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GIORGIO AGAMBEN / MÁS ALLÁ DE

LA ACCIÓN (4° CAP. DE KARMAN)


24/09/2017 ANÓNIMO

A continuación presentamos la traducción del cuarto y último


capítulo del libro más reciente de Giorgio Agamben, publicado en
agosto de 2017: Karman. Breve tratatto sull’azione, la colpa e il
gesto («Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto»).
 

1. La política y la ética de Occidente no se liberarán de las aporías que


han terminado por volverlas impracticables si el primado del concepto de
acción —y de aquel de voluntad, inseparablemente unido a él— no es
puesto radicalmente en cuestión. Esto es tanto más urgente desde el
momento en que incluso en uno de los estudios que han ejercido la mayor
influencia sobre la filosofía política del siglo XX, The Human
Condition de Hannah Arendt, el rango de la acción en la esfera pública
queda afirmado con fuerza. Sin embargo, es precisamente una lectura
atenta del capítulo del libro dedicado a este concepto lo que muestra que la
autora no se arriesga a proporcionar una definición coherente de él,
pareciendo que —por lo demás, como si pudiera inferirlo de su ausencia
de los léxicos filosóficos más autorizados— no se trata propiamente de un
término filosófico. Por lo demás, el término latino actio, que traduce el
griego praxis, pertenece en su origen a la esfera jurídica y religiosa, y no a
la filosófica. Actio designa en Roma el proceso y actionem
constituere significa, como agere litem o causam, «interponer un
proceso». Además, el verbo agere significa en su origen «celebrar un
sacrificio», y también en los sacramentarios más antiguos la misa es
llamada actio y la eucaristía actio sacrificii.
En toda la historia de la filosofía griega, Arendt puede así citar sólo la
contraposición aristotélica entre la poiesis, que tiene fuera de sí su «obra»
(ergon) y su fin y la praxis, la «acción», que tiene en sí misma su fin
(«otro es el género de la praxis con respecto al de la poiesis: el fin de
la poiesis es otro [con respecto a ella], el de la praxis no lo es: el mismo
actuar bien [eupraxia] es el fin»: Eth. nic., 1140 b). Y es justamente a
través de la contraposición aristotélica entre el hacer y el actuar como
Arendt busca definir la acción (que, en su exposición, es inseparable del
habla y del discurso). A este propósito evoca, interpretándolo como «fin en
sí», el concepto de energeia, «actualidad», en el sentido de ser en acto, con
el cual Aristóteles designaba todas aquellas actividades que no persiguen
un fin externo y no dejan obras tras de sí. «De la experiencia de esta plena
actualidad, el paradójico “fin en sí mismo” deriva su significado original;
en efecto, en estas formas de acción y discurso el fin (telos) no es
perseguido, sino que se encuentra en la misma actividad, que, por lo tanto,
se vuelve una entelecheia, y la obra no es aquello que sigue y extingue el
proceso, sino que está incorporada en éste: la ejecución es la obra,
es energeia. Aristóteles, en su filosofía política, también es muy
consciente de lo que está en juego en la política, nada menos que el ergon
tou antropou (la “obra del hombre” en cuanto hombre) y si define esta
“obra” como “vivir bien” (eu zen) quiere decir claramente que la “obra” no
es el producto de una actividad productiva, sino que existe sólo en una
pura actualidad» (Arendt, pp. 219-220).
Que Aristóteles, en los pasajes a los que Arendt se refiere, no tuviera en
mira una definición de la acción, sino más bien una caracterización de las
actividades humanas en función de que tengan o no en sí mismas su fin y
su energeia, resulta con evidencia de que, como ejemplo de «praxis», él
mencione la visión, que ciertamente no puede constituir una acción en el
sentido de Arendt. Para él era esencial no tanto la ausencia o la presencia
de un ergon, sino el hecho de que fuera o no inmanente. Se trataba, por
tanto, de contraponer las technai y la producción, que se dirigen a
un ergon y a un fin externo, a todas las actividades cuyo fin es inmanente;
y, entre éstas, figuraban necesariamente, además de la política, también las
funciones de la vida corpórea.
 

2. Una comprensión, y eventualmente una crítica, del concepto


aristotélico de acción sera posible sólo si se la restituye a su contexto
propio. En la Ética nicomáquea, Aristóteles se propone definir el bien del
hombre como objeto de la política, es decir, «el bien más alto que la
acción pueda alcanzar» (to panton acrotaton ton prakton agathon), es
decir, «el más alto de los bienes practicables o actuables» (Eth. nic., 1095
a 16). Este bien —la felicidad (eudaimonia)— puede ser definido como
«aquello con vistas a lo cual todo lo demás es actuado» (hou chain ta loipa
prattetai: ibid., 1097 a 19). Naturalmente se tratará en cada ocasión de
algo diferente según los diferentes ámbitos: «En la medicina, será la salud,
en la estrategia la victoria, en la arquitectura la casa y otra cosa para cada
campo distinto; y en toda la esfera de la praxis y de la elección el fin [to
telos], porque es con vistas a éste que todos los hombres actúan todo lo
demás. Si hay, por tanto, algo que es el fin de todas las acciones que los
hombres realizan [ton prakton hapanton esti telos], esto será el bien
actuable [to prakton agathon]» (ibid., 1097 a 20-24). Este bien —agrega
enseguida Aristóteles— no puede ser, como la flauta, la riqueza o los otros
instrumentos (organa), un medio para algo más: «el bien supremo debe ser
un fin último [to d’ariston teleion ti phanetai: Aristóteles juega aquí con la
proximidad entre telos y teleios, “realizado, perfecto”]. Por consiguiente,
si hay una sola cosa que sea el fin último, esto es lo que buscamos; si hay
muchas, la más realizada de ellas. Llamamos lo más realizado [teleioteron]
a aquello que es perseguido por sí mismo con respecto a aquello que es
perseguido con vistas a otro y aquello que nunca es elegido con vistas a
otro con respecto a aquello que es elegido ya sea por sí o bien con vistas a
aquello; y aquello que es elegido siempre como un fin y nunca con vistas a
otro, esto parece ser la felicidad, que siempre elegimos por sí y nunca con
vistas a otro» (ibid., 1097 a, 35-b, 2). «La felicidad —concluye— parece
ser algo realizado [teleion] y autosuficiente [autarkes], que es el fin de
todas las acciones [ton prakton ousa telos]» (ibid., 1097 b, 20).
Como ha sido sugerido (Coccia, p. 43), la estrategia de Aristóteles
consiste aquí en inscribir la doctrina del bien en una teoría de la finalidad.
Hay que precisar, sin embargo, que el fin que está aquí en cuestión es un
fin último, «realizado» y «autosuficiente» (teleion y autarkes), que nunca
puede volverse medio con vistas a otro y con respecto al cual todo lo
demás se configura como medio. Se trata, por tanto, de un dispositivo que
funda y, a la vez, constituye como absoluta la oposición entre los fines y
los medios. Si existe el bien como fin último, entonces todas las acciones
humanas se presentan con respecto a él como medios y nunca como fines;
si no existe el bien, entonces todas las acciones pierden su fin y, por tanto,
su sentido. Así pues, resulta decisivo, desde la perspectiva que aquí nos
interesa, que la praxis, la acción humana aparece como la dimensión que
se abre con vistas al bien, como aquello que debe realizar el fin último al
cual el hombre no puede más que aspirar. Esto significa que entre el
hombre y su bien no existe una coincidencia, sino una fractura y un hiato,
a las cuales la acción —que tiene en la política su lugar privilegiado—
busca incesantemente colmar. Por esto, según un paradigma que
influenciará duraderamente la cultura occidental, el lugar de la ética no es
el ser, sino el actuar. Como ya habíamos observado, el primado concedido
a la acción escinde al hombre y lo constituye como schuldig, en deuda con
respecto a su fin propio. La praxis es el lugar en el que esta deuda se salda
e incesantemente se reanima. Una crítica del concepto aristotélico de
acción implicará por tanto necesariamente una crítica preliminar del
concepto de finalidad.
 

