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ALISTER McGRATH

UNA VISIÓN ENRIQUECIDA DE LA


REALIDAD

El diálogo entre la teología


y las ciencias naturales
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Grupo de Comunicación Loyola


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Título original:
Enriching our vision of reality.
Theology and the natural sciences in dialogue
© Alister McGrath, 2016
Reservados todos los derechos. Esta traducción de Enriching our vision of reality (publicado
originalmente en 2016) se publica en virtud de un acuerdo con The Society for Promoting
Christian Knowledge, Londres, Inglaterra (www.spck.org.uk).

Traducción:
José Pérez Escobar
© Universidad Pontificia Comillas, 2019
28049 Madrid
www.comillas.edu

© Editorial Sal Terrae, 2019


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 944 470 358
info@gcloyola.com / gcloyola.com

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas, Sinclair

El presente volumen se publica gracias a una subvención concedida por la


Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son las
del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de la Fundación John
Templeton.

ISBN: 978-84-293-2904-9
Índice

Prefacio

Primera parte
Presentación del tema
1. Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad

Segunda parte
Ciencia y teología: tres autores

Introducción
2. Charles A. Coulson (1910-1974)
3. Thomas F. Torrance (1913-2007)
4. John Polkinghorne (1930-)

Tercera parte
Teología y ciencia: conversaciones paralelas

Introducción
5. Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad
6. La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad
7. Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja
8. Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin
9. La identidad humana: perspectivas científica y teológica
10. Teología natural: la conexión entre ciencia y teología

Conclusión
Bibliografía

Índice general
Prefacio

N UNCA PENSÉ QUE ESCRIBIRÍA ESTE LIBRO. Es la historia de un viajero en un territorio


extraño que nunca esperaba visitar, pero que llegué a amar tanto cuando lo
descubrí que ahora vivo permanentemente en él. Como muchas personas en la
década de 1960, crecí pensando que la ciencia estaba en guerra con la fe religiosa.
Mi amor juvenil por la ciencia parecía excluir todo interés por la creencia religiosa,
que consideraba un absurdo irracional más apropiado para estudiantes de bajo
rendimiento intelectual. Esperaba con seguridad que la ciencia respondería a todas
mis preguntas. Y de no responderlas, el problema sería de las preguntas hechas. El
ateísmo me parecía la única opción intelectual viable para un científico que piensa,
como era yo.
Pero algo me ocurrió en mi primer curso en la Universidad de Oxford a finales
de 1971, cuando comencé a estudiar seriamente la ciencia. Es algo que no llego a
comprender totalmente ni siquiera en la actualidad. Resumiendo, me di cuenta –
para mi sorpresa y fastidio– de que el cristianismo daba mucho más sentido a las
cosas que el ateísmo. Empecé a ver las cosas de un modo nuevo, como si se me
hubieran abierto los ojos. Ciencia y teología cristiana podían concebirse como dos
modos diferentes de explorar una realidad compleja y maravillosa. A veces podían
estar en tensión entre sí, pero con más frecuencia podían reforzarse mutuamente
en su comprensión de la realidad, abriendo así a una visión más profunda de la
vida. Todo dependía de cómo las colocaras en un mapa mental. Y, a medida que mi
antiguo mapa ateo de la realidad cedió su lugar a un mapa cristiano, descubrí que
podía situar las ciencias naturales y la fe cristiana de una manera nueva y más
satisfactoria. Al cabo de cuarenta años, aún sigo pensando de esta manera, pese a
mis preguntas constantes y el refinado de mis ideas básicas de entonces.
Comencé estudiando Química en Oxford, y me especialicé en el área de la
teoría cuántica molecular. Para el doctorado me pasé al campo de las ciencias
biológicas y trabajé en el grupo de investigación del profesor George Radda,
dedicado a desarrollar nuevos métodos físicos para investigar sistemas biológicos
complejos. Después, me puse a estudiar teología cristiana en profundidad,
analizando el desarrollo histórico de algunas ideas cristianas fundamentales,
especialmente durante los primeros tiempos de la Era Moderna, sentando las bases
para una conversación y un diálogo rigurosos entre las ciencias naturales y la
teología cristiana. Ejercí de profesor de Teología Histórica en la Universidad de
Oxford entre 1999 y 2008, antes de ocuparme de la cátedra de Teología en el King’s
College de Londres entre 2008 y 2014. Regresé después a la Universidad de Oxford,
donde ocupo la cátedra Andreas Idreos de Ciencia y Religión y dirijo el Centro Ian
Ramsey para la Ciencia y la Religión, que me proporciona una extraordinaria
plataforma pública desde la que investigar en la interacción entre ciencia y
teología.
Este libro no es realmente una obra rigurosamente científica dirigida a los
profesionales que están inmersos en estos campos de la ciencia y la teología, y que,
por tanto, están ya familiarizados con la bibliografía y los temas. Se dirige a una
audiencia más amplia, que incluye a los científicos interesados en la teología y a los
teólogos conscientes de la importancia de las ciencias naturales. Espero exponer y
explicar temas importantes e interesantes sin recurrir a los tecnicismos requeridos
por una obra universitaria. He redactado el texto del modo más sencillo y accesible
posible, si bien proporciono extensas referencias para quienes quieran seguir
profundizando en estas ideas.
El libro es una guía del viajero al nuevo mundo que descubrí a principios de los
70. Su objetivo es ayudar a que tanto los teólogos como los científicos integren sus
ideas en un todo más rico que les permita tener una visión estereoscópica de un
mundo complejo formado por abundantes texturas. Tanto las ciencias como la
teología por sí solas corren el riesgo de ofrecernos una explicación limitada y
deficiente del mundo, carente de todo sentido de profundidad. Lo que sigue es una
invitación a profundizar más en lo que Isaac Newton llamó el «océano de la
verdad», enriqueciendo nuestra visión de la realidad mediante un diálogo bien
fundamentado entre la teología cristiana y las ciencias naturales.
La principal motivación para escribir esta obra es alentar a otros a explorar
cómo las ciencias naturales y la teología cristiana pueden hablar entre sí de manera
significativa. La mejor refutación del mito de la contienda entre ciencia y fe, que
propone el nuevo ateísmo, no procede de un argumento intelectual aislado, sino de
una persona que, pensando, haya integrado la comprensión de las ciencias naturales
con la fe cristiana. En nuestra cultura posmoderna, el testimonio personal es
superior al argumento.
No obstante, mi objetivo no es simplemente alentar a un enriquecimiento y una
profundización de una visión personal de la fe. En lo que sigue, pondré de
relevancia la importancia de los cambios en las percepciones públicas de la ciencia
y de la fe. Un estudio empírico reciente sugiere que las percepciones del público
estadounidense sobre la relación religión-ciencia no se vieron influidas cuando
leyeron la obra de un científico (como Richard Dawkins) que cree que la ciencia y
la religión están en conflicto; sin embargo, la lectura de la obra de un científico
(como Francis Collins) que cree que la ciencia y la religión pueden influirse y
guiarse mutuamente de manera positiva llevó a las personas a una visión más
colaborativa de la religión y la ciencia[1]. Esta es, claramente, una perspectiva que
yo quiero alentar.
La primera parte consta de un capítulo en el que se presenta el tema del libro
mediante una reflexión sobre la cuestión general de la relación entre las ciencias
naturales y la teología cristiana. Las ciencias naturales destacan por ofrecer una
explicación de cómo funciona nuestro mundo. Pero ¿y si los seres humanos
necesitan algo más que una «concepción puramente racional de nuestra existencia»
(Albert Einstein)? Este capítulo indaga en la importancia de la búsqueda humana
de la inteligibilidad y la coherencia, y en cómo la teología cristiana ofrece un gran
cuadro del mundo que las mantiene unidas de una manera atractiva y
racionalmente plausible.
La segunda parte presenta a tres personas que en el pasado reciente han
contribuido notablemente a estimular que se hable de la relación entre ciencia y
teología y a quienes personalmente considero de gran ayuda: el químico teórico
Charles A. Coulson, el teólogo Thomas F. Torrance y el físico cuántico John
Polkinghorne. En cada caso, abordaré algunas de sus contribuciones esenciales a las
conversaciones entre ciencia y teología y reflexionaré sobre su importancia general.
Sin duda, existen otros excelentes ejemplos de científicos comprometidos
teológicamente y de teólogos con formación científica que podrían haber sido
incluidos aquí. No obstante, me he limitado a estos tres personajes por su
excepcional contribución a la correlación de la teología y la ciencia, su
accesibilidad como figuras destacadas en este campo y el estímulo que han dado a
mis propias reflexiones sobre estos temas.
La tercera parte está formada por seis conversaciones paralelas entre ciencia y
teología que sientan las bases para el tipo de visión enriquecida de la realidad que
espero lograr y fomentar. Cada conversación representa un intento de hacernos
una idea de una realidad más grande que nos permita verla de un modo centrado y
manejable. El capítulo 5 ofrece una breve exposición preliminar de los paralelismos
y las divergencias entre las teorías científicas y las doctrinas cristianas. A
continuación, pasamos a comentar la transparencia racional de la realidad en el
capítulo 6. ¿Por qué somos capaces de darle tanto sentido al mundo? ¿Cómo encaja
esto con la manera cristiana de pensar sobre él? ¿Y qué razones podemos dar para
pensar que nuestras creencias científicas sobre el mundo y nuestras creencias
religiosas sobre Dios son defendibles?
Lógicamente, estas cuestiones nos llevan al capítulo 7, que estudia el uso de
analogías y modelos en ciencia y en teología. Tanto las ciencias de la naturaleza
como la teología cristiana admiten que intentan representar una realidad que, en
cierto modo, parece escapar a su reducción a palabras, lo que suscita importantes
preguntas sobre los límites y el alcance de dichas disciplinas. Analizaremos un
ejemplo teológico que nos ayude a entender este punto –la clásica doctrina de las
«dos naturalezas» de Cristo– antes de estudiar la noción de misterio en la ciencia y
en la teología, centrándonos en la doctrina de la Trinidad.
El capítulo 8 nos mueve al territorio de las ciencias de la vida. La mayor parte
de la discusión sobre la relación entre ciencias naturales y teología tiende a
centrarse en las ciencias físicas; es claramente importante ampliar este horizonte
para incluir otras disciplinas científicas. Estudiaremos en este capítulo la función de
la fe –tanto en su sentido general de confianza como en su sentido más
específicamente religioso– en la presentación que hace Charles Darwin de la teoría
de la selección natural en su famoso libro El origen de las especies (1859), y
reflexionaremos sobre la cuestión más amplia de la relación entre esta teoría y la
creencia religiosa en opinión de Darwin.
Trataremos en el capítulo 9 la complejidad de la naturaleza humana y algunas
tendencias reduccionistas, manifestadas en los debates recientes, que ofrecen
explicaciones truncadas y puramente funcionales de la identidad humana. En este
análisis resaltamos la importancia de contar con múltiples perspectivas sobre una
realidad compleja y la insuficiencia de las perspectivas o niveles de compromiso
unilaterales con respecto a la naturaleza y la identidad del ser humano.
El capítulo 10 explora la fascinante área generalmente conocida como «teología
natural», entendida habitualmente como la interconexión conceptual e imaginativa
entre Dios y el mundo natural. ¿Qué oportunidades ofrece este enfoque para un
enriquecimiento del diálogo entre ciencia y fe? ¿Y cómo podría funcionar en
reflexiones de mayor alcance? Finalmente, el libro concluye resaltando la necesidad
de que se produzca, al menos, cierto grado de integración entre ciencia y fe –
especialmente por parte del científico creyente– y las oportunidades que se abren
gracias a ella.
Me complace mucho agradecer las numerosas conversaciones y debates que he
mantenido con personas dedicadas a la exploración de la relación entre la ciencia y
la fe, y que han dado una mayor profundidad y rigor a mis ideas. Como resultará
evidente por lo que sigue, es mucho cuanto debo a Charles A. Coulson, Thomas F.
Torrance y John Polkinghorne. No obstante, también ha habido otros que me han
ayudado con las conversaciones y otros recursos académicos, en particular John
Hedley Brooke, Joanna Collicutt, Francis Collins, Peter Harrison, Denis Noble y
Rowan Williams. También tengo una deuda más compleja con las tres figuras
representativas del nuevo ateísmo con quienes he tenido el privilegio de debatir en
años recientes: Richard Dawkins, Daniel Dennett y el desaparecido Christopher
Hitchens. Es justo reconocer su cooperación. Aunque no estaban de acuerdo con
mi enfoque, me ayudaron a darme cuenta de la gran importancia de estas
cuestiones y me desafiaron a seguir desarrollando mi pensamiento.

ALISTER MCGRATH

[1] Christopher P. SCHEITLE y Elaine Howard ECKLUND, «The Influence of Science Popularizers on
the Public’s View of Religion and Science: An Experimental Assessment»: Public
Understanding of Science (2015). DOI: 10.1177/0963662515588432. Francis S. Collins fue
durante muchos años director del Proyecto Genoma Humano. Es más conocido por su libro
¿Cómo habla Dios?: La evidencia científica de la fe, Planeta, Barcelona 2016.
PRIMERA PARTE

Presentación del tema


1
Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad

El tema de este libro es la relación entre las ciencias naturales y la teología


cristiana. Es un tema de no poca importancia, dados el gran relieve que tanto la
ciencia como la religión tienen en los debates y las discusiones culturales
contemporáneos y la creciente consciencia de que la religión no está
desapareciendo de la vida pública a pesar de las confiadas profecías del nuevo
ateísmo. Ahora bien, no es suficiente una mera constatación pragmática de la
importancia de estos temas. Toda discusión sobre la relación entre ciencias
naturales y teología cristiana debe ubicarse en un marco de comprensión que nos
ayude a posicionarlas. Necesitamos una perspectiva global que no cree simplemente
un espacio para las dos, sino que permita entender la naturaleza, los límites y los
beneficios de su interacción.

Teorías y grandes cuadros. Reflexiones iniciales

Existe un interés creciente en las disciplinas intelectuales por recuperar la idea de


un gran cuadro, un modo fecundo de ver las cosas que aspira a enmarcar y
mantener unidos los elementos de nuestra experiencia y observación, dando un
sentido de estabilidad y coherencia a la vida y al pensamiento[1]. El Nuevo
Testamento habla de la «mente de Cristo» (1 Corintios 2,16; Filipenses 2,5), un
patrón de pensamiento comunitario sobre la vida y el mundo que se revela en
Jesucristo como Dios encarnado[2]. Desde el principio, los teólogos cristianos se
dieron cuenta del potencial de su fe para generar y sostener una visión general de
la vida. Es célebre la afirmación de C. S. Lewis de que su fe cristiana le permitió dar
sentido a cualquier otro aspecto de su vida racional e imaginativa, incluidas las
ciencias naturales. Esta convicción se expresa bellamente en la siguiente
declaración firmada por él (que ahora se encuentra inscrita en su lápida del Poets’
Corner de la abadía de Westminster): «Creo en el cristianismo como creo que el sol
sale por la mañana: no solo porque lo veo, sino porque por medio de él lo veo
todo»[3].
Antes de abordar la cuestión de las teorías y las perspectivas globales de forma
más detallada, será útil reflexionar brevemente sobre el tema, más general, de su
importancia. ¿Para qué sirven? ¿Qué ventajas aportan? Y ¿cómo pueden
equivocarse? Lo importante es apreciar aquí lo profundamente humano que es
buscar una perspectiva global o un gran relato de la vida que incluya nuestro lugar
en el universo. Ya sea correcto o erróneo, bueno o malo, el hecho es que está
incrustado profundamente en nuestra naturaleza como seres humanos. Muchos de
los que niegan tener teorías o creencias sobre la vida –como los representantes del
nuevo ateísmo[4]– resultan tener, de hecho, implícitas opiniones teóricas o
creencias adoptadas que son simplemente tratadas como verdades evidentes por sí
mismas que, por tanto, no requieren justificación alguna. Una de las motivaciones
de la ira dirigida por algunos nuevos ateos contra sus muchos críticos es que el
proceso de crítica ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de sus creencias
fundamentales, que trataron, de manera imprudente, como hechos.
Son dos los beneficios fundamentales de una perspectiva global, que
exploraremos a lo largo de este libro, especialmente en este capítulo. Primero, nos
proporciona un modo de ver el mundo que lo sitúa en primer plano y permite que
sea contemplado con más nitidez. Segundo, una buena teoría muestra cómo están
interconectadas las cosas, permitiéndonos ubicar acontecimientos y observaciones
dentro de una red de sentido. Una buena perspectiva global nos desvela –pero no
inventa– tanto la inteligibilidad como la coherencia de la realidad.
No obstante, este enfoque tiene peligros potenciales, tres de los cuales poseen
una particular importancia. El primero es que una teoría puede fácilmente cegarnos
con respecto a ciertas cosas, que no logramos ver porque creemos que no hay nada
que ver. El nuevo ateísmo constituye probablemente el ejemplo más obvio de este
problema. Su insistencia dogmática en la inexistencia de Dios y la demonización
retórica de quienes creen, tachándolos de necios ilusos o locos peligrosos, generan
en el movimiento una aversión fundamental a considerar seriamente la idea de que
el mundo podría remitir a Dios o tener más sentido desde un punto de vista teísta.
El segundo es que llegamos a obsesionarnos tanto con el modelo intelectual que
encontramos en las teorías que perdemos de vista el gran prodigio y la belleza del
universo mismo que estas teorías representan o describen. La novelista cristiana
Dorothy L. Sayers (1893-1957), por ejemplo, de vez en cuando se encontraba
preguntándose si se había enamorado del patrón intelectual que encontró en la
teología cristiana hasta el punto de perder de vista la figura central de su fe, es
decir, a Jesucristo (véase p. 164). Cuando se entiende correctamente, la teoría no es
un fin en sí misma; es un medio para enriquecer nuestro deleite y comprensión de
lo que representa. Cuando se entiende erróneamente, nos lleva a dar demasiadas
vueltas a las cosas y terminamos centrándonos en representaciones provisionales y
parciales de la realidad, más que en la indómita e inquebrantable realidad misma.
Hay una tercera causa de preocupación en este contexto, a saber, el riesgo de
lecturas de la naturaleza excesivamente ambiciosas o dogmáticas impulsadas por la
teoría. Podríamos pensar, por ejemplo, en Arthur Koestler (1905-1983), cuya
adhesión a una ideología marxista-leninista en la década de 1930 lo llevó a ver el
mundo de una manera simplista y altamente politizada. En su autobiografía,
Koestler describe su propio alejamiento gradual de sus certezas ideológicas
juveniles sobre el mundo hacia un reconocimiento renuente de su oscuridad y
resistencia a la interpretación definitiva.
«En mi juventud miraba el universo como un libro abierto, impreso con el
lenguaje de las ecuaciones físicas y los determinantes sociales, mientras que
ahora me parece un texto escrito con tinta invisible del que, en raros momentos
de gracia, somos capaces de descifrar un pequeño fragmento»[5].

La explicación que da Koestler sobre su desencanto con las certezas teóricas del
marxismo-leninismo es un texto fascinante de leer. Al final, sin embargo, su
problema no fue que reconociera la necesidad de una teoría para entender el
mundo, sino que se dio cuenta de que había elegido la teoría equivocada. Todos
necesitamos algún tipo de marco teórico –por modesto, provisional y corregible
que sea– para dar sentido a la naturaleza, la historia y la vida. Consciente o
inconscientemente, todos vemos la vida con unas gafas teóricas que dan forma a lo
que vemos y –lo que quizá es más importante– a lo que no vemos. Por eso es
importante que la teoría sea correcta.
A lo largo del libro defenderé la opinión de que la perspectiva global cristiana
del mundo es justificable, útil y fidedigna, sobre todo al dar un sentido a los éxitos y
los límites de las ciencias naturales y proporcionar una visión enriquecida de la
realidad que supera la ofrecida por la rigurosa aplicación del método científico. Por
el camino, abordaremos cuestiones e inquietudes importantes, incluidas las ya
mencionadas.
Así pues, ¿por dónde empezamos? Quizá el punto de partida más obvio es
elogiar a las ciencias naturales y reflexionar sobre sus implicaciones profundas,
incluidos sus límites.

Grande es la ciencia, pero necesitamos más que la ciencia

La ciencia es uno de los logros más importantes y más hondamente satisfactorios de


la humanidad. Yo me enamoré de ella cuando era adolescente y nunca he dejado de
disfrutar con el estudio científico de la naturaleza. Sin embargo, aun cuando de
joven amaba la ciencia, tenía la sensación de que no estaba completa. La ciencia me
ayudaba a entender cómo funcionaban las cosas. Pero ¿qué sentido tenían? La
ciencia me daba una respuesta clara si yo me preguntaba por mi nacimiento. No
obstante, parecía incapaz de responder a una pregunta más profunda. ¿Por qué
estaba aquí? ¿Cuál era el sentido de mi existencia, el sentido de la vida?
La cuestión es si las ciencias naturales pueden ayudarnos a dialogar sobre estos
temas más profundos, que Karl Popper, como es bien sabido, situó en el contexto
de las «cuestiones últimas»[6]. Para Popper, estas eran cuestiones existencialmente
relevantes, enraizadas en las profundidades de nuestro ser, pero que trascendían la
capacidad de respuesta de las ciencias naturales. El físico John Wheeler (1911-
2008) sostenía que nuestras observaciones científicas solo producen, a lo sumo, una
«isla de conocimiento» en un océano de incertidumbre[7]. La capacidad de la
ciencia para responder a las cuestiones filosóficas fundamentales del valor y el
sentido tiene sus límites, en parte reflejo de las limitaciones de los instrumentos
que usamos para explorar la realidad, y en parte también por la naturaleza de la
realidad física misma.
¿Por qué no limitarnos a la relativa seguridad de esta pequeña isla de
conocimiento? Por dos razones obvias. La primera: sentimos que hay algo más que
puede conocerse y estamos inquietos hasta encontrarlo. Encontramos objetos
extraños que aparecen en la playa de nuestra isla y que remiten, posiblemente, a
misteriosos mundos desconocidos de más allá de su costa. Y la segunda, y más
importante: el tipo de conocimiento que podemos adquirir en esta isla es
existencialmente inadecuado. Por eso el filósofo español José Ortega y Gasset
(1833-1955) argumentaba que necesitamos más que la explicación parcial de la
realidad que nos ofrece la ciencia.
«La verdad científica se caracteriza por su precisión y la certeza de sus
predicciones. Pero la ciencia logra estas cualidades admirables a costa de
mantenerse en el nivel de las cuestiones secundarias, dejando intactas las
cuestiones decisivas y últimas»[8].

Ortega afirma que los seres humanos necesitan una «idea integral del universo»
que posea profundidad existencial y no meramente una funcionalidad cognitiva. La
ciencia tiene una capacidad maravillosa para explicar cómo funciona el mundo,
pero no satisface los anhelos y las cuestiones más profundos de la humanidad. La
gran virtud intelectual de la ciencia, según Ortega, es que conoce sus límites, que
están determinados por sus métodos de investigación. La ciencia responderá a las
preguntas que sabe que puede responder basándose en las pruebas obtenidas, y así
evita el tipo de inflación especulativa al que son propensos los filósofos y los
teólogos.
Sin embargo, en este contexto surge un problema: los seres humanos quieren
empujar más allá del punto en el que la ciencia debe parar si tiene que mantenerse
fiel a sus metodologías. Ortega reconoce que no hay un arco evidente que vincule
de forma segura e inequívoca el mundo empírico y alguna realidad trascendente.
No obstante, nos invita a imaginarnos un arco que une dos columnas de piedra.
Parte del arco se ha derrumbado. Sin embargo, mentalmente aún podemos ver la
huella de la arcada original y hacer con la imaginación, realmente, la conexión
entre las dos columnas. Esto es lo que sucede, comenta, con los mundos de la
experiencia y el sentido, de la ciencia y la fe. Podemos ver que existe un vínculo y
seguirlo con un acto de aceptación imaginativa, más que de análisis lógico.
Para Ortega, «nadie escapa de las preguntas últimas. De un modo u otro, están
en nosotros, nos guste o no. La verdad científica es exacta pero incompleta»[9]. Nos
sentimos impulsados a hacer preguntas más profundas sobre el sentido y tratamos
de encontrar un marco global que dé sentido a la vida en su totalidad[10]. Para ser
honestos con nosotros mismos, tenemos que seguir estos caminos y ver adónde nos
llevan.
Los científicos son seres humanos y, por tanto, tienden a hacerse estas
preguntas fundamentales, como todo el mundo. Así pues, ¿qué ocurre si la ciencia
no puede responderlas? La ciencia es muy buena a la hora de fragmentar las cosas.
Sin embargo, el análisis no es suficiente; necesitamos entretejer los diversos
elementos de nuestro mundo para percibir el cuadro global. Por eso necesitamos
una visión enriquecida de la realidad que consolide y expanda lo que la ciencia
puede contarnos sobre ella. La ciencia puede llenar parte de este marco global del
universo, pero deja vacías superficies importantes de este lienzo. Sin embargo,
nosotros sentimos que, para vivir con sentido, necesitamos más que esta perspectiva
parcial.
El gran físico Albert Einstein (1879-1955) indagó en este punto en una
memorable conferencia dictada en el Seminario Teológico de Princeton en 1939
sobre el tema general de «ciencia y religión». Es un artículo clásico de uno de los
más sobresalientes pensadores del mundo y merece una lectura atenta.
Comentando que, hasta muy recientemente, era general la idea de que «existía un
conflicto irresoluble entre ciencia y fe», Einstein subrayó la necesidad de cambiar
ese punto de vista. Reconociendo que «las convicciones pueden sostenerse mejor
con la experiencia y un pensamiento claro», Einstein hizo entonces un comentario
sumamente perspicaz: «Las convicciones que son necesarias y determinantes para
nuestra conducta y juicios no pueden hallarse siguiendo exclusivamente este rígido
camino científico»[11].
Einstein insistió en que las ciencias naturales son excelentes en su esfera de
competencia. Pero advirtió que «el método científico no puede enseñarnos nada
más allá de cómo se relacionan, y se condicionan, los hechos entre sí». Los seres
humanos necesitan más de lo que una «concepción puramente racional de nuestra
existencia» es capaz de ofrecer. Esto no significa que la apertura a las cuestiones
fundamentales sobre el sentido y el valor nos haga caer en algún tipo de
irracionalidad: «El conocimiento objetivo nos proporciona instrumentos poderosos
para lograr ciertos fines, pero el fin último y el anhelo de llegar a él deben proceder
de otra fuente»[12].
El argumento de Einstein es evocado en una declaración sorprendente de sir
Peter Medawar (1915-1987), biólogo que defendió el compromiso público de la
ciencia: «Solo los seres humanos encuentran su camino mediante una luz que
ilumina más que el pedazo de tierra en el que están»[13]. Los seres humanos parecen
poseer un deseo innato de ir más allá de los mecanismos de conexión con nuestro
mundo, buscando modelos más profundos de significado y sentido, y ser
impulsados por tal deseo. Esto no significa, por supuesto, que los modelos existan
por esa razón. Sin embargo, parece que hay algo en la identidad humana que
implica la búsqueda de algo más profundo de lo que encontramos mediante un
examen del mundo empírico. Dudo en intentar sintetizar el gran cuerpo de
literatura de investigación sobre este tema[14], pero parece que nos enfrentamos
mejor con nuestro complejo y desordenado mundo si sentimos que podemos
discernir un sentido y un valor dentro de nuestras propias vidas y en el orden
general de las cosas que nos rodean. Las ciencias naturales, sin embargo, solo
pueden ofrecer unas orientaciones limitadas en la reflexión sobre las cuestiones del
sentido y el valor.

Inteligibilidad y coherencia

Hay dos temas que tienen una importancia capital en la reflexión sobre la
interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana: la inteligibilidad y la
coherencia. Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana, de modos
diferentes, ofrecen una explicación coherente y fundamentada racionalmente del
mundo en el que vivimos y pensamos. La relevancia del primero de estos dos temas
se entiende fácilmente. Anhelamos un marco que nos ayude a dar sentido a lo que
observamos en nuestro entorno y experimentamos dentro de nosotros. Yo me sentí
atraído por el cristianismo porque noté que me permitía comprender y aprehender
la inteligibilidad de nuestro mundo.
El tiempo que dediqué a la ciencia me hizo comprender el modo en que esta
puede investigar un universo que es racionalmente transparente y creativamente
bello, susceptible de ser representado con elegantes formas matemáticas. Uno de los
más importantes puntos comunes entre las ciencias naturales y la teología cristiana
es la convicción fundamental de que el mundo está caracterizado por la regularidad
y la inteligibilidad[15]. Hay algo extraño en el mundo mismo y en la mente humana
que permite que la regularidad impresa en la naturaleza sea discernida,
representada y comprendida.
La percepción del orden y la inteligibilidad del cosmos es de enorme
importancia, tanto para la ciencia como para la religión. Como señala el físico Paul
Davies, «en la Europa del Renacimiento, la justificación de lo que hoy llamamos
investigación científica era la creencia en un Dios racional cuyo orden creado podía
discernirse estudiando cuidadosamente la naturaleza»[16]. Pero ¿cómo explicar esta
regularidad de la naturaleza? ¿O la capacidad de representarla tan bien? ¿Por qué
nos resulta realmente inteligible la naturaleza? La capacidad humana para
comprender nuestro mundo parece estar muy por encima de todo lo que
razonablemente podría considerarse una estrategia evolutiva para conferir una
ventaja de supervivencia o simplemente un subproducto fortuito del proceso
evolutivo.
Esta es una de las razones por la que la filosofía de la ciencia ha abandonado el
positivismo radical de comienzos del siglo XX, que afirmaba que la ciencia
meramente establecía relaciones puramente funcionales entre los datos que
observamos con nuestros sentidos[17]. Esta doctrina desfasada afirmaba que no
existía una perspectiva o un marco global, sino, a lo sumo, correlaciones entre las
observaciones. Toda aquella afirmación que rebasara la observación empírica no era
susceptible de demostración, y, por tanto, era considerada no científica. Se entendía
que la ciencia catalogaba las relaciones entre las observaciones, sin intentar
sintetizar su propia visión de la realidad. Esta visión pertenece ya en gran medida al
pasado. La mayoría estaría de acuerdo con la sugerencia del filósofo de la ciencia
Michael Polanyi (1891-1976): «La finalidad de la ciencia es descubrir la realidad
oculta que subyace en los hechos de la naturaleza»[18], que es lo que en primer
lugar hace inteligible el universo.
Como veremos en un capítulo posterior (pp. 95-116), John Polkinghorne
constituye un buen ejemplo de científico reflexivo que ve los métodos y las
hipótesis de las ciencias naturales como algo que apunta hacia la visión cristiana del
mundo. Existe, comenta, una «coherencia entre nuestra mente y el universo, entre
la racionalidad experimentada interiormente y la racionalidad observada fuera»[19].
Una metafísica naturalista es incapaz de arrojar luz sobre la profunda inteligibilidad
del universo, pues se ve obligada a tratarla como un afortunado accidente, una
casualidad conveniente que puede darse por supuesta y que no requiere discusión
ni explicación[20]. Sin embargo, una metafísica teísta afronta esta observación
proponiendo una manera de ver las cosas que afirma el origen común de la
racionalidad de nuestra mente y la estructura racional del mundo físico en la
racionalidad de Dios. Es decir, el cristianismo ofrece un marco que da sentido a lo
que de otra manera sería una feliz coincidencia cósmica.
Otros autores han señalado el creciente interés en lo que ahora se conoce
generalmente como «fenómenos antrópicos», y han sugerido que también están en
consonancia con una forma cristiana de pensar[21]. Se ha generalizado el uso del
término afinar para expresar que el universo parece haber poseído desde el
comienzo ciertas cualidades que eran favorables a la producción de vida
inteligente, capaz de reflexionar sobre las implicaciones de su existencia[22]. Las
constantes fundamentales de la naturaleza resultan haber sido «afinadas» para
garantizar los valores favorables a la vida. La existencia de vida basada en el
carbono en la Tierra depende de un delicado equilibrio de fuerzas y parámetros
físicos y cosmológicos, de tal modo que, de producirse una leve alteración en
cualquiera de estas cantidades, este equilibrio se habría destruido y la vida no
habría llegado a existir.
Otros han puesto de relieve la extraordinaria sensibilidad de las características
fundamentales o condiciones primeras del universo para el origen de la vida
cósmica. Sir Martin Rees, que fue astrónomo real y presidente de la Royal Society,
afirma que la aparición de la vida humana en el período que siguió al Big Bang está
regida por solo seis números determinados con tal precisión que una minúscula
variación de uno habría hecho que fueran imposibles el universo y la vida humana
que conocemos ahora[23]. Como ya comenté en las Gifford Lectures en 2009, en la
Universidad de Aberdeen, estos temas están en gran sintonía con la visión cristiana
de la realidad[24]. No prueban nada, y son posibles otras explicaciones. Pero en el
mapa mental cristiano tiene sentido este aspecto del mundo natural, como también
muchas de las aportaciones científicas. Es empíricamente adecuado, como también
es satisfactorio existencialmente.

La búsqueda de coherencia

No obstante, hay otro tema que requiere ser puesto en relación con la búsqueda de
la inteligibilidad, a saber, la búsqueda de la coherencia. El cristianismo proporciona
una red de sentido, una creencia profunda en la interconexión fundamental de
todo[25]. Es como estar en la cima de una montaña y mirar hacia abajo y ver un
conjunto de pueblos, campos, arroyos y bosques. Podemos tomar instantáneas de
todo lo que vemos. Pero lo que necesitamos es una panorámica que una las
instantáneas, es decir, que nos permita ver que existe un gran cuadro y que cada
una de las fotos tiene su lugar en ese todo mayor. El temor de muchos es que la
realidad esté formada simplemente por episodios, incidentes y observaciones
aislados y desconectados.
Nuestra era moderna ha sido testigo de la aparición de dudas importantes sobre
la coherencia de la realidad, muchas de las cuales surgieron de la «nueva filosofía»
de la Revolución Científica. ¿Destruyen las ideas científicas toda idea de una
realidad con sentido? El poeta John Donne (1572-1631) creía que las filosofías
radicales del Renacimiento parecían socavar todo sentido de conexión y
continuidad en el mundo. Todo cuanto parecía quedar era una serie de fragmentos
aislados y desconectados: «Todo en fragmentos queda, toda coherencia
desaparece»[26]. Así pues, ¿cómo podría sostenerse una visión coherente del
mundo?
Algunos sugieren que las recientes tendencias intelectuales han suscitado una
nueva amenaza para la idea de una realidad coherente. Por ejemplo, la idea de
Nancy Cartwright de un «mundo veteado»[27] nos invita a concebir el mundo como
una colcha de retales formada por órdenes y racionalidades divergentes que reflejan
más lo local que las leyes universales de la naturaleza. Mientras que C. S. Lewis
defendía que «no leemos la racionalidad en un universo irracional, sino que
respondemos a una racionalidad con la que siempre ha estado saturado el
universo»[28], Cartwright sostiene que somos nosotros quienes imponemos ese
orden o racionalidad únicos, cuando en realidad hay una diversidad de órdenes que
exigen múltiples explicaciones del mundo natural y sus estructuras. De hecho,
podría no haber ningún orden. Para Lewis, tratamos de responder al universo como
es realmente; para Cartwright, corremos el riesgo de inventar nuestro propio
universo ordenado e ignorar el que nos rodea.
La teología cristiana ofrece una visión de la realidad que nos permite hablar de
que todas las cosas «se mantienen unidas» o están «entrelazadas» en Cristo
(Colosenses 1,17)[29]. Este tema ha sido desarrollado por muchos teólogos,
especialmente durante la Edad Media[30]. En un breve comentario sobre la Divina
comedia de Dante, C. S. Lewis resaltaba su poderosa visión de un orden cósmico y
mundial unificado. Para Lewis, obras como la Divina comedia reflejaban una
«unidad del orden más elevado» porque eran capaces de afrontar «la gran diversidad
del detalle subordinado»[31] produciendo un todo coherente. Lewis no ofrece aquí,
en realidad, un argumento lógico. En todo caso, no apela a la razón mediante la
lógica, sino a la imaginación mediante la belleza. Su intención es ayudarnos a creer,
a oír las armonías del cosmos[32] y darnos cuenta de que las cosas encajan
estéticamente –aun cuando haya unos cuantos cabos sueltos lógicos que aún
necesitan ser resueltos–. La visión medieval del universo, decía, era «abrumadora
por sus dimensiones, pero satisfactoria por su armonía»[33]. Lewis explicó en detalle
esta importancia concedida en la Edad Media a la «armonía» para abarcar la
sintonía de las intuiciones humanas con un orden más profundo.
La teología cristiana ha insistido durante mucho tiempo en la existencia de una
red oculta de sentido y conectividad detrás del mundo efímero y aparentemente
incoherente que experimentamos. La novelista Virginia Woolf (1882-1941)
experimentó en ocasiones breves y punzantes casos de iluminación –que llamaba
«momentos de ser»– que parecían revelar «algo real detrás de las apariencias»[34].
Sin embargo, estos momentos epifánicos eran dolorosamente breves y nunca pudo
captar la visión de conectividad que parecían dar a entender.
Michael Polanyi sostenía que el discernimiento científico de la inteligibilidad
del universo necesitaba completarse con un reconocimiento de su coherencia más
profunda.
«Descubrir una coherencia verdadera en la naturaleza no consiste solo en
discernir algo que, por el mero hecho de ser real, remite necesariamente a algo
más allá de sí mismo, sino hipotetizar que los descubrimientos futuros pueden
probar que la realidad de algo es mucho más profunda de lo que podemos
imaginar en el presente»[35].

No obstante, aunque Polanyi tomó la idea de coherencia con la máxima


seriedad, tenía muy claro que la coherencia por sí misma no era un criterio
satisfactorio de verdad. La coherencia es «solo un criterio de estabilidad.
Igualmente puede estabilizar una visión errónea del universo que una
verdadera»[36]. Así pues, ¿cómo puede captarse esta coherencia y representarse
científicamente? Polanyi apela a la imaginación creativa como medio con el que
puede captarse esta esquiva noción: «La sanción final de un descubrimiento reside
en la visión de una coherencia que nuestra intuición detecta y acepta como
real»[37]. No se trata de una noción cuantificable, sino que emerge del
discernimiento de un modelo y se apoya en un juicio que es de naturaleza más
estética que lógica.
El cristianismo ofrece una visión de la realidad que nos ayuda a formular tanto
su transparencia racional como su interconexión fundamental. Nos proporciona
una seguridad de la coherencia de la realidad, es decir, que, por más fragmentado
que pueda parecer nuestro mundo de experiencias, hay una imagen más general a
medias vislumbrada que mantiene las cosas unidas, cuyos hilos se conectan en una
red de significados que, de otro modo, podrían parecer incoherentes y absurdos. La
ciencia desmonta el mundo para que podamos ver cómo funcionan las cosas; la fe
cristiana vuelve a montarlo para que podamos ver qué significan.

Múltiples aproximaciones a una realidad compleja

La fe cristiana tiene el potencial de enriquecer un relato científico impidiendo que


se derrumbe en lo que John Keats describía como un «aburrido catálogo de cosas
vulgares»[38]. Max Weber usó el término desencantamiento para referirse a una
manera excesivamente intelectual y racional de estudiar la naturaleza que la
limitaba a lo que podía medirse y cuantificarse[39]. Ahora los científicos señalarán,
de forma perfectamente razonable, que esos procesos de cuantificación y reducción
son parte integral del método científico. Y estoy de acuerdo. Es solo que hay
mucho más que decir. La ciencia es muy buena desarmando cosas para que
podamos ver cómo funcionan. La fe las vuelve a unir para que podamos ver lo que
significan. Una perspectiva religiosa no niega en modo alguno la utilidad científica
de este enfoque racionalizador o reductor, aunque cuestione su finalidad.
Simplemente insiste en que se puede proporcionar un relato más completo y
satisfactorio de la realidad y ofrece un complemento al relato científico mediante el
que esto podría lograrse[40].
La filósofa Mary Midgley comenta que el paisaje de la realidad es tan
heterogéneo y complejo que necesitamos usar «múltiples mapas» si queremos
captar las profundidades y los detalles de nuestro universo[41]. Si queremos apreciar
la compleja textura de nuestro mundo de observaciones y experiencias,
necesitamos usar «muchos mapas, muchas ventanas», en las que encontraremos
«muchas formas y fuentes de conocimiento independientes». Si concebimos nuestro
mundo como un «enorme acuario», Midgley sugiere que su absoluta complejidad
requiere que lo examinemos desde múltiples ángulos.
«No podemos verlo como un todo desde arriba; así que lo miramos a través de
una serie de pequeñas ventanas […] Con el tiempo podemos darle mucho
sentido a este hábitat si reunimos pacientemente los datos desde diferentes
ángulos. Pero si insistimos en que nuestra ventana es la única por la que vale la
pena mirar, no llegaremos muy lejos»[42].

Para Midgley, una única manera de pensar no es adecuada para proporcionar,


por sí misma, una comprensión del sentido de nuestro mundo. La ciencia puede
llenar solo en parte la imagen general de nuestro mundo; para completar el cuadro
total y darle profundidad se necesita el complemento de otros métodos de
investigación y tradiciones. Tenemos que usar diversos métodos para hacer justicia
a las cuestiones importantes de la vida. Si nos limitamos a los métodos de las
ciencias naturales, terminamos encerrándonos en una «visión de sentido
extrañamente restrictiva»[43]. Insistir en que solo usamos métodos, formas y
categorías científicas nos limita a un angosto mundo que excluye el sentido y el
valor, no porque estén ausentes, sino porque este método de investigación les
impide ser vistos. El método científico es como una red que nos permite ver
solamente aquellos aspectos de la realidad que puede capturar. El método de
investigación adoptado determina lo que puede o no verse.

Por qué el cientificismo es erróneo y deficiente

El principio básico de Midgley de usar múltiples mapas para representar una


realidad compleja suscita algunos desafíos y algunas preguntas relevantes: por
ejemplo, cómo desarrollar e implementar marcos interpretativos adecuados para
resolver las disputas fronterizas. No obstante, abre también posibilidades
importantes para enriquecer nuestra visión de la vida en el mundo, incluyendo una
impugnación de las visiones imperialistas de la autoridad de la ciencia, a menudo
conocidas como «cientificismo». Este se entiende actualmente como
«… una actitud totalizadora que considera la ciencia como la norma y el árbitro
supremo de todas las cuestiones importantes, o bien pretende expandir la propia
definición y alcance de la ciencia para abarcar todos los aspectos del
conocimiento y la comprensión de los seres humanos»[44].

El hecho de privilegiar la investigación científica conduce inevitablemente al


rechazo de otras metodologías por considerarlas inválidas o a su marginación por
considerarlas irrelevantes. Como dice Midgley, «el error del cientificismo no reside
en sobrevalorar una forma de [conocimiento], sino en escindir esa forma del resto
del pensamiento, considerándola como el vencedor que puede prescindir de todo lo
demás»[45]. El cientificismo sigue influyendo en la cultura occidental. Su expresión
más reciente se encuentra en el nuevo ateísmo.
El cientificismo, sin embargo, es un enfoque muy problemático, y por esta
razón se encuentra a menudo en formas diluidas (por ejemplo, la afirmación menos
fuerte de que las ciencias naturales ofrecen el acceso más fiable pero no exclusivo a
la verdad). Para empezar, no logra explicar el éxito asombroso de las matemáticas,
que no obtienen sus ideas por medios científicos, aun cuando esas ideas puedan
resultar de utilidad científica. Lo más importante, en todo caso, es que el
cientificismo se encuentra atrapado en un círculo vicioso argumental del que
ningún experimento puede sacarlo, en el que tiene que asumir su propia autoridad
para confirmarlo. El precio por salir de ese círculo vicioso es renunciar a la falacia
de gozar del privilegio intelectual.
«Romper este círculo exige “salir de la ciencia” por completo y descubrir desde
un punto de vista ajeno a ella que la ciencia transmite una imagen precisa de la
realidad y, si el cientificismo debe justificarse, solo la ciencia puede hacerlo.
Pero entonces la misma existencia de ese punto de vista extracientífico falsearía
la afirmación de que la ciencia por sí sola nos proporciona un medio racional
para investigar la realidad objetiva»[46].

La ciencia es parte del gran cuadro; una parte muy importante, ciertamente,
pero solo una parte. Necesitamos una generosa paleta de colores para representar
las complejidades de nuestras observaciones del mundo que nos rodea y de nuestra
experiencia interior. De usar una gama de colores drásticamente limitada, como la
apagada y superficial gama de grises propuesta por el cientificismo, limitaríamos el
alcance y la profundidad de nuestra comprensión del mundo, sencillamente porque
habríamos clausurado los métodos de investigación y las tradiciones que nos
capacitarían para ver más lejos y más claramente. Necesitamos diferentes niveles de
explicación para afrontar la complejidad de la naturaleza[47]; el cientificismo, sin
embargo, solo permite un nivel y termina así reduciendo toda pregunta a una
pregunta científica, que exige una respuesta científica.
En mi despacho de Oxford tengo un antiguo microscopio, fabricado por la
compañía alemana de óptica Ernst Leitz Wetzlar, que me ha acompañado durante
más de cincuenta años. Forma parte importante de mi historia personal. Un físico
podría explicar fácilmente cómo funcionaba su sistema óptico y probablemente
señalaría que refleja los límites tecnológicos de 1903, que fue cuando se fabricó. Sin
embargo, la ciencia no puede descubrir que valoro este microscopio como recuerdo
personal de mi tío abuelo, que me lo regaló, o como talismán de mi amor por la
ciencia, que el microscopio estimuló en mí a principios de la década de los 60. Hay
un gran marco que rodea a este microscopio y la ciencia solo puede llenar una
parte; existen muchos niveles de significado en este extraño mundo y todos
necesitan ser integrados en un panorama general.

Enriquecimiento mediante la integración de los múltiples niveles de la realidad

Así pues, ¿qué sistema filosófico podría ayudarnos a abordar más adecuadamente
que en el marco diseñado por el cientificismo esta realidad formada de múltiples
niveles en la que vivimos? En 1998 descubrí el «realismo crítico» desarrollado por
el filósofo y sociólogo Roy Bhaskar (1944-2014) y me percaté de que podía
proporcionar una herramienta conceptual que afirmase la unidad fundamental del
universo reconociendo, al mismo tiempo, que este posee niveles diferentes que
exigen una forma de intervención determinada por el carácter específico del campo
de la realidad investigado[48]. Esta forma de realismo crítico insiste en que el
mundo debe ser considerado como una realidad diferenciada y estratificada. Cada
ciencia particular estudia un estrato diferente de esta realidad, que, a su vez, la
obliga a desarrollar y usar métodos de investigación adaptados y apropiados para
ese estrato. La «naturaleza del objeto» determina, para Bhaskar, la «forma de su
ciencia posible»[49]. El cientificismo puede verse entonces como una negativa a
reconocer que el universo está «estratificado y diferenciado», de manera que,
impropiamente, se declara que un método de investigación desarrollado para un
nivel o una tarea específica puede aplicarse a todo.
Puede que no se entienda fácilmente este punto, así que un ejemplo ayudará a
aclararlo. Tomemos un concepto complejo de considerable importancia social: la
discapacidad[50]. Hace veinte años la Organización Mundial de la Salud reconoció
que existen varios niveles de discapacidad y desarrolló un modelo (conocido
actualmente como ICIDH-2[*]) para garantizar que su complejidad era
correctamente apreciada y reflejada en la práctica terapéutica. Los cuatro niveles
son:
1. Patología: anomalías en la estructura o la función de uno o más órganos del
cuerpo humano;
2. Discapacidad: un cambio en la estructura o la función del cuerpo humano
como resultado de (1);
3. Actividad: cambios en la forma en que la persona interactúa con su entorno
físico como resultado de (2);
4. Participación: cambios de la posición de una persona en su contexto social
como resultado de (3).

Con estos cuatro niveles diferentes, la discapacidad se convierte en una noción


compleja. Alguien que desarrolla un tumor cerebral (1) puede perder la función
cognitiva (2), lo que le impide interactuar normalmente con su entorno (3) y puede
llevarle a perder su empleo (4).
Veamos el desarrollo del tema. Para estudiar el tumor cerebral en un paciente,
usaría probablemente el método de investigación conocido como tomografía por
emisión de positrones (PET[*])[51]. Supongamos ahora que decidiera averiguar
cómo funciona cognitivamente mi paciente. ¿Usaría el PET? Evidentemente, no. Es
un método de investigación que, sencillamente, no es adecuado para esta tarea.
Probablemente usaría varias pruebas cognitivas estándares, como la Escala
Wechsler de Inteligencia para Adultos, que es una herramienta específicamente
diseñada para medir el funcionamiento cognitivo. El PET tampoco sería de utilidad
para determinar la capacidad del paciente para interactuar con su entorno físico o
social.
A la luz de lo anterior, queda perfectamente claro cómo deberíamos responder
a alguien que argumenta del siguiente modo: «El PET funciona muy bien para
detectar tumores cerebrales. Es un instrumento de investigación comprobado.
¡Usémoslo para todo!». Es obvio lo que debe responderse a este ingenuo argumento.
Un método de investigación diseñado para una finalidad específica no funcionará
para otras. Sencillamente, nos vuelve ciegos a todo lo que está fuera de su esfera de
competencia[52]. El cientificismo es claramente deficiente: usa un solo método de
investigación y limita dogmática y artificialmente la realidad a lo que ese método
puede descubrir. Se apoya en la desfasada noción de la Ilustración de un único
método de investigación universal que se puede aplicar a todo[53]. La ciencia no
puede detectar el sentido. Sin embargo, esto no significa que no exista un sentido
que pueda descubrirse. Necesitamos y merecemos una explicación de la realidad
más rica que la que puede descubrir la ciencia sola. La ciencia es extraordinaria,
pero es limitada, y hay algo más que necesita y merece decirse.

Enriquecimiento por medio del entrelazamiento de relatos

En este libro adoptamos el enfoque de un entrelazamiento entre el relato científico


y el teológico, que conduce a un recíproco enriquecimiento. Los antropólogos
dicen que los seres humanos construyen sus identidades usando múltiples
relatos[54]. Así es como funcionamos en cuanto animales sociales. Entretejemos
relatos religiosos, políticos, sociales y culturales para tratar de dar sentido a nuestro
mundo. Es natural en nosotros tejer conjuntamente estos hilos, como también
destejerlos para averiguar cómo interactúan. ¿Cuál de ellos tiene la prioridad?
¿Cómo resolvemos las tensiones o las aparentes contradicciones entre ellos? No
obstante, lo realmente importante es constatar que ninguna historia, ninguna
perspectiva o tradición de investigación es adecuada para abordar la existencia
humana en toda su riqueza y complejidad.
Esta interconexión entre relatos es esencial para lidiar con las «cuestiones
últimas» sobre la vida que nunca desaparecen. Para responderlas adecuadamente
necesitamos unir varios enfoques y reconocer la existencia de varios niveles de
sentido, como la finalidad de la vida, los valores, la sensación de eficacia individual
y el fundamento de la autoestima[55]. Tenemos que unir comprensión y sentido
para abordar lo que el filósofo norteamericano John Dewey (1859-1952) declaró
que era el «problema más profundo de la vida moderna»: el no integrar, ni como
individuos ni colectivamente, nuestros «pensamientos sobre el mundo» con
nuestros pensamientos sobre «los valores y los fines»[56].
A algunos puede preocuparles que el relato cristiano carezca de la universalidad
y de la necesidad racional que la Ilustración del siglo XVIII consideraba esenciales
para cualquier teoría válida sobre la vida. Hemos de admitir esta preocupación,
pero también cuestionarla. Pues ya no es posible asumir que exista un modo de
analizar la vida que sea permanente y universalmente válido, salvo en los dominios
específicos de la matemática y la lógica. Lamentablemente, esta aspiración de la
Ilustración debe reconocerse actualmente como una «visión desde ningún lugar»,
que no reconoce la crítica función de los valores y los juicios incrustados en el
contexto social del que piensa[57]. Filósofos como Thomas Nagel sostienen, en
efecto, que todo punto de vista es realmente una «visión desde algún lugar»[58].
Nagel resalta que «no podemos escapar a la condición de ver el mundo desde
nuestra particular inserción en él», por mucho que aspiremos a unas condiciones de
distanciamiento histórico y cultural absoluto. La manera cristiana de ver las cosas
encaja fácil y naturalmente en este espectro de posibles imágenes completas de la
realidad como relatos motivados y justificados de la misma realidad.
En este marco propongo ubicar nuestro análisis de la relación entre las ciencias
naturales y la teología cristiana. Se trata de habitar una forma de ver el mundo que
creo que es fructífera y digna de confianza. Permite y fomenta el entrelazamiento y
el enriquecimiento mutuo de un relato científico y uno teológico, posibilitando que
cada uno llene parte del cuadro general.
Todos necesitamos un relato global para dar sentido al mundo y a nuestra vida,
entretejiendo, lógicamente, los varios relatos y mapas que nos dan la mayor
comprensión posible de la realidad. Esta es demasiado compleja como para ser
abordada y habitada usando solo una tradición de investigación. Por eso sugiero la
necesidad de recurrir a una teología sólida y a una ciencia bien fundamentada. Para
habitar nuestro mundo de forma auténtica y con sentido necesitamos la mejor
imagen de él y de nosotros mismos que podamos concebir. Este libro explora ese
gran cuadro, marco o imagen y el modo en que esas dos grandes tradiciones de
pensamiento pueden engranar recíprocamente de manera fecunda y responsable.

