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Educar en comunidad: las lecciones de Zygmunt Bauman

Por Samuel Salinas Álvarez1

La incertidumbre, la ausencia de certezas sobre el futuro, es el signo de nuestros tiempos y


pone a la orden del día una pregunta central: ¿que valoramos más, la libertad o la
seguridad? En una encuesta realizada con jóvenes en México 2012 ganó la libertad… pero
por muy poco. Treinta y nueve de cada 100 personas jóvenes encuestadas por el Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM2 eligieron la libertad, en tanto que 34 de cada 100
escogieron la seguridad y 24 de cada cien dijeron que se quedarían con ambas. ¿Es posible
conciliar ambas, ser una persona libre y sentirse segura al mismo tiempo? Pertenecer a una
comunidad, ¿puede garantizarnos seguridad y libertad al mismo tiempo?
Preguntas como éstas recorren los nueve capítulos del libro de Zygmunt Bauman,
Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil (Siglo XXI, 2003), y son uno de los
grandes temas de la reorientación deseada para los procesos educativos en el mundo.
Estamos viviendo un cambio civilizatorio que anuncia el final de las certezas
construidas en el siglo XX a partir de la glorificación de la ciencia y la tecnología y su
“separación del mundo”, como si hubieran emergido de un éter académico inmaculado, y
no de las revueltas, cambiantes, mundanas sociedades realmente existentes. Los sistemas
escolares se aferran a imponer certezas con procesos de enseñanza basados en esquemas
curriculares definidos de arriba hacia abajo, desde las secretarías y dependencias
gubernamentales, y llevados a la vida cotidiana de las aulas sin que los estudiantes o los
maestros tengan poca o ninguna intervención en los contenidos a aprender y a enseñar.
¿Qué es esencial aprender para sobrevivir con felicidad a la incertidumbre? A la
mitad de la pandemia causada por el coronavirus es fundamental un aprendizaje siempre
valorado por la humanidad: aprender a desear y a buscar la verdad. Aprender a necesitar la
verdad. No como un ideal, sino como una capacidad, como una competencia básica para la
vida cotidiana. Si desarrollamos la competencia de construcción de verdades compartidas
podremos lidiar mejor contra las noticias falsas que inundan las redes. Si deseamos la
verdad comenzaremos a buscar desde ahora el mejor futuro para todas las personas.
La búsqueda de la verdad nos lleva al terreno de la comunidad. La búsqueda
individual de la verdad es estéril si no se comparte con otras personas. Es decir, la verdad
es verdad realmente hasta que es compartida racional y emocionalmente por un grupo de
personas. Para nosotros como educadores, el desafío es identificar de qué modo se
construye el acuerdo sobre las verdades que aglutinan. Pienso que la respuesta es la clave
para entender las características de la comunidad.

1
Samuel Salinas Álvarez es Coordinador General de Inclusión Educativa e Innovación, en
la Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación del Gobierno de la Ciudad de
México. Es profesor de educación primaria, sociólogo y educador ambiental. Actualmente
es responsable del programa PILARES.
2
IIJ, IMJUVE (2012).

