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Es posible pensar la ciencia como limite ya que esta está integrada a cada objeto, a cada

institución, a cada actividad del individuo o de la vida social, de modo que tenemos derecho a
hablar de “civilizaciones científicas”. En razón de esta influencia, es muy fácil ver en esta el origen
de casi todas las características de nuestra existencia y de nuestra sociedad.

Para estudiar los efectos de la ciencia, hace falta considerar el marco institucional que transforma
regularmente los descubrimientos científicos en una realidad social. De ello se desprende que los
países industrializados merecen el nombre de civilizaciones científicas porque sus instituciones
están impregnadas de ciencia.

¿Qué se entiende aquí por límites? ¿Cuál sería el propósito de esta forma de abordaje del
fenómeno científico?

Interrogar sobre los límites de la ciencia poniendo en primer plano el con-texto histórico y
sociocultural de este modo de pensamiento y de saber supone enfocar el problema de los limites
desde un ángulo de visión diferente al habitual, desde un lugar en que el concepto de limite pierde
su cariz negativo. En efecto los límites no tienen por qué aludir ni a una carencia insuperable del
saber ni a una imperfección a superar.

Los limites del saber no son una condición negativa de la razón humana que, en sentido positivo,
el concepto de limite remite a aquello que configura el saber, a una forma que se constituye por
“limitación”, por todos los elementos que necesita excluir y dejar fuera de ella para poder ser esa
forma y no otra, para poder quedar “de-limitada” en lo que es. En este sentido, los “limites” del
pensamiento científico, no residen en una deficiencia estructural de la capacidad de conocer sino
en condiciones socioculturales, históricamente constituidas y variables, que hacen posible la
ciencia.

Los límites de la ciencia no remiten solo, negativamente, a una insuficiencia del saber sino, en un
sentido positivo, a sus condiciones de posibilidad. Los límites de la ciencia, como de todo saber,
son, así, los supuestos socioculturales que la hacen posible.

Una doctrina es una serie de proposiciones. Las proposiciones son frases […] oímos o leemos la
frase, pero lo que entendemos, si lo entendemos, en su sentido. […] Ahora bien, es un error
suponer que la frase “tiene su sentido” en absoluto, abstrayendo de cuándo y por quién fue dicha
o escrita. […] (Una teoría o doctrina) está hecha de una especial materia –la estructura de la vida
humana en ese siglo, mas rigurosamente hablando, la de una determinada generación. […] La
situación real desde la que se habla o escribe en el contexto general de toda expresión. El lenguaje
actúa siempre referido a ella, la implica y reclama.

[…] No hay, pues, “ideas eternas”. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o
circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función. (José Ortega y Gasset,
historia como sistema, Madrid, Revista de Occidente, 1958.)
¿Por qué pensar que un enfoque de la ciencia que permita comprenderla desde los límites en el
sentido apuntado seria relevante? ¿Para qué lo seria en realidad?

Este enfoque intenta abrir el espacio para una cuestión apremiante: si la sociedad y la cultura
contemporáneas no pueden concebirse sin la ciencia, la importancia de colocar a esta en su con-
texto e intentar comprenderla también desde “fuera” de su texto, reside en la posibilidad de
plantear el problema de su función. Hoy en día ese problema está casi cerrado como tal: tanto se
descuenta el papel fundamental de la ciencia en nuestro siglo que el sobreentendido generado
enmudece las preguntas que habría que plantear. Primero, habría que investigar en términos no
mistificantes la función efectiva de la ciencia. Pero la interrogación no puede detenerse ahí.
¿Puede la ciencia tener un sentido “humanista”, como los grandes científicos contemporáneos
parecen reclamar? ¿Qué significaría, poner la ciencia al servicio del hombre? El actual llamado al
humanismo parecería carecer de fuerza. Ortega distinguía entre “creencia viva y creencia inerte”.
“Creemos en algo con fe muerta, con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado, estando en ella
todavía, no actúa eficazmente en nuestra vida”. La apelación al sentido humanista de la ciencia no
alcanza a generar ni la una, ni la otra. Poner la ciencia al servicio del hombre suena por ahora a
quimera o espejismo. Pese a la nueva fisonomía de las ciencias “duras”, su conocimiento es aun
inoperante para influir en una relación diferente del hombre con el mundo. La potencia teórica de
la ciencia sigue encorsetada en la tecnología. Como señala Ortega (ob. Cit. P. 63), el mundo físico
sigue apareciendo, desde la perspectiva tecnológica de la ciencia. “no como realidad, sino como
una gran máquina apta para que el hombre la maneje y aproveche”.

