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Yo, thorbod

Carlos Saiz Cidoncha

«-¿ Y qué vais a disponer respecto a la Bestia Gris?


-Sería estúpido permitirle abandonar sus planetas para que prospere
en otro rincón del Universo y vuelva un día a torturar a la humanidad. La
Bestia está prácticamente liquidada. No nos queda más que dejar en este
sistema algunas escuadras siderales para impedir que evacuen Venus y
Marte con sus grandes autoplanetas, y esperar pacientemente a que la
radioactividad de sus planetas les vaya matando poco a poco».

George H. White, Guerra de Autómatas

Mira hacia el firmamento nocturno, Sharian.


Observa las estrellas que lucen en la oscuridad. Esas dos lucecillas que se mueven
son las dos lunas de nuestro planeta, nuestro mundo por tantos siglos adoptivo, el cuarto
del sistema solar.
Dos pequeñas luces movedizas que orbitan muy cerca de nosotros, y que ahora son
nuestra frontera.
Más allá alienta la Bestia.
La Bestia que es verdugo de nuestra raza, después de ser juez y parte en el
proceso. La Bestia, que probablemente domina también bajo su zarpa las estrellas fijas
que brillan en la noche, pues desde ellas vino para nuestro daño.
La Bestia eternamente guerrera, que se desgarra a sí misma al mismo tiempo que
desgarra a los demás, pero cuya horripilante proliferación la extiende por el universo.
Mira las estrellas, Sharian, y contempla en ellas el dominio de nuestro adversario,
del azote de nuestra humanidad.
Pero no puedes verlas, Sharian. No puedes verlas porque estás muerto, al igual que
el resto del que fue nuestro grupo de reproducción, en el que tantas esperanzas
habíamos puesto, frustradas al igual que las de todos los demás.
¿Recuerdas, Sharian, dondequiera que estés?
Luchamos contra la radiación, probamos uno y otro remedio, y los nuestros seguían
muriendo en las calles y en los campos, en las ciudades subterráneas y en los inmensos
desiertos rojos ¿Recuerdas a Nomal? Fue el primero en morir en nuestro grupo de
reproducción, acabando con ello la esperanza de progenie que todavía alimentábamos.
Luego Klismeth, y Zanius... luego todos los demás.
Incluso tú, Sharian.
No sé por qué me dirijo a ti, que no puedes escucharme ni responderme. Quizá
porque fuiste el penúltimo, mi postrer compañero en todo el mundo que fue hogar de
nuestra raza. Hoy tan sólo quedo yo, roído por las radiaciones asesinas, desfalleciente,
pero todavía capaz de pensar y rememorar.
Soy el último de los thorbod.
Tan sólo yo aliento todavía en el inmenso planeta que hoy es osario de nuestra
estirpe. A mí me cabe, aunque tan sólo sea en pensamiento, redactar el epitafio, la
crónica terminada de lo fuimos y de lo que hicimos.
No nació nuestra raza bajo los rayos del sol que aún hoy me calienta; No, tuvimos
nuestros propios mundos en torno a nuestra propia estrella. Una estrella tan lejana que
desde aquí no puede advertirse ni a simple vista ni usando los más avanzados medios
astronómicos. Nacimos y nos reproducimos, hasta llenar nuestros mundos. Construimos
ciudades y albergamos esperanzas. Iniciamos la exploración del espacio, e hicimos
retroceder las fronteras del saber.
Pero la Bestia estaba vecina.
La Bestia, pululante y agresiva, la Bestia dividida en dos variantes sexuales,
situación de la que parece emanar su eterna violencia, su afán por guerrear, Aún entre sí,
su incapacidad por unirse en un bloque étnico monolítico y cooperante, tal como nosotros
lo hicimos.
Fue la Bestia del sistema de Nahum, próximo al nuestro. Fueron las guerras que
siguieron al primer contacto, la contienda entre dos universos demasiado distintos para
comprenderse y coexistir. Por siglos luchamos contra el poder de Nahum, y finalmente el
poder de Nahum prevaleció y devastó nuestros mundos natales, destruyendo la
civilización que tanto nos había costado crear.
Siguió el gran éxodo ¿No recuerdas, Sharian, como estudiamos su historia y nos
sentimos orgullosos? La saga emocionante de los supervivientes que abandonaron
nuestro devastado sistema, escapando al genocidio. Años y años entre las estrellas,
buscando para no encontrar, estudiando planetas estériles, mundos de metano y
amoníaco, asteroides sin atmósfera, renunciando una y otra vez a la esperanza para
partir hacia una nueva estrella, donde tan sólo habría de llegar la siguiente generación.
Y por fin, el milagro.
La estrella de vida y el mundo acogedor que convenía a nuestra especie. En él
desembarcamos y en él erigimos nuestros nuevos hogares, pensando reconstruir nuestra
civilización y nuestra cultura, esta vez para siempre. El cuarto mundo del sistema, que
bautizamos con el nombre de Redención, y que nos pareció aurora para el renacimiento.
La Bestia estaba también aquí, en el mundo que era nuestro más próximo vecino.
Primitiva, cavernícola, en escaso número, pero la misma Bestia de dos sexos que
habíamos creído dejar atrás. Restos de alguna olvidada comunicación estelar, a menos
que un dios demente hubiera sembrado aquella étnia atroz por todo el universo.
¡Y hubiéramos podido destruirla! Hubiéramos podido invadir el tercer planeta solar
que era su cuna, hubiéramos podido hacer con ella lo que ahora ella nos ha hecho a
nosotros. No lo hicimos, nos limitamos a estudiar su progreso, a hacer raras visitas con
nuestras astronaves lenticulares. Quizá nuestros antepasados confiaran en las guerras
que oponían a sus distintos clanes, siglo tras siglo, hacha contra hacha, fusil contra fusil,
proyectil nuclear contra proyectil nuclear. Quizá pensaran que, absortos en sus luchas,
jamás podrían salir de su atmósfera y cruzar el espacio hasta nuestro mundo.

