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RESEÑAS

MIGUEL DALMARONI

LA PEOR CONVERSACIÓN ARGENTINA


DOS VECES JUNIO, DE MARTÍN KOHAN, BUENOS AIRES, EDITORIAL
SUDAMERICANA, 2002, COLECCIÓN “NARRATIVAS ARGENTINAS”, 189 PÁGINAS.

A veces admitimos que las generalizaciones resultan inevitables, aunque se sepa de


sobra que siempre son injustas. El impacto de la lectura de “Dos veces junio” vuelve
inevitable una generalización: si hubiera modos argentinos de hablar e imaginar el mundo,
sobresale entre ellos uno, una cierta `mentalidad´ que parece bien argentina, nada
minoritaria, y que es horrorosa. No es que haya generalización alguna en la novela
misma, pero esa mentalidad parece estar allí y el relato nos convence con eficacia de que
las palabras para calificarla serán siempre insuficientes: el modo ordinario en que ciertos
argentinos ordinarios –esa injusta generalización- hablan y están en el mundo es
aterrador, siniestro y repugnante. Aún hoy, el varón argentino ordinario suele ejercitar,
entre sus hábitos de sociabilidad conversada –en la tan argentina y amena sobremesa
familiar o en la camaradería de los amigotes- ese relato deleznable que se forma
encadenando anécdotas de la colimba; el peor lugar común de ese cuento repetido es un
momento admirativo, a veces reverencial –como cuando el adulón festeja los chistes
malos del soberano- en que se recuerda con simpática y sumisa complicidad el carácter
de un superior, un oficial de carrera de cuyos favores gozaba el narrador otrora conscripto
y a quien le prestaba adhesión y obediencia, menos a cambio de esos alivios
magnánimamente concedidos a su condición de esclavo que como consolatorio
sucedáneo del deseo de ser el otro, el fuerte, el que manda, el que tiene razón. “Dos
veces junio” es una rara transformación de ese lugar común -que el relato despoja de los
tonos nostálgicos, festivos o gastronómicos de procedencia- y que se convierte en una
respuesta narrativa a la pregunta central de la historia argentina reciente: ¿cómo fue
posible el colmo inenarrable de horror de la dictadura? Simplificando el impacto de lectura
al que me referí antes, “Dos veces junio” parece respondernos, con la naturalidad
colaboracionista y la nitidez argentina de su voz casi siempre controlada: fue posible,
entre otras cosas, por el consentimiento, por la adhesión, a veces admirada y servil, de
ciertos numerosos argentinos ordinarios al autoritarismo inconmovible y a la eficacia
exterminadora de las Fuerzas Armadas. El narrador principal de “Dos veces junio” es un
soldado conscripto a quien le ha tocado en suerte oficiar de chofer de un oficial médico, el
doctor Mesiano (cuyo discurso asertivo, sentencioso y totalitario suena a la vez
desmedido y mesiánico). El narrador debe dar con Mesiano para avisarle que desde un
campo de concentración del conurbano requieren de su respuesta autorizada a la
pregunta con que se inicia la novela : “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar
a un niño?”. Luego de corregir prolija y subrepticiamente el error ortográfico del mensaje,
que ha sido registrado en el cuaderno de comunicaciones de la unidad militar donde
presta servicios, el narrador se limita durante el resto del relato a acatar, obedecer y, con
la conformidad y la discreción retórica del subalterno que se complace en el deber
cumplido y en su celo de la norma, reproduce una versión de los hechos que suena para
sí misma casi neutral: tras dictaminar que el bebé no pesa lo suficiente para torturarlo en
procura de la confesión de su madre secuestrada y agonizante, Mesiano robará el niño
para entregarlo a su hermana, cuatro años antes de que su propio hijo muera en la guerra
de Malvinas. Así, el narrador inventado por la novela trabaja contra los códigos admisibles
de la verosimilitud y a la vez inventa uno nuevo: ese narrador es imposible, es imposible
que un personaje como ése narre, y es imposible que narre eso; y, al mismo tiempo, del
habla del que narra resulta la representación aterradora de una mentalidad histórica y
presente, con una eficacia `realista´ ante la cual únicamente esa mentalidad y sólo ella
podría mostrarse, como sucede en el relato, imperturbable. A causa de eso la novela de
Kohan* es lo que solemos llamar un “trabajo de la memoria”: porque para la peor historia
inventa un modo de narración capaz de resignificar el peso de actualidad que ese pasado
mantiene (cuánto conservan tantísimos argentinos ordinarios de todo aquello que permitió
que tantos adhirieran, consintieran, se subordinaran). Ese punto de vista narrativo –el de
un otro histórico que querríamos imposible y que, como nos recuerda la novela, sigue a
nuestro lado- nos permite sospechar toda la densidad del horror; porque contra la
negativa que parece imponérsenos desde el fondo de nuestra pura condición humana o
desde cierta tradición de pensamiento sobre los genocidios, la voz del relato muestra que
sí es posible narrar `literalmente´ la mera facticidad de la ejecución concreta del secuestro
masivo, la tortura, la desaparición, y el robo de niños metódica y cuidadosamente
calculados. Hay entre nosotros, nos recuerda la novela por la forma de su voz, una mirada
que pudo ver así los hechos, un sujeto capaz de narrarlos de ese modo, es decir desde la
mera moral de la eficacia del método, y que por eso los produjo. Hubo a quien no le
resultó monstruoso saberlo, hacerlo ni razonarlo, de modo que como sucede en “Dos
veces junio”- bien hubiera podido narrarlo en iguales términos (y el impacto de lectura de
la novela demuestra que esa narración del horror como si no lo fuese, lejos de banalizarlo,
lo rememora con una intensidad inusual). Luego, la narración que inventa Kohan no
estaba, en rigor, ni en la discursividad de las víctimas y testigos (incluso si han narrado
mucho más `crudamente´ algunos hechos, como en el “Nunca más” o en las “Actas” del
Juicio a las Juntas), ni en las apologías de la masacre proferidas por los exterminadores o
por sus defensores para justificarse en público. Porque quienes narran o hablan en “Dos
veces junio” lo hacen en el curso de la ejecución que llevan a cabo o que acompañan, y
en esa rutina no necesitan casi ni darse ánimos, menos defenderse ante nadie.