3. Es en el contexto del problema del fin donde Aristóteles se interroga


sobre la posibilidad de definir «la obra del hombre», to ergon tou
anthropou; expresión que Arendt evoca sin precisar su contexto. Antes de
leer el pasaje en cuestión, hay que observar que la traducción
de ergon como «obra», que en las lenguas modernas hace referencia sobre
todo a un artefacto y a un objeto, es inadecuada. El término ergon está
etimológicamente conectado con el verbo erdo, que significa «actuar,
hacer», originariamente en el sentido de «ofrecer un sacrificio». Como el
latino opera con respecto a opus, indica en primer lugar la operación y
sólo secundariamente su resultado. Y es a partir de ergon que Aristóteles
forja uno de sus términos técnicos fundamentales, energeia, que designa el
ser-en-acto, la operatividad y la efectividad de una acción. Preguntándose
cuál sea el ergon del hombre, Aristóteles busca por tanto definir la
actividad específica del ser humano, la operación que le compete
propiamente. Pero leamos el pasaje en cuestión: «decir que el bien
supremo sea la felicidad parece ser algo evidente y, por consiguiente, es
necesario definirla de forma más clara. Esto puede pasar si se considera la
operación del hombre [to ergon tou antrhopou]. Como para el auleta, para
el escultor y para cualquier artesano [technite] y en general para todos
aquellos de los cuales hay una operación [ergon, aquí también en el
sentido de “obra”] y una praxis, lo bueno y el bien parecen consistir en
esta operación, así parece ser también para el hombre (en cuanto tal),
admitiendo que haya para él algo como una operación. O bien para el
carpintero y para el zapatero hay una obra, ¿para el hombre más bien
ninguna, porque ha nacido sin obra [argon]?» (Eth. nic., 1097 b, 22 y ss.).
La pregunta, para nada irrelevante, sobre la ausencia de una obra para el
hombre en cuanto tal —sobre la cual tendremos que volver— queda
inmediatamente descartada. Oponiendo al hombre en cuanto tal cuatro
tipos de artesanos, Aristóteles se sirve intencionalmente de figuras para las
cuales la identificación de su ergon no plantea dificultades, lo que le
permite jugar con el doble sentido del término (tanto «operación» como
«obra») y dejar en un primer momento indeterminada la distinción entre
la poiesis del artesano y la praxisdel hombre de acción. No obstante, al
momento de definir el ergondel hombre, él recurre una vez más al
concepto de praxis: se tratará de hecho, escribe, no de la vida nutritiva ni
de aquella sensible, sino «de la vida de acción [praktike] de un ser dotado
de logos» (ibid., 1098 a, 4) y, poco después, más precisamente, del «ser-
en-acto [energeian] del alma y de acciones [praxeis] acompañadas por
el logos» (ibid., 1098 a, 14). El hombre en cuanto tal está dedicado a la
praxis, es un hombre de acción.
 

4. La distinción entre las dos formas de actividad del hombre era para
Aristóteles tan importante que vuelve a ella en un pasaje del libro Theta de
la Metafísica: «La operación [ergon] —escribe— es el fin y el ser-en-acto
[energeia] es una operación, y de ésta deriva el término ser-en-acto, que
significa también poseerse-en-el-fin [pros ten entelecheia]. En ciertos
casos, el fin último es el uso [chresis], como ocurre en la vista [opseos] y
en la visión [horasis], en las cuales no se produce nada más que una
visión; en otros, en cambio, es producido algo más, por ejemplo el arte de
construir produce, además de la acción de construir [oikodomesin],
también la casa […]. Así pues, en todos aquellos casos en los cuales hay
producción de algo más que el uso, el ser-en-acto es en la cosa producida:
la acción de construir está en la cosa construida y la acción de tejer en el
tejido […]. Por el contrario, en aquellas [operaciones] en que no hay
alguna obra además del ser-en-acto, en ellas reside el ser-en-acto, en el
sentido en que la visión está en el vidente, la contemplación [theoria] en
aquel que contempla y la vida en el alma» (Met., 1050 a 21- 1050 b).
Podemos comprender mejor, en este punto, por qué Aristóteles no
parece tener mucha consideración por el technites y por qué la poiesis, la
«producción», le parece inferior a la praxis, a la acción. Por mucho que
pueda parecernos extraño, para los griegos la operación no reside en el
artista, sino en la obra que él produce: la operación de construir no está en
el arquitecto, sino en la casa, la operación de tejer no está en el tejedor,
sino en el tejido. Lo que define para Aristóteles la acción es, más bien, que
el ser-en-acto consiste aquí plenamente en el agente y no en una cosa
exterior.
La idea de un fin en sí, que Aristóteles evoca en la Ética nicomáquea y
que los modernos y Arendt retoman, es, en este sentido, inexacta. Mientras
tanto el artesano como el artista estén condenados a tener su energeia, su
ser-en-acto fuera de sí, el hombre de acción es ontológicamente amo de
sus actos; pero por esto, mientras el artesano sigue siendo tal también si no
ejerce su actividad, el hombre de acción no puede ser argos, tiene
constitutivamente que actuar. Por lo demás, si el fin es aquello «con vistas
a lo cual» las demás cosas quedan constituidas como medio, hablar de un
fin en sí no tiene otro sentido que aquel —por otra parte tautológico— de
excluirlo resueltamente de la esfera de los medios.
 

5. La teoría aristotélica de la acción que hemos buscado reconstruir dista


mucho de ser coherente. La misma distinción entre poiesis y praxis (que
Aristóteles declara en un cierto punto haber sacado de «discursos
esotéricos», exoterikois logois: Et. nic., 1140 a, 3) no es tan evidente como
parece serlo a primera vista. Si el bien al cual se orienta la praxis es
«aquello con vistas a lo cual todo lo demás es realizado», entonces
también la acción compartirá de alguna forma con la poiesis el hecho de
tener un fin. Esto es lo que Aristóteles mismo sugiere escribiendo, en un
célebre pasaje del De caelo, que «el ser que se encuentra en la condición
más perfecta no necesita ninguna acción [to […] arista echonti outhen dei
praxeos], porque es él mismo lo “con vistas a lo cual”; la acción, en
cambio, siempre tiene lugar en una dualidad [he de praxis aei estin en
dysin], desde el momento en que hay un “con vistas a lo cual” y aquello
que se hace con vistas a ello» (De cae., 292 b, 5-6). En cuanto actúa, el
hombre —que, escribe justo antes Aristóteles, con respecto a los demás
vivientes es «aquel que cumple el mayor número de acciones» (ibid., 292
b, 2)— está apresado necesariamente en una escisión (en dysin), que
parece volver difícil, si no imposible, la identidad entre el fin y la acción
que tendría que definir la praxis. Es justamente la tensión irreductible
hacia aquello que nunca puede ser medio lo que condena a aquel que actúa
a la escisión entre medios y fines, a la eterna, irresuelta e irresolvible
dialéctica entre medios que —aunque adecuados y legítimos— no pueden
más que perseguir un objetivo y un fin que, si bien los constituye como
tales en relación a sí mismo, nunca se deja identificar con ellos. Y, según
el teorema que la filosofía wolffiana debía inscribir perentoriamente en el
umbral de la modernidad: qui vult finem, velle debet media, «quien quiere
el fin, debe querer los medios».
 