1
El dulce sonido de la palabra comunidad
Antes de entrar al recorrido por el libro de Bauman, sugiero que reflexionemos un
momento sobre el modo en que usamos el concepto de comunidad. En PILARES decimos
que hacemos educación comunitaria, incluso en la Coordinación General de Inclusión
Educativa e Innovación (CGIEI) tenemos una Dirección de Contenidos y Métodos de
Educación Comunitaria, y una Dirección de Operación de Servicios de Educación
Comunitaria. Al momento de definir la estructura de la CGIEI recuperamos, de la
experiencia de CONAFE3 y trasladamos a la gran urbe, el concepto de educación
comunitaria, aplicado a los procesos de enseñanza y aprendizaje realizados en las
poblaciones pequeñas y aisladas en México. Nos planteamos la posibilidad de construir
comunidad, a través de la educación, en los barrios, colonias y pueblos más marginados de
la Ciudad de México. Es decir, nos planteamos la educación comunitaria no como el punto
de partida, sino como un horizonte de llegada, como un objetivo. Pero, ¿a qué comunidad
nos estamos refiriendo?
En esta línea de pensamiento, Bauman comienza por cuestionar los contenidos de la
palabra “comunidad”, de la cual dice que “tiene un dulce sonido”, porque en la comunidad
“nunca somos extraños los unos para los otros”, porque “nunca nos desearemos mala
suerte”, porque podemos contar con la buena voluntad mutua, que nos brinda seguridad,
aplomo, confianza. Pero esa comunidad mítica es un paraíso perdido. La comunidad
realmente existente tiene una contraparte exigente, que Bauman describe con una serie de
instrucciones:
“¿Quieres seguridad? Dame tu libertad, o al menos buena parte de ella. ¿Quieres
confianza? No confíes en nadie fuera de nuestra comunidad. ¿Quieres
entendimiento mutuo? No hables a extraños […]. ¿Quieres esta acogedora sensación
hogareña? Pon alarmas en tu puerta y cámaras de circuito cerrado de televisión en tu
calle” (Bauman 2003:VIII).
Bauman sostiene que no podemos ser humanos sin seguridad y libertad, pero
también piensa que no podemos tener ambas a la vez, aunque admite que no podemos dejar
de intentar tenerlas en cantidad suficiente de modo que sean satisfactorias, tanto la libertad
como la seguridad. Esta es la tensión que recorre la historia de las configuraciones y
reconfiguraciones de las comunidades.
La comunidad está basada en un entendimiento mutuo, previo, heredado. Esa
comunidad no exige reflexionar, criticar, experimentar. Se basa en atributos: distingue entre
nosotros y ellos; es pequeña, de modo que la comunicación entre sus miembros los abarque
a todos y sea densa, y es autosuficiente, de tal forma que el aislamiento de “ellos” sea casi
completo, con pocas oportunidades para romperlo. Estos atributos, que retoma Bauman de
Redfield (1971) retratan las pequeñas comunidades indígenas que sobreviven en los
territorios de las montañas o en la selva, donde los grupos humanos perseguidos se
refugiaron ante la exigencia del Estado Nación de integrarse o desaparecer.

3
El autor de la reseña fue, en 2007 y 2008, Subdirector de Educación Intercultural Bilingüe en el Consejo
Nacional de Fomento Educativo (CONAFE).

