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LA FILOLOGÍA CLÁSICA ANTE EL SIGLO XXI.

ENFOQUES Y PERSPECTIVAS

Elina Miranda Cancela[1]


Universidad de La Habana

Toca a su fin un siglo caracterizado por un acelerado desarrollo


científico y técnico, en el que la cibernética y las maravillas del
mundo virtual, abren horizontes que superan todos los sueños
utópicos de la mejor ciencia ficción; en el cual los apremios
tecnológicos y, en particular, las técnicas concernientes al
mercado, parecen entronizarse y desplazar a veces cualquier otro
interés; pero en el que también se hacen más flagrantes las
desigualdades sociales en un mundo globalizado y el largo trecho
que falta al ser humano por recorrer en busca de su cabal
realización.

De esta contradicción se hacía eco el novelista Ernesto Sábato,


cuando al inaugurar, en 1994, el congreso de premios Cervantes
en Valladolid, rememoraba cómo él, doctor en Ciencias Físico -
Matemáticas, había abandonado el cultivo de las investigaciones
científicas por la literatura, al sentir que solo con verdades de aquel
orden, no se ayuda al hombre[2]; aseveración que nos conduce de
lleno a no descartar la vigencia de la polémica pedagógica sobre
el papel de la enseñanza humanística que marcara los fines de la
pasada centuria, pero que adquiere nuevas connotaciones, una
vez que los términos originales parecen haberse invertido y tocar
a las humanidades el turno de reivindicar su función en la
formación de las nuevas generaciones.

En este contexto, las posiciones en su momento asumidas por


José Martí, tan preocupado por Nuestra América - como gustara
llamar a las tierras que se extienden desde el mexicano Río Bravo
hasta la Patagonia argentina, para tomar dos puntos de referencia
-, y por la formación del hombre que habría de vivir en ellas,
pueden servir de guía y punto de partida para evitar absolutizar
cualquier extremo y encontrar los cauces adecuados.
En el siglo XIX, dado el nivel de desarrollo alcanzado en las
distintas esferas de la vida social, era evidente que los studia
humanitas, entendidos como la corriente pedagógica sustentada
en el conocimiento de los clásicos griegos y latinos en su lengua
original que se impusiera a partir del Renacimiento, no satisfacía
las demandas de la sociedad que impetuosamente se abría paso,
aun cuando no estuviera lastrada por el adocenamiento, los malos
métodos, la superficialidad y falsos retoricismos que desvirtuaban
esta enseñanza.

Martí, en el fragor del combate, defendía decididamente una


educación que permitiera: luchar con fruto por la vida moderna[3], y
se entusiasma con las reformas, pero sin dejar de advertir que no
se trata de eliminar la educación literaria, sino su exclusividad.

Postulaba, pues, la búsqueda de una formación integral que


favoreciera la existencia no solo de hombres de ideas, sino de
hombres de acto, prestos a enfrentar los requerimientos de la vida
moderna, pero sin olvidar el cultivo de los valores que enaltecen al
ser humano. Si no se le ocultaba la urgencia en aquella época de
una nueva universidad, de una nueva educación, que preparara al
niño, al joven, para hacer frente a sus circunstancias, aún más
apremiantes y dolorosas en tierras de Nuestra América, no por ello
dejaba a un lado el disfrute y la necesidad del aporte humanístico,
como se trasluce cuando asienta: Bueno es saber de coro a
Homero y quien ni a Homero, ni a Esquilo, ni a la Biblia leyó ni leyó
a Shakespeare, que es hombre no piense, que ni ha visto todo el
sol, ni ha sentido desplegarse en su espalda todo el ala (13, 457),
al tiempo que, frente a los detractores de la enseñanza del griego y
el latín, a la cual negaban toda utilidad, opone: Ni el griego ni el
latín han saboreado, ni aquellos capítulos de Homero que parecen
primera selva de la tierra, de monstruosos troncos; ni las
perfumosas y discretas epístolas del amigo de Mecenas, los que
dicen esto (8, 429).

Ello no es óbice para que enfrente tanto a los defensores de la


llamada universidad literaria, como a los que propugnan su total
sustitución. A la vez que aboga por el mantenimiento de los valores
humanísticos en la enseñanza científica, se percata de la
necesidad de reformular la propia enseñanza de las humanidades
y, en particular, la de los clásicos; enseñanza esta en cuya
desaparición no ha de pensarse siquiera. En ella, nos dice, han
de podarse todas las ramas torcidas y hojas secas que impiden
que por las anchas venas corra sin traba el jugo humano (9, 445).