[1] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect
and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584. Sobre la importancia de esta
idea en sociología, véase Jonathan H. TURNER y David E. BOYNS, «The Return of Grand Theory»,
en Jonathan H. Turner (ed.), Handbook of Sociological Theory, Springer, New York 2001, 353-
378. Véanse en particular sus comentarios sobre cómo esa teoría puede unir «los niveles macro
y micro de la realidad».
[2] Mark MCINTOSH, «Faith, Reason and the Mind of Christ», en Paul J. Griffiths y Reinhart Hütter
(eds.), Reason and the Reasons of Faith, T. & T. Clark, New York 2005, 119-142.
[3] C. S. LEWIS, Essay Collection, HarperCollins, London 2002, 21.
[4] Véase la sorprendente declaración que hace Christopher Hitchens sobre los nuevos ateos como
él: «Nuestra creencia no es una creencia. Nuestros principios no son una fe». Christopher
HITCHENS, God Is Not Great: How Religion Poisons Everything, Twelve, New York 2007, 5
[trad. esp.: Dios no es bueno: Cómo la religión lo envenena todo, Debate, Barcelona 2008].
Como sus lectores más críticos difícilmente pueden pasar por alto, el libro está lleno de
opiniones de fe no reconocidas y no defendidas.
[5] Arthur KOESTLER, The Invisible Writing: An Autobiography, Beacon Press, Boston 1954, 13
[trad. esp.: Autobiografía, 5 vols., Alianza, Madrid 1977].
[6] Véase el famoso artículo de Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»:
Dialectica 32 (1978), 339-355.
[7] Hay un extenso comentario sobre esta imagen en Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge:
The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014.
[8] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del Estado»: Citius, Altius, Fortius 9 (1967), 259-
276; cita en p. 259.
[9] ORTEGA, «El origen deportivo del Estado», 260.
[10] Véase HICKS y KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture».
[11] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Crown Publishers, New York 1954, 41-49 [trad. esp.: Mis
ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona 1981].
[12] EINSTEIN, Ideas and Opinions, 41-49.
[13] Peter B. MEDAWAR y Jean MEDAWAR, The Life Science: Current Ideas of Biology, Wildwood
House, London 1977, 171.
[14] Un buen punto de partida se encuentra en Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER,
«Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth», en Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze
(eds.), Meaning in Positive and Existential Psychology, Springer, New York 2014, 25-38.
[15] Idea resaltada por John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief, SPCK, London 1994.
[16] Paul DAVIES, The Mind of God: Science and the Search for Ultimate Meaning, Penguin,
London 1992, 77 [trad. esp.: La mente de Dios, McGraw-Hill-Interamericana de España,
Aravaca 1993].
[17] Este era el punto de vista del positivismo lógico y aún se encuentra en algunas variantes del
empirismo radical. Véase, por ejemplo, Bas C. VAN FRAASSEN, The Scientific Image, Oxford
University Press, Oxford 1980, 202-203: «Ser empirista significa rechazar la creencia en todo
aquello que vaya más allá de los fenómenos reales y observables».
[18] Michael POLANYI, «Science and Reality»: British Journal for the Philosophy of Science 18
(1967), 177-196, especialmente 177-179.
[19] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988,
20-21. Más recientemente, véase John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a
Trinitarian Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49.
[20] Véase la exposición en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and
Naturalism, Oxford University Press, New York 2011.
[21] Robin COLLINS, «A Scientific Argument for the Existence of God: The Fine-Tuning Design
Argument», en Michael J. Murray (ed.), Reason for the Hope Within, Eerdmans, Grand Rapids
1999, 47-75.
[22] Véase, por ejemplo, Rodney D. HOLDER, God, the Multiverse, and Everything: Modern
Cosmology and the Argument from Design, Ashgate, Aldershot 2004.
[23] Martin J. REES, Just Six Numbers: The Deep Forces That Shape the Universe, Phoenix, London
2000 [trad. esp.: Seis números nada más: Las fuerzas profundas del universo, Debate, Barcelona
2001].
[24] Alister E. MCGRATH, A Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology,
Westminster John Knox Press, Louisville 2009, especialmente 83-93.
[25] Colosenses 1,1-17.
[26] John DONNE, «The First Anniversarie: An Anatomy of the World, line 213», en W. Milgate
(ed.), The Epithalamions, Anniversaries, and Epicedes, Clarendon Press, Oxford 1978, 28.
Sobre las filosofías radicales, como el pirronismo, que tanto preocupaban a Donne, véase John
CAREY y John DONNE, Life, Mind, and Art, Faber & Faber, London 2012, 231-234.
[27] Nancy CARTWRIGHT, The Dappled World: A Study of the Boundaries of Science, Cambridge
University Press, Cambridge 1999.
[28] C. S. LEWIS, Christian Reflections, Eerdmans, Grand Rapids 1967, 65.
[29] Un estudio sobre este tema puede verse en Giuseppe TANZELLA-NITTI, «La dimensione
cristologica dell’intelligibilità del reale», en Sergio Rondinara (ed.), L’intelligibilità del reale:
Natura, uomo, macchina, Città Nuova, Roma 1999, 213-225.
[30] Véase Hans-Werner GOETZ, Gott und die Welt: Religiöse Vorstellungen des frühen und hohen
Mittelalters, 2 vols., Akademie Verlag, Berlin 2012, vol. 2, 9-168.
[31] C. S. LEWIS, The Allegory of Love, Oxford University Press, London 1936, 142 [trad. esp.: La
alegoría del amor Editorial Universitaria, Santiago de Chile 2000].
Sobre el simbolismo de la armonía en la cultura occidental, véase el estudio clásico de Leo
[32]
SPITZER, «Classical and Christian Ideas of World Harmony»: Traditio 2 (1944), 409-464; 3
(1945), 307-364.
[33] C. S. Lewis, The Discarded Image, Cambridge University Press, Cambridge 1964, 99 [trad. esp.:
La imagen del mundo, Península, Barcelona 1997, 82].
[34] Virginia WOOLF, «A Sketch of the Past», en Moments of Being, ed. de Jeanne Schulkind,
Harcourt Brace & Company, New York 19852, 72.
[35] POLANYI, «Science and Reality», 192.
[36] Michael POLANYI, Personal Knowledge: Towards a Post-Critical Philosophy, Routledge &
Kegan Paul, London 1958, 294.
[37] Michael POLANYI, «The Creative Imagination»: Psychological Issues 6 (1969), 59-91; cita en p.
90. Polanyi comenta que no hay unanimidad en los criterios para validar tal coherencia.
[38] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London19883, 395.
[39] Sobre este proceso, véase Wolfgang SCHLUCHTER, Die Entstehungsgeschichte des modernen
Rationalismus Suhrkamp, Frankfurt am Main 1998.
[40] Para un estudio exhaustivo de este tema, véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why
We Can’t Stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
[41] Mary MIDGLEY, The Myths We Live By, Routledge, London 2004, 26-28.
[42] MIDGLEY, The Myths We Live By, 40.
[43] Mary MIDGLEY, Wisdom, Information, and Wonder: What Is Knowledge For?, Routlege,
London 1995, 199.
[44] Massimo PIGLIUCCI, «New Atheism and the Scientistic Turn in the Atheism Movement»:
Midwest Studies in Philosophy 37 (2013), 142-153; cita en p. 144.
[45] Mary MIDGLEY, Are You an Illusion?, Acumen, Durham 2014, 5.
[46] Edward FESER, Scholastic Metaphysics: A Contemporary Introduction, Editiones Scholasticae,
Heusenstamm 2014, 10-11. El mismo problema suscita el tipo de racionalismo favorecido por la
Ilustración, que está obligado a presuponer la verdad de la razón para defender esta. De este
modo, hace de la razón juez y parte en la cuestión de su autoridad y alcance, porque no
reconoce ninguna autoridad más allá de la razón.
[47] Angela POTOCHNIK, «Levels of Explanation Reconceived»: Philosophy of Science 77 (2010), 59-
72.
[48] Philip S. GORSKI, «What Is Critical Realism? And Why Should You Care?»: Contemporary
Sociology: A Journal of Reviews 42 (2013), 658-670. Una explicación detallada de mi adhesión
a esta filosofía puede verse en Alister E. MCGRATH, A Scientific Theology 2: Reality, T. & T.
Clark, London 2002.
[49] Roy BHASKAR, The Possibility of Naturalism: A Philosophical Critique of the Contemporary
Human Sciences, Routledge, London 19983, 3.
[50] Para un análisis más detallado de este ejemplo específico, véase MCGRATH, A Scientific
Theology 2: Reality, 226-231.
[*] En español, CIDDM, es decir, Clasificación Internacional de las Deficiencias, Discapacidades y
Minusvalías [N. del T.].
[*] Siglas en inglés [N. del T.].
[51] Sobre el procedimiento, véase Wei CHEN, «Clinical Applications of PET in Brain Tumors»:
Journal of Nuclear Medicine 48 (2007), 1468-1481.
[52] Esto significa que ciertas teorías científicas impiden realmente el progreso científico al cerrar la
puerta a opciones de investigación legítimas. Para un debate animado y tendencioso sobre
algunos casos y temas interesantes, véase John BROCKMAN (ed.), This Idea Must Die: Scientific
Ideas That Are Blocking Progress, Harper Perennial, New York 2015.
[53] Para un detallado análisis de este punto, véase Isaiah BERLIN, Three Critics of the
Enlightenment: Vico, Hamann, Herder, Princeton University Press, Princeton NJ 2000; Alister
E. MCGRATH, «Theologie als Mathesis Universalis?: Heinrich Scholz, Karl Barth und der
wissenschaftliche Status der christlichen Theologie»: Theologische Zeitschrift 63 (2007), 44-57.
[54] Elinor OCHS y Lisa CAPPS, «Narrating the Self»: Annual Review of Anthropology 25 (1996), 19-
43; Christian SMITH, Moral, Believing Animals: Human Personhood and Culture, Oxford
University Press, Oxford 2009, 63-94.
[55] Como sostiene Roy F. BAUMEISTER, Meanings of Life, Guilford Press, New York 1991.
[56] John DEWEY, The Quest for Certainty, Capricorn Books, New York 1960, 255 [trad. esp.: La
búsqueda de certeza, FCE, México-Buenos Aires 1952, 223].
[57] Philip WEINSTEIN, «The View from Somewhere»: Raritan 32 (2013), 85-101.
[58] Thomas NAGEL, The View from Nowhere, Oxford University Press, New York 1986, 67-89
[trad. esp.: Una visión de ningún lugar, FCE, México 1996].
SEGUNDA PARTE

Ciencia y teología: tres autores

Introducción

Es fatalmente fácil que una exposición sobre la relación de las ciencias naturales y
la teología cristiana se convierta en algo irremediablemente abstracto. Mi dilatada
experiencia en la enseñanza de teología a los estudiantes me ha convencido de que
uno de los mejores modos de ayudarles a entender las ideas es presentarles algunos
teólogos interesantes en vez de darles una simple clase sobre las ideas básicas de la
materia. ¿Por qué?
Un buen teólogo trata de lograr una síntesis personal de ideas en la que lo que
se cree se entreteje en una forma de vida. Un teólogo es alguien cuya vida ha sido
afectada por la teología, no solo alguien que estudia teología. Trata de entrelazar los
temas centrales de la teología de una manera que parezca tener sentido y abra
nuevas formas de entender nuestro mundo y de actuar en él. Publiqué en 2014 una
biografía intelectual del teólogo suizo Emil Brunner (1889-1966) en la que intenté
seguir la trayectoria y explicar el desarrollo de su singular visión teológica. Aunque
encontraba altamente cautivadora la teología de Brunner, me interesaba más ver
cómo llegó a esas ideas, cómo las mantuvo unidas y la influencia que tuvieron en su
vida. La teología es un modo de ver las cosas en el que habitas, no solo algo en lo
que piensas. Se trata de crear un espacio intelectual y moral en el que puedas vivir.
Lo mismo cabe decir del gran campo que intenta reflexionar sobre lo que puede
aprenderse de la interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana. Son
relativamente pocas las personas que trabajan en este campo, en parte porque
impone notables exigencias intelectuales. Si quieres escribir con autoridad sobre
este tema, necesitas haberte ganado un respeto como científico o teólogo, y
preferiblemente como ambas cosas. Afortunadamente, algunos lo han hecho y es
mucho cuanto podemos aprender de ellos. Cada uno de los autores de esta parte del
libro tiene una historia que contar sobre el modo en que llegó a interesarse por este
campo y lo que encontró en él.
En esta parte del libro expondré las ideas de tres autores que han hecho
importantes contribuciones a este estudio: el químico teórico Charles A. Coulson,
el teólogo Thomas F. Torrance y el físico John Polkinghorne. Coulson y
Polkinghorne son científicos que se interesaron por la teología; Torrance, un
teólogo que se interesó por la ciencia. He disfrutado mucho estudiándolos y sé por
mi intercambio epistolar que a muchos otros les han resultado de gran ayuda para
explorar la relación entre teología y ciencias naturales. Es interesante observar que
los tres consideran intelectualmente legítima y heurísticamente apropiada cierta
forma de «teología natural». Estudiaremos en el capítulo 10 el potencial de la
teología natural para desarrollar el diálogo entre ciencia y teología. Aunque se
centran en la relación entre las ciencias físicas y la teología, sus enfoques tienen son
susceptibles de extenderse a las ciencias biológicas y más allá de ellas.
Veremos cómo llegó cada uno de ellos a interesarse por estas cuestiones e
identificaremos algunas de sus contribuciones principales al estudio. La mayoría de
estos temas se desarrollarán posteriormente en la tercera parte. Comenzamos con
un autor que me proporcionó un estímulo crítico para pensar en la relación entre
ciencia y fe a principios de los años 70: Charles Coulson, el primer profesor de
Química Teórica de la Universidad de Oxford.
2
Charles A. Coulson (1910-1974)

Todos necesitamos ayuda para adentrarnos en el estudio detenido de cuestiones


complejas. Llegué a la Universidad de Oxford para estudiar Química en octubre de
1971. Mi forcejeo con las complejidades de la teoría cuántica durante el primer
trimestre se vio complementado con una lucha quizá mayor. ¿Cómo podía
reconciliar el descubrimiento que había hecho de la vitalidad intelectual de la fe
cristiana con mi amor por las ciencias naturales? ¿Tendría que compartimentar mi
mente, manteniéndolas separadas como extrañas y posiblemente incluso como
enemigas? Sabía que no podía tolerar esta dicotomía en mi vida mental. Pero ¿y si
fuera la única opción? ¿Qué haría entonces?
En estas estaba cuando conocí a alguien que había lidiado con estas cuestiones
mucho antes que yo y había encontrado respuestas razonables. Charles Coulson no
solo era catedrático de Química Teórica en Oxford, sino que también era becario
del Wadham College, donde yo hacía mis estudios de grado[1]. Era también un
famoso predicador laico metodista y de vez en cuando predicaba en la capilla del
colegio. En algún momento de 1973 le escuché predicar sobre cómo mantenía
unidos sus compromisos científico y religioso, y por qué había rechazado la idea de
un «Dios tapagujeros». Hablé con él después y le expuse mis temores sobre las
tensiones entre la ciencia y mi fe. La conversación no duró más de diez minutos.
No obstante, en ese breve tiempo, Coulson me ayudó a entender la idea de la
coherencia fundamental de ciencia y fe que me ha acompañado hasta el presente y
se expresa en este libro[2].
Charles Alfred Coulson nació en Worcestershire el 13 de diciembre de 1910[3].
Inicialmente mostró entusiasmo por las matemáticas, en parte inspirado por una
conferencia impartida en Oxford por el matemático de origen ruso Selig
Brodetsky[4]. Coulson obtuvo una beca para estudiar Matemáticas en el Trinity
College de Cambridge en 1928. Aunque el tripos (grado) de Cambridge dura
normalmente tres años, Coulson eligió quedarse un año más para estudiar Física.
En 1929 obtuvo first class [summa cum laude] en Matemáticas en la primera parte
del tripos; en 1931 lo obtuvo en la segunda parte del tripos, y en 1932 lo consiguió
en Física en la segunda parte del tripos.
Comenzó entonces a trabajar en su tesis doctoral en Cambridge (1932-1936)
investigando sobre la teoría orbital molecular –la idea de que los electrones están
deslocalizados en las moléculas en vez de ocupar un lugar específico–. El tribunal
no pudo aprobarlo, pues creía que no tenía suficientes conocimientos de
termodinámica. Después de un segundo examen oral, Coulson obtuvo finalmente
su doctorado en 1937. El director de su tesis fue J. E. Lennard-Jones, que llegó a
Cambridge en 1932 para ocupar la cátedra Plummer de Química Teórica. Esta
cátedra fue durante muchos años la única cátedra de Química Teórica con
financiación propia en una universidad británica.
Coulson era prodigiosamente inteligente, y cosechó media docena de premios y
distinciones universitarias durante sus estudios de grado. Con veinte años publicó
un artículo en el que demostraba un grave error en el trabajo de sir Harold Jeffreys
(1891-1989), que era entonces uno de los más eminentes matemáticos de
Cambridge. Publicó el primer cálculo preciso de una función de onda orbital
molecular en la molécula de hidrógeno en 1938[5]. Ese mismo año fue nombrado
profesor de Matemáticas en la Universidad de Dundee, donde permaneció hasta
1945. En este período desarrolló su gusto por la práctica del senderismo de
montaña, que se hizo famoso por el uso que hacía de la compleja topografía de la
montaña escocesa de Ben Nevis como analogía para explicar las múltiples
perspectivas sobre la realidad.
Coulson se sentía intelectualmente aislado y saturado de trabajo en Dundee, y
empezó a buscar un entorno de investigación más agradable. En 1945 fue
nombrado profesor investigador en el Laboratorio de Química Física de la
Universidad de Oxford. Su remuneración era inferior a la obtenida en Dundee,
pero el puesto le dejaba más tiempo para investigar y escribir. Los artículos
importantes que escribió durante este período llamaron la atención y llevaron a su
nombramiento de profesor de Física Teórica en el King’s College de Londres en
1947. Durante este tiempo escribió gran parte del libro que le daría fama
internacional: Valence (1952)[6]. Regresó a Oxford como catedrático Rouse Ball de
Matemáticas Aplicadas en 1952 y ejerció este cargo hasta convertirse en el primer
catedrático de Química Teórica en el nuevo departamento de este mismo nombre
que se creó en la Universidad de Oxford en 1972.
No obstante, fue en un artículo escrito en 1950, año en el que fue elegido
miembro de la Royal Society, donde Coulson anunció públicamente su creciente
interés por el campo de la ciencia y la religión[7]. En «The Christian Religion and
Contemporary Science» Coulson esbozó algunos de los temas a los que se dedicaría
más detalladamente durante los seis años siguientes. Este artículo mostraba cómo
había surgido el «cisma» histórico entre ciencia y religión, que condujo a una
relación deficiente con las cuestiones más profundas de la vida. «Algo se ha perdido
de la totalidad de la experiencia humana», puntualizaba[8]. Si se pierde «el elemento
trascendental de la vida», la humanidad se empobrece. ¿Qué podría hacerse para
remediar la situación?
En la respuesta, Coulson expresaba su percepción de que las cosas estaban
cambiando. Había una mayor apertura en la ciencia para reflexionar sobre las
cuestiones más profundas, indicadas pero no respondidas por la propia ciencia.
«Está abierta la puerta para que comiencen las conversaciones, para que el
científico y el teólogo exploren la tierra de nadie que une sus dos territorios»[9].
Estas conversaciones no estarían exentas de dificultades. Coulson mismo señalaba
una importante preocupación que tenía que abordarse para que fuera posible un
diálogo verdadero. El «sólido rendimiento de la ciencia moderna», comentaba,
mostraba una clara «progresión o desarrollo» que contrastaba fuertemente con las
«afirmaciones y creencias categóricas de una religión que se había revelado de una
vez para siempre»[10]. Sin embargo, Coulson creía que, pese a tales dificultades,
estas conversaciones tenían que llevarse a cabo y que era el momento adecuado
para iniciarlas.
Coulson se puso manos a la obra aprovechando, en general, conferencias
públicas de gran repercusión para estimular el interés por ese campo. En 1953
pronunció en Durham las conferencias Riddell Memorial, publicadas
posteriormente con el título Christianity in an Age of Science. En 1954 dictó en
Cambridge la conferencia Rede con el tema Science and Religion: A Changing
Relationship[11]. Su conferencia Eddington Memorial en Cambridge en 1958 fue
publicada como Science and the Idea of God. Todo esto elevó considerablemente su
perfil de científico de renombre capaz de abordar temas teológicos y dispuesto a
hacerlo. Sin embargo, la obra que consolidó su reputación internacional como
pensador destacado en este campo fue Science and Christian Belief (1955). Este
libro fue fruto de sus cuatro conferencias McNair dictadas en la Universidad de
Chapel Hill (Carolina del Norte) en 1954.
Coulson tendía a restar importancia a su creciente reputación de autoridad en
este campo, y se sintió realmente complacido por un artículo periodístico en el que
se hablaba de él como «profesor de Física Teológica» en el King’s College de
Londres[12]. Sin embargo, a finales de 1950 muchos consideraban a Coulson la voz
más importante en este campo, que aportaba su incuestionable autoridad cultural
de científico de prestigio para abordar algunas cuestiones fundamentales de
teología, así como para fomentar un diálogo más positivo entre teología y
ciencia[13]. ¿Cómo surgió este interés por la relación entre ciencia y teología?

El desarrollo de los puntos de vista de Coulson

Las memorias de Coulson nos permiten responder a esa pregunta. Cuando llegó a
Cambridge en 1928 era metodista no practicante. Su vida cambió radicalmente a
causa de las reuniones estudiantiles a las que asistió durante el trimestre de Pascua
(abril-junio) en 1930: «Para mí, Dios se volvió real»[14]. Como resultado de esta
renovación personal de su fe, Coulson se implicó cada vez más en el culto y la
actividad social de la Iglesia metodista, actuando como predicador laico.
Sin embargo, por entonces existía una absoluta separación entre ciencia y
religión en Cambridge. Pocos académicos estaban dispuestos a explorar su relación
mutua en un ambiente académico tan hostil y receloso. Coulson, en cambio, se
opuso a pensar separando intelectualmente su ciencia y la fe. Como diría más tarde,
no iba a tolerar la idea de «una especie de seto en el territorio de la mente» que
separase esos dos dominios[15]. Aunque otros estuvieran dispuestos a aceptar tal
«dicotomía existencial», él no lo estaba. Coulson recibió la ayuda de tres profesores
de Cambridge que querían explorar lo que para otros era un territorio prohibido.
Eran el físico Alexander Wood (1879-1950), el teólogo Charles Raven (1885-1966)
y el astrónomo Arthur Eddington (1882-1944).
No está claro qué influencia tuvo In Pursuit of Truth (1927), de Alexander
Wood, en Coulson[16]. Para este era importante la idea de la «unidad entre ciencia y
fe»; no obstante, él asociaba esta idea más con Raven y Eddington que con Wood.
Sin embargo, Coulson, en Science and Christian Belief, hace una reveladora
referencia a Wood en la que sugiere que este expuso un «genuino estudio de
investigación científica» en respuesta a la pregunta de un investigador sobre el
fundamento de la fe[17].
No obstante, en Wood encontramos el esbozo de algunos temas que llegarían a
ser importantes para Coulson; especialmente el rechazo de la idea del «Dios
tapagujeros». Wood anticipó esta preocupación expresando su recelo de los
«creyentes» que pensaban encontrar a Dios «solo en lo misterioso y lo
“inescrutable”»[18]. Esto, para Wood, era inadecuado teológica y espiritualmente:
«Ver la actividad de Dios en los agujeros y no en el proceso es limitar gravemente
su radio de acción y empobrecer enormemente nuestro pensamiento religioso»[19].
Antes al contrario, Wood propuso una visión teológica del mundo que posibilitaba
discernir la inteligibilidad y la coherencia de la realidad: «Esto es lo primero que le
exigimos a la religión: que ilumine la vida y la convierta en un todo»[20].
Charles Raven fue catedrático Regius de Teología en Cambridge desde 1932
hasta 1950, período en el que también fue rector del Christ’s College (1939-1950) y
vicecanciller de la universidad (1947-1949). La tesis fundamental de Raven de la
«unidad de la ciencia y la fe» fue claramente importante para Coulson, y es la
primera obra que cita en su magistral Science and Christian Belief. Coulson
entiende que Raven ofrece un apoyo a su idea de que «el cristianismo dice dar una
explicación a todo lo que experimenta un ser humano»[21]. La ciencia y la teología
usan el mismo método fundamental y, por tanto, pueden abordar los mismos temas
esenciales de la experiencia humana. Los «dos únicos sacramentos» del «universo
creado» y la «persona de Jesucristo» actúan como lentes o marcos interpretativos
que «revelan el sentido y expresan la experiencia de la realidad»[22].
Arthur Eddington era catedrático Plumiano de Astronomía en Cambridge
cuando Coulson realizaba sus estudios[23]. Eddington era cuáquero y consideraba
las ciencias naturales como una confirmación de la creencia religiosa, aunque de un
modo un tanto genérico. Coulson cita a Eddington más como científico que como
intérprete religioso de la ciencia. Sin embargo, Eddington estaba atento a las
implicaciones espirituales de las ciencias naturales. En las Conferencias
Swarthmore dictadas en 1929 exploró la relación entre la ciencia y el «mundo
invisible», y constituyen una indagación importante de la afinidad entre la ciencia
y una adogmática fe cuáquera[24]. Quizá la sección más importante de la obra es la
sugerencia de que la ciencia y la religión son explicaciones parciales y provisionales
de una realidad más grande[25]. Coulson, sin embargo, consideraba esta conferencia
como expresión de un período anterior en la relación entre ciencia y religión, en el
que los científicos eran reacios a hablar de Dios. En la década de 1950, el período
en el que Coulson escribió sus obras más relevantes sobre este tema, la situación
había cambiado[26].
Así pues, ¿cuáles son los temas importantes en las reflexiones que hace Coulson
sobre la relación entre ciencia y teología? Aunque abarca muchos, yo me centraré
en cinco temas continuamente recurrentes en sus escritos de los años 50 y que son
claramente centrales en su pensamiento: la relación cambiante entre ciencia y
religión; su búsqueda común de inteligibilidad y coherencia; la ciencia y la religión
como dos ámbitos que ofrecen perspectivas complementarias sobre la realidad; las
deficiencias de un «Dios tapagujeros», y el potencial de una teología natural como
lugar en el que mantener un diálogo constructivo entre ciencia y fe. Presentaremos
por orden cada uno de estos temas.

La relación cambiante entre ciencia y religión

Cuando era estudiante de grado en Cambridge, Coulson era consciente de la fuerte


renuencia de los científicos a reconocer su fe públicamente, a hablar de Dios o a
tratar de interconectar su vocación de científicos y su fe como cristianos. Se
consideraba a la ciencia y la religión «totalmente separadas entre sí, sin ningún
punto de contacto»; estaban relacionadas con dos «mundos completamente
diferentes»[27]. Esta posición reflejaba en parte una hostilidad cultural a la religión
en la comunidad científica de Cambridge de la época. Sin embargo, Coulson creía
que también reflejaba una desconfianza arraigada en las Iglesias cristianas con
respecto a las ciencias naturales, que las inclinaba a desentenderse totalmente de
los temas científicos, lo que conducía a una lamentable –y evitable– «dicotomía de
experiencia» en la comunidad cristiana.
Coulson criticaba también un segundo enfoque, que sostenía que la ciencia y la
religión eran diferentes pero permitían una transición de una a la otra.
Inspirándose en la analogía de viajar por Europa en tren, Coulson dice que muchas
personas tendían a pensar que «ciencia y religión ocupan regiones contiguas»
gobernadas por conjuntos de leyes totalmente diferentes[28]. Era como si existiera
una región llamada «Ciencia» y otra llamada «Religión». Dios estaba limitado a una
de estas regiones, desconectado de las demás, sin relevancia alguna para la región
de la «Ciencia». Si querías visitar las dos regiones, tenías que cambiar de tren. Cada
una exigía un método diferente[29]. Cuando llegabas a los límites de la región
científica, se te transfería a la de la religión, una región con reglas y procedimientos
intelectuales muy diferentes.
Aunque Coulson abordó esta cuestión numerosas veces en la década de 1950,
tal vez su exposición más importante del tema se encuentra en la Conferencia Rede
de 1954 en la Universidad de Cambridge. Haciéndose eco de temas que
reaparecieron en la más famosa Conferencia Rede de C. P. Snow en 1959, titulada
«The Two Cultures», Coulson expresó su malestar por la desconexión entre ciencia
y fe que había experimentado personalmente tanto en los laboratorios como en las
iglesias. «El científico que no hace uso de la religión y el cristiano que no hace uso
de la ciencia están condenados a la estrechez y la pobreza de sus puntos de
vista»[30].
Coulson veía esta insatisfactoria relación reflejada en la historia reciente y en la
experiencia del momento. ¿Por qué el gran científico Michael Faraday dejaba su
religión cuando entraba en el laboratorio, y su ciencia cuando lo cerraba para
regresar a casa?[31]. La fe religiosa estaba privatizándose y se le impedía adentrarse
en el diálogo público con las ciencias naturales, con la connivencia de los creyentes
y de las Iglesias. Las Iglesias, creía Coulson, simplemente no sabían cómo responder
a la ciencia. Algo tenía que hacerse al respecto, y Coulson pensaba que debía
contribuir a la solución del problema.
Se dio cuenta de que la interpretación cultural de la relación entre ciencia y fe
que había heredado su época no era históricamente acertada ni obligatoria. No
había sido siempre así y podía cambiarse. En lugar de estas dos interpretaciones
deficientes de la relación entre ciencia y fe, Coulson propuso su enfoque.

Inteligibilidad y coherencia en ciencia y religión

En su Conferencia en Memoria de Eddington de 1958 en Cambridge, Coulson


reflexionó sobre la pregunta de por qué hay que creer en los electrones. Invitó a los
asistentes a imaginar la respuesta que daría un físico moderno.
«Sí, yo creo en los electrones, no porque los haya visto, olido, tocado o pesado,
pues nunca lo he hecho y no espero hacerlo nunca, sino porque son un
concepto que cumple la función de todos los conceptos de la ciencia, que da
sentido a una gran cantidad de fenómenos aparentemente desconectados entre
sí»[32].
Lo que Coulson sostiene aquí es que una buena teoría es capaz de relacionar o
unir un grupo de observaciones que de otro modo podrían considerarse desunidas o
sin relación alguna entre sí.
Vio una interacción creativa y constructiva entre ciencia y religión como
reflejo y salvaguarda de la coherencia de la realidad. Sin la ciencia y la religión,
decía, no tendríamos ninguna «garantía de la que realidad sea una», de modo que
nuestra «confianza en la totalidad de la vida» se vería seriamente perjudicada[33].
Coulson era intensamente reacio a toda «fragmentación de la experiencia humana»,
que conduciría inevitablemente a abandonar todo intento de «dar sentido –un
sentido– a todas nuestras diversas experiencias»[34]. Como la teología, la ciencia es
un «marco mental» capaz de integrar experiencias de tal modo que puedan
vislumbrarse «un patrón y un sentido»[35]. Para Coulson, el cristianismo ofrece un
«esquema conceptual» o un «patrón» que fundamenta y estimula la ciencia.
Sin embargo, Coulson no traza ninguna línea divisoria entre los dominios de la
religión y los de la ciencia, declarando que ciertas formas de experiencia son
«religiosas» (y caen, por tanto, en el territorio de la teología) y otras son
«científicas» (cayendo, por tanto, en el territorio de las ciencias). Es totalmente
contrario a todo tipo de fronteras artificiales experimentales o intelectuales. «Las
dos descripciones [científica y religiosa] parten del mismo origen básico –nuestras
experiencias– y la experiencia no puede nunca contradecirse»[36]. Tenemos
experiencias y hacemos observaciones, y estas están abiertas a la interpretación
desde múltiples perspectivas.
La experiencia, por así decirlo, no se ofrece en paquetes etiquetados que deban
ser abiertos y examinados por unos destinatarios designados en los departamentos
de religión o ciencia. Coulson era muy crítico de todo «esquema que separase el
territorio de la mente en parcelas sometidas a autoridades independientes»[37]. Era
malo para la ciencia, malo para la religión y especialmente malo para todo intento
coherente de dar sentido al universo que entretejía todos estos elementos en un
todo integrado. La respuesta humana a la realidad debe «incluir no solo la creación
de un patrón que se pueda llamar verdadero, sino también el reconocimiento de
que Dios es mediado [para nosotros] en el patrón y en la experiencia»[38].
La ciencia, decía Coulson, es «un medio para dar sentido a nuestra
experiencia»[39]. ¿Qué otros medios hay? Con esta pregunta llegamos a una de las
aportaciones más relevantes de Coulson a la interacción de la ciencia y la teología:
la idea de las múltiples perspectivas de la realidad.
Ciencia y religión: perspectivas complementarias de la realidad

Coulson tenía claro que el universo científico era tan complejo que exigía una
manera consecuentemente compleja de descripción y representación, lo que a su
vez requería múltiples lenguajes adaptados a sus objetos: «Un solo lenguaje es
insuficiente por sí mismo»[40]. Su enfoque específico nos invita a ver la teología y
las ciencias naturales como perspectivas complementarias de la misma realidad
compleja. No es una idea fácil de transmitir y depende crucialmente de una
analogía efectiva para entenderse adecuadamente. Afortunadamente, el período
que Coulson pasó trabajando en Escocia le proporcionó una ilustración perfecta: la
«analogía de la montaña»[41].
Coulson y su esposa intentaron encontrar tiempo para subir a tantas montañas
como pudieran durante su estancia en Escocia, mostrando un particular respeto por
el Ben Nevis, la mayor elevación del Reino Unido. Suponiendo que muchos de sus
lectores estarían familiarizados con su topografía, Coulson los invita a unirse a él en
un paseo imaginario en torno a la montaña y a reflexionar sobre lo que ven. Vista
desde el sur, la montaña se presenta como «una pendiente cubierta de hierba», y
desde el norte como «un contrafuerte rocoso escarpado». Quienes conocen la
montaña están familiarizados con estas perspectivas diferentes. Es la misma
montaña; sin embargo, una descripción completa exige unir estas perspectivas
diferentes para integrarlas en una sola visión coherente[42].
La idea central de Coulson es la siguiente: «los puntos de vista diferentes
producen descripciones diferentes». El científico podría situarse en el lado norte de
la montaña, el poeta en el sur, etc. Cada uno informa de lo que encuentra usando su
lenguaje e imágenes diferentes, adaptados a lo que ven.
«Todos miran la montaña; cada uno ve ciertas cosas y cada uno trata de
describir su encuentro con la montaña en términos que tienen sentido para él.
Cada uno crea un lenguaje que es adecuado para su finalidad particular»[43].

Así, donde un observador puede ver una pendiente llena de hierba, otro puede
ver una montaña rocosa. No obstante, los dos puntos de vista son representativos y
legítimos. Para Coulson, esto hace que sea esencial la necesidad de una imagen
global, acumulativa e integrada de la realidad: «Las diferentes visiones de la misma
realidad parecerán diferentes, pero ambas serán válidas»[44].
La analogía se aplica fácilmente a la relación de la ciencia y la fe. Como hemos
visto, Coulson se opone a la idea de que existan dos mundos delimitados que son
experimentados de maneras diferentes, el «científico» y el «religioso». Se
experimenta un mismo mundo, y esa experiencia es compleja, y requiere y exige
tanto un enfoque científico como uno religioso. «Los dos mundos son uno, aunque
visto y descrito en términos apropiados; y es solo el hombre que no puede, o no
quiere, mirarlo desde más de un punto de vista el que afirma la autoridad exclusiva
de su propia descripción»[45]. Quizá el argumento de Coulson se expresa más
claramente en su recensión de la obra Scientific Adventure, de Herbert Dingle
(1952).
«Cada ciencia por separado es un conjunto de modelos, útiles por un tiempo
pero desfasados al final, a medida que la experiencia crece. Ninguno de los
modelos es “verdadero”, a menos que por verdad se entienda “adecuado para los
propósitos presentes y autocoherente”. Los modelos adecuados para propósitos
diferentes pueden parecer contradictorios, pero eso es simplemente porque son
adecuados para propósitos diferentes, y esto no debería alarmarnos»[46].

La analogía de los diferentes modos de ver una montaña se entiende y se aplica


fácilmente, pero ¿es apropiada? Coulson era consciente de la notable debilidad de
su analogía, pues parece implicar que toda perspectiva de las cosas es igualmente
válida y valiosa. La perspectiva cristiana de la realidad ¿es simplemente una entre
numerosas perspectivas? ¿Es incompleta a menos que sea complementada por
otras?[47]. La respuesta de Coulson a esta cuestión es extensa y rica en ejemplos,
pero no resuelve realmente el problema. No obstante, hace dos observaciones que
merecen analizarse. Coulson cree claramente que tanto la teología como la religión
–términos que no considera sinónimos– pueden considerarse como «puntos de
vista»[48]. No obstante, ambos trascienden la categoría de «punto de vista», puesto
que, por ejemplo, la religión incluye claramente un elemento «no discursivo».
Además, Coulson indica que el enfoque que adoptamos determina su resultado. Si
hacemos preguntas físicas, obtenemos respuestas físicas; si hacemos preguntas
químicas, obtenemos respuestas químicas[49].
Esto contextualiza la pregunta que Coulson se hizo, pero en realidad no la
responde. Sin embargo, hay un momento en el que Coulson se acerca a una
respuesta en clave de «iluminación» de la realidad por una teoría fiable tan grande
que «no podríamos encontrarla por nosotros mismos, a menos que viniera dada en
la búsqueda»[50]. Coulson explica lo que quiere decir citando la Conferencia
Radford Mather de sir Lawrence Bragg de 1950, pronunciada en la Royal
Institution de Londres el 25 de octubre de 1950[51]. En esta conferencia, titulada
«Science and the Adventure of Living», Bragg habló de su experiencia como físico
de la repentina revelación de información que ilumina los secretos de la naturaleza:
«Cuando uno ha buscado durante mucho tiempo la clave de un secreto de la
naturaleza y es recompensado con la comprensión de una parte de la respuesta,
esta [comprensión] se produce como un destello cegador de revelación; se
produce como algo nuevo, más simple y al mismo tiempo más satisfactorio
estéticamente que cualquier cosa que uno pueda haber creado en su mente. Esta
convicción emerge de algo revelado, no de algo imaginado»[52].

Coulson está dispuesto a hablar de tal descubrimiento como «revelación» en el


sentido de «revelación personal» o una sensación de «algo dado», que cree que las
personas religiosas consideran como la característica más importante de su fe. (Hay
aquí claros paralelismos con la noción de «situaciones de descubrimiento»[53] de Ian
Ramsey). Coulson afirma que se nos da un marco de sentido que nos capacita para
discernir la coherencia del mundo natural. La ciencia y la religión, correctamente
entendidas, son complementarias; no obstante, Coulson no intenta construir
ningún orden jerárquico de su relación.

Por qué el «Dios tapagujeros» no es una opción seria

Se le atribuye en general a Coulson la popularización de la expresión «Dios


tapagujeros»[*], que usa para designar una forma de apologética o una visión
positiva de la fe cristiana que se centra en los agujeros explicativos que hay en el
conocimiento científico contemporáneo como base para creer en Dios[54]. La
expresión –o algo muy parecido a ella– se había usado anteriormente; Coulson, sin
embargo, le dio una nueva orientación. Consideró esta inadecuada creencia como
la consecuencia inevitable de una bifurcación impropia de la realidad en los
dominios separados de la «ciencia» y de la «religión». Hizo esta observación con
particular claridad en 1953:
«No podemos tratar la religión y la ciencia como si fueran dos parcelas
contiguas, cada una cultivada independientemente, con un seto para marcar los
límites de la propiedad y advertir a la otra parte que “no pise su campo”. Pues,
de hacerlo, cada nuevo descubrimiento científico nos exigiría desarraigar el seto
y trasplantarlo más hacia un lado; y llegará el momento en el que Dios será
empujado fuera del escenario, a los bastidores, como un actor sin papel que
representar. El significado de esto es obvio: Dios no puede venir al final de la
ciencia; no podemos decir “Aquí termina la ciencia; aquí comienza la religión”:
de estar Dios presente, debe estarlo en el comienzo de la ciencia y a través de
ella»[55].

Coulson volvió sobre esta preocupación en 1955, desarrollando las


observaciones hechas anteriormente. La «dicotomía existencial» que subyace al
modelo del Dios tapagujeros podría ser posiblemente tolerable si el mundo
estuviera dividido en dos grupos de personas no solapados: los científicos y los
creyentes. Sin embargo, esta «partición intelectual» llega a ser intolerable en el caso
de los individuos que «profesan ambas lealtades»[56], como el mismo Coulson. Este
modo de pensar en Dios implicaba, según él, un área menguante en la que Dios
podría ser conocido en primer lugar, y un consiguiente empobrecimiento de la
visión de Dios: «Es un Dios que deja sin explicar la naturaleza mientras se escabulle
por los agujeros, engañándonos a nosotros y a la naturaleza con “su margen de
acción” camuflado»[57].
Es importante notar que Coulson no cree que la ciencia pueda responder a toda
cuestión sobre la vida o el universo; insiste en que tiene límites, en el sentido de
que solo puede ofrecer cierto tipo de respuesta: «Creo que los límites de la ciencia
son solo los presentados por las siguientes palabras: si una cuestión sobre la
naturaleza puede plantearse en términos científicos, entonces, básicamente, será
susceptible de una respuesta científica»[58].
¿Cómo podría ser posible una transición desde un conocimiento del mundo
natural a un conocimiento de Dios? Coulson traza una posibilidad, que claramente
cree que necesita ser recuperada del olvido y reformularse para afrontar sus
deficiencias: la teología natural.

Coulson sobre la teología natural

El enfoque de Coulson sobre la ciencia y la fe le conduce lógicamente a dar por


buena una iniciativa teológica en particular, que considera consecuencia adecuada
de una comprensión correcta de la relación de la ciencia y la fe. Aunque no ofrece
una definición rigurosa de «teología natural», él la entiende claramente como un
reconocimiento de que Dios se revela de alguna manera en el mundo natural y a
través de él. «La teología natural no es un callejón sin salida, ni tampoco un extra
opcional; no es posible ninguna revelación “particular” a menos que también se
produzca una revelación “general”»[59]. La fundamental convicción de Coulson de
la necesidad de reconsiderar el concepto de teología natural se expone
programáticamente y se explora episódicamente en su importante obra Science and
Christian Belief[60]. Él no desarrolla este concepto ni ofrece una reflexión extensa
sobre el modo en que podría llevarse a cabo. No obstante, la trayectoria básica de su
pensamiento es clara y coherente: el descubrimiento de la religión desde la ciencia
se produce mediante un «acto de reflexión»[61].
¿Qué tipo de reflexión tiene Coulson en mente? Cita, con aprobación, al filósofo
natural Francis Bacon, que hablaba de la teología natural como «teológica con
respecto a su objeto y natural con respecto a su fuente de información». El viaje
intelectual de reflexión que Coulson quiere alentar comienza, así, partiendo del
mundo natural con las «medidas, las observaciones, las experiencias que son el
punto de partida de la ciencia»[62]. Las primeras etapas de este viaje implican el
discernimiento de «patrones independientes», que nos conduce a sospechar que
existe una unidad más grande detrás de ellos. En consecuencia, Coulson insiste en
«la deficiencia palmaria de un punto de vista, o disciplina, para expresar esta unidad
por sí mismo»[63].
La siguiente etapa del viaje, según Coulson, es darse cuenta de que la unidad
revelada por disciplinas independientes «posee una naturaleza en sí que solo puede
describirse como “espiritual”»[64]. Ilustra esto citando el «asombro extático» de
Albert Einstein ante la armonía del mundo físico. Este paso es un tanto
problemático por tres razones obvias. Primera, no todos los científicos expresan su
reacción ante la naturaleza con estos términos; segunda, es perfectamente posible
formular una respuesta de asombro ante la naturaleza en términos no religiosos; y
tercera, podría simplemente conducir a cierta forma de panteísmo y no al
cristianismo[65].
Aunque Coulson no usa este vocabulario, su enfoque es esencialmente lo que
John Polkinghorne describiría posteriormente como «ascendente» (véanse pp. 98-
99). Si bien existen importantes diferencias entre los dos autores, ambos comparten
el instinto científico fundamental de comenzar por los datos empíricos. El relato
que hace Coulson del viaje es evidentemente el de alguien que comienza en el
mundo de la experiencia y gradualmente va advirtiendo que el mundo de la
naturaleza no es un marco cerrado, sino que se abre a posibilidades imaginativas e
intelectuales más profundas. Coulson relaciona después estas ideas con su fe
cristiana, permitiendo que se identifiquen y exploren sus resonancias y
convergencias.
Es mucho cuanto podría decirse de la concepción de Coulson de la relación
entre ciencia y teología. No obstante, esta breve exposición de los contornos
principales de su pensamiento es suficiente para indicar algunos de los ángulos
potenciales de acercamiento y vías de exploración que se nos abren.

[1] Coulson obtuvo esta beca en Wadham al ser nombrado catedrático de Matemáticas en Oxford
en 1952. Mantuvo esta beca después de ser nombrado catedrático de Química Teórica veinte
años después.
[2] Dediqué mi libro Inventing the Universe (2015) al profesor Coulson. Es hermoso reconocer las
deudas de este tipo, aunque sea tardíamente.
[3] La mejor biografía puede leerse en S. L. ALTMANN y E. J. BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910-
1974»: Biographical Memoirs of the Fellows of the Royal Society 20 (1974), 75-134. También
incluye una bibliografía completa de las obras de Coulson.
[4] Coulson recordó este episodio en el discurso que como presidente dirigió a la Asociación
Matemática en 1969. Cf. C. A. COULSON, «On liking Mathematics»: Mathematical Gazette 53
(1969), 227-239, especialmente 228-229.
[5] C. A. COULSON, «Self-Consistent Field for Molecular Hydrogen»: Mathematical Proceedings of
the Cambridge Philosophical Society 34 (1938), 204-212.
[6] Sobre la importancia de esta obra, véase Ana SIMÕES, «Textbooks, Popular Lectures and
Sermons: The Quantum Chemist Charles Alfred Coulson and the Crafting of Science»: British
Journal for the History of Science 37 (2004), 299-342, especialmente 309-316.
[7] Charles A. COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science»: Modern Churchman
40 (1950), 205-215. El artículo tenía claramente su origen en una conferencia, pero no he
logrado averiguar dónde se pronunció.
[8] COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science», 212.
[9] Ibid., 214.
[10] Ibidem.
[11] C. A. COULSON, Science and Religion: A Changing Relationship, Cambridge University Press,
Cambridge 1955.
[12] ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910 –1974», 84.
[13] Véase especialmente Charles A. COULSON, «The Natural Sciences», en Rupert E. Davies (ed.),
An Approach to Christian Education, Epworth Press, London 1957, 41-57.
[14] Véase su sermón de 1931 «My Testimony», citado en ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred
Coulson 1910 –1974», 76-77.
[15] C. A. COULSON, Science and Christian Belief, Oxford University Press, London 1955, 19.
[16] Alexander WOOD, In Pursuit of Truth: A Comparative Study in Science and Religion, Student
Christian Movement, London 1927.
[17] COULSON, Science and Christian Belief, 112.
[18] WOOD, In Pursuit of Truth, 72.
[19] Ibid., 73.
[20] lbid., 102.
[21] COULSON, Science and Christian Belief, 3.
[22] Ibid., 115. Véase también su elogiosa cita de Science and the Christian Man (1952) de Raven en
C. A. COULSON, Science and the Idea of God, Cambridge University Press, Cambridge 1958, 30.
[23] Véase su biografía en A. Vibert DOUGLAS, The Life of Arthur Stanley Eddington, Nelson,
London 1956. El mejor estudio sobre la concepción de Eddington de la ciencia y la religión es
el de Matthew STANLEY, Practical Mystic: Religion, Science, and A. S. Eddington, University of
Chicago Press, Chicago 2007.
[24] Arthur Stanley EDDINGTON, Science and the Unseen World, Macmillan, New York 1929. Las
Swarthmore Lectures se ofrecían en la reunión anual de la Sociedad de Amigos en Londres.
[25] EDDINGTON, Science and the Unseen World, 90-91.
[26] COULSON, Science and the Idea of God, 7-8.
[27] C. A. COULSON, Christianity in an Age of Science, Oxford University Press, Oxford 1953, 6.
[28] Ibid., 6.
[29] Ibid., 7.
[30] COULSON, Science and Religion, 3.
[31] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6. La opinión de Faraday sobre este tema era quizá
un poco más compleja de lo que sugería Coulson, pues era consciente de los peligros que
entrañaba la mezcla de la ciencia y la religión, en particular tal y como aparece en el idealismo
romántico de Coleridge y otros. Véase Geoffrey CANTOR, Michael Faraday: Sandemanian and
Scientist; A Study of Science and Religion in the Nineteenth Century, Macmillan, Basingstoke
1991.
[32] COULSON, Science and the Idea of God, 8.
[33] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6.
[34] COULSON, Christianity in an Age of Science, 7. Cf. la reflexión de Coulson sobre una «totalidad
y unidad en la vida» en Science and Christian Belief, 108.
[35] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12. Coulson analiza el tema de la coherencia más
detalladamente en 35-53.
[36] COULSON, Christianity in an Age of Science, 25.
[37] COULSON, Science and Religion, 8.
[38] Ibid., 22.
[39] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12.
[40] Ibid., 15.
[41] Ibid., 18-34.
[42] Ibid., 19.
[43] Ibid., 20.
[44] Ibid., 21.
[45] Ibidem.
[46] C. A. COULSON, «Review of Herbert Dingle, The Scientific Adventure»: British Journal for the
Philosophy of Science 12 (1953), 382-386.
[47] COULSON, Christianity in an Age of Science, 30.
[48] Ibid., 30.
[49] Ibid., 27.
[50] COULSON, Science and Christian Belief, 99.
[51] Coulson cita esta conferencia en tres ocasiones: en la recensión de la obra The Scientific
Adventure, de Herbert Dingle; en Science and Christian Belief, 99; y en Christianity in an Age
of Science, 31. En ninguna de estas citas se proporcionan detalles de la publicación.
[52] Lawrence BRAGG, «Science and the Adventure of Living»: Advancement of Science 27 (1950),
279-284.
[53] Sobre esto, véase Jeff ASTLEY, «Ian Ramsey and the Problem of Religious Knowledge»: Journal
of Theological Studies 2 (1984), 414-440.
[*] En inglés, God of the gaps, literalmente «Dios de los agujeros» [N. del T.].
[54] La idea, ciertamente, se encuentra mucho antes. Henry Drummond (1851-1897), por ejemplo,
criticaba a los autores cristianos que apelaban a los «agujeros que ellos rellanarán con Dios»:
véase Henry DRUMMOND, The Lowell Lectures on the Ascent of Man, J. Pott & Co., New York
190814, 333.
[55] COULSON, Christianity in an Age of Science, 8.
[56] COULSON, Science and Christian Belief, 19.
[57] Ibid., 21.
[58] COULSON, Science and Religion, 7.
[59] Ibid., 32.
[60] COULSON, Science and Christian Belief, 2.
[61] Ibid., 98.
[62] Ibidem.
[63] Ibid., 100. Ya hemos visto (véanse pp. 64-65) el hincapié que hace Coulson en la necesidad de
múltiples «puntos de vista» sobre una realidad compleja, que produce una explicación
acumulativa de ella que trasciende los límites de un solo enfoque o método.
[64] Ibid., 101.
[65] Coulson reconoce este tercer punto, pero no los dos primeros: COULSON, Science and Christian
Belief, 103.
3
Thomas F. Torrance (1913-2007)

El segundo autor que he elegido para profundizar en el tema es Thomas F.


Torrance (1913-2007), uno de los más grandes teólogos cristianos del siglo XX.
Comencé a leerlo mientras estudiaba Teología en la Universidad de Cambridge en
1979. Ya había terminado mis estudios científicos y había obtenido una matrícula
de honor en Teología por Oxford en el verano de 1978. Luego me fui a Cambridge
por dos años. Había sido elegido becario Naden en Teología en el Saint John’s
College de Cambridge. Este puesto de investigación, que se remonta a 1780, me dio
acceso a las excelentes bibliotecas de investigación teológica de Cambridge.
También aproveché este tiempo para prepararme como ministro de la Iglesia de
Inglaterra en Westcott House, donde coincidí durante un año con John
Polkinghorne.
Mi objetivo en Cambridge era comenzar a estudiar seriamente la relación entre
la ciencia y la teología, trabajando con el Dr. Arthur Peacocke (1924-2006), que
entonces era decano del Clare College. Yo había realizado un trabajo de
especialidad en el campo de la ciencia y la religión mientras estudiaba Teología en
Oxford, y sabía que había mucho que hacer al respecto. Sin embargo, los colegas de
mayor categoría profesional de Oxford me aconsejaron que no me internara
directamente en el campo de la ciencia y la religión. Me recomendaron
encarecidamente que entrara en el campo de la teología cristiana, de modo que
aportara al otro campo una dedicación seria a la teología. Al final, acepté su
consejo. Tenían razón..
Me había impresionado el ejemplo de dos teólogos que había estudiado en
Oxford: Wolfhart Pannenberg y Jürgen Moltmann. Los dos habían empezado sus
carreras centrándose en episodios de la historia de la disciplina. Decidí hacer lo
mismo. Dedicaría mi tiempo en Cambridge a investigar el desarrollo de la teología
de Martín Lutero. El profesor Gordon Rupp (1910-1986), experto en Lutero que se
había jubilado recientemente de la cátedra Dixie de Historia de la Iglesia en
Cambridge, aceptó ser mi tutor. En este caso, amplié mi investigación para analizar
el desarrollo de la doctrina de la justificación –tema importante en las obras de
Lutero– dentro de la tradición cristiana en su conjunto, y la cuestión general de los
orígenes intelectuales de la Reforma.
Mi inmersión en la teología cristiana duró mucho más de lo que había previsto,
en parte porque resultó ser muy interesante y en parte porque era mucho cuanto
necesitaba aprender. De hecho, hasta 1995 no me pareció que entendía
suficientemente la historia y los métodos de la teología cristiana para comenzar a
escribir con rigor sobre la relación entre las ciencias naturales y la teología. No
obstante, comencé a leer obras sobre el tema inmediatamente, en particular para
hacerme una idea de las cuestiones que se planteaban y de los enfoques adoptados.
Y así es como me topé con la obra de Torrance Theological Science, que compré en
la librería Heffer en Cambridge en junio de 1979 y leí en unas pocas semanas.
Cuando terminé aquel libro, supe que explorar la relación ciencia-teología iba a ser
enormemente estimulante y también que Torrance era alguien a quien iba a tratar
mucho.
Conocí a Torrance fortuitamente en 1986. Había sido invitado a una
conferencia de teólogos jóvenes para estudiar cómo podíamos pensar la relación
entre ciencia y teología. Se nos dijo que estarían presentes algunos invitados, pero
sin nombrarlos específicamente. La conferencia iba a celebrarse en un lugar
magnífico: el castillo de Windsor. Aunque comenzaba a las cuatro de la tarde, por
alguna razón anoté en mi agenda las dos de la tarde, así que llegué con dos horas de
antelación. A los organizadores les hizo gracia la equivocación y me sugirieron
amablemente que me pusiera cómodo mientras esperaba. Me llevaron a una sala,
me dijeron que alguien más había llegado antes de tiempo y que podríamos
aprovechar la ocasión para conocernos. Y así fue como conocí a Torrance, que
había hecho el largo viaje desde Edimburgo hasta Windsor más temprano.
Dedicamos las dos horas siguientes a charlar, centrándonos especialmente en su
libro Theological Science. El resto de la conferencia fue interesante, pero supe sin
ninguna duda qué era lo más destacado en el aspecto intelectual. Volví a Oxford
con la mente acelerada al haberme percatado de que la relación entre la ciencia y la
teología no solo era importante, sino también emocionante.
En este capítulo exploraré algunos aspectos de la contribución de Torrance a
este campo y me centraré especialmente en su emblemática aportación al
conocimiento de la relación entre ciencia y teología.
La figura de Thomas Torrance

Thomas Forsyth Torrance nació en el seno de una familia misionera el 30 de agosto


de 1913 en Chengdu, capital de la provincia de Sichuan (China)[1]. Su padre,
Thomas Torrance, había sido profundamente influido por la obra del gran
misionero británico David Livingstone (1813-1873) y decidió dedicarse a la
actividad misionera. Finalmente, se unió a la Misión de China Interior. Se
estableció en Chengdu, ciudad situada en el sudoeste de China. Allí conoció a
Annie Elizabeth Sharpe, que también había estado trabajando en esa región con la
misma organización misionera, y se casó con ella. Tuvieron cinco hijos. Thomas fue
el segundo.
Torrance asistió a la escuela de la misión canadiense de Chengdu entre 1920 y
1927. La situación política china se deterioró en 1927 y los misioneros y sus
familias tuvieron dificultades para llevar una vida normal. Torrance regresó a
Escocia para continuar su formación en la Bellshill Academy entre 1927 y 1931.
Posteriormente fue a la Universidad de Edimburgo y se licenció en Lenguas
Clásicas y Filosofía en 1934. Le hubiera gustado proseguir sus estudios, pero la
situación económica de la familia era problemática. El padre volvió a China,
mientras la familia quedaba viviendo y trabajando en Edimburgo, hasta que regresó
finalmente en 1934.
Torrance siempre había deseado estudiar para ser ministro de la Iglesia y quizá
hacerse misionero como su padre. Después de terminar sus estudios de grado, se
matriculó en el New College de Edimburgo (uno de los centros de formación
teológica reconocidos por la Iglesia de Escocia, con sede en la Universidad de
Edimburgo) y se licenció en Teología (especialidad en Teología Sistemática) en
1937. Posteriormente, continuó con su investigación en Oxford y Basilea, donde
estudió con Karl Barth y se doctoró con un trabajo sobre la doctrina de la gracia en
los escritos de algunos teólogos cristianos de los primeros siglos.
Después de pasar un curso como profesor de Teología Sistemática en el
Seminario Teológico de Auburn, en el estado de Nueva York, desde el otoño de
1938 hasta el verano de 1939, Torrance fue ordenado pastor de la Iglesia de Escocia
y ejerció de párroco en Alyth, una localidad de Perthshire, desde 1940 hasta 1947.
En este período fue también capellán del Ejército británico durante la II Guerra
Mundial (1943-1945) en la campaña de Italia. Una vez licenciado, regresó a la
parroquia de Alyth, donde permaneció dos años antes de ser trasladado a la
parroquia de Beechgrove, en Aberdeen (1947-1950).
Sin embargo, aunque Torrance estaba firmemente convencido de la
importancia del ministerio pastoral, advirtió que sus dones le llevaban a otra parte.
Se creía llamado a ejercer algún ministerio docente dentro de la Iglesia. También
otros compartían este punto de vista. En 1950, Torrance fue nombrado profesor de
Historia de la Iglesia en la Universidad de Edimburgo y en el New College. Pero, si
bien le gustaba este cargo, su verdadera pasión era más la teología cristiana que la
historia de la Iglesia.
Cuando G. T. Thomson anunció su retiro de la cátedra de Dogmática Cristiana
del New College en 1952, Torrance se dio cuenta de que quizá podría organizar un
traslado interno en el New College, mediante el cual pasar de la cátedra de Historia
de la Iglesia a la de Dogmática. Torrance logró obtener apoyo para su propuesta y
fue nombrado profesor de Dogmática Cristiana en Edimburgo, cargo que ocupó
hasta su jubilación en 1979. Durante esta «jubilación» escribió dos de sus obras más
apreciadas: The Trinitarian Faith (1988) y The Christian Doctrine of God (1996).
Torrance es mayoritariamente considerado como el teólogo británico más
relevante del siglo XX. Fue pionero en la recepción en lengua inglesa del gran
teólogo protestante suizo Karl Barth y se implicó intensamente en la traducción de
su imponente Dogmática eclesial. No obstante, su fama también se debe a su
prolongado interés por la relación entre las ciencias naturales y la teología
cristiana, que se evidenció por primera vez en Theological Science (1969, basada en
las Conferencias Hewett que dictó en 1959 en el Union Theological Seminary de
Nueva York) y se desarrolló en obras posteriores como Reality and Scientific
Theology (1985, basada en las Conferencias Harris impartidas en la Universidad de
Dundee en 1970). Torrance recibió el premio Templeton en 1978 por su gran
contribución al estudio de la interacción de la teología cristiana y las ciencias
naturales.

El desarrollo de las perspectivas de Torrance sobre la ciencia y la teología

Torrance publicó poco sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana
antes de su decisiva Theological Science. Sin embargo, hay razones para pensar que
algunas de sus ideas esenciales sobre dicha relación tomaron forma pronto, en parte
por su lectura de la obra de Daniel Lamont Christ and the World of Thought
(1934), en la que expone la visión de un compromiso teológico coherente con la
cultura intelectual, incluidas las ciencias naturales[2]. A través de Lamont, Torrance
descubrió los escritos del teólogo Karl Heim (1874-1958), que sostenía la obligación
que tenía la teología cristiana de interactuar tanto con el orden natural como con
las ciencias naturales. Según Heim, el hecho de que un teólogo ignorase las
cuestiones planteadas por las ciencias naturales constituía
«una rebelión contra Dios, que nos ha situado en una realidad que nos
confronta inevitablemente con cuestiones de este tipo, y que nos ha dado una
inteligencia que no puede descansar hasta haber buscado algún tipo de
respuesta a estas cuestiones»[3].