2
“La identidad se inventa cuando se colapsa la comunidad”: Jack Young.
Ni el aislamiento físico ni el de la comunicación parece posible en el contexto de densidad
de interacciones del entorno urbano, o en el de la irrupción en la vida cotidiana de las redes
sociales y la mensajería instantánea. Es cierto que los ejes viales, los viaductos y las líneas
de metro trazan una red que aísla colonias y barrios, al grado de que a uno y otro lado de la
avenida prosperan formas diferentes de habitar, entornos económicos distintos, identidades
diferentes. Es el caso, por ejemplo, de las colonias Atenor Salas y Buenos Aires, separadas
por el viaducto, que incluso se enfrentaron por negarse los primeros a la reapertura de un
puente peatonal que las comunica, dañado y cerrado luego del sismo de 2017 en la Ciudad
de México.
En este enfrentamiento tiene peso el tema de la identidad: a la colonia Atenor Salas
se le asigna como rasgo central su pertenencia a la clase media; a la Buenos Aires se le
pretende identificar como un sitio donde se comercia con autopartes robadas. Desde luego,
estos descriptores no constituyen identidad, son etiquetas que, desde fuera, se atribuyen a
ambos barrios. Parece natural que la Atenor Salas pretenda cerrarse –mediante la
cancelación de un puente peatonal- para incrementar su seguridad ante “ellos”, los “otros”,
los habitantes de la Buenos Aires. Pero tal cierre no es la respuesta “natural”, ni siquiera la
respuesta efectiva para incrementar la seguridad. Solamente el diálogo intercultural entre
los habitantes de ambos barrios puede contribuir a crear puentes culturales.
Esas identidades son asignadas a los grupos definidos territorialmente por otros
grupos, más pequeños, que ejercen el poder desde el control de los medios de
comunicación o incluso, desde los escritorios donde se define la currícula nacional
obligatoria. Desde luego, se trata de denominaciones que no son las identidades que las
personas construyen cuando buscan pertenecer a algún grupo. Dramáticamente, conseguir
identidad a través de la pertenencia no significa que se ha llegado a la seguridad de la
comunidad.
Hablar, por ejemplo, de comunidad LGBTTTIQ puede haber tenido sentido en el
momento del ascenso de la lucha por los derechos de humanos de la diversidad sexual en
las dos últimas décadas del siglo XX. Pero una vez conseguida la visibilidad y ciertos
derechos –en particular para los varones gay de alto poder de consumo- los activistas
apaleados por el VIH y sobrevivientes a él, o envejecieron, o se acomodaron al estado de
cosas, o se sintieron satisfechos, dejando a su suerte, por ejemplo, a las mujeres trans, sobre
las que la violencia de género se ceba con especial brutalidad.
Educarnos en la diversidad para construir comunidad implica salir del confort del
autoconcepto para mirarnos en la otredad. Parece ejercicio imposible para varones
instruidos en los valores y las prácticas hetero patriarcales, mirar a las mujeres en su
plenitud de capacidades y derechos. Para los homosexuales ricos de apariencia varonil, que
con esa identidad lograron sortear los peores años de la represión contra la diferencia, ahora
resulta difícil empatizar con homosexuales pobres de apariencia femenina.
El épico conflicto entre libertad y seguridad, explica Bauman recuperando al Freud
de Malestar en la cultura, emerge como represión sexual. Es una exigencia de sociabilidad
conforme a las reglas que impone “la vida civilizada”. Quizás por ello la libertad sexual de

3
los movimientos hippies de los años 1960, o la fácil accesibilidad al intercambio sexual de
los varones homosexuales en los años 1980, aparece como una falta de autocontrol,
indeseable para las masas. Una libertad solapada, sin embargo, para las élites.

Desarraigar para crear la ilusión de una nueva comunidad


La doble cara de la moderna organización capitalista es coercitiva con las masas y
emancipadora para las élites. Zygmunt Bauman lo expresa sin reparos: con la Revolución
Industrial:
“las ‘masas’ fueron arrancadas de su rígida rutina antigua (la red de interacciones
comunales gobernadas por el hábito) para ser introducidas a la fuerza en una rígida
rutina nueva (la de la fábrica gobernada por el trabajo regulado), donde su represión
podía servir mejor a la causa de la emancipación de sus represores” (Bauman,
2003:20).
Los trabajadores, arrancados de las comunidades, son también separados del hogar,
donde la producción deja de tener lugar, son sometidos “a la rutina sin alma” de la fábrica,
como la llama Bauman, donde no es posible admirar el producto del propio empeño,
sentirse satisfecho al constatar que el trabajo ha sido bien hecho. En el otro polo, los
empresarios gozan la emancipación que les brinda la separación entre producción y
comunidad, producción y hogar. La fábrica es un terreno nuevo donde no rigen las viejas
normas comunitarias de solidaridad. Toca entonces a los empresarios, como clases
superiores, vigilar a los trabajadores desarraigados y empobrecidos, despojados de la
seguridad que les brindaba la comunidad original, “pensar por ellos y tomar sobre sí la
responsabilidad de su suerte”, ser los padres que guían y contienen a los pobres como se
hace con los niños.
Arrojados a la cotidianidad sin asideros de las ciudades, los trabajadores son
sometidos a dos tendencias, una que se propone sustituir el ritmo regulado por la naturaleza
en la comunidad campesina extinta, por la rutina artificial de la fábrica, diseñada e impuesta
de forma coercitiva. La otra tendencia buscó asociar el éxito industrial al bienestar de los
obreros, instruyéndolos a sentir la empresa como su comunidad de pertenencia, con el
mensaje envenenado según el cual, patrones y empleados, todos, “van en el mismo barco”.

