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), The
Clubcultures reader. Readings in Popular Culture Studies, London: Blackwell Publishers.
Traducción: Federico Álvarez Gandolfi. Edición: Libertad Borda.
Hay un vacío en la teoría sobre la cultura popular donde solía estar “el texto”. En el
caso de la música popular, por ejemplo, se ha teorizado interminablemente acerca de la
política de su producción y recepción con muchos buenos resultados, mientras que con
frecuencia se han dejado las investigaciones sobre los textos musicales –usos de sonidos e
instrumentos, ritmo, fraseo, marca de tiempo, sampleo, estructura, letras– al formalismo
estético de la musicología o al igualmente ahistórico formalismo de algunos enfoques
antropológicos y semióticos (Lipsitz, 1990). Quienes abordan la cultura popular deben
familiarizarse con los textos culturales populares antes de que puedan entender lo que
músicos y artistas ya saben: que la diferencia entre, por ejemplo, la música de My Bloody
Valentine y la de Whitney Houston se puede articular no solo en torno de la estética, sino
también en términos políticos. La siguiente discusión se inspira en la creencia tal vez
ingenua de que, a pesar de las idénticas políticas de producción y la infinidad de formas en
que las audiencias interpolan productos culturales, hay algo en el carácter del texto cultural
popular en sí mismo que limita o permite su funcionamiento a favor de la práctica cultural y
política de oposición.
Este capítulo se interesa por las formas de teorizar la cultura popular como un sitio
de práctica de oposición. A la luz de la ambigüedad que rodea gran parte del lenguaje
teórico sobre la cultura popular, desarrollaré brevemente algunas suposiciones a partir de
las cuales avanza mi exposición: la cultura popular no es ni una expresión folklórica pura,
generada “desde abajo”, ni una expresión de los poderes corporativos que rigen las
1
El título original (Over-the-counter-culture) contiene un juego de palabras intraducible entre “Over-the-
counter”, de venta libre, y “counter-culture”. Por otro lado, “Over the counter culture” fue el nombre de un
disco de 2004 de la banda de ska-pop inglesa The Ordinary Boys (Nota de los T.).
industrias culturales. Aquí, la cultura popular se entiende siempre como algún modo de
negociación entre las industrias culturales, los medios masivos o pequeños de
comunicación, y los individuos o colectivos que proporcionan el contenido, la inspiración,
el talento o la imaginación necesarios para la creación de textos culturales populares.
Posteriormente, se abordarán las consecuencias políticas y teóricas de distinguir la cultura
popular tanto de la “alta” cultura como de la cultura “folklórica”.
La base de esta argumentación es el debate entre dos lecturas diferentes de la cultura
popular (para simplificar demasiado): en primer lugar, el legado “pesimista” de los teóricos
de la Escuela de Frankfurt, para quienes la subordinación de la producción cultural popular
a los métodos de estandarización que rigen toda la producción industrial implica que la
única función social de los textos culturales populares es conciliar a los consumidores con
el status quo, de modo de reforzar la dominación del capitalismo (Modleski, 1986); y en
segundo lugar, la lectura “optimista” asociada con algunas tendencias de los estudios
culturales y particularmente con el trabajo de John Fiske, según el cual las audiencias leen y
se apropian de los productos culturales activa y creativamente (Modleski, 1986) de modo
tal que pueden resistir la dominación ideológica (Giroux y McLaren, 1994). Mucho se ha
escrito sobre este debate (véanse, por ejemplo, Clarke, 1990 y Modleski, 1986) y estas
posiciones resultan, a estas alturas, muy conocidas. Mi argumento aquí es que los teóricos
contemporáneos de la cultura popular deben asumir la difícil tarea de trazar un camino
entre la Escila del optimismo y la Caribdis del pesimismo en la teoría sobre la cultura
popular. En otras palabras, la teorización contemporánea de la cultura popular debe poder
contemplar espacios de resistencia, así como también debe poder tomar en consideración
los problemas de la dominación, la explotación y el imperialismo cultural. Debe reconocer
la naturaleza contradictoria de los productos culturales populares, en tanto estos pueden ser
a la vez el lugar de una producción ideológica tanto hegemónica como contrahegemónica,
dependiendo del contexto de su recepción o producción. Y si bien la fuerza de oposición
ejercida a través de la producción cultural popular puede ser efímera, de todos modos puede
ser el motor que accione el cambio histórico permanente. Como Simon Frith advirtió hace
una década en Media, Culture and Society, “asumir que lo que les ocurre a las estrellas y a
los movimientos en el largo plazo –la cooptación– desmerece su impacto disruptivo en el
corto plazo, implica no entender la política de la cultura”.
