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Ricardo Cano Gaviria

“Es que hace dos días tuve un sueño, un mal sueño...”, respondió la
negra Mercedes cuando él le preguntó por qué últimamente rondaba
tanto por su estudio, y por qué no paraba de mirarlo preocupada. “Yo iba
por la mañana a despertarlo y lo encontraba muy quieto y pálido, porque
el indio Guayambuco lo había matado”.

-“El indio Guayambuco”, comentó él con sorpresa. “¿El mismo que?...”

-“ Sí, el mismo... Usted, niño, tenía la cabeza llena de pétalos.”

-“¡De pétalos rojos!”, repitió él. “¿No serían las heridas del abuelo?”

-“¡Quién sabrá, niño! Pero le aseguro que la habitación donde él agonizó


no olía tan bien como la de mi sueño. El olor era como a flores y a
música de pájaros…”

-“¡A música de pájaros!...”, coreó él, con sorpresa e incredulidad.

La mujer, que observaba el suelo con atención, como si en la paja de la


escoba que tenía en la mano se hubiese enredado una telaraña, levantó
los ojos y lo miró.

-“ ¿Pues no tiene alas la música como los pájaros, señor?”

-“ Mercedes, verdaderamente usted es una caja de sorpresas”, la


tranquilizó él, con una sonrisa suave, que destacó como una especie de
remanso en su espesa barba castaña. “Desde niño usted no deja de
asombrarme...”

-“Y lo que le falta todavía”, lo amenazó la mujer, riendo y haciendo un


amago de retirarse.

-“Espere un momento, no se me vaya...”


-“Tengo que irme, señor. ¿No ve que esta mañana también su mamá
salió y aún no he preparado el almuerzo?”, dijo ella, sin pararse.

Viéndola desaparecer por el pasillo, con su caminar renqueante y


aparatoso, pensó que todavía era una negra hermosa cuando él era niño
y ella le contaba los cuentos infantiles, el ratón Pérez y la cucaracha
Mandinga, o le enseñaba a jugar con Elvira “Mariposa dónde estás”.
Luego, al perderla de vista, recordó que el día anterior, miércoles,
también la había sorprendido rondando por su estudio, avanzada la
noche, pero ella no le había querido decir nada, aunque al final accedió a
preguntarle que cómo celebrarían al día siguiente su cumpleaños, y él
dijo: “ojalá que no con otra mala noticia. Me bastará con tenerlas a
ustedes a mi lado, nos tomaremos el té, un té especial, eso sí, del que
me han llegado unos paquetes directamente de París, y unos biscuits”.
“No, yo prefiero el ponqué” terció por sorpresa una segunda voz, a
espaldas de ellos; era Julita, que se había levantado en puntillas a ver
qué pasaba, lo cual le brindó a la negra Mercedes una estupenda
oportunidad de escabullirse... Cuando se quedaron solos los dos
hermanos, con expresión seria -demasiado sería para su edad- la
muchacha le preguntó por los acreedores, y sobre todo por el señor
Guillermo Uribe, ¿es que en realidad era un hombre malo? ¿Y, si era así,
por qué se había llevado tan bien con el papá cuando aún vivía?

“¡Sí, papá, papá, papá!”, casi gritó ella, y él, llevándose el índice a los
labios, le hizo chist, “Va a despertar a mamá y entonces usted verá qué
le decimos, Julita”, le advirtió con mucha suavidad, porque sabía que en
el énfasis crispado de las palabras de su hermana pequeña acechaba un
pasado lleno de claroscuros y de sombras, de sombras y de chapolas
negras, de viejas amistades bogotanas y desacuerdos políticos, y hoy
parecía que también de desamores y recelos económicos, que eran
demasiado para su edad. Y casi se alegró de que, al menos por el
momento, lo que más le preocupara a Julita fuese saber si todo Bogotá
se iba a enterar... ¿En tales condiciones cómo volver a misa a la
Catedral? ¿Y cómo pasear de nuevo por la calle de Florían? Serían el
hazmerreír de todos, en el altozano los señalarían con el dedo, se
convertirían en unos pobres de solemnidad. A caballo sobre un taburete
que él tenía cerca de la cama, junto a la bacinilla, la muchacha estaba a
punto de echarse a llorar cuando él le lanzó un clic con la mano,
haciéndola volver en sí, y le preguntó si tenía idea de lo que le pasaba a
Mercedes; la mujer estaba muy rara y a él le parecía que lo espiaba...
“¿Espiarlo a usted? Creo que no... Aunque esta mañana se escapó hacia
las diez sin decir adónde iba... Volvió hacia las once, a tiempo para
preparar el almuerzo... Menos mal que mamá no se enteró.” “¿Qué
podemos hacer para que aprenda a coger el teléfono, Julita?” “Ah, creo
que eso si que va a ser imposible”, respondió la muchacha, riendo, “si ni
siquiera se atreve a pasarle el plumero”. Durante unos instantes, en la
profundidad de la noche, se oyeron las risas sofocadas de los dos
hermanos burlándose de la negra Mercedes, que le tenía miedo al
teléfono porque creía que era cosa de brujería eso de transmitir la voz a
distancia, y vaya si lo era... “Julita, yo mismo le estoy cogiendo miedo
cuando suena”, le confió él al final, y casi en ese mismo instante cayó en
la cuenta de que el aparato no había sonado en todo el día, y que la
última vez que lo había hecho había sido la tarde anterior, de parte de
Alejandro, su ayudante en el almacén, que no encontraba un rollo de
seda verde de Lyon, y quería saber si se había vendido o lo habían
mandado a otro sitio.

Cuando Julita se fue al fin a dormir, después de darle el beso de buenas


noches -hacía poco que el reloj del pasillo había dado las doce-, él se
puso la bata de terciopelo rojo con arabescos dorados y fue a la sala a
fumarse el cigarrillo de medianoche: desde allí miró un momento a través
del visillo de la ventana... Nadie allá abajo en la calle, ni un alma de
purgatorio, ¿no era el momento propicio para irse a pasear al
cementerio? “No, esta noche no”, pensó. La parte de Bogotá no
iluminada aún por la electricidad se había vuelto muy peligrosa, y a él no
le gustaba ir por ahí de noche solo y con revólver... Además, tenía que
empezar a pensar muy bien los argumentos que muy pronto tendría que
exponerle a don Guillermo.