La influencia de Lamont es evidente en una serie de conferencias sobre «Ciencia


y Teología» que Torrance dictó durante su período como profesor de Teología
Sistemática en el Seminario Teológico de Auburn en 1938-1939[4]. En estas
conferencias sostiene que la ciencia y la teología no deberían entenderse como dos
disciplinas desconectadas y sin interacción, como si pudiera haber dos
compartimentos herméticamente sellados en la mente, excluyendo por principio
cualquier interacción. Torrance hacía hincapié en la importancia, para la ciencia y
la teología, de «una fe en la coherencia última de las cosas tal como son en sí
mismas». Pero ¿cómo se confirma esta fe en la coherencia última de la realidad? El
científico puede perfectamente creer «que hay un principio de orden en el
universo» que las ciencias naturales pueden descubrir y explorar. Pero ¿pueden
explicarlo? La teología, por otra parte, puede ofrecer una explicación de ese orden,
que se fundamenta en la naturaleza de Dios.
El enfoque de Torrance sobre la relación de ciencia y teología refleja
claramente el de Lamont, aunque Torrance desarrolla algunas de sus ideas en
nuevas direcciones. Para Torrance, las ciencias naturales tienen como objetivo la
descripción rigurosa y la generalización, pero no puede decirse en sentido estricto
que ofrezcan explicaciones que superen la mera redescripción del mundo natural.
«La ciencia no puede decirnos nada sobre el origen o los fines últimos de las cosas.
Si hay que responder a estas preguntas, debe hacerse dentro de la esfera de la
religión»[5]. Torrance afirma así la complementariedad de la ciencia y la teología,
siempre que sean correctamente entendidas.
«La ciencia solo nos informa de la luz que arroja sobre la realidad la observación
empírica de los hechos de la naturaleza externa. Cuando la ciencia afirma que
eso es todo cuanto puede decirse, deja de ser ciencia para convertirse en una
especie de teoría filosófica llamada naturalismo»[6].
El desarrollo de una ciencia teológica

Las conferencias de Auburn sobre ciencia y religión trazan un enfoque defendible


y reflexivo para entender la relación entre la ciencia y la teología que claramente
podía desarrollarse ulteriormente. Sin embargo, los escritos de Torrance de entre
1939 y 1959 no indican ningún interés particular sobre esa relación. Pero en 1959
dictó las Conferencias Hewett sobre «La naturaleza de la teología y el método
científico» en tres instituciones teológicas de Nueva Inglaterra: el Union
Theological Seminary de Nueva York, la Andover Newton Theological School de
Newton Center y la Episcopal Theological School de Cambridge, en Massachusetts.
Parece que Torrance fue invitado a dar estas prestigiosas conferencias sobre una
materia de su elección dentro del amplio campo de la teología cristiana, con total
libertad para elegir el tema concreto.
La relación entre teología y ciencias naturales no era un tema obvio para
Torrance, dados su interés y simpatía por la teología de Karl Barth, en particular
debido a la renuencia de Barth a explorar la relación de la teología y las ciencias
naturales. Las pocas afirmaciones que hace Barth sobre las ciencias naturales
indican que las conocía poco y las consideraba irrelevantes para la teología[7]. Barth
ni siquiera intenta afrontar la teoría de la relatividad en particular o el éxito
intelectual de Einstein en general en ningún momento de su Dogmática eclesial[8].
En efecto, Barth trata la teología cristiana y las ciencias naturales como disciplinas
sin conexión mutua alguna, cada una con su propio campo de competencia[9],
desarrollando un equivalente teológico a la idea de ciencia y fe del biólogo Stephen
Jay Gould como «magisterios que no se solapan»[10]. Para Barth y Gould no es
necesaria ni tiene relevancia teológica una conversación seria entre la teología
cristiana y las ciencias naturales.
Así pues, ¿por qué eligió Torrance hablar de este tema que no había abordado
en más de veinte años? Afortunadamente, Torrance explica a sus lectores las
razones de su elección. En 1946 entabló amistad con el eminente físico británico sir
Bernard Lovell (1913-2012), que fue el primer director del Observatorio Jodrell
Bank, desde 1945 hasta 1980. Lovell era primo de Margaret Edith Spear, con quien
Torrance se casó el 2 de octubre de 1946 en la parroquia de Combe Down, cerca de
Bath. Las subsiguientes conversaciones de Torrance con Lovell suscitaron algunas
cuestiones importantes. ¿Cómo comparar la teología con las ciencias naturales?
¿Podía calificarse la teología de científica en sentido propio?
En cierto sentido, estas preguntas no eran nuevas. El auge de las facultades de
Teología en las universidades medievales condujo a un nuevo interés por la
relación entre la teología y las otras disciplinas intelectuales y, por tanto, a la
pregunta de si la teología podía considerarse como una «ciencia» (scientia en latín,
una forma de conocimiento), en el sentido de una disciplina con criterios
metodológicos aceptados. El magistral análisis de Tomás de Aquino del carácter
científico de la teología demuestra un agudo sentido del nuevo clima intelectual
resultante del redescubrimiento de Aristóteles, en particular del nuevo interés por
la lógica silogística[11]. Sin embargo, Tomás entiende ciencia en el sentido de
«disciplina intelectual», mientras que entre nosotros la palabra ciencia ha pasado a
significar «ciencia natural»[12] o «ciencias naturales».
Torrance ve claramente que el tratamiento del importante tema de la teología
como ciencia en Barth «se quedaba corto» para lo que él esperaba y creía necesario
para la tarea de la reflexión teológica[13]. La ausencia de un estudio serio de las
ciencias naturales empobrecía la visión que Barth tenía de la teología y su
aplicación general. La teología necesitaba avanzar «a través de Barth y más allá de
él» para desarrollar apropiadamente tales temas, explorando «las armonías y las
simetrías profundas de la gracia divina» que expresaban la «lógica interna de las
operaciones creadoras y redentoras de Dios en el universo»[14].

La teología como ciencia: la cuestión del objeto

El enfoque esencial de Torrance sobre la teología como ciencia puede resumirse en


dos principios fundamentales. El primero, que la teología debe entenderse como
una disciplina humana cuyo objetivo es producir, en la medida de lo posible, una
explicación ordenada de lo que puede conocerse de su objeto. Comparte con las
otras ciencias, incluidas las ciencias naturales, este deseo de obtener una
explicación ordenada de las cosas. El segundo, que solo la teología reconoce la
autorrevelación de Dios en Cristo como objeto de estudio, y, por tanto, como único
fundamento y criterio de sus afirmaciones esenciales.
El enfoque de Torrance contrasta fuertemente con el de Wolfhart Pannenberg,
cuyo proyecto teológico constituye un regreso a la anticuada noción modernista de
que a todas las disciplinas se les puede aplicar un único método de investigación[15].
El enfoque de Pannenberg muestra una comprensión cuestionable de los métodos
de las ciencias naturales, complicada por su noción peculiar de «campo». Torrance,
en marcado contraste, tiene un buen conocimiento de los métodos de las ciencias
naturales y un sentido seguro de su relevancia teológica.
Torrance sostenía que los dos principios podían sostenerse respetando las
genuinas diferencias entre teología y ciencias naturales si se estaba de acuerdo en
que todas las disciplinas intelectuales o ciencias están obligadas a dar una
explicación de la realidad según su naturaleza distinta (katà phýsin en griego)[16].
Para Torrance esto significa que tanto los científicos como los teólogos están
obligados a «pensar solo de acuerdo con la naturaleza de lo dado»[17]. Al objeto
investigado hay que darle voz en este proceso de indagación. La característica
específica de una «ciencia» es dar una explicación precisa y objetiva de las cosas de
una manera que sea apropiada a la realidad que se investiga. Tanto la teología como
las ciencias naturales son, así, consideradas como actividades a posteriori que
responden a «lo dado» en vez de como especulación a priori basada en unos
primeros principios filosóficos. En el caso de las ciencias naturales, este «dado» es el
mundo de la naturaleza; en el caso de la teología, es la autorrevelación de Dios en
Cristo.
Torrance mantiene así el carácter científico de la teología, al tiempo que insiste
en que no hay una metodología generalizada o universal que pueda aplicarse
acríticamente a todas las ciencias. En la medida en que cada ciencia se ocupa de un
objeto diferente, tiene la obligación de responder a ese objeto de acuerdo con su
naturaleza distintiva. Los métodos apropiados para el estudio de un objeto no
pueden ser abstraídos y aplicados a todo lo demás. Cada ciencia desarrolla
procedimientos apropiados para la naturaleza de su propio objeto particular, en el
cual «ha resuelto su propio problema inductivo de cómo llegar a una conclusión
general a partir de un conjunto limitado de observaciones particulares»[18].
Torrance sigue aquí a Barth, que insistía en la imposibilidad de desarrollar un
método universal susceptible de ser aplicado a todas las disciplinas; antes al
contrario, era necesario identificar el objeto singular de la teología cristiana y
responder de una manera coherente con sus características específicas. Aunque los
aspectos esenciales de esta idea pueden verse en los primeros escritos de Barth, se
expone con particular claridad en su Dogmática eclesial. En esta importante obra,
Barth critica los puntos de vista del teólogo Hans Hinrich Wendt (1853-1928),
quien sostenía que el conocimiento «científico» no dependía de la naturaleza
específica de su objeto; el mismo método era apropiado, más o menos, para todas las
disciplinas intelectuales[19]. A esta opinión se opuso el teólogo Martin Kähler
(1835-1912), que insistía en que es el objeto específico de una disciplina el que
determina su método[20]. Barth estaba de acuerdo con Kähler, afirmando que era
esencial respetar el objeto singular de la teología cristiana y responder a él en
consonancia[21]. La ontología determina la epistemología. Barth subrayaba así la
diferencia de la teología con respecto a otras disciplinas, como las ciencias
naturales. Sin embargo, a diferencia de Barth, Torrance veía una potencial
convergencia intelectual entre la teología y las ciencias naturales, en cuanto ambas
son consideradas como respuestas a posteriori a «lo dado», en cuanto las ideas
humanas están correlacionadas con una realidad que es independiente del sujeto
que conoce.

Torrance sobre el realismo en la ciencia y la teología

Según entiende Torrance la teología, tanto esta como las ciencias naturales suponen
y emplean una epistemología realista. Este es un dato importante que requiere un
análisis adicional, pues es fundamental para cualquier estudio sobre la relación
entre teología y ciencias naturales. Como veremos cuando abordemos los puntos de
vista de John Polkinghorne en el capítulo siguiente, tanto la teología como las
ciencias naturales pueden entenderse como un intento de desarrollar ideas
humanas de modo que proporcionen la mejor explicación posible de una realidad
que, en definitiva, está fuera de la mente humana. Una larga lista de progresos
tecnológicos, considerados esenciales para la existencia occidental moderna, se
basan en la capacidad de las ciencias naturales para desarrollar teorías que
inicialmente explican el mundo y posteriormente nos permiten transformarlo. ¿Y
qué explicación más efectiva puede darse de este éxito que la sencilla afirmación de
que lo que describen las teorías científicas está realmente presente? Como comenta
Polkinghorne,
«La explicación naturalmente convincente del éxito de la ciencia es que
adquiere una comprensión cada vez más rigurosa de una realidad real. El
verdadero objetivo del esfuerzo científico es comprender la estructura del
mundo físico; una comprensión que nunca es completa, sino susceptible de
seguir mejorando. Los términos de esa comprensión son dictados por la forma
en que son las cosas»[22].

La explicación más sencilla de qué hace que las teorías funcionen es que se
refieren a la forma en que realmente son las cosas. Si las afirmaciones teóricas de las
ciencias naturales no fueran correctas, su enorme éxito empírico parecería ser
totalmente accidental. «Si el realismo científico, y las teorías en las que se basa, no
fueran correctos, no habría explicación de por qué el mundo observado es como si
fueran correctos; ese hecho sería meramente fortuito o totalmente milagroso»[23].
A Torrance se le reconoce mayoritariamente el mérito de haber desarrollado un
enfoque rigurosamente realista de la teología. El verdadero conocimiento
representa para Torrance una genuina revelación a la mente de aquello que es
objetivamente real. Tanto la teología cristiana como las ciencias naturales operan
con un concepto del conocimiento que tiene sus «fundamentos ontológicos en la
realidad objetiva». Toda disciplina intelectual está obligada a explicar esa realidad:
«El concepto de verdad integra a la vez el ser real de las cosas y la revelación de
ellas tal y como son en realidad. La verdad del ser se manifiesta con su propia
luz y su autoridad, obligándonos, por el poder de lo que es, a asentir a ella y
reconocerla por lo que es en sí misma. San Anselmo, que desarrolló esto de una
manera más realista, sostenía que la verdad es la realidad de las cosas tal y como
son realmente independiente de nosotros ante Dios, y así es como deberíamos
conocerlas y darles un significado»[24].

Torrance subraya la importancia de «responder a la realidad» como sello


distintivo de toda verdadera empresa científica. Es justo y necesario estar atentos y
ser receptivos a las cosas tal como son realmente, y asegurarnos de que hacemos
todo lo que podemos para dar una explicación precisa y objetiva de las cosas, de una
manera apropiada a la realidad que se investiga.
El enfoque de Torrance contaría con un general asentimiento en la filosofía de
la ciencia. La física, la biología y la psicología –por mencionar solo unos cuantos
ejemplos– poseen cada una su propio vocabulario y métodos de investigación, y
estudian la naturaleza según su propia categoría. Hace tiempo que se entiende esto
y no es objeto de controversia. Por ejemplo, veamos los comentarios de J. Robert
Oppenheimer (1904-1967), uno de los mejores físicos nucleares norteamericanos:
«Cada ciencia posee su propio lenguaje […] Todo lo que el químico observa y
describe puede expresarse con términos de la mecánica atómica, y al menos la
mayor parte de la explicación podría entenderse. Sin embargo, nadie sostiene
que, al abordar las formas químicas complejas que son de interés biológico, sea
útil el lenguaje de la física atómica. Antes al contrario, tendería a oscurecer las
grandes regularidades de la bioquímica, así como la descripción dinámica del
gas oscurecería su comportamiento termodinámico»[25].
Oppenheimer comenta acertadamente que cada ciencia natural desarrolla un
vocabulario y un método de trabajo que es apropiado o adaptado a su objeto. No
existe un método «universal»; antes bien, cada ciencia desarrolla unos
procedimientos que surgen naturalmente de su campo de investigación.
Torrance podría haber profundizado más en esto recurriendo, por ejemplo, a los
escritos de Werner Heisenberg (1901-1976), que ganó el Premio Nobel en física en
1932 por su obra pionera en el campo de la mecánica cuántica. En su tratado de
1942 sobre el «orden de la realidad», Heisenberg hacía hincapié en que explorar un
nuevo campo o área de realidad implicaba inevitablemente desarrollar un nuevo
lenguaje y modo de pensar adaptados a lo que se experimentaba o encontraba:
«Nuestros procesos de pensamiento desarrollarán siempre un lenguaje adecuado
para el dominio de la realidad contemplado que refleje con precisión cómo son las
cosas en ese ámbito»[26].
Torrance sostiene que la teología y las ciencias comparten una común adhesión
a una epistemología realista, mediante la que responden de manera apropiada a la
naturaleza de esa realidad. La naturaleza específica de este enfoque no puede
establecerse por adelantado –y en esto se hace clara la crítica implícita de Torrance
a las tendencias de universalización de la Ilustración–, sino que es determinada por
la adhesión misma.
«[La teología y las ciencias reconocen] la imposibilidad de separar la forma en
que surge el conocimiento y el conocimiento real que alcanza. Así, en teología,
los cánones de indagación que se disciernen en el proceso de conocimiento no
son separables del cuerpo de conocimiento real del que surgen. En la naturaleza
del caso no se puede obtener una explicación verdadera y adecuada de la
epistemología teológica sin una exposición sustancial del contenido del
conocimiento de Dios, y del conocimiento del hombre y del mundo como
criaturas de Dios»[27].

La visión que tiene Torrance de la teología se apoya así en la convicción


fundamental de que existe un mundo real exterior a la mente humana, que es
entendido –no construido– por la razón humana, la cual afronta cada aspecto de ese
mundo real según su identidad y propiedad específicas. Torrance lo expresa muy
claramente en la Conferencia Keese impartida en la Universidad de Tennessee en
Chattanooga en abril de 1971:
«La teología científica, no menos que la ciencia natural, se preocupa por
descubrir modos apropiados de racionalidad o instrumentos cognitivos con los
que adentrarse en el centro de la experiencia religiosa, y, por tanto, por el
desarrollo de conceptos axiomáticos mediante los que permitir que se
descubran sus principios interiores, y bajo esta luz comprender, en lo posible, la
estructura racional de todo el campo de la interacción de Dios con el hombre y
el mundo que hizo»[28].

Torrance sitúa la teología cristiana en el amplio espectro de los intentos


humanos por abordar el mundo real identificando y respetando su naturaleza
específica. La teología cristiana puede entenderse como una «teoría», una
penetración «especulativa» en la estructura de las cosas o una «“lente” refinada
mediante la que vemos en el interior del orden subyacente de la naturaleza o más
bien le permitimos que se nos descubra»[29].
¿Por qué es tan importante el enfoque de Torrance? Para apreciar sus méritos
resultará útil compararlo con el enfoque no realista de la teología desarrollado en
una serie de obras por Don Cupitt, más conocido por su iconoclasta obra titulada
The Sea of Faith[30]. Rechazando toda forma de realismo por considerarlo
«obsoleto» o representación de una acrítica «nostalgia» del pasado, sin intentar
abordar la abundante bibliografía de la filosofía de la ciencia que sugiere lo
contrario, Cupitt afirma que los seres humanos inventan sus ideas esenciales,
incluidos los métodos de investigación y los criterios de evaluación. «Todas
nuestras ideas normativas han sido postuladas por nosotros, incluidas las verdades
matemáticas y lógicas, como también nuestros ideales y valores»[31]. La realidad es
algo que construimos, no algo a lo que respondemos o reaccionamos. «Hemos
construido todas las visiones del mundo, hemos formulado todas las teorías…
Dependen de nosotros, no al revés»[32]. Esta renuencia a tomar en serio las ciencias
naturales, a pesar del interés inicial de Cupitt por este campo[33], es a la vez
sorprendente e inquietante.
En el The Sea of Faith, Cupitt sostiene que la mecánica newtoniana y la teoría
de la evolución de Darwin impiden regresar a las formas anteriores de concebir y
practicar la fe cristiana. No obstante, resulta claro que Cupitt acepta tácitamente
alguna forma de realismo científico al hacer ese comentario; de lo contrario,
tendría que haber hablado solo de cambios arbitrarios en las modas intelectuales,
en lugar de cambios justificables en nuestra comprensión del mundo. En su
precipitación por rechazar las creencias religiosas tradicionales por «obsoletas»,
Cupitt pasa por alto el incómodo hecho de que lo que él cree que las vuelve
desfasadas –como la teoría de la selección natural de Darwin– se origina fuera de la
mente humana y obtiene su credibilidad y fuerza intelectual precisamente porque
el mundo es así, no como elegimos verlo. Al tiempo que rechaza el realismo, Cupitt
asume implícitamente su validez para el progreso de los argumentos científicos en
contra de las ideas teológicas tradicionales. Se trata de una postura circular
insostenible.
Cupitt, especialmente en sus escritos posteriores, considera las afirmaciones
sobre Dios o los valores morales como construcciones humanas arbitrarias que
reflejan el ejercicio de la radical autonomía humana[34]. En contraste, Torrance
insiste en que tanto las ciencias naturales como la teología cristiana están obligadas
a hacer todo lo posible por dar una explicación de cómo es el mundo, en vez de
imponerle sus propios puntos de vista. La teología es responsable, en el doble
sentido de representar una respuesta a una realidad que está más allá de su control,
pero que tiene la obligación de representar lo mejor que pueda, y en el sentido de
que debe rendir cuentas por esas explicaciones de la realidad. Mientras que Cupitt
ve la teología como el ejercicio de la autonomía humana (nosotros creamos
nuestros mundos morales y teológicos), Torrance afirma que la teología debe
reconocer la heteronomía humana (estamos limitados por la realidad de Dios en el
desarrollo de nuestras ideas teológicas)[35].

Teología natural y revelada

Torrance clarifica extensamente la interacción entre las ciencias naturales y la


teología cristiana. Quizá uno de sus comentarios más sabios y perspicaces es el que
se refiere a la distinción de los enfoques de la teología y las ciencias naturales en su
acercamiento al mundo natural. Las ciencias naturales examinan «el universo y su
orden natural»; lo que él llama «ciencia teológica», sin embargo, indaga «en las
estructuras racionales del universo hasta llegar al Creador»[36]. Para Torrance, la
transparencia racional del cosmos nos permite ver a través de él, y más allá de él,
para captar una visión más profunda de Dios como creador y sustentador suyo.
Esto suscita claramente la cuestión de la teología natural, es decir, de qué
manera y en qué medida el mundo natural puede descubrirnos algo de la
naturaleza de Dios. Torrance propone lo que denomina una «teología natural
reformulada», que equivale a una reconceptualización de la teología natural como
un aspecto integral de la teología sistemática[37]. Torrance ve esta «teología natural
reformulada» como una consecuencia necesaria de un conocimiento de Dios
apropiadamente cristiano, no como una condición necesaria de entrada –aunque
insuficiente– para conocer a Dios.
Torrance comenta que el rechazo de Karl Barth a la teología natural refleja su
preocupación por el innato deseo humano de basar la teología en fundamentos
antropocéntricos como una reafirmación de la autonomía humana. Toda pretensión
de un «conocimiento natural de Dios», tal como lo entiende Barth, está
directamente vinculada a su opinión de que la humanidad busca confirmarse y
justificarse «contra la gracia de Dios», lo que conduce inevitablemente a una forma
de teología natural «antitética del conocimiento de Dios tal y como es en sus actos
de revelación y gracia»[38].
Si toda teología procede de la autorrevelación de Dios en Cristo, como insiste
Barth, entonces no parece haber un espacio legítimo en ella para la teología
natural. Sin embargo, Torrance sostiene que Barth no niega la posibilidad, ni
siquiera la facticidad, de la teología natural.
«Lo que Barth objeta a la teología natural no es su estructura racional como tal,
sino su carácter independiente, es decir, la estructura racional autónoma que
desarrolla fundamentándose “solo en la naturaleza”, haciendo abstracción del
autodescubrimiento activo del Dios vivo»[39].

Según Torrance, la objeción de Barth a la teología natural radica en su


preocupación de que tal teología natural sea vista como una ruta independiente e
igualmente válida para el conocimiento humano de Dios, que se puede tener bajo
las condiciones que elijamos. Sin embargo, este peligro puede evitarse si la teología
natural se ve como un aspecto subordinado de la teología revelada. En otras
palabras, la teología natural es algo que se puede basar en la teología revelada en
lugar de en las presuposiciones o percepciones naturales. Es algo que se produce
desde dentro de la fe cristiana, en cuanto su legitimidad es establecida por la
revelación divina, que también define su ámbito[40]. La teología natural tiene así un
lugar propio e importante dentro del ámbito de la teología revelada.
«Barth puede decir que la theologia naturalis está incluida y es sacada a la luz en
la theologia revelata, pues en la realidad de la gracia divina está incluida la
verdad de la creación divina. En este sentido puede Barth interpretar, y afirmar
como verdadero, el dicho de santo Tomás de que la gracia no destruye la
naturaleza, sino que la perfecciona y la completa, y puede continuar
argumentando que el significado de la revelación de Dios se manifiesta para
nosotros al sacar a la luz la verdad enterrada y olvidada de la creación»[41].

Torrance presenta así su idea de una «teología natural reformulada» no como


corrección a Barth, sino como despliegue de las líneas de pensamiento implícitas en
el propio programa teológico de Barth[42]. Aunque la interpretación que hace
Torrance de Barth se ha encontrado con la oposición de algunos de los intérpretes
de Barth, ofrece una útil perspectiva de cómo puede volver a concebirse la teología
natural de una manera valiosa y fecunda, evitando algunas de las preocupaciones
planteadas por Barth.
¿Por qué es tan importante el enfoque de Torrance? En general, establece
paralelismos entre la ciencia teológica y otras formas de ciencia de un modo que
nos ayuda a ver la teología como una disciplina académica como las otras, con su
propio método y con su objeto específico. Puede reclamar así un lugar legítimo en
el mundo académico, con un lugar propio en los debates sobre la identidad y el
destino del ser humano. En particular, asegura a los científicos naturales que la
teología cristiana es una disciplina con un fuerte sentido de la identidad y la
responsabilidad académicas, con una inherente dedicación a colaborar con otras
disciplinas, como las ciencias.
No obstante, la teología es distinta y no puede desintegrarse en un concepto
genérico de estudios religiosos. Sus métodos están adaptados a la naturaleza
específica de sus objetos de estudio. Articula una visión específica de Dios, de la
humanidad y del mundo, dándole una perspectiva distinta que le permite aportar
ideas que no repiten pasivamente las de las ciencias naturales, sino que añaden
genuinamente algo a la discusión. Esto es fundamental para el relato del
«enriquecimiento» a la vez presupuesto y expresado en este libro.
Torrance despliega y aplica a la vez una visión de la teología que tiene el
potencial tanto de comprometerse con las ciencias naturales como de añadir algo al
contenido de su conversación. Esto es evidente en muchos lugares, pero quizá más
particularmente en su enfoque de la teología natural, que asegura sus fundamentos
cristianos al tiempo que exige el diálogo y el compromiso con las ciencias naturales.
No sorprende que haya sido adoptado –y también adaptado– por una serie de
escritores dedicados al estudio de la relación entre ciencia y teología,
incluyéndome a mí mismo y a John Polkinghorne[43]. Esto nos lleva lógicamente a
estudiar el enfoque del tercero de nuestros autores, John Polkinghorne, en el
capítulo siguiente.

[1] Véase una biografía en Alister McGrath, T. F. Torrance: An Intellectual Biography, T. & T.
Clark, Edinburgh 1999.
[2] A juzgar por sus primeras conferencias, Torrance se vio particularmente influido por dos de sus
profesores de Edimburgo: Hugh Ross Mackintosh (1870-1936) y Lamont (1869-1950).
[3] Karl HEIM, Christian Faith and Natural Science, SCM Press, London 1953, 30 (el original en
alemán es de 1949). Las citas que Lamont hace de Heim proceden todas de su obra anterior
Glauben und Denken. Sobre la importancia de Heim para el diálogo entre ciencia y teología,
véase Hans SCHWARZ, «Karl Heim and John Polkinghorne: Theology and Natural Sciences in
Dialogue»: Journal of Interdisciplinary Studies 1, 2 (1997), 105-120.
[4] El texto completo de estas conferencias no se ha publicado, aunque cito extensamente el texto
mecanografiado de 61 páginas en MCGRATH, T. F. Torrance, 199-205. El texto mecanografiado
se encuentra en la colección de manuscritos de Thomas F. Torrance en las Colecciones
Especiales de la Biblioteca del Seminario Teológico de Princeton.
[5] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 11. Nótese también la afirmación de Torrance «La
ciencia describe, simplemente, el comportamiento de las cosas como fenómenos», en «Science
and Theology», fol. 42.
[6] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 14.
[7] Para un análisis detallado, véase Harold P. NEBELSICK, «Karl Barth’s Understanding of Science»,
en John Thompson (ed.), Theology beyond Christendom: Essays on the Centenary of the Birth
of Karl Barth, Pickwick Publications, Allison Park 1986, 165-214.
[8] Nótese el contraste con Emil Brunner, que consideraba que la teología estaba obligada a
afrontar las visiones seculares del mundo, ya fueran científicas o de otras modalidades. Para un
análisis, véase Alister E. MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford
2014, 41-78; 229-231.
[9] Este enfoque se desarrolla más extensamente en los escritos de Langdon Gilkey. Véase Langdon
GILKEY, Nature, Reality and the Sacred: The Nexus of Science and Religion, Fortress Press,
Minneapolis 1993.
[10] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22.
[11] Summa Theologiae Ia q. 1 a. 2.
[12] Véase el magistral estudio de Johannes ZACHHUBER, Theology as Science in Nineteenth-
Century Germany: From F. C. Baur to Ernst Troeltsch, Oxford University Press, Oxford 2013.
[13] Nótense los comentarios iniciales de Thomas F. TORRANCE, «My Interaction with Karl Barth»,
en Donald K. McKim (ed.), How Karl Barth Changed my Mind, Eerdmans, Grand Rapids 1986,
52-64.
[14] Thomas F. TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology»: Religious Studies 3 (1972),
233-250; cita p. 248. Cf. Thomas F. TORRANCE, Transformation & Convergence in the Frame of
Knowledge: Explorations in the Interrelations of Scientific and Theological Enterprise,
William B. Eerdmans, Grand Rapids 1984, 282.
[15] Para una crítica del enfoque de Pannenberg, véase Daniel R. ÁLVAREZ, «A Critique of Wolfhart
Pannenberg’s Scientific Theology», Zygon 3 (2013), 224-250.
[16] Thomas F. TORRANCE, Theological Science, Oxford University Press, London 1969, 10.
[17] Thomas F. TORRANCE, Theology in Reconstruction, Eerdmans, Grand Rapids 1996, 9. Cf. 85,
234, 273.
[18] TORRANCE, Theological Science, 106.
[19] Hans Hinrich WENDT, System der christlichen Lehre, 2 vols., Vandenhoeck & Ruprecht,
Göttingen 1907, vol. 1, 2-3.
[20] Véase Martin KÄHLER, Die Wissenschaft der christlichen Lehre, Deichert, Leipizig 1893, 5.
[21] Karl BARTH, Die christliche Theologie im Entwurf, Kaiser Verlag, Munich 1927, 115.
[22] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Science and Theology, Princeton
University Press, Princeton 1986, 22.
[23] Michael DEVITT, Realism and Truth, Blackwell, Oxford 1984, 108.
[24] Thomas F. TORRANCE, Reality and Scientific Theology, Scottish Academic Press, Edinburgh
1985, 141.
[25] J. Robert OPPENHEIMER, Science and the Common Understanding, Oxford University Press,
London 1954, 87 [trad. esp.: Ciencia y entendimiento común, Galatea-Nueva Visión, Buenos
Aires 1957].
[26] Werner HEISENBERG, Ordnung der Wirklichkeit, Piper, Munich 1986, 44.
[27] TORRANCE, Theological Science, 10.
[28] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 244.
[29] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 242.
[30] Don CUPITT, The Sea of Faith, BBC Publications, London 1985.
[31] CUPITT, The Sea of Faith, 270.
[32] Don CUPITT, Only Human, SCM Press, London 1985, 9.
[33] Véase Don CUPITT, The Worlds of Science and Religion, Sheldon Press, London 1976.
[34] Para una crítica de esta posición general, véase Paul A. MACDONALD, Knowledge and the
Transcendent: An Inquiry into the Mind’s Relationship to God, Catholic University of America
Press, Washington 2009, 3-42.
[35] Para una reflexión sobre esto, véase John DOUGLAS MORRISON, Knowledge of the Self-Revealing
God in the Thought of Thomas Forsyth Torrance, Peter Lang, New York 1997.
[36] Thomas F. TORRANCE, Reality and Evangelical Theology: The Realism of Christian Revelation,
Wipf & Stock, Eugene 2003, 70.
Para un buen estudio, véase W. TRAVIS MCMAKEN, «The Impossibility of Natural Knowledge of
[37] God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural Theology»: International Journal of Systematic
Theology 3 (2010), 319-340.
[38] Thomas F. TORRANCE, «The Problem of Natural Theology in the Thought of Karl Barth»:
Religious Studies 2 (1970), 121-135; cita en p. 125.
[39] Ibid., 128-129; cursiva en el original.
[40] Ibidem.
[41] Ibidem. Deberíamos mencionar aquí la ponderada evaluación del lugar de la teología natural en
la ortodoxia protestante realizada por Richard MULLER en Post-Reformation Reformed
Dogmatics 1, Baker Academic, Grand Rapids 2003, 307-308: la teología natural «existe más
como resultado que como base de la doctrina cristiana. Las verdades de la teología natural no
están excluidas de la teología sobrenatural –están incluidas en el cuerpo de la doctrina
revelada– no porque la teología natural sea el fundamento racional del sistema, sino porque sus
verdades pertenecen a la verdad más elevada».
[42] Para una reflexión sobre la relación de Torrance con Barth sobre este punto, véase MCMAKEN,
«The Impossibility of Natural Knowledge of God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural
Theology», 337-339.
[43] Nótese el comentario de Polkinghorne: «Thomas Torrance tiene razón al insistir en que la
teología natural debe integrarse con el resto de la disciplina de la teología en la búsqueda única
del conocimiento de Dios para que la actividad teológica demuestre tener suficiente riqueza y
profundidad». John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with
Reality, Yale University Press, New Haven 2004, 15. Esta idea se expresa con frecuencia en las
obras de Polkinghorne.
4
John Polkinghorne (1930-)

Son numerosas las razones que podría dar para elegir a John Polkinghorne como mi
tercer autor en el campo de la ciencia y la teología: en particular, su elegante y
claro estilo al escribir y su obvio dominio del complejo campo de la teoría cuántica.
El fundamento teológico de Polkinghorne es lo que yo describiría como
trinitarismo clásico y sencillo, similar en muchos aspectos a la ortodoxia
consensuada que C. S. Lewis describía como «mero cristianismo». Si bien otros
autores del campo de la ciencia y la religión –como los científicos-teólogos Ian
Barbour y Arthur Peacocke– eran un tanto críticos con esta ortodoxia teológica,
Polkinghorne la considera con toda claridad como intelectualmente estimulante e
iluminadora[1]. Juzga inadecuada la estrategia asimilacionista de Barbour y ve su
propio énfasis en la coherencia entre ciencia y teología como un medio para
preservar la autonomía de la teología en su diálogo con la cultura científica[2].
Conocí a Polkinghorne en Cambridge durante el año académico 1979-1980.
Ambos nos preparábamos para el ministerio en la Iglesia de Inglaterra en Westcott
House manteniendo nuestros intereses académicos al margen. Polkinghorne
conservaba su beca en el Trinity College y daba algunas clases particulares de Física
Matemática; yo era estudiante Naden de Teología en el St. John’s College y estaba
ocupado en sumergirme en la tradición teológica cristiana, con el objetivo a largo
plazo de escribir en el campo de la ciencia y la religión. No llegué a conocerlo
particularmente bien, pero no pude dejar de notar su brillantez intelectual. En
1980 dejé Cambridge para servir como vicario en Nottingham; un año después,
Polkinghorne comenzó su período de ministerio en una parroquia cerca de
Cambridge. Para mi vergüenza, me olvidé de él.
Regresé a Oxford en 1983 después de haber sido nombrado tutor de Doctrina
Cristiana en Wycliffe Hall, instituto teológico estrechamente vinculado a la
Universidad de Oxford. Aunque mis principales intereses eran la enseñanza y la
investigación teológica, seguí leyendo sobre ciencia y religión. Poco después de mi
llegada a Oxford, cogí un libro en la librería Blackwell, en el centro de la ciudad.
Era el primer escrito de Polkinghorne sobre este campo: The Way the World is.
Cuando llegué al final del primer capítulo, con su énfasis en que el cristianismo era
«una visión coherente y fundamentada racionalmente del modo como es el
mundo»[3], supe que Polkinghorne había encontrado su especialidad. Había aquí
una voz fresca en el campo, rica en perspicacia y elegante en expresión. Había otros
que escribían sobre este campo, pero ninguno tenía el mismo estilo elegante ni su
autoridad profesional. Estaba deseando leer más obras de él.
El ascenso de Polkinghorne a la eminencia intelectual fue notable. Comenzó
sus estudios universitarios en la Universidad de Cambridge en octubre de 1949,
centrándose inicialmente en las matemáticas y posteriormente en la mecánica
cuántica. Se graduó en 1952 y obtuvo su doctorado en Cambridge en 1955. Después
de pasar un año como becario Harkness en el Instituto Tecnológico de California,
Polkinghorne regresó al Reino Unido para dar clases de Física Teórica en la
Universidad de Edimburgo. Dos años después volvió a la Universidad de Cambridge
como profesor antes de ser elegido catedrático de la recientemente creada
asignatura de Física Matemática en 1968[4].
Desde el principio de sus estudios en Cambridge, Polkinghorne vio como un
asunto importante la correlación entre su profesión científica y su fe personal como
cristiano. Con cuarenta y siete años renunció a su cátedra para ordenarse sacerdote
de la Iglesia de Inglaterra, sintiendo que probablemente había contribuido cuanto
podía al campo de la física. Había nuevos territorios que explorar y, como los
sucesos demostraron, Polkinghorne se convirtió en uno de los mejores embajadores
de la correlación entre teología y ciencia en las comunidades científica y cristiana.
No preveía regresar al mundo académico, al considerar que su futuro estaba en el
ejercicio del ministerio pastoral en la Iglesia de Inglaterra[5].
Polkinghorne sirvió en numerosos cargos pastorales en las parroquias de la
Iglesia de Inglaterra. Su importante obra, One World, que puede considerarse un
manifiesto de su enfoque específico sobre la ciencia y la teología, fue concebida
durante su período como párroco de San Miguel y Todos los Ángeles en
Bedminster, y escrita cuando era vicario de la parroquia de San Cosme y San
Damián en Blean, una localidad de Kent cerca de Canterbury, entre 1984 y 1986[6].
Sin embargo, muchos tenían claro que el futuro de Polkinghorne estaba en el
mundo académico. Se le invitó a dejar que se tuviera en cuenta su nombre para
varios puestos de alto nivel en Cambridge, antes de aceptar el cargo de decano de
capilla en el Trinity Hall de 1986 a 1989 y, posteriormente, de presidente del
Queens’ College de 1989 a 1996.
En muchos sentidos, el enfoque de Polkinghorne de la relación entre la ciencia
y la teología puede resumirse en una frase de uno de sus primeros libros dedicados
al tema: «La teología y la ciencia difieren mucho en la naturaleza de la materia de
su interés. Sin embargo, ambas intentan entender aspectos de cómo es el
mundo»[7]. Polkinghorne eligió el título One World para esta obra con el fin de
afirmar la unidad fundamental de la búsqueda humana de la comprensión del
mundo en el que vivimos, ya sea religiosa o científica. Tanto la ciencia como la
teología deben ser entendidas como «respuestas a las cosas tal como son»,
procediendo en esta exploración tanto por análisis lógico como por actos intuitivos
de juicio. Cada una defiende su derecho a representar la realidad mediante una
«apelación a la inteligibilidad coherente que alcanza a través de sus
percepciones»[8].
Polkinghorne se describe frecuentemente como un pensador «ascendente»,
pues sigue el procedimiento esencialmente empírico de comenzar por el mundo de
la experiencia y la observación, para moverse gradualmente hacia arriba, al ámbito
de la teoría. Aunque este procedimiento está implícito en gran parte de cuanto
escribe, resulta particularmente evidente en sus Conferencias Gifford en la
Universidad de Edimburgo, dictadas en 1993-1994 y publicadas con el subtítulo
Reflections of a Bottom-Up Thinker[9]. Al examinar los temas fundamentales de los
credos, Polkinghorne se pregunta: «¿Cuál es la prueba que nos lleva a pensar que
esto pueda ser verdad?». Este proceso de tratar el credo como afín –aunque no
idéntico– a la teoría científica le conduce a preguntar qué observaciones y
experiencias, como las que aparecen en los textos bíblicos, pueden aducirse como
apoyo de las formulaciones del credo.
Como Coulson y Torrance, Polkinghorne comenta que los pensadores
«ascendentes» como él «no están dispuestos a creer en la existencia de un método
universal, sino que en su lugar tratan de ajustar su enfoque a la naturaleza de la
realidad particular tal como es aprehendida»[10]. Este «pragmatismo
epistemológico» es, así, adaptado a la realidad, en vez de intentar definir la realidad
según un enfoque de investigación determinado.
Ahora bien, ¿qué tipo de experiencia explica e interpreta la teología? A
diferencia de Coulson, que insistía en que la experiencia humana no podía ser
preasignada a categorías específicas, como la «experiencia religiosa», Polkinghorne
está dispuesto a hablar de «la dimensión religiosa de la experiencia personal»[11] y
define la teología como «la investigación especializada de tipos particulares de
experiencia y percepciones que catalogamos como religiosos»[12].
En lo que sigue trataremos algunos de los elementos esenciales del concepto
que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología.

La racionalidad de la fe

Recojamos una frase que presenté anteriormente en la que Polkinghorne afirma


que el cristianismo es «una visión coherente y fundamentada racionalmente del
modo como es el mundo»[13]. Como Charles Coulson, Polkinghorne apenas dedica
tiempo a la idea de un Dios que se encuentra oculto en los agujeros explicativos[14].
En lugar de eso, se inclina hacia el extremo opuesto del espectro teórico, sugiriendo
que una «teología trinitaria» ofrece una «verdadera teoría del todo»[15]. No obstante,
Polkinghorne prefiere en general hablar de la teología cristiana como aquella que
ofrece una explicación «intelectualmente satisfactoria» del mundo, en lugar de
proponerla como una especie de «metaciencia» que solo es capaz de integrar los
hallazgos de las diversas ciencias particulares. Las ciencias naturales y la teología
cristiana se conciben como discursos racionales complementarios, sin que se les
conceda el estatus de «relato dominante». No obstante, en sus obras posteriores a
2003 vemos cómo Polkinghorne se muestra partidario de hablar de una teología
trinitaria de un modo cada vez más normativo.
Una visión trinitaria de la realidad, argumenta Polkinghorne, ofrece una lente
mediante la que puede explicarse satisfactoriamente la empresa científica[16]. La
ciencia plantea cuestiones que no pueden responderse con sus propios métodos,
señalando así el camino hacia la necesidad de una renovada aproximación teológica
a la naturaleza. «La ciencia ofrece un contexto esclarecedor en el que puede
realizarse gran parte de la reflexión teológica, pero necesita a su vez ser considerada
en el contexto más amplio y profundo de la inteligibilidad que proporciona una fe
en Dios»[17]. La teología puede afrontar las cuestiones fundamentales planteadas –
pero no respondidas– por la ciencia.
¿Qué tipo de cuestiones? Polkinghorne da muchos ejemplos de lo que tiene en
mente. ¿Cómo explicamos la «inteligibilidad profunda del universo»?[18]. A la
ciencia le gusta aprovechar esta característica del mundo, pero parece incapaz de
explicarla. Sin embargo, es una característica tan significativa del mundo que
merece ser tratada como algo más que un «accidente feliz» o un golpe de buena
suerte. La posibilidad misma de la ciencia, en opinión de Polkinghorne, no es un
«mero accidente feliz», sino que se basa en el hecho de que detrás del orden natural
que los científicos son capaces de explorar se encuentra la mente de Dios, como
creador del universo[19].
Se podría hacer una observación similar sobre la «desproporcionada eficacia de
las matemáticas». ¿Cómo explicaremos la capacidad de las matemáticas para
reproducir con tanta precisión las estructuras fundamentales del universo?
«Estamos tan familiarizados con el hecho de que podemos entender el mundo
que la mayor parte del tiempo lo damos por supuesto. Es lo que hace posible la
ciencia. Sin embargo, podría ser de otro modo. El universo podría haber sido un
caos desordenado en lugar de un cosmos ordenado. O podría haber tenido una
racionalidad que nos resultara inaccesible […] Hay una coherencia entre
nuestras mentes y el universo, entre la racionalidad experimentada en el
interior y la racionalidad observada en el exterior»[20].

Esta coherencia, insiste Polkinghorne, es algo que requiere explicación. Como


comentó Einstein una vez, «lo más incomprensible del universo es que sea
comprensible»[21]. Polkinghorne vuelve habitualmente sobre este tema. ¿Por qué el
mundo está tan hermosa y útilmente ordenado? A la ciencia le gusta explotar la
transparencia racional del universo, pero no está en posición de explicar su origen.
Así pues, ¿qué modo de examinar las cosas da sentido a esto? ¿Cómo podemos
hacer inteligible la inteligibilidad del universo? La respuesta de Polkinghorne a lo
largo de los años, formulada cada vez en términos más explícitamente trinitarios, es
que el cristianismo nos proporciona un marco que explica lo que de otra manera
sería un milagro o un accidente muy afortunado. Además, en la comunidad
científica se da cada vez más la convicción de que bajo la apariencia superficial del
universo físico se encuentra «un ámbito fundamental de orden profundo y belleza
racional». «La teología puede hacer inteligible este descubrimiento mediante su
creencia de que la mente del Creador es el origen de orden maravilloso del
mundo»[22].
Una de las contribuciones más constructivas de Polkinghorne a la discusión
sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana es su idea de «creencia
motivada». La ciencia y el cristianismo, según Polkinghorne, pueden verse como
actividades relacionadas que comparten una preocupación fundamental por una
«creencia motivada»[23]. Tanto la ciencia como la teología deben ser capaces de
ofrecer razones para creer que lo que proponen tiene una garantía intelectual.
Existe una «relación de parentesco entre los modos en que la teología y la ciencia
persiguen la verdad dentro de los dominios propios de su interpretación de la
experiencia»[24].
Uno de los blancos de la crítica que Polkinghorne hace aquí es el racionalismo
dogmático que establece de antemano cómo deberían ser el universo o Dios. Lo
rechaza por irreal y no empírico. A la ciencia y la teología se les debe permitir
modelar sus ideas mediante un encuentro con el mundo real. Además, cada una
posee su propio enfoque distinto adaptado al objeto específico de su investigación y
estudio.
«[Los científicos] han descubierto que el mundo físico es demasiado
sorprendente, demasiado resistente a las expectativas previas, como para que
una ingenua confianza en los poderes humanos de previsión racional sea
absolutamente convincente. Al contrario, se debe permitir que el carácter real
de nuestro encuentro con la realidad dé forma a nuestro conocimiento y
pensamiento sobre el objeto de nuestra investigación»[25].

La ciencia no parte de lo que la razón o el sentido común declaran verdadero,


sino de un compromiso con el mundo natural, un compromiso que a menudo
conduce a resultados muy contraintuitivos que parecen ir en contra de la razón y el
sentido común, pero que, sin embargo, pueden ser aceptados como verdaderos.
Polkinghorne ve así las ciencias naturales y la teología cristiana como
dimensiones que tratan con creencias motivadas. La ciencia se ocupa de datos
empíricos derivados de la observación y experimentación, y juzga sus teorías de
acuerdo con la capacidad de explicar esos datos. La teología cristiana también se
ocupa de datos, pero de un tipo un tanto diferente. Su primera línea de
investigación podría centrarse en las pruebas generales de la existencia de Dios
ofrecidas por la transparencia racional, la belleza, el orden y la fecundidad del
universo; su segunda línea de investigación podría centrarse en cómo los cristianos
creen que la naturaleza de Dios se da a conocer en Jesucristo[26].
Contra aquellos que exigen pruebas a todas las creencias, y certezas en todo
empeño intelectual, Polkinghorne señala que ninguna forma de investigación
humana que busque la verdad –sea la ciencia o la teología– puede alcanzar la
certeza absoluta sobre sus conclusiones. Lo máximo que se puede esperar es
determinar la mejor explicación de los fenómenos complejos. Ni la ciencia ni la
teología pueden esperar jamás establecer o alcanzar una «prueba lógicamente
coactiva del tipo que solo un tonto podría negar»[27]. Ambas actividades implican
necesariamente «cierto grado de precariedad intelectual». El «inevitable problema
epistémico de la humanidad» es que nos adherimos a creencias que tenemos buenas
razones para aceptar como verdaderas, pero no podemos probar que lo sean[28].
Polkinghorne apela aquí al ejemplo de Michael Polanyi, cuya noción de
«conocimiento personal» proporciona una explicación fiable y realista del dilema
epistémico afrontado por el científico en particular y la humanidad en general.
Polanyi reconocía que la ciencia ofrecía una forma de conocimiento que no era
«absolutamente cierta, pero que, no obstante, era capaz de suscitar una creencia
justificada». Su obra Personal Knowledge fue escrita, según Polkinghorne, para
explicar cómo él «podía creer firmemente en lo que pensaba que era
(científicamente) verdadero, aun sabiendo que podría ser falso»[29]. Tanto la ciencia
como la teología tratan de creencias que están lo bastante bien motivadas como
para que seamos fieles a ellas, sabiendo que pueden ser falsas pero creyendo, no
obstante, que son la mejor explicación de la que disponemos en este momento.
¿Cómo entra en esto la noción teológica de «misterio»? ¿Cómo encaja en la
explicación que hace Polkinghorne de la racionalidad de la fe? Para algunos, hay
que decirlo, la idea misma de misterio equivale a una violación de la racionalidad.
El punto de partida de Polkinghorne aquí, sin embargo, es que la razón humana
siempre estará «limitada en su poder de comprensión»[30]. Si lo que se debe
entender es tan grande que supera esta limitada capacidad para entender, aparece
como un misterio, que no es algo contrario a la razón, sino algo que está más allá de
la razón: «Hay un misterio en la naturaleza de lo Infinito que nunca será
comprendido por lo finito»[31].

El renacimiento de la teología natural

Polkinghorne es uno de los defensores más importantes de un nuevo estilo de


teología natural adaptado a los métodos de las ciencias naturales en vez de ajustarse
a las convenciones de la filosofía de la religión[32]. Tradicionalmente, por «teología
natural» se ha entendido «la empresa de proporcionar apoyo a las creencias
religiosas partiendo de premisas que no son ni presuponen ninguna creencia
religiosa»[33] o la «rama de la filosofía que investiga lo que la razón humana, sin la
ayuda de la revelación, puede decirnos de Dios»[34]. De hecho, a lo largo de los
tiempos encontramos una gama mucho más amplia de concepciones de la teología
natural en el seno de la tradición cristiana[35].
Hay una variante de particular relevancia que se conoce a veces como «físico-
teología». Este enfoque, que apareció especialmente en Inglaterra durante el apogeo
de la Revolución Científica en la época newtoniana, abogaba por la existencia de
Dios basándose en la regularidad y complejidad del mundo natural[36]. Otra es la
«teología de la naturaleza», que fundamentalmente trata de entender el mundo a
partir de la fe cristiana, resaltando a menudo la importancia de la doctrina de la
creación al respecto[37]. Aquí el curso del pensamiento parte de la fe cristiana para
llegar a la naturaleza, no al revés. Es el enfoque desarrollado por Thomas F.
Torrance, presentado en el capítulo anterior, que frecuentemente es apoyado por
Polkinghorne. Sin embargo, pienso que para entender a Polkinghorne es mejor
adoptar una posición ligeramente diferente sobre la cuestión de la teología natural.
Veo a Polkinghorne como representante del enfoque asociado al gran teólogo
anglicano Joseph Butler (1692-1752) y expuesto en su Analogy of Religion (1736)
[Analogía de la religión][38]. La teología natural se entiende aquí como la
exploración de una analogía o resonancia intelectual entre la experiencia humana
de la naturaleza, por una parte, y el Evangelio, por la otra. Este enfoque de la
teología natural, que propone un isomorfismo entre la razón y la estructura de la
realidad, se limita a menudo a establecer la posibilidad de coherencia o
congruencia entre los artículos de la fe cristiana y un conocimiento del mundo
derivado de otras disciplinas o áreas de la vida, incluidas las ciencias naturales. El
enfoque de Polkinghorne se entiende mejor como una variante de este, y tiene
buenas razones para ser considerado clásicamente anglicano.
Aunque Polkinghorne aborda la cuestión de la teología natural en muchos de
sus escritos[39], entendemos y evaluamos mejor sus puntos de vista al respecto en su
artículo de 1995 «The New Natural Theology» [La nueva teología natural][40].
Existe, comenta, un nuevo interés en la teología natural que procede de la
comunidad científica misma. Al hablar de una teología natural «nueva», tiene que
aclarar en qué difiere este enfoque de los precedentes: «Su carácter difiere del de
sus predecesores, pues la nueva teología natural no es reavivada, sino también
revisada»[41].
La divergencia más significativa con los enfoques anteriores de la teología
natural reside, según Polkinghorne, en su ambición. La «nueva» teología natural es
más modesta en las afirmaciones que hace. No pretende probar la existencia de
Dios, pero defiende que su enfoque proporciona una mejor comprensión de una
implicación más amplia en el mundo natural, pues ofrece una explicación más
satisfactoria de la naturaleza que sus alternativas ateas. La segunda divergencia
reside en que se centra en la teología natural vista como complemento de las
ciencias naturales, en vez de considerarse como una rival o una competidora en
materia de explicación de la realidad.
«El Dios de la físico-teología era el Dios tapagujeros, una seudodeidad que decía
completar la explicación científica donde esta aún era insuficiente y, por tanto,
siempre sujeta a ser declarada redundante cuando el avance posterior de la
ciencia proporcionaba su propia explicación»[42].

Si bien la ciencia no parece necesitar ningún complemento teológico en su


dominio específico, suscita, no obstante, cuestiones que no pueden responderse
desde sus métodos de trabajo: «Existen metacuestiones que surgen de nuestra
experiencia y conocimiento científicos, pero que apuntan más allá de lo que la
ciencia puede atreverse a decir por sí misma»[43]. Estas «metacuestiones» son
abordadas por la teología natural.
¿En qué «metacuestiones» piensa Polkinghorne? La primera que menciona ya la
hemos abordado. ¿Por qué, de entrada, es posible la ciencia en su forma moderna?
[44]. ¿Por qué el universo físico nos resulta tan racionalmente transparente, de tal

modo que podemos discernir su patrón y estructura, incluso en el mundo cuántico,


que tan poca relación tiene con nuestra experiencia diaria? ¿Por qué se halla que
muchos de los patrones más bellos propuestos por los matemáticos puros se dan
realmente en la estructura del mundo físico? La teología natural ofrece un marco
explicativo que complementa –no suplanta– al de las ciencias naturales,
permitiéndonos una comprensión más plena y profunda de su potencial y límites.
Esta explicación de la inteligibilidad profunda del universo que surge de la nueva
teología natural debe entenderse más bien como una percepción que como una
demostración.
Otro ejemplo de «metacuestión» procede del ajuste preciso del universo,
expresado a menudo como «principio antrópico». ¿Por qué el universo es
aparentemente «adecuado» para la vida? La nueva teología natural responde que
este mundo «no es “ningún mundo antiguo”, sino una creación que ha sido dotada
por su Creador de las condiciones exactas necesarias para su historia fructífera»[45].
Polkinghorne rechaza así la idea de una teología natural como medio
independiente para demostrar la existencia de Dios, que desafía los esquemas
explicativos de las ciencias naturales. La teología natural pertenece correctamente
«al campo de la investigación teológica general» y su objetivo es ofrecer una visión
enriquecida de cómo es el mundo completando a las ciencias, no
sustituyéndolas[46].

Modelos para relacionar ciencia y teología

¿Cuál es la relación mutua entre la ciencia y la teología? La exposición de esta


cuestión en el novedoso campo de las relaciones entre ciencia y religión ha estado
dominada por un modelo desarrollado por Ian Barbour (1923-2013), profesor de
Física en el Carleton College (Minnesota), que escribió una de las primeras obras
con la propuesta de que «ciencia y religión» podía considerarse un área específica
de estudio[47]. Barbour presenta cuatro enfoques generales de la relación entre
ciencia y religión[48]:
1. Conflicto. Ciencia y religión se presentan como realidades
permanentemente enfrentadas e incapaces de tener un diálogo significativo.
Richard Dawkins es tal vez el representante más notorio de esta posición en
la actualidad.
2. Independencia. Ciencia y religión son verdaderas, pero cada una en su
campo propio. Quizá el ejemplo más conocido de este enfoque es la idea de
Stephen Jay Gould de la ciencia y la fe como «magisterios que no se
solapan»[49].
3. Diálogo. Ciencia y fe son partes diferentes en un debate al que ambas
pueden hacer contribuciones significativas.
4. Integración. Este modelo sostiene que las verdades de la ciencia y la religión
pueden integrarse en un «todo» más completo o pleno. Este enfoque puede
verse en las obras de Pierre Teilhard de Chardin, que buscaba integrar
evolución y cristianismo, especialmente con su noción del «punto omega».