¿Sería posible una transformación de la ciencia que permitiera imprimir un sentido humanista a su
papel social?

Puede comprenderse ahora la necesidad de un enfoque que descentre el problema de la ciencia


de su ubicación epistemológica –que atiende a las reglas internas de su discurso- para colocarlo en
la relación ciencia-sociedad. La necesidad de pensar el saber científico desde su arraigo en el
mundo humano –mundo histórico sociocultural- responde a la exigencia de plantear el problema –
a esta altura apremiante- de la función de la ciencia en nuestro tiempo.

Se verá como este enfoque, entraña un modo de plantear el problema del saber que parte de la
ruptura con la epistemología positivista.

Para llevar a cabo el acceso al saber científico en preciso “desactivar” el mecanismo de la


concepción positivista de la ciencia y articular los problemas que ella ha impedido plantear.

En consecuencia, habrá que ver en que sentido la visión positivista de la ciencia funciona como un
obstáculo a superar. La concepción positivista opera una absolutización de la ciencia. Reduce la
racionalidad a la ciencia identificando a esta con aquella.

Esta absolutización de la ciencia –que puede llamarse con razón “cientificismo”- es posible desde
el presupuesto fundamental que rige el análisis positivista.
Desde este presupuesto, se comprende cuales con las dos instancias que el positivismo considera
decisorias- al modo de un doble “tribunal”- para garantizar el valor cognoscitivo de la ciencia:

-El control empírico: la prueba experimental de la hipótesis.

-La lógica formal: es la estructura lógica deductiva que vincula las hipótesis fundamentales con las
consecuencias observacionales, lo que garantiza un acceso valido desde la teoría a la experiencia.

Este doble tribunal garantiza el valor cognoscitivo de la ciencia.

En la visión positivista, esa objetividad está construida por la inseparabilidad de dos valores: la
autonomía de la ciencia y su neutralidad. Autónoma desde las reglas internas de un saber que se
desarrolla según parámetros propios, independizado de todo tipo de “subjetividad” humana, sea
individual o social. Esta deshistorizacion supone, a la vez, su “neutralidad”: como conocimiento, la
ciencia estaría libre de cualquier compromiso humano con intereses y valore, variables según el
ser histórico, social y cultural.

Los problemas epistemológicos que suscita la visión positivista han puesto en crisis su forma de
acceso a la ciencia. Los nuevos desarrollos de la epistemología contemporánea han defendido los
derechos de un tercer “tribunal”, el de la historia efectiva de la ciencia, que cuestiona la lógica no
como herramienta de análisis sino como instancia decisoria de la cientificidad. Al ponerse el
énfasis e la historia de la ciencia, surgen por lo menos dos problemas; la cuestión del
descubrimiento científico y la del cambio histórico de conceptos y teorías.

Pero si es esto es así, si la epistemología misma ha avanzado en una dirección antipositivista, ¿Por
qué el positivismo se mantendría como un obstáculo a superar? Responder a esto significa abrir el
problema principal: bien en la esfera restringida de la investigación epistemológica, el positivismos
ha sido “superado”, este permanece inalterado y aun fortalecido, en la conciencia social
contemporánea.