Pero ese día, jueves, debía hacer un nuevo intento de coger el toro por
los cuernos, por más que ahora el indio Guayambuco lo vigilara desde la
sombra, y al percibir el eco apagado de los ruidos que hacía la negra
Mercedes en la cocina, volvió a su cuarto y se sentó ante el escritorio. En
él, había dos hojas: una en blanco un poco apartada, y otra en la que se
veían ya varias líneas escritas con su encabezamiento. Cogió la primera
y la contempló en silencio durante un rato, como si esperara ver aparecer
en ella alguna figura mágica; luego la dejó en su sitio, y, tomando la
pluma, se dedicó a la segunda:
“Estimado señor:

El día 5 de noviembre entré en su casa, a eso de las doce del día, para
decirle algo importante: con el crédito que me concedió el señor De
Cambil, representante de la casa parisina Fould Frères, acabo de cubrir
las deudas urgentes que eran mis mayores dificultades: a partir de ahora
voy a vender todo lo que pueda... Si en cinco meses logro vender 12.000
y cobrar 20.000 que me deben, tendré cubierto mi pasivo en Bogotá...”

De pronto se interrumpió. No, no podía concentrarse. Dentro de su


mente el indio Guayambuco continuaba asesinándole a él, asesinándole
de parte del señor Uribe y todos los que empezaban a dudar de su
honradez, y era el mismo indio asesino que había matado a golpes de
culata a sus tíos en Hatogrande. Dos víctimas, dos agonías, una más
corta que la otra, ¿o habrían sido tres? Seguramente lo pensó por vez
primera allá en París, en el piso de la rue Pigalle, donde vivió varios
meses solo acabando de llegar, en medio de los cuadros y bibelots del
tío recién muerto, el segundo agonizante, y en realidad fue luego, uno o
dos meses después, cuando empezó el largo paréntesis, con el frenesí
de París, los viajes y las aventuras picantes, las visitas poéticas, los
libros, y el regreso a Colombia terminada la guerra... Sí, un largo
paréntesis que aún no había acabado, ¿pero por qué se atormentaba
ahora pensando en todo eso?

Entonces, como si esperara que el humo disipara sus temores, salió al


patio a fumarse el primer cigarro del día. Desde allí, observó un gorrión
que saltaba entre las ramas allá abajo en el patio, no tocado aún por el
sol de la mañana. En la zona más umbría, agazapado tras unas macetas,
Mambrú, el gato negro y blanco de las vecinas, vigilaba muy atento las
evoluciones del pajarillo, que saltaba de rama en rama inocente ante el
peligro. En un momento dado fue cosa de casi medio metro lo que los
separaba a los dos, y Mambrú, en su escondite, empezó a preparar el
salto, suavemente, la parte delantera más hundida que la de atrás, las
patas traseras semiplegadas, las delanteras dobladas por
completo. “Ese es el señor Uribe”, pensó él con una sonrisa... “Y el otro,
el que pica de rama en rama, soy yo, por supuesto”. De pronto, algo se
movió allá abajo, el gorrión se elevó en tirabuzón sobre el patio, sobre el
tejado, escapando al peligro, y mesándose la barba él lo vio alejarse,
dejando que en su rostro se explayara una sonrisa tímida. Entonces,
tocado por una chispa de optimismo, se preguntó si hacía bien
quedándose ese día en casa, no yendo al almacén para continuar con el
balance y ver si había alguna novedad... Tal vez más tarde viniera Drake
a buscarlo, si es que había bajado a Bogotá. Siempre era un alivio su
compañía, y más en aquellos momentos, aunque su amigo se mostraba
esquivo y nervioso cuando él se ponía a hablar de sus paseos por el
cementerio a altas horas de la noche, seguramente porque lo
consideraba perjudicial para él, y no se atrevía a reprenderlo ni siquiera
cuando, tan lenguaraz como emocionado, empalmaba con los paseos
por Chantilly en compañía de Elvira bordeando la quebrada Las Delicias,
mientras la luna alargaba las sombras de los dos más allá de los árboles,
poco antes de alcanzar el Camellón de los Eucaliptos, donde debían girar
en redondo y volver. ¿Pensaba él también que se estaba volviendo loco,
como ya le pasaba a tanta gente en Bogotá?

Tal vez Drake tenía razón, y había que procurar alejarse del dolor en vez
de recrearse en él y acicatearlo. ¡Pero un año era tan poco tiempo!

De pronto, antes de haber acabado el cigarrillo, lo apagó y lo dejó con


cuidado sobre el bordillo de la columna. Caminando sin prisa recorrió el
tramo del pasillo que daba sobre el patio, y se internó por el que llevaba
a la cocina.

Cuando llegó le preguntó a la negra Mercedes, por sorpresa, en un tono


guasón: “¿De modo que para usted tiene alas la música?”

La mujer dio un saltito, lanzó un grito y se giró de prisa.

“Por dios, me ha asustado. No lo oí entrar...”

Allí, mientras ella echaba carbón en el fogón, y maniobraba con las ollas
y los cuchillos, los dos se miraron cómplices y risueños. Ella cortaba algo
verde, seguramente habichuelas, y unos tomates rojos y redondos, así
como unos aguacates grandes y lustrosos descansaban junto a la pared
llena de cacerolas y sartenes de cobre, todas alineadas y relucientes.

“Dígame pues...”

“ Sí, la música tienes alas, ya se lo dije, niño.”


“¿Y dónde aprendió usted todo eso? ¿En África tal vez?”

“En África, no me haga reír. Yo nunca estuve allí...”

“¿No recuerda nada de su papá? Vino con los Diago, fue ellos quienes lo
liberaron... ”

“Pero no quiso volver a África, ya lo ve usted. Todos somos de donde


estamos...”. La miró con curiosidad, de espaldas, y pensó: “Sí, todos
somos de donde estamos: lo mismo pensé cuando estaba en París, y
hubiera querido quedarme... ¿Volveré alguna vez?” “Póngase ahí y
péleme unos tomates, ya que hoy quiere hacerme compañía, niño”, dijo
ella. “¿Le pasa algo raro? Años que no lo veíamos por aquí en la
cocina...”.