6. Es significativo que Platón, al menos en las últimas obras, no conciba


el bien como un fin, sino como arché anypothetos, «principio no
presupuesto» o «no hipotético» (Rep., 6, 511 b), al cual se llega no a través
de la acción, sino a través del conocimiento dialéctico, con un movimiento
regresivo (katabaino). Y es justamente el propósito de eliminar la acción
de la esfera de la política lo que Arendt reprocha a Platón, acusándolo de
querer sustituirla por un gobierno en última instancia tiránico, y el modelo
de la polis, donde los hombres actúan libremente, por aquel del oikos,
donde los hombres mandan y son mandados.
Si bien es cierto que una limitación radical del primado de la praxis en
la política correspondía ciertamente a sus intenciones, Platón no tenía en
mira, sin embargo, una simple sustitución de la acción por el gobierno. En
un pasaje de Las leyes, cuya importancia es subrayada por Arendt, él
compara las acciones de los hombres a los gestos de una marioneta
movidos por las manos de un Dios. Sin embargo, aquí resulta decisivo que
Dios no parece perseguir ninguna finalidad, sino que se limita a jugar con
los hombres y que este «juego» está presentado, por así decirlo, como el
paradigma de una política más feliz: «El hombre es una especie de juguete
[ti paignion; antes lo había definido como una “marioneta […]
divina”, thauma theion: ibid., I, 644 d] construido por un Dios, y esto es en
realidad lo mejor para él. Cualquier hombre y cualquier mujer deben
transcurrir la vida [diabionai] de esta manera, jugando a los juegos más
bellos [paizontas hoti kallistas paidias], teniendo en mente lo contrario de
aquello que hacen ahora» (ibid., 7, 803 c). Que el juego sea aquí evocado
como la esfera por excelencia en la cual la relación medios-fines queda
neutralizada, está dicho con claridad inmediatamente después: «Ahora los
hombres piensan que las cosas serias deben tener como fin los juegos
[heneka ton paidion gignesthai], y de hecho retienen que las cosas de la
guerra, que son serias, deben ser conducidas con vistas a la paz. Pero en la
guerra nunca hay por naturaleza ni juego ni cultura [Platón juega aquí con
la concordancia etimológica entre paidia e paideia] que sean dignos de
este hombre y ni ahora ni en el futuro habrá aquello que afirmamos que es
la cosa más seria» (ibid., 7, 803 d).
La idea de que el juego «pacífico» puede ser pensado como fin del
medio serio «guerra» queda aquí desmentida sin reservas. Y justamente en
este punto el juego puede ser presentado como el verdadero paradigma de
un buen gobierno, que es bastante diferente al «dominio» evocado por
Arendt: «Así pues, hace falta que cada uno pase la vida en paz de la
manera más duradera y mejor. Y ¿cuál es esta manera más justa? Se debe
vivir jugando algunos juegos [paizonta estin diabioten tinas de paidias],
celebrado ritos, cantando y danzando, de tal modo que se sea capaz de
propiciarse los dioses y apartar [éste es el sentido de amynesthai] a los
enemigos y, si se debe combatir, vencerlos» (id.). Lo que Platón parece
aquí prefigurar no es el estado totalitario, sino el falansterio de Fourier,
con sus series amorosas y su alegre revolución doméstica.
Que esta idea —que Platón enuncia con perfecta seriedad— de «una
política lúdica» pudiera parecer de algún modo escandalosa, está
testimoniado por la manera en que Cicerón —que concibe la acción
política como un officium— tiene cuidado de rebatirla, escribiendo que
«no hemos sido generados por la naturaleza como si fuéramos hechos para
jugar [ad ludum et ioucum: la lengua latina distingue entre el juego de
palabras, iocus, y el juego de acción, ludus], sino más bien para la seriedad
[ad severitatem] y para ocupaciones mayores y más graves» (De of., I, 29,
103). Si bien Cicerón ciertamente no podía ignorar que no sólo, para un
griego, los juegos podían ser la cosa más seria (que se piense en la
descripción de los juegos fúnebres por la muerte de Patroclo en el libro
XXIII de la Ilíada), pero también que algunos de los rituales latinos más
solemnes (como los juegos capitolinos, instituidos para conmemorar la
resistencia a los galos, y los ludi romani, celebrados en honor a Júpiter)
tenían la forma de juegos.
 

7. La crítica del finalismo nunca se esfuma del pensamiento antiguo.


Los estoicos, que incluso retoman la definición aristotélica del telos, como
«aquello con vistas a lo cual todo es realizado y que nunca es realizado
con vistas a algo más», distinguen sin embargo entre el «objetivo»
(skopos) de una acción y su «fin» (telos). Sobre el objetivo podemos
equivocarnos, porque su cumplimiento no depende de nosotros, sino del
destino; en cuanto al fin, en cambio, el sabio no puede en ningún caso
fallarlo. El sabio, en este sentido, es parecido al arquitecto que mira con
arte su blanco, que puede fallar o alcanzar: pero el fin, que consiste en la
mira misma, no puede escapársele. Como ha sido observado, «la causa
final queda aquí reducida al rango de skopos, es decir, de una simple causa
“ocasional” o “material”. La actividad racional que se ejerce sobre esta
materia es el fin supremo (telos), pero es un fin plena y constantemente
inmanente» (Goldschmidt, p. 149).
Si aquí a la idea de un fin externo le es retirada cualquier dignidad
moral, la idea aristotélica de un fin en sí es, en realidad, plenamente
conservada. Sin embargo ella, según una imagen sobre la cual tendremos
la oportunidad de volver, encuentra su modelo ejemplar no en las artes
productivas, sino en aquellas que se agotan en su ejecución. La sabiduría,
escribe Cicerón siguiendo a sus maestros estoicos, se asemeja a la
recitación de un actor y a la danza, en las cuales «el fin no es buscado
fuera» (non foris petatur extremum), sino que consiste en su misma
«efectuación» (artis effectio: De fin., 3, 7, 24). El fin no queda por esto
eliminado y, en la forma del fin en sí, continúa proporcionando el
paradigma de la acción: un fin que no puede nunca ser medio es
íntegramente solidario con un medio que nunca puede ser fin.
La crítica radical de cualquier teleologismo tiene su lugar tópico en el
epicureismo. Incluso llega, en Lucrecio, a negar que pueda darse en un ser
vivo algo como una finalidad. Ningún órgano ha sido creado con vistas a
un fin, ni los ojos para la visión, ni las orejas para la audición, ni la lengua
para el habla: «…aquello que ha nacido genera su uso [quod natumst id
procreat usum]. / Ni la vista fue antes de que naciera la luz de los ojos, / ni
el proferir palabras antes de que fuera creada la lengua, / más bien el
nacimiento de la lengua anticipa realmente al hablar y las orejas nacieron
antes de que escucharan los sonidos y, en definitiva, todos los miembros /
precedieron, yo creo, a su uso» (De rer. nat., 4, 835-841). La inversión de
la relación entre órgano y función despeja el campo de cualquier teleología
preestablecida. La vida es aquello que se produce en el acto mismo del
ejercicio como una delicia interior al acto, como si a fuerza de gesticular la
mano ésta encontrara al final su placer y su «uso», el ojo a fuerza de mirar
se enamorara de la visión, las piernas, doblándose rítmicamente,
inventaran el paseo.
 