Modernidad líquida y comunidad


A Bauman debemos el concepto de modernidad líquida que, en esencia, es esta sensación
de ausencia de durabilidad de todo, de falta de solidez, continua modificación, de fluidez
que hace inasible al entorno social. Para comprender la sensación, pensemos en el agua que
queremos retener en el cuenco que forman nuestras manos. En la modernidad líquida la
dominación deja de basarse en la vinculación y el compromiso duraderos, es decir los
patrones abandonan sus responsabilidades con los empleados, dejan de ejercer ese control
directo y, por lo tanto, dejan de asumir sus responsabilidades. La vinculación es sustituida
por la “administración del recurso humano”, una relación precaria en la que predomina la

4
incertidumbre de los gobernados sobre la maniobra que harán los gobernantes. Con este
cambio las personas quedan expuestas, plantea Bauman recordando lo señalado por Pierre
Bordieu, en un terreno de incertidumbre respecto al futuro y donde predomina el
sentimiento de no controlar el presente (Bauman 2003:35).
La vida en las ciudades sufre también ese vértigo de transformación en el que los
referentes más o menos estables son sustituidos a gran velocidad por referentes sin
personalidad. En Ciudad de México, en apenas dos décadas, las tiendas de abarrotes, las
tintorerías, los expendios de pan, los reparadores de calzado, los talleres mecánicos, las
vecindades, son barridas por la especulación inmobiliaria y la uniformidad masificada de
dos o tres grandes franquicias de venta de comida y bebida chatarra. Las grandes cadenas
comerciales y de servicios arrasan la diversidad personificada, con nombre y apellido, de
los referentes comunitarios. Resume Bauman: “se ha acabado la mayoría de los puntos de
referencia constantes y sólidamente establecidos que sugerían un entorno social más
duradero, más seguro y más digno de confianza que el tiempo que duraba una vida
individual” (Bauman 2003:41).
A la par con el desvanecimiento de los referentes territoriales se adelgaza el tejido
de interacciones sociales. Cuando el espacio público se vacía de las interacciones
ciudadanas, deja el campo libre a la inseguridad. Y con la inseguridad desaparece la
comunidad como nos la habían prometido: el espacio sólido de interacciones ciertas. Así,
en la modernidad líquida se rompe la promesa de obtener seguridad a cambio de libertad.
La manida frase que sugiere la necesidad de “restituir el tejido social” parece
referirse más a un remiendo nostálgico que a un programa efectivo y potente de educación
para construir nuevas comunidades. Bauman establece que “ningún agregado de seres
humanos se experimenta como ‘comunidad’ si no está ‘estrechamente entretejido’ a partir
de las biografías compartidas a lo largo de una larga historia y de una experiencia todavía
más larga de interacción frecuente e intensa” (Bauman 2003:42). Tenemos que admitir que
el abandono gubernamental del espacio público y la mercantilización de los derechos –a la
educación, la salud, el esparcimiento, la cultura, el bienestar físico, la vivienda, el trabajo,
etcétera- dejó paso a la incertidumbre y la inseguridad. La deslealtad del Estado para con la
población –si podemos llamarle así-, la renuncia a su función, debilitó en cascada los lazos
nacionales, regionales, comunitarios, de vecindario, familiares e incluso, “el lazo con una
imagen coherente de la propia identidad (Maurice R. Stein, citado por Bauman 2003:42).
Se hace necesario encarar el hecho de que no existe un tejido social dañado que
pudiera restituirse, que los lazos están rotos, desaparecidos por la incertidumbre y la
dominación basada en la falta de control de las personas y las familias sobre sus propias
vidas en el presente y la capacidad de imaginar y construir futuros deseables y posibles.