En lo que sigue, abordaré específicamente lo que puede aportar el trabajo de Michel
Foucault a una teoría sobre la cultura popular. Aunque creo que algunas de las ideas de
Foucault pueden ser útiles en esta área, su teoría del poder puede conducir a un callejón
teórico sin salida que recuerda el pesimismo hermético de muchos cientistas sociales para
quienes los textos culturales populares están enredados en la ideología hegemónica del
mercado y nunca podrían ser considerados como sitios de práctica contrahegemónica e
identidad cultural de oposición. En mi análisis de esta situación, tomaré iniciativas de
algunas importantes críticas feministas de Foucault, realizadas por Nancy Fraser, Seyla
Benhabib, Elspeth Probyn y Gayatri Spivak. En la medida en que el campo de la cultura
popular es enorme, cuando en la siguiente exposición se requieren ejemplos concretos de
producción y recepción cultural popular, me centro en lo que concierne a la música popular.
Existe una similitud entre la teoría de Foucault sobre la naturaleza del poder y su
funcionamiento en la sociedad moderna, y la descripción que muchos analistas de la cultura
popular hacen del mecanismo de comercialización que caracteriza la cultura de consumo
contemporánea. Para Foucault, el poder se ejerce a través de una amplia red de
“micromecanismos” que han incorporado con éxito toda la esfera social (Foucault, 1980).
En la medida en que los sujetos se constituyen dentro y como parte de dicha red,
internalizan los mecanismos de su propio control (mecanismos que tienen varias formas
sociales, como las nociones de verdad y de conocimiento). Por lo tanto, el poder funciona
no solamente en un nivel consciente, sino también, quizás de manera más general, en un
nivel inconsciente a través de “procesos continuos e ininterrumpidos que someten a
nuestros cuerpos, gobiernan nuestros gestos [y] dictan nuestros comportamientos”.
Foucault afirma que ya no es apropiado caracterizar el poder simplemente como una
relación de dominación y subordinación, en donde una parte “tiene” poder y otra no. En
cambio, todos los individuos simultáneamente se someten y ejercen este poder, que
adquiere su fuerza “produciendo efectos a nivel del deseo” y del conocimiento, en lugar de
funcionar de un modo "negativo" a través de la censura, la exclusión o la represión.
A pesar de que es importante reconocer que el poder trabaja no solamente de modo
explícito sino también de formas discretas y microsociales, esta idea permite concluir que
es prácticamente imposible eludir o escapar de la red de control. Todo intento de inducir
cambios en el sistema solamente representará un movimiento en la red de saber/poder y no
podrá considerarse "progresivo" en términos de salir fuera de la red. Foucault plantea: "el
poder está 'siempre ya allí'... uno nunca está „por fuera‟ de él... no hay „márgenes‟ para
aquellos que quieran arriesgarse a romper con el sistema". Del mismo modo, para los
teóricos culturales como John Street o Jacques Attali, la íntima relación de tres vías entre la
producción cultural, la tecnología de reproducción mecánica y el capitalismo ha resultado
en la subsunción de las dos primeras entidades en la última, dentro de la cual la producción
cultural y la innovación tecnológica son siempre funcionales a los intereses del capital. Para
Street, tanto la opinión de los músicos y los consumidores de música como el carácter del
texto musical son absolutamente irrelevantes en términos de cómo funciona dicho texto
dentro de la amplia red de beneficios y cuotas de mercado (Street, 1986). También
coincidiendo con el argumento de Foucault, Attali describe al poder en el paradigma de la
repetición (al que refiere como la consiguiente precipitación ideológica del matrimonio
entre el capitalismo y los medios de reproducción mecánica) como "ya no localizado en las
instituciones", sino "deslizándose hacia los hogares, amenazando a cada individuo donde
quiera que esté", incluso frente a su reproductor de CD (Attali, 1985). Finalmente, con un
pesimismo tan hermético que casi resulta cómico, Attali sostiene que incluso el
anticonformismo crea una norma para la réplica y que en la repetición la música ya no es
nada más que un desvío en el camino hacia la normalización ideológica. Este tipo de
conclusiones es particularmente problemático para aquellos que teorizan sobre la cultura
popular como un sitio para la práctica de oposición.