“No me pasa nada, solo quiero que me explique por dios cómo aprendió
usted eso.”

“¿Qué es eso?”

“Que tiene alas la música...”

“Ay, señor, no me haga desvariar más...”, se quejó ella, agitando la mano


con impaciencia. “Yo qué voy a saber, si soy una negra ignorante y,
como si fuera poco, vieja.”

Estuvo unos minutos callada, entregada a su trabajo, pero de pronto


levantó la cabeza y lo miró.

- Claro, la música tiene alas, por eso se puede bailar. Los bambucos, al
menos... Las faldas se hinchan, vuelan... ¿Ha visto a Julita cuando
baila? ¿Y cuando lo hacía Elvira? ¿Es que no tenía entonces alas la
música?”

Los dos bajaron los ojos, luego se miraron y sonrieron.

“Perdóneme niño por habérsela recordado...”

“No se preocupe sumercé”, dijo, y él pensó con fugacidad que su


hermana estaba en todas partes, todo olía a ella, todo se conjuraba para
que nadie la olvidara y mucha gente en Bogotá estuviera aún
recordándola, recordándola y recordándosela a él. Por eso empezaba a
tener miedo de que aquel sentimiento creciera y se hiciese cada vez más
incontrolable, por eso tenía que hacer algo y pronto. Sería como una
forma de celebrar el primer año sin ella...

La negra Mercedes lo tocó suavemente, haciéndolo volver en sí.

“Niño, he oído voces en el zaguán. Me parece que su mamá ya está


subiendo las escaleras...”

Al oírla, él miró a lado y lado asustado y, sin decir nada, con el torso muy
tieso, voló por el pasillo caminando a zancadas, como a veces hacen los
petimetres cuando bailan el rigodón.

La negra Mercedes se quedó sola, y, dejando el cuchillo sobre la mesa,


se sentó un momento a pensar. Estaba claro que algo muy grave estaba
pasando; el miércoles había encontrado sentado al niño en el lecho,
fumando cigarro tras cigarro... “¿Qué le ocurre, por qué está tan
nervioso?”, le preguntó. “¿Quiere que le prepare un té?”. “Esto se hunde,
Mercedes, esto se acabó”, le había dicho él, abatido. “¿Y su cumpleaños
qué? Recuerde que es pasado mañana, ya hemos encargado el
ponqué.” “¡Pero si no vamos a poder pagarlo!”, dijo él. Fue entonces
cuando sonó el timbre de ese horrible aparato, interrumpiendo la
conversación, y el señorito, dando un salto, corrió, mejor dicho, voló, a
contestar. Luego, inmóvil en su sitio, ella lo escuchó decir, en un diálogo
entrecortado con el aparato, que esta vez no podía cruzarse de brazos
para dejar que los amigos de su papá lo ejecutaran judicialmente con
toda comodidad. ¡Sí, que lo ejecutaran!... Con esa horrible palabra en la
mente la mujer regresó a la cocina, y, al volver a cortar la carne, se hizo
una pequeña incisión en el dedo. Aunque se hubiera cortado el dedo
entero no hubiera importado, porque qué era eso comparado con lo que
le harían al niño: ejecutarlo... ¡A él, que era el hombre de la casa! ¿Y
qué sería de todas ellas, con él ejecutado? Sin duda debía ser que los
jueces alineaban al reo y, pronunciada la sentencia, le disparaban allí
mismo, como en la guerra. De no pocos esclavos ejecutados había oído
hablar ella a su padre, en su juventud, y luego en toda su vida no había
parado de ver muertos y heridos de guerra, ya de un bando ya de otro, y
la mayoría eran casualmente mestizos y negros… Mestizos y negros que
poco sabían de los conservadores o los liberales, pues habían sido
raptados por los lanceros y, encadenados como esclavos, arrastrados a
la guerra para que mataran a los del bando opuesto. La última
escabechina que vio fue la de las calles de Bogotá en la guerra del
61. ¡Pero hacerle eso al niño! ¡Al cachaco más guapo de Bogotá, que
no estaba en ningún bando, y que era también el más inteligente! ¡El
muchacho al que ella había visto crecer y sobre el que acababa de tener
ese sueño espantoso!

Anduvo espiándolo todo el día, pero él no se dejó ver. Y era extraño que
otra vez se hubiera quedado en casa; por eso, ese día, cuando doña
Vicenta le preguntó por él, a sabiendas de que ella frunciría el ceño, le
dijo que estaba encerrado en su estudio y que había pedido que no lo
molestaran. ¡Sin duda eso era lo que él hubiera querido! Luego, sin
pensarlo, se fue caminando lentamente a su cuartito en la parte más
honda de la casa, junto a la cocina, levantó por un lado el colchón de su
cama y sacó un bultito, un pañuelo atado por las esquinas que abrió,
dejando ver un puñado de billetes muy ajados y dos o tres letras de
cambio... Era todo su capital. Pensó en el momento en que se lo daría al
niño, e intentó imaginar lo que le diría él. Sin duda lo iba a rechazar. Pero
ella de todos modos se lo daría... Y se dijo que a lo mejor si ella le pidiera
que a cambio le recitase unos poemas, él lo aceptaría. Primero pensó en
“Las Golondrinas”, pues aunque el niño dijera que no era del todo suyo,
la llenaba de nostalgia ese poema, incluso le hacía pensar a veces en
países en los que nunca había estado. Pero no, no quería ponerse
triste. Por eso tal vez era mejor pedirle que le recitara a ella, y solo a ella
por una vez en la vida, “Los maderos de San Juan”. Aserrín aserrán, los
maderos de San Juan, piden queso, piden pan... ¡Triqui, triqui, triqui,
tran!

El jueves 26 de noviembre de 1891, a las cinco de la tarde y en un piso


de Bogotá, en la calle 12, la negra Mercedes, con un envoltorio en la
mano, acechaba tras las cortinas al poeta José Asunción Silva, que
estaba sentado ante su escritorio de caoba, con la cabeza doblada sobre
el papel blanco. Unas pocas líneas destacaban al comienzo de la hoja...
La mujer pensaba: “Aserrín, aserrán”, con una sonrisa en los labios, y en
el momento en que iba a interrumpirlo notó que él estaba muy
ensimismado, apretándose la frente.
En cuanto a la hoja comenzada, sabía que estaba allí desde el día
anterior, y era muy distinta de otra que había al lado, llena de una letra
continua y entreverada de tachones.