8. Es evidente que en la teología cristiana el paradigma aristotélico del


bien-fin supremo alcanza su formulación extrema, hasta presentarse como
la piedra angular tanto del edificio cósmico como de aquel moral. En
efecto, no solamente la idea de bien es aristotélicamente inseparable de
aquella de fin (en las palabras de Tomás, bonun rationem finis importat),
sino que Dios, en cuanto bien supremo (summum bonum o finis ultimus),
es aquello con respecto a lo cual todo lo creado necesariamente queda
ordenado. La finalidad necesaria de toda acción proporciona aquí, de
hecho, una de las pruebas de la existencia de Dios: todas las creaturas que
no tienen la razón pueden tender a un fin sólo si, «como la flecha del
arquero» (sicut sagitta a sagittante), son dirigidas por un ser que tiene
conocimiento e inteligencia. «Hay por tanto un ser inteligente por el cual
todas las cosas quedan ordenadas con respecto a un fin, y a este ser lo
llamamos Dios» (Sum. theol., I, q. 2, a. 3).
En el libro en el que Tomás ha resumido su pensamiento, la Summa
contra Gentiles, el teorema omnis agens agit propter finem precede
inmediatamente aquel omnis agens git propter bonum, del cual es
inseparable. La distinción aristotélica entre la acción que tiende a un fin
externo y aquella que tiene en sí misma su fin es, sin embargo, conservada:
«A veces la acción termina en un cierto producto [ad aliquod factum],
como la construcción en la casa y la medicina en la curación; a veces no,
como en la inteligencia y en la sensación […] cuando no termina en un
producto, el impulso del agente tiende a la misma acción [tendit in ipsam
actionem]» (Sum. contr. Gent., 3, 2, 2).
Sin embargo, justamente al final del capítulo, Tomás tropieza con una
clase de actos humanos que no parecen dirigidos a algún fin y que
amenazan, por lo tanto, con poner en cuestión los dos teoremas. «Hay
algunas acciones —escribe— que no parecen cumplidas con vistas a un
fin, como aquellas hechas por juego o aquellas contemplativas [sicut
actiones ludicrae et contemplatoriae] y las acciones que se hacen
distraídamente [absque attentione], como el tocarse la barba [confricatio
barbae] y similares, de las cuales podríamos ser inducidos a creer que un
agente puede actuar sin un fin» (ibid., 3, 2, 9). Mientras que las acciones
contemplativas se dejan fácilmente reconducir a aquellas que «tienen en sí
mismas su fin» (ipsae sunt finis: id.), más inquietante es el caso de los
actos hechos por juego y de aquellos gestos involuntarios, como el tocarse
la barba o el rascarse la cabeza, que parecen escapar a toda finalidad.
Aunque Tomás se da cuenta de que reintroducir el juego, los tics y los
gestos que escapan al control de la consciencia en la categoría del fin —es
decir, del bien— sea de alguna manera impropio, debe hacerlo a toda
costa, porque sus teoremas no toleran excepciones. «Las acciones lúdicas
son a veces ellas mismas el fin, como cuando quien juega lo hace sólo por
el placer de jugar; otras veces tienen un fin, como cuando jugamos para
poder actuar después con mayor fuerza. En cuanto a las acciones que se
cumplen distraídamente, ellas no provienen del intelecto, sino de alguna
imaginación repentina o causa natural, como un desorden de los humores
que produce una comezón es causa del tocarse la barba, que adviene sin la
atención del intelecto. Y sin embargo también estos actos tienden a un fin,
aunque fuera del orden del intelecto» (id.).
La atribución de una finalidad a los gestos involuntarios —una categoría
sobre la cual tendremos la oportunidad de volver— es una evidente acción
forzada. Quien tiene el tic de tocarse la barba o quien cumple uno de los
tantos gestos inmotivados que hacemos cada día, no lo hace ciertamente
por una comezón; él se encuentra más bien con sus actos en una relación
que no es la de medio para un fin ni de un fin en sí.
 

9. Se suele atribuir a Kant el intento de hacer salir la moral de la


dialéctica entre fines y medios. Lo hizo desarrollando hasta las extremas
consecuencias la idea de «fin en sí» (Zweck an sich selbst) y conectándola
con la de «fin último» (Endzweck), es decir, a través de una paradójica
absolutización de la idea de finalidad. Ya en la Kritik der reinen
Vernunft el principio de «una unidad de las cosas conforme a un fin»
(Zweckmässige Einheit der Dinge) se había asomado como una idea
regulativa de la razón, según la cual la razón requiere «que toda conexión
del mundo sea considerada sobre la base de los principios de una unidad
sistemática, es decir, como si tales conexiones derivaran todas de un ser
único omnicomprensivo, causa suprema y omnisuficiente» (Kant I, B 714,
p. 534). Este principio valía, sin embargo, sólo como una idea regulativa y
no podía fundar ningún conocimiento científico de la naturaleza.
Sin embargo, según Kant existe un ámbito en el cual el principio de la
finalidad puede afirmarse de manera incondicionada, a saber, el de la
moral. Éste se presenta aquí en primer lugar en la forma de un «fin en sí»:
«el hombre y, en general, cualquier ser racional —se lee en
la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten— existe como fin en sí mismo
[als Zweck an sich selbst], no simplemente como medio para ser usado por
esta o aquella voluntad» (Kant 2, BA 64, p. 86). Como todas las ocasiones
que está en cuestión una problemática de orden ético, se trata, en realidad,
de garantizar un principio directivo para la acción humana: sin la idea de
un fin en sí, en efecto, «no se podría nunca encontrar algo provisto de
valor absoluto» y, desde el momento en que todo se volvería casual, «no
sería posible encontrar para la razón un principio práctico supremo» (ibid.,
BA 65-66, p. 87).
Estrechamente conectada con la idea de un fin en sí está la idea de «fin
último» (Endzweck), a la cual está dedicada toda la segunda parte de
la Kritik der Urteilskraft. Si fin último «es aquel que no requiere ningún
otro como condición de su posibilidad» (Kant 3, § 84, p. 311), el único ser
que se puede pensar como «objetivo último [de la naturaleza], de tal modo
que con respecto a él todas las demás cosas naturales constituyen un
sistema de fines» (ibid., § 83, p. 306) es el hombre como ser moral. En él,
fin último y fin en sí coinciden: «del hombre […] en cuanto ser moral, no
se puede preguntar aún para qué fin (quem in finem) existe. Su existencia
tiene en sí misma el objetivo supremo, al cual, por cuanto está en su
facultad, él puede someter la naturaleza completa» (ibid., § 84, pp. 312-
313).
 

