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SAN VICENTE DE PAÚL Y JESUCRISTO: EL CRISTO DE SAN VICENTE

David Carmona, C.M. 2012.

I.- Introducció n
Asociado a la muerte de Dios, Jesucristo es un muerto que se porta bien. Hasta cobra: son
incontables los artículos o los libros, incluso las películas que tratan de destacar aspectos diversos
de su personalidad, o de proyectar sobre su nombre lo imaginario, los fantasmas de su autor.
Quien ha sido instituido por su Padre como Juez de vivos y muertos no debería dejar indiferente a
ninguno de nosotros. Todo hombre, lo quiera o no, tiene una relació n personal con É l, y se sitú a en
la existencia con relació n a É l. Así, a cada uno de nosotros dirige esta pregunta que nos penetra
hasta la médula, hasta la verdad del ser: «¿Quién decís que soy yo?» Esta cuestió n nos obliga a
concienciarnos de lo que somos nosotros mismos: es el astil de la balanza en la que será pesada
nuestra vida.
Tampoco san Vicente se escapó a esa cuestió n, pero es el ú nico que sabe qué respuesta le dio. Con
todo, tenemos para descifrarla el libro de toda su vida. El joven Vicente encontró a Jesucristo
desde su llamada al sacerdocio y se comprometió , como muchos otros, a seguirlo, con la andadura
de un digno sacerdote, segú n el espíritu de su tiempo, renunciando, por el servicio de Dios, a las
ventajas del mundo, aunque no a todas.
Su teología de bachiller de Toulouse, quizá s un poco corta a los ojos del Sr. de Bérulle, recibe
durante algú n tiempo las sublimes perspectivas de la Escuela Francesa: el Sr. de Bérulle le enseñ a,
y él no se olvidará ya má s de centrar toda su vida en Jesucristo. Pero el Jesucristo del Sr. de Bérulle
terminó , hace mucho, sus vicisitudes terrestres: el Verbo encarnado ha llegado a ser el Gran
Sacerdote, que oficia ante el altar del cielo, en presencia del Padre, lo cual, por otra parte, es
teoló gicamente del todo exacto. El ordenamiento majestuoso de esta liturgia de lo invisible tenía
su pá lido reflejo en las ceremonias de las catedrales, pero, tendrá también su traducció n profana
en el desarrollo de los parques reales y los fastos de la liturgia mundana en la corte del Rey Sol.
El paseo del Sr. Vicente por las avenidas teoló gicas de la Escuela francesa no durará mucho: no se
encontraba a gusto en ellas, él que deseará a sus misioneros correr tras las ovejas perdidas a
través de landas y espesuras hasta el punto de morir de agotamiento junto a un seto. É l ha ido a
otra escuela terriblemente má s exigente, la de los pobres. Ellos le han enseñ ado que «el pobre
pueblo muere de hambre», de hambre material, pero también de esa «mala hambre de la palabra
de Dios», como le dirá al Sr. Olier hablando de la població n de Gevaudan.
También Jesucristo es para él el enviado del Padre, el misionero del Padre para los pobres, y quien,
al final de su vida terrenal, transmite a los suyos su misió n para que la continú en: «Como mi Padre
me ha enviado, yo os envío», para que la Buena Noticia siga siendo dirigida con preferencia a los
pobres y sigan éstos en el centro de la Iglesia y del mundo. «Qué felicidad, señ ores, hacer lo que
Jesucristo vino a hacer en la tierra: a anunciar la Buena Noticia a los pobres, sí, señ ores, a los
pobres». Imitar a Jesucristo, seguir a Jesucristo, hacer de É l el centro de nuestra vida, esto es
asemejarse a É l para hacer lo que É l hizo, para que su misió n siga continuá ndose de generació n en
generació n.