Iba ya a irse, tocada por un sentimiento de pudor, cuando el muchacho


barbudo levantó un poco la primera hoja, y sin querer lo escuchó recitar
con voz queda, repartiendo bien el acento en cada verso:

“Una noche, una noche toda llena de murmullos,”

Ella se paró un momento, sorprendida, y no pudo evitar sonreír con una


sensación de familiaridad cuando escuchó:

“de perfumes y de música de alas...”


Por un poeta sin aureola
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Por un poeta sin aureola
Ricardo Cano Gaviria

En memoria de Pedro Gómez Valderrama

«... tú, que podrías llevar una aureola si cantaras lo sublime...».

«La protesta de la Musa»

Se puede decir que cualquier biógrafo actual de Silva está, o debería


estar solicitado por un doble compromiso: 1) el de reconocer la distancia
que lo salva del biografiado, que miraba las cosas de su época con una
mirada distinta de la nuestra, y 2): el de reflejar bien con qué cómos y
porqués debe acercarse a él, pues de la manera como se responda a
éstos depende la forma como se releerá el pasado, en ese acto
fundacional que está en la base de toda reinterpretación.

Ahora bien, un biógrafo que se hubiese hecho eco de ambas


solicitaciones, tras comprobar que la biografía como género no cuenta
con un instrumental propio para responder a ellas, no tiene más remedio
que acudir a la pesquisa histórica o, más exactamente, a lo que desde la
literatura más pudiera parecerse a una pesquisa histórica: la filología. De
tal modo, fácilmente podría caer en la tentación de hacer suyo el ideario
del filólogo a través de cualquier planteamiento que, como en el caso de
Erich Auerbach -un filólogo que reconoce su procedencia viquiana-,
pusiese como punto de partida del investigador «no una categoría
llevada por nosotros al objeto y en la que este haya de ordenarse, sino
un rasgo intrahistórico, comprobado en él» y que lo ilumine «en su
peculiaridad»1. Ateniéndose de forma rudimentaria a este principio, el
biógrafo que aquí habla propuso en 19922 como guía para entender la
unión entre las tres figuras de Silva que creyó reconocer (la del esteta, la
del histérico y la del irónico), la categoría del lector. Hoy quisiera barajar
las mismas cartas de otra manera, proponiendo que si se acepta el texto
«Crítica ligera» -donde el poeta exhibe sus lecturas poéticas, que en su
parte más importante son las relacionadas con su viaje a París tres años
atrás- como una especie de introducción en el tema de la lectura, y la
novela De sobremesa como una especie de crispada apoteosis, en
medio tenemos el remanso de las «Gotas amargas», que serían el
momento de mayor equilibrio. Este pequeño corpus poético tiene, en
efecto, un ingrediente que lo convierte en punto focal de cualquier posible
abordaje del tema: la ironía llevada hasta los extremos de la burla, la
sátira e incluso la humorada, referido principalmente al hecho de la
lectura o de las mitologías literarias acuñadas a través de la lectura.

En el Poema-poética, el poema «Avant-propos», que vendría a ser algo


así como un exordio «al lector», leemos entre otras cosas: «Pobre
estómago literario/ que lo trivial fatiga y cansa,/ no sigas leyendo
poemas/ llenos de lágrimas»3. Mirada desde una óptica ya no tanto de
filólogo como de arqueólogo, la idea de un estómago literario enfermo
abre la puerta, a través de la mirada médica que el poeta parece hacer
suya en el mismo título de la serie «Gotas amargas»4, hacia un doble de
ese estómago, un doble por así decirlo espiritual: el cerebro. Que el
cerebro llega a ser considerado por Silva, al amparo de la síntesis
médica que acaba forjándose para su uso personal, como una especie
de estómago de ideas, que las buenas lecturas fecundan y las malas
trastornan, hace parte de esa especie de circularidad hermenéutica, por
llamarla de algún modo, que implica al propio Silva en los males que
detecta en otros, al plantearse él mismo voluntaria o involuntariamente
como sujeto y objeto de sus enfoques.

Acerca de uno de los poemas, «La respuesta de la tierra», es oportuno


precisar la anécdota que nos revela que la intención de Silva al escribirlo
no era otra que la de satirizar a un amigo que se las pasaba hablando
con los elementos y los astros, amigo que ha sido identificado como José
Rivas Groot, el autor de «Constelaciones». En el poema, en efecto,
vemos cómo la figura de un poeta lírico, que Silva califica burlonamente
como «grandioso y sibilino»5, le formula a la tierra las grandes preguntas
a Dios o a la naturaleza heredadas por ciertos poetas del romanticismo
«... ¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí venimos?» «Yo,
sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo, en estas soledades aguardo la
respuesta», se retrata grandiosamente el poeta lírico, sin lograr
impresionar a la Tierra que, «como siempre, displicente y callada, al
poeta lírico no le contestó nada». Ahora bien, parece bastante claro que
la intención del poema, más que satirizar a una persona concreta, es la
de expresar el anacronismo de la figura del poeta lírico. El poeta lírico,
grandioso y sibilino, que se considera sacerdote de la tierra, es ya, para
Silva, en el momento en que compone el poema -cuya intención en este
sentido es menos ambigua que la que se detecta en «La protesta de la
Musa», donde La Musa de los Poetas se auto-enaltece por cosas que
parecen caer en la órbita de las satirizadas en la «Respuesta de la
tierra»-, una figura fuera de lugar, digna de ser ridiculizada. Pero el
desplante protagonizado por la Tierra, al no dignarse responderle a
nuestro poeta, parece tanto mayor cuanto que ella no es ya más que una
naturaleza degradada, en lo que seguramente también tiene que ver la
propia procedencia temática del poema; en efecto, es en su gabinete de
lector empedernido y saqueador donde Silva le roba a François Coppée
un tema que ese gran poeta burgués de los temas menores que fue el
poeta francés había orientado hacia el exotismo de la China y,
paradójicamente, hacia una doméstica moraleja a la altura del lector
burgués al que se dirige6. Casi podemos imaginar a ese pobre planeta al
que, antes de proceder a sentarse sobre él, el burgués, según Flaubert,
había dado el tamaño exacto de su culo. Y es esta tierra ya degradada la
que, en el burlón poema de Silva, ni siquiera responde a Rivas Groot, un
colombiano retrasado de noticias que todavía desconoce el nuevo orden
poético instaurado por Baudelaire en otro lugar: Francia7. En cuanto a
Silva, sabe que el poeta que históricamente está condenado a ser ya no
puede formular en serio las preguntas de Rivas Groot, ni dirigirse a la
naturaleza en los mismos términos; la sospecha más razonable es que
este acto, en él, y en el contexto de las «Gotas amargas», que
representan la mayor exacerbación de la mirada irónica en su obra, iba
más allá de la anécdota y reflejaba, o tendía a reflejar una postura que, a
la larga, hacía posible la revisión de su propia obra. No podía José
Asunción burlarse de quienes hablaban con la naturaleza sin burlarse un
poco de sí mismo, del joven poeta que había escrito «A Diego Fallón»
por ejemplo, por no citar más que un poema, y tampoco sin desplazar él
mismo lo mejor de su poesía, aquella que pertenece ya al continente
simbolista o baudeleriano8, hacia una luz nueva, con lo que queda
bastante claro que buena parte de los poemas de «Gotas amargas» son
crítica y autocrítica en acción.