Habría que preguntarse qué es lo que sostiene este prestigio sin fisuras de la ciencia, hasta el
punto de que, en la actualidad, todo discurso, para “poder” ser aceptado y ejercer su poder sobre
los hombres, deba disfrazarse de científico. Para responder a esta cuestión, es necesario detenerse
en el positivismo como ideología:

“ideología en el sentido amplio de conjunto de convicciones y valoraciones a través de las cuales


una comunidad social se da una representación de sí misma. La ideología tiene una función
integradora. En efecto, todo grupo social se cohesiona como totalidad permanente a través de la
imagen que proyecta de sí mismo.” (Josefina Regnasco, “el modelo positivista de racionalidad
como ideología”, artículo escrito para la cátedra Guiber de introducción al Pensamiento Científico
del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires.)

La exclusión positivista de todos los discursos no identificables como científicos entrana de por si
un notable angostamiento del campo del saber.
Gaston Bachelard acompaña esta tracción del nuevos espíritu científico en 1905. A partir de esta
fecha, la razón multiplica sus objeciones, disocia y reconfigura las nociones fundamentales y
ensaya las abstracciones más audaces.

Puesto que todo saber científico ha de ser en todo momento, reconstruido, nuestras
demostraciones epistemológicas no saldrán sino gananciosas si se desarrollan a la altura de los
problemas particulares, sin preocuparse de mantener el orden histórico.

Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy pronto a
la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de
obstáculos. No se trata de considerar los obstáculos externos, es en el acto mismo de conocer,
íntimamente, donde aparecen, por una especie de necesidad funcional, los entorpecimientos y las
confusiones. Es ahí donde mostraremos causas de estancamiento y hasta de retroceso, es ahí
donde discerniremos causas de inercia que llamaremos obstáculos epistemológicos. El
conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra. Jamás es inmediata y
plena. Las revelaciones de lo real son siempre recurrentes. Lo real no es jamás “lo que podría
caerse”, sino siempre lo que debería haberse pensado. El pensamiento empírico es claro,
inmediato, cuando ha sido bien montado el aparejo de las razones. En efecto, se conoce en contra
de un conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello
que, en el espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización.

Frente a lo real, lo que cree saberse claramente ofusca lo que debería saberse. Tener acceso a la
ciencia es rejuvenecer espiritualmente, es aceptar una mutación brusca que ha de contradecir a
un pasado.

La ciencia, tanto en su principio como en su necesidad de coronamiento, se opone en absoluto a la


opinión. La opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal, no piensa, traduce
necesidades en conocimientos. Al designar a los objetos por su utilidad, ella se prohíbe el
conocerlos. Nada puede fundarse sobre la opinión: ante todo es necesario destruirla. Ella es el
primer obstáculo a superar. Ante todo es necesario saber plantear los problemas. Y dígase lo que
se plantean por sí mismos. Es precisamente este sentido del problema el que sindica el verdadero
espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta.
Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nuestro espíritu tiene una
tendencia irresistible a considerar más claras las ideas que le son útiles más frecuentemente. Con
el uso, las ideas se valorizan indebidamente. El instinto formativo es tan persistente de
pensamiento que no debemos alarmarnos por esta boutade. Pero al final el instinto formativo
acaba de ceder frente al instinto conservativo. Llega un momento en el que el espíritu prefiere lo
que confirma su saber a lo que lo contradice, en el que prefiere las respuestas a las preguntas.
Entonces el espíritu conservativo domina, y el crecimiento espiritual detiene. El conocimiento
empírico, compromete al hombre sensible a través de todos los caracteres de su sensibilidad.

Se repite también frecuentemente que la ciencia es ávida de unidad, que tiende a unificar
fenómenos de aspectos distintos, que busca la sencillez o la economía de los principios y en los
métodos. Por lo contrario el progreso científico marca sus más puras etapas abandonando los
factores filosóficos de unificación fácil. El espíritu científico jamás se siente impedido de variar la
condiciones, en una palabra de salir de la contemplación de lo mismo y buscar lo otro, de
dialectizar la experiencia. En resumen, el hombre animado por el espíritu científico, sin duda desea
saber, pero es por lo pronto para interrogar mejor.

