «Haydn’s “Creation” and Enlightenment Theology»: Austrian History Yearbook 39
(2008), 25-44.
[12] Joseph ADDISON, Works, 6 vols., Vernor & Hood, London 1804, vol. 2, 465: «El incansable Sol,
día a día, / muestra el poder de su Creador, / y publica por doquier / la obra de una Mano
Todopoderosa» // «En el oído de la Razón todos se regocijan, / y lanzan un grito glorioso, /
cantando para siempre, mientras brillan: / “La Mano que nos hizo es divina”».
[13] Giuseppe TANZELLA-NITTI, «The Two Books Prior to the Scientific Revolution»: Annales
Theologici 1 (2004), 51-83.
[14] Véase Rob ILLIFFE, «Newton, God, and the Mathematics of the Two Books», en Snezana
Lawrence y Mark McCartney (eds.), Mathematicians and Their Gods: Interactions between
Mathematics and Religious Beliefs, Oxford University Press, Oxford 2015, 121-144.
[15] Fergus KERR, Immortal Longings: Versions of Transcending Humanity, SPCK, London 1997,
159-184.
[16] Justin L. BARRETT, «Exploring the Natural Foundations of Religion»: Trends in Cognitive
Sciences 1 (2000), 29-34. Para una explicación más completa de esta posición, véase Justin L.
BARRETT, Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham 2004. Debemos ser
cautos al interpretar estos descubrimientos; al respecto véase Jonathan JONG, Christopher
KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the Philosophical Implications of the
Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für systematische Theologie und
Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266.
[17] Véase, por ejemplo, William F. BREWER y Bruce L. LAMBER, «The Theory-Ladenness of
Observation and the Theory-Ladenness of the Rest of the Scientific Process»: Philosophy of
Science 3 (2001), 176-186.
[18] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London
18472, vol. 1, 1.
[19] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin
Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103.
[20] Estudio detalladamente este punto en MCGRATH, Re-Imagining Nature.
[21] Véase MCGRATH, Re-Imagining Nature.
[22] Morna D. HOOKER, «Chalcedon and the New Testament», en Sarah Coakley y David A. Pailin
(eds.), The Making and Remaking of Christian Doctrine, Clarendon Press, Oxford 1993, 73-93.
[23] BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, 1259, II, 10.
[24] Sobre la explicación de Brunner de este aspecto «erístico» de la teología, véase Alister
MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford 2014, 62-74.
[25] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London 19883, 395. Véase un estudio en Philip FISHER,
Wonder, the Rainbow, and the Aesthetics of Rare Experiences, Harvard University Press,
Cambridge 1998 [trad. esp.: Lamia, traducción, prólogo y notas de Luis Alberto de Cuenca y
José Fernández Bueno, Reino de Cordelia, Madrid 2013].
[26] Keats, Complete Poems, 395 [trad. esp., 43].
[27] Richard DAWKINS, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder,
cit.
[28] Reinhold NIEBUHR, Leaves from the Notebook of a Tamed Cynic, Willett, Clark & Colby,
Chicago 1929, 141. Hay que observar que el término fundamentalismo había comenzado a
usarse de forma generalizada pocos años antes.
[29] Theodore ROSZAK, The Making of a Counter Culture, Anchor, New York 1969, 229; cursiva en
el original [trad. esp.: El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona 1970, 244].
[30] Por ejemplo, véase Ronald INGLEHART, The Silent Revolution: Changing Values and Political
Styles among Western Publics, Princeton University Press, Princeton 1977, 364-365.
[31] Véase el análisis del naturalismo en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science,
Religion, and Naturalism, Oxford University Press, New York 2011.
[32] Michael J. MCCLYMOND y Gerald R. MCDERMOTT, The Theology of Jonathan Edwards, Oxford
University Press, New York 2012, 311-320.
[33] Jonathan EDWARDS, Miscellanies, nro. 108, en Works, 26 vols., Yale University Press, New
Haven 1977-2009, vol. 13, 279.
[34] EDWARDS, Miscellanies, nro. 108.
[35] Sobre esto, véase Roger SCRUTON, «Scientism in the Arts and Humanities»: The New Atlantis 40
(2013), 33-46.
[36] Véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science,
Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015, 1-2.
[37] Thomas GRAY, Elegy Written in a Country Churchyard (1746).