No obstante, la analogía entre la configuración del poder en Foucault y un sistema
de mecanismos comerciales puede producir lecturas útiles. Por ejemplo, puede ser útil para
reconocer que, actualmente, como los sujetos se constituyen material y psíquicamente
dentro de la red siempre expansiva de la cultura de consumo, internalizan las normas
comerciales de la industria cultural a tal punto que resulta imposible concebir estándares
alternativos de utilidad, placer, valor o estética. Steve Redhead señala que el concepto de la
"incitación al discurso", que según Foucault facilitó el desarrollo histórico de la sexualidad
como un mecanismo de poder y control, puede aplicarse a la cultura popular (Redhead,
1990). Como ocurrió con la sexualidad, los discursos alrededor de la cultura popular han
estallado. Mientras que algunos discursos usan el lenguaje de la represión y la censura y
otros utilizan el lenguaje de la libertad y la expresión artística, creo que el discurso más
influyente en términos de producción de la cultura popular es el del consumismo y la
mercantilización. En lo que respecta a la música popular, no es raro que los músicos
internalicen las normas de mercantilización de los textos musicales. Por ejemplo, el valor
de un determinado texto musical se establece en función de si es un producto "vendible",
siendo el perímetro de su "vendibilidad" constituido por un conjunto predeterminado de
criterios tales como una cierta duración, estructura, ritmo, número de golpes rítmicos por
minuto o letras no polémicas (o en algunos casos, tal vez, polémicas). Asimismo, la
descripción que hace Foucault de los mecanismos de poder como tan diversos y como
mecanismos que operan en tantos niveles sociales que incluso los momentos de resistencia
no suceden por fuera de su red de control, puede compararse con la capacidad que tiene la
industria cultural no solamente de dispersar rápida y eficientemente formas de resistencia
mediante la incorporación y mercantilización de los objetos, estilos o particularidades de
dicha resistencia, sino también de capturar no más que un momento estilístico aislado o
fugaz (de música, moda), empaquetarlo, promocionarlo y venderlo al público como un
completo y coherente estilo de vida o movimiento juvenil. En otras palabras, como en la
red de poder de Foucault, la industria cultural opera tanto negativamente (en términos de
dispersión y censura) como positivamente (en términos de generación de discursos de
control).
Aunque las lecturas anteriores de la cultura popular pueden ser útiles, seguir la
iniciativa foucaultiana es problemático en términos de teorizar la resistencia potencial de la
expresión cultural popular a las fuerzas cooptadoras de la comercialización. Foucault no
hace referencia a una manera de resistir a los mecanismos del poder: no hay ningún margen
fuera de la red. Sería una visión de la cultura popular demasiado pesimista y sin esperanza
concebir que cada instancia de resistencia a la estandarización de la industria comercial, o a
la distribución desigual del poder y los recursos que caracteriza la relación entre la industria
comercial y los innovadores de la expresión cultural, es irrelevante a –o, peor aún, es
refuerzo de– una estructura más amplia de dominación como la del capitalismo de
consumo. Esta visión sobre el capitalismo de consumo contemporáneo conduce a un
callejón teórico sin salida. Buscando en la teoría feminista tanto una crítica a esta posición
como posibles alternativas, Seyla Benhabib recuerda que, para Foucault, "no hay ninguna
historia de las víctimas o sujetos oprimidos, solo una historia de la construcción de
victimización" (Benhabib, 1992). Por lo tanto, en este paradigma, los sujetos que negocian
y resisten el poder en cualquier modo (desde manifestarse para boicotear ciertos productos
o corporaciones hasta definir y vivir de acuerdo con estándares propios de "verdad" o
"éxito") no existen. Una concepción más estratégicamente útil respecto de la potencialidad
de agencia de los sujetos en relación con una estructura de dominación es la de la
historiadora Linda Gordon. Aunque Gordon está hablando específicamente de las mujeres
en relación con la "tecnología" del género, creo que su caracterización de la subjetividad de
las mujeres también es ventajosa para aquellos que teorizan sobre la resistencia de los
productores y receptores de textos culturales en el contexto de la cultura de consumo
contemporánea.