10. Las dos expresiones «fin en sí» y «fin último» se presuponen una a
otra y significan, en realidad, la misma cosa. Es Kant mismo quien lo
sugiere, cuando, en el § 82 de la Kritik der Urteilskraft, busca definir este
concepto. Comienza con oponerlo a la «finalidad externa» (aussere
Zweckmässigkeit), en la cual una cosa sirve a otra como medio con vistas a
un fin, sirve a la finalidad «interna» (innere), que se refiere a un objeto
«independientemente de la consideración de si la existencia misma del
objeto es o no un fin». Decir que el fin de la existencia de un ser natural
está en él mismo, agrega a continuación, significa que no es simplemente
«fin» (Zweck), sino también «fin último» (Endzweck: ibid., § 82, pp. 301-
302). Fin en sí y fin último se legitiman y se definen circularmente el uno
al otro: aquello que tiene en sí mismo su fin es necesariamente también un
fin último, puesto que, si hubiera un fin ulterior, cesaría de ser fin en sí;
por otra parte, un fin último, en cuanto no puede ser condicionado por otro
fin, debe tener su fin necesariamente en sí.
Justamente en este círculo vicioso consiste la insuficiencia de la
argumentación kantiana, sobre la cual ya Schopenhauer tenía que ironizar.
«Existir como fin en sí mismo —observa en el § 8 de la Presschrift über
die Grundlage der Moral— es una cosa inconcebible, una contradictio in
adiecto. Ser un fin, quiere decir ser objeto de una voluntad [gewolt sein].
Todo fin es tal solamente en relación con un querer, del cual él es el fin, es
decir, como se ha dicho, el motivo directo. Sólo en esta relación el
concepto de fin tiene un sentido, y lo pierde si es desvinculado de aquella
relación. Pero esta relación que le es esencial excluye necesariamente todo
“en sí”. “Fin en sí” es justamente como “amigo en sí”, “enemigo en sí”,
“tío en sí”, “norte o sur en sí”, “sobre o bajo en sí”, y asi sucesivamente»
(Schopenhauer 2, pp. 238-239).
La crítica de Schopenhauer, que se funda en la necesaria
complementariedad de medios y fines, es, en verdad, menos probatoria de
lo que parece. Kant era ciertamente consciente del vínculo que aprieta
juntas las dos nociones en un dispositivo unitario y es posible que él
buscara precisamente una estrategia para neutralizarlo. Y, tal vez, intentó
hacerlo operando sobre el concepto de fin. La frase «independientemente
de la consideración de si la existencia misma del objeto es o no un fin» en
la definición de la finalidad interna podría sugerir justamente esta
indeterminación de fines y medios. Así pues, el problema no es tanto si la
expresión «fin en sí» —como aquella de «tío en sí»— tiene o no sentido o
es o no contradictoria, sino medir la eficacia de la estrategia en la cual
ellas se inscriben. Si la idea de un «tío en sí» consiguiera hacer saltar la
relación de parentesco en la cual supuestamente actúa, ella, a pesar de su
contradictoriedad, habría conseguido su objetivo.
 

11. Kant no era nuevo en estrategias de este género. Él había concluido


la analítica de lo bello con la célebre —y asimismo contradictoria—
definición de la belleza como «la forma de la finalidad de un objeto, en
cuanto que ésta es percibida sin la representación de un fin» (Kant 3, § 17,
p. 81). En esta «finalidad sin fin» él se acercó ciertamente a una
emancipación de la relación medios-fines, con respecto a la esfera estética,
bastante más de lo que consiguió hacerlo en la segunda parte de la obra
con respecto a la esfera moral.
Con razón se ha objetado a la idea kantiana de fin en sí que ella opera,
en realidad, una «introversión del telos», que permite resolver toda
relación de fines en una relación consigo (Spaemann, p. 53). En
conformidad con la interpretación freudiana del narcisismo como
introversión de la libido, el hombre que tiene en sí mismo su fin se
encuentra, exactamente como Narciso, en la imposibilidad de alcanzarse.
En la Metaphysik der Sitten, Kant había definido, en efecto, el fin como
«un objeto del arbitrio (de un ser razonable), cuya representación
determina la voluntad a una cierta acción que realiza el objeto mismo»
(Kant 4, p. 229). Un sujeto que —como Narciso con su deseo— haya
introyectado en sí mismo su fin se encontrará entonces de frente a la
imposible tarea de tenerse que determinar, a través de la representación de
sí, a producirse a sí mismo.
Kant no podía, por lo tanto, no darse cuenta de que, definiendo al
hombre como fin en sí, lo situaba en una aporía, es decir, literalmente en
una ausencia de camino. La idea de un fin en sí es, en efecto, la de una
finalidad con respecto a la cual no existen medios posibles; pero una
finalidad sin medios es tanto más alienante e imposible de pensar que una
medialidad sin posible fin. Es la condición de parálisis de toda acción que
Kafka, en uno de los cuadernos en octavo, resumió, con su habitual
drasticidad, en la fórmula: «hay una meta, pero ningún camino». Que Kant
fuera o no consciente de esto, su idea de un fin en sí equivalía, en realidad,
a revocar radicalmente en su cuestionamiento la idea misma de finalidad.
Sin embargo, frente a esta revocación de cualquier finalidad, él retrocedió.
Y lo hizo recurriendo a la idea teológica de un fin último, es decir, de un
fin con respecto al cual todo lo demás se transforma en medio.
Concibiendo al hombre, en cuanto ser moral, no sólo como un fin en sí,
sino también como fin último de la creación, reintrodujo el dispositivo
medios-fines que tal vez en un primer momento había intentado poner en
cuestión. Sin el hombre, «la cadena de los fines subordinados uno a otro
no tenía un verdadero principio, y sólo en el hombre, pero en el hombre en
cuanto sujeto de la moralidad, se puede encontrar esta legislación
incondicionada relativamente a los fines, que sólo a él lo vuelve capaz de
ser un fin último, al cual la naturaleza está teleológicamente subordinada»
(Kant 3, § 84, p. 313). Que el hombre como fin último sea el garante de la
perfecta jerarquía entre medios y fines que define aquello que él llama una
«teología ética» (Ethiktheologie) no podría ser afirmado con más fuerza.
La determinación del hombre como ser moral coincide así con el triunfo
definitivo de la finalidad en la esfera de la acción. Como Schopenhauer
había intuido, atacando a la ética kantiana de ser solamente una teología
enmascarada, el desarrollo de la teleología moral demuestra, aunque sólo
para el uso práctico de la razón y no para el juicio determinante, la realidad
de un autor supremo y legislador moral del universo: «según la naturaleza
de nuestra razón, en ella es imposible concebir la posibilidad de tal
finalidad relativa a la ley moral y a su objeto, el cual se encuentra en este
fin último, sin un autor y regente del mundo que sea al mismo tiempo un
legislador moral» (ibid., § 88, p. 336).
 