Como en la versión servil de ese relato de la colimba conversado por cierto varón
nacional, los tópicos de la obediencia admirada hacia el superior mantienen en “Dos
veces junio” una relación de contigüidad y, más, de equivalencia casi literal con otras dos
variantes de la dominación, infaltables en esa dialéctica del amo y el esclavo: el fútbol y el
sexo, como formas mensurables de la conquista. Antes de su transformación en uno de
los rubros del negociado monopólico menemoide, el fútbol ya era en la Argentina un
recurso de construcción de consentimiento social a la dominación autoritaria. Kohan le
encuentra la vuelta a ese otro lugar común. Los dos junios del título son las fechas de los
partidos en que la selección argentina de fútbol cayó derrotada ante su par italiana,
primero en el campeonato mundial de 1978, mientras la madre del bebé de la novela
espera la muerte en un chupadero, y luego en el torneo de 1982 en España, durante la
derrota en el Atlántico Sur donde muere el hijo del médico torturador (hay fuera del texto
un tercer junio más o menos azaroso, muy apropiado para el ingenio de Kohan: la novela
llegó a las librerías mientras la selección argentina de fútbol era eliminada en primera
ronda del Mundial Corea-Japón) . Y el fútbol, concentrado en torno de esas dos
efemérides malditas, funciona como la escueta metonimia de la condición precisamente
concentracionaria que el estado terrorista de 1978 y el estado de la aventura guerrera de
1982 procuraba imponer a la población y que tantos argentinos ordinarios acataban de
buena gana, concentrados en el Monumental de Núñez y sus alrededores o en la Plaza
de Mayo tras las convocatorias de Rivadavia, la radio futbolera que escucha el narrador.
Pero conviene despejar malentendidos, porque “Dos veces junio” no es una novela
sociográfica (al modo de la tan bien escrita “Vivir afuera” de Fogwill, digamos). Lejos de la
pintura de tipos sociales o dialectales, la novela va componiendo las contigüidades de una
figuración nada convencional del horror, organizada mediante la sucesión de breves
subcapítulos numerados en romanos. Por una parte, la voz del narrador principal se
alterna con breves fragmentos sobre fútbol; algunos reproducen el tono triunfal o
nacionalista de las transmisiones radiales, otros una especie de manual de estrategia de
campo que hace del deporte un sucedáneo de la guerra (artilleros, ataques, defensas,
flancos, maniobras, tiros), otros repiten según distintas variables la formación de la
selección argentina de 1978 (“con especial atención a” sus pesos, clubes de procedencia,
estaturas, números de camiseta, fechas de nacimiento); todos quedan conjugados, así,
con el discurso delirante de Mesiano sobre la historia argentina, con el discurso del
soldado narrador sobre la “ciencia” médica que admira en su jefe y, sobre todo, con la
obsesión de orden numérico que recorre todo el relato; desde los títulos de cada capítulo,
todo en “Dos veces junio” es organización disciplinada por el cálculo y todo se mide, se
numera y se lista: cantidades de espectadores en el estadio, de pobladores en el país,
nóminas de próceres o de caídos en combate; edades, pesos, estaturas, pulsaciones,
latidos, contracciones, orgasmos, horas diarias frente al televisor, límites y resistencias;
fechas, horarios, citas; distancias, domicilios, zonas, jurisdicciones; teléfonos, modelos de
autos, líneas de colectivos, goles a favor, goles en contra, derrotas consecutivas. El tono
casi nunca perturbado del narrador se exorbita, así, en esa pulsión por el sistema, la
rutina y la norma, que oficia de única pero férrea moral de los personajes: se trata de
“poner orden en los acontecimientos” con el rigor disciplinado de otro lugar común, el de
los engranajes y la máquina, repetido en el habla de este narrador que todo lo cuantifica.
Por otra parte, además de los juegos de números, el trabajo del texto con la contigüidad
entre fútbol y dictadura tiene ciertos momentos de condensación narrativa, como cuando
se describe a los espectadores de la primera derrota ante Italia saliendo abatidos del
estadio: “pensé extrañamente que tenían, a un mismo tiempo, la apariencia de los
inocentes y la apariencia de los que no son inocentes. No podían explicar, por el solo
hecho de haber estado ahí, cómo era que había pasado lo que nadie podía suponer que
fuese a pasar”.