Yo uso la noción de género para describir un sistema de poder en el que las mujeres
son subordinadas a través de relaciones contradictorias, ambiguas y conflictivas –una
subordinación mantenida contra la resistencia–, un sistema en el que las mujeres no
siempre se han definido a sí mismas como un otro, en el que las mujeres enfrentan y
toman decisiones y acciones a pesar de la contradicción (Benhabib, 1992).
II
¿Qué tan independiente quiero ser si el costo de ser puramente independiente es ser
marginado?... Y si la única manera en la que puedo intervenir es siendo asimilado, tal
vez deba permitirme ser asimilado, si esa es la única manera de trabajar. Porque tienes
que tratar con ellos, y ese es el riesgo que lo Underground tiene que tomar: poner en
juego su reclamo, artísticamente, con el mayor grado de independencia que sea
posible. Pero una vez que sales de la oficina, entonces tienes que tratar con el mundo
real de Thatcher, porque de lo contrario nadie va a oír tus discos, nadie va a comprar
tu fanzine, tu sueño va a ser como un puntito imperceptible, y no deseas que eso
suceda (Haslam, citado en Redhead, 1990).
Incluso un artista como Bruce Springsteen, que para muchos representa una
expresión tan auténtica e integral como la de la esencia de la clase obrera en América, tiene
una imagen y un sonido mediados, y es tanto una construcción evocativa de la industria
(Redhead, 1990) como los son otros músicos y bandas, como por ejemplo Deee-lite o
Primal Scream, que conscientemente juegan con la imagen y la autorreferencialidad de la
historia de la música popular.
En un artículo titulado ”Contamination, coincidence and collusion: pop music,
urban culture and the avant-garde”2 (Nelson y Grossberg, 1988), Iain Chambers,
confrontando con las lecturas excesivamente pesimistas sobre la música y la expresión
cultural populares, traza analogías entre estas últimas y las estrategias y efectos del arte de
vanguardia en las primeras décadas del siglo XX. Chambers señala que, al igual que el
efecto que puede tener la cultura popular en los paradigmas evaluativos contemporáneos,
“la frenética adopción que el futurismo hace de „la era de las máquinas‟, el rechazo directo
que el Dada expresa hacia el „arte‟ y su proclamación de la victoria de la vida cotidiana
sobre la estética, y el proyecto surrealista de dar rienda suelta al inconsciente, socavaron
profundamente la demanda tradicional de „autenticidad‟ artística”. Hacia principios del
siglo XX, la reproductibilidad técnica estaba transformando la percepción de la producción
cultural de modo que el concepto de autenticidad se volvió cada vez más irrelevante.
Además, Chambers sostiene que las críticas de quienes que trataron de desacreditar la
expresión de la vanguardia son similares a las realizadas contra la música popular
contemporánea. Se señala la mecanización de la música popular (o la queja de que los
músicos contemporáneos rara vez usan instrumentos “reales”) como evidencia de la "no-
autenticidad" de la música popular. Esta crítica es, por supuesto, poco convincente. Decir
que la producción de la música popular no puede ser una producción artística auténtica
debido a su mecanización (es decir, debido a su uso de “sintetizadores programados, cajas
de ritmos, samplers y guitarras eléctricas”) sería desacreditar la producción de películas y la
fotografía de una manera similar; como expresiones “diseñadas para la reproductibilidad”
2
“Contaminación, coincidencia y complicidad: música pop, cultura urbana y vanguardia” (N. de los T.)
y, por tanto, intrínsecamente ilegítimas y estéticamente pobres. Pocos juzgarían hoy la
técnica de la película o la fotografía de tal manera, y sin embargo muchos continúan
criticando a la música popular en estos términos.