Ahora bien, en «La respuesta de la tierra» hay un protagonista que es


cosecha exclusiva de José Asunción: aquel a quien llama poeta lírico. Ni
rastro de él en el poema de Coppée, cuyo héroe es un emperador de la
China. ¿Por qué lo define Silva como «poeta lírico»? ¿Y porqué a su vez
el poeta lírico se autodefine como sacerdote de la Tierra? Las alusiones
parecen apuntar aquí, con meridiana claridad, hacia una figura investida
de un magisterio, una figura aureolada que, ya sea por la vía de una
preocupación religiosa, tan importante en el primer romanticismo, ya sea
por la de una impostación retórica tan frecuente en las más espúreas y
tardías derivaciones románticas, de las que el mismo Rafael Núñez es
reflejo fiel en Colombia, encuentra su mejor expresión en la imagen del
«poeta lírico». Este ha terminado por creer que es el detentador laico de
las grandes preguntas a las que antes respondía la religión: es inevitable
pensar aquí en la figura de Víctor Hugo, en el que el mismo Silva piensa
sin duda al escribir la «Protesta de la Musa», esa ambigua requisitoria
contra el poeta que arrastra la poesía por los muladares de la política,
requisitoria que, tal vez de forma involuntaria, termina delatando los
propios anacronismos de una Musa que parece un calco exacto de la del
autor de La Leyenda de los siglos (cantar la bondad y el perdón, la
belleza de las mujeres y el valor de los hombres, las conquistas de hoy,
las locomotoras) y un negativo tanto más significativo cuanto que
involuntario de la del autor de Las Flores del mal («¿Por qué has visto las
manchas de tus hermanos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por
qué te has entretenido en clavar esas flechas, en herirlos, en agitar ese
cieno...?»9). Como se puede apreciar, el propio Silva, instalado ya en las
corrientes de la modernidad que lo atraviesan y lo zarandean sin que él
mismo lo sepa, parece remitirnos a Baudelaire, que se ríe en las barbas
de Víctor Hugo de su fe en el progreso, y de esas ridículas mesas
giratorias en las que el autor de La Leyenda de los siglos encuentra
respuesta a preguntas que, sometidas a examen, resultan ser las
mismas del poeta lírico protagonista de «La respuesta de la tierra».

Pero recordemos que, antes que contra la persona física de Hugo,


Baudelaire apuntaba contra la misma figura del poeta lírico, que según él
ya no tenía lugar en la nueva realidad de la que su poesía levanta lenta
pero sistemáticamente el atestado. Así, en el poema en prosa titulado
«Pérdida de aureola»10, concebido como un fragmento de diálogo, el
poeta plantea en clave alegórica, como ha explicado Walter Benjamin11,
un problema que no es otro que el de las condiciones de la poesía lírica
en la era moderna, la de las grandes ciudades y de las multitudes. El
poeta lírico se ha extraviado en un lugar que no parece digno de él, y su
contertulio se extraña: «¡Como! ¿Usted aquí, mi querido amigo? Usted,
en un lugar de mala nota? Ud., un bebedor de quintaesencias; Ud., que
come ambrosía! De veras que me sorprende mucho». Pregunta a la que
el interpelado responde aduciendo que al atravesar el bulevar, saltando
sobre el barro en medio de los caballos y los coches, su aureola, en un
gesto brusco, resbaló de su cabeza hasta el fango del asfalto, y que no
tuvo el valor de recogerla, pues consideró menos desagradable el perder
sus insignias que dejarse romper los huesos... «Y además, me he dicho,
no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito,
cometer bajas acciones y entregarme a la crápula como los simples
mortales. Y heme aquí, como Ud. ve, igual a Ud.!».