12. Como suele ocurrir, es en la obra de un jurista donde el concepto de


fin y, en particular, el de fin en sí traicionan a sus razones últimas. Se trata
de un estudioso que trató de construir una teoría del derecho enteramente
desde el punto de vista del fin. En 1877 Rudolf von Jhering, que había
alcanzado ya una fama duradera gracias a un opúsculo, Der Kampf ums
Recht —que ya en el título declaraba su deuda con las teorías de Darwin
—, publica Der Zweck im Recht. Comienza enunciando sin reservas una
verdadera y propia «ley del fin», que gobierna el ámbito completo del
actuar humano. «El hombre que actúa lo hace no sobre la base de un “por
qué”, sino de un “para qué”, es decir, del fin de alcanzar algo. Para la
voluntad este “para qué” es indispensable tanto como el “por qué” para la
piedra. Como el movimiento de la piedra no es posible sin una causa, así el
movimiento de la voluntad no es posible sin un fin […]. La ley de
causalidad se puede formular así: no hay acontecimiento del mundo
sensible externo sin algo antecedente y diferente que lo haya causado o
(según la formulación más conocida) no hay efecto sin causa. La
formulación de la ley del fin es en cambio la siguiente: no hay voluntad,
esto es, para usar un término equivalente, no hay acción sin un fin»
(Jhering 1, pp. 17-18). Según un paradigma que nos es ahora familiar,
acción y voluntad están identificadas y justamente esta identificación
funda el rango primordial del fin en toda acción humana: «No existe una
diferencia de significado entre querer y querer para alcanzar un objetivo,
desde el momento en que no existen acciones privadas de objetivo» (ibid.,
p. 29).
En 1883, Jhering publica el segundo volumen de la obra, enteramente
dedicado a la ética en todos sus aspectos, comprendidas la moda, la buena
educación y las reglas de cortesía. Y es en este contexto donde él se ocupa
del fin en sí. «El concepto de valor —escribe—, es decir, de la gradual
idoneidad de una cosa con respecto a los fines humanos, encuentra
aplicación también para el hombre. Pero mientras la cosa y, donde estaba
vigente o todavía lo está la esclavitud, también el hombre, no son nada
más que un medio para fines humanos, el hombre, donde ha reconocido e
impuesto su vocación sobre la Tierra, es al mismo tiempo un fin en sí
[Selbtzweck], en el lenguaje del derecho: él es persona [er ist Person]»
(Jhering 2, p. 496).
No es ciertamente una coincidencia si Jhering se sirve aquí de un
término que significa en su origen «máscara» y que, como él sabía
perfectamente, designa ya a partir del derecho romano la capacidad
jurídica de un sujeto responsable de sus acciones. Persona nombra no a un
sujeto físico, sino a la máscara o la ficción a través de la cual él se vuelve
un sujeto de derecho, que puede llevar a la práctica con su voluntad
acciones jurídicamente válidas y, por consiguiente, ser obligado a
responder por ellas. Se trata, por tanto, una vez más, constituyéndolo como
fin en sí y persona, de inscribir al hombre en el dispositivo voluntad-
acción-imputación. Como en Kant, este dispositivo tiene evidentes
implicaciones teológicas, que pueden sorprender en un jurista no extraño a
simpatías positivistas: «La fuerza verdaderamente creadora en el mundo
[…] es la voluntad, tanto de Dios como del hombre, creado a su imagen y
semejanza. El resorte de esta fuerza es el fin. En el fin se encuentran el
hombre, la humanidad y la historia. En las dos partículas quia (por qué)
y ut(para qué) se refleja el contraste de dos mundos: el quia es la
naturaleza, el ut es el hombre […] con el ut, Dios ha dado al hombre toda
la Tierra, como él mismo ha anunciado en la historia mosaica de la
creación» (Jhering 1, p. 32).
 

13. Podemos proponer en este punto la siguiente hipótesis: el dispositivo


—o la «ley» como la llama Jhreing— del fin encuentra su sentido y su
función precisamente en la creación de un sujeto para la acción humana.
La arqueología de la subjetividad no puede ser sólo gnoseológica: ella es,
primero que nada, pragmática. Antes de nacer, ya en los precursores
medievales de Descartes, como sujeto del conocimiento, algo como un
sujeto fue postulado y producido en la esfera de la praxis como centro de
imputaciones de la acción voluntaria. Desde esta perspectiva, se podría
decir tanto que el fin no es más que el punto de fuga que —ya a partir de
la proairesisaristotélica— las intenciones y las acciones de un sujeto
proyectan enfrente de él, como que el sujeto de la acción no es más que la
sombra proyectada que el fin arroja detrás de sí.
Se trata, en cualquier caso, de encontrar un centro de imputación para
el crimen/karman, para el misterio de la acción humana. Se comprende
entonces el sentido de aquella separación entre el karman y el Atman, entre
la acción y el sujeto que define el núcleo más problemático de la doctrina
budista. Ésta queda enunciada con claridad en estos términos: «Oh monjes,
yo enseño una sola cosa, a saber, el karman. El acto existe, su fruto existe,
pero el agente, que pasa de una existencia a otra para gozar del fruto del
acto, no existe» (Silburn, p. 189). Los estudiosos occidentales se han
preguntado cómo fue posible conciliar las dos tesis al menos en apariencia
opuestas: por un lado, la realidad y la eficacia de los actos y, por el otro, la
inexistencia de un sujeto permanente al cual imputar las consecuencias de
la acción. Si se la traduce, no sin alguna arbitrariedad, en los términos de
nuestra investigación, la estrategia del Buda se vuelve perfectamente
coherente: se trata de romper el nexo que liga el dispositivo acción-
voluntad-imputación a un sujeto. La acción existe en la rueda de la co-
producción condicionada según el principio puramente factual «si esto,
entonces aquello» y, por esto, ella parece implicar en la transmigración a
aquel que se ha reconocido en ella; el sujeto como actor responsable de la
acción es sólo una apariencia o una fachada debidas a la ignorancia o a la
imaginación (en los términos de nuestra investigación, es una ficción
producida por los dispositivos del derecho y de la moral). Esto significa,
sin embargo, que el problema se transforma en este punto en aquel de
pensar de manera nueva la relación, o la no-relación, entre las acciones y
su supuesto sujeto.
 

14. Un intento de pensar la relación entre el sujeto y sus acciones de


forma distinta a aquella a partir del paradigma de la finalidad ha sido
realizado en uno de los textos ejemplares de la tradición tántrica,
los Aforismos de Shiva (Shivasutra) de Vasugupta. En el centro del
«camino de los Mantra» —como queda definido el corpus de las escrituras
a las que ellos pertenecen— está la figura de Shiva, el «benigno», el dios
inaferrable de los extremos y del movimiento incesante, cuyo emblema es
el linga, el falo perpetuamente erecto (como en Pan y en los sátiros del
mito griego). Este dios —recita uno de los aforismos (Vasugupta, p. 204)
— exento de los impulsos kármicos de los nacimientos, está directamente
presente en todas las creaturas, pero éstas, enceguecidas por Maya, la
potencia de la ofuscación, no pueden verlo. Aquel que queda aprisionado
en el «lazo de Maya» (ibid., p. 196) conoce y siente, pero su
discernimiento queda limitado a la visión de los lazos. Por esto, «en el lazo
de Maya encuentra fundamento tanto el mérito moral como el demérito»
(id.), es decir, la responsabilidad kármica para las acciones realizadas.
Resulta decisivo que la transformación que adviene en aquel que ha
vencido la ofuscación y se ha despertado esté descrita a través de la
metáfora de la danza. «“El Sí (Atman) es un danzante (nartaka)” enuncia
un aforismo del Tercer desocultamiento» (ibid., p. 210). Y el comentario
precisa que, danzando, el sujeto que se ha despertado «manifiesta con el
libre juego de sus movimientos toda una variedad de figuraciones» y, en
este sentido, es comparado con un «intérprete del teatro del mundo». Lo
que el texto quiere sugerir es que la relación del Sí despertado con sus
acciones no es ya aquella kármico del mérito y del demérito, del medio y
del fin, sino que se asemeja más bien a aquella de un danzante con sus
gestos. Y, para aquel cuyas acciones se han vuelto gestos, «el Sí interior es
la escena» y «los sentidos son los espectadores». «Desaparece toda
división […] ellos disfrutan el sabor de la maravilla en toda su plenitud»
(ibid., p. 215).
 