Otra crítica a la producción de la cultura popular se refiere a la práctica del bricolaje
–otra característica común entre la cultura popular contemporánea y la vanguardia– y se
expresa en un comentario al final del artículo de Chambers: “Desde un punto de vista, la
constante apropiación y el bricolaje que tienen lugar en la producción cultural popular...
aparecen más como un síntoma del inmenso „tedio de la propiedad‟ en una sociedad
altamente desarrollada y de su necesidad de incorporar y borrar la diferencia, y menos
como un espacio liberador”. Una vez más, esta crítica comete el error de descuidar la
compleja relación de negociación que existe entre los productores individuales de la
expresión cultural y la industria cultural. Decir que "la apropiación o el bricolaje es un
síntoma del tedio de la propiedad en una sociedad altamente desarrollada" significa suponer
que la práctica del bricolaje es solo una actividad empresarial; que es la manera en la que la
industria cultural homogeniza e incorpora las diferencias culturales, étnicas, de género y
sexuales que existen en la “verdadera” expresión folklórica. Si bien es cierto que la
industria cultural se apropia de la expresión cultural para sacar ventaja en función de sus
propios intereses, el bricolage es una práctica individual del músico, artista, diseñador de
moda, dramaturgo o cineasta. Se utiliza como una forma de socavar los viejos significados
o estereotipos, o de personalizar y manipular el propio entorno icónico o sónico. El hecho
de necesitar distinguir, de una vez por todas, si el bricolaje es una práctica de dominación o
una práctica de creación de espacios liberadores es tanto imposible como improductivo, si
esta distinción no contempla su contexto específico. Asimismo, denunciar al bricolaje como
una práctica de dominación sin contemplar su contexto específico delata una tendencia
similar a “idealizar los orígenes” (Redhead, 1990) de los textos culturales, lo que según
Gayatri Spivak es un tipo de "imperialismo cultural" en sí mismo.
En un artículo titulado “¿Puede hablar el sujeto subalterno?”, Spivak se pregunta si
es posible que el sujeto subalterno “tenga una voz” que sea independiente de los
intelectuales del Primer Mundo en el contexto de la teoría social del Primer Mundo, o si los
intelectuales del Primer Mundo tienen la responsabilidad de representar al sujeto
subalterno en la historia occidental. Spivak aborda esta cuestión examinando una
conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze, en donde este último sugiere que es
más allá de la representación (por ejemplo, la práctica de los intelectuales del Primer
Mundo) “donde los sujetos oprimidos hablan, actúan y conocen por sí mismos” (Spivak,
citado en Nelson y Grossberg, 1988). Dentro de esta configuración, Foucault y Deleuze
“representan” al sujeto subalterno como el “sujeto irrepresentable de lucha y experiencia
concreta” –experiencia “real”, "verdadera" y "unificada"– mientras que implícitamente
oponen dicha experiencia a la experiencia "construida" y "heterogénea" de los teóricos
occidentales. La dicotomía tácita es la de la identidad esencial de lo subalterno y la
identificación socialmente construida de los filósofos occidentales.
Aunque este gesto pueda aparentar ser benévolo, Spivak sostiene que en última
instancia "conduce a una política utópica y esencialista" porque el intelectual que proclama
no hablar en nombre del subalterno, "el Otro", el oprimido, debe caracterizar
necesariamente su propio papel (en tanto filósofo) como "transparente"; como si de ninguna
manera coloreara o construyera la representación del subalterno, sino que simplemente lo
reflejara. El problema es que el filósofo nunca es transparente; uno no puede rechazar el
papel de "árbitro". Y, tal como advierte Spivak, hasta que el intelectual tome conciencia de
que este rechazo es imposible, su supuesta autotransparencia indica el lugar de interés y
poder: en otras palabras, es un gesto "imperialista". Además, la "negativa del intelectual a
representar al sujeto subalterno", pese a las intenciones benevolentes, es una evitación de la
responsabilidad institucional; es el deseo de tanto utilizar como negar los privilegios
institucionales del poder. Elspeth Probyn (parafraseando a Spivak) ha ilustrado este punto:
"el acceso a la autobiografía, para grupos enteros de personas, solo ha sido posible a través
de la mediación dominante de un investigador" (Probyn, 1993). La situación anterior puede
ser descripta en un escenario: en algunos casos, los intelectuales del Primer Mundo
interesados en la "voz del otro" (intentando deshacer su privilegio “benévolamente” o, al
menos, aliviar su conciencia) llenarán esta ausencia irrepresentable con lo que Spivak llama
el "informante nativo" –por ejemplo, el sujeto de élite del Tercer Mundo que tiene
privilegios institucionales y capacidad representativa–. El problema con este gesto es que
los informantes nativos no son el sujeto subalterno, y no pueden hablar en nombre de éste;
este gesto descuida el hecho de que el sujeto subalterno es "irremediablemente
heterogéneo". El sujeto subalterno es una "catacresis" (otra noción spivakiana) o una
"metáfora sin un referente literal adecuado" (Spivak, 1990b). Por lo tanto, la nostalgia de
los orígenes de lo subalterno como "experiencia verdadera, concreta y unificada" se
sostiene sobre bases imperialistas (Nelson y Grossberg, 1998).