Nosotros, en el caso de Silva, podemos aclarar que la Santa Fe de


Bogotá de 1890 estaba muy lejos de ser una metrópolis como el París de
1860, pero que en sus calles cualquier poeta lírico corría serio peligro de
perder no solo la aureola, sino también la vida, habida cuenta del mal
estado de las calles y de los transportes. No se daba todavía en esa
Bogotá el anonimato de la gran multitud, del que sin embargo Silva hizo
la experiencia en París, pero el ir en un caballo bien enjaezado es ya una
truculencia que lo distingue a uno del resto de los mortales; y, lo más
importante en el caso de Silva, el poeta lírico puede ser saludado y
reverenciado en las esquinas, y en los salones donde recita sus poemas,
pero si debe dinero, como él, es zarandeado sin contemplaciones y
llevado a la guillotina de la ejecución comercial. Además, cosa también
muy reveladora en el caso de quien elogiara la poesía de Rafael Núñez,
la «Musa venal» del poema de Baudelaire puede tentar al joven poeta
lírico con propuestas indignas, que no admiten disculpa ni siquiera
cuando esa «Musa venal» es la mamá de uno que le pide todo el día que
escriba bien sobre el Presidente. Todo eso, para una persona sensible
como José Asunción, atenta a las secretas corrientes que hablaban de la
gran ciudad que se aproximaba, y estaba ya a las puertas, como Atila,
debió ser vivido en lo más íntimo como una forma de exilio. Y nadie más
que una persona con sus condiciones podía escribir una pieza como «El
paraguas del padre León»12, que aquí propondríamos como el texto
donde Silva pierde estéticamente la aureola que ya había perdido
económicamente en el enfrentamiento con el Señor Uribe; el poeta
acosado y sorprendido in fraganti que se defendió como gato panza
arriba durante las ejecuciones y que, intentando mantener la dignidad,
salió dando un portazo pero tocado en lo más íntimo, levanta en «El
paraguas del padre León» el atestado histórico y estético de la lucha de
dos mundos, uno que desaparece y otro que se abre paso a empellones.
El narrador, que pertenece al mundo del curita que se desplaza
pesadamente bajo la lluvia, ve aparecer de súbito el lujoso coche del
ministro. Debió ser ese el momento en que, para no ser atropellado, el
narrador de la crónica se echó bruscamente a un lado, dejando caer el
bombín y la aureola. Si los recogió o no, como en una variante
consignada en Fuseés13 Baudelaire propone que hizo él mismo,
quedándose con la impresión de que el gesto era de mal agüero, es una
ardua cuestión que no debería ser resuelta sin tener en cuenta el gusto
proverbial de Silva por la parodia y la burla, pues bien pudiera ser que la
hubiese recogido, pero no en un acto de desbordamiento, sino
remedando la forma como lo hubiera hecho otro, Rivas Groot por
ejemplo, por lo cual Silva podría haber hecho suyo este comentario de
Baudelaire: «Pienso con regocijo que algún mal poeta la recogerá y se la
pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Cuánto disfruto haciendo a alguien
feliz! ¡Y sobre todo, a un afortunado que me hará reír!».

Y sin embargo, tanto para Baudelaire como para Silva, no era asunto de
broma. Pues si a Baudelaire le quedó la sensación de que el gesto de
recoger la aureola era de mal agüero, sospecha que su discípulo
colombiano hubiese suscrito pensando en sus chapolas negras, no hay
que olvidar lo que una aureola, una gloriola o una lira de poeta valen en
casa del prestamista. «¿Cuanto prestan por una lira en la casa de
empeño?», se pregunta Baudelaire en los Diarios, haciéndonos pensar
con una sonrisa en el poeta que tuvo que cambiar su lira por una fábrica
de baldosines, y que pagó con dos cuadros parte del alquiler de la última
casa que habitó, y en la que nos encontramos hoy.

Tal es el Baudelaire esencial, fundador de la modernidad, que se puede


entrever en aquella parte de la poesía de Silva que, a la luz de la
autocrítica implícita en «Gotas amargas», navega claramente las aguas
de un continente poético nuevo. La idea, aquí, es la de que ese
estómago cerebral de Silva ha hecho una buena digestión literaria: ¿pero
ocurre lo mismo en el tercer corpus de lector que hemos propuesto, la
novela De sobremesa? Manteniéndonos en el mismo registro
baudeleriano que guía nuestra reflexión remitámonos simplemente al
pasaje en que Fernández, tras agredir a su amante Lelia Orloff por
haberla sorprendido haciendo el amor con otra mujer, reconoce, al
analizar más tarde su reacción, que lo anormal lo fascina «como una
prueba de la rebeldía del hombre contra el instinto», lo que es una de las
declaraciones más explícitas que se pueden encontrar en la obra de
Silva de una adscripción al credo de lo artificial que niega lo natural, en
un contexto en el que el propio asunto en cuestión, el lesbianismo,
subraya la intención baudeleriana. Más adelante, cuando el protagonista
se examina, buscando el origen de su mal, analiza su alma proteica, tan
influenciable por las lecturas y los ambientes, y habla del «cultivo
intelectual emprendido sin método y con locas pretensiones al
universalismo» que lo ha llevado a perder la fe y ha hecho nacer en él
«una ardiente curiosidad del mal, un deseo de hacer todas las
experiencias posibles de la vida». Que el protagonista sigue hablando en
clave baudeleriana, y que utiliza la palabra Mal en ese contexto, nos lo
demuestra el hecho de que enseguida se refiera al terror que siente ante
la muerte, o ante la incertidumbre de si existe Dios, y luego se desdiga:
«No, no es terror de eso, es terror de la locura...», para aclarar
finalmente: «¿loco? ¿y porqué no? Así murió Baudelaire, el más grande,
para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta
años; así murió Maupassant... ¡Por qué nos has de morir así, pobre
degenerado, que abusaste de todo...»14.

Respecto al Baudelaire que anima este pasaje, un Baudelaire de cartón


piedra, un Baudelaire loco y trasnochado, que parece visto a través de la
lente caricaturizante de una patología lombrosiana, utilizado por el
protagonista de forma ambigua (ilustración de la enfermedad y al mismo
tiempo el más grande de los poetas), tenemos que decir que se trata del
Baudelaire de José Fernández, incluso el del Silva-novelista, pero no del
Baudelaire al que nos referíamos antes, el que por impregnación ha
llevado a Silva a los grandes temas de la modernidad, o incluso el que ha
logrado hacer digerir al cerebro estómago del poeta colombiano lo mejor
de la teoría de las Correspondencias. Este Baudelaire esquemático de
De sobremesa con el que, a través de la imagen latente de un estómago-
cerebro-libro atiborrado de Mal, se equipara José Fernández so pretexto
de que ha acumulado como lector indigestado y persona proteica las
mismas experiencias que llevaron al autor de Las flores del mal a la
locura, cosa que ha puesto su cerebro al borde del colapso, es
simplemente un Baudelaire en negativo, en el que la propia puerta de los
Paraísos artificiales aparece descrita, y condenada, en negativo: «Desde
hace años el cloral, el cloroformo, el éter, la morfina, el hachís,
alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono
perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de
aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de la que habla
Lasegue».