No obstante, esta taxonomía de enfoques es claramente inadecuada y podría


decirse que ha obstaculizado, más que facilitado, un debate serio sobre la relación
entre la ciencia y la fe, tanto en el pasado como en el presente[50]. Barbour piensa
que estas cuatro categorías son exhaustivas y permanentemente válidas, y las aplica
inútilmente a casos históricos clásicos como los debates copernicanos y galileanos.
Su explicación, altamente reduccionista, de estos debates posee un valor histórico
limitado y no tiene en cuenta la complejidad del contexto social tanto de la ciencia
como de la religión[51]. Son de poca utilidad para estudiar la interacción de la
ciencia y otras religiones distintas del cristianismo, y tienden a ignorar las
dimensiones simbólicas y sociales de la religión, pues tratan a las religiones
simplemente como conjuntos de ideas. Además, la taxonomía refleja los puntos de
vista personales de Barbour sobre cuál debería ser la relación entre ciencia y
religión; su clara preferencia por el modelo de «integración» sesga su estudio de los
otros tres modelos alternativos.
Pero quizá lo más importante es que Barbour no tiene en cuenta los intereses y
preocupaciones de la teología cristiana. No es algo que sorprenda, dados sus
intereses y convicciones personales. Para Polkinghorne, que piensa que la teología
tiene una importancia fundamental para toda explicación seriamente intelectual de
«cómo es el mundo», este enfoque de Barbour es inaceptable. Polkinghorne trató,
por consiguiente, de desarrollar una taxonomía de enfoques que reconociera la
importancia de los posibles marcos teológicos que pudieran dar fundamento al
debate de la relación entre la ciencia y la fe cristiana[52]. Estos marcos se exponen
en el primer capítulo de su obra Science and the Trinity [La ciencia y la Trinidad],
donde analiza cuatro enfoques para el «diálogo entre ciencia y teología»[53]. El
título de este libro es significativo, pues expresa la firme adhesión de Polkinghorne
a una concepción trinitaria de la fe cristiana, en lugar de las nociones más genéricas
de divinidad que a menudo se encuentran en el diálogo entre ciencia y religión.
Polkinghorne declaró que no «estaba dispuesto a renunciar al gran esquema de la
teología trinitaria, anclado en los relatos de la tradición canónica»[54]. Su enfoque se
fundamentaría en lo específico de la tradición cristiana y se nutriría de ello.
El primer enfoque que aborda Polkinghorne es un modelo «deísta», para el que
una «inteligencia cósmica» es una «posibilidad racionalmente coherente que
deberían tener en cuenta quienes buscan un grado máximo de comprensión»[55].
Este enfoque se encuentra en numerosas formas tradicionales de la teología natural,
en particular en la «físico-teología» (véanse pp. 240-244) que surgió a raíz de la
Revolución Científica en Inglaterra a finales del siglo XVII y principios del XVIII.
Este enfoque sostiene que los datos científicos remiten a la existencia de una
especie de divinidad genérica que fue creadora del universo. No obstante, es un
enfoque «débil» desde un punto de vista teológico, puesto que limita la actividad de
este dios genérico al acto de la creación, por considerarse que este no conlleva una
implicación posterior en la creación[56]. Polkinghorne encuentra esta perspectiva
en los escritos del físico Paul Davies[57], y expresa la preocupación de que esta
noción reducida de Dios parece tener una relación exigua con el Dios de la Biblia.
El segundo enfoque que comenta Polkinghorne es el modelo «teísta», que va
más allá del deísmo al recurrir a temas esenciales de la Biblia e incluso de la vida de
Jesús de Nazaret, pero evita adoptar las declaraciones dogmáticas de los concilios,
como son las expuestas en los artículos del credo niceno[58]. Polkinghorne
identifica a Barbour como principal representante de este enfoque, y comenta su
adhesión a «la teología del proceso» como forma de conceptualizar la presencia y la
acción de Dios en el mundo. Polkinghorne tiene sus reservas al respecto, pues
piensa que el Dios de la teología del proceso está «demasiado limitado
metafísicamente», puesto que está obligado a actuar solamente por medio de la
persuasión y, por tanto, no alcanza a ser un ente tan trascendente y poderoso como
para constituir la base de una esperanza imperecedera frente a la debilidad y la
mortalidad del ser humano. Polkinghorne deja claro que no tiene dificultad en
admitir el principio general de que la teología se basa en los parámetros de un
sistema filosófico determinado, pero esta filosofía tiene que ser capaz de formular
los compromisos teístas esenciales de una manera plausible y creíble.
El tercer enfoque presentado por Polkinghorne es un modelo «revisionista», que
se enfrenta al amplio espectro de la teología tradicional cristiana, pero exigiendo
una revisión radical de las ideas teológicas ortodoxas, como las doctrinas de la
encarnación y la Trinidad, a la luz de una interpretación científica del universo
contemporánea. Polkinghorne ve este enfoque en las obras de Arthur Peacocke,
especialmente como se expone en su artículo «Science and the Future of Theology»
[La ciencia y el futuro de la teología][59]. En este artículo, Peacocke expresaba serias
reservas sobre la credibilidad de la teología cristiana y sostenía que la teología tenía
que emplear los mismos «criterios de razonabilidad que caracterizan al resto de las
indagaciones humanas», en particular las ciencias naturales[60]. Polkinghorne
sugiere que tal liquidación radical de los núcleos teológicos es prematura y que
acaso carezca de un fundamento exhaustivo[61].
Polkinghorne comenta que este enfoque está abierto a preguntarse si «un nuevo
pensamiento sustancial en teología» se logra necesariamente «desvinculándose de
las concepciones del pasado»[62]. Peacocke no proporciona una base adecuada para
abordar la provisionalidad de las teorías científicas; así que, a menudo, la teología
no está segura de si una tendencia científica presente es permanentemente válida o
puede resultar ser una exploración efímera.
El último enfoque propuesto por Polkinghorne es el del modelo «de desarrollo»,
que es claramente su preferido. Mientras que Peacocke tiende a encarar la relación
entre ciencia y religión desde el punto de vista de un conocimiento científico en
progreso que exigía una revisión teológica radical a su paso, Polkinghorne prefiere
enmarcar esta relación más como «una exploración que se despliega
continuamente»[63]. Cree que hay más continuidad que discontinuidad entre las
formulaciones teológicas del pasado y del presente, y es reacio a hacer juicios
precipitados sobre lo que debe considerarse hoy teológicamente impropio o
increíble. Resume su visión hablando de buscar
«una base para la fe cristiana que se revisa ciertamente a la luz de las ideas del
siglo XX, pero que está reconociblemente contenida en una envoltura de
conocimiento en continuidad con el desarrollo doctrinal de la Iglesia a lo largo
de los siglos»[64].

Podemos ver aquí una clara conexión entre los compromisos científico y
teológico de Polkinghorne. Su adhesión a la ortodoxia trinitaria clásica no implica
que esté a favor de una concepción estática de la teología; antes bien, Polkinghorne
piensa que la tradición teológica debe ser fluida o dinámica, modelada por las
experiencias y las reflexiones continuadas de la comunidad de fe –noción designada
a menudo como «tradición viva»–. Polkinghorne veía un claro paralelismo entre su
concepto de la teología y los métodos de investigación científica, puesto que los
científicos están obligados a hacer juicios implícitos a medida que abordan
personalmente los objetos de investigación en una comunidad que busca la verdad,
siempre tratando de agrandar y ampliar su visión de la realidad, en diálogo con el
pasado[65]. Tanto la ciencia como la teología trabajan con el supuesto de que
quienes se dedican a ellas están dispuestos a que sus «hábitos de pensamiento
cotidianos sean revisados y ampliados bajo la influencia de la realidad
encontrada»[66].
La idea que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología
proporciona así una base para una interacción y un diálogo positivos. Aunque
ambas se queden cortas con respecto a este ideal, sus relaciones recíprocas pueden
ser de amistad en busca de la verdad en vez de un enfrentamiento constante. A
veces cita al teólogo jesuita canadiense Bernard Lonergan para realizar esta
conexión entre ciencia y fe: «Dios es la explicación totalmente suficiente, el
arrebatamiento eterno vislumbrado en cada grito arquimediano de “eureka”»[67].
Para Polkinghorne, la búsqueda del conocimiento, que tan natural es para un
científico, es a fin de cuentas la búsqueda de Dios. Y al final, esta es quizá la mayor
razón por la que deberían conversar entre sí la ciencia y la religión.
En este capítulo solo he comentado algunos aspectos de las reflexiones mucho
más amplias de Polkinghorne sobre la relación entre ciencia y teología. No he
tenido espacio para analizar sus opiniones sobre la acción divina, la kénosis o la
escatología, por señalar tres de sus preocupaciones teológicas. Como Coulson y
Torrance, Polkinghorne es un especialista en este campo que puede ser un recurso
y un estímulo para nuestro pensamiento, sobre todo para estudiar la función de la
teoría en la ciencia y la teología, a la que volveremos ahora en la primera de una
serie de conversaciones paralelas.

[1] Deben consultarse las opiniones de Polkinghorne sobre sus diferencias con estos dos autores.
Véase John POLKINGHORNE, Scientists as Theologians: A Comparison of the Writings of Ian
Barbour, Arthur Peacocke and John Polkinghorne, SPCK, London 1996.
[2] POLKINGHORNE, Scientists as Theologians, 85. Polkinghorne sostiene que Peacocke tuvo más
éxito en el intento de mantener la integridad de la teología, haciendo constar a la vez su propio
desacuerdo con algunos aspectos de su teología.
[3] John POLKINGHORNE, The Way the World Is: The Christian Perspective of a Scientist, Triangle,
London 1983, 2.
[4] Sobre la vida profesional de Polkinghorne, véase Dean NELSON y Karl GIBERSON, Quantum
Leap: How John Polkinghorne Found God in Science and Religion, Monarch Books, Oxford
2011. La autobiografía de Polkinghorne se encuentra en From Physicist to Priest: An
Autobiograph, SPCK, London 2007.
[5] POLKINGHORNE, From Physicist to Priest, 110.
[6] Sobre lo que cuenta el mismo Polkinghorne respecto a este período, véase POLKINGHORNE, From
Physicist to Priest, 101-110.
[7] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Faith and Science, SPCK, London 1986,
36. Los mejores resúmenes de los enfoques de Polkinghorne hasta la fecha se encuentran en
alemán. Véase Bernd IRLENBORN, «Konsonanz von Theologie und Naturwissenschaft?:
Fundamentaltheologische Bemerkungen zum interdisziplinären Ansatz von John
Polkinghorne»: Trierer Theologische Zeitung 113 (2004), 98-117; Johannes Maria STENKE, John
Polkinghorne: Konzonanz von Naturwissenschaft und Theologie, Vandenhoeck & Ruprecht,
Göttingen 2006. Para una colección un tanto mezclada de estudios en inglés, véase Fraser N.
WATTS y Christopher C. KNIGHT (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John
Polkinghorne, Ashgate, Farnham 2012.
[8] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988,
xii.
[9] El título principal de la edición británica es Science and Christian Belief; la edición
norteamericana se titula The Faith of a Physicist.
[10] John POLKINGHORNE y Michael WELKER, Faith in the Living God: A Dialogue, Fortress Press,
Minneapolis 2001, 135.
[11] John POLKINGHORNE, Faith, Science, and Understanding, Yale University Press, New Haven
2000, 1.
[12] John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief: Theological Reflections of a Bottom-up
Thinker, SPCK, London 1994, 46.
[13] POLKINGHORNE, The Way the World Is, 2.
[14] Nótense especialmente sus comentarios críticos en POLKINGHORNE, Science and Creation, 13:
«The God of the Gaps is dead… No Theologian need weep».
[15] John POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology: An Unexpected Kinship, SPCK, London
2007, 110. Dicha afirmación constituye la cumbre de la argumentación en toda esa obra.
[16] Véase especialmente John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a Trinitarian
Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49.
[17] John POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, Yale University Press, New Haven
2009, 95.
[18] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx.
[19] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 37.
[20] POLKINGHORNE, Science and Creation, 20-21.
[21] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Bonanza, New York 1954, 292.
[22] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx.
[23] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123-148.
[24] POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology, 15.
[25] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123. Hay aquí claros ecos del enfoque
«katafísico» de Thomas F. Torrance sobre la teología: véase la reflexión en pp. 82-83.
Polkinghorne se refiere a menudo a Torrance en sus primeros trabajos, como Science and
Creation, aunque con menos frecuencia en sus trabajos posteriores.
[26] Este principio general se enuncia en muchos de los escritos de Polkinghorne, como Theology
in the Context of Science y Quantum Physics and Theology.
[27] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 125-126.
[28] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126.
[29] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126.
[30] POLKINGHORNE, One World, 35.
[31] POLKINGHORNE, One World, 35.
[32] Para un buen estudio, véase Russell Re MANNING, «On Revising Natural Theology: John
Polkinghorne and the False Modesty of Liberal Theology», en Fraser N. Watts y Christopher C.
Knight (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John Polkinghorne, Ashgate,
Farnham 2012, 197-215.
William P. ALSTON, Perceiving God: The Epistemology of Religious Experience, Cornell
[33] University Press, Ithaca 1991, 289.
[34] George Hayward JOYCE, Principles of Natural Theology, Longmans, Green & Co., London 1922,
1.
[35] Véase especialmente Alister E. MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of a Christian
Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016, 11-25.
[36] Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in Early
Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Shuster (eds.), The Science of Nature in
the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-83.
[37] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin
Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103.
[38] James RURAK, «Butler’s Analogy: A Still Interesting Synthesis of Reason and Revelation»:
Anglican Theological Review 2 (1980), 365-381.
[39] Por ejemplo, John POLKINGHORNE, Reason and Reality: The Relationship between Science and
Theology, SPCK, London 1991, 74-84; «Where Is Natural Theology Today?»: Science and
Christian Belief 2 (2006), 169-179; Science and Creation, 1-16.
[40] John POLKINGHORNE, «The New Natural Theology»: Studies in World Christianity 1 (1995), 41-
50.
[41] POLKINGHORNE, «The New Natural Theology», 42, cursiva en el original.
[42] Ibid., 43.
[43] Ibidem.
[44] Ibid., 44.
[45] Ibidem.
[46] Ibid., 50.
[47] Ian G. BARBOUR, Issues in Science and Religion, Prentice-Hall, Englewood Cliffs 1966.
[48] Para su contribución más reciente, véase Ian G. BARBOUR, Religion and Science: Historical and
Contemporary Issues, HarperSanFrancisco, San Francisco 1997 [trad. esp.: Religión y ciencia,
Trotta, Madrid 2004]. Polkinghorne señala que muchos de los temas planteados por Barbour
fueron ya estudiados desde una perspectiva tomista en E. L. MASCALL, Christian Theology and
Natural Science, Longman, London 1956.
[49] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22.
[50] Sobre los problemas, véase Geoffrey CANTOR y Chris KENNY, «Barbour’s Fourfold Way:
Problems with His Taxonomy of Science-Religion Relationships»: Zygon 4 (2001), 765-781. Se
han propuesto modelos alternativos, aunque debo confesar que tengo dudas sobre su utilidad:
véase, por ejemplo, Niels Henrik GREGERSEN y J. Wentzel VAN HUYSSTEEN (eds.), Rethinking
Theology and Science: Six Models for the Current Dialogue, Eerdmans, Grand Rapids 1998.
[51] Para un enfoque mucho más confiable, véase Peter HARRISON, The Territories of Science and
Religion, University of Chicago Press, Chicago 2015.
Aunque hace alusión a este tema en sus primeras obras, el estudio más importante se encuentra
[52] en John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale
University Press, New Haven 2004.
[53] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 1-32.
[54] Ibid., 10.
[55] Ibidem.
[56] Ibid., 15.
[57] Véase Paul DAVIES, God and the New Physics, Dent, London 1983; The Mind of God: Science
and the Search for Ultimate Meaning, Penguin, London 1992 [trad. esp.: La mente de Dios,
McGraw Hill, Aravaca 1993].
[58] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 16.
[59] Arthur PEACOCKE, «Science and the Future of Theology: Critical Issues»: Zygon 1 (2000), 119-
140.
[60] Ibid., 129-130.
[61] Por ejemplo, el análisis que hace Peacocke de los milagros en este artículo es decepcionante y
superfluo. Es filosóficamente flojo y no aborda realmente las obvias dificultades afrontadas por
el enfoque de David Hume. Una reacción mucho más crítica al artículo de Peacocke puede
verse en Vítor WESTHELLE, «Theological Shamelessness?: A Response to Arthur Peacocke and
David A. Pailin»: Zygon 1 (2000), 165-172.
[62] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26.
[63] Ibidem.
[64] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26, basándose en una declaración de su postura hecha
en sus Conferencias Gifford de 1994.
[65] Nótese aquí la importancia de la interpretación que hace Polkinghorne del método científico
de Michael Polanyi: véase POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 58.
[66] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 141.
[67] POLKINGHORNE, Science and Creation, 43, cita de la obra fundamental de Lonergan Insight.
TERCERA PARTE

Teología y ciencia:
conversaciones paralelas

Introducción

El tema fundamental de este libro es que las ciencias naturales y la teología


cristiana pueden enriquecer mutuamente su comprensión de la realidad y
ayudarnos a comprender mejor este extraño mundo en el que nos encontramos.
Algunos lectores que siguen aferrados a un relato «de conflicto» de la relación entre
ciencia y fe encontrarán desconcertante esta sugerencia. Uno de los grandes errores
cometidos por los principales representantes del nuevo ateísmo –como Richard
Dawkins– es haber hecho de este motivo de la «lucha» un tema definidor de su
crítica de la religión. Fue un movimiento muy poco inteligente. Tal era la posición
predeterminada de la cultura occidental hace un siglo. Y, si bien sigue teniendo su
influencia en los medios y otros segmentos culturales caracterizados por el
desconocimiento de la investigación especializada reciente, quienes están al tanto
son conscientes de que ya no puede tomarse en serio el modelo de «lucha».
Mientras que en la literatura popular perduran aún mitos ridículos, como la
idea hace tiempo rebatida de que la Iglesia medieval y sus teólogos enseñaban que
la Tierra era plana y trataban de eliminar la idea de un mundo esférico por razones
religiosas[1], la investigación abandonó ya estas ficciones obsoletas,
proporcionándonos una explicación rica, compleja y fiable de la interacción de
ciencia y fe antes de y durante la Revolución Científica[2], que guarda poca relación
con las citas simplistas y superficiales del nuevo ateísmo.
El mito de la «guerra» entre ciencia y religión encajó bien en el contexto social
de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX[3]. Sin embargo, un relato que nació de
las realidades sociales específicas del final del período victoriano no puede usarse
como patrón rector para determinar la relación de ciencia y religión en otros
contextos. El enfoque que adopto en este libro recupera el más inteligente del
Renacimiento de los siglos XV y XVI, que veía las ciencias naturales y la teología
cristiana, correctamente entendidas, como dimensiones que proporcionaban
visiones diferentes, pero complementarias entre sí, de la naturaleza de la realidad y
del lugar de la humanidad en el universo[4]. Como muestran Charles Coulson,
Thomas Torrance y John Polkinghorne de modos diferentes, hay posibilidades
reales e importantes para conversaciones paralelas sobre asuntos de gran relevancia.
¿De qué tipo de diálogos convergentes hablamos? En esta tercera parte
abordaremos seis áreas de diálogo y veremos cómo cada una puede revelar una
visión más rica y profunda del mundo y de nuestro lugar en él. Comenzamos
reflexionando sobre la importante cuestión de la teoría en la ciencia y la fe.

[1] Sobre la historia de esta absurda idea, véase Jeffrey Burton RUSSELL, Inventing the Flat Earth:
Columbus and Modern Historians, Praeger, New York 1991, y Christine GARWOOD, Flat Earth:
The History of an Infamous Idea, Macmillan, London 2007.
[2] Véanse especialmente Peter HARRISON, The Territories of Science and Religion, University of
Chicago Press, Chicago 2015, y Ronald L. NUMBERS (ed.), Galileo Goes to Jail and Other Myths
About Science and Religion, Harvard University Press, Cambridge 2009 [trad. esp.: Galileo fue
a la cárcel: Y otros mitos acerca de la ciencia y la religión, Intervención Cultural, Barcelona
2010].
[3] Esta cuestión se entendió claramente a finales de los 80; véanse, por ejemplo, Frank Miller
TURNER, «The Victorian Conflict between Science and Religion: A Professional Dimension»:
Isis 3 (1978), 356-376, y Colin A. RUSSELL, «The Conflict Metaphor and Its Social Origins»:
Science and Christian Faith 1 (1989), 3-26.
[4] Presento esto más detalladamente en Alister E. MCGRATH, Inventing the Universe: Why we
can’t stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
5
Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad

Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana nacen, al menos en parte, de
un sentimiento de admiración por el mundo que nos rodea y anhelan
comprenderlo más profundamente[1]. Ambas tratan de dar sentido a nuestra
experiencia del mundo desarrollando marcos teóricos que nos permiten verlo con
nuevos detalles y en profundidad, a menudo ampliando o corrigiendo las ideas de
sentido común que tenemos sobre el mundo o sobre Dios. La palabra teoría deriva
del griego theōría, que significa «modo de ver» o «acto de contemplación». Tanto
las teorías científicas como las doctrinas teológicas pueden considerarse como
invitaciones a ver las cosas de cierto modo o a imaginar el mundo de cierta manera;
una manera que se cree garantizada y verdadera y cuya veracidad tiene que
medirse, en parte, por el grado de inteligibilidad y coherencia que nos permite
percibir en el mundo.
Esencialmente, una teoría es un gran cuadro de la realidad. Nos ofrece un modo
de ver las cosas que entreteje una serie de elementos («hipótesis»). Crea una red de
asociaciones entre lo que experimentamos y observamos, de modo que parecen
encajar juntos como parte de un todo mayor. Una teoría apela a nuestra
imaginación, invitándola a visualizar las cosas de cierto modo y a ver cómo esta red
de significados coaliga y coordina con éxito nuestra experiencia del mundo,
permitiendo que cada observación individual sea vista como parte de un cuadro
más grande.
Cuando era joven veía el mundo a través de una lente atea. Después de vivir en
esa visión del mundo durante un tiempo, empecé a darme cuenta de sus
insuficiencias y descubrí una alternativa profundamente satisfactoria en el
cristianismo, que me dio una nueva lente que parecía disponer las cosas con un
enfoque más nítido que el ateísmo. ¿Qué estaba ocurriendo? Serán útiles algunas
reflexiones al respecto.
Arrepentimiento: la metánoia y la transformación de la mentalidad

Un buen punto de partida se encuentra en las palabras con las que inicia Jesús su
ministerio en Galilea: «El Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena
Noticia» (Mc 1,15). Nos hemos habituado tanto a la idea de «arrepentimiento» que a
menudo no observamos detenidamente el significado del término griego que se
traduce así. En realidad, el término griego metánoia significa «cambio radical de
mentalidad» o «reorientación intelectual fundamental», en los que nos apartamos
de antiguos hábitos de pensamiento y acción y aceptamos un nuevo modo de
pensar y vivir[2]. Cristo pide a quien le oye que reoriente radicalmente su mente y
su corazón. Ciertamente, el arrepentimiento forma parte de la transformación, pero
esta implica algo más. El arrepentimiento no significa principalmente un
«sentimiento de pesar», sino renunciar a modos de pensar «que no son lo bastante
amplios para el misterio de Dios»[3] y abandonarlos.
Metánoia es una palabra que tiene mucho significado para mí, pues condensa lo
que experimenté al descubrir el cristianismo mientras estudiaba en la Universidad
de Oxford. Durante varios años había sido ateo, totalmente convencido de que las
ciencias naturales exigían un modo ateo de ver el mundo. Por razones que he
descrito en otra parte[4], comencé a percatarme de que se trataba de un grave error
de juicio. Por una parte, reconocí la radical subdeterminación de las evidencias del
ateísmo; por otra, empecé a entender algo de la capacidad explicativa del
cristianismo. Finalmente, llegó el momento en el que supe que tenía que tomar una
decisión, formalizando una consciencia cada vez mayor por mi parte de que me
había equivocado.
En cierto sentido, lo que experimenté era una conversión: un momento de
decisión en el que di la espalda a una fe para aceptar otra (recordemos que ni el
ateísmo ni el cristianismo pueden demostrar sus presupuestos fundamentales con
una fuerza absolutamente convincente, así que ambos deben ser considerados una
fe). Ahora veo que el mejor modo de describir lo sucedido sería recurrir a la
doctrina de la gracia preveniente[5]. No obstante, por entonces lo concebí como el
abandono de una mentalidad para entrar en otra, que se convertiría entonces en mi
hogar. Me parecía que el concepto de metánoia describía perfectamente esta
transición. Era un momento crítico, un momento de transición en el que
abandonaba mi antigua forma de ver el mundo y me sumergía en otra.
Experimenté un cambio de mente y de corazón, dejé mis antiguos hábitos de
pensamiento y acción y acepté un nuevo modo de pensar y vivir[6]. Algo muy
parecido se describe en el consejo que da Pablo a los creyentes cuando les dice que
«no se amolden a este mundo» sino que «se transformen por la renovación de la
mente» (Rom 12,2).
Ahora bien, algunos lectores sospecharán de las teorías, prefiriendo el enfoque
más cauto de mantenerse al nivel de lo que puede observarse. Esta posición es
totalmente comprensible. No obstante, la paradoja del empirismo es la siguiente:
tenemos que comenzar nuestras reflexiones con los datos de la experiencia, pero, a
la hora de dar sentido a estos datos, tenemos que plantear cosas que rebasan nuestra
experiencia, como la gravedad, la materia oscura, etc. ¿Por qué? Porque las teorías
que desarrollamos para ayudarnos a dar sentido al mundo nos muestran a menudo
que necesitamos hipotetizar entidades ocultas o no observables para que las cosas
que podemos ver encajen de forma coherente. Dicho de forma más sencilla: a veces
necesitamos inferir la existencia de cosas que no podemos ver para que nos ayuden
a explicar lo que podemos ver.
Una teoría, por tanto, no es solo un modo de ver cosas que ya son visibles; nos
da la capacidad de rebasar el ámbito de lo que podemos ver y tocar, y explorar así
los mundos no observados. Como comentó una vez el físico teórico norteamericano
Richard Feynman (1918-1988), la imaginación científica se encuentra «estirada al
máximo; no, como en la ciencia ficción, para imaginar cosas que no están realmente
ahí, sino solo para comprender las que sí están ahí»[7]. (De ahí la gran importancia
que los modelos visuales tienen para la ciencia y la teología, tema sobre el que
volveremos más adelante). El comentario de Feynman nos conduce lógicamente a
reflexionar sobre la función de la imaginación y la razón tanto en ciencia como en
teología.

Razón e imaginación en ciencia y teología

La teoría es un modo de ver nuestro mundo extraño y complejo. Ahora bien, todo
acto de visión intelectual involucra a nuestra imaginación, no solo a nuestra razón.
El filósofo Alfred North Whitehead (1861-1947) era crítico frente a una «razón
tuerta, deficiente en su visión de la profundidad»[8]. Para él, este tipo de explicación
racionalista superficial de la realidad no hacía realmente justicia a la riqueza del
universo. Tanto la teología como las ciencias naturales son presentadas a menudo
como si fueran fríamente racionales, resultados de un riguroso análisis lógico del
que queda excluida la imaginación[9]. Sin embargo, las dos, entendidas
correctamente, dependen en parte de la imaginación humana para tener éxito y
atracción. Trataremos esto más detalladamente a continuación.
En su conferencia «Is the Scientific Paper a Fraud?» [¿Es un fraude el artículo
científico?], el nobel Peter Medawar puso de relieve lo que consideraba que era uno
de los aspectos más preocupantes de la presentación pública del método científico:
el no reconocer la función esencial que tiene la imaginación en la investigación de
la realidad. La mayoría de los artículos científicos, comentaba Medawar, daban la
errónea impresión de que los descubrimientos científicos surgen solamente de la
observación inductiva, y no explicaban que la interpretación de las observaciones
requiere un acto de imaginación, que conduce a formular las hipótesis que
posteriormente son verificadas por los experimentos. Para Medawar, a los
científicos les motiva una «insatisfacción, cierta inquietud mental» que les impulsa
a idear teorías para «explicar los extraños sucesos de nuestro mundo». La
imaginación científicamente formada es de importancia capital en este proceso de
explicación.
«Todos los progresos del saber científico, en todos los aspectos, comienzan con
lo que es esencialmente una aventura especulativa, una preconcepción
imaginativa de lo que podría ser cierto en referencia al mundo; una
preconcepción que siempre, y necesariamente, va un poco más allá (o mucho
más allá) de cualquier cosa en la que tengamos autoridad lógica o fáctica para
creer. Es la invención de un mundo posible, o de una pequeña fracción de ese
mundo. La conjetura es entonces expuesta a crítica para averiguar si ese mundo
imaginado se parece o no al mundo real. El razonamiento científico es, por lo
tanto, en todos los aspectos una interacción entre dos episodios de pensamiento;
un diálogo entre dos voces, la imaginativa y la crítica»[10].

Toda verdad científica comienza así su vida como una corazonada imaginativa
de cuál podría ser esa verdad, seguida por un proceso de examen crítico para
averiguar si tal es realmente el caso.
La importancia de unir la razón y la imaginación teológica puede verse al
estudiar la transición gradual de C. S. Lewis del ateísmo al cristianismo, en la que el
grave déficit de imaginación del ateísmo tuvo una función esencial. Lewis comenzó
a advertir que el ateísmo no satisfacía –ni podía satisfacer– los anhelos más
profundos de su corazón, ni su intuición de que la vida era algo más de lo que se
veía en la superficie. En su autobiografía escribió sobre la tensión que experimentó
de joven entre su razón y su imaginación, que parecían empujarle en direcciones
diferentes.
«Por un lado, un mar de muchas islas de poesía y mitos; por otro, un
racionalismo simplista y superficial. Casi todo lo que me gustaba, creía que era
imaginario; casi todo lo que creía que era real me resultaba sombrío e
insignificante»[11].

Detrás del redescubrimiento del cristianismo por Lewis se encuentran una serie
de factores[12]. Subyacente en su recuperación de la fe estaba lo que podríamos
llamar una «corazonada imaginativa», la sensación de que echaba de menos algo
que le ayudara a dar sentido al mundo y a su vida. Es evidente que Lewis atribuyó
una importancia particular a la capacidad del cristianismo de dar un sentido
imaginativo y racional al mundo, ofreciéndole una explicación coherente de los
patrones de la historia, la experiencia subjetiva de los individuos y los éxitos de las
ciencias naturales. Descubrió una visión mejorada de la racionalidad en la que la
razón y la imaginación trabajaban conjuntamente para sacar a la luz y representar
una visión enriquecida de la realidad, incluidas las esenciales cuestiones no
empíricas del sentido y la finalidad[13].

Imaginación y descubrimiento científico

La función de la imaginación en el descubrimiento científico ha sido objeto de una


intensa reflexión histórica y filosófica[14]. En su clásico Art of Scientific
Investigation [El arte de la investigación científica] (1957)[15], el patólogo de la
Universidad de Cambridge W. I. B. Beveridge (1908-2006) era muy crítico con
quienes presentaban el método científico simplemente como una disección lógica
de un vasto conjunto de observaciones. Era necesario un acto de imaginación,
afirmaba, para dar sentido a tal masa de material. La lógica no era competente para
esta tarea.
«No es demasiado decir que, cuanto más respeto han tenido los científicos a la
lógica, peor ha sido para el valor científico de su razonamiento […]
Afortunadamente para el mundo, sin embargo, los grandes científicos han
mantenido una saludable ignorancia de la tradición lógica»[16].

Para defender su juicio, Beveridge recopiló una lista de avances científicos que
él creía que eran principalmente resultado de un acto de imaginación: una
capacidad para ver la realidad de un modo nuevo, en el que de repente se advertía
que lo que hasta entonces había estado desconectado y sin relación formaba parte
del mismo cuadro interconectado de la realidad. Albert Einstein hizo un
comentario similar al hacer hincapié en la importancia que para la ciencia tiene la
intuición:
«La tarea suprema del físico es descubrir las leyes elementales más generales de
las que puede deducirse lógicamente el cuadro del mundo. Pero no existe un
camino lógico para descubrir estas leyes elementales. Solo existe el camino de la
intuición, a la que ayuda un sentimiento del orden que se encuentra detrás de la
apariencia, y esto se desarrolla por experiencia»[17].

Veremos con más detalle un ejemplo de tal acto de imaginación científica en el


capítulo siguiente, con la hipótesis de August Kekulé de que el compuesto químico
conocido como benceno poseía una estructura circular (véanse pp. 152-154). Esta
intuición no se produjo a través de un análisis razonado, sino de un acto de síntesis
imaginativa con el que Kekulé se formó una imagen mental que, aunque no estaba
directamente insinuada por los datos químicos del benceno en sí mismos, podía
explicar algunas de las características hasta entonces desconcertantes de su
comportamiento químico. Una teoría es la conjetura imaginativa de cómo podría
ser el mundo, que permite comparar ese mundo imaginado con el ámbito de lo
empíricamente observable.
Juzgamos una teoría a la luz de las observaciones, determinando si puede
explicar bien lo que vemos y experimentamos a nuestro alrededor y dentro de
nosotros. Ahora bien, tenemos que ser realistas en este punto. Como hemos visto,
puede haber cabos sueltos: lo que los científicos designan a menudo como
«anomalías», cosas que no encajan en una teoría pero que no se consideran
amenazas para ella. (Hablaremos de eso más adelante en este mismo capítulo). En
otras ocasiones, las cosas pueden parecer un tanto confusas o borrosas. No obstante,
lo que realmente importa es que una buena teoría nos ayuda a dar más sentido a
este mundo complejo y confuso al ayudarnos a ver que lo que permanece en la
penumbra o la neblina es compensado por la claridad y la nitidez. Dados los límites
de la razón humana y de nuestra capacidad para entender una realidad compleja,
tenemos que aprender a aceptar cierto grado de incertidumbre e imprecisión.
Como en el célebre comentario de Karl Popper a propósito del psicoanálisis de
Freud, ¡hacemos bien en sospechar de las teorías que son demasiado claras!
Imaginación y teología

Así pues, la imaginación es esencial para visualizar y explorar la realidad como


científicos. Pero ¿cuál es su función en teología? Cuando empecé a estudiarla en
1970 suponía que el centro de la fe cristiana era un conjunto de doctrinas, como las
que se exponen en los credos. Me parecían ser los cimientos del cristianismo. Sin
embargo, ahora me doy cuenta de que era un error mío, que reflejaba mi relativo
desconocimiento de los temas de la fe. La doctrina cristiana representa la
formalización intelectual de algo más profundo y fundamental: el relato de la fe
desarrollado y desplegado en la Biblia con capacidad de captar la imaginación y de
involucrar a la razón[18].
Más tarde encontré este tipo de enfoque en la Divina comedia de Dante, que
concibe la teología principalmente como una actividad imaginativa más que
cognitiva, reconociendo los límites impuestos a los intentos verbales de representar
una realidad que está fundamentalmente destinada a ser vista.
«Vi con mayor poder más adelante lo que a la lengua y a la vista
excede»[19].

C. S. Lewis piensa de forma semejante y dice que las palabras o los conceptos
teológicos son incapaces de aprehender o comunicar las verdades más profundas,
que son mejor captadas y sostenidas por la imaginación[20]. Para Lewis, las
doctrinas del credo eran secundarias con respecto a la verdad mayor que contenían,
una verdad que era principalmente aprehendida por la imaginación.
La teología cristiana nos invita a reimaginar el mundo y nos proporciona un
marco que hace posible que eso se produzca. Aunque esta idea es desarrollada por
numerosos autores cristianos, es expresada particularmente bien por el poeta
George Herbert (1593-1633). La visión que tiene Herbert de la función de la
teología se encuentra en el poema The Elixir [El elixir], que comienza con los
versos
«Enséñame, mi Dios y Rey,
en todo a verte a ti»[21].

Herbert presenta una concepción de la teología que es a la vez racional e


imaginativa, capaz de crear un mundo transformado y reimaginado. La teología
hace posible un nuevo modo de ver la realidad, permitiéndonos ver un mundo que
no puede ser conocido, experimentado y descubierto mediante las solas sabiduría y
fuerza humanas. Esta perspectiva queda particularmente clara en la siguiente
estrofa:
«Quien mira un cristal
en él puede quedar;
o si lo desea traspasar,
el cielo vislumbrar».

Herbert identifica y contrapone aquí dos modos significativamente diferentes


de ver un cristal: «mirar» y «traspasar». Alguien podría mirar una ventana, viéndola
como un objeto de interés en sí misma, o bien usarla como medio para tener acceso
a lo que está más allá de ella mirando a través de ella en vez de mirarla. En este
segundo enfoque se usa la ventana no como objeto específico de estudio en sí
misma, sino como vía de acceso a una realidad mayor. De hecho, la ventana misma
podría convertirse en una distracción, dado que el que ve podría centrarse más en
el signo que en el significado, o bien las manchas del material podrían impedirle
ver.
La analogía empleada por Herbert sugiere dos posibles modos de hacer teología.
El primero consiste en estudiar teología mirando sus ideas esenciales y las
relaciones recíprocas entre estas. No obstante, aunque Herbert considera
claramente que la doctrina cristiana es una materia digna de estudio por sí misma,
su importancia real reside en su capacidad de permitirnos mirar a través de su lente
imaginativa para ver adecuadamente nuestro mundo.
Así pues, ¿cómo podríamos juzgar una teoría teológica? Quizá haya tres
cuestiones fundamentales que podríamos plantear sobre cualquier teoría de este
tipo. Podríamos catalogarlas genéricamente de acuerdo con cuestiones relacionadas
con la correspondencia, la coherencia y las consecuencias. Primero, queremos saber
qué razones pueden darse para creer que una doctrina es correcta. ¿Hasta qué
punto se corresponde con las observaciones? En el caso de la teología cristiana, esto
implica observar en qué medida entreteje un rico tapiz de pasajes o temas bíblicos
que se consideran como una «respuesta a la insistente complejidad del encuentro
humano con la realidad de Dios»[22]. Estos pueden ampliarse en conversaciones con
interlocutores filosóficos, de la misma manera que Tomás de Aquino añadió
profundidad a su lectura de la tradición cristiana mediante el uso selectivo de las
obras de Aristóteles.
En segundo lugar, queremos saber cómo encaja lo anterior en el patrón general
del pensamiento cristiano. Aunque algunos teólogos tratan, de manera imprudente,
las doctrinas individuales como compartimentos intelectuales estancos, la mayoría
se da cuenta de que las declaraciones doctrinales se entrelazan, se interconectan y
se interrelacionan. La doctrina cristiana en su conjunto puede considerarse como
una red coherente de ideas interconectadas. Por ejemplo, el concepto cristiano de
la identidad de Jesús influye en las doctrinas cristianas de la salvación, de Dios y de
la naturaleza humana. De darse una desconexión clara y evidente entre una
doctrina propuesta y otros aspectos de la teología cristiana, es probable que sea
necesario repensarla de nuevo. Así es como se actuó durante la era patrística a
medida que se exploraban y examinaban nuevas áreas del desarrollo doctrinal. Por
ejemplo, Atanasio rechazó el concepto que tenía Arrio de la identidad de Jesucristo
porque parecía incoherente con la fe fundamental en que Cristo era el salvador de
la humanidad. Puesto que solo Dios puede salvar, Atanasio sostenía que la negación
de la divinidad de Cristo por Arrio introducía una grave incoherencia en la
estructura de la teología cristiana, y por esta razón tenía que ser rechazado el
enfoque arriano[23].
En tercer y último lugar, queremos explorar la cuestión de cómo esta doctrina
ilumina la realidad. Si es correcta, ¿cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo cambia
nuestro modo de ver el mundo o de vernos a nosotros mismos? ¿Nos ayuda a ver las
cosas con más claridad? Evidentemente, hay límites para nuestra capacidad de
visión, puesto que somos seres humanos débiles y finitos. Para muchos, el aspecto
más importante de la doctrina cristiana es su capacidad de trascender las
restricciones del empirismo radical que limita la realidad a lo que puede observarse.
Con estas lentes teológicas podemos abrirnos a las cuestiones más profundas del
sentido, el valor y la finalidad, que son fundamentales para vivir una existencia
dotada de sentido.

Teoría y teología: algunas cuestiones

Por norma general, los teólogos no hablan de «teorías», aunque hay algunos
ejemplos específicos en los que este término se usa en los debates teológicos, como,
por ejemplo, «las teorías de la expiación» o «las teorías de la presencia real»[24]. No
obstante, existe claramente un equivalente teológico a las teorías científicas. La
teología usa con frecuencia el término doctrina en el sentido de una interpretación
conceptual de una cuestión religiosa –como, por ejemplo, la identidad de
Jesucristo– que ha sido aceptada en la comunidad de fe. No es tan simple, por
supuesto. Charles Darwin usaba habitualmente la palabra doctrina para referirse a
lo que hoy llamaríamos «teoría»: por ejemplo, su teoría de la selección natural[25].
Aun cuando actualmente la comunidad científica y la religiosa usen términos
diferentes para referirse a su modo de ver las cosas, las dos hacen uso de marcos de
interpretación basados en la observación y la experiencia para dar sentido al
mundo.
He mencionado ya las «teorías de la expiación». Estas tratan de dar sentido a la
muerte de Jesucristo en la cruz y mostrarnos su significado más profundo,
especialmente en relación con la redención de la humanidad. El suceso histórico de
la crucifixión es el «fenómeno» que –usando una expresión aristotélica– debe ser
«conservado». Pero ¿cómo tenemos que interpretar ese suceso? La muerte de Cristo
está claramente abierta a interpretaciones múltiples. Pero ¿cuál es la correcta?
¿Cuál es la cristiana?
Uno de los aspectos esenciales en este contexto es que lo observado debe ser
salvaguardado; pero también necesita ser interpretado, y su significado más
profundo, explorado. El Nuevo Testamento subraya enfáticamente la realidad
histórica de la muerte de Cristo en la cruz. No obstante, la interpretación teológica
de este hecho va más mucho más lejos que la afirmación de su historicidad. La
muerte de Cristo en la cruz es historia; pero que murió en la cruz por nuestros
pecados es lo que constituye el centro de la proclamación evangélica (1 Corintios
15,1-4). La teoría cristiana se basa en la historia, pero no se limita a una mera
narración de esa historia. Las Iglesias cristianas no solo transmiten la historia de
Jesús de Nazaret, sino también la interpretación específicamente cristiana de esa
historia.
En este punto encontramos un claro paralelismo con la ciencia. La ciencia no
acumula simplemente observaciones: las interpreta, ayudándonos a entender el
cuadro general que subyace en ellas y cómo encajan en él. Una teoría intensifica
nuestra atención y nos capacita para apreciar la relevancia de algo que, de lo
contrario, nos hubiera parecido sin importancia. Muchos habían visto los pinzones
de las Galápagos antes que Darwin. Sin embargo, Darwin se dio cuenta de su
relevancia. En efecto, se convirtieron en una vía de acceso a su teoría de la
selección natural[26]. De igual modo, la crucifixión de Cristo sería un proceso
rutinario para las autoridades romanas, que no le darían importancia; exige un
marco teórico específico para extraer todo el significado de aquel evento y su
importancia capital para la vida de fe.
Los científicos verifican las teorías mediante la observación. ¿Cuál es el
equivalente teológico? Son muy numerosos los criterios que podrían usarse aquí,
pero probablemente el más importante es hasta qué punto una teoría –o doctrina–
hace justicia a la Biblia. ¿Cómo entreteje adecuadamente una teoría los varios
elementos bíblicos permitiendo que se vean como aspectos integrales de un todo
más grande?
Esta es una cuestión importante, pues los pasajes bíblicos individuales pueden
centrarse en un aspecto particular de un tema teológico en lugar de proporcionar
una explicación exhaustiva del punto en cuestión. Necesitamos alguna forma de
integrar los temas bíblicos para que sean exhaustivamente incluidos en la teoría y
se muestre que forman parte de un todo coherente. El cometido de la teología
consiste en desarrollar un marco teórico que entreteja los temas bíblicos
fundamentales para que estos sean a la vez salvaguardados e integrados. Más
adelante examinaremos dos teorías teológicas –las «dos naturalezas» de Jesucristo y
la doctrina de la Trinidad– y analizaremos por qué son tan importantes y cómo
podemos darles sentido. Pero primero necesitamos pensar en las situaciones en la
ciencia y la teología en las que las cosas no parecen encajar adecuadamente: la
cuestión de las anomalías.

Anomalías: cuando las cosas no encajan

Un factor que puede conducir al cambio de una teoría en la ciencia es la


comprobación de que no da cabida a tantas observaciones como nos gustaría. A
veces una determinada observación parece plantear un desafío a una teoría. No
cabe en la teoría. Es anómala. ¿Es por eso errónea toda la teoría? ¿O solo uno de sus
elementos? ¿O es una dificultad que desaparecerá, sencillamente, mejorando la
teoría? Un purista nos dirá que debemos abandonar la teoría si hay un dato que no
encaja en ella. Sin embargo, la mayoría de los científicos son escépticos ante este
tipo de dogmatismo, y con toda razón.
Joseph Rouse es uno de los muchos filósofos de la ciencia que insiste en que a
primera vista resulta a menudo imposible determinar la importancia que una
anomalía tiene para una teoría o paradigma y dónde reside precisamente la
dificultad.
«Todos los paradigmas afrontan obstáculos a la realización de una investigación
científica normal. Las anomalías, es decir, los resultados empíricos inesperados
o poco claros, ocupan un lugar destacado entre los obstáculos, pero es un error
verlas como contraejemplos del paradigma. Reconocer un contraejemplo
presupone una clara comprensión de lo que se está tratando y de su importancia
para el enfoque que uno aplica al campo. Reconocer una anomalía implica la
consciencia, más limitada, de que hay algo importante que aún no se ha
entendido o tratado adecuadamente»[27].

Es importante tener en cuenta que las teorías científicas de Nicolás Copérnico y


Charles Darwin se encontraron inicialmente con la oposición científica. ¿Por qué?
Porque no parecían integrar los datos tan bien como la gente pensaba que deberían
hacerlo. (Reflexionaremos sobre la fe de Darwin en su teoría de la selección natural
más adelante: véanse pp. 198ss). Las anomalías, sin embargo, no son refutaciones ni
contraejemplos. Son indicadores de una tensión intelectual no resuelta en una
teoría o paradigma, que dejan abierta la cuestión de su pertinencia.
Hay muchos estudios de casos históricos que nos ayudan a comprender este
punto. Veamos uno de ellos. En 1815, el químico inglés William Prout (1785-1850)
expuso la idea de que el peso atómico de cada elemento era un múltiplo entero del
del hidrógeno, sugiriendo que el átomo de hidrógeno es la única partícula
verdaderamente fundamental. Si el peso atómico del hidrógeno se definía como el
número entero 1, entonces el del carbono era 12 y el del oxígeno 16. Esta idea, que
rápidamente fue conocida como «hipótesis de Prout», llamó mucho la atención[28].
La propuesta de Prout planteaba una posibilidad fascinante, a saber, que el átomo
de hidrógeno fuera el elemento fundamental del universo. De golpe, esto mostraría
que existe una unidad fundamental bajo la complejidad de los elementos del
universo.
Era, en efecto, una idea maravillosamente clara y simple. Sin embargo,
empezaron a acumularse pruebas que planteaban dudas sobre su fiabilidad. El peso
atómico del cloro, por ejemplo, se estableció en 35,5. Este valor no entero
planteaba problemas fundamentales para la hipótesis de Prout. Su belleza y
elegancia parecían venirse abajo por observaciones que, sencillamente, no
encajaban en el patrón. El peso atómico del cloro era, así, una anomalía en el
contexto de la hipótesis de Prout. En consecuencia, la idea cayó en desgracia.
Todo cambió, sin embargo, en 1913, cuando Frederick Soddy (1877-1956)
formuló su idea de los isótopos. Según Soddy, ciertos elementos existían en dos o
más formas que tienen pesos atómicos diferentes pero que son indistinguibles
químicamente. Soddy lo descubrió estudiando los resultados de la desintegración
radioactiva. Sin embargo, le resultó difícil explicar cómo aparecían los isótopos. Por
entonces aún no se había descubierto el neutrón. Pronto se demostró que los
núcleos atómicos estaban formados por protones y neutrones. El número de
protones determinaba las propiedades químicas fundamentales del núcleo; el
número de neutrones podía variar dentro de unos límites sin afectar a esas
propiedades. El cloro (= Cl) tenía dos isótopos: 35Cl, con 17 protones y 18
neutrones; y 37Cl, con 17 protones y 20 neutrones. Los dos isótopos son múltiplos
enteros del peso atómico del hidrógeno, precisamente lo que sugería la hipótesis de
Prout. Sin embargo, la distribución natural de estos isótopos (75 % 35Cl y 25 %
37Cl) era tal que el resultado era claramente un peso atómico no entero (35,5). El

descubrimiento de los isótopos condujo así a la aceptación general de la idea de


Prout; las anomalías como el peso atómico del cloro podían ahora acomodarse
perfectamente en la teoría[29].
Vale la pena señalar el significado general de este punto. Una teoría fue
rechazada debido a una anomalía evidente, que luego fue resuelta por medio de un
nuevo progreso teórico –el concepto del isótopo–, y recibió un fundamento teórico
por medio del reconocimiento de que los núcleos atómicos, aparte del simple
átomo de hidrógeno, estaban formados por protones y neutrones. Esta es una de las
razones esenciales por las que los científicos son reacios a abandonar una teoría
prometedora cuando encuentra dificultades. Más adelante veremos cómo se
desarrolló esto en el caso de Darwin, cuyas teorías se enfrentaron a dificultades de
observación que fueron resueltas posteriormente por medio de nuevos progresos
teóricos (véanse pp. 205-209).
Otro ejemplo excelente de una anomalía científica es lo que se conoce como
«precesión anómala del perihelio del planeta Mercurio». Comencemos por explicar
qué significa y veremos después su importancia. Uno de los grandes logros de Isaac
Newton fue demostrar que las órbitas de los planetas alrededor del Sol podían
describirse con una asombrosa precisión matemática, incluida la explicación de la
influencia gravitacional de un planeta en otro. No obstante, el comportamiento de
un planeta era difícil de explicar. En 1857, el matemático francés Urban le Verrier
afirmó que el planeta más interior, Mercurio, mostraba un patrón de
comportamiento que no podía explicarse con la mecánica de Newton. El punto en
el que Mercurio pasaba más cerca del Sol (el «perihelio») cambiaba gradualmente.
Gran parte de esta precesión podía explicarse por el tirón gravitacional de otros
planetas. Pero no en su totalidad. Se propusieron soluciones insatisfactorias para
este fenómeno desconcertante, como la existencia de grandes cantidades de polvo
entre el Sol y Mercurio que podrían distorsionar el campo gravitacional. Sin
embargo, ninguna se ganó la aprobación. Se necesitaba una explicación nueva.
Esta anomalía fue resuelta mediante la teoría general de la relatividad de
Einstein. En un breve artículo de 1915[30], Einstein demostró que la teoría de la
relatividad ampliaba la mecánica newtoniana al tener en cuenta los efectos sobre la
gravitación que resultan de la curvatura del espacio-tiempo. Como comentó
Einstein, su teoría podía explicar con precisión esta precesión anómala que no
podía explicarse a partir de la mecánica newtoniana. La anomalía fue resuelta
mediante el desarrollo de una teoría superior.
Pero ¿qué ocurre en la teología? ¿Existen en ella equivalentes a la noción
científica de las anomalías? ¿Hay cosas que no parecen encajar en una teoría que de
otra manera parece tener mucho sentido? Y si es así, ¿qué haremos al respecto?
Para muchos teólogos cristianos, incluido yo mismo, el ejemplo más obvio e
importante de tal anomalía es el sufrimiento. La cuestión fundamental es si el
sufrimiento es una anomalía en la fe o una refutación de ella. En este último caso,
la existencia del sufrimiento pone en cuestión todo el edificio de la fe cristiana,
incluida su fe esencial en un Dios amoroso. En el primer caso, estamos tratando con
un aspecto de nuestra fe que no entendemos completamente, pero creemos que en
parte se suscita porque no vemos el cuadro completo que nos permitiría entender
cómo encaja en un esquema más amplio de cosas.
A continuación estudiaremos más detalladamente este punto.

La anomalía del sufrimiento en el pensamiento cristiano

Todo intento de dar sentido a todo falla en algún punto, principalmente por
nuestra limitada capacidad humana para entender totalmente la complejidad de la
realidad y ver cómo está interconectado todo y se mantiene unido. Como expresan
las antiguas traducciones de una frase célebre de las cartas de san Pablo, «vemos a
través de un espejo, oscuramente» (1 Corintios 13,12). No podemos asimilar las
cosas por completo, y nos encontramos abrumados por la complejidad de nuestra
experiencia del mundo. La teología cristiana nos asegura que hay un panorama
general que da sentido a este complicado paisaje. Sin embargo, también
proporciona una comprensión de la naturaleza humana que nos hace darnos cuenta
de los límites puestos a nuestras capacidades epistémicas. Esta es una de las razones
por las que sospechamos con razón de las teorías demasiado claras que parecen
ofrecer explicaciones ingeniosas y sencillas de los grandes misterios de la vida.
Lo anterior solo pone en contexto nuestro estudio. No nos exime de reflexionar
sobre cómo encaja el sufrimiento en la concepción cristiana de la realidad.
Comencemos con una pregunta que a menudo se pasa por alto en los estudios sobre
este tema. ¿Por qué encontramos problemática la presencia del sufrimiento en el
mundo? Para Richard Dawkins, por ejemplo, no constituye un tema de especial
preocupación; el sufrimiento es algo que cabe esperar en un mundo darwiniano y
tenemos que habituarnos a él: «El universo que observamos tenía precisamente las
propiedades que cabría esperar si no hubiera, en el fondo, ningún diseño, ningún
propósito, ningún mal y ningún bien, nada más que una ciega indiferencia
despiadada»[31]. Si la versión metafísicamente ampliada del darwinismo de Dawkins
se toma como una teoría de la vida, el sufrimiento debe esperarse como algo natural
y no debe verse como un problema intelectual, por muy angustioso que pueda ser a
nivel personal.
Sin embargo, el cuadro general del cristianismo nos permite comprender por
qué desde el principio vemos un problema en el sufrimiento. ¿De dónde sacamos
nuestra intuición fundamental de que no es así como deben ser las cosas? Nuestro
profundo sentido de que este mundo no es lo que debería ser está enraizado en la
visión teológica de una creación buena que ha ido mal y que algún día será
restaurada –idea clásicamente expresada en la noción de la «economía de la
salvación» desarrollada por Ireneo de Lyon y otros autores[32]–. El mundo está
dañado y roto, y necesita reparación y restauración.
Necesitamos ofrecer una explicación de cómo hemos llegado a tener el criterio
por el que juzgamos perturbadora la idea del sufrimiento. C. S. Lewis, que de joven
era ateo, comentaba que por entonces le resultaba obvio que el dolor y el
sufrimiento mostraban que Dios no existía o que era fútil. No obstante, al
reflexionar más tarde sobre esta posición, comenzó a darse cuenta de que su
ateísmo se apoyaba en ciertos supuestos suyos que necesitaban claramente
evaluarse y desafiarse.
«Mi argumento contra Dios era que el universo parecía muy cruel e injusto.
Pero ¿cómo tenía esta idea de lo justo y lo injusto? Nadie llama torcida a una
línea a menos que tenga cierta idea de una línea recta. ¿Con qué comparaba el
universo cuando lo llamaba injusto?»[33].

Lo que Lewis dice es que quien considere que este mundo es defectuoso o
«injusto» tiene que basar este juicio en un supuesto de cómo debería ser. Pero ¿de
dónde procede esta idea? Para Lewis, el cristianismo nos lleva a ver defectuoso este
mundo porque lo juzgamos de acuerdo con un criterio más alto. Lo bueno siempre
parece inadecuado cuando lo vemos a la luz de lo mejor. De no existir la esperanza
de una nueva Jerusalén, este mundo sería lo mejor. Sin embargo, debido a la visión
cristiana de una creación renovada, vemos el mundo presente a la luz de esta
esperanza futura, y, en consecuencia, lo juzgamos deficiente o problemático.
Este tema de los límites del entendimiento humano y de la capacidad de
penetración intelectual es común en la literatura sapiencial del Antiguo
Testamento[34]. El libro de Job es de particular interés porque se centra en el lugar
del sufrimiento en el mundo como experimento para descubrir los límites del
razonamiento humano. Los «consoladores» bienintencionados le ofrecen a Job sus
propias teorías sobre el sufrimiento, pero ninguna de ellas resulta ser intelectual o
existencialmente adecuada. Al hablarle «desde el torbellino», Dios invita a Job a ver
el gran cuadro, una visión que trasciende cualquier cosa que Job haya podido ver
desde su perspectiva limitada. Es como si se descorriera una cortina permitiendo a
Job hacerse una idea de las profundidades insondables que hay más allá de lo poco
que conocía y experimentaba. En algún lugar había un panorama más amplio –
imposible de comprender plena y adecuadamente para los seres humanos– que
respondía al enigma del sufrimiento. No es tanto que Job discierna la respuesta a
este enigma como que esté seguro de que hay una respuesta, aunque no se vea ni se
entienda completamente.

Conclusión

En este capítulo hemos estudiado la función de la teoría como una construcción


que nos ayuda a entender una visión más grande de nuestro extraño mundo y
nuestro lugar en él. El gran marco cristiano nos capacita para ver más lejos y más
claramente que de otra manera. Sin embargo, se mantienen algunas «tierras
sombrías», envueltas por la niebla o la sombra. Una buena teoría nos ayuda a
comprender por qué existen esas tierras sombrías y qué puede hacerse para ver a
través de ellas y más allá. No obstante, la función más importante de una buena
teoría es darnos la seguridad de que, aunque haya aspectos de nuestro mundo que
parecen efectivamente desenfocados, podemos confiar en su capacidad para
encontrarle sentido a ese mundo. Al final, caminamos guiados por la fe y no por lo
que vemos (2 Corintios 5.7), al igual que todo el que intenta encontrar un sentido a
la vida.
Lógicamente, lo anterior nos lleva a preguntarnos por la legitimidad de la fe.
¿Por qué pensamos que puede confiarse en el cristianismo? Abordaremos esta
cuestión en el siguiente capítulo.