Para Martí el aprendizaje de las lenguas clásicas mantiene su


vigencia tanto para el disfrute de las obras literarias, como para
adentrarse en el conocimiento del propio lenguaje, en cuanto ver
entrañas ilustra (13, 458), según concluye. Por ello estima que
deben ocupar un lugar adecuado en la enseñanza para aquellos
que sientan vocación y se enamoren de las letras: Los del oficio
literario, apréndalo todo, porque no hay goce como el de leer a
Homero en el original, que es como abrir los ojos a la mañana del
mundo, ni lectura que beneficie más que la de Catulo elegante, por
lo ordenado y preciso, o la de Horacio, el maestro del reposo
(13,458). Mas inmediatamente recuerda, como para evitar que el
entusiasmo le arrastre, que para vivir, apréndase lo vivo en las
lenguas vivas.

Amante de los clásicos, tiene muy presente, como señala a los


jóvenes lectores de La Edad de Oro, que: la tierra ha vivido más
(18, ) y por tanto, la enseñanza humanística no puede
contraerse, como en el pasado, a la Antigüedad grecolatina, si se
tiene en cuenta que: a comparar con imparcialidad, a observar por
sí, y a decir con orden, vigor y música, es lo que se ha de
aprender; y eso no viene de una literatura sola, o de ella y sus
ramajes y renacimientos, sino de ponerse fuera de ellas, y
estudiarlas con mente judicial a todas (13,458).

Al igual que deslinda y ubica la enseñanza de los antiguos


clásicos, discierne entre ellos y resalta como fundamental la
aprehensión de todo aquello abarcado en lo que denomina lo
griego o lo eterno de los griegos, esa belleza fruto de la
ponderación y la armonía que lo seduce por la razón de conjunto
(5,188). Los griegos, nos dice, en mayor grado que los latinos,
conocieron y cantaron la naturaleza (8, 201) y con lo griego se
aprende, que solo en la verdad, directamente observada y sentida,
halla médula el escritor e inspiración el poeta (8, 203). Lejos está
de los retoricismos neoclásicos, del helenismo que definiera como
segundón, pero también de la buscada impasibilidad parnasiana:
En el lenguaje de la emoción, como en la oda griega, ha de oírse la
ola en que estalla, y la que le responde y luego el eco[14].

Aunque como hombre de su época, no es ajeno a la visión de


Grecia imperante, no hay en él una aceptación acrítica, sino una
comprensión personal y, sobre todo, se aparta de quienes vuelven
sus ojos a la antigua Hélade como ideal irremisiblemente perdido.
Siente Martí que el estudio del pasado debe estar en función del
presente y se identifica plenamente con la actitud asumida por el
venezolano Cecilio Acosta en quien: no riñen la odre clásica y el
mosto nuevo; si no que, para hacer mejor el vino, lo echa a bullir
con la sustancia de la vieja copa[15].

Proyectado hacia el futuro, el acercamiento al pasado es medio


que permite un mayor reconocimiento del presente, tal como
asienta:

No desdeñamos lo antiguo porque acontece que lo antiguo refleja


de modo perfecto lo presente, puesto que la vida, varia en forma,
es perpetua en esencia, y en lo pasado se ve sin esa "bruma de
familiaridad" o de preocupación que la anubla para los que vamos
existiendo en ella (15, 365).

La vieja Hélade le hablaba del equilibrio y la armonía que quería


para nuestros pueblos, del desafío prometeico para cuya
renovación se aprestaba, y al tiempo que reconocía la moderación
de juicio y el amor a la libertad como cualidades propias del
hombre de las Antillas, la lucha contemporánea por la
emancipación de Grecia la hermanaba con la isla de sus desvelos:
Y la América libre, y toda Europa coronándose de libertad, y Grecia
como resucitando, y Cuba, tan bella como Grecia(...) (5, 168).

Pensamos, por tanto que, si bien Martí habría estado de acuerdo


con la definición ofrecida por el dominicano Pedro Henríquez
Ureña, socrático según el decir de sus amigos mexicanos, cuando
en 1914 afirmaba que: las humanidades, cuyo fundamento
necesario es el estudio de la cultura griega, no solamente son
enseñanza intelectual y placer estético, sino también... fuente de
disciplina moral. Acercar a los espíritus a la cultura humanística es
empresa que augura salud y paz[16]; la rebasaba, puesto que para
él también suponía un instrumento para entender las propias
circunstancias y actuar sobre ellas.