De alguna manera, lo que se puede sacar en claro de todo esto es que el


protagonista de la novela se reconoce como un estómago-cerebro
indigestado, y se autocondena en los mismos términos en que lo hubiera
hecho Max Nordau, y también que en el experimento está implicado el
propio autor: hay una complicidad manifiesta, casi una complacencia,
entre el novelista y el mundo que se representa. Complicidad que, por
otra parte, copiada de Barrés, forma parte del legado de la literatura Fin
de siglo, en la que se da una «circularidad -manifiesta en los mismos
recursos narrativos- entre lo que el escritor imagina y lo que siente como
experiencia en sí mismo»15, lo que por cierto explica el auge del Diario
durante ese período. En efecto, se trata de un novelista que se ha
convertido en médico de sí mismo, en médico y experimentador: tal es la
categoría de escritor -absolutamente desaparecida en la actualidad, y por
eso solo recuperable hoy por vía filológica o arqueológica-, en la que
habrá que colocar a Maurice Barrés, baudeleriano vergonzante que supo
averiguar donde estaban los problemas, aunque los interpretó siempre al
revés. Por eso, si la historia de la literatura pudiera desglosarse en una
historia de los problemas literarios y otra de las soluciones,
descubriríamos que Barrés y Proust se encuentran, en una y otra,
espalda contra espalda. Pues la máquina de sensaciones en que Barrés
quería convertir el cerebro mediante la disciplina de los nervios, para que
produjera sensaciones como se producen las notas al tocar las teclas, no
había que inventarla, solo había que interpretarla y traducirla; esa
máquina no era otra que la mente humana, cerebro-estómago convertido
ahora en objeto de los científicos como Charcot y Freud, una máquina
cuyos automatismos e intermitencias exploró narrativamente el mayor
novelista de nuestro siglo, Marcel Proust, en los siete tomos de A la
recherche.

Ahora bien, en esa historia de la literatura desglosada en una de los


problemas y otra de las soluciones que acabamos de imaginar, Silva,
como novelista, se clasificaría en el primer apartado, junto a Barrés, por
más que en otros momentos de su obra parezca estar en el segundo y
anunciar incluso la reminiscencia proustiana. En el núcleo central de su
novela hay un cerebro-estómago enfebrecido, cuyo mal se hizo inteligible
para éste biógrafo al sospechar que, en el momento de soñar el éxito de
su empresa de baldosines, Silva se expande hasta el punto de
contaminar biográficamente16 a su protagonista. En otras palabras, el
novelista de De sobremesa va a contracorriente del poeta de las «Gotas
amargas», o, mejor, se convierte en aquélla en ilustración de lo que
critica en éstas, ya que, en el polo opuesto de una poética realista, la
fórmula que Barrès le brinda a Silva, la de un autor que se desdobla en
médico y enfermo, no parece la más favorable para el distanciamiento y
la ironía. Por eso definimos hoy De sobremesa, antes que como la
novela de un poeta sin lira y aureola, como la novela de un novelista sin
poética que ni siquiera lo sabe y, en su desconcierto, se aferra a la idea
de un lector esteta, que lo sepa comprender. Demanda casi patética que,
dirigida a un lector de poesía, hubiese situado el debate en la vía
correcta, pero que destinada al lector de una novela no hace más que
demostrar la hibridez de la misma fórmula que intenta extraer de la
estética simbolista los elementos de una poética narrativa17.

Considerado Silva a la luz de ese arquetipo metafórico cerebro-estómago


tan implantado en su obra, y que refleja tan bien la presencia del hecho
de la lectura, podemos ver más claramente al poeta propiamente dicho,
al poeta que alcanzó el punto más alto en los Nocturnos. Porque así
como el Silva novelista se desborda, a falta de una poética de novelista,
el Silva poeta logra concentrarse en la imagen de un cerebro-estómago
que digiere de forma autosuficiente; esto es, que puede prescindir del
corazón o se ha librado de lo que Silva llama el «chancro sentimental».
Aquí lo vemos una vez más encontrarse cara a cara con Baudelaire, en
quien empieza, como señala Hugo Friedrich, la despersonalización de la
lírica moderna, a la que debemos reconocer hoy que pertenecen ese
puñado de poemas en los que, durante tanto tiempo, se ha creído
encontrar resonancias religiosas, románticas, metafísicas y finalmente
autobiográficas. El autor del Nocturno una noche, por citar solo el
ejemplo más obvio, no estaba postulando en su poema la unidad de su
palabra y su persona empírica, sino estableciendo, por decirlo así, las
reglas técnicas de un pathos anímico, en el escenario de una naturaleza
interior que respondía motu propio a un sujeto que había aprendido a
escucharla: tal cosa le permitía al poeta traducirse, leer en sí mismo, en
su propio recuerdo (biográfico), muy en sintonía con el ideal baudeleriano
de un arte que cree «una magia sugestiva conteniendo a la vez el objeto
y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo»18.

Así, es forzoso reconocer que tras del autor de ese puñado de poemas y
textos que lo acreditan como el mayor poeta colombiano en el siglo XIX,
había un espíritu que asimiló de manera satisfactoria, a pesar de las
limitaciones de su medio ambiente, las nuevas experiencias de la
modernidad. Lo cual quiere simplemente decir que un intelectual dotado
de una curiosidad fuera de lo común sirvió de base al poeta y lo nutrió en
su momento de mayor lucidez; luego, cuando vino la hora de lo que
baudelerianamente habría que definir ya no como la perdida de la
aureola, sino como la pérdida de la heroicidad por pérdida de la
«concentración», y comenzó la dispersión, entonces intentó salvarlo
mediante un experimento narrativo que hoy nos sorprende por sus
preguntas más que por sus respuestas, por la modernidad de sus
preocupaciones más que por el resplandor de sus hallazgos, y que
constituye el mayor interés de la novela, una vez reconocido su fuerte
molde autobiográfico y su carácter de Mathesis (o compendio de saberes
de su época).