La experiencia básica u observación básica es siempre un primer obstáculo para la cultura


científica. En efecto, esta observación básica se presenta con un derroche de imágenes, es
pintoresca, concreta, natural, fácil. No hay más que describirla y maravillarse. Se cree entonces
comprenderla. Comenzaremos nuestra encuesta caracterizando este obstáculo y poniendo de
relieve que entre la observación y la experimentación no hay continuidad, sino ruptura.

Inmediatamente desde de haber descrito la seducción de la observación particular y coloreada,


mostraremos el peligro de seguir las generalidades del primer aspecto. Veremos así el espíritu
científico trabajado desde su nacimiento por dos obstáculos, en cierto sentido opuestos. De
manera que el epistemólogo mismo es juguete de valorizaciones contrarias que se resumirían
bastante bien en las siguientes objeciones: Es necesario que el pensamiento abandone al
empirismo inmediato. El pensamiento empírico adopta, entonces, un sistema. Pero el primer
sistema es falso. Es falso, pero tiene por lo menos la utilidad de desprenderse el pensamiento
alejado del conocimiento sensible, el primer sistema moviliza al pensamiento. De la observación al
sistema, se va así de los ojos embobados a los ojos cerrados.

La remoción del obstáculo positivista permite abrir el espacio del saber. Cuanto mayor es el
desencanto que hoy desposee al saber de la verdad esperada, cuanto mayor es la conciencia de la
precariedad del conocimiento posible, mas grande es la proliferación actual de los discursos que
forman y hacen circular una multiplicidad de niveles de saber.

En primer lugar, sumergir la ciencia en el espacio del saber y, refiriéndose a este en plural,
colocarla junto a los otros saberes. En segundo lugar, volver al saber en sentido general, para
avanzar sobre el problema que constituye el hilo conductor de este trabajo: la ciencia desde sus
condiciones entendidas como “limites”.

Para poder distinguir, las distintas modalidades y nieles del saber, es preciso establecer un
principio de clasificación que, como cualquier ordenamiento, dejara sin atender importantes
peculiaridades y diferencias. Según una de ellas, inspirada en Foucault, la distinción principal
podría establecer entre saberes institucionalizados y saberes sojuzgados. La otra, inspirada en
Ortega y Gasset, hace pasar el eje diferenciador por la dualidad entre saberes.

Saberes institucionalizados y saber sojuzgados:

Lo propio de los primeros es realizarse a través de actuaciones verbales a las que se otorga, en un
momento y espacio histórico dados, el valor de actos de discurso “serios”. Se procuce, asi, una
institucionalización de la pretensión propia del saber al sentido y la verdad.
Aquellos saberes “sojuzgados”: la sociedad no reconoce la validez de su pretensión al sentido y a
la verdad y anula su derecho a ella.

El saber es un hecho social así como no hay nada en el hombre que no lo sea. En la medida en que
el individuo pensante encuentra siempre frente a si un saber ya conformado, parte de ese mundo
social constitutivo de toda existencia individual.

En tanto hecho social, el saber es, a la vez un fenómeno cultural. El análisis de este aspecto
conducirá a descubrir como la condición de posibilidad última del saber, su límite más fuerte se
genera al margen de toda forma de conciencia.

Considerar la ciencia en la dimensión social, cultural e histórica de su saber es otorgarle a esa


obviedad la categoría de problema y de una autentica investigación a realizar, es perseguir ese
nivel as fundamental y lógicamente anterior, tanto a la cuestión del sentido como a la cuestión
epistemológica de la estructura y validez de una teoría científica; es situarse en el nivel de las
condiciones de posibilidad, lo que aquí se ha llamado limites, jugar arqueológico donde lo que se
pregunta es como un discurso portador de saber ha podido llegar a producirse.

El recorrido que condujo el saber cómo hecho social, cultural e histórico, hasta las condiciones
generadoras de la ciencia, hizo visible el papel protagónico del saber científico en el mundo
contemporáneo.

Ahora, es preciso invertir los términos del problema: se trata de ver ese contexto desde los límites
que le impone el papel dominante y excluyente de la ciencia. La ciencia misma debe ser pensada
como límite.

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