Comunidad y ejercicio de derechos


En los 18 años recientes, la política social de los gobiernos federales escamoteó la garantía
del ejercicio de derechos sustituyéndola por el engañoso lenguaje de las oportunidades. La
“oportunidad” es un espacio azaroso abierto desde el poder, una concesión a los
desposeídos para que “aprovechen” las dádivas que les lanzan desde la mesa de los

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poseedores. La “oportunidad” consiste con frecuencia en un programa de promoción
personal –a través del acceso mediado a la educación, las becas en el extranjero, el
emprendimiento de un negocio en sociedad subordinada con un pudiente, la contratación en
un corporativo, la renta de vivienda en un barrio segregado de alto consumo, etcétera- que
separa al individuo del grupo. El que aprovecha la oportunidad tiene posibilidades de
convertirse en triunfador, de ser “exitoso”.
El éxito en el imperio de las oportunidades es engañoso. Quienes logran
desprenderse de los compromisos comunitarios para exiliarse en los barrios inaccesibles de
los triunfadores son siempre una minoría. El discurso de las oportunidades y su
implementación demagógica no produce movilidad social ascendente. Cuando mucho, la
oportunidad suma unos cuantos nuevos integrantes al grupo de las élites extraterritoriales,
instaladas en zonas “libres de comunidad”, es decir, libres de compromiso con los otros, los
vecinos, los próximos que no existen.
Ante el espejismo de las oportunidades es deseable impulsar el discurso de los
derechos. Las oportunidades son atemporales, los derechos son producto de luchas
históricas; las oportunidades desvinculan, los derechos obligan; las oportunidades dependen
de voluntades externas a la comunidad, el ejercicio de los derechos construyen y
reconstruyen comunidades. Las oportunidades producen triunfadores que “huyen de la
comunidad”4, la promoción, garantía y ejercicio de derechos produce ciudadanía que puede
trabajar por el balance entre seguridad y libertad.
Es misión de la educación comunitaria como la hemos ido construyendo en
PILARES dialogar con las personas sobre el ejercicio de los derechos. No con un curso de
educación cívica, sino con la vivencia cotidiana de los valores y principios que animaron
las luchas por los diversos derechos.
Pensemos en la lucha por la democracia, y en los derechos políticos conquistados
por la generación del terremoto en el último cuarto del siglo XX en la Ciudad de México.
El terremoto de 1985 desató la energía ciudadana que condujo a la primera elección de un
gobierno propio en el entonces Distrito Federal. Antes de 1997, los habitantes de la Ciudad
de México padecíamos un régimen de excepción por el cual se nos negaba el derecho a
elegir a nuestros gobernadores o gobernadoras, un derecho que sí tenían el resto de los
mexicanos, siempre y cuando no residieran en la capital del país. Curiosa discriminación,
por decir lo menos. En lugar de un gobernante electo, teníamos un “regente” designado por
el presidente de la República.
“Aprender democracia” requiere vivirla. Además de recuperar la historia de las
luchas que condujeron a las elecciones ciudadanas de gobernantes en la ciudad, es
indispensable vivir procesos democráticos en los PILARES. Esto implica, centralmente,
construir consensos para tomar decisiones colectivas y asumir grupalmente las tareas y
resultados que de tales decisiones se derivan. Muy lejos de la interpretación simplista que
reduce participación democrática a solamente la votación para elegir entre opciones, la
vivencia democrática construye esas opciones, las fortalece, hace residir su potencia en la

4
“La ‘secesión de los triunfadores’ es, en primer lugar y ante todo, una huida de la
comunidad”: Bauman, 2003:52.