Pero Jesucristo no es solamente, detrá s de nosotros, quien nos envía: nos pide que vayamos má s
lejos que É l, hasta el fin del mundo a anunciar la Buena Noticia. Está también delante de nosotros:
su gracia y su presencia nos preceden. Creemos que llevamos a los demá s el tesoro de su
Evangelio, pero descubrimos que se nos ha adelantado en la persona de los má s humildes. Está a la
vez en la partida, camino de las misiones, pero también a la llegada. É l ha impulsado a san Vicente
en la ruta del Evangelio, pero lo esperaba en la casa donde iba a romper el pan de la anochecida. É l
está en la persona del pobre y allí lo encontraba, hasta el encuentro definitivo, cuando, en el
atardecer de su vida, sería acogido por É l que le había dado su misió n.
Nuestro tiempo quisiera una Iglesia tranquilizadora, predicando un Cristo del pasado, que
bendijera el orden establecido y no molestara a nadie en la persecució n de una felicidad terrestre
a la que seguiría, sin dificultad, la felicidad del cielo. Pero san Vicente nos recuerda otra cosa bien
diferente: que Jesucristo nos envía a anunciar la Buena Noticia de un mundo absolutamente
diferente; en ella los ú ltimos será n los primeros, y en la cual los pobres será n los verdaderos
ciudadanos, y donde los demá s no será n admitidos, a menos que los pobres los introduzcan y
vivan también ellos segú n las Bienaventuranzas.
Jesucristo no nos envía a reorganizar de otro modo el orden del mundo, es decir, a cambiar las
fronteras de la injusticia o de la opresió n, sino que nos envía a anunciar un mundo diferente donde
las Bienaventuranzas será n la ley de base y en el que É l mismo, en la persona de los má s pequeñ os,
será el centro y la luz. Así es para nosotros, y nosotros pensamos que también para la Iglesia de
nuestro tiempo, el Cristo del Sr. Vicente.

II.- Jesucristo
El gran mérito de la Escuela Francesa y de los espirituales contemporá neos de san Vicente habrá
sido indudablemente «volver a centrar» con vigor la fe cristiana en el Verbo Encarnado, Jesucristo.
San Vicente sacó mucho provecho de ello y hallamos en él los grandes temas de Bérulle y de sus
discípulos.
Sin embargo, y particularmente después de las revelaciones de 1617, san Vicente tradujo de forma
cada vez má s personal ese redescubrimiento de un Cristo, centro de la salvació n y de la fe. En
Jesucristo lo que contempla es el Misionero, el Enviado del Padre, y lo que continú a, imita y vuelve
a hallar en los pobres.

1.- Jesucristo, contemplado y continuado


– «Recuerde, Señ or»
En una carta al P. Portail, su primer compañ ero, se encuentra este himno a Jesucristo, que muestra
con claridad el lugar central que ocupa el Hijo de Dios en la fe y en la vida de san Vicente.
«Acuérdese, Padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en Jesucristo, y que hemos de morir
en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y
llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (I, 320).
– «Con el mismo fin que comprometió a Dios a hacerse hombre»
El Cristo que san Vicente pone en el centro de su fe y de su vida es claramente el «Misionero del
Padre, enviado a los hombres», segú n Luc 4, 18, y nosotros tenemos que continuar su misió n.
«En esta vocació n vivimos de modo muy conforme a nuestro Señ or Jesucristo que, al parecer,
cuando vino a este mundo, escogió como principal tarea la de asistir y cuidar a los pobres. «Misit
me evangelizare pauperibus». Y si se le pregunta a nuestro Señ or: «¿Qué es lo que has venido a
hacer en la tierra?» – «A asistir a los pobres» – «¿A algo má s?» – «A asistir a los pobres», etc. En su
Compañ ía no tenía má s que a pobres y se detenía poco en las ciudades, conversando casi siempre
con los aldeanos, e instruyéndolos. ¿No nos senti-remos felices nosotros por estar en la Misió n con
el mismo fin, que comprometió a Dios a hacerse hombre? Y si le preguntase a un misionero, ¿no
sería para él un gran honor decir, como nuestro Señ or: «Misit me evangelizare pauperibus»? Yo
estoy aquí para catequizar, instruir, confesar, asistir a los pobres» (XI, 33-34).