[1] Victor F. WEISSKOPF, Knowledge and Wonder: The Natural World as Man Knows It, MIT
Press, Cambridge 19792.
[2] Véase Mark J. BODA y Gordon T. SMITH (eds.), Repentance in Christian Theology, Liturgical
Press, Collegeville 2006.
[3] Kathleen NORRIS, Dakota: A Spiritual Geography, Houghton Mifflin, New York 2001, 197.
[4] Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith
and God, Hodder & Stoughton, London 2015.
[5] Tanto C. S. Lewis (en Surprised by Joy [trad. esp.: Cautivado por la alegría]) como Agustín de
Hipona (en sus Confesiones) describen este proceso de advertir, retrospectivamente, la
influencia de la gracia divina en sus caminos espirituales. Para una reflexión sobre estos dos
escritores con respecto a esta cuestión, véase Alister E. MCGRATH, «The Enigma of
Autobiography: Critical Reflections on Surprised by Joy», en The Intellectual World of C. S.
Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 7-30.
[6] Véase la colección de importantes artículos de BODA y SMITH, Repentance in Christian
Theology.
[7] Richard FEYNMAN, The Character of Physical Law, MIT Press, Boston 1988, 127-128.
[8] Alfred North WHITEHEAD, Science and the Modern World, Free Press, New York 1967, 59.
[9] Por ejemplo, véase Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the
Appetite for Wonder, Penguin, London 1998 [trad. esp.: Destejiendo el arco iris: Ciencia,
ilusión y el deseo de asombro, Metatemas, Barcelona 2000].
[10] Peter MEDAWAR, «Is the Scientific Paper a Fraud?»: The Listener, 12 de septiembre de 1963.
Para una excelente explicación de la llamada de Medawar a la imaginación, véase Neil CALVER,
«Sir Peter Medawar: Science, Creativity and the Popularization of Karl Popper»: Notes and
Records of the Royal Society 4 (2013), 301-314.
[11] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 197 [trad. esp.: Cautivado por la
alegría, Encuentro, Madrid 2016].
[12] Para un estudio sobre la fecha y la naturaleza de esta conversión, véase Alister E. MCGRATH, C.
S. Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013,
135-151.
[13] Alister E. MCGRATH, «An Enhanced Vision of Rationality: C. S. Lewis on the Reasonableness of
Christian Faith»: Theology 6 (2013), 410-417.
[14] Véase por ejemplo Robin DOWNIE, «Science and the Imagination in the Age of Reason»:
Medical Humanities 2 (2001), 58-63; Amos FUNKENSTEIN, Theology and the Scientific
Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century, Princeton University Press,
Princeton 1986.
[15] W. I. B. BEVERIDGE, The Art of Scientific Investigation, Norton, New York 1957.
[16] Ibid., 83, cita del filósofo F. C. S. Schiller (1864-1937).
[17] Albert EINSTEIN, prefacio a Max Planck, Where is Science Going?, Norton, New York 1932, 12.
[18] Véase, por ejemplo, Garrett GREEN, Imagining God: Theology and the Religious Imagination,
Eerdmans, Grand Rapids 1998; Paul D. L. AVIS, God and the Creative Imagination: Metaphor,
Symbol, and Myth in Religion and Theology, Routledge, London 1999.
[19] DANTE, Paraíso, XXXIII, 55-56.
[20] LEWIS, Surprised by Joy, 209. Véase también Corbin Scott CARNELL, Bright Shadow of Reality:
Spiritual Longing in C. S. Lewis, Eerdmans, Grand Rapids 1999, 60-76.
[21] George HERBERT, Complete English Poems, Penguin, London 1991, 174. Sobre las imágenes
alquímicas de este poema, véase Yaakov MASCETTI, «“This Is the Famous Stone”: George
Herbert’s Poetic Alchemy in “The Elixir”», en Stanton J. Linden (ed.), Mystical Metal of Gold:
Essays on Alchemy and Renaissance Culture, AMS Press, Brooklyn 2005, 301-324.
[22] John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale
University Press, New Haven 2004, 99-100.
[23] Para un análisis más detallado, véase Alister MCGRATH, Christian Theology: An Introduction,
Wiley-Blackwell, Oxford 20166.
[24] Por ejemplo, véase Charles TALIAFERRO, «A Narnian Theory of the Atonement»: Scottish
Journal of Theology 1 (1988), 75-92.
[25] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin, 3 vols., John Murray, London 1887,
vol. 2, 155.
[26] Véase un comentario en Frank J. SULLOWAY, «Darwin and His Finches: The Evolution of a
Legend»: Journal of the History of Biology 1 (1982), 1-53.
[27] Joseph ROUSE, «Kuhn’s Philosophy of Scientific Practice», en Thomas Nickles (ed.), Thomas
Kuhn, Cambridge University Press, Cambridge 2003, 101-121; cita en pp. 110-111.
[28] W. H. BROCK, From Protyle to Proton: William Prout and the Nature of Matter, 1785 –1985,
Adam Hilger, Bristol 1985.
[29] Como ya hemos comentado, Prout desconocía la existencia de los neutrones.
[30] Albert EINSTEIN, «Erklärung der Perihelbewegung des Merkur aus der allgemeinen
Relativitätstheorie»: Sitzungsberichte der Preußischen Akademie der Wissenschaften 47
(1915), 831-839.
[31] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 133
[trad. esp.: El río del Edén, Debate, Barcelona 2000].
[32] Jeff VOGEL, «The Haste of Sin, the Slowness of Salvation: An Interpretation of Irenaeus on the
Fall and Redemption»: Anglican Theological Review 3 (2007), 455-471.
[33] C. S. LEWIS, Mere Christianity, HarperCollins, London 2002, 38.
Véase especialmente Paul S. FIDDES, Seeing the World and Knowing God: Hebrew Wisdom and
[34]
Christian Doctrine in a Late-Modern Context, Oxford University Press, Oxford 2013. Sobre la
relevancia de este tema para la relación entre ciencia y fe, véase Tom MCLEISH, Faith and
Wisdom in Science, Oxford University Press, Oxford 2014.
6
La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad

¿Es razonable creer en Dios? ¿Qué razones pueden darse para sostener que el
cristianismo ofrece un modo fiable de ver la realidad? Son cuestiones importantes
por derecho propio, que han adquirido más relevancia recientemente debido a los
estridentes ataques contra la racionalidad de la fe realizados por los representantes
principales del nuevo ateísmo, como Richard Dawkins y Christopher Hitchens.
Estos escritores apelan a menudo a la ciencia como caso ejemplar de pensamiento
riguroso basado en pruebas, en contraposición con la fe religiosa, que no es
intelectualmente fiable y que carece de pruebas[1].
Sin embargo, en la ciencia, el criterio para distinguir si una creencia está
justificada o motivada no es si se ajusta a las preconcepciones racionales de cómo
deberían ser las cosas, sino si es eso lo que la prueba requiere. A veces, esa prueba
puede ser convincente; en otras ocasiones, puede ser ambivalente y apuntar en
varias direcciones posibles. En este capítulo analizaremos algunas de las cuestiones
que se plantean sobre la legitimidad intelectual de las creencias en la ciencia y la
teología.

Evidencia y racionalidad

Una de las razones por las que la ciencia tiene tanto éxito es que se basa en pruebas.
La primera pregunta que se hará un científico sobre cualquier teoría o hipótesis no
es si es razonable, sino si hay pruebas que la exigen. ¿Qué razones podrían aducirse
para pensar que esto es correcto? La ciencia consiste en averiguar la racionalidad
del universo, no en forzarlo a que encaje en nuestra forma de pensar. La
racionalidad del universo es algo que necesita ser investigado y descubierto
empíricamente, no inventado por filósofos de salón.
Una de las grandes barreras para el progreso científico es que las personas
tienen ideas predeterminadas sobre cómo debe ser la realidad –como en el caso de
la influyente idea de Aristóteles de que los cuerpos pesados caían más rápidamente
al suelo que los menos pesados[2]–. El primer gran enemigo de la ciencia no es la
religión, sino un racionalismo dogmático, que limita la realidad a lo que la razón
determina que es aceptable. Eso simplemente nos encierra en el muy angosto
mundo de lo que la razón puede probar. Y el universo parece tener una
racionalidad que podemos investigar, describir y representar, aun cuando a veces
parezca tener poca relación con lo que el sentido común está inclinado a creer.
Comencé a estudiar Teoría Cuántica en la Universidad de Oxford en 1971. Era
una asignatura optativa en el currículo de Química. Para expresarlo suavemente,
resultó muy desafiante. Parte de la dificultad era que la mecánica cuántica
molecular me exigía un importante esfuerzo matemático. Pero el problema
principal residía en que era muy contraintuitiva. Era como si este nivel de realidad
poseyera su propia racionalidad, que tenía poca relación con el mundo cotidiano en
el que yo vivía[3]. Pronto aprendí lo que cualquier buen científico da por sentado, a
saber, que nuestro conocimiento del mundo debe surgir de nuestro encuentro con
la realidad, no de nuestras ideas preconcebidas sobre cómo debería ser la realidad.
Tenemos que acomodar nuestro razonamiento a como es el mundo, en vez de usar
nuestro razonamiento para establecer de antemano cómo debería ser.
¿Cuál la función de la evidencia en esta perspectiva? En su influyente artículo
«The Ethics of Belief» [La ética de la creencia], el matemático inglés William K.
Clifford (1845-1879) sostenía que «creer en algo basándose en una evidencia
insuficiente es malo siempre, en cualquier lugar y para todo el mundo»[4]. Carecería
de justificación creer en algo que estuviera subdeterminado argumentativa o
evidencialmente. Me parece un argumento justo, con el que estoy de acuerdo. Pero
¿qué entiende Clifford por «evidencia insuficiente»? ¿Quién decide cuándo hay
evidencia suficiente para justificar una creencia?
Clifford parece pensar en la existencia de algún criterio natural de
admisibilidad inserto en la estructura del universo. Sin embargo, todos los criterios
que usamos para evaluar la evidencia son simplemente una convención humana,
una regla general que ha sido adoptada porque parece funcionar suficientemente
bien. Como comenta el filósofo de la ciencia Joseph Rouse, «en la ciencia no existen
unas normas de aceptabilidad racional que sean aplicables en general». Antes bien,
existe una «comprensión más o menos compartida» de ciertos procedimientos, que,
en definitiva, refleja «los juicios de una comunidad sobre lo que es creíble y fiable
en el contexto de su trabajo en curso»[5].
Es significativo que el ensayo de Clifford sea habitualmente incluido en las
compilaciones de textos que critican la religión, pero nunca en libros sobre el
método científico. No es difícil averiguar la razón. Las ideas de Clifford son
ambiciosas, pero son difíciles de aplicar al mundo real, pues no logran reflejar las
realidades de la práctica científica. Es una forma ingenua y rematadamente obsoleta
de verificacionismo, que sostiene que la ciencia prueba sus creencias por su
evidencia abrumadora. Curiosamente, dadas sus obvias deficiencias, Richard
Dawkins adopta un punto de vista similar:
«[La fe] es un estado mental que lleva a la gente a creer en algo –no importa
qué– en ausencia total de evidencia que lo apoye. Si hubiese una buena
evidencia de apoyo, la fe sería superflua, pues la evidencia nos haría creer en
ello de todos modos»[6].

Parece algo muy nítido y sencillo. Y es claramente lo que a mucha gente le


gustaría que fuera verdad. Pero las cosas resultan ser mucho más complicadas.
Yo solía pensar así. Me parecía obvio que la ciencia probaba sus creencias; y,
una vez probado que eran verdaderas, no había marcha atrás. Tan pronto como una
creencia había sido científicamente verificada, se convertía en un hecho, como «la
fórmula química del agua es H2O». Hay alguna verdad en esto. Pero solo alguna. Lo
que la ciencia puede probar tiene un límite. Con demasiada frecuencia las
observaciones están abiertas a múltiples interpretaciones y no hay suficiente
evidencia para decidir cuál es la correcta.
Dawkins parece pensar que la fe religiosa es algo que surge «en ausencia total de
evidencia que la apoye», mientras que en la ciencia todo es aceptar algo como
verdadero por la irrefutable evidencia. O, dicho de otro modo, la fe religiosa se basa
en un 0 % de apoyo de la evidencia, mientras que la ciencia se basa en un 100 %.
Sin embargo, los científicos saben que la realidad es mucho más desordenada y
confusa de lo que sugiere Dawkins. ¿Qué ocurre en las situaciones en que tenemos
que tomar una decisión con «la ausencia total de evidencia que la apoye», es decir,
donde la evidencia puede ser del 53 % –suponiendo, por supuesto, que podamos
cuantificarla de modo fiable– y no del 100 %? Una y otra vez, los científicos tienen
que juzgar cuál es la mejor entre una serie de posibles interpretaciones de la
evidencia.
Examinemos un clásico estudio de caso: la teoría de Charles Darwin de la
selección natural, expuesta principalmente en El origen de las especies (1859). El
fenómeno de la evolución biológica ya había conseguido aceptación en muchos
sectores. La contribución específica de Darwin fue ofrecer una teoría de cómo tuvo
lugar la evolución; una teoría que ahora conocemos como «selección natural».
Darwin estaba convencido de que su teoría era correcta. Sin embargo, también
tenía muy claro que la evidencia no era tan contundente y que había muchos cabos
sueltos y problemas irresueltos que tenían que aclararse (un tema sobre el que
volveremos en un capítulo posterior).
«Mucho antes de que el lector haya llegado a esta parte de mi obra se le habrán
ocurrido una multitud de dificultades. Algunas son tan graves que aun hoy día
apenas puedo reflexionar sobre ellas sin vacilar algo; pero, según mi leal saber y
entender, la mayor parte son solo aparentes, y las que son reales no son, creo
yo, funestas para mi teoría»[7].

No obstante, si Dawkins y Clifford tuvieran razón, Darwin habría formulado su


juicio sobre la base de una evidencia «insuficiente». Darwin mismo creía que la
evidencia apoyaba su teoría pero que no obligaría a sus lectores a creerla.
Examinaremos la obra de Darwin más detalladamente después (pp. 179-209), pues
este punto merece un análisis mayor y ampliado. Pero Darwin creía –y, señalo,
creía correctamente– que podía confiar en su teoría y aceptarla pese a sus
dificultades.
El enfoque de Clifford fue criticado por el psicólogo William James (1842-1910)
en su famoso ensayo «The Will to Believe». James sostiene que todos necesitamos lo
que denomina «hipótesis de trabajo» para dar sentido a nuestra experiencia del
mundo[8]. Estas hipótesis carecen totalmente de evidencia, pero son aceptadas, y se
actúa sobre ellas, porque ofrecen puntos de partida fiables y satisfactorios desde los
que abordar el mundo real. Para James, la fe es una forma particular de creencia
omnipresente en la vida cotidiana. Todos, creyentes o no, tienen que hacer juicios
que rebasan la evidencia disponible; por ejemplo, al decidir cuál de varias teorías
rivales es la más probablemente correcta.
Examinemos más detalladamente la cuestión de cómo juzgan los científicos
entre teorías rivales. Actualmente, la teoría dominante sobre el modo de decidir
qué teoría es mejor se conoce como «inferencia a la mejor explicación»[9].
Básicamente, esta teoría alinea la evidencia observacional y se pregunta cómo
cuadra a la luz de las diversas formas de explicarla. Generalmente se utilizan varios
criterios para evaluar esas teorías rivales, entre ellos la simplicidad, el grado de
adecuación, la fecundidad y la exhaustividad. A menudo los científicos se ven
obligados a hacer juicios de probabilidad –«esta teoría es “probablemente” la
mejor»–. Sin embargo, no hay acuerdo sobre la ponderación o la prioridad de los
diversos criterios que se utilizarán para elegir la mejor teoría. El lenguaje de la fe
tiene perfecto sentido en la ciencia: un científico cree que cierta teoría es correcta,
por buenas razones, pero, como Darwin, no puede probarla. Esto no tiene nada que
ver con ser irracionales o creer en lo que se quiera. Es el reconocimiento de que un
compromiso de principio con la evidencia nos deja a menudo incapaces de decidir
sobre su mejor explicación con total convicción.

Evidencia y teoría

Cuando se ve ante muchas observaciones, el instinto fundamental del científico es


intentar averiguar qué gran cuadro, o teoría, les da el máximo sentido. A este modo
de pensar se le llama frecuentemente «inducción». Una vez acumulada la evidencia,
la investigación comienza formulando una hipótesis que pueda explicar esas
observaciones. La inducción es un método que opera fundamentalmente
comparando teorías con observaciones y da la preferencia a aquellas teorías que
parecen ofrecer un grado importante de encaje empírico. La verdadera prueba de
que una teoría debe tomarse en serio es su elegancia, simplicidad y coherencia
frente a las muchas observaciones con respecto a las que debe mostrar que, de
alguna manera, están conectadas entre sí como partes integrantes de un cuadro
general.
El filósofo norteamericano Charles Peirce (1839-1914) describió el proceso de
búsqueda de una explicación de las observaciones como «abducción»[10]. A veces
esta búsqueda de un modo de ver las cosas que encajen con las observaciones de
forma natural y convincente surge de una intensa reflexión racional; y otras, de lo
que solo puedo describir como saltos creativos de la imaginación.
Un ejemplo clásico de este enfoque se encuentra en la audaz y original idea de
August Kekulé de que el compuesto químico llamado benceno poseía una
estructura circular, que expuso primero en un artículo en francés en 1865 y
después en alemán en 1866. Kekulé no explicó la «lógica de descubrimiento» que
sostenía esta idea en aquel momento, aunque su trabajo posterior dio una extensa
explicación «lógica» de la estructura circular del benceno.
No obstante, en 1890, con ocasión del veinticinco aniversario de esta propuesta,
por entonces ampliamente aceptada, Kekulé expuso cómo le llegó esta idea. Quizá
porque su reputación estaba ya fuera de todo reproche, se atrevió a contarle a su
asombrado auditorio de qué manera nada ortodoxa había desarrollado inicialmente
la idea[11]. Soñó con una serpiente que perseguía su propia cola, lo que le sugirió, en
lo que parece haber sido una serie de saltos intuitivos, que el benceno consistía
esencialmente en un anillo central de seis átomos de carbono interconectados.
Pero, aunque los orígenes de la teoría de Kekulé sobre la estructura del benceno
podrían ser algo especulativos, el hecho es que, cuando se contrastó con la
evidencia, pareció funcionar. El modo de derivarla podría parecer un tanto
heterodoxo; la manera de verificarla, sin embargo, era perfectamente clara, y, en
última instancia, convincente.
Las teorías pueden evaluarse de dos modos. De acuerdo con el primero,
podríamos preguntar qué razones pueden aducirse para indicar que son verdaderas.
Un segundo modo consiste en preguntarnos hasta qué punto logran interpretar el
mundo que nos rodea y lo que experimentamos en él. Son dos enfoques
completamente diferentes. El primero analiza la evidencia que nos lleva a
desarrollar una teoría; el segundo estudia lo bien que la teoría explica el sentido de
la realidad, invitándonos, en efecto, a imaginar cómo sería el mundo de ser cierta la
teoría, y comparándolo con lo que vemos realmente. En el mejor de los casos, una
teoría combina los dos enfoques: ser demostrada y demostrar.
Pero no todas las teorías científicas poseen este tipo de fundamento en
evidencias. El ejemplo clásico es la teoría de cuerdas, que a menudo es criticada por
carecer de este fundamento[12]. Sus partidarios aceptan en general este punto, pero,
en respuesta, defienden que la capacidad de la teoría para explicar la estructura del
universo apunta a que es verdad. Es decir, su pretensión de verdad se apoya en su
capacidad de dar sentido a las cosas; no en una prueba o evidencia que conduzca a
su formulación.
En este contexto, debemos tener en cuenta otro aspecto. Lo que realmente
importa es la capacidad de una teoría en su conjunto para dar sentido al mundo.
Este detalle fue subrayado por el filósofo W. V. O. Quine (1908-2000), quien
arguyó que todas nuestras creencias están vinculadas en una red interconectada
que se relaciona con la experiencia sensorial en sus límites, no en su núcleo. La
única prueba válida de una creencia, argumentó Quine, es si encaja en una red de
creencias conectadas que concuerdan con nuestra experiencia en su conjunto[13].
Como veremos (véanse pp. 165-166), G. K. Chesterton hizo el mismo comentario
cuando señaló que no era cualquier aspecto individual del cristianismo lo que lo
hacía convincente, sino la gran imagen general de la realidad que ofrecía.
Más allá de la evidencia

Desarrollemos un tema que ha sido importante en los debates recientes entre


cristianos y ateos. ¿Es racional creer en algo que rebasa nuestra experiencia? ¿Por
qué no limitarnos a lo que experimentamos y encontramos en el mundo? Es una
buena pregunta. La ciencia gira en torno a la observación del mundo. El
movimiento conocido como positivismo lógico asumió la visión de que eso era todo
cuanto se podía hacer. La ciencia se dedicaba esencialmente a acumular
observaciones del mundo sin interpretarlas y a desarrollar resúmenes de estas
observaciones. El filósofo Otto Neurath (1882-1945) sostenía que la ciencia tenía la
forma de «afirmaciones protocolarias» que recogían, con la mayor precisión posible,
lo que había sido observado. Esto resultó ser mucho más difícil de lo previsto.
Veamos la siguiente afirmación: «El sol salió a las 6,25 h en Oxford el martes 13 de
octubre de 1953». Esta afirmación es objetivamente correcta. Pero no es, en sentido
estricto, la afirmación de una observación, pues supone implícitamente que el Sol
gira en torno a la Tierra. Desde Copérnico, en realidad necesitaríamos reformularla
diciendo «el sol le pareció a un observador salir sobre el horizonte a las 6,25 h en
Oxford el martes 13 de octubre de 1953».
El problema real, sin embargo, es este: ¿qué ocurre si nuestras observaciones
parecen indicar la existencia de ciertas entidades que no podemos ver? Aunque la
física comenzase por un realismo ingenuo, ha logrado sus mayores triunfos yendo
más allá de lo observable, en un salto de imaginación que va más allá de lo que se
puede ver. Isaac Newton, por ejemplo, se vio obligado a creer en la noción de
gravedad –que no podía detectarse por medio de la capacidad sensorial humana–.
¿Por qué? Porque sus observaciones de los patrones de comportamiento de los
objetos que caen en la Tierra y el movimiento de los planetas alrededor del Sol
podrían explicarse si existiera alguna capacidad intrínseca por parte de un objeto
para atraer a otro («tracción gravitacional»). Aunque esta noción le incomodaba
profundamente, parecía funcionar bien para calcular las órbitas planetarias[14].
Otros, sin embargo, como el filósofo y matemático Gottfried Wilhelm Leibniz
(1646-1716), criticaban una noción tan contraintuitiva y sin evidencias.
Una cuestión relacionada es la de la existencia de la «materia oscura». El
problema en este caso es que los cálculos teóricos de la masa del universo no
coinciden con los que derivan de la observación. Por esta razón se propuso la
noción de materia oscura. Básicamente, es materia que creemos que está ahí
realmente (de hecho, constituiría la mayor parte del universo); solo que no
podemos verla. De nuevo, vemos el mismo patrón: algo que no puede observarse se
propone partiendo de una interpretación de lo que es observado. No es algo
irracional; es, simplemente, una visión ampliada del universo, impulsada en parte
por el marco teórico que usamos para interpretar ese universo; un marco,
ciertamente, que emerge a medida que entramos en contacto con nuestro mundo y
lo interpretamos. Es común entre los científicos afirmar que «vemos» el mundo a
través de unas gafas teóricas.
Dios es para los cristianos la mejor explicación del mundo que nos rodea y que
experimentamos en nuestro interior. No creemos en Dios porque hayamos
abandonado la racionalidad, sino porque lo consideramos origen y meta de la razón
humana. La mayoría de los grandes escritores de la era patrística –entre ellos,
Atanasio de Alejandría y Agustín de Hipona– lo entendieron así. Dios nos ha
creado dotados de razón para que ella nos conduzca hasta él, como siguiendo un río
que nos lleva finalmente a su fuente.
Sin embargo, la mayoría de los cristianos querrían complementar este análisis,
argumentando que este Dios se encarnó en la persona de Jesucristo; que Dios se
hizo observable en la historia; y esas observaciones e interpretaciones nos han sido
transmitidas a través de los escritores del Nuevo Testamento[15]–. La base empírica
de la cristología del Nuevo Testamento y, ciertamente, de la fe cristiana podría
sintetizarse así:
«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo
que os anunciamos: la palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos y damos
testimonio de ella» (1 Juan 1,1-2).

Los cristianos creen en Dios gracias a Jesús de Nazaret[16]. Existe una conexión
tangible y observable entre Dios y el mundo, tema a menudo desarrollado como
«teología natural» y sobre el que volveremos en el capítulo 10.

La provisionalidad del conocimiento científico

Una de las cosas que me gusta de la ciencia es su disposición a cambiar de


mentalidad. A veces comete un error y se corrige a sí misma a la luz de la
evidencia. Está dispuesta a encontrar el mejor modo de ver las cosas, libre de todo
tipo de presión ideológica. El método científico se basa en estar dispuestos a
comparar lo que observamos y experimentamos con múltiples teorías alternativas;
no solo con la ya aceptada, sino con otras que podrían resultar ser mejores. Esto
significa que lo que una generación creyó firmemente que era correcto, una
generación posterior puede rechazarlo por erróneo (aun cuando fuera erróneo por
razones comprensibles). La ciencia está de viaje y aún no ha llegado a su destino
final. Eso significa que las cosas están en estado de fluctuación. Es un pensamiento
desconcertante, especialmente para quienes prefieren ver la ciencia como un
conjunto fijo de resultados «científicos», antes que como un método cuya aplicación
conduce a ideas que cambian con el tiempo.
Son muchos los ejemplos de la historia de la ciencia –algunos de ellos muy
recientes–que nos ayudan a comprender este punto. Los científicos solían pensar
que el universo existía desde siempre, por lo que rechazaban la idea de que tuviera
un origen, considerándola como una especie de noción religiosa ajena a la realidad.
Ahora resulta fácil rechazarlos a ellos por necios. Sin embargo, con anterioridad a
1800 no se disponía de pruebas que hicieran que alguien pensara lo contrario. En
1890, el gran físico británico lord Kelvin (1820-1907) calculó la edad de la Tierra,
basándose en sus cálculos sobre la transferencia del calor en la misma Tierra y
desde el Sol hasta esta. Su conclusión fue espectacular y controvertida. La Tierra,
afirmó, tenía unos 100 millones de años[17]. Las ideas de Kelvin fueron acogidas con
entusiasmo por algunas de las celebridades de su época, como Mark Twain, como el
último descubrimiento de la ciencia. Era tal su reputación que otros científicos
consideraron que tenían que alinearse con sus ideas.
Sin embargo, Kelvin estaba equivocado. Sus cálculos eran tan buenos como los
modelos matemáticos en los que se basaban. Hizo conjeturas sobre el ritmo de
enfriamiento de la Tierra y sus estructuras internas que ahora sabemos que no son
ciertas. Desconocía cosas como las placas tectónicas, la radioactividad o el proceso
de fusión nuclear que genera el calor del sol.
La mayoría de los científicos consideran que el principal cambio teórico en la
ciencia es el reconocimiento de que el universo tuvo un origen. Antes de la I
Guerra Mundial, el consenso científico era que el universo siempre había existido.
En 1908, el gran físico sueco Svante August Arrhenius (1859-1927), ganador del
Premio Nobel de Química, escribió un éxito de ventas en el que propugnaba que el
universo se perpetúa sin principio ni fin: «El Universo, en esencia, siempre ha sido
lo que es ahora. La materia, la energía y la vida solo han variado en cuanto a la
forma y la posición en el espacio»[18].
Este ya no es el consenso científico. Un cuerpo constante de evidencia
acumulada desde la década de 1920 en adelante apunta a que el universo está en
expansión como resultado de una gran explosión cósmica primordial que llamamos
el Big Bang[19]. Esto representa ahora el consenso científico. En cien años la
interpretación científica del universo se alteró radicalmente. En 1918 se aceptaba
que era eterno; ahora, en cambio, se acepta que nació. Es un cambio enorme. Se
encontró con la resistencia de muchos científicos, por diversas razones.
Curiosamente, algunos se resistieron a la idea porque sonaba «religiosa». El físico
teórico Steven Weinberg, por ejemplo, apoyó una vez el modelo del «estado
estacionario» del universo, ya que le resultaba fácil conciliarlo con su ateísmo. En
1967 comentó que «la teoría del estado estacionario es filosóficamente la más
atractiva porque es la que menos se parece al relato del Génesis». Posteriormente, a
regañadientes, hizo esta observación: «Es una pena que la teoría del estado
estacionario sea refutada por la experimentación»[20].
La cuestión fundamental es que la ciencia ofrece un método para investigar la
realidad, no un cuerpo inalterable y permanente de doctrinas sobre el mundo.
Como señaló el astrónomo Carl Sagan (1934-1996), la ciencia «nos aconseja tener
varias hipótesis alternativas en nuestra mente y ver cuál es la que mejor que
coincide con los hechos»[21]. Es un proceso constante de reflexión y revisión, a
veces basado en nuevas pruebas, a veces en el hallazgo de caminos mejores para
explicar lo ya conocido. Pero nunca es estática. Por eso el «cambio radical de
teoría» está integrado en la actividad científica.
Sin embargo, la provisionalidad de la ciencia es una idea intensamente
desconcertante, especialmente para los observadores ingenuos de la ciencia que
piensan que su objetivo es establecer verdades eternamente válidas que nunca
puedan contradecirse o desafiarse. El químico y filósofo húngaro Michael Polanyi
(1891-1976) escribió su importante obra Personal Knowledge [Conocimiento
personal] para explicar cómo podía creer en lo que pensaba que era científicamente
verdadero al mismo tiempo que sabía que podría resultar erróneo. Richard
Dawkins, para cuya fe y divulgación ateos es fundamental el darwinismo, tiene, no
obstante, claro que esta teoría es provisional, algo que puede sufrir un cambio
radical: «Debemos reconocer la posibilidad de que aparezcan nuevos hechos que
obliguen a nuestros sucesores del siglo XXI a abandonar el darwinismo o a
modificarlo de tal modo que se torne irreconocible»[22].
¿Significa lo anterior que la ciencia está encerrada en algún tipo de relativismo?
¿Está condenada a ofrecernos perspectivas en las que no podemos confiar? La mejor
respuesta a estas importantes y preocupantes preguntas es afirmar que la ciencia se
dedica a encontrar el modo mejor de comprender y explicar nuestro universo, en
un proceso constante de investigación y reflexión. Con el paso del tiempo, se
descubren nuevas pruebas y nacen nuevos modos de darles sentido. No obstante,
una buena teoría incluye siempre lo mejor de las teorías anteriores.

El conflicto entre teoría y observación

Para los nuevos ateos como Richard Dawkins y Christopher Hitchens, los seres
humanos solo piensan, mientras que los creyentes piensan a la luz de sus
compromisos religiosos, manteniéndose así encerrados en una visión religiosa del
mundo que es inmune a la crítica. Ambos autores están firmemente enraizados en
las ideas esenciales de la Ilustración del siglo XVIII, que sostenía la posibilidad de
pensar sin obstáculos o influencias ocultas y veía la religión como una forma de
servidumbre intelectual. El filósofo A. C. Grayling, del movimiento del nuevo
ateísmo, sostenía que el razonamiento teológico era inaceptable para una persona
racional porque se realiza dentro de «las premisas y los parámetros» de un
sistema[23].
Se trata de un punto de vista interesante que nos da una útil perspectiva sobre
los presupuestos totalmente desfasados del nuevo ateísmo. La mayoría de nosotros,
especialmente los científicos, argumentaría que todo el pensamiento humano,
incluidas las matemáticas y la lógica, se elabora dentro de «las premisas y los
parámetros» de un sistema o de otro. La observación y la interpretación se
entrelazan en un círculo del que no se puede escapar. Lo vemos en la ciencia: una
teoría interpreta experimentos; no obstante, los experimentos confirman o
desmienten una teoría. Grayling es una evidencia magnífica de una visión ya
pasada de la racionalidad que era plausible en el siglo XVIII, pero que parece
totalmente fuera de lugar hoy día. Hemos avanzado y ahora sabemos que las cosas
no son tan simples.
Preguntemos a Grayling: ¿qué edad tiene el universo? Supongo que daría la
respuesta convencional, es decir, unos 14000 millones de años. Pero ¿cómo
sabemos esto? Si Grayling diera esta respuesta, ¿por qué se cree que es correcta?
Después de todo, no es como si alguien hubiera puesto en marcha un cronómetro
en el momento en que ocurrió el Big Bang, de modo que podamos leer
directamente la edad del universo. Más bien, observamos ciertos parámetros –tales
como las velocidades y distancias de las galaxias– que luego se interpretan dentro
de «las premisas y parámetros» de las teorías físicas contemporáneas para obtener la
edad del universo.
Los científicos ven en esto un clásico ejemplo del conflicto entre observación y
teoría. Para complicar aún más la situación, las velocidades y distancias de las
galaxias no se observan directamente, sino que se infieren a partir de «las premisas
y los parámetros» de otras teorías físicas, como la correlación entre la velocidad y el
corrimiento hacia el rojo de Doppler[24]. La explicación del conocimiento científico
que da Grayling parece estar atrapada en el siglo XVIII, cuando la gente pensaba
que las cosas eran mucho más simples.
Una explicación mucho más fiable y fundamentada de la situación se encuentra
en los escritos de John Polkinghorne, que entendió claramente el dilema en el que
nos encontramos como seres humanos y hasta qué punto podemos resolverlo:
«Experiencia e interpretación se interconectan en una circularidad sin escapatoria.
Ni siquiera la ciencia puede escapar totalmente a este dilema (la teoría interpreta
los experimentos, y estos confirman o desmienten las teorías)»[25].

La racionalidad de la fe

Hasta ahora nos hemos centrado en la racionalidad científica, notando cómo los
simples estereotipos populares del conocimiento científico son gravemente
inadecuados. Así pues, ¿en qué sentido es racional el cristianismo? La problemática
de dar sentido a la realidad está profundamente incrustada tanto en las ciencias
naturales como en la fe cristiana. En efecto, de dar mi opinión, diría que un factor
que me llevó decisivamente del ateísmo de mi juventud al cristianismo fue mi
creciente comprensión de que la fe cristiana daba mucho más sentido a cuanto veía
en mi entorno y experimentaba en mi interior que las alternativas ateas. La fe
cristiana puede, como sus equivalentes moral y político, ir más allá de lo que es
lógicamente demostrable; no obstante, es claramente susceptible de motivación
racional.
Sin embargo, la función del cristianismo es mucho más que dar sentido a las
cosas. Difícilmente podemos pasar por alto la importancia que atribuye a la
naturaleza existencialmente transformadora de la salvación, ni la rica experiencia
de belleza y asombro tan frecuentemente evocada en el culto cristiano. No
obstante, no se puede pasar por alto la capacidad intelectual de la fe, sobre todo
porque es tan importante para cualquier intento de dar sentido al mundo.
Anteriormente observamos cómo el psicólogo de Harvard William James señaló
que todos terminamos haciendo juicios basados en la fe cuando la evidencia no es
convincente. James vio que la fe religiosa encajaba en este patrón general. Para él,
esto debía ser visto como una «fe en la existencia de un orden invisible de algún
tipo en que el que pueden encontrarse y explicarse los enigmas del orden
natural»[26].
Un enfoque similar es el desarrollado por Michael Polanyi, que ofreció una de
las explicaciones más exhaustivas de las implicaciones y las consecuencias
filosóficas del método científico. Polanyi sostenía que la búsqueda del
descubrimiento por el científico estaba guiada por «la sensación de la presencia de
una realidad oculta hacia la que apuntan nuestras pistas»[27]. La idea de Polanyi se
ve corroborada en la historia de la ciencia. Ya hemos comentado la convicción que
tenía Isaac Newton de que existía un «realidad oculta» común detrás de los
movimientos de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas alrededor
del Sol. Newton llamó «gravedad» a esta realidad invisible, intangible y oculta.
Ahora bien, debemos tener claro que los aspectos racionales del cristianismo
pueden exagerarse. Como Dorothy L. Sayers, que sin duda es una de las mejores
teólogas laicas del siglo XX, yo he llegado a la convicción de que el cristianismo
ofrece «la única explicación del universo que es intelectualmente satisfactoria»[28].
Sin embargo, Sayers se preguntaba a veces si simplemente se había «enamorado de
un patrón intelectual»[29]. Mirando retrospectivamente a la exploración de mi fe,
puedo ver en mi pensamiento inicial una preocupante tendencia a su excesiva
intelectualización. Sin embargo, al crecer en ella, comencé a apreciar las
dimensiones imaginativa y estética del cristianismo, sin perder de vista la
importancia de su amplitud intelectual.
Los teólogos cristianos hablan habitualmente de la fe como una luz que ilumina
el paisaje del mundo y que puede ayudarnos a encontrar sentido a los enigmas y
dilemas de nuestra experiencia. El cristianismo ilumina el paisaje de la realidad,
permitiéndonos ver las cosas como son realmente. La filósofa francesa Simone Weil
(1909-1943) insistía en este punto usando una útil analogía:
«Si enciendo una linterna por la noche fuera de la casa, no juzgo su potencia
mirando la bombilla, sino viendo cuántos objetos puede iluminar. La
luminosidad de una fuente de luz se aprecia por la iluminación que proyecta
sobre los objetos no luminosos. El valor de un modo de vida religioso o, más en
general, espiritual se aprecia por la cantidad de luz que arroja sobre las cosas de
este mundo»[30].

La capacidad de iluminar la realidad es un importante criterio para medir la


fiabilidad de una teoría y un indicador de su verdad. Probablemente la mejor teoría
es la que es capaz de encajar las observaciones y experiencias de la manera más
elegante, más simple, más completa y fructífera[31].
C. S. Lewis era ateo de joven, pues estaba convencido de que la ciencia moderna
–con lo que se refería a la ciencia de 1910– había desautorizado a la fe[32]. Así pues,
¿por qué razones regresó a la fe después de sus experimentaciones ateas? En un
manuscrito inédito, aproximadamente de 1930, que recoge sus reflexiones sobre su
conversión, Lewis dice «Soy un teísta empírico. He llegado a Dios por
inducción»[33]. Esto cuadra muy bien no solo con la trayectoria general del
desarrollo intelectual de Lewis, sino también con sus escritos apologéticos de
principios de la década de 1940, en los que la racionalidad de la fe es tratada como
un tema de suma importancia[34]. Lewis apela de forma implícita a un modo
característicamente empírico de reflexión para explicar la base racional de su
conversión. Su fe puede encajar en la observación de que mucha gente anhela algo
que parece estar más allá del mundo empírico, así como nuestra profunda sospecha
de que en el universo existe un orden moral fundamental[35].
No obstante, Lewis pudo encontrar ya expresado este modo de pensar en los
escritos de su gran héroe G. K. Chesterton (1874-1936). Después de su agnosticismo
inicial, el viaje espiritual de Chesterton dio un nuevo giro decisivo en 1903. Publicó
un artículo periodístico en el que explicó por qué él y muchos otros contemplaban
el cristianismo con una intensa seriedad intelectual: «Hemos vuelto a él porque es
un cuadro inteligible del mundo». Chesterton se dio cuenta de que probar una
teoría significaba contrastarla con la observación: «La mejor manera de ver si un
abrigo le queda bien a un hombre no es medir a los dos, sino probárselo».
Chesterton amplió su idea de la siguiente manera.
«Muchos de nosotros hemos vuelto a esta fe; y hemos vuelto a ella no por un
argumento u otro, sino porque la teoría, cuando se adopta, funciona en todas
partes; porque el abrigo, cuando se prueba, encaja en cada pliegue […] Nos
ponemos la teoría, como un sombrero mágico, y la historia se vuelve traslúcida
como una casa de cristal»[36].

Lo que Chesterton defiende es que es la visión cristiana de la realidad como un


todo –más bien que sus elementos individuales–la que resulta tan convincente. Las
observaciones individuales de la naturaleza no «prueban» que el cristianismo sea
verdadero; antes bien es el cristianismo el que se verifica a sí mismo por su
capacidad de dar sentido a todas esas observaciones. Este punto se expresa con
particular claridad en la siguiente afirmación, bellamente formulada y llena de
perspicacia inductiva: «El fenómeno no prueba la religión, pero la religión explica
el fenómeno». Una buena teoría –científica o religiosa– debe juzgarse, según
Chesterton, por la cantidad de luz que ofrece y por su capacidad de acoger lo que
vemos en el mundo y experimentamos en nuestro interior: «Una vez tenemos en
mente esta idea, millones de cosas se hacen transparentes como si se hubiera
encendido una lámpara detrás de ellas»[37].
El gran filósofo de la ciencia William Whewell (1794-1866) usaba una
sugerente imagen para expresar la capacidad de una buena teoría de entretejer las
observaciones mostrando cómo estas son parte integral de un cuadro más grande:
«Los hechos son conocidos, pero están aislados y desconectados […] Las perlas
están ahí, pero no forman el collar hasta que alguien proporciona el cordón»[38]. Las
«perlas» son las observaciones, y el «cordón» es una gran visión de la realidad –una
cosmovisión– que conecta y unifica los datos. Una gran teoría, afirmaba Whewell,
permite la «coligación de hechos», instaurando un nuevo sistema de relaciones
entre ellos y unificando lo que de otra manera se considerarían observaciones
desconectadas y aisladas.
Darwin usó en gran medida esta misma forma de argumentación en El origen
de las especies. Consciente de que su nueva y controvertida teoría de la selección
natural no podía ser probada, defendía que daba tanto sentido a sus observaciones
del mundo natural que había buenas razones para pensar que era cierta por esa
misma razón.
«Difícilmente puede admitirse que una teoría falsa explique de un modo tan
satisfactorio como lo hace la teoría de la selección natural las diferentes y
extensas clases de hechos antes indicadas. Recientemente se ha hecho la
objeción de que este es un método de razonar peligroso; pero es un método
utilizado al juzgar los hechos comunes de la vida y ha sido utilizado muchas
veces por los más grandes filósofos naturalistas»[39].

Aun reconociendo que su teoría carecía de una demostración rigurosa (véanse


pp. 197-209), Darwin creía que su capacidad explicativa estaba directamente
relacionada con su verdad. «La doctrina [de la selección natural] debe hundirse o
nadar según agrupe y explique los fenómenos», observó una vez[40].
Así pues, ¿dónde nos dejan estas reflexiones? Quizá el punto más importante a
tener en cuenta es que el positivismo científico que subyace en el nuevo ateísmo
representa una explicación gravemente inadecuada del método científico, que no
hace justicia a la ambigüedad de la naturaleza, la provisionalidad de las teorías
científicas y la falibilidad del juicio humano. Tenemos que hacer juicios sobre lo
que creemos que es correcto sobre la base de una evaluación cercana y realista de la
evidencia. Y eso significa que tenemos que hacer juicios fiduciarios, es decir, tomar
decisiones sobre lo que creemos que es correcto a la luz de la evidencia. El
cristianismo, como la ciencia, tiene que ver con la creencia motivada.
En la vida real, como en la ciencia, a menudo tomamos decisiones sin
comprender la situación en su totalidad. Así es como son las cosas. Como observó
Terry Eagleton, «Tenemos muchas creencias que carecen de una justificación
racional absoluta, pero que, no obstante, son razonables de mantener»[41]. El dilema
epistémico de la humanidad es tal que no podemos demostrar las cosas que más nos
importan; en el mejor de los casos, podemos demostrar verdades superficiales. No
es una situación cómoda, pero tenemos que habituarnos a ella y no buscar refugio
en el ilusorio mundo utópico del nuevo ateísmo, que sostiene que podemos
demostrar todas nuestras creencias esenciales válidas.
Yo no puedo demostrar que la violación es un mal, que es mejor amar que
odiar, que la democracia es mejor que el fascismo, que existe un Dios. Tampoco
puede hacerlo nadie más. Pero creo que hago bien en adoptar estas posiciones y
puedo dar buenas razones para afirmar que están debidamente motivadas y
justificadas. Esa es la naturaleza de las cosas. Estamos atrapados en un tiroteo entre
los que desafían a la razón y los que la deifican. La razón, al fin y al cabo, es una
excelente herramienta crítica, pero una base inadecuada para asegurar un
conocimiento humano fiable. Ser racional no es limitarse al mundo severamente
truncado e inadecuado de lo que la razón humana supuestamente puede probar; es
reconocer los límites de la razón y trabajar dentro de ellos, al mismo tiempo que
tratamos de encontrar modos de trascenderlos.

[1] Amarnath AMARASINGAM, Religion and the New Atheism: A Critical Appraisal, Brill, Leiden
2010.
[2] De ahí el famoso –y probablemente legendario– experimento realizado por Galileo, que dejó
caer balas de cañón de diferentes calibres desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Todas
llegaron al suelo al mismo tiempo. Véase Robert P. CREASE, The Prism and the Pendulum: The
Ten Most Beautiful Experiments in Science, Random House, New York 2003, 21-35.
[3] Para una buena introducción a estas cuestiones, véase John C. POLKINGHORNE, Quantum
Theory: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Oxford 2002.
[4] William Kingdon CLIFFORD, The Ethics of Belief and Other Essays, Prometheus Books,
Amherst 1999, 70-96.
[5] Joseph ROUSE, Engaging Science: How to Understand Its Practices, Cornell University Press,
Ithaca 1996, 124.
[6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 330 [trad. esp.: El
gen egoísta, Salvat, Barcelona 1993, 230].
[7] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171 [trad. esp.: El
origen de las especies, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante 1999, 222]. Véanse
ejemplos de estas «dificultades» en Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y
Robert J. Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge
University Press, Cambridge 2009, 109-128.
[8] William JAMES, «The Will to Believe», en The Will to Believe and Other Essays in Popular
Philosophy, Longmans, Green, and Co., New York 1897, 1-31 [trad. esp.: La voluntad de creer
y otros ensayos de filosofía popular, introducción, traducción y notas de Ramon Vilà Vernis,
Marbot, Barcelona 2009, 33ss].
[9] La mejor explicación de este enfoque se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the Best
Explanation, Routledge, London 20042.
[10] Sami PAAVOLA, «Peircean Abduction: Instinct or Inference?»: Semiotica 153 (2005), 131-154.
[11] El texto del discurso está reproducido en August KEKULÉ, «Benzolfest Rede»: Berichte der
deutschen chemischen Gesellschaft zu Berlin 23 (1890), 1302-1311.
[12] Véase por ejemplo Peter WOIT, Not Even Wrong: The Failure of String Theory and the Search
for Unity in Physical Law, Jonathan Cape, London 2006.
[13] W. V. O. QUINE, «Two Dogmas of Empiricism», en From a Logical Point of View, Harvard
University Press, Cambridge 19512, 20-46 [trad. esp.: Desde un punto de vista lógico, Paidós,
Barcelona 2002].
[14] Mary B. HESSE, Forces and Fields: The Concept of Action at a Distance in the History of
Physics, Nelson, London 2005, 126-156.
[15] Esto es especialmente importante para John Polkinghorne: véase especialmente el análisis
detallado que hace en su primera obra The Way the World Is: The Christian Perspective of a
Scientist, Triangle, London 1983, 33-94.
[16] Encontramos un buen ejemplo en Jürgen MOLTMANN, A Broad Place: An Autobiography,
Fortress Press, Minneapolis 2008.
[17] Joe D. BURCHFIELD, Lord Kelvin and the Age of the Earth, University of Chicago Press, Chicago
1990; Cherry LEWIS, The Dating Game: One Man’s Search for the Age of the Earth, Cambridge
University Press, Cambridge 2000.
[18] Svante ARRHENIUS, Worlds in the Making: The Evolution of the Universe, Harper, New York
1908, xiv.
[19] Sobre la historia, véase Helge KRAGH, Conceptions of Cosmos: From Myths to the Accelerating
Universe, Oxford University Press, Oxford 2007.
[20] F. J. TIPLER, C. J. S. CLARKE y G. F. R. ELLIS, «Singularities and Horizons – A Review Article», en
A. Held (ed.), General Relativity and Gravitation: One Hundred Years after the Birth of Albert
Einstein, Plenum Press, New York 1980, 97-206; cita en p. 110.
[21] Carl SAGAN, «Why We Need To Understand Science»: Skeptical Inquirer 14, 3 (primavera
1990).
[22] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld, & Nicholson, London
2003, 81 [trad. esp.: El capellán del diablo, Gedisa, Barcelona 2005].
[23] A. C. GRAYLING, The God Argument, Bloomsbury, London 2013, 66.
[24] Edward HARRISON, «The Redshift-Distance and Velocity-Distance Laws»: Astrophysical Journal
1 (1993), 28-31.
[25] Sobre el contexto de este comentario, véase John POLKINGHORNE, Theology in the Context of
Science, SPCK, London 2008, 84-86.
[26] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51.
[27] Michael POLANYI, The Tacit Dimension, Doubleday, Garden City 1967, 24.
[28] Carta a L. T. Duff, 10 de mayo de 1943; Barbara REYNOLDS (ed.), The Letters of Dorothy L.
Sayers 2: 1937 to 1943, St Martin’s Press, New York 1996, 401.
[29] Carta a William Temple, arzobispo of Canterbury, 7 de septiembre de 1943, en The Letters of
Dorothy L. Sayers 2: 1937 to 1943, 429.
[30] Simone WEIL, First and Last Notebooks, Oxford University Press, London 1970, 147.
[31] Sobre algunas de estas cuestiones, véase Scott A. KLEINER, «Explanatory Coherence and
Empirical Adequacy: The Problem of Abduction, and the Justification of Evolutionary
Models»: Biology and Philosophy 4 (2003), 513-527; David H. GLASS, «Coherence Measures and
Inference to the Best Explanation»: Synthese 3 (2007), 275-296; Stathis PSILLOS, «The Fine
Structure of Inference to the Best Explanation»: Philosophy and Phenomenological Research 2
(2007), 441-448.
[32] Examino el perfil de la conversión (o «reconversión») de Lewis en Alister E. MCGRATH, C. S.
Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 135-
151.
[33] Esta afirmación se encuentra en el manuscrito conocido como «Early Prose Joy», conservado en
el Wade Center, Wheaton College, Illinois.
[34] Véase Alister E. MCGRATH, «Reason, Experience, and Imagination: Lewis’s Apologetic
Method», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 129-146.
[35] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual
World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128.
[36] G. K. CHESTERTON, «The Return of the Angels»: Daily News, 14 de marzo de 1903.
[37] Ibidem.
[38] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London
1847, vol. 2, 36.
[39] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 444. Este comentario no
aparece en las primeras ediciones de la obra.
[40] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155.
[41] Terry EAGLETON, «Lunging, Flailing, Mispunching: A Review of Richard Dawkins’ The God
Delusion»: London Review of Books, 19 de octubre de 2006.
7
Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad
compleja

¿Cómo representamos una realidad compleja, tal como es el mundo extraño y


desconcertante que nos rodea? Necesitamos encontrar modos de hablar y pensar
sobre el universo y sobre Dios que se fundamenten en nuestra experiencia diaria,
pero que sean, a la vez, capaces de ir más allá de ella. Existe un profundo anhelo
humano de poder visualizar las cosas, en un proceso que recurre más a la
imaginación que a la razón. Cuando intentamos «dibujar» algo que supera nuestra
capacidad de ver plenamente, tratamos lógicamente de reducirlo a algo manejable.
Por eso los científicos usan modelos, dispositivos heurísticos que nos ayudan a
entender las características esenciales de sistemas complejos[1].
A mediados de la década de 1970 formé parte del equipo de investigación del
profesor George Radda en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de
Oxford. Investigábamos la estructura de las membranas biológicas usando técnicas
físicas avanzadas para tratar de entender la estructura y la función de las paredes
celulares. Debido a que estas membranas eran tan complejas, se diseñó un modelo
para ayudar a los investigadores a visualizar lo que estaba sucediendo. El modelo de
mosaico fluido estaba siendo ampliamente aceptado como mejor manera de
describir cómo están estructuradas las membranas. Este modelo sostenía que las
membranas biológicas consisten en una bicapa fosfolipídica con un mosaico de
varias moléculas de proteínas dentro de ella[2]. Me dio una forma de «ver» la
estructura de las membranas celulares que se ajustaba a las observaciones
experimentales conocidas y permitía el desarrollo de nuevos experimentos. Una
generación después, el modelo ha sido modificado en algunos detalles; sin embargo,
sigue siendo la mejor manera de representar la estructura de las membranas
biológicas.
El uso de los modelos en la ciencia tiene una larga historia. A principios del
siglo XX, los científicos tendían a concebir los átomos como objetos macizos, si es
que creían en ellos[3]. Sin embargo, un experimento pionero realizado por el físico
británico Ernest Rutherford (1871-1937) sugería que los átomos parecían tener
puntos concentrados de materia –lo que posteriormente se llamaría «núcleo»–
rodeados por electrones[4]. Resultaba una idea muy difícil de comprender, puesto
que implicaba la existencia de vastas extensiones de vacío dentro de la estructura
de un átomo, que hasta entonces se concebía como algo macizo.
Consciente de esta dificultad, Rutherford desarrolló una analogía o modelo para
ayudar a sus lectores a visualizar este nuevo modo de imaginar los átomos. Sugirió
que el átomo podría concebirse no como un cuerpo macizo de materia, sino como
un sistema solar en miniatura. Justo en el centro estaba el núcleo, en torno al que
orbitaban los electrones, como los planetas en torno al Sol. Es un modelo útil, pero
solamente un modelo. Y, sin embargo, necesitamos estos modelos o analogías que
nos ayuden a visualizar la realidad y comenzar así a darle un sentido. Por tanto, un
modelo es un modo simplificado de representar un sistema complejo; permite a
quienes lo utilizan comprender mejor al menos algunos de sus numerosos aspectos.

Cómo pueden malinterpretarse los modelos

Los modelos, aunque útiles, pueden ser fácilmente malinterpretados. En particular


son dos los errores serios que podemos cometer al usar los modelos en las ciencias
naturales. El primero es la suposición de que los modelos son idénticos a los
sistemas que representan. El átomo no es un sistema solar en miniatura; el modelo
de Rutherford meramente nos permite comprender algunas propiedades del átomo
al concebirlo de este modo. Se nos presenta una traducción o representación
imaginativa de un sistema que ayuda a explicar e interpretar. Los modelos deben
ser tomados en serio, puesto que tienen cierta relación con el sistema que se imita
así; sin embargo, no deben interpretarse literalmente. El modelo y el sistema son
dos realidades diferentes.
El segundo error que podemos cometer es suponer que alguna característica del
modelo está necesariamente presente en el sistema que es reproducido. Sin
embargo, los modelos son como las analogías: el modelo y el sistema se asemejan en
algunos aspectos y en otros no. Un buen ejemplo de este problema surgió en la
física de finales del siglo XIX. Por entonces se aceptaba mayoritariamente que la luz
estaba formada por ondas que se comportaban como otros fenómenos ondulatorios,
como el sonido. Esta visión había sido sostenida por algunos científicos del siglo
XVII, como el gran astrónomo holandés Christiaan Huygens (1629-1695). Sin
embargo, la teoría de Isaac Newton de que la luz era básicamente una corriente de
partículas diminutas («corpúsculos») consiguió ascendencia en el siglo XVIII. El
consenso científico cambió drásticamente a comienzos del siglo XIX, cuando en
1801 Thomas Young (1773-1829), profesor de Física en la Universidad de
Cambridge, llevó a cabo un experimento con el que demostró la refracción de la luz
(que consistía en pasar la luz a través de una «doble rendija» y mostrar efectos de
difracción, signo revelador de una forma de movimiento de onda). Esto fue
mayoritariamente considerado como una demostración concluyente de que la luz
era una onda, análoga en muchos aspectos al sonido.
En muchos aspectos, pero no en todos. El sonido viaja a través de un medio
como el aire o el agua; no puede viajar en el vacío. Cuando estudiaba Ciencias en la
escuela, recuerdo un experimento en el que se colocó un timbre eléctrico dentro de
un frasco de vidrio. Podíamos oírlo sonar claramente. Luego se sacó el aire
gradualmente del frasco. El sonido del timbre se desvaneció poco a poco hasta que
apenas pudimos oírlo.
Notando las numerosas semejanzas entre el comportamiento de la luz y el del
sonido, muchos físicos del siglo XIX sacaron la conclusión de que, dado que el
sonido necesitaba viajar a través de un medio, lo mismo ocurría con la luz. Acabó
usándose el término éter luminífero –finalmente abreviado a éter– para referirse a
este medio (luminífero significa «portador de luz»). Pero solo era un supuesto.
Nadie lo había comprobado realmente.
En 1887, los físicos estadounidenses Albert A. Michelson y Edward W. Morley
idearon un ingenioso experimento para investigar este éter luminífero[5]. Los
resultados fueron desconcertantes: no se detectó prueba alguna de su existencia.
Aunque muchos pensaron que esto se debía a que el equipo era defectuoso o estaba
mal diseñado, el mundo científico se dio cuenta gradualmente de que la mejor
explicación de los resultados experimentales era que no había éter que detectar. La
luz no viajaba a través de un medio. Al menos en este sentido, había una distinción
fundamental entre luz y sonido.
Podemos sintetizar la función de los modelos en la enseñanza y la investigación
de las ciencias en cinco breves enunciados.
1. Los modelos son medios útiles para visualizar conceptos complejos y
abstractos.
2. Los modelos se entiende mejor como «intermediarios» entre entidades
complejas y la mente humana.
Los modelos se seleccionan o se elaboran partiendo de la creencia de que
3. existen puntos importantes de semejanza entre el modelo y lo que pretende
representar.
4. Los modelos no son iguales que lo que representan y no deben tratarse
como si lo fueran.
5. No debe darse por supuesto que todo aspecto del modelo tiene su
correspondencia en la entidad representada.