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Pero lo cruzaron. Entraron en contacto con nosotros, y el contacto fue de nuevo
hostil. Intentaron primeramente someternos como colonia a una de sus bárbaras
naciones, y de nuevo hubimos de luchar hasta conseguir rechazarles y conservar nuestra
independencia. Pero años más adelante, tras regodearse en la más apocalíptica de todas
sus guerras, el bando vencedor exigió que nos uniéramos a lo que llamaban su
federación. Un puesto y un voto para nuestra raza, seis puestos y seis votos para la suya.
Y fue de nuevo la guerra, en esta ocasión final y totalmente victoriosa para nosotros.
Nuestro gran dirigente y emperador, Hotep el Grande, derrotó a sus escuadras siderales,
pese a poseer éstas unas armas muy superiores a las nuestras. Fue aquella la
culminación de nuestra gloria, la victoria que entonces se creyó imperecedera.
Dominamos el sistema entero y creímos no volver a temer enemigo que se alzara en
contra nuestra.
Pero, pese a todo, no les exterminamos. Nos limitamos a gobernarles y tutelares,
negándoles el derecho a organizar nuevas guerras entre ellos mismos o contra otros.
Fuimos quizá duros con ellos, pero de ninguna manera tanto como ellos con nosotros.
Jamás se pensó en el genocidio.
Y a nosotros, Sharian, nos tocó vivir la burla del destino, el definitivo fin de las
esperanzas atesoradas. Pues de las estrellas llegó un monstruo horrible, un planetoide
muerto y hueco, atiborrado de armas diabólicas contra las cuales nosotros nada
podíamos.
La Bestia de nuevo, los descendientes de algunos que escaparon a la victoria de
Hotep el Grande y que, como nosotros mismos, hallaron a muchos años luz de distancia
un nuevo mundo en el que proliferar, tras aniquilar por completo, según su costumbre,
una raza diferente que allí habitaba. Pero, lejos de quedarse allí y vivir en paz, buscaron
la venganza y el desquite contra nosotros, que no les habíamos perseguido ni buscado.
Desencadenaron de su órbita un mundillo entero, al que llamaron Valera, y le
transformaron en formidable nave de guerra y destrucción, propulsándolo hacia el sistema
en el que antes habían vivido. Y, por si acaso el destino no fuera suficientemente atroz,
por camino distinto llegó también Nahum, eterno en su odio, con una gran flota de
autoplanetas.
¿Recuerdas el espanto, Sharian? ¿Recuerdas el horror?
Hubo una última esperanza cuando, fieles a su naturaleza, la Bestia de Nahum y la
Bestia de Valera se enzarzaron en feroz pelea nada más encontrarse frente a frente.
Incluso uno de los bandos, el de Valera, llegó a firmar tregua y alianza con nosotros. Todo
falso, todo mentira. Cuando los proyectiles de Nahum envenenaron con su radiactividad
todos los mundos de este infortunado sistema solar, buscando destruir todo indicio de
vida, Valera olvidó su palabra, nos negó alianza y socorro y bloqueó nuestros mundos
para dejamos perecer lentamente, uno tras otro, mostrando con ello todo el sadismo de
que esa raza aberrante puede ser capaz.
Y éste es el fin.
Soy el último de los thorbod, el postrero exponente de lo que fue una gran raza.
Paseo por las solitarias calles de la antaño orgullosa Nemania, que fuera nuestra capital
en tiempos más felices. Salgo al exterior y contemplo los rojos desiertos y las
tempestades de arena. Se dijo que en este mundo existió en tiempos remotos, antes de
nuestra llegada, una extraña civilización de la que apenas algunos indicios quedan.
Pienso yo si acaso algún arqueólogo del futuro encontrará algún día nuestros restos
enterrados en el polvo y se preguntará quienes fuimos y cómo vivimos y pensamos.

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La radiación come mi cuerpo, y apenas me quedan ya fuerzas para moverme.
Pienso, Sharian, que quizá tras las puertas de la muerte podamos reunimos otra
vez, todos nosotros, y existir en un lugar ajeno a toda agresión y a toda lucha. O quizá,
después de todo, no haya sino aniquilación total, y la única paz posible sea la de la nada.
Perezco sobre el mundo que mi raza quiso suyo, y dejo finalmente el universo bajo
el monopolio sangriento de los seres del doble sexo dividido, los guerreros y
conquistadores, la étnia del apocalipsis.

La Abominable Bestia Blanca.

*****

(Pero remanentes de la étnia thorbod quedaron dispersos en el universo, y hubo


nuevas guerras y nuevas batallas entre las dos razas. Y cada una de ellas abominó de su
respectivo adversario, y dióle el nombre de Bestia)

Que en este mundo traidor


Nada es verdad ni es mentira
Todo es según el color
Del cristal con que se mira

Publicado en: Viajes de los Aznar


Colección Brazo en Espiral, nº 6
Editorial Silente, 1999

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