Cuando Martí exclama: ¡Qué inmenso es el hombre cuando sabe


serlo!, evoca el humanismo presente ya en Homero cuando Príamo
y Aquiles, al reconocerse como seres humanos, en su admiración
no encuentran mejor calificativo que el asemejarse a los dioses; o
cuando Sófocles canta al hombre como admirable y terrible
aprovechándose de la ambivalencia del adjetivo deinós; o cuando
Menandro sentencia: ¡Qué lleno de gracia es el hombre, cuando es
hombre!; pero ya para Martí no basta serlo, sino hay que saber
serlo: conciencia y voluntad se aúnan en la valoración humana.

Por ello, el postular la necesidad de reformas en la enseñanza de


la época en busca de una formación adecuada y útil para la lucha
fructífera por la vida en los tiempos que corrían, para él implica
también, no la erradicación, sino una reformulación del papel y el
sentido de los estudios humanísticos en la educación científica
propugnada y que ha de saber conjugar, según aclara: La literatura
del espíritu y la de la materia. Ambas ha de enseñar, si quiere dar
buenos hombres de ideas, o preparar bien a los hombres de acto
(10, 235).

Más de un siglo después, cuando muchos se cuestionan el papel


de las humanidades, por no decir su misma existencia, en un
nuevo milenio, cuyo inicio tan rápidamente se nos aproxima, nos
ha parecido oportuno rememorar criterios en su día esgrimidos
por José Martí, quien se adelantara a su época en tantos aspectos,
y que bien nos pueden ayudar a orientarnos ante los retos
planteados, en tanto, como el mismo expusiera, el abrevar en el
pasado no solo nos puede iluminar el presente, sino proyectarnos
hacia un futuro.
Si esta situación atañe a la enseñanza humanística en general,
cobra tintes particularmente oscuros cuando se trata de la filología
clásica. De todos es conocida la tan citada definición de que un
clásico es un autor del que siempre se habla, pero que nadie lee.
Clásico, por tanto, en la tarjeta de presentación de un autor,
devendría un término peligroso, susceptible de alejar, en vez de
atraer, al posible lector, en la medida en que para muchos se
entiende como sinónimo de académico, aburrido, o cuando más,
propio para calificar a una reliquia, augusta pero polvorienta;
mientras que para otros es señal de aceptación acrítica, sin
atreverse a poner en tela de juicio el llamado fallo de la posteridad,
aunque personalmente tal lectura les sea indiferente, ajenos a su
verdadera significación y a su legítimo disfrute. A esta
consideración no poco han contribuido algunos filólogos que
encerrados en una erudición sin horizontes, han agrandado la
brecha, con actitudes puristas y despreciativas ante cualquier
aproximación que no sea estrictamente especializada y canónica.

Índice de esta apreciación de los clásicos que impide un adecuado


acercamiento y su cabal intelección, es la necesidad de oponerse a
tal actitud experimentada, en las primeras décadas de este siglo,
por el entonces joven Alejo Carpentier, quien en 1922, con unos
dieciocho años, se iniciaba en el ambiente intelectual y en el
quehacer periodístico de La Habana.

Al hacer sus primeras incursiones en la prensa, en la sección


Obras Famosas del periódico La Discusión, para promocionar la
lectura, selecciona como objeto de uno de sus primeros
comentarios precisamente a Las Ranas, de Aristófanes y propone
un replanteo del prejuicio cultural que impide censurar o polemizar
alrededor de un texto considerado clásico, al tiempo que reclama
una actitud tan rigurosa en el análisis de estas obras como la que
se suele asumir ante una contemporánea. Para Carpentier cuando
se ha tenido en cuenta la época en que fueron escritas, las
múltiples ideas que pudieron actuar sobre la mente de sus autores,
las malas influencias estéticas de un siglo, deberían de criticarse,
no con la intención de hallarlo todo mal (...), pero ya con el rigor
con que analizaríamos un libro de Pío Baroja o D'Annunzio[17].

Carpentier, como Aristófanes, siempre tiene presente en tales


artículos a su público y el efecto que desea provocar en este, a fin
de que se sienta estimulado a la lectura a partir de los
presupuestos que el escritor considera necesarios para su disfrute
y efectividad cultural. Por ello concluye: el que lea a Aristófanes,
no debe buscar virtuosidades teatrales, y sí no tiene idea
preconcebida de admirarlo porque "era griego", gozará
deliciosamente viendo en sus obras las preocupaciones diarias y
las costumbres corrientes del pueblo más intensamente artista que
haya existido[18].