[38] Dacher KELTNER y Jonathan HAIDT, «Approaching Awe, a Moral, Spiritual and Aesthetic
Emotion»: Cognition and Emotion 2 (2003), 297-314. Véase también el estudio posterior de
Michelle N. SHIOTA, Dacher KELTNER y Amanda MOSSMAN, «The Nature of Awe: Elicitors,
Appraisals, and Effects on Self-Concept»: Cognition and Emotion 5 (2007), 944-963.
[39] Guy R. LEFRANÇOIS, Theories of Human Learning, Brooks-Cole Publishers, Pacific Grove 19953,
329-330.
[40] B. CAMPOS, M. N. SHIOTA, D. KELTNER, G. C. GONZAGA y J. L. GOETZ, «What Is Shared, What Is
Different?: Core Relational Themes and Expressive Displays of Eight Positive Emotions»:
Cognition and Emotion 1 (2013), 37-52.
[41] Patty VAN CAPPELLEN y Vassilis SAROGLOU, «Awe Activates Religious and Spiritual Feelings and
Behavioral Intentions»: Psychology of Religion and Spirituality 3 (2012), 223-236.
[42] Para una reflexión extensa sobre esta imagen, véase Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge:
The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014.
[43] David BREWSTER, Life of Sir Isaac Newton, revisada por W. T. Lynn, Tegg, London 1875, 303.
Conclusión
Necesitamos toda la sabiduría que poseemos para hacer frente a los desafíos del
momento. Sin embargo, mientras que Wilson ve la conversación entre ciencia y
teología como una necesidad pragmática, yo la veo como una oportunidad
excelente para enriquecer nuestra visión de la realidad, impulsados por la
consciencia de la imagen más grande de la realidad que ella hace posible.
No obstante, al final tenemos que hacer algo más que lograr una integración
personalmente satisfactoria de la ciencia y la fe. La cultura occidental todavía está
cautivada por el mito, largamente desacreditado, de la «guerra» perpetua entre la
ciencia y la religión. El medio más eficaz para desafiar esta ideología obsoleta no es
refutarla histórica o argumentativamente, sino demostrar que pueden ser reunidas
y mantenidas juntas con integridad por los científicos investigadores en activo.
Aunque he escrito este libro principalmente para animar a todos los lectores a
asimilar esta visión más rica de la realidad, el desafío mayor es conseguir que se
grabe en la imaginación de nuestra cultura. Los teólogos con formación científica
pueden hacer mucho al respecto, pero los más indicados son los científicos con
formación teológica. Ellos constituyen a la vez el público previsto y el resultado
buscado en este libro.
[1] Evelyn WAUGH, carta a Edward Sackville-West, citado en Michael DE-LA-NOY, Eddy: The Life
of Edward Sackville-West, Bodley Head, London 1988, 237.
[2] «Naturalist E. O. Wilson is Optimistic»: Harvard University Gazette, 15 de junio de 2006;
http://news.harvard.edu/gazette/2006/06.15/03-biodiversity.html.
[3] Véase especialmente Edward O. WILSON, The Social Conquest of Earth, W. W. Norton, New
York 2012 [trad. esp.: La conquista social de la Tierra, Debate, Barcelona 2012].
[4] Edward O. WILSON, Consilience: The Unity of Knowledge, Vintage, New York 1999, 294 [trad.
esp.: Consiliencia: La unidad del conocimiento, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1999].
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WARD, Keith, More Than Matter: Is Matter All We Really Are?, Lion Hudson,
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Índice general
Índice
Prefacio
Primera parte
Presentación del tema
Segunda parte
Ciencia y teología: tres autores
Introducción
Tercera parte
Teología y ciencia: conversaciones paralelas
Introducción
Conclusión
Bibliografía
Índice general
Table of Contents
Índice 6
Prefacio 8
Primera parte 13
1.Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad 14
Segunda parte 35
Introducción 35
2.Charles A. Coulson (1910-1974) 37
3.Thomas F. Torrance (1913-2007) 54
4.John Polkinghorne (1930-) 72
Tercera parte 89
5.Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad 91
6.La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad 110
7.Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad
129
compleja
8.Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin 146
9.La identidad humana: perspectivas científica y teológica 164
10.Teología natural: la conexión entre ciencia y teología 180
Conclusión 199
Bibliografía 202
Índice general 206
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