La recuperación de la figura de este Silva intelectual que en el contexto


de la de finales del siglo XIX supo instalarse en la corriente de la
modernidad, por lo que debe ser reivindicado como uno de los primeros
modernistas, no podía prosperar cuando la visión del modernismo seguía
ciegamente los pasos del enfoque personalista fomentado por Rubén
Darío, que gustaba de aludir a unos precursores que solo entraban a
medias en una foto en la que él ocupaba el lugar central, ni cuando el
suicidio del poeta, con el que probablemente Silva tan solo aclimató en
latinoamérica el discurso de la muerte que Nietzsche había enunciado en
Europa, lejos de ser liberado de su carga anecdótica y mistificante,
seguía siendo considerado como un acto sin sentido, que existía no en, o
a favor, sino a pesar de su obra. Este a pesar hoy ya no tiene razón de
ser entre quienes tengan la voluntad de enfrentarse seriamente a una
imagen real del autor, sin aditamentos tremendistas y oportunistas que
disfracen con una nueva aureola de morbo su figura, o reminiscencias
distorcionadoras que lo muestren como víctima de conflictos religiosos y
metafísicos que únicamente en sus raptus más histéricos pudo reconocer
como suyos.

A estas alturas, cuando se celebra su centenario, no debe ya permitirse


que algunos vuelvan a poner de contrabando sobre la cabeza de Silva la
aureola que, después de caída, solo se había puesto como histérico o
parodiador, y en sus manos la lira que había dejado en la casa de
empeño. Pues este Silva recoronado, estentóreo y envejecido, ha
impedido ya durante mucho tiempo que se piense en lo que significaba
realmente morir a la edad de treinta años, de idéntico modo que, durante
un siglo de soledad, ha brindado a los colombianos, con su anacronismo
y sus chapolas negras, una manera de alejarse de sí mismos, esto es, de
ver en el otro -el Silva del Mito y la leyenda- una imagen que no les
ayudaba a ser más reales, ignorantes como eran de que todo
conocimiento es un co-nacimiento, según el hermoso juego de palabras
de Claudel. Este Silva, en suma, ha sido la causa de varios
desencuentros; en primer lugar, el que hizo posible que durante todo ese
tiempo los colombianos se distrajeran pensando en el presunto «incesto»
carnal del poeta, pero reflexionaran más bien poco en la casta
gobernante que, encontrando en la cultura grecolatina su modelo y
haciendo de Bogotá una Atenas sudamericana, convirtió en el siglo
pasado y parte de éste al poder político en el privilegio de un puñado de
familias gracias al «incesto» institucionalizado del matrimonio
endogámico. En segundo, los hizo escandalizarse del descalabro
comercial de Silva mientras encontraban enfermizamente llevadero el
anacronismo cultural y económico que impuso al país el dominio político
de esa casta «endogámica», con el descalabro de una última guerra y la
consecuente secesión de Panamá. Y, finalmente, los incitó a cultivar con
morbo la imagen mítica del suicida que por un hado fatídico familiar se
pegó un tiro, mientras se quedaban sin comprender por qué un hado
fatídico nacional consagró a Colombia en nuestro siglo como uno de los
países más entregados al culto práctico de la muerte; no la muerte de
dimensión antropológica venerada en México, sino la muerte suicida que,
tras recibir la herencia de las siete guerras civiles del siglo XIX, condenó
en el XX al país a la más sangrienta guerra civil no declarada.

Hoy, cuando el poeta cumple cien años de muerto, tras quitarle a Silva la
aureola, dejándolo desnudo en lo que fue: un poeta sin par, un intelectual
espléndidamente dotado y, englobándolo todo, el primer escritor
moderno de su país, un biógrafo lo propone aquí, ante ustedes, como
alguien que tenemos que hacer nacer de nuevo, con la sospecha de que,
ahora sí, ese nacimiento será un co-nacimiento. Porque, por otro lado,
hacer nacer de nuevo a sus predecesores es un derecho inalienable que
hoy deberían saber reivindicar quienes, al mirar hacia atrás, ven en el
pasado la simiente del futuro; lo anunció Eliot, al constatar que cada
generación relee el pasado e inventa sus predecesores, lo dijo Borges,
cuando apuntó que son los nuevos escritores los que influyen sobre sus
maestros, y casi que lo intuyó Martí en el Ismaelillo, cuando señaló: «hijo
soy de mi hijo, él me rehace».
1
Erich Auerbach, Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad
media, Seix Barral, 1966, pp. 23-24.

2
Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, Monte
Ávila, 1990.

3
José Asunción Silva, Obra Completa, Héctor Orjuela coordinador, colección
Archivos, 1996, p. 73.

4
Nombre con el que ya en el siglo pasado se conocían distintos bebedizos,
especialmente de carácter estomacal, como las gotas amargas de Baumé, que se
administraban «contra los cólicos ventosos y ciertas dispepsias», como bien nos informa
el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano editado por Montaner y Simón.

5
José Asunción Silva, op. cit., p. 75.

6
François Coppée, Poésies, 1874-1878, Librairie Alphonse Lemerre, Paris, p. 152.

7
Como es sabido, a la hora de definir una estética de la modernidad, Baudelaire,
siguiendo la lógica de su posicionamiento a favor de lo insólito y lo bizarro, reaccionó
contra el progreso y el naturalismo positivista que, en la época, era su mejor síntesis
estética. Por este camino, la reducción positivista del arte a lo natural llevó al poeta a
pronunciarse también contra la Naturaleza y a defender el «artificio» y el «paraíso
artificial».

8
La metáfora del «Continente» sirve para poner en evidencia que se puede ser
Baudeleriano por convicción o por impregnación, o bien por ambas cosas a la vez, como
en el caso de Silva, que ha recibido por distintas vías la influencia del autor de Las Flores
del Mal. El problema con él es que, aparte de tener un instinto especial para situarse en
medio de corrientes contradictorias, por su independencia y autodidactismo está más
avocado a recibir las influencias por impregnación, lo cual no facilita las cosas a los
investigadores que actúan como si un autor leído fuera un autor citado. Para saber hasta
qué punto este criterio puede causar estragos téngase en cuenta el caso de Barrés, autor
predilecto de Silva, y gran lector el mismo de Baudelaire, que en sus borradores eliminó
de sus libros casi todas las citas del autor de Las Flores del mal.

9
José Asunción Silva, op. cit., p. 356.

10
«Perte d'aureole», en Le Spleen de París, Oeuvres Completes, t. I, Pléiade, p. 352.

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