6
riqueza de alternativas de acción de las que se va dotando. La competencia democrática se
entiende así no como competición, sino, desde una definición educativa, como el conjunto
de conocimientos, habilidades, capacidades, destrezas y valores que hacen viable y
perdurable el colectivo que da vida a PILARES porque conoce su pasado, actúa en su
presente e imagina y trabaja por su futuro.

Élites, comunidades estéticas y multiculturalismo


El lenguaje de las oportunidades conduce a la producción de pequeñas élites desarraigadas,
globales, que no reconocen compromisos locales. Son élites deslocalizadas, que se
reconocen a sí mismas como producto del esfuerzo personal, individual, en ocasiones
deudoras de la estirpe, o de la pertenencia a pactos de lealtades políticas o económicas.
Quienes no tienen acceso a las azarosas oportunidades forman la mayoría de las
personas arraigadas, los “locales” que van quedando atrás para hacerse responsables de la
“abrumadora tarea de recomponer los destrozos” causados por las decisiones económicas,
sociales y políticas que toman las élites. Pero aunque los locales adviertan el tamaño de las
tareas a realizar para conseguir entornos habitables, controlables, seguros, tienen problemas
para ponerse de acuerdo en cómo organizarse. Aún peor, es posible que los locales,
despojados de su capacidad comunitaria, no sientan que es su tarea intervenir en su entorno,
dejando toda la carga en manos de algo llamado “gobierno”. Y cuando el gobierno no está
presente –como ocurrió hasta hace muy poco tiempo en muchos de los barrios, colonias y
pueblos donde se establecen los PILARES- el vacío es ocupado por el enfrentamiento con
los vecinos o la indiferencia. Bien señala Bauman que “cuando los pobres luchan contra los
pobres, los ricos tienen los mejores motivos para alegrarse”.
Bauman propone una mirada crítica al concepto de multiculturalismo, el cual podría
tener su origen en la indiferencia de la élite del conocimiento, que “decidió eludir su
moderno papel de ilustradora, guía y maestra y siguió (o fue compelida a seguir) el ejemplo
del otro sector de la élite global, el económico, en la nueva estrategia de desvinculación,
distanciamiento y falta de compromiso” (Bauman 2003:103).
Esa élite del conocimiento parece tener una repugnancia al impacto inmovilizador
de los compromisos, de ahí que prefiera, en lugar de discutir con el otro los rasgos de
subordinación interiorizada que forman parte de su identidad, tolerarla simplemente. La
glorificación acrítica del multiculturalismo sería así una fuerza conservadora que da nuevo
fundamento a las desigualdades, disfrazándolas de “diferencias culturales”. La frase de
Bauman es demoledora: “La fealdad moral de la privación se reencarna milagrosamente
como la belleza estética de la variación cultural”.
Para nosotros, educadores en PILARES, la pregunta surge necesariamente:
¿Debemos intervenir mediante el diálogo, la reflexión y el aprendizaje compartido, en la
explicación y crítica de los procesos culturalmente determinados que conducen a las
manifestaciones de la desigualdad y a sus consecuencias dolorosas? Propongo un caso
extremo, pero frecuente: en comunidades indígenas –no sé si en la mayoría, pero creo que
sí- las mujeres no tienen participación en el espacio público de toma de decisiones; cuando
mucho, presionan en el ámbito privado a los varones para que actúen de un modo o de otro