15. Una comparación del conocimiento perfecto con la danza (y con el


actor) la habíamos ya encontrado en los estoicos. La distinción entre las
artes que tienen un fin externo y aquellas (como la danza) cuyo fin
coincide con su efectuación (artis effectio) aparece más veces en la
tradición occidental. «Algunas artes —observa Quintiliano— consiste en
la acción [in agendo], porque en ellas el fin se realiza en el acto mismo y
no deja después de esto ninguna obra [nihilque post actum operis
relinquit]. Un arte de este género, que se llama por esto praktike, es la
danza» (Inst. or., 2, 18). Ambrosio, retomando el pasaje de Quintiliano,
distingue en el mismo sentido entre artes actuosae, «que consisten sólo en
el movimiento del cuerpo o en el sonido de la voz, y en el cual no queda
nada después de la operación», y aquellas artes, como la arquitectura y el
tejido, en que «al cesar la operación, da como resultado el producto de la
obra […] de tal modo que proporciona al operador un testimonio de su
obra» (Hexaem., 1, 5, 17).
La distinición nos interesa de modo particular, porque pone en cuestión
el nexo necesario que Aristóteles, en un pasaje de la Ética nicomáquea,
había instituido entre las technai y la poiesis, contrapuesta una vez más a
la praxis: «todo arte lleva algo a la existencia [esti de techné pasa peri
genesin] […] puesto que poiesisy praxis son distintas, el arte pertenece
necesariamente a la poiesisy no a la praxis» (Eth. Nic., 1140 a, 11-17).
Tanto los estoicos como Quintiliano (que sin embargo, hablando de un
«arte práctica», debía darse cuenta de entrar en flagrante contradicción con
la tesis de Aristóteles) continúan sirviéndose del paradigma del fin en sí,
que Ambrosio, en cambio, abandona. En cualquier caso, las artes que
nosotros llamamos «performativas» constituyen el ejemplo de una acción
humana que parece escapar de la categoría de la finalidad.
 

16. En el ensayo de 1921 Zur Kritik der Gewalt Benjamin buscó a su


manera romper el nexo entre medios y fines. Y lo hizo no, como Kant,
empujando al extremo la polaridad del fin, sino buscando pensar de otra
forma el concepto de medio, desde la perspectiva de aquello que él llama
una «política de medios puros» (Politik der reinen Mittel: Benjamin 2, p.
19). Que tuviera en mente una confrontación con Kant está demostrado
por el hecho de que, en una carta a Scholem de diciembre de 1929, él
comunica a su amigo que uno de los capítulos del libro sobre la política
que está escribiendo llevará el título de «teleología sin fin último»
(Teleologie ohne Endzweck: Benjamin 3, p. 247). Retomando, con alguna
variación no casual, la definición kantiana de lo bello («finalidad sin
fin», Zweckmässigkeit ohne Zweck), él trataba verosílmente de lanzarla
contra la «teleología moral» que concluye la Kritik der Urteilskraft, en la
cual el Endzweck designa precisamente la posición del hombre como «fin
último» de la creación.
En el centro del ensayo sobre la violencia está el concepto de «medio
puro». Después de haber caracterizado la esfera del derecho como aquella
en la cual domina la relación entre medios y fines, Benjamin comienza
denunciando cualquier teoría que trate de fundar la legitimidad de la
violencia como un medio para fines justos. No se trata, de hecho, de
valorar la violencia en relación con los fines que ella persigue, sino de
buscar su criterio en «una distinción en la esfera misma de los medios, sin
consideración de los fines a los cuales ellos sirven» (Benjamin 2, p. 5).
Tanto el derecho natural, que pretende «“justificar” los medios con la
justeza de los fines», como el derecho positivo, que quiere «“garantizar” la
justicia de los fines con la legitimidad de los medios» (ibid., p. 6),
comparten el falso presupuesto de que sea posible enlazar medios
(legítimos) y fines (justos). Esta crítica del finalismo implica, como era
predecible, también al imperativo categórico kantiano («Actúa de tal modo
que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca solamente
como medio»), que Benjamin, desde la perspectiva de una definición de
los medios puros, propone irónicamente invertir («se podría poner en duda
si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, y por tanto si es lícito
servirse, o dejar que otros se sirvan […] de sí o de otro también como de
un medio»: ibid., p. 13 n).
Es como paradigma de una «medialidad pura», es decir, sustraída de
cualquier relación inmediata con un fin, como debe entenderse esa
violencia que, en oposición a la violencia que funda el derecho o lo
conserva, Benjamin llama «violencia pura o divina» (ibid., p. 25), que ni
funda el derecho ni lo conserva, sino que lo «depone» (entsetz). «¿Y si
[…] se pudiera identificar —pregunta él— una violencia de otro género,
que ciertamente no podría ser medio legítimo o ilegítimo para aquellos
fines, sino que no se encuentra en absoluto en la relación de medio con
ellos, sino, en alguna otra relación [nicht als Mittel zu ihnen, vielmehr
irgendwie anders, sich verhalten würde]?» (ibid., p. 21).
 

17. ¿Qué es un medio puro? La pureza, escribe Benjamin en una carta a


Ernst Schoen de enero de 1919, no es algo que tenga su criterio en sí
misma y deba, como tal, ser preservada, sino que está siempre subordinada
a una condición, es decir, a la relación con algo externo. En el ensayo
sobre la violencia, este elemento externo es el derecho, con respecto a
cuyos fines la violencia —en cuanto medio puro— nunca se refiere como
medio, sino «de algún otro modo», que coincide, por último, con su
deposición. Es significativo que Benjamin mantenga aquí el término
«medio»: un medio puro es, por tanto, un medio que, mientras sigue
siendo tal, se ha emancipado de la relación con un fin. Es como si a la
«finalidad sin fin» kantiana, Benjamin hiciera aquí corresponder
puntualmente una paradójica «medialidad sin fin»; pero mientras la
finalidad sin fin es, por así decirlo, pasiva, porque mantiene la forma vacía
del fin sin poder exhibir algún objetivo determinado, al contrario la
medialidad sin fin es de algún modo activa, porque en ella el medio se
muestra como en el acto mismo en que interrumpe y suspende su relación
con el fin. Como los movimientos habitualmente dirigidos a un cierto
objetivo son, en la gesticulación de un mimo, repetidos y exhibidos como
tales —es decir, como medios— sin que haya ya ninguna conexión con su
pretendido fin y, de este modo, adquieren una nueva e imprevista eficacia,
así la violencia, que era solamente medio para la creación o la
conservación del derecho, se vuelve capaz de deponerlo en la medida en
que expone y vuelve inoperosa su relación con aquella finalidad.
El medio puro pierde su enigmaticidad si se lo restituye a la esfera del
gesto de la cual proviene. Tanto en las evoluciones del danzante como en
las contracciones y los ademanes en que adoptamos poses sin darnos
cuenta, el gesto no es nunca para aquel que lo realiza (o, más bien, parece
realizarlo) un medio para un fin, pero aún menos puede ser considerado un
fin en sí. Y como, a pesar de su ausencia de intención, la danza es la
perfecta exhibición de la pura potencia del cuerpo humano, así se diría
que, en el gesto, cada miembro, una vez liberado de su relación funcional
con un fin —orgánico o social—, puede por primera vez explorar, tantear
y mostrar, sin nunca agotarlas, todas las posibilidades de las cuales es
capaz. Por esto Alberto Magno, buscando definir el modo de ser de una
potencia en cuanto tal, la compara con el mimo y la danza. «Las
evoluciones que realizan los mimos —escribe en el comentario a
la Física de Aristóteles— son la voluble realización [perfectio] de su ser
voluble y la danza de las danzantes que bailan juntas en una escena es la
realización de su ser hábiles en el baile y de su potencia de danzar en
cuanto potencia [chreizare secundum quod in potentia sunt]» (Maier, p.
13). En el mismo sentido Mallarmé, observando danzar a Loie Fuller,
podía escribir que ella era como «la fuente inagotable de sí misma».
La idea de una capacidad de actuar, de una actividad humana que no se
fija nunca en un crimen, en un acto culpable e imputable, está aquí
expresada con claridad. El Atman es un danzante y sus acciones son
solamente gestos. La praxis —la vida humana— no es un proceso
(una actio), sino, más bien, un mysterion en el sentido teatral del término,
hecho de gestos y palabras.
A cada ser humano le ha sido entregado un secreto y la vida de cada uno
es el misterio que pone en escena este arcano, que no se deshace con el
tiempo, sino que se vuelve cada vez más denso. Hasta mostrarse por
último como aquello que es: un puro gesto, como tal —en la medida en
que se arriesga a seguir siendo un misterio y no se inscribe en el
dispositivo de los medios y de los fines— injuzgable.
 