También la teología usa modelos. Veamos cómo funcionan y cómo el uso


científico de los modelos puede resultar iluminador para los teólogos.

Los usos de los modelos en teología

La teología puede ser útilmente descrita como «un hablar sobre Dios». Es mucho
más que esto, por supuesto. A la ciencia le resulta muy difícil hacer justicia a la
experiencia humana del asombro y la belleza ante el mundo natural. El
cristianismo tiene relativamente pocas dificultades al respecto. Como indica el
novelista Salman Rushdie, «la idea de Dios» es «una fuente de nuestro enorme
asombro ante la vida y una respuesta a las grandes preguntas de la existencia»[6].
Pero ¿acaso es posible describir o estudiar a Dios usando un lenguaje humano?
Es una cuestión pertinente, ya que el lenguaje humano tiene problemas para
describir nuestras experiencias más profundas y significativas. El filósofo austriaco
Ludwig Wittgenstein resaltó esto vehementemente usando la analogía más bien
mundana del café:
«¡Describe el aroma del café! – ¿Por qué no se puede? ¿Nos faltan las palabras?
¿Y por qué nos faltan? – ¿Pero de dónde surge la idea de que una descripción
semejante debería ser posible? ¿Te ha faltado alguna vez una descripción así?
¿Has intentado describir el aroma y no lo has logrado?»[7].

Así pues, si las palabras humanas son incapaces de describir incluso algo tan
cotidiano como el aroma específico del café, ¿cómo pueden abordar algo tan
profundo como Dios? Wittgenstein tiene toda la razón en esto. Las palabras no
pueden hacer justicia ni al café ni a Dios. Son mejor que nada, pero nunca podrán
transmitir los aspectos emocional e imaginativo de Dios. El peligro que
constantemente afronta la teología es que, al reducir a Dios a un concepto
intelectual manejable, puede también reducir a Dios al nivel del mundo, perdiendo
de vista la gloria y majestad divinas. No obstante, los teólogos han encontrado hace
mucho tiempo respuestas viables para este problema. Una de ellas es usar analogías
y metáforas sacadas de nuestra experiencia del mundo que nos ayudan a hablar de
Dios. Apelan primeramente a la imaginación y secundariamente a nuestra razón
analítica. Facilitan la reducción representacional de Dios sin implicar su reducción
ontológica.
Un estudio clásico sobre el tema se encuentra en los escritos del gran teólogo
escolástico Tomás de Aquino[8]. Puesto que Dios creó el mundo, comenta Tomás, es
legítimo usar las cosas del orden creado como analogías de Dios. Al hacer esto, la
teología no reduce a Dios al nivel del objeto o del ser creado. Solamente afirma que
existe una semejanza o correspondencia entre Dios y ese ser –como un pastor o un
rey– que permite al último actuar como una señal de Dios.
Una entidad creada puede así ser como Dios sin ser idéntica a Dios. Dios puede
revelarse en imágenes e ideas relacionadas con nuestro mundo cotidiano, pero que
no reducen a Dios a este nivel. Como las analogías científicas, se rompen en algunos
puntos. Sin embargo, son modos extremadamente útiles y gráficos de pensar en
Dios que nos permiten usar el vocabulario y las imágenes de nuestro propio mundo
para describir algo que en definitiva está más allá de él. Lo más importante de todo
es que evitan reducir a Dios a una idea abriendo nuestra imaginación para recibir
una imagen –por ejemplo, Dios como pastor (Salmo 23)– que podemos saborear,
meditar y explorar en lo que el psicólogo D. W. Winnicott llamaba «el espacio
creativo del juego»[9].
Sin embargo, estas analogías teológicas hacen algo más que alojarse en nuestra
imaginación. Implican a nuestra razón y, por tanto, necesitan interpretación. ¿Qué
aspectos de la imagen se pretende transmitir? ¿Cómo sabemos cuándo se ha
abusado de una analogía? Las analogías se rompen. Llega un momento en que no
dan más de sí. Entonces, ¿cómo sabemos cuándo se rompen? La cuestión se
entiende fácilmente con la analogía clásica de Dios como «pastor» (Salmo 23), que
funciona bien si pensamos que habla del cuidado y la compasión de Dios, pero
fracasa completamente si suponemos que implica que Dios, como los otros pastores,
es un ser humano.
Para explicar esta idea podemos examinar un ejemplo del área de la teología a
menudo conocida como «teorías de la expiación»[10]. El Nuevo Testamento afirma
que Jesucristo da su vida en «rescate» por los pecadores (Marcos 10,45; 1 Timoteo
2,6). ¿Qué significa esta analogía? El uso cotidiano de la palabra rescate sugiere tres
ideas esenciales.
1. Pago. Un rescate es una suma de dinero pagada para lograr la liberación de
un individuo.
2. Alguien a quien se paga el rescate. El rescate se paga, por lo general,
directamente al captor de un individuo o indirectamente a través de algún
intermediario.
3. Liberación. Un rescate logra la libertad de una persona mantenida en
cautividad. Cuando alguien es secuestrado y se pide un rescate, el pago de
este conduce a la liberación.

De considerarse válida la analogía en todos sus aspectos, parecería que referirse


a la muerte de Jesús como «rescate» por los pecadores implica las tres ideas.
Pero ¿debemos pensar así? ¿Deben extenderse a nuestras reflexiones teológicas
todos los aspectos de la analogía cotidiana? El Nuevo Testamento enseña
claramente que hemos sido liberados del cautiverio del pecado y del temor a la
muerte por medio de la muerte y resurrección de Cristo (Romanos 8,21; Hebreos
2,15). También interpreta la muerte de Jesús como el precio que debía pagarse para
conseguir nuestra liberación (1 Corintios 6,20; 7,23). En estos dos aspectos, el uso
neotestamentario de rescate se corresponde con el uso habitual del término. Pero
¿qué ocurre con el otro aspecto de la analogía? ¿A quién debía pagarse el rescate?
El Nuevo Testamento no insinúa que la muerte de Jesús fuese el precio que
tenía que pagarse a alguien –al diablo, por ejemplo– para lograr nuestra liberación.
Sin embargo, algunos teólogos del período patrístico y de la Edad Media creyeron
ciertamente que podían llevar esta analogía hasta sus límites y afirmaron que Dios
nos había liberado del poder del diablo ofreciendo a Jesucristo como precio por
nuestra liberación[11]. Uno de los grandes logros del teólogo del siglo XI Anselmo
de Canterbury fue romper el poder de este modo de pensar, que consideraba
teológicamente infundado y erróneo.
Esta idea, completamente inadecuada, de que la muerte de Cristo es un rescate
pagado a Satanás es el claro resultado de una analogía que se ha forzado mucho más
allá de sus límites previstos. Pero esto plantea una pregunta obvia e importante:
¿cómo podemos saber si realmente se ha abusado de una analogía? ¿Cómo se
pueden probar los límites? Una respuesta útil fue la que dio el filósofo británico de
la religión Ian T. Ramsey (1915-72), quien señaló que los modelos o analogías no
son independientes y autónomos, sino que están destinados a interactuar y
matizarse mutuamente[12].
Ramsey sostiene que la Escritura no nos da una única analogía o «modelo» de la
naturaleza de Dios o la salvación, sino que, al contrario, usa una serie de analogías
complementarias. Cada una ilumina ciertos aspectos de nuestro conocimiento de
Dios o de la naturaleza de la salvación. Sin embargo, también interactúan y se
modifican entre sí. Nos ayudan a comprender los límites de otras analogías.
Ninguna analogía o parábola es exhaustiva en sí misma; sin embargo, en conjunto,
la gama de analogías y parábolas se acumula para brindar una concepción integral y
consistente de Dios y de la salvación.
Examinemos las analogías de Dios como «rey», «padre» y «pastor». Pensar que
Dios es rey puede ayudarnos a reflexionar sobre su poder y sabiduría. Los reyes
humanos, sin embargo, se comportan a menudo de forma arbitraria y no siempre a
favor de sus súbditos. La analogía de Dios como rey podría, así, malinterpretarse en
el sentido de convertirlo en una especie de tirano. Sin embargo, la tierna
compasión de un padre con sus hijos, celebrada en la Biblia cristiana (Salmo
103,13-18), y la dedicación total de un buen pastor al bienestar de su rebaño (Juan
10,11) muestran que no es ese el significado pensado. Ramsey comenta que hay que
colocar estos modelos uno junto a otro y permitir que se modifiquen entre sí. La
autoridad de Dios como rey debe verse como algo que se ejerce tierna y
sabiamente, no de forma arbitraria ni tiránica.
O pensemos en el uso de modelos sociales predominantemente masculinos para
referirse a Dios, como «rey» o «padre». Algunos podrían sugerir que estos implican
que Dios es varón. Por supuesto, eso es erróneo, simplemente. Dios no es varón ni
mujer; antes al contrario, Dios es el creador de ambos. Si bien es cierto que el
lenguaje bíblico utiliza principalmente análogos masculinos para Dios, ello refleja,
en el fondo, la sociología y antropología del antiguo Israel, lo que llevó a que tales
analogías masculinas asumieran el predominio social y, por lo tanto, se utilizaran
más comúnmente para representar a Dios. Sin embargo, ni siquiera en ese contexto
cultural patriarcal se consideraba a Dios sexualmente masculino.
Además, Israel usó habitualmente imágenes femeninas para expresar aspectos
del carácter de Dios. Por ejemplo, Dios «da a luz» a Israel (Deuteronomio 32,18), es
una comadrona que ayuda al parto (Isaías 66,9-11) o cuida de Israel como una
madre cuida de su hijo (Isaías 66,13). También se olvida demasiado fácilmente que
la provisión del pan se consideraba una actividad femenina en este contexto
cultural, lo que nos permite ver bajo una nueva luz la donación del maná durante la
travesía del desierto (Éxodo 16,4.15). Ramsey nos insta a cotejar estas múltiples
analogías y apreciar los puntos esenciales que comparten, permitiendo que se
corrijan entre sí donde parecen estar en conflicto.
El enfoque de Ramsey puede verse como una reformulación teológica de las
ideas que ya señalamos anteriormente, en el capítulo 2, sobre Charles Coulson y en
la obra de Mary Midgley (véanse pp. 36-38 y 64-65); especialmente la idea de que
necesitamos múltiples perspectivas de nuestro extraño mundo y de Dios. Si solo nos
apoyamos en una perspectiva, podemos encontrar un «efecto observador» que nos
hace malinterpretar lo que vemos, o podemos no ver en absoluto un aspecto de la
realidad. Las múltiples perspectivas suscitan una explicación acumulativa –y, por
tanto, más fiable y exhaustiva– de la realidad, que amplía y corrige las deficiencias
o puntos ciegos de un ángulo de visión único.

El concepto de complementariedad

Hemos visto ya cómo los modelos o las analogías han ejercido una función
importante tanto en la ciencia como en la religión, y hemos comentado algunos de
los problemas que pueden surgir al usarlos. Vamos a examinar ahora una situación
particular. ¿Qué ocurre si el comportamiento de un sistema es tal que parece
necesitar más de un modelo para representarlo? En la religión se conoce bien esta
situación. Como acabamos de comentar, el Antiguo Testamento y el Nuevo usan
una amplia variedad de modelos o analogías para hablar de Dios, como «padre»,
«rey», «pastor» y «roca». Cada una de ellas representa un aspecto de la naturaleza
divina. Tomadas conjuntamente, proporcionan una representación acumulativa y
más completa de la naturaleza y el carácter divinos que consideradas aisladamente.
Pero ¿qué sucede si dos de estas analogías usadas para describir una realidad
compleja parecen ser mutuamente incompatibles? Este problema cobró una gran
importancia en la década de 1920, cuando los científicos se esforzaban por
comprender la naturaleza de la luz. Como vimos anteriormente, el gran debate del
siglo XVIII sobre si el mejor modo de comprender la luz era entenderla como una
corriente de partículas (Isaac Newton) o como una forma de movimiento
ondulatorio (Christiaan Huygens) se resolvió en 1801, cuando, como comentamos,
Thomas Young realizó un brillante experimento que demostró la refracción de la
luz. Puesto que la luz no podía ser a la vez una onda y una partícula, el
experimento pareció resolver finalmente la cuestión de la naturaleza de la luz. Sin
embargo, la luz resultó ser mucho más extraña de lo que se pensaba.
En 1905, Albert Einstein dio una brillante explicación teórica del «efecto
fotoeléctrico»[13]. Desde hacía cierto tiempo se sabía que algunos metales emitían
electrones cuando se exponían a la luz. Sin embargo, las observaciones
experimentales estaban resultando difíciles de interpretar. Las concepciones
tradicionales de la naturaleza de la luz, como las desarrolladas en el siglo XIX por
James Clerk Maxwell, parecían indicar que la energía de esos electrones debía estar
relacionada con el brillo de la luz. Pero resultó que no era este el caso. De hecho, la
energía de esos electrones estaba relacionada con la frecuencia de la luz, no con su
intensidad. Además, no se emitían electrones si la luz usada estaba por debajo de
cierta frecuencia, por muy brillante que fuera. ¿Cómo podían explicarse estas
observaciones?
Einstein argumentó que el efecto fotoeléctrico podría entenderse si se
visualizaba como una colisión entre un haz de energía entrante similar a una
partícula y un electrón que estuviera cerca de la superficie del metal. El electrón
solo podría ser expulsado del metal si los paquetes de luz entrantes –o paquetes de
energía parecidos a partículas– poseían suficiente energía para expulsar ese
electrón. Si la energía de los paquetes de luz entrantes era inferior a cierta cantidad
(la «función de trabajo» del metal en cuestión), no se emitirían electrones, por muy
intenso que fuera el bombardeo con fotones.
Era una explicación brillante, que aclaraba todas las características
desconcertantes de los experimentos. Pero no parecía plausible en absoluto. ¿Por
qué? Porque la explicación de este efecto dada por Einstein implicaba que la luz
tenía que considerarse como un fenómeno que se comportaba como partícula en
ciertas condiciones y como onda en otras. Se encontró con una intensa oposición,
sobre todo porque abandonaba la concepción clásica predominante de la total
exclusividad mutua entre ondas y partículas. La luz podía ser lo uno o lo otro, pero
no ambas cosas. Incluso quienes posteriormente verificaron el análisis de Einstein
del efecto fotoeléctrico recelaron mucho de la idea de lo que más tarde llegó a
conocerse como «fotones». El mismo Einstein tenía el cuidado de referirse a la
hipótesis cuántica de la luz como un «punto de vista heurístico», es decir, como
algo que era útil para dar sentido a las cosas sin que necesariamente fuera cierto.
Para la década de 1920 se habían acumulado más pruebas, que dejaron claro que
el comportamiento de la luz era tal que exigía ser explicada como onda en algunos
aspectos y como partícula en otros. Esto condujo al gran físico danés Niels Bohr
(1885-1962) a desarrollar su concepto de la «complementariedad». Para Bohr, se
requerían los dos modelos –ondas y partículas– para explicar el comportamiento de
la luz y la materia. Esto no significa que los electrones «sean» a la vez partículas y
ondas; significa que, independientemente de lo que sean en el fondo, su
comportamiento puede describirse según ambos modelos, el de ondas o el de
partículas[14]. Sin embargo, no era una solución satisfactoria, sino la constatación de
que se necesitaban dos puntos de vista aparentemente contradictorios para hacer
justicia a la complejidad de las propiedades de la luz.
No obstante, durante la misma década quedó claro que las cosas eran todavía
mucho más complejas. El trabajo de Louis de Broglie (1892-1987) parecía indicar
que incluso la materia se comportaba como una onda en cierto sentido. Como a
menudo se ha puesto de relieve, Joseph John Thomson (1856-1940) ganó el Premio
Nobel de Física en 1906 por demostrar que el electrón era una partícula de carga
negativa. George Paget Thomson (1892-1975), su hijo, lo obtuvo en 1937 por haber
demostrado posteriormente que el electrón era una onda, usando la técnica de la
difracción del electrón. Se necesitaba ciertamente una nueva teoría de la luz que
trascendiera los límites de los antiguos modelos de ondas y partículas. Pero se
requería algo más, a saber, un gran cuadro que acogiera las nuevas pruebas
experimentales sobre la luz y la materia, explicando en primer lugar cómo surgía la
«dualidad onda-partícula».
Finalmente, en 1928, el físico teórico Paul Dirac desarrolló su famosa «teoría
cuántica de campos», que dio una explicación coherente de cómo los modelos de
ondas y partículas ofrecían una descripción complementaria de la naturaleza de la
luz[15]. En efecto, Dirac expuso un marco teórico que explicaba por qué –y en qué
condiciones– ambas perspectivas eran válidas, al mismo tiempo que proporcionaba
un nuevo modo de ver las cosas que hacía innecesario seguir usando las antiguas
categorías de onda y partícula para referirse a la luz.
Hay evidentes paralelismos con el uso de modelos y analogías en la teología
cristiana. La ortodoxia cristiana ha mantenido siempre que Jesucristo debe ser
considerado un ser verdaderamente divino y humano[16]. La afirmación simultánea
de «dos naturalezas en un sujeto» es análoga al punto de vista de Bohr sobre la
complementariedad de los modelos de ondas y partículas de la luz y la materia.
Examinemos este punto más detalladamente.
El desarrollo de la cristología durante el período crucialmente importante de los
años 100-451 muestra una preocupación por permitir que la compleja amalgama de
experiencias religiosas y testimonios históricos sobre Jesucristo determinara su
propia interpretación, en lugar de imponerle categorías ajenas[17]. El modelo de
Jesús como figura puramente humana (la herejía ebionita) o el modelo según el cual
era una figura puramente divina (la herejía doceta) resultaron ser totalmente
inadecuados[18]. Tanto la representación de Jesús en el Nuevo Testamento como la
manera en que la Iglesia cristiana lo incorporó a su vida de oración y de culto
exigían una concepción de su identidad y significado más compleja que la que
podían ofrecer esos modelos más simples. Se halló que cada uno por sí mismo
reducía el significado de Cristo y, por tanto, lo distorsionaba.
También se encontró insatisfactoria la posibilidad de un tercer modelo. Los
Padres de la Iglesia rechazaron todo intento de explicar la identidad y el significado
de Jesús desde un punto de vista que implicara un concepto mediador o híbrido
entre divinidad y humanidad. Para hacer justicia a la evidencia bíblica y
experiencial, Jesús tenía que ser descrito según los dos modelos.
Los Padres de la Iglesia, como Atanasio, sostenían que el testimonio bíblico
sobre Jesús y la experiencia cristiana exigían conceptualizarlo como ser divino y
humano[19]. Arrio sostenía que Jesucristo era un ser humano, sin estatus divino.
Atanasio afirmaba que solo Dios puede salvar a la humanidad. Si Jesucristo fuera
solamente un ser humano, por muy maravilloso que fuera, compartiría la necesidad
humana de ser redimido. Ninguna criatura puede salvar a otra criatura. Solo el
creador puede redimir a la creación. Sin embargo, el Nuevo Testamento y la
tradición litúrgica cristiana designaban explícitamente a Jesucristo como el
Salvador. Solo Dios puede salvar; sin embargo, Cristo puede salvar. La única
solución posible a esta paradoja, sostenía Atanasio, es aceptar que Jesús es Dios
encarnado, es decir, humano y divino. Así pues, se necesitaban dos modelos para
hacer justicia a su identidad. La definición que hacía Arrio de Jesús usando
categorías puramente humanas convertía en un sinsentido la lógica de la salvación,
que la teología tenía que apoyar y expresar coherentemente.
Si bien existen claros paralelismos entre el reconocimiento de la necesidad de
un enfoque «complementario» en la teoría cuántica y el mismo reconocimiento en
la cristología, no podemos pasar por alto sus diferencias. Atanasio no era Dirac; era,
más bien, como Bohr, al reconocer la necesidad de dos puntos de vista o
explicaciones complementarias de la realidad, en lugar de proporcionar un único
punto de vista que consolidara ambas perspectivas. Pese a estas evidentes
diferencias, tanto la teoría cuántica como la cristología clásica se basan en el mismo
principio básico: la necesidad de dejar que la realidad determine los modelos que
usamos para representarla, en lugar de imponérselos, con las inevitables
reducciones y distorsiones. En ambos casos, la naturaleza de la realidad resultó ser
tal que eran necesarios dos enfoques distintos para hacer justicia a su complejidad.
El misterio en la ciencia y la religión

Toda discusión sobre el intento humano de investigar y representar la realidad


debe tener en cuenta la capacidad limitada de los seres humanos para captar
entidades complejas. Richard Dawkins es un testigo elocuente de la importancia de
este detalle y de la necesidad de reconocer la validez de la categoría de «misterio»
en la ciencia.
«La física moderna nos enseña que en la verdad hay más de lo que el ojo puede
ver. Más que aquello que la limitada mente humana –evolucionada para
habérselas con objetos de mediano tamaño, que se mueven a velocidades
intermedias a través de distancias intermedias– puede captar. Ante estos
misterios profundos y sublimes, la vil cháchara intelectualoide de los
seudofílósofos presuntuosos no parece digna de la atención de un adulto»[20].

Simplemente, no podemos evitar usar el lenguaje del «misterio» al tratar de


abordar la inmensidad de la naturaleza, tal como la vasta escala de tiempo de la
historia del universo.
Hay otra cuestión en este sentido. Un tema común en la biología evolutiva
contemporánea es que las capacidades cognitivas humanas evolucionaron
principalmente con fines de supervivencia. No necesitábamos resolver problemas
cosmológicos complejos para sobrevivir de un día para otro. De hecho, uno de los
misterios a los que se enfrentan las explicaciones evolutivas de las capacidades
humanas es que nuestras capacidades cognitivas superan ampliamente las
necesarias para la mera supervivencia, como es evidente, por ejemplo, en los
notables éxitos de las matemáticas. Sin embargo, lo que dice Dawkins sigue siendo
válido. La «limitada mente humana» está bien adaptada para escenarios simples.
Pero ¿qué pasa con aquellos que son demasiado vastos y complejos para ser
comprendidos por esta mente humana limitada?
El término misterio se usa a veces para referirse al cultivo deliberado del
secretismo para impedir la conversación o el análisis serio, o para disfrazar la
irracionalidad total de un punto de vista ridículo. No obstante, como ha dejado
claro el análisis realizado en este capítulo, debemos reconocer que la capacidad
humana para penetrar bajo la superficie de la realidad es limitada. Para muchos
objetivos, esto realmente no tiene importancia. Sin embargo, no pueden pasarse por
alto las dificultades intelectuales e imaginativas que experimentamos al intentar
comprender algo vasto y complejo. Existe un grave peligro de que nos enfrentemos
a este problema de manera expeditiva, simplemente reduciendo la realidad a lo que
podemos manejar, en lugar de tratar de expandir nuestra visión de la realidad para
acomodarnos a ese mundo más complejo.
Esta es una de las razones por las que el racionalismo es potencialmente un
enemigo de la ciencia. Si insistimos en que la racionalidad observada del cosmos se
ajusta a las normas de la razón humana, corremos el riesgo de no reconocer o
comprender los patrones inquietantemente contraintuitivos del mundo cuántico.
La ciencia se niega, con razón, a predeterminar la racionalidad del universo, y trata
de discernirlo y representarlo, por extraño y contraintuitivo que sea[21]. Como
señaló una vez C. S. Lewis, nuestra tentación es controlar la naturaleza por medio
de la autoridad racional, de modo que la naturaleza se reduzca a lo que la razón
humana está dispuesta a respaldar y, por lo tanto, a dominar[22]. El mundo cuántico
es un ejemplo de los nuevos dominios «extraños» –es decir, aparentemente
irracionales– abiertos por la investigación científica. Sin embargo, lo que se
descarta demasiado fácilmente por «irracional» puede resultar ser perfectamente la
puerta a un conocimiento de la realidad más profundo que cualquier cosa que
pueda revelar una filosofía no empírica. Lo que dentro de un marco de significado
parece irracional resulta ser completamente racional y coherente dentro de otro
más complejo.
El mismo tema emerge en todo debate teológico sobre el misterio[23]. Los
teólogos conciben, en general, el misterio como algo fundamentalmente irreducible
a categorías racionales, y remiten a la doctrina de la Trinidad como ejemplo clásico.
El teólogo Emil Brunner (1989-1966) se refería a la Trinidad como «doctrina de
seguridad» (Schutzlehre) que protegía a la teología cristiana contra las nociones
deficientes de Dios[24]. El problema teológico en este caso es cómo podemos evitar
que el Dios personal de Abrahán, Isaac y Jacob se hunda en el dios genérico e
impersonal de los filósofos.
Precisamente esta tendencia puede verse desde la historia de la teología
cristiana durante el apogeo del racionalismo en los siglos XVII y XVIII, cuando se
percibía que la doctrina de la Trinidad era susceptible de ser tachada de irracional,
es decir, de no estar en conformidad con los criterios de racionalidad establecidos
por la Ilustración. La mayoría de los principales teólogos del siglo XVII parecen
haber sostenido la doctrina de la Trinidad por respeto a la tradición[25], admitiendo
en privado que parecía irracional a la luz de la creciente importancia dada a la
«razonabilidad del cristianismo» y además parecía aportar pocos beneficios
espirituales y teológicos[26].
Las generaciones teológicas de la era de la Ilustración tendieron a adoptar una
noción esencialmente deísta de Dios en su defensa pública del cristianismo.
Dejando de lado la idea de un Dios encarnado que entraba en el mundo y del
Espíritu Santo como actividad de Dios en el mundo, se quedaron con la idea de un
Dios que diseñó y creó el mundo y que posteriormente dejó de estar presente en él.
Esta visión de Dios se ve quizá con máxima claridad en la Natural Theology
(1802) [Teología natural] de William Paley, que habla de Dios como un «artífice» –
es decir, como alguien que diseña y crea–, pero que intencionadamente rechaza
toda implicación divina posterior en el orden natural, aun cuando esto parezca
convertir en un sinsentido la idea de que Dios está implicado en el orden creado o
lo dirige con benevolencia (que es lo que expresa el término providencia). Paley
estaba fascinado por las complejas estructuras del cuerpo humano y otros
organismos biológicos; no obstante, interpretaba esa complejidad como un
resultado de la actividad pasada de Dios, considerada como corroboración de su
existencia continua. La falta de interés de Paley por el concepto de la Trinidad –que
era representativa de su época– le impedía acceder a un concepto de Dios que
afirmara la presencia y la actividad divina constante en el mundo.
En la actualidad, la doctrina trinitaria es central en el discurso teológico
cristiano. La obra de teólogos como Karl Barth (1886-1968) y Karl Rahner (1904-
1984) en la primera mitad del siglo XX ha conducido a la reafirmación la doctrina
de la Trinidad con un profundo reconocimiento de la importancia de sus
implicaciones para comprender la acción y la presencia de Dios en el mundo[27].
Como hemos visto anteriormente, el cristianismo siempre ha conocido y ha
afirmado que Dios es una realidad viviente; el problema era que la teología de la
modernidad adoptó una noción altamente racionalista de Dios que le garantizaba la
conformidad con la cultura al precio de suprimir la trascendencia de Dios y, en
definitiva, su inconmensurabilidad.
¿Por qué, entonces, disfrutó de tal resurgimiento la doctrina trinitaria en el
siglo pasado? Pueden darse muchas razones, pero la más sencilla es que salvaguarda
una visión específicamente cristiana de Dios oponiéndose a permitir que algo que la
mente humana simplemente no puede comprender debido a su inmensidad sea
reducido a lo que es racionalmente manejable. La doctrina de la Trinidad es el
resultado de la posición de principio de la comunidad cristiana que está en contra
de reducir a Dios al nivel de lo que nos resulta intelectualmente cómodo. Su
objetivo es decir la verdad sobre Dios, por muy difícil que nos resulte aceptarla.
Esta es la intuición formulada por Agustín de Hipona en su célebre máxima en
latín «Si comprehendis non est Deus» (que traducido libremente significa «Si lo
entiendes, no es Dios»)[28]. Aquello que podamos captar plena y completamente no
puede ser Dios, precisamente porque sería algo muy limitado y empobrecido. Es
simplemente un invento humano que puede tener alguna relación con Dios, pero
que está muy lejos de la gloria y la majestad del Dios verdadero.
Es interesante ver cómo vino C. S. Lewis a entender la importancia de la
doctrina de la Trinidad. Después de pasar por un período de ateísmo durante su
adolescencia y los primeros años de la veintena, en que abrazó un «racionalismo
simplista y superficial», Lewis desarrolló la fe en Dios en 1930 y avanzó hacia una
fe claramente cristiana a finales de 1931[29]. Pensó mucho en la idea de la Trinidad
en las primeras indagaciones sobre su fe, como queda claro en la carta enviada al
filósofo norteamericano Paul Elmer More (1864-1937). En esta carta, Lewis explica
que él cree que la doctrina de la Trinidad nos permite afirmar la trascendencia de
Dios sin que implique que sea «inmóvil e indiferente». Para Lewis, «el enorme
hecho histórico de la doctrina de la Trinidad» establece una visión de un Dios
eterno y perfecto que entra en la historia como «un hombre con un propósito y con
sentimientos que es finalmente crucificado en un lugar y tiempo concretos»[30].
Lewis pensaba que la doctrina de la Trinidad constituía un modo apropiado y
útil de expresar las intuiciones esenciales sobre Dios que se encuentran en el centro
de la fe cristiana. Articulaba perspectivas esenciales sobre Dios que se pasaban por
alto con demasiada facilidad. Así pues, dada la importancia de esta doctrina, ¿por
qué nos resulta tan difícil encontrarle sentido? Lewis señala que nuestra ubicación
en el proceso de la historia implica que necesariamente vemos las cosas desde una
perspectiva humana que limita y restringe. Somos como «habitantes de llanuras»,
personas bidimensionales que tratan de visualizar objetos tridimensionales y no lo
consiguen[31]. Vemos las cosas desde una perspectiva limitada y limitante.
Resumiendo, los modelos son útiles tanto en la ciencia como en la teología, y
apelan a nuestra imaginación y a nuestra razón –la mayoría de nosotros pensamos
en imágenes–. No obstante, tenemos que ser cuidadosos al usarlos y estar atentos a
las preguntas que debemos hacernos sobre su estatus y alcance. Al final, nos
ofrecen modos poderosos de visualizar realidades complejas, permitiéndonos
entender mejor su naturaleza y comportamiento. ¡Afortunadamente, tanto la
ciencia como la teología dan abundante alimento de este tipo a nuestro
pensamiento!
[1] Uno de los mejores estudios sobre este enfoque se encuentra en Mary B. HESSE, «Models and
Analogy in Science», en Paul Edwards (ed.), Encyclopaedia of Philosophy, Macmillan, New
York-London 1967, 354-359. También hallamos abundante material útil en Ian G. BARBOUR,
Myths, Models and Paradigms: A Comparative Study in Science and Religion, Harper & Row,
New York 1974.
[2] El modelo fue presentado en 1972. Véase S. Jonathan SINGER y Garth L. NICOLSON, «The Fluid
Mosaic Model of the Structure of Cell Membranes»: Science 4023 (1972), 720-731.
[3] El famoso físico austriaco Ernst Mach (1838-1916) se oponía a creer en los átomos aún en 1909,
porque no podían verse. Véase Erwin HIEBERT, «The Genesis of Mach’s Early Views on
Atomism», en Robert S. Cohen y Raymond J. Seeger (eds.), Ernst Mach: Physicist and
Philosopher, Reidel, Dordrecht 1970, 79-106.
[4] Ernest RUTHERFORD, «The Scattering of α and β Particles by Matter and the Structure of the
Atom»: Philosophical Magazine 21 (1911), 669-688.
[5] Sobre el experimento y sus consecuencias, véase Jeroen VAN DONGEN, «On the Role of the
Michelson–Morley Experiment: Einstein in Chicago»: Archive for the History of the Exact
Sciences 6 (2009), 655-663.
[6] Salman RUSHDIE, Is Nothing Sacred?: The Herbert Read Memorial Lecture 1990, Granta,
Cambridge 1990, 8.
[7] Ludwig WITTGENSTEIN, Philosophical investigations, § 610 [trad. esp.: Investigaciones
filosóficas, Crítica, Barcelona 1988].
[8] Véase E. Jennifer ASHWORTH, Les théories de l’analogie du XIIe au XVIe siècle, Vrin, Paris
2008.
[9] D. W. WINNICOTT, Playing and Reality, Routledge, London 2005, 128-139 [trad. esp.: Realidad
y juego, Gedisa, Barcelona 1993].
[10] Sobre esto, véase Colin E. GUNTON, The Actuality of Atonement: A Study of Metaphor,
Rationality, and the Christian Tradition, Eerdmans, Grand Rapids 1989.
[11] C. William MARX, The Devil’s Rights and the Redemption in the Literature of Medieval
England, D. S. Brewer, Cambridge 1995, 7-46.
[12] Véase Donald EVANS, «Ian Ramsey on Talk about God»: Religious Studies 2 (1971), 125-140.
[13] Albert EINSTEIN, «Über einen die Erzeugung und Verwandlung des Lichtes betreffenden
heuristischen Gesichtspunkt»: Annalen der Physik 17 (1905), 132-148.
[14] Véase Abraham PAIS, Niels Bohr’s Times in Physics, Philosophy and Polity, Clarendon Press,
Oxford 1991.
[15] Para una explicación accesible de este desarrollo y su contexto, véase Richard FEYNMAN, QED:
The Strange Theory of Light and Matter, Princeton University Press, Princeton 2014.
[16] Para un comentario sobre esto, véase Christopher B. KAISER, «Quantum Complementarity and
Christological Dialectic», en W. Mark Richardson y Wesley J. Wildman (eds.), Religion and
Science: History, Method, Dialogue, Routledge, London 1996, 291-300.
[17] Sobre este desarrollo, véase Lewis AYRES, Nicaea and Its Legacy: An Approach to Fourth-
Century Trinitarian Theology, Oxford University Press, New York 2004.
[18] Para un estudio del tema, véase Alister E. MCGRATH, Heresy, Harper One, San Francisco 2009.
[19] Véase Thomas G. WEINANDY, Athanasius: A Theological Introduction, Ashgate, Aldershot
2007, 27-101.
[20] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld & Nicholson, London
2003, 19 [trad. esp., 10].
[21] Sobre la importancia de este tema en la física de partículas, véase George JOHNSON, Strange
Beauty: Murray Gell-Mann and the Revolution in Twentieth-Century Physics, Jonathan Cape,
London 2000.
[22] C. S. LEWIS, The Abolition of Man, London, Oxford University Press, Oxford 1943 [trad. esp.:
La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 2016].
[23] Véase Andrew LOUTH, Discerning the Mystery: An Essay on the Nature of Theology,
Clarendon Press, Oxford 1983; Merold WESTPHAL, «The Importance of Mystery for the Life of
Faith»: Faith and Philosophy 4 (2007), 367-384.
[24] Emil BRUNNER, Dogmatik I: Die christliche Lehre von Gott, Zwingli-Verlag, Zurich 1959, 206.
[25] Philip DIXON, Nice and Hot Disputes: The Doctrine of the Trinity in the Seventeenth Century,
T. & T. Clark, London 2003.
[26] Paul CHANG-HA LIM, Mystery Unveiled: The Crisis of the Trinity in Early Modern England,
Oxford Studies in Historical Theology, Oxford University Press, New York 2012.
[27] Véase Stephen T. DAVIS, Daniel KENDALL y Gerald O’COLLINS (eds.), The Trinity: An
Interdisciplinary Symposium on the Trinity, Oxford University Press, Oxford 2002.
[28] AGUSTÍN DE HIPONA, sermón 52, 16.
[29] Para una explicación detallada, véase Alister E. MCGRATH, C. S. Lewis – A Life: Eccentric
Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 131-151.
[30] C. S. LEWIS, Letters, 3 vols., HarperCollins, London 2002-200 6, vol. 2, 145-146.
[31] C. S. LEWIS, Mere Christianity, HarperCollins, London 2002, 162.
8
Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin

Yo comencé mi carrera en el campo de las ciencias físicas y poco a poco me


desplacé hacia las ciencias de la vida. A mediados de la década de los 70, cuando
trabajaba en la biofísica de las membranas celulares en el Departamento de
Bioquímica de la Universidad de Oxford, resultó evidente que las cuestiones que
surgían de la biología evolutiva estaban adquiriendo un interés cultural creciente.
Había leído mucho sobre este campo como base para mi proyecto de investigación,
aunque en ese momento la evolución de las células biológicas era poco conocida[1].
Era obvio que en las tendencias de la investigación de la época estaban latentes
algunos potenciales debates importantes sobre la ciencia y la religión.
Dos libros suscitaron por entonces un particular interés en las consecuencias
más amplias, filosóficas, religiosas y culturales, de la biología evolutiva. El libro de
Jacques Monod El azar y la necesidad (1971) provocó un debate a pequeña escala
sobre si la biología era el fundamento último de la ética[2]. No llegó a arraigar en
Oxford, en parte por el estilo recargado de Monod, pero sobre todo porque por
entonces se consideraba como una sobreinterpretación de la biología evolutiva.
Muchos más interesante fue El gen egoísta (1976), de Richard Dawkins, que era
un ejemplo extraordinario de divulgación científica, dado el interés añadido en los
círculos de Oxford por las conexiones personales que tenía Dawkins con ellos (por
entonces era profesor del Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford)
[3]. La idea fundamental de Dawkins del gen egoísta –aunque no sin problemas–

provocó algunas preguntas fundamentales propias del ambiente cultural de la


época. Este libro fue amplia y respetuosamente discutido en la comunidad
científica de Oxford.
Como muchos otros, me he dado cuenta de que gran parte del debate sobre la
relación entre ciencia y teología en la comunidad científica y en la comunidad
religiosa se ha centrado en las ciencias físicas, particularmente en la cosmología, la
teoría cuántica y la teoría de la relatividad[4]. Algunos podrían preguntarse con
toda razón si las ciencias biológicas han sido marginadas en el debate. En este
capítulo trataré de afrontar este desequilibrio abordando algunos aspectos de la
interacción entre ciencia y teología en el pensamiento de Charles Darwin (1809-
1882), particularmente en su teoría de la selección natural.
Más específicamente, quiero explorar un tema que fue claramente importante
para el mismo Darwin: la función de la fe –en el sentido general de juicio fiduciario
y en el sentido de creencia religiosa– en relación con la actividad científica. Darwin
es un excelente estudio de caso, en parte por la importancia de sus ideas, pero sobre
todo por su conflicto explícito con cuestiones de fe –en los dos sentidos del
término– en relación con su pensamiento. El mejor modo de empezar nuestro
análisis es abordar el desarrollo de sus ideas partiendo del famoso viaje a bordo del
Beagle.

El rival de Darwin: la teoría de William Paley

No podemos realmente esperar comprender al joven Darwin sin tener en cuenta su


enfoque en el contexto de las ideas del apologista religioso William Paley (1743-
1805), mejor conocido por su imagen de Dios como relojero[5]. Esencialmente,
Paley piensa que el mundo fue creado de tal modo que exhibe la sabiduría de Dos
tanto en su diseño como en su ejecución, idea que Paley expresa usando la palabra
invento e ilustra con la famosa imagen de Dios como relojero divino. La analogía
del reloj expresaba para Paley las ideas de diseño y de hábil fabricación. Tal vez el
aspecto más significativo del argumento de Paley era que la complejidad mecánica
y el diseño aparente del ojo humano eran paralelos a los de un reloj y, por lo tanto,
apuntaban a alguien que había diseñado y creado este notable dispositivo. Darwin
creía que su «doctrina» de la selección natural ofrecía una explicación más plausible
de las cosas. Su objetivo no era modificar la teoría de Paley, sino reemplazarla,
mostrando que la suya era capaz de ofrecer una mejor explicación de los datos
biológicos.
El enfoque de Paley, ciertamente, no era el único rival al que tenía que hacer
frente Darwin. El reconocimiento del fenómeno de la evolución formaba parte
esencial de las teorías «transformistas» de Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (1722-
1844), Jean Baptiste Lamarck (1744-1829) y el conde de Buffon (1707-1788). Hay
buenas razones para pensar que Darwin conoció estos enfoques durante el período
pasado en Edimburgo, gracias a su mentor Robert Edmond Grant (1793-1874) o
quizá a través de Henry H. Cheek (1807-1833), colega de estudios en la
universidad[6].
Aunque el nombre de Darwin ha llegado prácticamente a ser sinónimo de la
teoría de la evolución por selección natural, una explicación más completa del
desarrollo histórico de esta teoría tiene que prestar la debida atención y respeto a
Alfred Russel Wallace (1823-1923), a quien a menudo se pasa por alto o se trata con
indiferencia. Debe recordarse que Darwin y Wallace presentaron conjuntamente
su teoría en la Sociedad Linneana de Londres el 1 de julio de 1858. Este artículo fue
publicado el mes siguiente con documentación complementaria[7], pero suscitó
poca atracción. La publicación en 1859 de El origen de las especies hizo que la
discusión se centrara exclusivamente en Darwin, y la contribución de Wallace se
ignoró en general.

Darwin y la lógica de descubrimiento

En la década de 1850 se habían propuesto varias explicaciones sobre la complejidad


del mundo biológico. ¿Cómo decidir cuál es la «mejor»? La respuesta obvia consiste
en comparar su capacidad para integrar y relacionar los datos observados. Así pues,
¿cuáles eran las teorías alternativas que Darwin debía tener en cuenta? Como ya
hemos indicado, había dos importantes contendientes en esa década:
1. La teología de la creación divina especial de cada individuo de William
Paley, que se basaba en la idea de un orden natural estático e inalterable y
rechazaba o pasaba por alto el fenómeno de la evolución. Paley era
totalmente consciente del cambio y la decadencia que se dan en la
naturaleza, pero los veía como procesos que acontecían en un orden natural
con especies inmutables.
2. Varias formas de «transformismo», como la relacionada con el destacado
biólogo francés Jean Baptiste Lamarck y otras[8]. Lamarck admitía el
fenómeno de la evolución, pero lo interpretaba como un conjunto de
características adquiridas que se transmitían de padres a hijos.

La tarea de Darwin era demostrar que su teoría explicaba los fenómenos mejor
que la de Paley o la de los transformistas como Lamarck.
Teniendo en cuenta todo esto, pasemos al estudio del análisis de sus
observaciones científicas que realiza Darwin en El origen de las especies. Los
filósofos de la ciencia establecen una importante distinción entre una «lógica de
descubrimiento» y una «lógica de confirmación». Para simplificar lo que es una
explicación más bien compleja, podríamos señalar que una lógica de
descubrimiento es aquella mediante la que alguien llega a una hipótesis científica, y
una lógica de confirmación es la que se centra en averiguar si la hipótesis es fiable y
realista[9]. A veces las hipótesis surgen de un largo período de reflexión sobre la
observación; otras veces surgen de un golpe de inspiración, como en la famosa
visión de la serpiente de Kekulé, que le llevó a proponer la estructura circular del
benceno (véase p. 152).
Sin embargo, si bien la lógica de descubrimiento puede ser a menudo más
inspiradora que racional, es evidente que no ocurre lo mismo con la lógica de
justificación. Aquí, cualquier teoría o hipótesis, sea cual fuere su origen, se
comprueba rigurosa y minuciosamente en función de lo que pueda observarse, para
determinar el grado de encaje empírico entre teoría y observación. No hay razón
para insinuar que la noción de selección natural de Darwin surgió en tal momento
de inspiración, en las Galápagos o en cualquier otro lugar. Su teoría comenzó a
tomar forma en 1837 y 1838. En el caso de Darwin, tanto la lógica de
descubrimiento como la de justificación parecen haberse basado principalmente en
una extensa reflexión sobre observaciones, a menudo, desconcertantes[10].
La propia explicación de Darwin deja claro que fue una reflexión sobre las
observaciones posterior al viaje de cinco años a bordo del Beagle la que dio origen a
su teoría de la selección natural. Su enfoque podría describirse como inductivo o
abductivo, por usar las categorías explicadas en el capítulo 6. Cuando Darwin
reflexionó sobre sus propias observaciones realizadas durante el viaje en el Beagle
(diciembre de 1831-octubre de 1836) y las completó posteriormente con las de
otros especialistas, afloraron una serie de detalles de particular relevancia. Ninguno
de ellos podría considerarse una «prueba» de la selección natural; no obstante,
poseían una fuerza acumulativa que sugería que era la mejor explicación de lo
realmente observado. En una carta en la que elogia la perspicacia del naturalista F.
W. Hutton (1836-1905), Darwin hace sobre este punto un comentario especial.
«Es uno de los pocos que ven que el cambio de especies no se puede probar
directamente, y que la doctrina debe hundirse o nadar según agrupe y explique
los fenómenos. Es realmente curioso que pocos lo juzguen de esta manera, que
es claramente la correcta»[11].
La selección natural era una interpretación de la historia biológica, que, por
pertenecer al pasado remoto, no podía ser totalmente accesible a la investigación
científica. El problema de Darwin era que solo tenía acceso indirecto al pasado y
tenía que inferir la mejor explicación a partir de los indicios presentes de ese
pasado, como el registro fósil[12].
Detengámonos en la reveladora frase de Darwin «la doctrina debe hundirse o
nadar según agrupe y explique los fenómenos». Cuatro fenómenos tenían para él
una especial importancia. ¿Podía «agruparlos y explicarlos» su teoría de la selección
natural? Estas cuatro características del mundo natural parecían poner de relieve
los problemas y las deficiencias de las explicaciones existentes, especialmente de la
idea de la «creación especial» ofrecida por apologistas religiosos como Paley.
Aunque la teoría de la creación especial de Paley ofrecía explicaciones para estas
observaciones, parecía cada vez más engorrosa y forzada. Darwin creía que tenía
que haber una explicación mejor, que de alguna manera era insinuada por estas
cuatro observaciones:
1. Muchas criaturas poseen «estructuras rudimentarias» que no tienen una
función evidente o previsible, como los pezones de los mamíferos machos,
la presencia de pelvis y extremidades posteriores rudimentarias en las
serpientes, la presencia de alas en muchas aves no voladoras. ¿Cómo podría
explicarse esto según la teoría de Paley, que destacaba la importancia del
diseño individual de las especies? ¿Por qué iba Dios a diseñar redundancias?
La teoría de Darwin explicaba esto con relativa facilidad y elegancia.
2. Se sabía que algunas especies se habían extinguido por completo. El
fenómeno de la extinción había sido reconocido con anterioridad a Darwin
y a menudo se explicaba mediante teorías «de catástrofes», como un «diluvio
universal», tal como indicaba el relato bíblico de Noé. La teoría de Darwin
ofrecía una explicación más clara del fenómeno.
3. El viaje de investigación de Darwin en el Beagle le había convencido de la
desigual distribución geográfica de las formas de vida por el mundo. En
particular, le impresionaron las peculiaridades de las poblaciones insulares,
como los pinzones de las islas Galápagos. Una vez más, la doctrina de la
creación especial podría explicar esto, pero de una manera que parecía
forzada y poco convincente. La teoría de Darwin ofrecía una explicación
más plausible del origen de estas poblaciones específicas.
4. Varias formas de criaturas vivientes parecían estar adaptadas a sus
necesidades específicas. Darwin sostenía que esto podría explicarse mejor
por su origen y selección en respuesta a las presiones evolutivas. La teoría
de la creación especial de Paley proponía que estas criaturas habían sido
diseñadas individualmente por Dios teniendo en mente esas necesidades
específicas.

Lo que debemos tener en cuenta en este punto es que las observaciones de


Darwin podían tener varias explicaciones. Pero ¿cuál era la mejor? El término
mejor resulta notablemente difícil de definir en este contexto. ¿Nos referimos a la
teoría más simple? ¿A la más elegante? ¿A la más natural? Estos criterios no están
predeterminados, sino que aparecen durante el proceso de reflexión y análisis.
¿Podía desarrollarse una única teoría que explicara adecuadamente las cuatro
desconcertantes observaciones de Darwin? ¿O carecían de toda relación entre sí y
exigían una explicación independiente para cada una de ellas?
Darwin tenía muy claro que su teoría de la selección natural no era la única
explicación de los datos biológicos que podía darse; como ya hemos visto, había dos
rivales, un modelo estático y otro dinámico del mundo natural. No obstante,
Darwin creía que podía ofrecer una explicación coherente y completa de las
observaciones biológicas que poseía mayor poder de explicación que sus rivales,
como la doctrina de los actos independientes de una creación especial, expuesta en
los escritos de William Paley. Su teoría, creía él, podía ofrecer una explicación
coherente de lo que, de lo contrario, tendría que verse como observaciones
desconectadas e independientes, como las mencionadas anteriormente. Con su
teoría, comentó Darwin, «se ha proyectado alguna luz sobre diferentes hechos que
son totalmente oscuros dentro de la creencia en actos independientes de
creación»[13].

La imposibilidad de demostrar: la teoría de la selección natural de Darwin

Hagamos una pausa y consideremos un aspecto del método científico de Darwin


que se ha pasado por alto a menudo. Ya vimos anteriormente su insistencia en que
«no puede probarse directamente un cambio en las especies» (véase p. 199). ¿En qué
se fundamenta entonces para recomendar su teoría al mundo científico, cuando no
podía ser demostrada? Darwin se vio ante una serie de observaciones sobre el
mundo natural que él mismo había acumulado durante su viaje en el Beagle y
posteriormente en Inglaterra. El desafío era encontrar un marco teórico que
pudiera acoger esas observaciones tan simple, elegante y convincentemente como
fuera posible. El método de Darwin se considera actualmente en general como un
caso de manual del método de la «inferencia a la mejor explicación», que se
encuentra en el centro del método científico[14].
Las explicaciones más generalizadas del método científico subrayan la
importancia de la predicción. Si una teoría no predice, no es científica. Sin
embargo, Darwin tenía muy claro que su teoría no predecía; es más, que no podía
predecir. Tal era la naturaleza de las cosas[15]. La naturaleza de los fenómenos
biológicos era tal que la predicción no era posible para Darwin, puesto que su
obligación era ofrecer una explicación de lo sucedido en la historia biológica. Este
punto, ciertamente, llevó a algunos filósofos de la ciencia, siendo Karl Popper el
más destacado de entre ellos, a sugerir que la teoría de la selección natural de
Darwin no era realmente científica[16]; crítica de la que más tarde Popper se
retractó sabiamente.
No obstante, los estudios más recientes, especialmente en la filosofía de la
biología, han hecho preguntas muy serias sobre si la predicción es realmente
fundamental para el método científico. El problema cobró importancia en el debate
del siglo XIX entre William Whewell y John Stuart Mill sobre la función de la
inducción como método científico[17]. Whewell subrayaba la importancia de la
novedad predictiva como elemento esencial del método científico; Mill sostenía
que la diferencia entre la predicción de las observaciones novedosas y la
acomodación teórica de las observaciones existentes era puramente psicológica, por
lo que carecía de importancia epistemológica. El debate, ciertamente, prosigue. En
su reciente discusión sobre el tema[18], los destacados filósofos de la biología
Christopher Hitchcock y Elliott Sober sostienen que, si bien la predicción puede
ser en ocasiones superior a la acomodación, no siempre es así. Hay situaciones en
las que la acomodación es superior a la predicción. La predicción no debe preferirse
intrínseca ni invariablemente a la acomodación. La relevancia de esta perspectiva
para el carácter científico del enfoque de Darwin tal como lo presentamos aquí es
claramente obvia. No obstante, suscita importantes dudas sobre la fiabilidad de las
explicaciones generalizadas del método científico.
El psicólogo William James (1842-1910) decía que los seres humanos necesitan
lo que él llamaba «hipótesis de trabajo» para dar sentido a la experiencia del
mundo. Estas hipótesis de trabajo carecen a menudo de toda demostración, pero
son aceptadas, y se actúa a partir de ellas, porque ofrecen puntos de partida fiables y
satisfactorios a partir de los que es posible abordar el mundo real. Para James, la fe
es una forma particular de creencia que está omnipresente en la vida diaria. Definía
la fe así: «La fe es creer en algo sobre lo que la duda todavía es teóricamente
posible». Lo que le lleva a declarar que «La fe es sinónimo de hipótesis de trabajo».
Aunque a James se le acusa a veces de dar peso intelectual a lo que es meramente
una ilusión (acusación hecha, por ejemplo, por el filósofo pragmático Charles
Peirce), el mismo James no veía las cosas así. Como observó Gerald E. Myers en su
estudio sobre James, «Él siempre defendía una fe sensible a la razón, experimental
en su naturaleza, y, por tanto, susceptible de revisión»[19]. En efecto, puesto que
enfatizaba el estatus de la fe como «hipótesis de trabajo», James rechazaba por
contradictoria la noción misma de una fe dogmática.
El énfasis dado por James a la importancia de tales hipótesis de trabajo
encuentra una gran ejemplificación en El origen de las especies. La teoría de
Darwin tenía muchos puntos débiles y cabos sueltos. No obstante, él estaba
convencido de que eran dificultades que podían tolerarse debido a la clara
superioridad explicativa de su enfoque. Su hipótesis de trabajo, creía él, era lo
bastante robusta como para resistir las numerosas dificultades que afrontaba. ¿De
qué dificultades hablamos?

La fe de Darwin en su teoría: la respuesta a sus críticas

El origen de las especies tuvo seis ediciones, y Darwin trabajó continuamente para
mejorar su texto, añadiendo nuevo material, corrigiendo el anterior y, sobre todo,
respondiendo a las críticas con una actitud notablemente abierta. Los que se
dedican a estudiar estos detalles han mostrado que, de las 4000 frases de la primera
edición, Darwin había reescrito tres de cada cuatro cuando se publicó la sexta y
última edición en 1872. Es interesante notar que un 60 % de esas modificaciones se
produjeron en las dos últimas ediciones, que introdujeron algunas «mejoras» que
ahora parecen imprudentes, como, por ejemplo, la expresión potencialmente
confusa de Herbert Spencer «la supervivencia del más apto»[20].
La recepción de una teoría científica es un asunto comunitario en el que poco a
poco se llega a un punto de inflexión mediante un proceso de debate y reflexión, a
menudo vinculado con programas de investigación adicionales. Los contenidos de
las seis ediciones de El origen de las especies dejan claro que la nueva teoría de
Darwin tuvo que hacer frente a una importante oposición en numerosos frentes.
No cabe duda –puesto que la evidencia histórica es clara– de que algunos
pensadores cristianos tradicionales la vieron como una amenaza contra el modo en
el que habían interpretado su propia fe. Pero tampoco cabe dudar –pues la
evidencia histórica es igualmente clara– que otros cristianos la vieron como un
nuevo modo de comprender y analizar las ideas cristianas tradicionales[21].
Sin embargo, más importante, a juzgar por las sucesivas ediciones de la obra, es
que la teoría de Darwin provocó una gran controversia científica, pues muchos
científicos de la época expresaron sus dudas sobre los fundamentos científicos de la
«selección natural». En efecto, parece que la teoría de Darwin encontró una
oposición más persistente en la comunidad científica que en la religiosa,
especialmente por su incapacidad de ofrecer una explicación convincente de cómo
se transmitían las innovaciones a las siguientes generaciones. No obstante, los
historiadores de la ciencia sugerirían que esta es la norma, no la excepción, en el
progreso científico. La crítica de una teoría es el medio por el que –por usar un
modo darwiniano de hablar– descubrimos si tiene potencial de supervivencia.
Un buen ejemplo de esta crítica científica se encuentra en el interés de
Fleeming Jenkin (1833-1885) por «la herencia por mezcla»[22]. Jenkin era un
ingeniero escocés, muy implicado en el negocio del desarrollo de los cables
telefónicos submarinos, que llegó a ser el primer profesor Regius de Ingeniería de la
Universidad de Edimburgo en 1868. Identificó lo que creía un posible error fatal en
la teoría de Darwin. Jenkin señaló que, de acuerdo con lo que entonces se sabía de
la transmisión hereditaria, todas las novedades se diluirían en las generaciones
posteriores. Ahora bien, la teoría de Darwin contaba con la transmisión de esas
características, no con su disolución. Es decir, la teoría de Darwin carecía de una
concepción viable de la genética[23]. Darwin respondió a Jenkin en la quinta
edición. En general se piensa que la réplica es débil e insatisfactoria. Pero ¿cómo
podría ser de otro modo? Darwin no tenía una respuesta, porque la ciencia de su
época no la había desarrollado, o al menos una que Darwin conociera.
La respuesta, ciertamente, se encuentra en los escritos del monje austriaco
Gregor Mendel (1822-1884). Sin embargo, mientras que Mendel sí conocía la obra
de Darwin, no parece que este conociera los tres principios de Mendel de la
herencia que describen la transmisión de los rasgos genéticos. Mendel poseía un
ejemplar de la traducción alemana de la tercera edición de El origen de las especies
de Darwin, y marcó el siguiente pasaje con una doble línea en el margen, indicando
su importancia. En el original inglés leemos: «La débil variabilidad de los híbridos
en la primera generación, en contraste con la que existe en las generaciones
sucesivas, es un hecho curioso y merece atención»[24].
Esta observación no permanecería en el misterio mucho tiempo, y Mendel bien
pudo disfrutar de la idea de que su teoría era capaz de explicar este hecho
«curioso»[25]. Sin embargo, aún faltaban algunos años para que se llevara a cabo la
«síntesis neodarwiniana» de la teoría de la genética de Mendel y la selección
natural.
Otro problema era que la Tierra no parecía tener tantos años como para
permitir los dilatados progresos evolutivos exigidos por la teoría de Darwin. Como
comentamos anteriormente (véanse pp. 157-158), Kelvin (1824-1907) sostenía que
la Tierra tenía unos 100 millones de años. Lo cual no constituía una cantidad
suficiente de tiempo para el lento y gradual proceso de evolución biológica
imaginado por Darwin. Sin embargo, los cálculos de Kelvin se basaban en
suposiciones erróneas; la Tierra tenía muchos más años de los que él sugería, lo cual
proporcionaba un espacio cronológico para el lento proceso de desarrollo biológico
requerido por el enfoque de Darwin.
Sin embargo, aunque Darwin no creía haber resuelto adecuadamente todos los
problemas que requerían resolución, estaba seguro de que su explicación era la
mejor disponible. Si bien reconocía carecer de pruebas rigurosas, creía,
obviamente, que su teoría podía defenderse de acuerdo con los criterios de
aceptación y justificación ya generalizados en las ciencias naturales, y que su
capacidad explicativa era en sí misma un indicador fiable de su verdad. Como
señaló Darwin, a menudo nos encontramos confiando en una forma de pensar
creyendo que es verdad, pero sin poder presentar la prueba decisiva que algunos,
como William K. Clifford (véase p. 147), parecen pensar que es esencial para
sostener con honradez una opinión.
Darwin era consciente de que su explicación científica carecía del rigor lógico
de las pruebas matemáticas y de que toda explicación teórica de lo observado sería
siempre provisional. Esto no es una crítica a Darwin ni a la ciencia. Como he
tenido ocasión de subrayar a lo largo de la obra, es así como son las cosas. Tengo
colegas científicos que creen apasionadamente en el multiverso y otros que creen
con igual pasión, integridad y excelencia intelectual en un solo universo. La
evidencia no es unívoca y pueden mantenerse ambas posiciones. Pero las dos,
sugeriría, no pueden ser correctas. Lo que algunos científicos creen hoy que es
cierto, un día se demostrará que es erróneo. Pero así es como se desarrolla la
ciencia. Y la idea de William James de la fe como hipótesis de trabajo encaja
sorprendentemente bien tanto en la teoría como la práctica de la ciencia.
Como nos dicen sin cesar los historiadores y los filósofos de la ciencia, la idea
positivista de una ciencia que prueba sus teorías se encuentra a una considerable
distancia de la realidad de la práctica científica y, ciertamente, no es aplicable al
método científico de Darwin. Las grandes teorías de la física clásica,
mayoritariamente consideradas como estables al final de la vida de Darwin,
sufrieron una revisión completa en el siglo XX con el nacimiento de la mecánica
cuántica y la teoría de la relatividad. Pero nadie dejará de hacer ciencia porque sus
sucesores puedan demostrar el error de las teorías actuales. En todo caso, podemos
encontrar al menos cierto consuelo en saber que las teorías futuras tienden a
incorporar, más que a rechazar, lo mejor de las anteriores.

