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I.- Introducció n
Asociado a la muerte de Dios, Jesucristo es un muerto que se porta bien. Hasta cobra: son
incontables los artículos o los libros, incluso las películas que tratan de destacar aspectos diversos
de su personalidad, o de proyectar sobre su nombre lo imaginario, los fantasmas de su autor.
Quien ha sido instituido por su Padre como Juez de vivos y muertos no debería dejar indiferente a
ninguno de nosotros. Todo hombre, lo quiera o no, tiene una relació n personal con É l, y se sitú a en
la existencia con relació n a É l. Así, a cada uno de nosotros dirige esta pregunta que nos penetra
hasta la médula, hasta la verdad del ser: «¿Quién decís que soy yo?» Esta cuestió n nos obliga a
concienciarnos de lo que somos nosotros mismos: es el astil de la balanza en la que será pesada
nuestra vida.
Tampoco san Vicente se escapó a esa cuestió n, pero es el ú nico que sabe qué respuesta le dio. Con
todo, tenemos para descifrarla el libro de toda su vida. El joven Vicente encontró a Jesucristo
desde su llamada al sacerdocio y se comprometió , como muchos otros, a seguirlo, con la andadura
de un digno sacerdote, segú n el espíritu de su tiempo, renunciando, por el servicio de Dios, a las
ventajas del mundo, aunque no a todas.
Su teología de bachiller de Toulouse, quizá s un poco corta a los ojos del Sr. de Bérulle, recibe
durante algú n tiempo las sublimes perspectivas de la Escuela Francesa: el Sr. de Bérulle le enseñ a,
y él no se olvidará ya má s de centrar toda su vida en Jesucristo. Pero el Jesucristo del Sr. de Bérulle
terminó , hace mucho, sus vicisitudes terrestres: el Verbo encarnado ha llegado a ser el Gran
Sacerdote, que oficia ante el altar del cielo, en presencia del Padre, lo cual, por otra parte, es
teoló gicamente del todo exacto. El ordenamiento majestuoso de esta liturgia de lo invisible tenía
su pá lido reflejo en las ceremonias de las catedrales, pero, tendrá también su traducció n profana
en el desarrollo de los parques reales y los fastos de la liturgia mundana en la corte del Rey Sol.
El paseo del Sr. Vicente por las avenidas teoló gicas de la Escuela francesa no durará mucho: no se
encontraba a gusto en ellas, él que deseará a sus misioneros correr tras las ovejas perdidas a
través de landas y espesuras hasta el punto de morir de agotamiento junto a un seto. É l ha ido a
otra escuela terriblemente má s exigente, la de los pobres. Ellos le han enseñ ado que «el pobre
pueblo muere de hambre», de hambre material, pero también de esa «mala hambre de la palabra
de Dios», como le dirá al Sr. Olier hablando de la població n de Gevaudan.
También Jesucristo es para él el enviado del Padre, el misionero del Padre para los pobres, y quien,
al final de su vida terrenal, transmite a los suyos su misió n para que la continú en: «Como mi Padre
me ha enviado, yo os envío», para que la Buena Noticia siga siendo dirigida con preferencia a los
pobres y sigan éstos en el centro de la Iglesia y del mundo. «Qué felicidad, señ ores, hacer lo que
Jesucristo vino a hacer en la tierra: a anunciar la Buena Noticia a los pobres, sí, señ ores, a los
pobres». Imitar a Jesucristo, seguir a Jesucristo, hacer de É l el centro de nuestra vida, esto es
asemejarse a É l para hacer lo que É l hizo, para que su misió n siga continuá ndose de generació n en
generació n.
Pero Jesucristo no es solamente, detrá s de nosotros, quien nos envía: nos pide que vayamos má s
lejos que É l, hasta el fin del mundo a anunciar la Buena Noticia. Está también delante de nosotros:
su gracia y su presencia nos preceden. Creemos que llevamos a los demá s el tesoro de su
Evangelio, pero descubrimos que se nos ha adelantado en la persona de los má s humildes. Está a la
vez en la partida, camino de las misiones, pero también a la llegada. É l ha impulsado a san Vicente
en la ruta del Evangelio, pero lo esperaba en la casa donde iba a romper el pan de la anochecida. É l
está en la persona del pobre y allí lo encontraba, hasta el encuentro definitivo, cuando, en el
atardecer de su vida, sería acogido por É l que le había dado su misió n.
Nuestro tiempo quisiera una Iglesia tranquilizadora, predicando un Cristo del pasado, que
bendijera el orden establecido y no molestara a nadie en la persecució n de una felicidad terrestre
a la que seguiría, sin dificultad, la felicidad del cielo. Pero san Vicente nos recuerda otra cosa bien
diferente: que Jesucristo nos envía a anunciar la Buena Noticia de un mundo absolutamente
diferente; en ella los ú ltimos será n los primeros, y en la cual los pobres será n los verdaderos
ciudadanos, y donde los demá s no será n admitidos, a menos que los pobres los introduzcan y
vivan también ellos segú n las Bienaventuranzas.
Jesucristo no nos envía a reorganizar de otro modo el orden del mundo, es decir, a cambiar las
fronteras de la injusticia o de la opresió n, sino que nos envía a anunciar un mundo diferente donde
las Bienaventuranzas será n la ley de base y en el que É l mismo, en la persona de los má s pequeñ os,
será el centro y la luz. Así es para nosotros, y nosotros pensamos que también para la Iglesia de
nuestro tiempo, el Cristo del Sr. Vicente.
II.- Jesucristo
El gran mérito de la Escuela Francesa y de los espirituales contemporá neos de san Vicente habrá
sido indudablemente «volver a centrar» con vigor la fe cristiana en el Verbo Encarnado, Jesucristo.
San Vicente sacó mucho provecho de ello y hallamos en él los grandes temas de Bérulle y de sus
discípulos.
Sin embargo, y particularmente después de las revelaciones de 1617, san Vicente tradujo de forma
cada vez má s personal ese redescubrimiento de un Cristo, centro de la salvació n y de la fe. En
Jesucristo lo que contempla es el Misionero, el Enviado del Padre, y lo que continú a, imita y vuelve
a hallar en los pobres.