Ahora somos capaces de poner en un contexto particular nuestras apreciaciones
anteriores de la cultura popular como la práctica de "borrar la diferencia", para poder
discernir sus potenciales consecuencias. Por lo tanto, en términos de este debate, digamos
que la producción cultural implicada es aquella de la música popular y que la "diferencia"
en cuestión es una diferencia étnica. Esta opción de contexto no es arbitraria: aparte del
hecho de que concuerda bien con el argumento de Spivak en "¿Puede hablar el
subalterno?", desde hace tiempo ha habido mucha discusión sobre la creciente popularidad
de lo que ha sido llamado música "global”, "de las raíces", “world music”. Esta música ha
sido caracterizada como "original y auténtica en contraposición a la música popular". La
diferencia étnica que se piensa subsumida dentro de la cultura popular no es, por supuesto,
la "diferencia étnica" de los blancos del Primer Mundo descendientes de europeos, sino la
de las personas de color del Tercer Mundo –nuestro sujeto subalterno en este escenario– y
la de las minorías del Primer Mundo, como por ejemplo los hispanos en Nueva York, los
afroamericanos en Los Ángeles o los pueblos originarios en Vancouver. Por otro lado, la
música de las raíces es teorizada como aquella que preserva la experiencia auténtica,
original, del Tercer Mundo o de las minorías del Primer Mundo; es vista como un modo de
permitir que estos sujetos "subalternos" hablen por sí mismos. En este caso, la música
global y de las raíces “representa „otra‟ voz, ya lista [ready-made] e intacta, que forma una
resistencia a la mercantilización total del Primer Mundo" (Redhead, 1990).
Quiero argumentar que esta oposición teórica entre la música popular y la música de
las raíces se sostiene sobre bases imperialistas similares a las mencionadas por Spivak en
"¿Puede hablar el subalterno?". En primer lugar, el concepto anterior de música global y de
las raíces descuida el hecho de que la distribución y la recepción "globales" de esta
expresión musical, o la razón de por qué "se oye" fuera de las inmediaciones de su
producción, es a menudo el resultado de la mediación de la industria comercial del Primer
Mundo. Ignorar este hecho es percibir a la mediación corporativa del Primer Mundo como
transparente; como si simplemente reflejara la experiencia y la expresión del Tercer Mundo
o de las minorías, cuando en realidad facilitan su construcción para las audiencias del
Primer Mundo. En segundo lugar, la percepción de la música de las raíces como expresión
pura y auténtica de los sujetos subalternos ignora las posiciones negociadas de esos sujetos.
La mediación del Primer Mundo respecto de la música del Tercer Mundo es un ejemplo de
esta negociación. Asimismo, es difícil imaginar una posición más negociada que aquellas
ocupadas por las minorías que existen, sobreviven, luchan y triunfan dentro de las
"estructuras violentas" del racismo del Primer Mundo. En tercer lugar, la música de las
raíces no puede "representar" al Tercer Mundo porque el Tercer Mundo es
"irremediablemente heterogéneo"; es una catacresis. Este último punto es particularmente
irritante para quienes utilizarían la música de las raíces como un tipo de "informante
nativo", como la voz homogénea del Otro. Tal gesto sirve solo para aliviar la conciencia del
intelectual del Primer Mundo que no ha aprendido a "borrar de su memoria" su privilegio
institucional. En cuarto lugar, y finalmente, en un llamado a preservar la diferencia étnica
(es decir, la diferencia entre el blanco descendiente de europeos y su "Otro"), el intelectual
del Primer Mundo subsume las diferencias dentro de la cultura del Tercer Mundo bajo una
categoría. En otras palabras, mediante la configuración de una "música popular construida
y falsa del Primer Mundo" que se opone a la "música original y auténtica del Tercer
Mundo", la "heterogeneidad irremediable" de la cultura y la experiencia del Tercer Mundo
es, a través de un gesto imperialista, interpretada como verdadera, concreta y unificada –es,
en otras palabras, "incorporada y borrada"–. Estas son las consecuencias más peligrosas de
los impulsos benévolos del "intelectual del Primer Mundo que se disfraza de ausente no
representante que permite a los oprimidos hablar por sí mismos" (Nelson y Grossberg,
1988).
