Recuerdo aquellos años en dónde comencé a interesarme por la docencia, no
fueron un par de años antes de egresar del secundario. Para navegar en esos recuerdos debo retrotraerme varios años atrás. Yo tenía 7 años, estaba cursando mis primeros años en la educación primaria, ya llevaba algunos pocos años pisando un escenario que al principio era desconocido, “la escuela”. Durante ese tiempo, mi actividad favorita fuera de ella era “jugar a la maestra”, y por supuesto yo quería ser siempre quien estuviese frente a mi aula ficticia, quien diera las clases y estuviera a cargo de mis alumnos. ¿Por qué estoy recordando esto? Porque profundizando en mí, en mis pensamientos, en mi visión de aquel entonces, trato de recordar lo que significaba para mí ser docente, o maestra, o seño si vamos a un calificativo más cercano y afectivo. Para mí ser “la seño” era jugar un rol de importancia en mi pequeño mundo, era sinónimo de sabiduría, de respeto, de trabajo. Al día de hoy esos calificativos no han desaparecido para mí, entonces ¿Qué cambio de ese momento a hoy? En ese tiempo en que era niña, pensaba que mi visión del docente era la que todos a mi alrededor tenían, y cuando digo todos, no sólo me refiero a mi familia sino a la sociedad en general. A medida que fui creciendo, más precisamente a medida que fui formándome en mi profesión, pude notar dos cosas, una de ellas, que mi visión de los roles que desempeñaba un docente era muy limitada, y la otra tristemente, que en general la mayor parte de la sociedad compartía la visión (incluso más reducida y estrecha) de esa niña de 7 años. Esto último sólo ha conducido y conduce a la no apreciación de la labor docente. Es común pensar que el docente sólo se dedica a enseñar en un lugar conocido como escuela. Sin embargo, lo que la mayoría no conoce es que existen al menos tres escenarios distintos donde él debe moverse: el aula dónde despliega su esencia, la institución dónde ejerce, y la sociedad de la que forma parte. Formador académico, formador de mentes con pensamiento crítico, impulsor en el desarrollo de capacidades, son algunos de los roles más comunes que suelen atribuirle al docente en el aula. Es lo superficial, lo que casi todo el mundo ve ¿y se valora? En relación a lo anterior uno podría pensar que su rol consiste simplemente en impartir ciertos saberes académicos a un grupo de personas. Como si solamente la formación empezaría y terminaría ahí, en lo curricular, en lo académico. Sin embargo, todo aquel que ha pasado por un aula ya sea como docente o como alumno sabe que esto no es así, incontables veces son aquellas en las que el docente debe formar a sus alumnos en cuestiones como el respeto, el compañerismo, la tolerancia, la paciencia, la solidaridad, la confianza en uno mismo, etc. Son estás cuestiones las que contribuyen a la formación integral de una persona que puede vivir en sociedad, un ciudadano. En este aspecto confluyen dos escenarios el aula y la sociedad. El aula al ser un espacio tan permeable a cuestiones políticas, económicas, religiosas y sociales conlleva a que la tarea docente deba ir incluso más allá de lo anteriormente nombrado. El docente es responsable de cada alumno que tiene a su cargo (y repito, no me refiero sólo a lo académico), “¿mi alumno come? ¿mi alumno tiene problemas en su familia? ¿mi alumno sufre violencia?” son unas pocas de las muchas preguntas que un docente se hace, y frente a las cuáles debe intervenir. Ser un contenedor social y afectivo, y a la vez un nexo entre las familias de sus alumnos y la institución son roles que no pueden ignorarse. Por otra parte, el aula al estar inmersa en una institución, el docente como parte de esa comunidad educativa, debe desempeñar ciertos roles que contribuyan desde su lugar, al correcto funcionamiento de la misma. Las necesidades de la institución o los requerimientos de la misma (impulsados por un organismo superior) conducen a que el docente sea un generador de proyectos: proyectos interdisciplinarios, proyectos de convivencia, proyectos comunitarios, etc; los cuales generan un impacto en los miembros de la comunidad educativa y la comunidad en general. Parece que son demasiados roles para un actor social. Sin embargo, mi experiencia universitaria me llevó a descubrir otros que a veces no son tan apreciados, valorados o conocidos como deberían serlo por la comunidad en general. Mientras cursaba mi carrera, más precisamente durante mis primeros años, pensaba que al finalizar la misma mi tarea consistiría en enseñar matemática en el nivel secundario. Es decir, me miraba al espejo y sólo podía verme desempeñando aquel rol de “formadora académica” al que hice alusión antes. No fue hasta el año pasado, dónde pude ser parte de un grupo de investigación que pude vivenciar de cerca un rol del que antes apenas si tenía conocimiento: el docente como investigador y comunicador. En nuestro caso, la investigación se realizó en torno a un tema de enseñanza en el nivel secundario, y todo lo que ello conlleva, análisis de teorías, de dificultades, errores, y propuestas, etc. La comunicación de avances y de resultados en la comunidad docente es de suma importancia para el enriquecimiento y progreso en la enseñanza, lo cual impacta positivamente en las aulas y a posteriori en la sociedad. No sólo en temas relacionados a la didáctica sino en relación a cualquier área en investigación que se lleve a cabo. Sin importar el área, la investigación y la comunicación son generadores de avance y mejora para nuestra sociedad, y el docente es capaz de navegar por esas aguas. Es así, como un gran actor que despliega sus habilidades en múltiples escenarios, representando a numerosos personajes, que el docente debe desempeñarse en diversos escenarios cambiantes, caóticos y desafiantes.