– «La vocació n de Jesucristo»
«Pues bien, lo má s importante de nuestra vocació n es trabajar por la salvació n de las pobres
gentes del campo, y todo lo demá s no es má s que accesorio. ¿Verdad que nos sentimos dichosos,
hermanos míos, de expresar al vivo la vocació n de Jesucristo? ¿Quién manifiesta mejor la forma de
vivir, que Jesucristo tuvo en la tierra, sino los misioneros? No hablo solamente de nosotros, sino de
los misioneros del Oratorio, de la Doctrina Cristiana, de los misioneros capuchinos, de los
misioneros Jesuitas. Hermanos míos, ésos son los grandes misioneros, y de los cuales nosotros no
somos má s que una sombra. Ved có mo se van hasta las Indias, al Japó n, al Canadá , para llevar a
cabo la obra que Jesucristo empezó en la tierra y que no abandonó desde el instante de su
vocació n. «Hic est Filius meus dilectus, ipsum auditei» Desde aquel mandato de su Padre, no cesó
un solo momento hasta su muerte. Imaginémonos que nos dice: «Salid, misioneros, salid, ¿todavía
está is aquí, habiendo tantas almas que os esperan, y cuya salvació n depende quizá de vuestras
predicaciones y catecismos?» ¡Oh!, ¡Qué felices será n los que puedan decir, en la hora de su
muerte, aquellas hermosas palabras de nuestro Señ or: «Evangelizare pauperibus misit me
Dominus!» Ved, hermanos míos, có mo lo principal para nuestro Señ or era trabajar por los pobres.
Cuando se dirigía a los otros, lo hacía como de pasada. ¡Pobres de nosotros, si somos remisos en
cumplir con la obligació n que tenemos de socorrer a las pobres almas! Porque nos hemos
entregado a Dios para esto, y Dios descarga en nosotros» (XI, 55-56).
– «Evangelizar a los pobres como nuestro Señ or»
«La primera razó n que tenemos para estar agradecidos a Dios por el estado en que nos ha puesto,
por su misericordia, es que es ése el estado en que puso a su Hijo, que dice de sí mismo:
«Evangelizare pauperibus misit me». ¡Qué gran consuelo encontrarnos en este estado! ¡Cuá nto
hemos de agradecérselo a Dios! ¡Evangelizar a los pobres como nuestro Señ or y de la misma
manera que É l lo hacía, utilizando las mismas armas, combatiendo las pasiones y los deseos de
tener riquezas, placeres y honores!» (XI, 639).

2.- Jesucristo imitado


Jesucristo, para san Vicente, es ciertamente el misionero del Padre, enviado a los pobres. Es el
misionero perfecto, a quien no se le puede continuar, sino imitá ndole y revistiéndose de su
Espíritu. «¿Qué dijo, qué hizo?» (Abelly, p. 715). É sa es la pregunta de todos los momentos para
quien quiere seguir a Jesucristo y continuar su misió n.
– «Es necesario revestirse del espíritu de Jesucristo»
«Así pues, la Regla dice que, para hacer esto, lo mismo que para tender a la perfecció n, hay que
revestirse del espíritu de Jesucristo. ¡Oh Salvador! ¡Oh Padre! ¡Qué negocio tan importante éste de
revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarnos y atender
ú tilmente a los pueblos, y para servir bien a los eclesiá sticos heiñ os de esforzamos en imitar la
perfecció n de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos
nada por nosotros mismos. Hemos de llenamos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo.
Para entenderlo bien, hemos de saber que su espíritu está extendido por todos los cristianos que
viven segú n las reglas del cristianismo; sus acciones y sus obras está n penetradas del espíritu de
Dios, de forma que Dios ha suscitado a la Compañ ía, y lo veis muy bien, para hacer lo mismo Ella
siempre ha apreciado las má ximas cristianas y ha deseado revestirse del espíritu del Evangelio,
para vivir y para obrar como vivió nuestro Señ or, y para hacer que su espíritu se muestre en toda
la Compañ ía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras, en general, y en cada una en
particular.