Darwin, fe religiosa y ciencia

¿Qué podemos decir de la fe religiosa de Darwin? ¿Su teoría de la evolución lo


convirtió en un cruzado ateo contrario a las creencias religiosas, como parecen
pensar algunos entusiastas predicadores ateos? Lamentablemente, la autoridad y el
ejemplo de Darwin se invocan continuamente para justificar afirmaciones
metafísicas y teológicas que van mucho más allá de lo que él mismo expresó o
asoció con su biología evolutiva. Por suerte, la cuestión fundamentalmente
histórica de las opiniones religiosas de Darwin es relativamente fácil de responder,
gracias al intenso estudio académico que sobre Darwin y su contexto victoriano se
ha realizado en las últimas décadas[26]. El excelente Darwin Project en línea tiene
una sección que reúne las evidencias históricas más importantes de una manera que
me parece objetiva y fiable[27]. Permítaseme intentar resumir de forma sencilla y
precisa este vasto corpus de literatura.
En primer lugar, parece claro que la fe religiosa de Darwin cambió con la edad.
Yo observo, ciertamente, un cambio en su contenido; y también me siento
justificado para ver una disminución de su fervor. Pero permítaseme concentrarme
en el contenido de esa fe, observando primero los puntos de vista religiosos de
Darwin de joven, que parecen haber sido similares a los establecidos en la Teología
natural de Paley (1802). El enfoque que aplica Paley a la naturaleza es optimista y
positivo. La naturaleza destila evidencias de la sabiduría divina. ¿Y qué pasa
entonces con el mal? ¿O con el sufrimiento? Charles Kingsley sostenía que estos
problemas podrían ser incorporados al enfoque de Paley sobre la teología
natural[28]. En la década de 1830, sin embargo, Darwin comenzó a desarrollar
dudas.
Durante su viaje en el Beagle presenció sucesos que cuestionaban su creencia
previa en la divina providencia. Por ejemplo, mientras estaba en América del Sur
fue testigo de primera mano de la terrible lucha por la existencia que afrontaban los
nativos de Tierra del Fuego; vio los devastadores efectos de un terremoto, y empezó
a captar la magnitud del enorme número de especies que habían acabado
extinguiéndose –cada una de las cuales, según Paley, había sido providencialmente
creada y apreciada por Dios–. Podemos ver aquí el comienzo de la erosión de toda
fe en la divina providencia que llegaría a ser característica del Darwin adulto. La
muerte de su hija Annie en 1851, con diez años, es considerada por algunos
biógrafos como un momento decisivo para sus convicciones religiosas[29]. Sin
embargo, la evidencia histórica de que esta pérdida provocara que Darwin
abandonase la fe religiosa que le quedaba es débil[30]. El alejamiento de Darwin del
cristianismo ortodoxo es de una época anterior.
Esto nos lleva a nuestro segundo punto. En un período posterior, las creencias
religiosas de Darwin se distanciaron incuestionablemente de lo que podríamos
llamar la «ortodoxia cristiana». No obstante, no encontramos nada remotamente
parecido a la forma agresiva y vejatoria de ateísmo que encontramos
lamentablemente en algunos que se han presentado como defensores de Darwin en
tiempos más recientes. Muchos han alabado la presciencia y la fría neutralidad de
El origen de las especies, notando su olímpico desapego social y político y su
escrupulosa neutralidad religiosa. Debemos remitirnos a las cartas de Darwin para
iluminar las fluctuaciones de sus creencias religiosas con el paso del tiempo, así
como su renuencia a hacer comentarios sobre cuestiones religiosas, incluidas sus
propias creencias personales. Y, sin embargo, cuando el contexto lo exigía, parece
que estaba dispuesto no solo a dejar constancia de la consiliencia de la fe religiosa y
la teoría de la selección natural, sino también a resaltarla.
Un ejemplo representativo puede encontrarse en su referencia a las «leyes
impresas en la materia por el Creador», a las que se da mayor relieve en la segunda
edición que en la primera[31]. Esto, ciertamente, apunta a un Dios deísta más que
trinitario, pero aquí no hay ni la sombra siquiera de un ateísmo personal. Aunque
algunos podrían sostener que Darwin posibilitó el ser un ateo intelectualmente
satisfecho, Darwin mismo no llegó a esa conclusión.
Me resulta difícil creer que sus referencias a un creador en El origen de las
especies fueran simplemente ideadas para aplacar o engañar a su público, como si
fueran una especie de burdo engaño destinado a enmascarar un ateísmo privado
que Darwin temía que pudiera desacreditar su teoría a los ojos del público religioso.
Mi propia lectura de la evidencia es que Darwin consideraba sus creencias
religiosas como un asunto privado y era reacio a hablar de ellas. Sin embargo, las
necesidades de la situación le obligaban regularmente a decir algo al respecto. Las
pruebas, creo, apuntan a una revelación reacia, dolorosa y diplomática de las
creencias de Darwin; no a su falsificación o manipulación con fines tácticos.
Sin embargo, hay un tercer punto que quiero comentar y que se pasa por alto
con demasiada facilidad. Es natural que nos centremos en los puntos de vista
religiosos de Darwin y su relación con el desarrollo de su teoría de la selección
natural. Pero la pregunta más importante es la siguiente: ¿qué pensó Darwin que
podían hacer los cristianos ortodoxos con sus teorías, independientemente de sus
propias opiniones religiosas? Conocemos la respuesta a esta pregunta, precisamente
porque Darwin reconoció que era muy importante y que se necesitaba abordarla
adecuadamente. Declaró que no veía ninguna razón por la que un creyente
religioso ortodoxo tuviera que experimentar incomodidad mental ante sus ideas.
Incluso Thomas Huxley, que tendía a destacar los aspectos antirreligiosos del
pensamiento de Darwin, fue muy claro al decir que «la doctrina de la evolución no
es antiteísta ni teísta»[32].

Fe, ciencia y Dios

Hemos explorado en este capítulo la creencia científica de Darwin de que su teoría


de la selección natural ofrecía la mejor explicación de lo que podía observarse en el
mundo natural de los seres vivos, y hemos visto cómo esta creencia se sostenía
frente a la carencia absoluta de pruebas y una serie de dificultades científicas que
parecían socavar su poder de explicación.
El análisis de Darwin nos ayuda a ver que, simplemente, no es verdad la
afirmación de que la ciencia solo cree lo que ha sido empíricamente probado. En
ocasiones es necesaria la inferencia, es decir, se postula una hipótesis –por ejemplo,
un «eslabón perdido» o la «materia oscura»– como «mejor explicación» de hechos
conocidos o de observaciones establecidas. Es una forma aceptada de razonamiento
científico y no suscita controversias.
No obstante, es importante notar que puede verse el mismo proceso en el
pensamiento religioso, cuyo objetivo es también dar la mejor explicación de lo que
observa. Como vimos en el capítulo 6, William James señaló una vez que la fe
religiosa es básicamente «una fe en la existencia de un orden invisible de algún tipo
en que el que pueden encontrarse y explicarse los enigmas del orden natural»[33].
Aunque algunos insisten en presentar la creencia religiosa como algo irracional, el
hecho es que sus partidarios la consideran eminentemente razonable. El teísmo
filosófico clásico o la teología natural propondrían que Dios es la mejor explicación
del modo como son las cosas.
Tanto las ciencias naturales como las religiones ofrecen lo que creen que son
explicaciones justificadas, coherentes y fiables del mundo. Como hemos visto,
Darwin creía firmemente que el poder explicativo de su teoría era tal que podía
coexistir con anomalías y potenciales amenazas. Esto nos recuerda que tanto las
teorías científicas como las religiosas se ven enfrentadas a misterios, enigmas y
anomalías que pueden dar origen a tensiones intelectuales o existenciales pero no
exigen su abandono. En el caso del cristianismo, yo consideraría que la mayor
anomalía es la existencia del dolor y el sufrimiento[34]. No obstante, creo que la
teoría es lo bastante grande en definitiva para abarcar esta anomalía y darle cabida,
aun cuando en el presente no esté totalmente claro el modo de resolverla. Ni de la
teoría de Darwin ni de la teología cristiana puede decirse realmente que «hagan
una predicción»; sin embargo, dan cabida a lo que se conoce sobre el mundo,
aunque las dos experimenten puntos de tensión.
Para poner de relieve la importancia teológica de este paralelismo, pensemos en
dos escenarios. Como hemos visto, Darwin sostenía que las ideas expuestas en El
origen de las especies ofrecen una explicación excelente y profundamente
convincente de la diversidad de formas de vida en la Tierra. Son muchas las
dificultades en este camino. ¿Cómo pudo transmitirse el cambio de una generación
a la siguiente? Darwin ofreció una explicación de cómo llegaron a existir las
diferentes especies. Sin embargo, la especiación –la formación de nuevas especies
por acumulación de mutaciones– nunca se ha demostrado en la vida real ni en el
laboratorio. Pese a todo, Darwin se aferraba a su teoría, creyendo que su capacidad
de explicación y su coherencia eran suficientes para justificarla y que la dificultad
se resolvería un día.
Pensemos ahora en el caso de un cristiano que sostiene que una cosmovisión
teísta, especialmente una que tenga en cuenta totalmente la doctrina de la
encarnación, ofrece una interpretación convincente y atractiva de las cosas. La
cuestión del dolor y el sufrimiento en el mundo sigue siendo una especie de enigma
y a veces le preocupa considerablemente. Sin embargo, se aferra a su fe, creyendo
que su capacidad explicativa y su coherencia son suficientes para justificarla y que
la dificultad se resolverá algún día. En cada caso, existe una estructura común de
explicación con anomalías, que sus defensores no consideran como un peligro para
la teoría, sino como enigmas que serán resueltos en una etapa posterior. Ninguna
de las dos teorías predice; ambas se amoldan a lo que puede observarse. El ejemplo
de Darwin ilustra cómo es posible creer en una teoría o en una manera de dar
sentido a las cosas o en una hipótesis de trabajo que no está confirmada
definitivamente y que, en el fondo, acaso no pueda confirmarse definitivamente,
pero que se ha comprobado que es fiable.
Lo interesante aquí es que una teoría con suficiente poder explicativo se gana el
derecho a persistir coexistiendo con observaciones que no concuerdan –y que a
veces parecen estar en conflicto– con ella. Al final, algunas teorías mueren por su
incapacidad para afrontar tales anomalías. Darwin lo sabía; también creía que su
teoría se mostraría capaz de abordarlas, aun cuando su confirmación final
aconteciera en el futuro. No cabe duda de que puede decirse lo mismo del
cristianismo, que afirma que actualmente vemos las cosas a través de un espejo
veladamente (1 Corintios 13,12), pero se alegra con la esperanza de verlas
claramente un día en el seno de la Nueva Jerusalén.
Séame permitido concluir este capítulo citando unas palabras de la primera
edición de El origen de las especies que se conservan en las ediciones posteriores.
Mientras Darwin hace una pausa para permitir que sus lectores lo alcancen, sienta
las bases del argumento de que su nueva teoría puede coexistir con anomalías y
contradicciones aparentes. Creo que estas palabras pueden aplicarse con igual
fuerza a la visión cristiana de la realidad y a la vida de fe.
«Mucho antes de que el lector haya llegado a esta parte de mi obra se le habrán
ocurrido una multitud de dificultades. Algunas son tan graves que aun hoy día
apenas puedo reflexionar sobre ellas sin vacilar algo; pero, según mi leal saber y
entender, la mayor parte son solo aparentes, y las que son reales no son, creo
yo, funestas para mi teoría»[35].

[1] Carl R. WOESE, «On the Evolution of Cells»: Proceedings of the National Academy of Sciences
of the United States of America 13 (2002), 8742-8747.
[2] Jacques MONOD, Chance and Necessity: An Essay on the Natural Philosophy of Modern
Biology, Alfred A. Knopf, New York 1971 [trad. esp.: El azar y la necesidad, Tusquets,
Barcelona 2016].
[3] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892 [trad. esp.: El gen
egoísta, Salvat, Barcelona 1990].
Nótese que los tres autores considerados en la 2.ª parte de este libro se centran principalmente
[4] en la relación entre física y teología. Un ejemplo, relativamente raro, de un estudio sobre la
relación entre biología evolutiva y teología a nivel popular se encuentra en Francis S. COLLINS,
The Language of God: A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press, New York 2006. En
un nivel más académico, el bioquímico Arthur Peacocke (1924-2006) contribuyó con obras
como Evolution: The Disguised Friend of Faith? Selected Essays, Templeton Foundation Press,
Filadelfia 2004.
[5] El libro de Richard Dawkins The Blind Watchmaker (1986) retoma la imagen de Paley. Véase
Richard DAWKINS, The Blind Watchmaker: Why the Evidence of Evolution Reveals a Universe
without Design, W. W. Norton, New York 1986 [trad. esp.: El relojero ciego, Tusquets,
Barcelona 2015]. Sobre las particularidades del enfoque de Paley en su contexto histórico, véase
Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural Theology,
Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 85-107.
[6] Bill JENKINS, «Henry H. Cheek and Transformism: New Light on Charles Darwin’s Edinburgh
Background»: Notes and Records of the Royal Society of London 2 (2015), 155-171.
[7] Charles DARWIN y Alfred WALLACE, «On the Tendency of Species to form Varieties; and on the
Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection»: Journal of the
Proceedings of the Linnean Society of London: Zoology 3 (20 de agosto de 1858), 45-62.
[8] Pietro CORSI, «Before Darwin: Transformist Concepts in European Natural History»: Journal of
the History of Biology 1 (2005), 67-83.
[9] Para una buena explicación, véase Christiane CHAUVIRÉ, «Peirce, Popper, Abduction, and the
Idea of Logic of Discovery»: Semiotica 153 (2005), 209-221.
[10] Véanse las reflexiones de Scott A. KLEINER, «The Logic of Discovery and Darwin’s Pre-
Malthusian Researches»: Biology and Philosophy 3 (1988), 293-315.
[11] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155.
Hutton merece una atención mucho mayor como perspicaz intérprete de Darwin. Véase John
STENHOUSE, «Darwin’s Captain: F. W. Hutton and the Nineteenth-Century Darwinian
Debates»: Journal of the History of Biology 3 (1990), 411-442.
[12] Scott A. KLEINER, «Problem Solving and Discovery in the Growth of Darwin’s Theories of
Evolution»: Synthese 1 (1981), 119-162, especialmente 127-129. Las primeras pruebas directas
de la evolución mediante la selección natural en las poblaciones naturales comenzaron a
acumularse en la década de 1920, particularmente en el caso de la aparición del melanismo
industrial en la polilla Biston betularia.
[13] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 164.
[14] El mejor comentario general sobre este método se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the
Best Explanation, Routledge, London 20042.
[15] Véase especialmente el detallado estudio de Elisabeth Anne LLOYD, «The Nature of Darwin’s
Support for the Theory of Natural Selection», en Science, Politics, and Evolution, Cambridge
University Press, Cambridge 2008, 1-19.
[16] Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»: Dialectica 32, 3-4 (1978), 339-
355.
[17] Laura J. SNYDER, «The Mill–Whewell Debate: Much Ado about Induction»: Perspectives on
Science 5 (1997), 159-198. Snyder sostiene en otro lugar que las opiniones de Whewell sobre la
inducción han sido malinterpretadas y merecen una mayor atención como enfoque peculiar:
véase «Discoverers’ Induction»: Philosophy of Science 4 (1997), 580-604.
[18] Christopher HITCHCOCK y Elliott SOBER, «Prediction vs. Accommodation and the Risk of
Overfitting»: British Journal for Philosophy of Science 1 (2004), 1-34.
[19] Gerald E. MYERS, William James, His Life and Thought, Yale University Press, New Haven
1986, 460.
[20] Spencer usó la frase en sus Principles of Biology (1864); Darwin la incorporó en la quinta
edición: «A esta conservación de las variaciones favorables y la destrucción de las variaciones
perjudiciales yo la llamo selección natural o la supervivencia del más apto», Charles Darwin,
On the Origin of Species, John Murray, London 18695, 91-92.
[21] Existe una abundante bibliografía al respecto. Un buen punto de partida se encuentra en James
R. MOORE, The Post-Darwinian Controversies: A Study of the Protestant Struggle to Come to
Terms with Darwin in Great Britain and America, 1870 –1900, Cambridge University Press,
Cambridge 1979.
[22] Véase Michael BULMER, «Did Jenkin’s Swamping Argument invalidate Darwin’s Theory of
Natural Selection?»: The British Journal for the History of Science 3 (2004), 281-297.
[23] Jean GAYON, Darwin’s Struggle for Survival: Heredity and the Hypothesis of Natural Selection,
Cambridge University Press, Cambridge 1998.
[24] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 18613, 296.
[25] Vítezslav OREL, Gregor Mendel: The First Geneticist, Oxford University Press, Oxford 1996,
193.
[26] John HEDLEY BROOKE, «The Relations between Darwin’s Science and His Religion», en John
Durant (ed.), Darwinism and Divinity, Blackwell, Oxford 1985, 40-75.
[27] www.darwinproject.ac.uk.
[28] Nótense especialmente los comentarios en Charles KINGSLEY, «The Natural Theology of the
Future», en Westminster Sermons, Macmillan, London 1874, xii-xiv.
[29] Randal KEYNES, Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, Fourth
Estate, London 2001, 222: «Después de morir Annie, Charles abandonó totalmente la fe
cristiana». Las pruebas presentadas por Keynes no respaldan realmente la idea de que fue la
muerte de Annie lo que provocó que Darwin dejara de ir a la iglesia.
[30] Véase el importante estudio de John VAN WYHE y Mark J. PALLEN, «The “Annie Hypothesis”:
Did the Death of His Daughter Cause Darwin to “Give up Christianity”?»: Centaurus 2 (2012),
105-123.
[31] Véase el análisis en John HEDLEY BROOKE, «“Laws Impressed on Matter by the Creator”?: The
Origins and the Question of Religion», en Michael Ruse y Robert J. Richards (eds.), The
Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University Press, Cambridge
2009, 256-274.
[32] Life and Letters of Charles Darwin 2, 202.
[33] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51.
[34] Sobre la capacidad de la teología cristiana de afrontar tales anomalías teóricas, véase Alister E.
MCGRATH, A Scientific Theology 3: Theory, T. & T. Clark, London 2003, 198-213.
[35] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171. Sobre estas
«dificultades», véase Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y Robert J.
Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University
Press, Cambridge 2009, 109-128.
9
La identidad humana: perspectivas científica y teológica

¿Quiénes somos? Es una pregunta fascinante. Que yo sepa, los seres humanos son la
única especie de este planeta que dedica tiempo a preocuparse de su identidad.
Todas las demás especies parecen concentrarse simplemente en la supervivencia.
Pero los seres humanos quieren hacer algo más que sobrevivir; quieren entender su
mundo y su propio lugar en él. No nos basta sobrevivir: queremos encontrar un
sentido a nuestro universo y al hecho de estar aquí. Una de las características
específicas de los seres humanos es que nos hacemos grandes preguntas sobre
nosotros mismos y sobre la vida.
Algunas de estas preguntas pueden ser respondidas por la ciencia. Pero no
todas. Peter Medawar (1915-1987), uno de los grandes biólogos del siglo XX,
puntualizó que hay cuestiones –grandes cuestiones– que «la ciencia no puede
responder y que ningún avance concebible de ella la capacitaría para responder»[1].
La ciencia es extraordinariamente buena contándonos cómo hemos llegado a estar
aquí; pero no ayuda mucho para decirnos por qué.
En este capítulo examinaré algunas perspectivas científicas y teológicas sobre la
identidad y la importancia del ser humano. La idea esencial que quiero dejar clara
es simple: necesitamos tanto la perspectiva científica como la teológica para
entender la naturaleza humana. La ciencia solo puede cumplimentar en parte
nuestra comprensión de nosotros mismos; la teología puede llevar las cosas a un
nivel nuevo, ayudándonos con las cuestiones fundamentales del sentido, la
identidad y la finalidad. Tenemos que unir las dos si queremos enriquecer la visión
de la realidad, aun cuando eso implique resolver algunas disputas fronterizas a lo
largo del camino.
Comencemos nuestro estudio examinando una explicación importante e
influyente de la naturaleza humana desde una perspectiva científica: el enfoque
expuesto por Richard Dawkins en su libro El gen egoísta (1976). Es interesante en
sí mismo y abre algunas de las grandes preguntas que necesitamos indagar en este
libro.

¿Son los seres humanos solo máquinas genéticas?

La primera vez que leí El gen egoísta fue en 1977, un año después de su
publicación. Estaba entonces trabajando con el grupo de investigación del
catedrático George Radda en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de
Oxford, intentando desarrollar nuevas técnicas para estudiar las membranas
celulares. Era un gran libro, lleno de analogías y ejemplos útiles y con un profundo
conocimiento de la literatura científica. Pronto se convirtió en la declaración
definitiva de la «visión desde el gen», una forma de pensar tanto el proceso
evolutivo como el significado de la vida que se centraba en la transmisión de los
genes[2]. Aunque me gustó el estilo elegante de Dawkins y su síntesis de un vasto
cuerpo de datos, quedé perplejo tanto por sus conclusiones como por la forma en
que usaba la ciencia para llegar a ellas. Comencemos por exponer lo que dice
Dawkins y, posteriormente, reflexionaremos críticamente sobre sus ideas.
Los seres humanos son, para Dawkins, iguales que los demás organismos vivos:
son fundamentalmente «máquinas de supervivencia programadas para propagar la
base de datos que hizo la programación»[3], es decir, el ADN, el modelo biológico
complejo que transmite información genética. El proceso de la evolución es
básicamente una competición entre genes diferentes, aunque la lucha no se
produce en el nivel del gen. Antes al contrario, la competición tiene lugar
mediante sustitutos, los «vehículos» que transportan los genes: «Un mono es una
máquina que preserva a los genes en las copas de los árboles, un pez es una
máquina que preserva a los genes en el agua; incluso existe un pequeño gusano que
preserva a los genes en la cerveza»[4]. Estas «máquinas de supervivencia de genes»
proporcionan «lo que hace falta para propagar los genes» y pueden, pues,
considerarse como «motores de propagación de genes». Dawkins distingue,
entonces, entre replicadores y vehículos, es decir, entre pequeñas unidades
genéticas («genes») y entidades de nivel más alto (en general, organismos, pero a
veces una familia de organismos genéticamente relacionados) que transmiten esos
genes a lo largo del proceso evolutivo[5].
Para Dawkins todo está determinado por nuestro ADN. Nosotros existimos para
que nuestros genes puedan transferirse a las generaciones futuras. Estos genes «se
encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la
razón última de nuestra existencia»[6]. Nos guste o no, bailamos al son del ADN,
existimos simplemente para transmitir nuestros genes: «Somos máquinas de
supervivencia, vehículos robóticos ciegamente programados para preservar las
moléculas egoístas conocidas como genes»[7].
¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza humana, sobre quiénes somos? Si bien
estoy de acuerdo con Dawkins en que transmitimos nuestra información genética
mediante la reproducción, hay mucho más que necesita decirse sobre la naturaleza
y la identidad humanas. Es solo una parte de un cuadro mucho más grande.
Dawkins está simplemente elevando un aspecto de la funcionalidad humana hasta
el punto en el que se convierte en la característica definitoria. Y puesto que tiene
claro que este aspecto de la naturaleza humana es compartido por todas las
criaturas vivas, difícilmente nos ayuda a establecer qué es, en todo caso, lo
específico de la humanidad. Es parte de lo que somos, como también es parte de lo
que son los monos, los peces y los gusanos. Pero hay mucho más que decir.
Un bioquímico respondería señalando que somos –junto con todas las demás
criaturas vivas– unidades de procesamiento metabólico. El metabolismo puede
concebirse como la suma de todos los procesos bioquímicos que tienen lugar en los
organismos vivos y producen o consumen energía. Si no podemos metabolizar, no
vivimos y no nos reproducimos[8]. Sin embargo, para la mayoría de nosotros el
metabolismo no guarda ninguna relación con la gran cuestión de la identidad
humana. Solo se convierte en un problema cuando no funciona bien y requiere la
intervención médica. No es una característica definitoria de lo humano y no puede
ser tratado como tal. Somos mucho más que un sistema metabólico. Es solo un
aspecto de nuestra identidad, no su totalidad.

Explicaciones reduccionistas de la identidad humana

Resulta fácil reducir los seres humanos a un solo aspecto de su existencia o a sus
funciones biológicas. En el fondo de la descripción científica de la evolución que
hace Dawkins se encuentra oculto un conjunto de compromisos normativos
metafísicos previos. En efecto, mi lectura de Dawkins me sugiere que hay en su
obra una tensión no resuelta entre su adhesión a dos tipos de darwinismo: una
teoría científica provisional, por un lado, y una visión del mundo universal y más
bien dogmática, por otro lado[9]. La noción de «darwinismo universal» de Dawkins
desdibuja la distinción entre ciencia y metafísica. Partiendo de sus supuestos
metafísicos, Dawkins reduce la identidad humana a la función genética. Solo
bailamos al son del ADN. Sin embargo, la teoría de la selección natural de Darwin
no exige ni ordena en sí misma tal enfoque reduccionista de la naturaleza y la
identidad humanas.
El mismo exceso de simplificación se encuentra en una afirmación un tanto
desconcertante del biólogo Francis Crick: «Tú, tus alegrías y tus penas, tus
recuerdos y ambiciones, tu sentido de la identidad personal y tu libre voluntad no
sois más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de
moléculas asociadas»[10]. Ciertamente, poseemos «un vasto conjunto de células
nerviosas y de moléculas asociadas», pero eso no es una característica que nos
defina. Hay mucho más que decir al respecto. Cuando Aristóteles declaró, como es
bien sabido, que los seres humanos eran «animales sociales», obviamente lo que
quería decir es que este era un aspecto de la identidad humana, una parte del
cuadro, pero no todo el cuadro[11]. Aristóteles era consciente de la complejidad de
la naturaleza y la existencia del ser humano. Por el contrario, Crick meramente
ofrece una perspectiva neurológica de la fisiología humana, aunque parece pensar
que ofrece una explicación total de la naturaleza humana.
Pongamos cierta claridad en todo esto. Los seres humanos están hechos de
moléculas, al igual que las demás criaturas vivas de este planeta. Tienen células
nerviosas. Transmiten información genética al reproducirse. Viven, en general, en
comunidades, no aisladamente. No tengo nada en contra de estas afirmaciones. Los
problemas comienzan cuando la identidad y el significado del ser humano se
reducen a un nivel de funcionalidad humana, habitualmente para servir a algún
programa ideológico.
El primer problema de estos enfoques es el siguiente. Los seres humanos son
enormemente complejos y se les comprende mejor teniendo en cuenta numerosos
niveles: físico, químico, biológico, psicológico, sociológico, etc. Todos estos niveles
son importantes; ninguno de ellos por separado es adecuado como descripción de lo
que somos (ya analizamos esta idea anteriormente usando el «realismo crítico» de
Roy Bhaskar: véase p. 41). Para apreciar el pleno significado de la humanidad,
necesitamos tener en cuenta e integrar todos esos niveles, es decir, no afirmar
arbitrariamente que solo uno de ellos define realmente lo que somos. En todo caso,
de existir efectivamente algo distintivo en la naturaleza humana, se encontraría en
los niveles superiores de la conciencia, no en los niveles más bajos de la
composición física y química. Dawkins y Crick simplemente ofrecen una
explicación reducida de la identidad humana que encaja convenientemente en sus
limitadas visiones del mundo. El resto de nosotros queremos y merecemos algo
mejor.
El segundo problema es más sutil. La ciencia usa acertadamente los enfoques
reduccionistas como una herramienta entre otras para estudiar un sistema. Si se
descompone un sistema en sus partes individuales, se terminará entendiendo mejor
el comportamiento de todo el sistema. Pero cuando se unen los elementos
individuales de un sistema, aparecen nuevas propiedades en el nivel del sistema
como un todo que no estaban anteriormente presentes en ninguno de sus
elementos. Este fenómeno, al que habitualmente se conoce como «emergencia», se
considera ahora como un serio problema para las formas simplistas de
reduccionismo. En un sistema, las propiedades emergen en niveles superiores que
no estaban presentes en los niveles inferiores. Lo más importante es que estas
propiedades no podían predecirse solamente partiendo de un conocimiento de los
niveles inferiores del sistema. Así pues, saber que los seres humanos están formados
por átomos y moléculas no nos dice nada de las extraordinarias capacidades que
emergen en los niveles del pensamiento y la conciencia[12].
A la ciencia se le da muy bien el estudio individual, en ambientes
escrupulosamente controlados, de cada componente de un sistema complejo.
Permite comprender cada uno de los elementos exhaustivamente. Cuando
investigaba sobre las membranas biológicas en Oxford durante la década de los 70,
a menudo me centraba totalmente en uno de sus elementos –conocidos como
«bicapas fosfolipídicas»–. Se podía estudiarlos aisladamente y calibrar su
comportamiento físico con cierta precisión. Pero al volver a unirlos con todos los
demás elementos de la membrana biológica, se comportaban de forma
completamente diferente. Interactuaban con otros elementos –como las proteínas–
de un modo muy difícil de predecir. Como señala Dennis Noble, uno de los
pioneros de la «biología de sistemas» en Oxford, un sistema cobra vida por sí
mismo. Las interacciones multiniveles introducen un grado de complejidad que no
puede predecirse en el nivel de los elementos individuales[13]. El reduccionismo,
simplemente, no funciona como principio explicativo porque las unidades
elementales se comportan de un modo aisladamente y de otro cuando se integran
en un sistema.
Hay otro detalle importante que debe tenerse en cuenta. Una de las capacidades
más notables de los seres humanos es su capacidad para influir en su propio
desarrollo evolutivo. Es un tema importante que necesita un examen más detenido.
Los seres humanos y el proceso evolutivo

Regresemos a Dawkins y a su fascinante explicación de la identidad humana


expuesta en El gen egoísta. En este libro los seres humanos, como los demás
animales, son presentados como seres formados por sus «genes egoístas». Los genes
son responsables de nuestra identidad y le dan forma. Sin embargo, en una serie de
declaraciones impresionantes, hacia el final del libro, Dawkins describe un aspecto
fundamental en el que cree que los seres humanos, y solo los seres humanos, son
diferentes: podemos «desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento». Una vez
que entendemos cómo estos genes egoístas nos predisponen a ciertos patrones de
comportamiento y creencias, podemos oponernos a ellos y subvertirlos: «Nosotros,
solo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores
egoístas»[14].
Algunos críticos de Dawkins percibieron aquí una incoherencia fundamental y
que esta afirmación de la capacidad humana de oponerse a la influencia oculta de
nuestros genes no encaja con los argumentos expuestos anteriormente en la obra.
No obstante, Dawkins aseveraba con contundencia que los seres humanos, debido a
su capacidad de comprender cómo funciona la evolución, eran capaces de diseñar
estrategias de oposición a la predeterminación genética de las posibilidades
humanas. Es categórico cuando afirma que los seres humanos pueden rebelarse
contra tal tiranía genética[15]. Aunque se consideraba un «darwiniano apasionado»,
esto no lo llevó a confabularse con la tiranía de los genes que la biología evolutiva –
o al menos la «visión del gen»– revelaba; antes al contrario, le dio las herramientas
que necesitaba para resistirse a ella. Dawkins sugirió que era como un oncólogo
cuya especialidad era estudiar el cáncer y cuya vocación era combatirlo.
Solo los seres humanos han evolucionado hasta el punto de ser capaces de
rebelarse precisamente contra el proceso que les trajo a la vida –¿y reorientarlo?–.
Pese a la semejanza biológica entre ellos y otras especies, existe algo
fundamentalmente diferente en los seres humanos. Dawkins se opone así a quienes
sostienen que los seres humanos están definidos y limitados por su herencia
biológica. Jared Diamond, por ejemplo, reduce la distancia biológica entre los seres
humanos y otros homínidos: «Un zoólogo del espacio exterior no albergaría la
menor duda al clasificarnos como la tercera especie de los chimpancés»[16]. Un
genetista podría ser algo más cauteloso al respecto, notando que el Homo sapiens y
el Pan troglodytes compartieron un antepasado común hace entre cinco y siete
millones de años[17]. Tanto Dawkins como yo podríamos decirle en broma a
Diamond que los chimpancés, que sepamos, no han llegado a entender la
naturaleza del proceso evolutivo ni han diseñado estrategias para influir en él o
reorientarlo.
Es verdad que compartimos el 98,4 % de nuestro ADN con los chimpancés.
Pero es un disparate afirmar que somos chimpancés en un 98,4 %. Un enfoque con
más fundamento sugeriría que el 1,6 % restante puede ayudar a explicar por qué
nuestro desarrollo ha sido tan notablemente diferente del de los chimpancés[18].
Incluso los plátanos comparten un 50 % del ADN humano. Algunos divulgadores
han sacado la ridícula conclusión de que somos un 98,4 % chimpancés y un 50 %
plátanos. Es sencillamente absurdo. Somos totalmente humanos y únicos, y nuestro
ADN codifica tanto lo que tenemos en común con otras plantas y especies animales
como también esa distinción fundamental.
La tendencia actual en antropología subraya que los seres humanos son «ex-
simios» que se desarrollaron mucho más que otros homínidos gracias al fenómeno
de la evolución cultural, en particular al desarrollo de la tecnología. Imaginar que
la naturaleza humana puede definirse, reductivamente, en función de nuestra
ascendencia evolutiva es negar tanto la evolución biológica como, lo que es más
importante aún, la evolución cultural: «Hemos estado coevolucionando con la
tecnología durante más de 2,5 millones de años; sin duda, la selección natural nos
ha adaptado a ella tanto como la selección cultural la ha adaptado a nosotros»[19].
Hacemos bien en sospechar de las explicaciones reduccionistas del ser humano,
que a menudo ocultan intereses sociales, políticos o ideológicos. Necesitamos un
relato enriquecido de la identidad humana que no niegue ninguna explicación
científica verdadera de la naturaleza humana y que a la vez busque completarla por
las vías que no son accesibles al método empírico. Exploraremos en la sección
siguiente las implicaciones de un importante descubrimiento de la investigación
científica sobre los seres humanos, a saber, que progresamos cuando somos capaces
de discernir un sentido en el mundo y en nuestra vida.

Un sello distintivo de la naturaleza humana: la búsqueda de sentido

Existe un importante cuerpo de investigaciones que muestra que el reconocimiento


de un sentido en la vida constituye una contribución importante a la salud y al
bienestar[20]. Por sí mismo, este dato no significa que la búsqueda de sentido sea
acertada ni que exista un sentido correcto que pueda ser descubierto. Sin embargo,
está claro que es natural y humano querer encontrar un sentido en la vida, y que el
discernimiento de ese sentido aporta estabilidad a nuestra vida. Sin embargo, la
noción de sentido no es empírica; es decir, no es algo que pueda leerse en la
superficie del mundo material. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento
describe a veces la sabiduría como algo que está escondido bajo la superficie de la
tierra. Debe ser «extraída», atravesando el mundo de las apariencias superficiales
para encontrar debajo sus estructuras más profundas[21].
Así pues, es un descubrimiento empírico: los humanos perciben la noción de
sentido, que no es empírica, como algo importante[22]. No está claro por qué es así;
los intentos de localizar o explicar su aparición en nuestro pasado evolutivo son
interesantes, pero un tanto especulativos[23]. El filósofo José Ortega y Gasset
afirmaba que necesitamos una «perspectiva íntegra del universo» si queremos
prosperar como seres humanos[24]. Lo que quería decir es que los seres humanos se
desarrollan gracias a las imágenes generales –formas de ver el mundo que les
ayudan a construir sentido, valor e identidad en la vida–.
Algunas de estas imágenes generales son religiosas; otras no. Sin embargo, no
cabe duda de que la religión es considerada como una de las fuentes principales de
sentido en la vida. La religión, con su fuerte sentimiento de arraigo y su
transmisión de sentido, hace mucho más que ayudar a la gente a dar sentido a su
mundo: le proporciona un marco que crea resiliencia, capacitándola para afrontar
la adversidad[25]. Algunos especialistas sostienen que la religión nace de la
necesidad humana de comprender los problemas más profundos de la existencia;
otros sugieren que es mejor entenderla como un sistema de creencias que
proporciona vías para comprender y afrontar el sufrimiento y la pérdida.
Si, como la evidencia empírica sugiere, el sentido se ve como algo importante
para los individuos, y si las ciencias naturales son incapaces de descubrirlo, es
evidente que muchos científicos, ya que son seres humanos, querrán encontrar un
modo de enriquecer o complementar un modo científico de ver las cosas con otro
capaz de descubrir el sentido.
La investigación empírica muestra que el único «aspecto» o «nivel» de la
naturaleza humana es la búsqueda de sentido y que la culminación de esta
búsqueda es fundamental para el bienestar humano. También ayuda a entender por
qué los sucesos traumáticos –como la enfermedad o el duelo– pueden ser tan
devastadores para las personas, pues esos sucesos, ya desagradables por sí mismos,
pueden poner en cuestión el sistema de creencias y el sentido que a un individuo le
parecía previamente fiable y seguro[26].
No obstante, la función de la teología cristiana en esta cuestión no es solamente
expresar un marco cristiano de sentido, sino ofrecer una explicación de por qué es
importante el sentido para nosotros. Esto se expone tradicionalmente recurriendo a
la idea de la «imagen de Dios», en la que nos centramos ahora.

Humanidad e imagen de Dios

Un tema común en muchas obras cristianas es que poseemos un anhelo inherente


de Dios. Esta querencia de Dios se mantiene presente en nosotros a pesar de que
intentemos suprimirla o explicarla como un vestigio irracional de nuestro pasado
evolutivo. Es una idea que se expresa de muchos modos, como la del abismo
insondable que solo Dios puede llenar, de Pascal, o la imagen, menos conocida, del
poeta Francis Quarle (1592-1644) que compara el alma a una aguja imantada
constantemente atraída hacia el polo norte de Dios:
«Como la aguja del Ártico, que guía la sombra errante por su poder
magnético»[27].

Dios, sugiere Quarle, es como un «imán», una piedra imantada naturalmente


que atrae los metales (incluida la aguja de la brújula) hacia sí. Estamos hechos de tal
modo que somos atraídos hacia Dios, para que podamos encontrar el camino a
casa[28].
Esta metáfora adquiere expresión formal en el concepto de «imagen de Dios». Se
trata de una idea importante que recoge algunos temas encontrados en el relato de
la creación del Génesis[29]. En el texto genesiaco se dice que los hombres y las
mujeres llevan en sí la «imagen de Dios» (Gn 1,27). Es un tema importante, dada la
nueva orientación determinante que toma en el Nuevo Testamento, donde se dice
que Jesucristo es la «imagen del Dios invisible» (Colosenses 1,15). ¿Qué significado
tiene llevar la imagen de Dios? Examinemos tres modos de entenderlo.
J. R. R. Tolkien entendía la imagen de Dios como una especie de patrón
imaginativo que daba forma a las historias que contamos sobre el mundo o nosotros
mismos. En su poema Mythopoeia (1931) sostenía que los seres humanos son
cocreadores con Dios y crean sus mundos imaginados según un patrón dado por
Dios. Puesto que la humanidad fue creada a imagen de Dios, la capacidad de crear
historias que en cierta manera reflejan la racionalidad divina se mantuvo en la
humanidad pese a la caída: «La fantasía sigue siendo un derecho humano: creamos a
nuestra medida y de forma delegada, porque hemos sido creados; pero no solo
creados, sino creados a imagen y semejanza de un Creador»[30]. Las historias que
contamos insinúan la presencia y naturaleza de Dios. Tolkien usó este marco para
exponer su visión de que los mitos paganos daban unas vagas pistas de la fe
cristiana, ofreciendo «un destello o eco lejanos del evangelium en el mundo
real»[31].
Una segunda forma de entender la imagen de Dios se encuentra en muchos
escritores del período patrístico, como Agustín de Hipona. El argumento en este
caso es que Dios creó y dio forma a los procesos de razonamiento humano para que
nos dirigieran –aunque no nos lleven por todo el camino– a Dios.
«La imagen del creador se encuentra en el alma racional o intelectual de la
humanidad […] [El alma humana] fue creada según la imagen de Dios para que
pueda usar la razón y el intelecto y aprehender y contemplar así a Dios»[32].

Afirmar que llevamos la imagen de Dios indica, así, algún tipo de resonancia o
concordancia entre la racionalidad divina y la humana. Porque llevamos la imagen
de Dios, podemos discernir la obra de Dios en el orden creado. Esta idea teológica
da cierto sentido al sorprendente grado de armonía existente entre las estructuras
del mundo y la razón humana, particularmente evidente en la irrazonable
capacidad de la matemática para describir tan bien el mundo.
Un tercer modo de entender la noción de la imagen de Dios es considerar que
expone la capacidad creada de la humanidad para relacionarse con Dios. Los seres
humanos solo alcanzan su verdadera identidad, meta y sentido cuando se
relacionan con Dios. Es un tema destacado en algunos de los escritos de C. S. Lewis,
en los que habla de una sensación profunda de vacío e insatisfacción presente en la
naturaleza humana que es, en realidad, un anhelo no reconocido de Dios[33]. Esta
experiencia de deseo, para Lewis, muestra que tenemos «una raíz en lo
Absoluto»[34].
Son todos temas interesantes en sí mismos. No obstante, han recibido una
dimensión nueva y fascinante mediante el reciente trabajo en el campo de la
ciencia cognitiva de la religión, que ahora exploraremos detalladamente.

La ciencia cognitiva de la religión


El término ciencia cognitiva de la religión, propuesto por el psicólogo Justin L.
Barrett, ha venido a designar unos enfoques del estudio de la religión que aplican
las teorías de las ciencias cognitivas a la cuestión de por qué el pensamiento y la
acción religiosos son tan comunes en los seres humanos. Dejando a un lado las
cuestiones metafísicas de la religión, lo que se observa como «religión» puede
considerarse como una compleja amalgama de fenómenos esencialmente humanos
que son comunicados y regulados por la percepción y la cognición humanas[35].
Mientras que algunos han destacado la importancia de los aspectos culturales de la
fe, la ciencia cognitiva de la religión sostiene que los procesos funcionales básicos
de las mentes humanas son los mismos, independientemente de su ambiente
cultural.
La religión es tratada en este campo como un fenómeno natural que emerge
mediante, no a pesar de, los modos humanos de pensar. Esto constituye un
importante desafío a algunas formas de evaluar la religión, a menudo inspiradas en
el racionalismo de la Ilustración, que sostenían que la religión surgía por la
suspensión de las normales facultades racionales y críticas del ser humano.
Mientras que en el pasado se argumentaba que las creencias religiosas representan
ideas antinaturales impuestas a los seres humanos mediante la presión social, la
ciencia cognitiva de la religión sugiere que existen predisposiciones naturales a
creer en seres divinos. Esto no implica necesariamente el monoteísmo, por
supuesto[36]; no obstante, insinúa una predisposición esencialmente teísta de la
humanidad.
Así pues, ¿cómo podría responder la teología cristiana a la sugerencia de que
estamos predispuestos a tener ideas religiosas? Para muchos teólogos, se trata
sencillamente de una redescripción científica de lo que desde hace tiempo se cree
teológicamente verdadero. La idea de que la humanidad tiende a la búsqueda de
Dios está profundamente inserta en muchas tradiciones teológicas. La máxima
bíblica de que Dios «ha puesto la eternidad en nuestros corazones» (Eclesiastés
3,13) es un modo de expresarla. Otros podrían remitir a la célebre oración de
Agustín de Hipona: «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en ti»[37]. Claramente, hay aquí posibilidades fascinantes para una
exploración más exhaustiva.
Tenemos que subrayar otro aspecto. La ciencia y la fe pueden proporcionarnos
mapas de la identidad humana diferentes pero, en el fondo, complementarios. Y
necesitamos ambos si queremos desarrollarnos como seres humanos y llevar vidas
plenas y con sentido. Esto no justifica nuestra necesidad de sentido, pero la hace
humana. Tanto la ciencia como la fe son propensas a exagerar sus capacidades. La
religión no puede decirnos qué distancia hay hasta la estrella más cercana, y la
ciencia no puede decirnos cuál es el sentido de la vida. Pero cada una forma parte
de un cuadro más grande, y empobrecemos nuestra visión de la vida y la calidad de
nuestra vida como seres humanos si excluimos una o ambas.
Por esta razón tenemos que cuestionar a los que usan el término humanismo
para referirse a un modo antirreligioso de pensar y vivir. No tengo problema en que
lo llamen «humanismo secular». Pero el «humanismo» es todo cuanto nos da
identidad y sentido como seres humanos. Si la ciencia cognitiva de la religión está
en lo cierto, y es natural ser religioso, ¿cómo puede alguien usar el término
humanismo para designar una perspectiva necesariamente antirreligiosa o secular?
Es el momento de señalar que el «humanismo secular» necesita llamarse como
lo que es en realidad. Toda forma de humanismo se basa, en definitiva, en una
interpretación de lo que es realmente la naturaleza humana, incluyendo los
anhelos, deseos y aspiraciones que son naturalmente humanos. Un humanista
cristiano declara que la humanidad encuentra su fin verdadero al descubrir a Dios.
Un humanista secular afirma que la humanidad encuentra su fin verdadero
rechazando a Dios. Pero sostener que el «humanismo» es necesariamente
«humanismo secular» es injustificable. La palabra humanista no tenía tales
connotaciones o asociaciones ateas o antirreligiosas en el Renacimiento;
aparecieron en el siglo XX, cuando escritores como Paul Kurtz (1925-2012)
pusieron en marcha una reorientación fundamental del movimiento humanista
dándole una dirección más agresivamente antirreligiosa. Seguramente es hora de
seguir adelante. El humanismo cristiano está vivo y goza de buena salud, aunque el
humanismo secular afirme que no existe ni puede existir.
¿Qué luz arroja la ciencia cognitiva de la religión sobre el diálogo entre ciencia
y teología? Hay buenas razones para pensar que esta nueva disciplina puede ayudar
a clarificar dicha relación. En un importante estudio, Robert N. McCauley, de la
Universidad de Emory, sostiene que, si bien la creencia religiosa es natural, la
teología no lo es. McCauley argumenta que una creencia o acción se ha de
considerar «natural» cuando es «familiar, obvia, evidente, intuitiva, o sostenida o
hecha sin reflexión», es decir, «cuando parece parte del curso normal de los
sucesos»[38].
La creencia en Dios o en seres sobrenaturales parece, comenta McCauley,
totalmente natural. Sin embargo, hace una observación importante, a saber, que el
modo de pensar que surge cuando se trata de dar explicaciones detalladas de lo que
se cree acerca de esos seres sobrenaturales parece a menudo muy poco natural. Una
creencia básica en Dios o en una entidad divina es mucho más natural que las
descripciones teológicas que surgen de esa creencia. Dicho de otro modo, la
actividad tradicionalmente conocida como «teología sistemática» parece
relativamente no natural, puesto que implica dar una serie de pasos
contraintuitivos. La doctrina de la Trinidad (véanse pp. 188-192) sería un buen
ejemplo de creencia contraintuitiva o «antinatural» que se opone a la muy natural
creencia en la entidad divina.
Para McCauley, tanto las ciencias naturales como la teología cristiana
representan modos de pensar que están al menos un paso por detrás de los hábitos
de pensamiento cotidianos y naturales propios de la religión. Este argumento sería
también defendido, aunque por razones algo diferentes, por Thomas F. Torrance
(véanse pp. 72-116), que ponía de relieve la singularidad de la visión cristiana de la
realidad subrayando sus raíces en la Trinidad y la encarnación en vez de afirmando
el carácter «religioso» de la fe cristiana.
Ahora bien, ¿cómo se origina esta propensión natural a la creencia religiosa?
Nadie lo sabe, por lo que es imposible ofrecer una respuesta científica. No obstante,
algunos estudios sugieren que debe verse como un accidente o subproducto del
proceso evolutivo, ya que la evolución no seleccionó que la gente creyera en un
Dios o dioses. Por lo tanto, las creencias religiosas pueden considerarse como un
resultado accidental, con la consecuencia de que se las desacredita por esa razón[39].
Pero no es tan simple. Como señala Justin Barrett, este tipo de argumento
desacredita a la ciencia tan efectivamente como desacredita a la religión, si es que
llega a desacreditarla[40]. Este enfoque despliega lo que Barrett denomina una
«tendencia suicida», pues, de estar en lo cierto, se refuta a sí mismo. Nuestras ideas
modernas sobre la ciencia natural y la matemática surgieron muy tarde en nuestra
historia para haber tenido una función en la selección natural de los seres
humanos. La evolución no seleccionó el cálculo, la teoría cuántica ni siquiera la
teoría de la selección natural. Como observa Barrett, la validez del cálculo o la
teoría cuántica no se desacredita porque sean accidentes o subproductos de la
evolución.
Sin embargo, el verdadero interés teológico de la ciencia cognitiva de la religión
reside en la idea de que los procesos cognitivos humanos naturales parecen
predispuestos a una creencia generalizada en los dioses. Esto, por supuesto, no
prueba nada, pero es coherente con la idea cristiana de que la humanidad lleva la
imagen de Dios y posee así una propensión innata a buscar a Dios o a experimentar
una sensación de anhelo por Dios, aun cuando no se reconozca como lo que
realmente es. No debemos mezclar o confundir un relato científico sobre los
mecanismos cognitivos humanos con el relato teológico sobre la imagen de Dios.
No obstante, está claro que es posible un enriquecimiento conceptual, con algunos
resultados potencialmente iluminadores; lo cual, ciertamente, es uno de los temas
fundamentales de este libro.
Estas observaciones nos llevan a lo que muchos consideran como uno de los
instintos humanos más importantes y profundamente impresos: la intuición de que
el mundo natural apunta más allá de sí mismo, hacia Dios. En el último capítulo
abordaremos algunos de los temas clásicos de la teología natural.

[1] Peter MEDAWAR, The Limits of Science, Oxford University Press, Oxford 1987, 66 [trad. esp.:
Los límites de la ciencia, FCE, México 1988].
[2] Para una explicación detallada de los orígenes y temas esenciales de este libro y de su
evaluación por los biólogos evolutivos del momento, véase Alister E. MCGRATH, Dawkins’ God:
From the Selfish Gene to the God Delusion, Wiley-Blackwell, Oxford 20152, 32-56.
[3] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 19
[trad. esp., 21].
[4] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 21 [trad. esp., 31].
[5] Richard DAWKINS, «Replicators and Vehicles», en King’s College Sociobiology Group (ed.),
Current Problems in Sociobiology, Cambridge University Press, Cambridge 1982, 45-64.
[6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, 21.
[7] Ibid., xxi.
[8] Sobre este punto y sus consecuencias más amplias, véase Giovanni BONIOLO, «The Ontogenesis
of Human Identity», en Anthony O’Hear (ed.), Philosophy, Biology, and Life, Cambridge
University Press, Cambridge 2005, 49-82.
[9] Sobre esto, véase Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and
Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 32-40; John COTTINGHAM, «The Meaning of
Life and Darwinism»: Environmental Values 3 (2011), 299-308.
[10] Francis CRICK, The Astonishing Hypothesis: The Scientific Search for the Soul, Simon &
Schuster, London 1994, 3 [trad. esp.: La búsqueda científica del alma, Debate, Barcelona 20035,
3].
[11] ARISTÓTELES, Política, 1253a. Esta expresión se traduce a veces por «animal político». Sin
embargo, Aristóteles usa el adjetivo griego politikós, que significa «perteneciente o relativo a la
pólis», es decir, a la comunidad o la sociedad.
[12] Véase por ejemplo Claus EMMECHE, Simo KOPPE y Frederick STJERNFELT, «Explaining
Emergence: Towards an Ontology of Levels»: Journal for General Philosophy of Science 1
(1997), 83-119; Philip CLAYTON, «The Emergence of Spirit: From Complexity to Anthropology
to Theology»: Theology and Science 3 (2006), 291-307.
[13] Dennis NOBLE, «Biophysics and Systems Biology»: Philosophical Transactions of the Royal
Society A 368, 1914 (2010), 1125-1139.
[14] DAWKINS, The Selfish Gene, 200-201. La primera edición (1976) terminaba aquí; en la segunda
edición (1989) se añadieron dos capítulos más.
[15] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld & Nicholson, 2003, 10-
11 [trad. esp., 8].
[16] Jared M. DIAMOND, The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal,
HarperCollins, New York 1992, 2 [trad. esp.: El tercer chimpancé: Origen y futuro del animal
humano, Siruela, Madrid 2015, 2].
[17] Véase por ejemplo Ajit VARKI y Tasha K. ALTHEIDE, «Comparing the Human and Chimpanzee
Genomes: Searching for Needles in a Haystack»: Genome Research 15 (2005), 1746-1758.
[18] Jeremy TAYLOR, Not a Chimp: The Hunt to Find the Genes That Make Us Human, Oxford
University Press, Oxford 2009.
[19] Jonathan MARKS, «The Biological Myth of Human Evolution»: Contemporary Social Science 2
(2012), 139-165.
[20] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect
and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584.
[21] Por ejemplo, véase Job 28. Esto no significa que la sabiduría se encuentre físicamente localizada
en un lugar determinado; meramente pone de relieve la necesidad de discernir y de dedicarse a
encontrarla, como también la de evitar lecturas «superficiales» de la naturaleza.
[22] Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER, «Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth’, en
Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze (eds.), Meaning in Positive and Existential
Psychology, Springer, New York 2014, 25-38.
[23] Eric KLINGER, «The Search for Meaning in Evolutionary Perspective and Its Clinical
Implications», en P. T. P. Wong y P. S. Fry (eds.), The Human Quest for Meaning: A Handbook
of Psychological Research and Clinical Applications, Erlbaum, Mahwah 1998, 27-50.
[24] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del estado»: Citius, Altius, Fortius 1-4 (1967), 259-
276; cita en p. 260.
[25] Crystal L. PARK, «Religion as a Meaning-Making Framework in Coping with Life Stress»:
Journal of Social Issues 4 (2005), 707-729.
[26] Para un importante estudio de este tema, véase Joanna COLLICUTT MCGRATH, «Post-Traumatic
Growth and the Origins of Early Christianity»: Mental Health, Religion and Culture 3 (2006),
291-306.
[27] Francis QUARLE, Emblems, Hogg, London 1778, 202.
[28] Véase John HALDANE, «Philosophy, the Restless Heart, and the Meaning of Theism»: Ratio 4
(2006), 421-440.
[29] Véase Colin GUNTON, «Trinity, Ontology and Anthropology: Towards a Renewal of the
Doctrine of Imago Dei», en Christoph Schwöbel y Colin Gunton (eds.), Persons Divine and
Human: King’s College Essays in Theological Anthropology, T. & T. Clark, Edinburgh 1991,
47-64; Daniel K. MILLER, «Responsible Relationship: Imago Dei and the Moral Distinction
between Humans and Other Animals»: International Journal of Systematic Theology 3 (2011),
329-339.
[30] J. R. R. TOLKIEN, Tree and Leaf, HarperCollins, London 2001, 56 [trad. esp.: Árbol y hoja,
Minotauro, Barcelona 2002].
[31] TOLKIEN, Tree and Leaf, 71. Véase también Verlyn FLIEGER, Splintered Light: Logos and
Language in Tolkien’s World, Kent State University, Kent 2002.
[32] AGUSTÍN DE HIPONA, De Trinitate, XVI. iv.6.
[33] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual
World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128.
[34] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 258.
[35] Obras fundamentales en este campo son las de Pascal BOYER, Religion Explained: The
Evolutionary Origins of Religious Thought, Basic Books, New York 2001, y Justin L. BARRETT,
Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham2004.
[36] Véase Jonathan JONG, Christopher KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the
Philosophical Implications of the Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für
systematische Theologie und Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266.
[37] AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, I.1.1.
[38] Robert N. MCCAULEY, «The Naturalness of Religion and the Unnaturalness of Science», en F.
Kell y R. Wilson, Explanation and Cognition, MIT Press, Cambridge 2000, 61-85.
[39] Este enfoque se encuentra en Daniel C. DENNETT, Breaking the Spell: Religion as a Natural
Phenomenon, Viking Penguin, New York 2006 [trad. esp.: Romper el hechizo: La religión
como un fenómeno natural, Katz, Madrid 2007].
[40] Justin L. BARRETT, «Is the Spell Really Broken? Bio-Psychological Explanations of Religion and
Theistic Belief»: Theology and Science 1 (2007), 57-72.
10
Teología natural: la conexión entre ciencia y teología

«Los cielos proclaman la gloria de Dios» (Salmo 19,1). En su sentido más general, el
término teología natural se usa para referirse al posible vínculo entre el mundo
natural y un ámbito trascendente; o, para usar un lenguaje más específicamente
cristiano, entre el orden creado y el creador[1]. Es una intuición profundamente
humana, compartida por artistas y científicos. G. K. Chesterton fue uno de tantos
que pusieron de relieve cómo la imaginación humana llega más allá de los límites
de la razón, corriendo tras una realidad medio vislumbrada que parece hallarse
allende el umbral de nuestra experiencia. «Todo artista de verdad», decía
Chesterton, siente «que toca verdades trascendentales; que sus imágenes son
sombras de cosas vistas a través del velo»[2].
La teología nunca ha dejado de atraer profundamente a la imaginación humana.
Muchos la ven como quizá el punto de contacto más apropiado y obvio entre la
teología cristiana y las ciencias naturales. Después de todo, la sensación de asombro
suscitada por la inmensidad y la belleza de la naturaleza puede actuar de vía de
acceso tanto a las ciencias naturales como a la fe religiosa[3]. ¿Podrían compartir sus
perspectivas y llegar así a una comprensión más profunda y enriquecida de nuestro
extraño universo? Quizá la belleza y el prodigio del mundo natural puedan apuntar
a un orden más profundo de la realidad, aunque este sea solo parcialmente
vislumbrado, más que totalmente comprendido.
Los ateos dogmáticos ridiculizarían la idea de que la naturaleza remita a Dios.
Puesto que Dios no existe, la teología natural entera es inútil. Ahora bien, las
teorías intensifican nuestra atención a algunas cosas. Sin embargo, a veces nos
impiden ver otras cosas, precisamente porque la teoría nos dice que ahí no puede
haber nada que ver. La gente solía pensar que no había planetas más allá de
Saturno. El descubrimiento del planeta Urano a finales del siglo XVIII cambió
nuestra visión del Sistema Solar. Sin embargo, un examen de antiguos mapas
estelares –como los dibujados por John Flamsteed (1646-1719)– mostró que Urano
ya había sido observado mucho antes de su «descubrimiento», pero se pensó que era
una estrella fija[4]. ¿Por qué? Porque las teorías dominantes sostenían que no había
planetas más allá de los ya conocidos. La evidencia de un nuevo planeta estaba ahí;
pero los observadores de aquella época estaban cegados por sus prejuicios teóricos.
De igual modo, el mundo está salpicado de pistas y señales de la presencia de Dios;
sin embargo, quienes sostienen una visión dogmática del mundo que les dice que
no es posible que exista un Dios las pasan por alto, simplemente.

