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Pero lo cruzaron. Entraron en contacto con nosotros, y el contacto fue de nuevo
hostil. Intentaron primeramente someternos como colonia a una de sus bárbaras
naciones, y de nuevo hubimos de luchar hasta conseguir rechazarles y conservar nuestra
independencia. Pero años más adelante, tras regodearse en la más apocalíptica de todas
sus guerras, el bando vencedor exigió que nos uniéramos a lo que llamaban su
federación. Un puesto y un voto para nuestra raza, seis puestos y seis votos para la suya.
Y fue de nuevo la guerra, en esta ocasión final y totalmente victoriosa para nosotros.
Nuestro gran dirigente y emperador, Hotep el Grande, derrotó a sus escuadras siderales,
pese a poseer éstas unas armas muy superiores a las nuestras. Fue aquella la
culminación de nuestra gloria, la victoria que entonces se creyó imperecedera.
Dominamos el sistema entero y creímos no volver a temer enemigo que se alzara en
contra nuestra.
Pero, pese a todo, no les exterminamos. Nos limitamos a gobernarles y tutelares,
negándoles el derecho a organizar nuevas guerras entre ellos mismos o contra otros.
Fuimos quizá duros con ellos, pero de ninguna manera tanto como ellos con nosotros.
Jamás se pensó en el genocidio.
Y a nosotros, Sharian, nos tocó vivir la burla del destino, el definitivo fin de las
esperanzas atesoradas. Pues de las estrellas llegó un monstruo horrible, un planetoide
muerto y hueco, atiborrado de armas diabólicas contra las cuales nosotros nada
podíamos.
La Bestia de nuevo, los descendientes de algunos que escaparon a la victoria de
Hotep el Grande y que, como nosotros mismos, hallaron a muchos años luz de distancia
un nuevo mundo en el que proliferar, tras aniquilar por completo, según su costumbre,
una raza diferente que allí habitaba. Pero, lejos de quedarse allí y vivir en paz, buscaron
la venganza y el desquite contra nosotros, que no les habíamos perseguido ni buscado.
Desencadenaron de su órbita un mundillo entero, al que llamaron Valera, y le
transformaron en formidable nave de guerra y destrucción, propulsándolo hacia el sistema
en el que antes habían vivido. Y, por si acaso el destino no fuera suficientemente atroz,
por camino distinto llegó también Nahum, eterno en su odio, con una gran flota de
autoplanetas.
¿Recuerdas el espanto, Sharian? ¿Recuerdas el horror?
Hubo una última esperanza cuando, fieles a su naturaleza, la Bestia de Nahum y la
Bestia de Valera se enzarzaron en feroz pelea nada más encontrarse frente a frente.
Incluso uno de los bandos, el de Valera, llegó a firmar tregua y alianza con nosotros. Todo
falso, todo mentira. Cuando los proyectiles de Nahum envenenaron con su radiactividad
todos los mundos de este infortunado sistema solar, buscando destruir todo indicio de
vida, Valera olvidó su palabra, nos negó alianza y socorro y bloqueó nuestros mundos
para dejamos perecer lentamente, uno tras otro, mostrando con ello todo el sadismo de
que esa raza aberrante puede ser capaz.
Y éste es el fin.
Soy el último de los thorbod, el postrero exponente de lo que fue una gran raza.
Paseo por las solitarias calles de la antaño orgullosa Nemania, que fuera nuestra capital
en tiempos más felices. Salgo al exterior y contemplo los rojos desiertos y las
tempestades de arena. Se dijo que en este mundo existió en tiempos remotos, antes de
nuestra llegada, una extraña civilización de la que apenas algunos indicios quedan.
Pienso yo si acaso algún arqueólogo del futuro encontrará algún día nuestros restos
enterrados en el polvo y se preguntará quienes fuimos y cómo vivimos y pensamos.
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La radiación come mi cuerpo, y apenas me quedan ya fuerzas para moverme.
Pienso, Sharian, que quizá tras las puertas de la muerte podamos reunimos otra
vez, todos nosotros, y existir en un lugar ajeno a toda agresión y a toda lucha. O quizá,
después de todo, no haya sino aniquilación total, y la única paz posible sea la de la nada.
Perezco sobre el mundo que mi raza quiso suyo, y dejo finalmente el universo bajo
el monopolio sangriento de los seres del doble sexo dividido, los guerreros y
conquistadores, la étnia del apocalipsis.
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