Pero, ¿qué es el espíritu de nuestro Señ or? Es un espíritu de perfecta caridad, lleno de una estima
maravillosa a la Divinidad y de un deseo infinito de honrarla dignamente, un conocimiento de las
grandezas de su Padre, para admirarlas y ensalzarlas incesantemente. Jesucristo tenía de él una
estima tan alta que le rendía homenaje en todas las cosas que había en su sagrada Persona y en
todo lo que hacía; se lo atribuía todo a É l; no quería decir que fuera suya su doctrina, sino que la
refería a su Padre: «Doctrina mea non est mea, sed eius qui misit me, Patris». ¿Hay una estima tan
elevada como la del Hijo, que es igual al Padre, pero que reconoce al Padre como ú nico autor y
principio de todo el bien que hay en É l? Y su amor, ¿có mo era? ¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuá n
grande era el amor que tenías a tu Padre! ¿Podía acaso tener un amor má s grande, hermanos míos,
que anonadarse por É l? Pues, san Pablo, al hablar del nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, dice
que se anonadó . ¿Podía testimoniar un amor mayor que muriendo por su amor de la forma en que
lo hizo? ¡Oh, amor de mi Salvador! ¡Oh amor! ¡Tú eras incomparablemente má s grande que cuanto
los á ngeles pudieron comprender y comprenderá n jamá s!
Sus humillaciones no eran má s que amor; su trabajo era amor, sus sufrimientos amor, sus
oraciones amor, y todas sus operaciones exteriores e interiores no eran má s que actos repe-tidos
de amor. Su amor le dio un gran desprecio del mundo, desprecio del espíritu del mundo, desprecio
de los bienes, desprecio de los placeres y desprecio de los honores.
He aquí una descripció n del Espíritu de nuestro Señ or, del que hemos de revestimos, que consiste,
en una palabra, en tener siempre una gran estima y un gran amor de Dios» (XI, 410-412).
– «Un cordero engendra a otro cordero»
En ocasiones, el Sr. Vicente no titubea ante una imagen pintoresca. En este aviso, se dirige a una
persona especialmente dotada, el P. Antonio Durand, a quien pone al frente de la casa de Agen.
Este joven superior de 27 arios recibe los directrices necesarias para gobernar bien. Sobre todo,
que se acuerde de esto: para continuar la obra de Jesucristo, es preciso revestirse de su espíritu de
humildad, dependiendo de la direcció n del Hijo de Dios.
«No, Padre, ni la filosofía, ni la teología, ni los discursos logran nada en las almas; es preciso que
Jesucristo trabaje con nosotros, o nosotros con É l; que obremos en É l y É l en nosotros; que
hablemos como É l y con su espíritu, lo mismo que É l estaba en su Padre y predicaba la doctrina
que le había enseñ ado: tal es el lenguaje de la Escritura.
Por consiguiente, Padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo. Ya sabe usted
que las causas ordinarias producen los efectos propios de su naturaleza: los corderos engendran
corderos, etc., y el hombre engendra a otro hombre; del mismo modo, si el que guía a otros, el que
los forma, el que les habla, está animado solamente del espíritu humano, quienes le vean, escuchen
y quieran imitarle se convertirá n en meros hombres; cualquier cosa que diga o que haga, só lo les
inspirará una mera apariencia de virtud, y no el fondo de la misma; les comunicará el mismo
espíritu del que está animado, lo mismo que ocurre con los maestros que inspiran sus má ximas y
sus maneras de obrar en el espíritu de sus discípulos.
Por el contrario, si un superior está lleno de Dios, impregnado de las má ximas de nuestro Señ or,
todas sus palabras será n eficaces, de él saldrá una virtud que edificará , y todas sus acciones será n
otras tantas instrucciones saludables que obrará n el bien en todos los que tengan conocimiento de
ellas.