La diversidad de la teología natural

Como hemos comentado anteriormente, la teología natural se ha entendido de


varias maneras. En la tradición teológica occidental han aparecido una serie de
concepciones de ella muy diferentes entre sí[5]. Está fuera del alcance de este
capítulo resolver el debate sobre el modo «correcto» de entender la teología
natural[6]. Para nuestros objetivos, concebimos la teología natural, sencillamente,
como una creencia justificada o motivada en que es posible establecer una conexión
entre el mundo natural que observamos y experimentamos y un mundo
trascendente que puede interrelacionarse con el primero, pero no identificarse con
él. Desde la perspectiva cristiana, esta realidad se expresa principalmente afirmando
la existencia de un orden creado que se hace eco de la belleza y la sabiduría de su
creador, el «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Corintios 1,3; Efesios 1,3;
1 Pedro 1,3).
Por razones culturales, desde el siglo XVIII se ha impuesto un modo de
entender la teología natural. Según esta concepción, la teología natural es un
intento de demostrar la existencia o el carácter de Dios recurriendo al orden o la
belleza del mundo natural, sin dar por sentado ningún supuesto o creencia religiosa
ni apoyarse en ellos. A veces, a esta forma de teología natural se la conoce como
«físico-teología» (del griego phýsis, «naturaleza»)[7].
Por teología natural se entiende aquí una defensa de la existencia de Dios
basada en la regularidad y la complejidad del mundo natural. Esta forma surgió en
un contexto histórico específico y está determinada por las inquietudes de esa
época –la llamada «edad augusta» en Inglaterra, que en general se fecha entre 1690
y 1744–. Fue un período de creciente estabilidad política, cuya cultura intelectual
se vio influida por el rápido desarrollo de la Revolución Científica en la que las
teorías del movimiento de Newton estaban teniendo un éxito extraordinario en su
explicación de los fenómenos observados. Las mismas fuerzas que hacían caer una
manzana a la tierra –por cierto, la historia de Newton y la caída de la manzana
puede haber sido un tanto maquillada– también hacían que los planetas giraran en
torno al Sol.
Muchos vieron en esto una oportunidad para unir las dimensiones explicativas
de la fe cristiana con el creciente interés por las ciencias naturales que existía en la
Inglaterra de finales del siglo XVII y del siglo XVIII[8]. Sin embargo, muchos
historiadores ven otro factor en el fondo de estos acontecimientos. Los desacuerdos
religiosos entre católicos, luteranos y calvinistas habían provocado un enorme daño
social y económico. Europa Occidental estaba aún recuperándose de los estragos de
la guerra de los Treinta Años (1618-1648). Además, Inglaterra había sufrido su
propia «guerra de religión» durante el siglo XVII. Aunque la guerra civil inglesa
estuvo determinada por factores tanto políticos como religiosos, muchos quedaron
horrorizados por el caos que siguió a la ejecución de Carlos I (1649) y la
instauración de la Commonwealth puritana (1649-1660). Con la restauración de la
monarquía en 1662, pareció restaurarse también la estabilidad. No es difícil ver por
qué muchos querían que todo se mantuviera en orden. Comenzó a producirse un
cambio sutil, a saber, las preocupaciones religiosas se desplazaron de la cuestión
altamente disgregadora de cómo interpretar la Biblia a la cuestión más fecunda de
cómo la belleza y la regularidad de la naturaleza podían ratificar las características
básicas de lo que el escritor puritano Richard Baxter (1615-1691) describió
entonces como «mero cristianismo», frase retomada por C. S. Lewis en el siglo XX.
La «físico-teología» surgió así como un modo de alentar la investigación
científica en una cultura persistentemente religiosa y de afirmar la religión en una
cultura cada vez más científica. Su énfasis en la transparencia racional de la
naturaleza y la facilidad con la que esta se correspondía con el mapa cristiano de
sentido parecían evitar las grandes controversias teológicas de la época, alentando
al mismo tiempo el surgimiento de las ciencias naturales. En su apogeo a comienzos
del siglo XVIII, se consideraba a la físico-teología como la disciplina que descubría
y proclamaba la armonía fundamental del universo, basada en las «leyes de la
naturaleza» establecidas por un creador benevolente. A menudo se usaba la
metáfora de la «danza» para resaltar la elegancia y el orden de este movimiento
cósmico[9].
Una de las más conocidas declaraciones de esta visión de un universo en
armonía se encuentra en la famosa «Ode» de Joseph Addison, que se abrió camino
en muchos himnarios cristianos[10]. Tiene la forma de un comentario ampliado del
Salmo 19,1, y afirma que las regularidades del mundo natural proclaman la
sabiduría y la racionalidad de su creador[11]. Para Addison (1672-1719), las
regularidades del movimiento del Sol, la Luna y los planetas eran una
manifestación públicamente accesible de la presencia divina en un universo
ordenado por Dios:
«Th’unwearied Sun, from day to day,
Does his Creator’s power display,
And publishes to every land
The work of an Almighty Hand».

La razón humana es capaz de discernir esta regularidad y expresarla


matemáticamente. Para Addison y sus contemporáneos, la racionalidad y la
elegancia de esta visión de la armonía cósmica eran una confirmación de la
actividad de Dios en la creación.
«In Reason’s ear they all rejoice,
And utter forth a glorious voice,
For ever singing, as they shine,
“The Hand that made us is Divine”»[12].

Este enfoque de la teología natural continúa siendo importante. Es evocado en


la tradición de los «dos libros», de principios del Renacimiento, que se refería a
Dios como «autor» de dos libros: el «libro de la naturaleza» y el «libro de la
Escritura»[13]. Aunque la metáfora de los «dos libros» se acuñó en el Renacimiento,
sus orígenes se remontan a períodos anteriores. El teólogo escolástico Hugo de San
Víctor (ca. 1096-1141), por ejemplo, se refería al «mundo totalmente visible» como
«un libro escrito por el dedo de Dios». Estos dos libros se consideraban diferentes
pero, en definitiva, complementarios. El lector de ambos libros tenía así una visión
ampliada y enriquecida del mundo negada a quienes solo leyeran uno de ellos[14].
Sin embargo, la teología natural puede entenderse de otras formas. Por ejemplo,
podría considerarse como la expresión intelectual de la tendencia natural de la
mente humana hacia Dios o al deseo de Dios. Este enfoque se fundamenta en la
idea de un «deseo natural de ver a Dios» desarrollada por Tomás de Aquino[15],
aunque los avances más recientes de la ciencia cognitiva de la religión han abierto
modos alternativos de desarrollar el tema, dada la tendencia natural de los procesos
cognitivos humanos a alguna forma de creencia teísta generalizada (véanse pp. 233-
237)[16]. Si bien la ciencia cognitiva de la religión no explica realmente el tipo de
monoteísmo que encontramos en el cristianismo, nos ayuda a ver por qué puede ser
tan relevante para las personas la categoría general de lo «divino».

Una teología natural cristiana

¿Existe entonces un enfoque específicamente cristiano de la teología natural?


¿Suscita la tradición cristiana un modo peculiar de comprender el lugar, la finalidad
y el alcance de la teología natural? Yo creo que sí. En décadas recientes ha
aumentado cada vez más la conciencia de que la observación está «cargada de
teoría». No simplemente miramos la naturaleza, sino que la vemos a través de unas
gafas teóricas que dan forma a lo que vemos[17]. No «vemos» simplemente la
naturaleza, sino que la vemos como algo: por ejemplo, como creación de Dios o
como algo carente de sentido y valor. La teoría que aplicamos al observar la
naturaleza configura lo que vemos. El filósofo inglés de la ciencia William
Whewell, de quien hablamos en el capítulo 6, lo decía claramente cuando se
oponía a una noción ingenua de «naturaleza» o de «lo natural». Existe, afirmaba
Whewell, «una máscara de teoría que cubre todo el rostro de la naturaleza»[18]. Por
tanto, ¿cuál de esas «máscaras» es la mejor? ¿Qué modo de contemplar la naturaleza
pone al descubierto todo su significado?
Desde una perspectiva cristiana, la teología natural puede entenderse
principalmente como una «teología de la naturaleza», es decir, como una
concepción cristiana del mundo natural que refleja las ideas esenciales de la fe
cristiana[19]. La theōría cristiana ofrece un modo de ver el mundo que nos permite
comprenderlo y apreciarlo[20]. La reflexión avanza desde la tradición cristiana hacia
la naturaleza, no al revés. Esta teología de la naturaleza es expresada a menudo
particularmente en relación con la doctrina de la creación, que es un modo
importante de pensar en la teología natural. La teología cristiana proporciona, en
este sentido, un marco interpretativo mediante el que la naturaleza puede verse en
profundidad y con sentido. La red de la teología cristiana es, así, como la legendaria
piedra filosofal que transforma el mundo de la naturaleza en el ámbito de la
creación de Dios.
La visión cristiana de la realidad es como una lente que enfoca nítidamente un
vasto paisaje, o como un mapa que nos ayuda a comprender las características del
terreno que nos rodea. Ofrece una nueva forma de entender, imaginar y habitar
nuestro mundo. Nos permite ver el orden natural, y a nosotros mismos dentro de
él, de una manera especial; una manera que podría ser insinuada, pero no puede ser
confirmada, por el orden natural mismo. La naturaleza no proporciona la clave para
su propia interpretación; necesitamos encontrarla por nosotros mismos.
John Polkinghorne, a quien estudiamos en el capítulo 4, ve la teología natural
como un ejercicio de resonancia intelectual entre nuestra experiencia del mundo
natural, por un lado, y de la fe cristiana, por otro. Este enfoque de la teología
natural puede desarrollarse fácilmente para demostrar que las explicaciones
«naturalistas» tanto del mundo natural como de los logros de las ciencias naturales
son intrínsecamente deficientes y que se requiere una perspectiva teológica para
dar una interpretación exhaustiva y coherente del orden natural.
Mi enfoque es similar al de Polkinghorne en ciertos aspectos importantes[21].
Ambos afirmamos la capacidad de la visión cristiana de la realidad para «encajar»
gran parte de cuanto observamos alrededor de nosotros y experimentamos dentro
de nosotros, lo que puede verse como una indicación de su verdad y fiabilidad. El
cristianismo da sentido a lo que sabemos de la historia del cosmos, especialmente el
curioso fenómeno del afinamiento. Nos ayuda a dar sentido a la complejidad de la
naturaleza humana, incluyendo nuestra propensión al fracaso y al autoengaño, por
un lado, y nuestras genuinas aspiraciones a la bondad, por el otro.
Lo anterior, por supuesto, no prueba nada, si por probar entendemos
proporcionar una demostración intelectualmente irresistible y lógicamente
irrefutable. Sin embargo, hay pocas situaciones en el mundo real en las que
podamos probar tales creencias. De hecho, los tipos de creencia que pueden ser
probados de esta manera son a menudo superficiales e insignificantes, sin influencia
en las grandes cuestiones de la vida que se centran en cosas tales como nuestro
sentido, propósito y destino. Para mí, la capacidad de una teoría para dar cabida a la
observación y la experiencia es el mejor criterio de su fiabilidad.
Pero ¿podemos llegar a Dios por medio de la razón de esta manera? ¿No es
ciertamente más complicado que lo que sugiere esta explicación? Quiero dejar claro
que no sostengo que la belleza o la inteligibilidad de la naturaleza prueben la
existencia de un Dios. No lo creo, y no conozco a nadie que lo crea. Mi enfoque se
parece mucho más al de un científico que al de un filósofo. Una vez identificadas
todas las observaciones y experiencias que me parece necesario explicar, las
comparo con varias posibilidades teóricas. ¿Qué teoría las explica mejor? ¿El
ateísmo o el cristianismo? Lo que me alejó determinantemente del ateísmo en 1971
fue una creciente convicción de que no explicaba tan bien las observaciones y
experiencias como el cristianismo. C. S. Lewis llegó a una conclusión semejante en
torno a 1930, reflejada en su comentario de que él era un «teísta empírico» que
llegó a creer en Dios como resultado de un pensamiento inductivo (véase p. 165).
Yo no concibo la belleza o el orden del mundo como una prueba de la
existencia de Dios. Más bien, veo mi fe cristiana en armonía con la belleza y el
orden de la naturaleza. La teoría se ajusta o se acomoda a este mundo extraño no
perfectamente, sino de un modo intelectual y estéticamente satisfactorio.
Describiría mi enfoque como «inductivo» o «abductivo» (véanse pp. 151-154). La
ciencia consiste en buscar el panorama general más satisfactorio, el que da más
sentido a las observaciones experimentales. Ya estemos pensando en los orígenes
del universo o en el movimiento de los planetas en los cielos nocturnos, la mejor
teoría siempre va a ser la que entrelaza el mayor número de hilos, la que encaje el
mayor número de instantáneas en el panorama.

Teología natural y revelación

Pero, llegados a este punto, hay otra objeción importante que quizá algunos
lectores quieran plantear. ¿De dónde procede este marco cristiano? ¿No es
necesario probar que el marco es correcto antes de proceder a verificarlo en el
mundo de la observación y la experiencia? Es una objeción justa. Permítaseme
explicar lo que pienso al respecto.
En primer lugar, es una simple cuestión de hecho que la mayoría de las teorías
científicas se juzgan principalmente por su economía, coherencia y amplitud para
afrontar los fenómenos del mundo. La capacidad de «coligar» –el bonito término
usado por Whewell para mostrar cómo están interconectadas las cosas– es el sello
distintivo de cualquier teoría científica buena. La «lógica de descubrimiento» no es
de importancia esencial –pensemos de qué forma tan extraña dio Kekulé con la
estructura anular del benceno (véase p. 152)–. Lo que realmente importa es la
«lógica de justificación», por medio de la cual se evalúa una teoría propuesta. La
clave no es por qué se propone una teoría, sino lo bien que funciona para explicar
las observaciones.
En segundo lugar, es evidente por el Nuevo Testamento que el cristianismo no
fue entregado como una cosmovisión ya envasada, sino que emergió como un
modo de pensar la naturaleza de Dios y la relevancia de Jesucristo. Podemos
rastrear parte de este proceso de pensamiento en el Nuevo Testamento,
particularmente en las cartas de Pablo. Posteriormente, la teología cristiana tejió
esos hilos para producir un modo coherente de pensar sobre Dios, Jesucristo y el
mundo[22]. Sin embargo, incluso en el siglo II de la era cristiana era obvio que este
modo de pensar ofrecía algo más que la mera transformación de la existencia
humana, noción que tradicionalmente se articulaba utilizando el lenguaje de la
«salvación». Ofrecía una nueva forma de ver el mundo que se basaba en
argumentos con base empírica (John Polkinghorne considera a los escritores del
Nuevo Testamento como autores que piensan «de abajo arriba»).
En tercer lugar, aunque podemos rastrear algunos de los procesos de desarrollo
implícitos en el Nuevo Testamento, al menos ciertos temas fundamentales de la fe
cristiana están más allá de la capacidad de la razón para probarlos, como, por
ejemplo, la existencia de Dios. Usando el lenguaje de la teología cristiana: estas
verdades nos son reveladas, no son inventadas por nosotros.
En cuarto lugar, es perfectamente razonable adoptar este modo de mirar el
mundo y ponderar su capacidad efectiva de dar sentido a lo que observamos
alrededor y dentro de nosotros. El mismo Nuevo Testamento urge a los cristianos a
«poner todo a prueba» (1 Tesalonicenses 5,21), y este es uno de los posibles modos
de hacerlo. Implica asumir un modo de pensar con base empírica que se ha
transmitido de generación en generación y evaluar lo bien que funciona. No es un
modo de pensar que he inventado yo mismo, sino un modo que me ha sido
transmitido por aquellos que creyeron que era verdadero y fiable, pero que, no
obstante, esperan que yo lo evalúe antes de aceptarlo.
Con estos cuatro puntos en mente, me inspiraré en mi propia historia personal
como analogía que podría ser útil para los lectores. Cuando era joven me encantaba
observar el cielo nocturno con un pequeño telescopio que había construido. Pude
ver las lunas del planeta Júpiter y seguir los movimientos de los planetas sobre el
trasfondo de las estrellas fijas. Una vez seguí el movimiento del planeta Marte
durante un período de varias semanas (no recuerdo la fecha, pero probablemente
fue en los meses cercanos a la época en que Marte estaba en oposición en marzo de
1965, cuando yo tenía doce años). Me quedé desconcertado por lo que vi. Marte se
desplazó de oeste a este durante un mes y luego pareció detenerse y moverse de
este a oeste durante varias semanas. Finalmente se detuvo y comenzó a moverse de
nuevo hacia el este. Yo estaba perplejo. Sin duda (?), tenía que moverse
constantemente de oeste a este en un arco regular.
Le pedí al profesor de Ciencias que me explicara esto. Fue extraordinariamente
paciente conmigo. Me dijo que se debía al «movimiento retrógrado» de Marte
respecto a las estrellas fijas. No era solo Marte el que se comportaba así; todos los
planetas de más allá de la Tierra mostraban el mismo patrón. Pero el efecto era más
evidente en el caso de Marte. Me dibujó unos diagramas para mostrarme los
movimientos relativos de la Tierra y Marte. Básicamente, la Tierra se mueve más
rápidamente que Marte, así que cada 26 meses se adelanta a él. Por esta razón
parecía moverse de esa forma extraña. Unos cinco minutos después lo entendí.
Podía ver lo que estaba sucediendo. Era como si se hubiera encendido una luz. Mi
paciente profesor me había dado un marco para entender lo que yo había visto, y
cobró perfecto sentido una vez que me lo explicó. Pero yo habría sido
completamente incapaz de averiguarlo por mí mismo. Alguien tenía que
mostrármelo.
Los teólogos profesionales probablemente se estremecerán con mi próxima
afirmación, pero es que hay un sentido en el que la revelación es eso. Se nos ofrece
un cuadro general de la realidad que no podríamos concebir nosotros mismos. Y
una vez que se nos da, descubrimos cuánto sentido da a las cosas. En él nuestras
observaciones tienen cabida de manera satisfactoria. Por esa razón la teología
cristiana puede decir que la fe es algo que está «más allá de la razón» y que, al
mismo tiempo, es «razonable». No es algo que podamos resolver por completo por
nosotros mismos. Sin embargo, una vez que se nos ha revelado, la comprobamos y
descubrimos lo bien que funciona.
Necesitamos que se nos dé la clave para descubrir el verdadero significado e
importancia de la naturaleza. El mundo natural no nos lo dirá por sí mismo. La
teología cristiana afirma que se nos da un gran cuadro que nos permite ver las cosas
como son realmente, darles un sentido correcto, valorarlas y responder a ellas en
consecuencia. Si bien somos capaces de averiguar parte de este cuadro por nosotros
mismos, necesitamos ayuda para verlo en su totalidad. La teología natural cristiana
consiste en que se nos muestra cómo es realmente la realidad para que podamos
admirarla y valorarla como creación de Dios que apunta hacia Dios, pero sin ser
divina. El mundo natural puede verse, así, como un bello indicador que señala a un
creador mucho más bello.
Francisco de Asís (1182-1226) amaba y respetaba el mundo natural, y muchos
de sus sucesores en el movimiento franciscano –dicho de forma más técnica, la
Orden de Frailes Menores– siguieron con este interés, forjando un vínculo entre la
belleza de la naturaleza y la mayor belleza de Dios. Uno de los escritores
franciscanos más importantes que reflexionaron sobre este tema fue Buenaventura
(ca. 1217-1274), que se refería a la naturaleza como una señal de su creador:
«Todas las criaturas de este mundo sensible conducen al alma de una persona
sabia y contemplativa al Dios eterno, puesto que son las sombras, los ecos, los
dibujos, los vestigios, las imágenes y la manifestación visible de su origen eterno
[…] Son puestos ante nosotros para que conozcamos a Dios»[23].

Para Buenaventura, el mundo natural era un buen hito en el camino de la


mente humana hacia Dios, que señalizaba la existencia y –aunque
imperfectamente– la belleza del creador.

Teología natural y cientificismo

La teología natural es, sin duda, interesante. Pero ¿para qué sirve? ¿Abre líneas de
pensamiento que enriquezcan nuestra visión de la vida o nuestra comprensión de la
naturaleza? Yo pienso que sí. Un buen modo de apreciarla es hacer la siguiente
pregunta: ¿es la ciencia el único determinante de lo que podemos conocer sobre la
naturaleza? Una de las funciones más importantes de la teología natural es protestar
contra las visiones radicalmente reducidas de la naturaleza que surgen del
movimiento a veces conocido como «imperialismo científico», en la actualidad
denominado simplemente «cientificismo» (véanse pp. 38-40).
El teólogo Emil Brunner sostenía que una de las tareas esenciales de la teología
cristiana era desafiar las ideologías alternativas contenidas en la cultura secular y
mostrar que el modo cristiano de ver la realidad era justificable y coherente[24]. El
cientificismo es una de esas ideologías que exigen una evaluación crítica por lo que
respecta a demostrar su insuficiencia y ofrecer una alternativa positiva. Una
teología natural cristiana ofrece una crítica potente y convincente del cientificismo,
desafiando su explicación seca y superficial del mundo de la naturaleza y
exponiendo una visión más rica y profunda del orden natural.
En su famoso poema de 1820 «Lamia», John Keats (1795-1821) expresó
preocupación por lo que actualmente llamamos cientificismo, el efecto
empobrecedor de reducir los fenómenos bellos y asombrosos de la naturaleza
(como el arcoíris) a la lógica abstracta de una teoría científica[25]. Esta estrategia,
sostenía Keats, era estéticamente empobrecedora, pues vaciaba la naturaleza de su
belleza y misterio y la reducía a algo frío y clínico.

«¿Acaso no retroceden todos los placeres


al contacto de la fría filosofía?
Antaño, el arcoíris inspiraba temor en el cielo;
hoy, en cambio, al conocer su trama, su textura, se encuentra en el catálogo de
las cosas vulgares.
Pues la filosofía no duda en cercenar las alas de los ángeles […]»[26].

La clave de la preocupación de Keats se encuentra en la referencia a «cercenar»


las alas de los ángeles. Para Keats, como para la tradición clásica en general, el
mundo natural es una puerta al ámbito de lo trascendente. La razón humana podía
comprender al menos algo del mundo real, haciendo posible que la imaginación
reflexionara sobre lo que significaba más allá de sí mismo. Keats sostenía que el
arcoíris era un medio para elevar el corazón y la imaginación humanos insinuando
la existencia de un mundo allende los límites de la experiencia. Para Richard
Dawkins, en fuerte contraste, el arcoíris se mantiene firmemente ubicado en el
orden natural y carece de dimensión trascendente[27]. Al «ángel» que, para Keats,
estaba destinado a elevar nuestros pensamientos al cielo, le ha cortado las alas la
ideología científica; ya no puede hacer nada más que reflejar el mundo de los
acontecimientos y las apariencias terrenales, porque se ha roto todo vínculo con el
mundo trascendente.
Para un cristiano, esta concepción imaginativamente deficiente y
racionalmente truncada del mundo natural necesita ser cuestionada y corregida.
Una sólida teología cristiana puede enriquecer un relato científico impidiéndole
colapsar en lo que Keats denunció como «catálogo de las cosas vulgares». Una
teología natural proporciona un marco para un encuentro con la naturaleza
fundamentado e imaginativo, que permita que se aprecie su belleza y evite que se la
trate simplemente como objeto de disección racional. Una de las características más
preocupantes del cientificismo es su excesivo racionalismo, que impide todo
encuentro serio con los niveles más profundos del mundo natural.
El teólogo norteamericano Reinhold Niebuhr (1892-1971) anticipó esta realidad
a finales de la década de 1920. Niebuhr creía que la cultura moderna occidental
había sufrido un radical fracaso imaginativo por el que carecía de todo sentido la
función de la «imaginación poética» en la búsqueda de la verdad, ya fuera teológica
o científica.
«Los fundamentalistas tienen al menos una característica en común con la
mayoría de los científicos. Ninguno puede entender que la imaginación poética
y religiosa tiene un modo de llegar a la verdad dando una pista del significado
total de las cosas sin ser en ningún sentido una descripción analítica de hechos
detallados»[28].

El mismo Niebuhr usaba el término cientificismo para referirse a una creencia


dogmática, e incluso utópica, en las ciencias como filosofía universal, por un lado, y
como solución universal de los problemas de la naturaleza humana, por el otro.
Dicha creencia se definía a sí misma como carente de presupuestos, y al hacerlo no
podía reconocer ni afrontar sus presupuestos metafísicos encubiertos. Para
Niebuhr, los fundamentalistas, religiosos o científicos, tenían que hablar entre sí y
reconocer sus fallos comunes.
Esta preocupación continúa siendo importante. Theodore Roszak (1933-2011)
era un crítico social e historiador de la cultura norteamericano que obtuvo la fama
por su éxito de ventas The Making of a Counter Culture en 1968. Uno de los
principales temas de este libro era que la ciencia reducía sistemáticamente todo al
nivel de lo cotidiano. La ciencia, decía, se había convertido
«en un esfuerzo salvajemente perverso por demostrar que no hay nada,
absolutamente nada, especial, único, singular o maravilloso, y que todo puede
ser rebajado a la condición de rutina mecanizada. Cada vez más, el espíritu del
“no es más que” aletea siniestro por encima de la investigación científica más
avanzada: es el esfuerzo por degradar, por desencantar y rasearlo todo»[29].

Algunos argüirían, no del todo sin razón, que Roszak estaba exagerando[30]. Sin
embargo, sus palabras tocaron profundamente la fibra sensible de la juventud
estadounidense en aquel entonces, debido al sentimiento generalizado de que su
cultura estaba unida a una visión unidimensional de la humanidad que había
perdido algo indefinible pero importante, y que en parte era culpa de una visión
instrumentalizadora y empobrecedora de la ciencia. La naturaleza había dejado de
ser especial porque habíamos sido adiestrados para verla de una manera fríamente
racional.
Sin embargo, al fin y al cabo Keats y Roszak no critican la ciencia, sino una
cuestionable interpretación metafísica de la ciencia que está claramente abierta a la
crítica y la corrección. Es perfectamente justo cuestionar un relato de la ciencia tan
inflado conceptualmente y cargado metafísicamente, y exigir su retorno a sus
formas apropiadas y más modestas, que reconocen explícitamente sus límites en
estos reinos más especulativos. El cientificismo representa una aproximación
empobrecida y truncada a la naturaleza que muestra precisamente el déficit
imaginativo que nos impide discernir la coherencia –«el significado total de las
cosas»– y que, en cambio, nos encierra en un naturalismo dogmático. Necesitamos
una visión más profunda de la realidad que trascienda la mera enumeración de las
observaciones de los hechos sobre el mundo natural.
Una teología natural cristiana ofrece una lectura de la naturaleza y del alcance
de la ciencia que alienta un compromiso respetuoso y amable con el mundo
natural, a la vez que resalta y critica la inflación de presupuestos metafísicos
introducidos asiduamente en las explicaciones cientificistas de la naturaleza[31].
Jonathan Edwards (1703-1758), quizá el más grande teólogo norteamericano,
desarrolló un enfoque de la teología natural que salvaguarda la concepción cristiana
de la naturaleza frente al empobrecimiento imaginativo del cientificismo. Para
Edwards, la regeneración mediante la gracia crea una visión del mundo natural que
trasciende lo que resulta de «la comprensión y la perspectiva naturales»[32]. En
consecuencia, la naturaleza es vista de una manera nueva y más auténtica, su
belleza es resaltada y puesta en primer plano por la nueva visión de la realidad
resultante de la conversión. Esta perspectiva es particularmente evidente en una las
descripciones de la naturaleza de más intensidad poética hechas por Edwards:
«Cuando nos deleitamos con praderas floridas y suaves brisas, podemos
considerar que solo vemos las emanaciones de la dulce benevolencia de
Jesucristo; cuando contemplamos la fragante rosa y el lirio, vemos su amor y
pureza. También los verdes árboles y campos, y el canto de los pájaros, son
emanaciones de su infinita alegría y benignidad; la facilidad y naturalidad de los
árboles y las vides son sombras de su infinita belleza y hermosura; los ríos
cristalinos y los arroyos murmurantes tienen las huellas de su dulce gracia y
generosidad»[33].

La visión cristiana de la realidad nos permite así ver la naturaleza de tal modo
que sus bellezas «son realmente emanaciones, o sombras, de las excelencias del Hijo
de Dios»[34]. Edwards ofrece un complemento teológico al relato científico que
proporciona una visión enriquecida del mundo natural, resistente al reduccionismo
destructivo que constituye una característica tan desagradable del cientificismo.

La psicología del asombro

Hemos visto en el apartado anterior cómo una teología natural puede corregir una
visión deficiente de la ciencia, que afirma que la realidad se limita a lo que puede
descubrir con sus métodos de investigación. Sin embargo, ¿por qué privilegiamos a
la ciencia de este modo, solo porque su objetivo es explicar el mundo? ¿Por qué no
dar peso a las disciplinas que interpretan el mundo y así nos ayudan a sentirnos
cómodos en él?[35]. Los seres humanos son animales que buscan sentido. Por eso
nunca nos conformamos con descripciones meramente objetivas o redescripciones
teóricas de la naturaleza, y recurrimos al arte, la música, la teología y la literatura
para que nos ayuden a entender esa visión más profunda y rica de la realidad.
Sin embargo, la ciencia, cuando es correctamente entendida, puede
fundamentar y enriquecer una interpretación cristiana de la naturaleza,
ofreciéndole una explicación ampliada tanto del mundo natural como del proceso
mediante el que lo contemplamos y respondemos a él. En esta sección
examinaremos la investigación reciente en el campo de la psicología del asombro,
analizaremos de qué modo podría esta enriquecer nuestra comprensión de cómo
respondemos a la belleza y prodigio del mundo natural, y relacionaremos con todo
ello con nuestra forma de entender la teología.
La mayoría de nosotros hemos tenido experiencias de asombro sobrecogedor en
presencia de la naturaleza. En mi caso recuerdo una noche oscura y silenciosa en el
desierto iraní, en la década de 1970, en la que las estrellas resplandecían con un frío
brillo intenso que nunca había visto antes[36]. Esta visión me provocó una
estremecedora emoción de asombro y sobrecogimiento en la que sentí una intensa
sensibilidad por el mundo natural. Probablemente era esto lo que el poeta Thomas
Gray quería decir cuando escribió su célebre verso «Todo el aire una quietud
solemne sostiene»[37]. Me sentí desbordado por algo más grande que yo mismo,
cuyo significado pleno sabía que nunca podría comprender plenamente. Era como
si el tiempo se hubiera detenido.
El reciente uso popular de la palabra impresionante ha degradado un tanto su
significado pleno, reduciendo su sentido a algo parecido a «una aprobación
entusiasta de algo», como en la frase «Eso es impresionante». Sin embargo, la
investigación psicológica está dejando cada vez más claro que solo unas clases
especiales de objetos y entornos provocan sensaciones que pueden describirse
genuinamente con la palabra asombro. El estudio psicológico riguroso de la
emoción del asombro se remonta a 2003, cuando Dacher Keltner y Jonathan Haidt
propusieron dos características esenciales que compartían las experiencias del
asombro: una sensación de inmensidad y la necesidad de «acomodación» (por usar
un término tomado del psicólogo del desarrollo Jean Piaget [1896-1980])[38]. Un
estímulo que induce al asombro –como la vista del cielo nocturno despejado o una
intensa experiencia religiosa– provoca una sensación de inmensidad en la que se
revela algo que parece mucho más grande que las cosas a las que estamos
habituados, tanto física como metafóricamente, y que nosotros.
Esta sensación de inmensidad contribuye a generar lo que Piaget denomina
«acomodación»: «la modificación de una actividad o capacidad ante las exigencias
del entorno»[39]. Nuestros esquemas cognitivos se demuestran incapaces de hacer
frente a la inmensidad del universo. La palabra coloquial alucinante puede carecer
de la precisión de la noción de acomodación de Piaget, pero, en definitiva, expresa
la misma idea. La experiencia del asombro conduce a ciertas reacciones físicas, a
saber: abrimos de par en par los ojos, nos quedamos con la boca abierta y hacemos
una inspiración[40].
La psicología del asombro nos permite enriquecer nuestra comprensión de
cómo experimentamos la naturaleza. Nos esforzamos por tomarla en su
inmensidad, y descubrimos que, como consecuencia, nuestros mapas mentales se
ven sometidos a presión, llevándonos a admitir la derrota intelectual expresada en
frases como «No puedo asimilarlo». La investigación sugiere también que una
experiencia de asombro conduce a una atención acentuada al objeto que la provoca,
suscitando fundamentalmente sentimientos espirituales o religiosos[41]. Resulta
fácil ver cómo estas ideas pueden aplicarse a la respuesta humana a Dios en el culto,
que podría enmarcarse en el intento humano de responder a la inmensidad de Dios
(expresada teológicamente con los términos gloria o majestad). Al final, somos
incapaces de expresar o articular adecuadamente la gloria de Dios, y por ello
intentamos ir más allá de nosotros mismos en el espacio liminar de la adoración. La
psicología confirma aquí una sospecha teológica esencial: la incapacidad
fundamental de la mente humana para aprehender plenamente a Dios, lo que
teológicamente se expresa en la doctrina de la Trinidad (véanse pp. 188-192).

Conclusión

El físico norteamericano John Wheeler (1911-2008) comentó una vez que los
«científicos viven en una isla rodeada por un mar de ignorancia»[42]. Algunas
personas son lo bastante ingenuas para suponer que el aumento del conocimiento
científico conduce a una reducción de lo que no sabemos. La realidad no es esa.
Cada nuevo descubrimiento científico plantea nuevas preguntas, revelando así lo
mucho que queda por conocer. Cada pregunta respondida abre nuevas preguntas;
cada avance en el conocimiento revela que hay mucho más que no sabemos. Por
eso Wheeler estaba en lo cierto cuando afirmó que «a medida que crece nuestra isla
de conocimiento, también crece la costa de nuestra ignorancia».
Sin embargo, la imagen de Wheeler de una ciencia como una isla de
conocimiento en medio de un mar de ambigüedad e incoherencia nos abre a una
pregunta fascinante. Nos invita a vernos a nosotros mismos de pie en la costa del
mundo. ¿Y qué si se encuentran signos de significado en esa orilla, arrastrados por
las corrientes oceánicas de tierras lejanas y desconocidas? ¿Y si esa isla en sí misma
nos da pistas para empezar a explorar el vasto océano que hay más allá? Esa era
ciertamente la opinión de Isaac Newton, que era profundamente consciente de que
sus propias investigaciones científicas no lo llevaban más allá de las tierras
fronterizas de algo más profundo y grande.
«Parece que solo he sido como un niño pequeño que juega en la orilla del mar,
distrayéndome de vez en cuando y encontrando un guijarro más suave o una
concha más bonita de lo normal, mientras que el gran océano de la verdad se
encontraba ante mí por descubrir»[43].

Con demasiada facilidad no podemos ver el bosque porque estamos centrados


solo en los árboles. Nos preocupamos de lo que vemos en la superficie del mundo –
los guijarros y las conchas– y, en consecuencia, no nos sumergimos en sus
profundidades. Una teología natural cristiana nos permite prestar atención a los
elementos o aspectos individuales de la naturaleza y a la vez entender la imagen
general que nos hace posible apreciarlos adecuada y plenamente. Sin embargo, el
primer paso en el proceso de descubrir esta visión más rica y profunda de nuestro
extraño universo es la sospecha de que realmente puede existir esa visión, que está
esperando a que la encontremos, o, como diría la fe cristiana, esperando a sernos
mostrada, si estamos dispuestos a abrir nuestros ojos a ella.

[1] Para un análisis a fondo, véase Alister MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of Natural
Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016.
[2] G. K. CHESTERTON, The Everlasting Man, Ignatius Press, San Francisco 1993, 105 [trad. esp.: El
hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2010].
[3] Bronwen HARALAMBOUS y Thomas W. NIELSEN, «Wonder as a Gateway Experience», en Kieran
Egan, Annabella Cant y Gillian Judson (eds.), Wonderful Education: The Centrality of Wonder
in Teaching and Learning, Routledge, London 2013, 219-238.
[4] Eric G. FORBES, «The Pre-Discovery Observations of Uranus», en Garry Hunt (ed.), Uranus and
the Outer Planets, Cambridge University Press, Cambridge 1983, 67-70.
[5] David FERGUSSON, «Types of Natural Theology», en F. LeRon Shults (ed.), The Evolution of
Rationality: Interdisciplinary Essays in Honor of J. Wentzel Van Huyssteen, Grand Rapids
2007, 380-389.
[6] Sobre mi enfoque, especialmente en relación con las ciencias naturales, véase Alister E.
MCGRATH, The Open Secret: A New Vision for Natural Theology, Blackwell, Oxford 2008; A
Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology, Westminster John Knox
Press, Louisville 2009; Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural
Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011; Re-Imagining Nature.
[7] Véase Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in
Early Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Schuster (eds.), The Science of
Nature in the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-183.
[8] Scott MANDELBROTE, «The Uses of Natural Theology in Seventeenth-Century England»: Science
in Context 3 (2007), 451-480. Sobre el contexto europeo en general, véase Brian W. OGILVIE,
«Natural History, Ethics, and Physico-Theology», en Gianna Pomata y Nancy G. Siraisi (eds.),
Historia: Empiricism and Erudition in Early Modern Europe, MIT Press, Cambridge 2005, 75-
103.
[9] Sarah THESIGER, «The Orchestra of Sir John Davies and the Image of the Dance»: Journal of the
Warburg and Courtauld Institutes 36 (1973), 277-304.
[10] Las palabras iniciales de la «Ode» son: «The spacious firmament on high» [El amplio
firmamento en lo alto].
[11] La otra gran obra artística de esta época que relaciona este texto bíblico con una sensación más
general de la armonía del cosmos es La creación de Josef Haydn; véase especialmente Mark
BERRY, «Haydn’s “Creation” and Enlightenment Theology»: Austrian History Yearbook 39
(2008), 25-44.
[12] Joseph ADDISON, Works, 6 vols., Vernor & Hood, London 1804, vol. 2, 465: «El incansable Sol,
día a día, / muestra el poder de su Creador, / y publica por doquier / la obra de una Mano
Todopoderosa» // «En el oído de la Razón todos se regocijan, / y lanzan un grito glorioso, /
cantando para siempre, mientras brillan: / “La Mano que nos hizo es divina”».
[13] Giuseppe TANZELLA-NITTI, «The Two Books Prior to the Scientific Revolution»: Annales
Theologici 1 (2004), 51-83.
[14] Véase Rob ILLIFFE, «Newton, God, and the Mathematics of the Two Books», en Snezana
Lawrence y Mark McCartney (eds.), Mathematicians and Their Gods: Interactions between
Mathematics and Religious Beliefs, Oxford University Press, Oxford 2015, 121-144.
[15] Fergus KERR, Immortal Longings: Versions of Transcending Humanity, SPCK, London 1997,
159-184.
[16] Justin L. BARRETT, «Exploring the Natural Foundations of Religion»: Trends in Cognitive
Sciences 1 (2000), 29-34. Para una explicación más completa de esta posición, véase Justin L.
BARRETT, Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham 2004. Debemos ser
cautos al interpretar estos descubrimientos; al respecto véase Jonathan JONG, Christopher
KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the Philosophical Implications of the
Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für systematische Theologie und
Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266.
[17] Véase, por ejemplo, William F. BREWER y Bruce L. LAMBER, «The Theory-Ladenness of
Observation and the Theory-Ladenness of the Rest of the Scientific Process»: Philosophy of
Science 3 (2001), 176-186.
[18] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London
18472, vol. 1, 1.
[19] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin
Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103.
[20] Estudio detalladamente este punto en MCGRATH, Re-Imagining Nature.
[21] Véase MCGRATH, Re-Imagining Nature.
[22] Morna D. HOOKER, «Chalcedon and the New Testament», en Sarah Coakley y David A. Pailin
(eds.), The Making and Remaking of Christian Doctrine, Clarendon Press, Oxford 1993, 73-93.
[23] BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, 1259, II, 10.
[24] Sobre la explicación de Brunner de este aspecto «erístico» de la teología, véase Alister
MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford 2014, 62-74.
[25] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London 19883, 395. Véase un estudio en Philip FISHER,
Wonder, the Rainbow, and the Aesthetics of Rare Experiences, Harvard University Press,
Cambridge 1998 [trad. esp.: Lamia, traducción, prólogo y notas de Luis Alberto de Cuenca y
José Fernández Bueno, Reino de Cordelia, Madrid 2013].
[26] Keats, Complete Poems, 395 [trad. esp., 43].
[27] Richard DAWKINS, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder,
cit.
[28] Reinhold NIEBUHR, Leaves from the Notebook of a Tamed Cynic, Willett, Clark & Colby,
Chicago 1929, 141. Hay que observar que el término fundamentalismo había comenzado a
usarse de forma generalizada pocos años antes.
[29] Theodore ROSZAK, The Making of a Counter Culture, Anchor, New York 1969, 229; cursiva en
el original [trad. esp.: El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona 1970, 244].
[30] Por ejemplo, véase Ronald INGLEHART, The Silent Revolution: Changing Values and Political
Styles among Western Publics, Princeton University Press, Princeton 1977, 364-365.
[31] Véase el análisis del naturalismo en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science,
Religion, and Naturalism, Oxford University Press, New York 2011.
[32] Michael J. MCCLYMOND y Gerald R. MCDERMOTT, The Theology of Jonathan Edwards, Oxford
University Press, New York 2012, 311-320.
[33] Jonathan EDWARDS, Miscellanies, nro. 108, en Works, 26 vols., Yale University Press, New
Haven 1977-2009, vol. 13, 279.
[34] EDWARDS, Miscellanies, nro. 108.
[35] Sobre esto, véase Roger SCRUTON, «Scientism in the Arts and Humanities»: The New Atlantis 40
(2013), 33-46.
[36] Véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science,
Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015, 1-2.
[37] Thomas GRAY, Elegy Written in a Country Churchyard (1746).
[38] Dacher KELTNER y Jonathan HAIDT, «Approaching Awe, a Moral, Spiritual and Aesthetic
Emotion»: Cognition and Emotion 2 (2003), 297-314. Véase también el estudio posterior de
Michelle N. SHIOTA, Dacher KELTNER y Amanda MOSSMAN, «The Nature of Awe: Elicitors,
Appraisals, and Effects on Self-Concept»: Cognition and Emotion 5 (2007), 944-963.
[39] Guy R. LEFRANÇOIS, Theories of Human Learning, Brooks-Cole Publishers, Pacific Grove 19953,
329-330.
[40] B. CAMPOS, M. N. SHIOTA, D. KELTNER, G. C. GONZAGA y J. L. GOETZ, «What Is Shared, What Is
Different?: Core Relational Themes and Expressive Displays of Eight Positive Emotions»:
Cognition and Emotion 1 (2013), 37-52.
[41] Patty VAN CAPPELLEN y Vassilis SAROGLOU, «Awe Activates Religious and Spiritual Feelings and
Behavioral Intentions»: Psychology of Religion and Spirituality 3 (2012), 223-236.
[42] Para una reflexión extensa sobre esta imagen, véase Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge:
The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014.
[43] David BREWSTER, Life of Sir Isaac Newton, revisada por W. T. Lynn, Tegg, London 1875, 303.
Conclusión

En 1930, el novelista Evelyn Waugh, más conocido por su novela Retorno a


Brideshead, se convirtió al cristianismo. Más tarde, escribió a un amigo para
describirle cómo había descubierto que su nueva fe le permitía ver las cosas
claramente por primera vez en su vida: «La conversión es como salir por la
chimenea de un mundo de espejos, donde todo es una absurda caricatura, y entrar
en el mundo real que Dios hizo; y luego comienza el delicioso proceso de
explorarlo ilimitadamente»[1].
Este libro ha ofrecido lo que francamente es una exploración bastante limitada
de uno de los aspectos más interesantes del rico y complejo paisaje de la fe
cristiana: la relación entre las ciencias naturales y la teología. He hecho poco más
que rascar la superficie de algunas de las cuestiones más interesantes e importantes
que se están debatiendo hoy. Pero espero haber trazado senderos y haber señalado
recursos que permitan a los lectores llevar las cosas más lejos por sí mismos,
continuando estas reflexiones y entretejiendo las narrativas de la ciencia y la fe en
un todo coherente y satisfactorio.
He intentado entrelazar la ciencia y la teología para ayudarnos a vislumbrar una
visión más rica de la realidad, por supuesto no en el sentido simplista y
desacreditado de meterlas a la fuerza en el mismo molde preconcebido, sino en el
más complejo de prestar una atención respetuosa a sus distintos enfoques y estar
dispuestos a permitirles complementarse uno a otro. No es una idea nueva. Después
de todo, este fue uno de los motores del Renacimiento, ese período notable en la
cultura occidental que trató de lograr una síntesis –o al menos un acuerdo de
trabajo– entre las grandes fuerzas que entonces configuraron y alimentaron la
cultura humana.
Algunos sostienen que la conversación entre teología cristiana y ciencias
naturales es una necesidad pragmática. La ciencia y la religión son tan importantes
que no pueden no hablarse entre sí. El destacado sociobiólogo Edward O. Wilson
defendía esta tesis al abordar el tema de la amenaza de la degradación y el desastre
ecológicos: «La ciencia y la religión son dos de las fuerzas más poderosas de la
Tierra y deben unirse para salvar la creación»[2]. Si bien Wilson no cree en la
reconciliación entre ciencia y religión, no obstante sostiene que pueden trabajar
juntas para perseguir importantes objetivos compartidos; sobre todo, los desafíos al
futuro de la humanidad y al planeta Tierra.
Aunque critica a la religión por su reticencia a reconciliarse con el empirismo y
por su asociación con el tribalismo[3], Wilson clama a favor de la consiliencia, es
decir, la capacidad de entretejer juntos múltiples hilos de conocimiento en una
síntesis que sea capaz de descubrir una visión de la realidad más satisfactoria y
poderosa.
«Nos estamos ahogando en información, mientras nos morimos de hambre de
sabiduría. El mundo de ahora en adelante estará dirigido por sintetizadores,
personas capaces de reunir la información correcta en el momento adecuado,
pensar críticamente sobre ella y tomar decisiones importantes sabiamente»[4].

Necesitamos toda la sabiduría que poseemos para hacer frente a los desafíos del
momento. Sin embargo, mientras que Wilson ve la conversación entre ciencia y
teología como una necesidad pragmática, yo la veo como una oportunidad
excelente para enriquecer nuestra visión de la realidad, impulsados por la
consciencia de la imagen más grande de la realidad que ella hace posible.
No obstante, al final tenemos que hacer algo más que lograr una integración
personalmente satisfactoria de la ciencia y la fe. La cultura occidental todavía está
cautivada por el mito, largamente desacreditado, de la «guerra» perpetua entre la
ciencia y la religión. El medio más eficaz para desafiar esta ideología obsoleta no es
refutarla histórica o argumentativamente, sino demostrar que pueden ser reunidas
y mantenidas juntas con integridad por los científicos investigadores en activo.
Aunque he escrito este libro principalmente para animar a todos los lectores a
asimilar esta visión más rica de la realidad, el desafío mayor es conseguir que se
grabe en la imaginación de nuestra cultura. Los teólogos con formación científica
pueden hacer mucho al respecto, pero los más indicados son los científicos con
formación teológica. Ellos constituyen a la vez el público previsto y el resultado
buscado en este libro.
[1] Evelyn WAUGH, carta a Edward Sackville-West, citado en Michael DE-LA-NOY, Eddy: The Life
of Edward Sackville-West, Bodley Head, London 1988, 237.
[2] «Naturalist E. O. Wilson is Optimistic»: Harvard University Gazette, 15 de junio de 2006;
http://news.harvard.edu/gazette/2006/06.15/03-biodiversity.html.
[3] Véase especialmente Edward O. WILSON, The Social Conquest of Earth, W. W. Norton, New
York 2012 [trad. esp.: La conquista social de la Tierra, Debate, Barcelona 2012].
[4] Edward O. WILSON, Consilience: The Unity of Knowledge, Vintage, New York 1999, 294 [trad.
esp.: Consiliencia: La unidad del conocimiento, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1999].
Bibliografía

Recomiendo las obras señaladas a continuación como estudios accesibles e


interesantes sobre el campo general de las ciencias naturales y la teología cristiana.
Los lectores que deseen saber más sobre la teología cristiana –que es de capital
importancia en este campo– pueden recurrir a mi introducción a sus temas en
Alister E. McGrath, Christian Theology: An Introduction, Wiley-Blackwell,
Oxford 20166.

Ciencia y teología: bibliografía básica

BROOKE, John Hedley, Science and Religion: Some Historical Perspectives,


Cambridge University Press, Cambridge 2014 [trad. esp.: Ciencia y religión:
Perspectivas históricas, Sal Terrae-Comillas, Santander-Madrid 2016].
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MCGRATH, Alister E., Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about
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Ciencia y teología: bibliografía especializada

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PLANTINGA, Alvin, Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and
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POLKINGHORNE, John, Science and Christian Belief: Theological Reflections of a
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RUSE, Michael, Science and Spirituality: Making Room for Faith in the Age of
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– Theological Science, Oxford University Press, London 1969.
– Transformation and Convergence in the Frame of Knowledge, Eerdmans,
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TRIGG, Roger, Beyond Matter: Why Science Needs Metaphysics, Templeton
Foundation Press, West Conshohocken 2015.
WARD, Keith, More Than Matter: Is Matter All We Really Are?, Lion Hudson,
Oxford 2010.
Índice general

Índice
Prefacio
Primera parte
Presentación del tema

1. Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad


Teorías y grandes cuadros. Reflexiones iniciales
Grande es la ciencia, pero necesitamos más que la ciencia
Inteligibilidad y coherencia
La búsqueda de coherencia
Múltiples aproximaciones a una realidad compleja
Por qué el cientificismo es erróneo y deficiente
Enriquecimiento mediante la integración de los múltiples niveles de la realidad
Enriquecimiento por medio del entrelazamiento de relatos

Segunda parte
Ciencia y teología: tres autores
Introducción

2. Charles A. Coulson (1910-1974)


El desarrollo de los puntos de vista de Coulson
La relación cambiante entre ciencia y religión
Inteligibilidad y coherencia en ciencia y religión
Ciencia y religión: perspectivas complementarias de la realidad
Por qué el «Dios tapagujeros» no es una opción seria
Coulson sobre la teología natural

3. Thomas F. Torrance (1913-2007)


La figura de Thomas Torrance
El desarrollo de las perspectivas de Torrance sobre la ciencia y la teología
El desarrollo de una ciencia teológica
La teología como ciencia: la cuestión del objeto
Torrance sobre el realismo en la ciencia y la teología
Teología natural y revelada

4. John Polkinghorne (1930-)


La racionalidad de la fe
El renacimiento de la teología natural
Modelos para relacionar ciencia y teología

Tercera parte
Teología y ciencia: conversaciones paralelas
Introducción

5. Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad


Arrepentimiento: la metánoia y la transformación de la mentalidad
Razón e imaginación en ciencia y teología
Imaginación y descubrimiento científico
Imaginación y teología
Teoría y teología: algunas cuestiones
Anomalías: cuando las cosas no encajan
La anomalía del sufrimiento en el pensamiento cristiano
Conclusión

6. La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad


Evidencia y racionalidad
Evidencia y teoría
Más allá de la evidencia
La provisionalidad del conocimiento científico
El conflicto entre teoría y observación
La racionalidad de la fe

7. Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja


Cómo pueden malinterpretarse los modelos
Los usos de los modelos en teología
El concepto de complementariedad
El misterio en la ciencia y la religión

8. Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin


El rival de Darwin: la teoría de William Paley
Darwin y la lógica de descubrimiento
La imposibilidad de demostrar: la teoría de la selección natural de Darwin
La fe de Darwin en su teoría: la respuesta a sus críticas
Darwin, fe religiosa y ciencia
Fe, ciencia y Dios

9. La identidad humana: perspectivas científica y teológica


¿Son los seres humanos solo máquinas genéticas?
Explicaciones reduccionistas de la identidad humana
Los seres humanos y el proceso evolutivo
Un sello distintivo de la naturaleza humana: la búsqueda de sentido
Humanidad e imagen de Dios
La ciencia cognitiva de la religión

10. Teología natural: la conexión entre ciencia y teología


La diversidad de la teología natural
Una teología natural cristiana
Teología natural y revelación
Teología natural y cientificismo
La psicología del asombro
Conclusión

Conclusión
Bibliografía
Índice general
Table of Contents
Índice 6
Prefacio 8
Primera parte 13
1.Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad 14
Segunda parte 35
Introducción 35
2.Charles A. Coulson (1910-1974) 37
3.Thomas F. Torrance (1913-2007) 54
4.John Polkinghorne (1930-) 72
Tercera parte 89
5.Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad 91
6.La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad 110
7.Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad
129
compleja
8.Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin 146
9.La identidad humana: perspectivas científica y teológica 164
10.Teología natural: la conexión entre ciencia y teología 180
Conclusión 199
Bibliografía 202
Índice general 206
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