III
3
“Intelectuales, poder y televisión de calidad” (N. de los T.)
4
"La formación de los estadounidenses, la enseñanza del inglés y el futuro de los estudios culturales" (N. de
los T.)
programa de estudios es una cuestión política; abarca el aseguro de la autoridad" (Spivak,
1990a).
Por último, quiero ver cómo la desestabilización de la autoridad de la ideología
comercial puede llevarse a cabo en el nivel del propio texto cultural popular, y de hecho lo
es. Antes sostuve que los criterios "estéticos" por los que la industria comercial juzga el
"valor" de un texto cultural son aquellos que corresponden a un producto "vendible": es
decir, si el texto puede o no ser homogenizado, categorizado, estandarizado, reproducido a
gran escala y consumido en masa. La lógica que supone que "a mayor cantidad de personas
que lo compran, mejor debe ser el disco" subyace los criterios de vendibilidad y beneficio,
lo que se demuestra en la manera en que la industria de la música honra a los músicos que
logran un status de disco de oro o platino. La consecuencia de esta situación para una teoría
de cultura popular es que la lucha entre la producción cultural y la forma mercancía se
desarrolla no solo en los puntos de producción y recepción, sino también a nivel del texto
cultural. Fredric Jameson señala que un importante legado del trabajo de Adorno sobre la
música es el entendimiento de que el capitalismo no solo trabaja sobre los textos musicales
desde el exterior, sino que el capitalismo "trabaja dentro del material musical, como su
distorsión intrínseca por la forma mercancía, que atrae dentro de su órbita a los distintos
elementos musicales, tema, instrumentación, armonía, de hecho todo su desarrollo y su
forma total en sí misma" (Jameson, 1971). La importancia de lo anterior para una teoría de
la resistencia cultural es que si la lógica de la forma mercancía ejerce su autoridad sobre el
nivel del texto, entonces esta autoridad también puede ser enfrentada, desafiada y socavada
en este nivel. Jameson afirma que la "profunda vocación" de una obra de arte en la sociedad
de la mercancía es "no ser una mercancía, no ser consumida", al menos en términos de la
lógica de mercado. Un pequeño pero significativo paso hacia una teoría de la resistencia
sería que los críticos reconocieran, en primer lugar, que los textos culturales son en sí
mismos sitios de confrontación política y, en segundo lugar, que artistas y músicos están
implicados en esta actividad de confrontación que nos rodea todo el tiempo. Si la música
"no clasificable" que desafía el criterio estandarizado de "Los 40 Principales" parece no
existir en cantidades que podrían constituir una fuerza de oposición, no es necesariamente
porque dicha música no esté siendo producida. Como el músico Gary Numan explica en
una entrevista cuando le preguntan "¿cuál es el futuro de la música?":
En este momento, creo que una mejor pregunta sería "¿cuál es el sentido de la
música?". Si las estaciones de radio fueran un poco más valientes y reprodujeran algo
25 veces a la semana en lugar de 50, piensa cuántos actos más podrían entrar. A veces,
una única reproducción podría hacer una gran diferencia. Piensa en la variedad que el
público podría empezar a disfrutar. Tal vez empezaríamos a ver una grilla basada en lo
que las personas quieren realmente, en lugar de canciones seleccionadas de una lista
pequeña presentada por las estaciones de radio. Las personas simplemente desconocen
aproximadamente el 95% de la música lanzada cada semana (Numan, 1995).
Bibliografía
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