Para conseguir todo esto, Padre, es menester que nuestro Señ or mismo imprima en usted su sello
y su cará cter. Pues lo mismo que vemos có mo un arbolillo silvestre, en el que se ha injertado una
rama buena, produce frutos de la misma naturaleza que esa rama, también nosotros, miserables
criaturas, a pesar de que no somos má s que carne, ramas secas y espinas, cuando nuestro Señ or
imprime en nosotros su cará cter y nos da, por así decirlo, la savia de su espíritu y de su gracia,
estando unidos a É l como los sarmientos de la viñ a a la cepa, hacemos lo mismo que É l hizo en la
tierra, esto es, realizamos obras divinas y engendramos lo mismo que san Pablo, tan lleno de su
espíritu, nuevos hijos de nuestro Señ or» (XI, 236-237).
– «¿Qué dijo y qué hizo?»
«Para usar bien de nuestro espíritu y de nuestra razó n, hemos de tener como regla inviolable la de
juzgar en todo, como ha juzgado nuestro Señ or; repito, juzgar siempre y en todas las cosas como
É l, preguntá ndonos, cuando se presente la ocasió n: «¿Có mo juzgaba de esto nuestro Señ or? ¿Có mo
se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a
sus má ximas y a su ejemplo». Sigamos esta norma, hermanos míos, caminemos por este camino
con toda seguridad; es una regla soberana; el cielo y la tierra pasará n, pero sus palabras no
pasará n, bendigamos a nuestro Señ or, y tratemos de juzgar como É l y hacer lo que É l recomendó
con su palabra y con su ejemplo, entremos en su espíritu para entrar en sus acciones; no basta con
hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de nuestro Señ or, de quien se dice en el Evangelio
que lo hizo todo bien: «Bene omnia fecit». No basta con ayunar, con cumplir las Reglas, con
trabajar para Dios; hay que hacer todo eso con su espíritu, esto es, con perfecció n, con los fines y
las circunstancias con que É l mismo lo hizo. La prudencia consiste, por tanto, en juzgar y en obrar
como ha juzgado y obrado la eterna sabiduría» (XI, 468-469).
– «Jesucristo: ese gran cuadro invisible»
«Nuestro Señ or Jesucristo es el modelo verdadero y el gran cuadro invisible con el que hemos de
conformar todas nuestras acciones; y los hombres má s perfectos, que está n aquí abajo, viviendo
en la tierra, son los cuadros visibles y sensibles que nos sirven de modelo para regular todas
nuestras acciones y hacerlas agradables a Dios» (XI, 129-130).
– «Imitar a nuestro Señ or»
«El propó sito de la Compañ ía es imitar a nuestro Señ or, en la medida en que pueden hacerlo unas
personas pobres y ruines. ¿Qué quiere decir esto? Que se ha propuesto conformarse con El en su
comportamiento, en sus acciones, en sus tareas y en sus fines. ¿Có mo puede una persona
representar a otra, si no tiene los mismos rasgos, las mismas líneas, proporciones, modales y
forma de mirar? Es imposible. Por tanto, si nos hemos propuesto hacernos semejantes a este
divino modelo y sentimos en nuestros corazones este deseo y esta santa afició n, es menester
procurar conformar nuestros pensamientos, nuestras obras y nuestras intenciones a las suyas. É l
no es solamente el «Deus virtutum», sino que ha venido a practicar todas las virtudes; y como sus
acciones y no acciones eran otras tantas virtudes, nosotros hemos de conformamos con ellas,
procurando ser hombres de virtud, no só lo en nuestro interior, sino obrando externamente por
virtud, de modo que todo lo que hagamos y no hagamos se acomode a este principio» (XI, 383).