A diferencia de muchos comentarios que actualmente se publican


en la prensa, en los cuales el objetivo de incitar a la lectura se
pierde en medio de un alambicado metalenguaje y de los alardes
críticos del autor, Carpentier en los comentarios de La Discusión
nos ofrece una buena muestra de cómo ha de hacerse una reseña
que procure el acercamiento del lector a la obra literaria, sin dejar a
un lado señalamientos y criterios para su acertada valoración. En
los otros artículos que dedica a textos de la antigüedad grecolatina
o reputados como clásicos, ya no insistirá de manera explícita en
la actitud a seguir, pero esta subyace implícita a la hora de abordar
el texto.

Esta visión desacralizadora que procura el disfrute de la obra


gracias a sus cualidades de buena literatura, a la vez que patentiza
el justo aprecio y sincera admiración que por sí misma suscita y no
porque se le catalogue de clásica, no solo evidencia la madurez
crítica de Carpentier, en plena eclosión de los "ismos", sino que
demuestra cómo los juicios emitidos en 1941 sobre la puesta en
escena de la Antígona, de Sófocles, fundadora de Teatro
Universitario, no están motivadas solo por el conocimiento de
recientes experiencias europeas, sino que se cimientan en
convicciones tempranamente sustentadas.
Frente al estatismo de la puesta y al anquilosado lenguaje de la
traducción utilizada, Carpentier, también partícipe del empeño
teatral, propone un concepto dinámico en la representación acorde
con la intensa fuerza vital del conflicto trágico. Por otra parte, la
superposición de tragedia griega y tragedia real que el escritor
presenció mientras musicalizaba la puesta en escena de Coéforas,
contribuyó a que se percatara de cómo el texto y la realidad
circundante pueden iluminarse mutuamente; percepción que
vuelca primero como motivación de su novela El acoso (1956) y
mucho más tarde en un pasaje de La Consagración de la
primavera (1978), donde el texto de la tragedia griega y las noticias
de la guerra que en esos momentos se libraba en Europa, se
mezclan en la mente de los personajes, quienes se identifican y
hacen propios los versos que, gracias a los ensayos del grupo
teatral, llenaban el recinto universitario.

Lo pertinaz, sin embargo, de ese concepto un tanto encartonado


de la tragedia griega, que con una pátina retórica oculta su alto
contenido humano, de nuevo lo lleva al tema en la sección Letra y
Solfa que por los años cincuenta escribía en El Nacional, de
Caracas: ¿Cómo es posible, se pregunta, que un teatro tan
dinámico, tan intenso, tan estrechamente tenido a sus temáticas,
cuando se le lee, se nos vuelva algo tan estático, tan declamatorio,
tan retórico, en la mayoría de las realizaciones escénicas
actuales?[19]

Borrar la falsa distancia que impone el estereotipo establecido a


la hora de representar un clásico; prescindir, nos dice, de la
retórica literaria y cinematográfica, de la "reconstrucción histórica",
para situarnos de lleno en la vida diaria del hombre de la
Antigüedad parecida - tan enternecedoramente parecida - a la
nuestra, en muchos rasgos...[20], es lo que hecha de menos en
novelas y películas cuya acción transcurre en la Antigüedad. En
estas, nos comenta, Grecia y Roma parecen escapadas de una
guía turística: todo es perfecto, brillante; a diferencia de lo que
sucede en los propios textos clásicos en los cuales la nota íntima,
el detalle cotidiano, la pintura de las acciones habituales, establece
la identificación con el lector y le permite disfrutar, saborear según
dice Carpentier, un texto, como el Manual de Epicteto, entre cuyas
normas de estoicismo, se deslizan deliciosos cuadros de
costumbre[21].

Por otra parte, en sus crónicas también resalta otro aspecto que
muchas veces se olvida: el hecho de que recursos, al parecer
innovadores, que provocan extrañeza y hasta rechazo cuando los
presenta un creador de nuestros días, han sido ya usados por
autores clásicos y ni el público ni los críticos se dan cuenta, por lo
que habría que preguntarse, asienta el novelista no sin ironía, si la
gente aún lee a los clásicos.