Esa constelación de contigüidades con que la novela resignifica el pasado se completa,


como decía, en las referencias y escenas sexuales, ubicadas sobre todo tras la primera
derrota ante Italia, cuando Mesiano pretende “salvar la noche” llevando de putas a su hijo
y al narrador. Aquí, otra vez, Kohan toma el riesgo del lugar común: el sexo es memorable
cuando lo que se disfruta es la dominación violenta de la víctima (y cuando se la puede
cuantificar en “la cifra mítica”, la irrepetible “marca” de cinco al hilo). Todos los encuentros
sexuales de la historia son violaciones, pero sólo aparecen narrados los que de una u otra
forma son violaciones o violencias sexuales fingidas (el narrador le pide a la prostituta que
le ha tocado en suerte, y a la que ha maniatado, que finja “el disgusto y el horror", y ella
sabe responderle “me estás matando, mi soldadito”; también fingen violaciones las
actrices de las películas pornográficas que se proyectan en las habitaciones del hotel
donde se encuentran); las únicas violaciones no fingidas, es decir las que podrá sufrir la
secuestrada aún después de las torturas y del parto, se anuncian pero no se narran.
Mediante ese contrapunto, la novela figura una grieta, tal vez la única, en el imaginario del
exterminio: el peligroso e inevitable parentesco entre silencio y fingimiento. Tal como le
aconseja su padre antes de su incorporación al ejército, el narrador finge todo el tiempo
que ignora, da la razón al superior y, sobre todo, calla. Sabe que ese autocontrol forma
parte del método que asegura el funcionamiento del sistema. Pero la parturienta
prisionera también calla, aunque no pueda fingir que no sabe, y no hay manera de hacerla
hablar. El único ante cuya presencia la mujer agonizante toma la palabra es el narrador (el
único que no podría violarla, el que para violar precisa que la prostituta, cuyo oficio es el
fingimiento, finja que accede a fingir). Mientras espera, solo en un pasillo de la mazmorra,
a que Mesiano resuelva el dilema por el que ha sido consultado, el narrador es
interpelado desde el interior de una celda por el murmullo de la voz de la madre
secuestrada (cuyo íntimo discurrir ya ha interferido en el texto mediante las intervenciones
fragmentarias de otro punto de vista, tan otro que ha cortado el registro predominante
instalado por el narrador principal; por esa voz marginal y divergente ya sabemos que la
madre ha decidido que el niño se llame Guillermo, y que “Casi no le quedaba cuerpo
donde pudiesen matarla”). En los fragmentos de esa discusión crispada y secreta entre el
soldado y la víctima, el primero no quiere saber y, entre injurias, la insta una y otra vez a
callarse; ella, en cambio, insiste en que él lo sepa todo y repite, bajo la forma de un
aserto, lo que suena más bien a interrogación y es un ruego no fingido, por más que
sepamos que no es cierto: “Vos no sos uno de ellos”. Mucho más adelante, sobre el final
de la novela, sabremos que la mujer le ha hecho saber al narrador, además de un número
telefónico, un nombre; no alguno de los que calló ante los torturadores, sino el que eligió
para su hijo. El narrador, que ya es casi “uno de ellos”, sabrá callar lo que ahora sólo él
sabe pero no ha olvidado.

* Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) es narrador y crítico literario. Ha publicado otras tres
novelas (“La pérdida de Laura”, “El informe” y “Los cautivos”), dos libros de cuentos, y
numerosos artículos y ensayos en revistas especializadas y en medios periodísticos.

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2002/ BazarAmericano)

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