– «Debéis asemejaros a É l»
«El espíritu de la Compañ ía (de las Hijas de la Caridad) consiste en entregarse a Dios para amar a
nuestro Señ or y servirlo en la persona de los pobres corporal y espiritualmente, en sus casas o en
otras partes, para instruir a las jó venes pobres, a los niñ os y, en general, a todos los que la
Providencia os envía. Fijaos, mis queridas Hermanas, esta Compañ ía de las Hijas de la Caridad se
compone en su mayoría de pobres jó venes. ¡Qué excelente es esa cualidad de pobres jó venes,
pobres en sus vestidos, pobres en su alimento! Precisamente os llaman pobres Hijas de la Caridad;
y habéis de tener ese título en gran honor, ya que el mismo Papa se siente muy honrado al ser
llamado «siervo de los siervos de Dios». Esa cualidad de «pobres» os distingue de las que son ricas.
Habéis dejado vuestro pueblo, vuestros parientes y vuestros bienes; ¿y para qué? Para seguir a
nuestro Señ or y sus má ximas. Sois Hijas suyas, y É l es vuestro Padre; os ha engendrado y os ha
dado su espíritu; el que viese la vida de Jesucristo vería sin comparació n algo semejante en la vida
de una Hija d’e la Caridad.
¿Qué es lo que É l vino a hacer? Vino a enseñ ar, a iluminar. Es lo que vosotras hacéis. Continuá is lo
que É l comenzó ; sois hijas suyas y podéis decir: «Soy Hija de nuestro Señ or»; y tenéis que
pareceros a É l» (IX, 533-534).

III. Jesucristo encontrado en los pobres


El abandono de los pobres que él comprueba y el Evangelio que medita (particularmente Lc 4, 18)
llevan a san Vicente a centrar su fe y su vida en Jesucristo, el Misionero perfecto, a quien só lo se le
puede continuar imitá ndolo. En el nombre de Jesucristo, «in nomine Domini», va a ir a los pobres.
Pero al servir a los pobres, por medio del pobre y detrá s de su cara, descubre la imagen viviente de
Jesucristo:
«Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ésos los que
nosrepresentan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre;» (XI, 725).
– «Sirviendo a los pobres, se sirve a Jesucristo»
«Otro motivo es que, al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuá nta verdad es esto!
Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una
Hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a
Dios. Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a
esos niñ os, y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuá n admirable es esto! Vais a unas casas
muy pobres, pero allí encontrá is a Dios. Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos
enfermos, y lo considera, como habéis dicho, hecho a É l mismo» (IX, 240).
– «Representan a la persona de Jesucristo»
«Así pues, esto es lo que os obliga a servirles con respeto, como a vuestros amos, y con devoció n,
porque representan para vosotras a la persona de nuestro Señ or, que ha dicho: «Lo que hagffis al
má s pequeñ o de los míos, lo consideraré como hecho a mí mismo». Efectivamente, Hijas mías,
nuestro Señ or es, junto con ese enfermo, el que recibe el servicio que le hacéis. Segú n eso, no só lo
hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino ademá s afanarse en
servir con cordialidad y con gran dulzura, incluso a los má s enfadosos y difíciles, sin olvidarse de
decirles alguna buena palabra, como por ejemplo: «Bien, Hermano, ¿có mo piensa usted hacer el
viaje al otro mundo?». «¿No le gustaría hacer una buena confesió n general para disponerse a bien
morir? ¿No desearía usted ir a ver a nuestro Se’ñ or?» Hay que decirles siempre alguna cosa por el
estilo para llevarlos a Dios» (IX, 916).
– «Es a nuestro Señ or a quien hacéis ese servicio»
«Mis queridas Hermanas, dice el artículo doce: «Aunque no deben ser demasiado
condescendientes con los enfermos, cuando éstos se nieguen a tomar las medicinas o sean muy
insolentes, con todo, se guardará n bien de tratarlos con aspereza o despreciarlos; al contrario, los
tratará n con respeto y humildad, acordá ndose de que la rudeza o el desprecio con que los traten
se dirige a nuestro Señ or, del mismo modo que el honor y servicio que puedan prestarles».