18. En su reflexión genial y delirante sobre la lengua latina, Varrón,


retomando la distinción aristotélica entre poiesis y praxis, «hacer» y
«actuar», introduce entre éstos un «tercer género de acción» (tertium
genus agendi), que expresa a través del verbo gerere. «Se puede, de hecho
—escribe—, hacer [facere] algo y no actuar [agere], como el poeta hace
un drama y no lo actúa [facit fabulam et non agit: agere significa en latín
también “recitar”]; por el contrario el actor [actor] actúa el drama y no lo
hace. Así el drama es hecho [fit] por el poeta, pero no es actuado [agitur],
es actuado por el actor, pero no hecho. En cambio el imperator [el
magistrado investido del imperium], con respecto al cual se usa la
expresión res gerere, en esto ni hace ni actúa, sino que gerit, es decir,
asume y soporta [sustinet], ampliado por aquellos que revisten un cargo [o,
según algunos manuscitos, “llevan un peso”], es decir, lo asumen y lo
soportan» (De lin. lat., 6, 77).
El verbo gerere, que en las lenguas modernas se ha conservado sólo en
el término «gesto» y en sus derivados, significa una manera de
comportarse y de actuar que expresa una actitud especial del agente con
respecto a su acción. El ejemplo del imperator, del magistrado provisto del
poder supremo, no debe inducir al engaño: él nos interesa solamente en la
medida en que implica una relación necesaria entre gesto y política.
Resulta significativa la explicación que Varrón da de él a través del
verbo sustinere, que no significa solamente «sostener», sino también
«retener» (por ejemplo incitatos equos, «los caballos en su ímpetu»),
«abstenerse de algo» (sustinere ab aliqua re) y también «detenerse» (se
sustinere) y, además, «asumir» (causam publicam, munus, una «causa
pública» o un «cargo»). Aquel que gerit no se limita a actuar, sino que, en
el acto mismo en que realiza su acción, conjuntamente la detiene, la
expone y la mantiene a distancia de sí.
Si llamamos «gesto» a este tercer modo de la actividad humana,
podemos decir entonces que el gesto, como medio puro, rompe la falsa
alternativa entre el hacer que es siempre un medio girado a un fin —la
producción— y la acción que tiene en sí misma su fin (la praxis). Pero
también y sobre todo aquella entre una acción sin obra y una acción
necesariamente operosa. En efecto, el gesto no está simplemente privado
de obra, sino que define más bien la propia actividad especial a través de la
neutralización de las obras a las que estaba vinculado en cuanto medio (la
creación y la conservación del derecho para la violencia pura, los
movimientos cotidianos girados a un fin en el caso de la danza y del
mimo). Es, por tanto, una actividad o una potencia que consiste en
desactivar y volver inoperosas las obras humanas y, de este modo, las abre
a un uso nuevo, posible. Esto vale tanto para las operaciones del cuerpo
como para aquellas de la mente: el gesto expone y contempla la sensación
en la sensación, el pensamiento en el pensamiento, el arte en el arte, la
palabra en la palabra, la acción en la acción.
 

19. De aquí la imposibilidad de fijar o agotar el gesto en una acción


identificable y, como tal, imputable a un sujeto y, a la vez —si, según
nuestra hipótesis, el sujeto no precede al crimen, sino que es sólo aquello
que resulta de la serie de las acciones responsables—, la imposibilidad de
definir a su sujeto.
Cuando Vacchagotta le pregunta si el Atman existe, Gotama se queda en
silencio. La «vía de en medio» que él profesa entre los eternalistas, que
afirman la existencia y la permanencia del Atman, y los nihilistas, que la
niegan, consiste en sugerir, ocultando, que aquel que en el ciclo de los
nacimientos sufre las consecuencias de sus acciones no es ni el mismo ni
otro con respecto a aquel que las ha realizado en la vida precedente. Es
sobre este estatuto ontológico particular que es preciso reflexionar.
Ejemplo de ello es el nirvana, la extinción de los agregados y la cesación
del dolor. El nirvana no es otro mundo que se produce cuando el mundo
de los agregados ha sido anulado, otra cosa que sigue al final de todas las
cosas. Pero no es tampoco una nada. Es lo no-nacido que aparece en todo
nacido, el no-acto (akrta) que aparece en todo acto (krta) en el instante —
porque se trata de un instante, aunque sea eterno— en el cual las
imaginaciones y los errores condicionados por la ignorancia han sido
suspendidos y desactivados.
Así la inoperosidad no es otra acción al lado y más allá de todas las
acciones, ni otra obra más allá de todas las obras: ella es el espacio —
provisional y, a la vez, intemporal, localizado y, a la vez, extraterritorial—
que se abre cuando los dispositivos que enlazan las acciones humanas en
la conexión de los fines y de los medios, de la imputación y de la culpa,
del mérito y del demérito, son vueltos inoperosos. Ella es, en este sentido,
una política de los medios puros.
 

Bibliografía
 

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Naturphilosophie der Spätscholastik, Edizioni di Storia e Letteratura,
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Schopenhauer, Arthur, 2. Preisschrift über die Grundlage der
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Silburn, Lilian, Instant et cause. Le discontinu dans la pensée
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Spaemann, Robert, Reflexion und Spontaneität. Studien über Fénelon,
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Vasugupta, Aforismi di Siva. Con il commento di Ksemaraja
(Sivasutravimarsini), ed. Raffaele Torella, Adelphi, Milán, 2013.
 

«Al di là dell’azione», cuarto capítulo de Karman. Breve tratatto sull’azione, la colpa e


il gesto, Turín, Bollati Boringhieri editore, agosto de 2017 pp. 100-139.

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