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en las asambleas –ahí donde la comunidad sigue teniendo el control de su territorio y
realiza asambleas para tomar decisiones. En tanto educadores, ¿debemos intervenir para
promover la participación igualitaria de las mujeres indígenas en la toma de decisiones? ¿O
debemos mantenernos ajenos, argumentando el respeto a la diferencia, a la diversidad
cultural?
Para Bauman, la indiferencia se esconde detrás del argumento de respeto al derecho
a la diferencia, aún más, el culturalismo sería una etapa superior del racismo:
El antiguo hábito, descaradamente arrogante, de explicar la desigualdad por una
inferioridad innata de las razas ha sido sustituido por una representación
aparentemente humana de condiciones rígidamente desiguales como derecho
inalienable de toda comunidad a su propia forma elegida de vida. El nuevo
culturalismo, igual que el antiguo racismo, se orienta a aplacar los escrúpulos
morales y a reconciliarse con el hecho de la desigualdad humana, bien como una
condición que desborda las capacidades de intervención humana (en el caso del
racismo), bien como una situación difícil, pero en la que no se debería interferir para
no violar los sacrosantos valores culturales (Bauman, 2003:104).
Hemos dicho en PILARES que “somos radicalmente incluyentes”. Por lo menos,
estoy seguro que nos proponemos serlo. Lo que nos permite ir más lejos en el vecindario,
llegar más profundo que los grupos de profesores de las escuelas primarias y secundarias,
es que somos del barrio, estamos enraizados, venimos de la colonia, del pueblo, lo
habitamos. Una condición básica de la figura educativa del “monitor” es que viva en la
colonia, que la conozca, que haya caminado los rumbos. Lo mismo para los directores y
directoras de PILARES: tienen que conocer el entorno, vivir ahí, si no a nivel de barrio, si
por lo menos a nivel de Alcaldía. Para los PILARES que se instalan en zonas como la
Glorieta del Metro Insurgentes, pedimos a los directores empatía y conocimiento de los
grupos humanos que habitan ese territorio: personas que viven en situación de calle,
personas LGBTTTIQ+, trabajadores de restaurantes, bares y hoteles, trabajadoras del
hogar. Es decir, los colectivos que operan los PILARES son parte del vecindario, en
muchas ocasiones, integrantes de los grupos culturalmente definidos. Por lo tanto, su
esfuerzo educativo no es armonización externa, lección y enseñanza que viene desde arriba
y desde afuera, sino aprendizaje compartido, crítica interna, pensamiento autocrítico.
Poderes locales en comunidades cerradas operan para que el colectivo sea
impermeable ante “los otros” porque la influencia de “los otros” puede conducir a la
pérdida del poder personal de unos cuantos. El grupo se encierra en sí mismo
convirtiéndose en un gueto al que no entra nadie que no “pertenezca”. Ahí la fuerza
liberadora de la educación se enfrenta con barreras descomunales, que solamente se pueden
derribar desde dentro.
“No estás solo, no estás sola” es una especie de mantra repetido con voz y actos en
PILARES, en tanto espacio público, en tanto dependencia gubernamental, en tanto
institución educativa. Este saberse en compañía puede ayudar a volver a confiar en las
bondades del espacio público y desestructurar el miedo. Al respecto, Bauman señala: “El
espectro de las ‘calles inseguras’, que hiela la sangre y destroza los nervios, mantiene a la

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gente lejos de los espacios públicos y los disuade de buscar el arte y las habilidades que se
requieren para participar en la vida pública” (Bauman 2003:111).
Animar y acompañar a las personas para recuperar, desarrollar y ejercer el arte de
participar e intervenir en la vida pública es una de las tareas de PILARES, en este proceso
de refundación de la posible educación comunitaria en el contexto urbano de nuestra noble
Ciudad de México.

Ciudad de México, mayo de 2020.

Referencias:
Bauman, Zygmunt (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo
XXI
IIJ, IMJUVE, (2012), Encuesta nacional de valores en juventud 2012, Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Instituto Mexicano de la Juventud, México.
Recuperado el 5 de mayo de 2012 de:
http://historico.juridicas.unam.mx/invest/areas/opinion/envaj/pdf/resumen.pdf
Redfiel, Robert (1971), The Little Community and Peasant Society and Culture, Chicago,
University of Chicago Press, pp. 4 y ss.

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