Esto, Hijas mías, habla por sí mismo, quiere decir que debéis tratar a los pobres con mucha
mansedumbre y respeto: con mansedumbre, pensando que son ellos los que tienen que abriros el
cielo, ya que los pobres tienen esta ventaja de abrir el cielo, segú n lo que dijo nuestro Señ or (Lc 16,
9). Por consiguiente, debéis tratarlos con mansedumbre y respeto, acordá ndoos de que es nuestro
Señ or a quien hacéis este servicio, ya que É l lo considera como hecho a sí mismo: «Cum ipso sum
in tribulatione», dice hablando de los pobres. Si É l está enfermo, yo también lo estoy; si está en la
cá rcel, yo también; si tiene grilletes en los pies, los tengo yo con É l» (IX, 1193-1194)
– «La gracia de servir a nuestro Señ or»
«Bendito sea Dios, señ oras, por haberles concedido la gracia de servir a nuestro Señ or en sus
pobres miembros, cuya mayor parte no llevaban má s que andrajos, estando muchos niñ os tan
vestidos como la palma de la mano.
Desde el añ o pasado han fallecido ocho de vuestra Compañ ía… Ellas está n ahora gozando en el
cielo, como hay motivos para esperar; ellas saben por experiencia lo bueno que es servir a Dios y
asistir a los pobres; y en el día del juicio escuchará n estas agradables palabras del Hijo de Dios:
«Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os está preparado; porque cuando tuve hambre,
me disteis de comer; cuando estuve desnudo, me vestisteis; cuando estuve enfermo, fuisteis a y
socorrerme» (X, 949-950).
– «Pobre entre los pobres»
Abelly, primer bió grafo de san Vicente, ha escrito:
«La segunda má xima del fiel Siervo de Dios era ver siempre a nuestro Señ or Jesucristo en los
demá s para excitar con mayor eficacia su corazó n a tributarles todos los deberes de caridad. Veía a
este divino Salvador como Pontífice y Cabeza de la Iglesia en nuestro Santo Padre, el Papa, como
obispo y príncipe de los pastores, en los obispos; doctor en los doctores, sacerdote en los
sacerdotes, religioso en los religiosos, soberano y poderoso en los reyes, noble en los gentiles
hombres, juez y sapientísimo político en los magistrados, gobernadores y demá s oficiales.
Y el Reino de Dios, que es comparado en el Evangelio a un comerciante, lo veía como tal en los
hombres de negocios, obrero en los artesanos, pobre en los pobres, enfermo y agonizante en los
enfermos y moribundos. Y viendo así a Jesucristo en todos esos estados, y en cada uno de ellos
viendo la figura del Soberano Señ or, que aparecía resplandeciente en la persona de su pró jimo, se
animaba con aquella vista a honrar, respetar, amar y servir a cada uno en nuestro Señ or y a
nuestro Señ or en cada uno de ellos. Invitaba a los suyos y a los que dirigía a asimilarse esa
má xima, y a servirse de ella para lograr una caridad má s constante y má s perfecta en relació n con
el pró jimo» (Abelly, pp. 98-99).

IV.- Cuestiones para la reflexió n y el diá logo


1. Y vosotros:
¿Quién decís que soy yo?
¿Quién es Jesucristo para mí?
¿Qué lugar ocupa en mi vida?
¿Có mo se ha enriquecido mi descubrimiento de Jesucristo a lo largo de mi historia?
2. Revestirse del Espíritu de Jesucristo. Imitar lo que hizo Jesucristo.
¿Buscamos en el Evangelio consignas para aplicar o un «espíritu» que recuperar, una «vida» que
incorporar?
¿Tratemos de confrontar, personalmente, juntos, nuestra vida con el Evangelio, de hacer revisió n
de vida?
3.- Continuar a Jesucristo, misionero del Padre. Hallar a Jesucristo en el pobre. En el lugar donde
estamos:
¿De qué manera vivimos hoy esta «continuidad»? ¿En qué consiste?
¿Qué quiere decir para nosotros encontrar a Jesucristo en el pobre, reconocerlo?

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