Sin embargo, la repercusión quizás más significativa en la obra


carpenteriana de esta recepción en función de la
contemporaneidad, se halla en la lectura americana de los viejos
mitos que se le revelará al remontar el Orinoco en 1947. Pudo
entonces apreciar cómo los romances de los siglos XV y XVI,
sobre Troya y sobre Carlomagno, traídos en boca de los
conquistadores, perduraban en la memoria, por transmisión oral
como en los tiempos del viejo Homero, en parajes tan remotos, y
constituían parte del acerbo cultural en tierras ni siquiera
imaginadas por los griegos en sus aventuras marítimas, pero que
también devinieron encrucijada de hombres y culturas.

Nos cuenta Carpentier, en uno de sus ensayos, cómo, en este


viaje por el curso del Orinoco, al enterarse de una guerra habida
entre dos tribus a causa del rapto de una hermosa mujer, pensó en
la guerra de Troya, advirtió la presencia de los mitos universales y
desde ese momento comenzó a verlo todo en función americana:
la historia, los mitos, las viejas culturas que nos habían llegado de
Europa[22]. De ahí que no vacile en usar los mitos clásicos para
desentrañar la especificidad americana, al tiempo que estos
adquirieron para él nuevos significados, según expusiera en 1975
en una de sus conferencias:

Del mismo modo cuando termina Homero la Ilíada con esta frase:
"Héctor, domador de caballos", pienso que domadores de caballos
son los hombres del llano, los hombres de la pampa. Y así por el
estilo. (...) Héctor arrastrado tras del carro de Aquiles me hace
pensar en una película de cangaceiros. Ciertas comedias de
Aristófanes me recuerdan las zarzuelas políticas que
representaban los "bufos" cubanos, en La Habana, a comienzos
del siglo. Los comentarios de Julio César me muestran los
mecanismos de una Conquista donde la superioridad del
armamento, el aprovechamiento de las disensiones locales, una
perfidia tecnificada, son los mismos que rigieron la Conquista de
América[23]

Así pues, no se trata solo de barrer con los lastres que impiden
acceder al contenido humano de los textos clásicos y percibir su
contemporaneidad, sino de entender la cultura como base de
comprensión de las nuevas circunstancias que ha de afrontar el
hombre de Nuestra América.

La exposición de los criterios de estos dos hombres de sólido perfil


humanista y de amplia proyección americana vuelta hacia la
contemporaneidad, nos permite abarcar en rápidos trazos los
cuestionamientos más relevantes en que se ha desenvuelto la
consideración de las humanidades y en particular la actitud ante
los clásicos en este siglo y, por ende, captar el medio
condicionante en que se ha de mover la filología clásica para
mantener su presencia e incidir apropiadamente en el ámbito
cultural y social del hombre actual.

A diferencia de la situación que suscitara la polémica pedagógica


de fines del siglo pasado, son los studia humanitas los que deben
justificar y ganar el espacio necesario, teniendo siempre en cuenta
su adecuada conjugación para una formación integral; necesidad
aún más perentoria en relación con quienes se dediquen
específicamente a las letras.

En este contexto la comprensión martiana del pasado como una


forma de mejor reconocer el presente, de manera que la justa
armonización del legado por siglos transmitido con las
innovaciones del momento, sea la base de sustentación con vistas
al futuro, cobra renovada vigencia a la hora de replantearnos
enfoques y estrategias, tanto en la enseñanza como en la
promoción de la cultura; sin olvidar que, tal como constatara Alejo
Carpentier, el acercamiento a las obras clásicas se halla
mediatizado por esquemas y estereotipos armados a través de los
siglos que, a su vez, se convierten en limitantes para el receptor
contemporáneo.

La primera dificultad posiblemente radica en las traducciones. A


pesar del ideal filológico de acceder a los textos en su propia
lengua, no se puede desconocer el papel de las traducciones en la
difusión cultural, sin olvidar los ejemplos de aquellos que,
impresionados por la lectura realizada, no se han contentado con
solo conocer la obra en una versión y han ido en busca del
original.

Las traducciones, como las interpretaciones y los análisis


valorativos, están condicionados por los puntos de vista peculiares
de cada época y aun por los propios de quien asume la tarea. A
tiempos distintos corresponden diferentes modos de traducir las
obras clásicas, en lo que influye no solo los usos literarios del
momento, sino la comprensión y el grado de cercanía alcanzados,
sin desdeñar el talento literario del traductor. De ahí el lastre que
supone una traducción envejecida, plagada de vanos tintes
retóricos o que, a pesar del grado de seriedad observado, no
responda al concepto de transpensar, para usar la definición
martiana (24, 16) que acertadamente resume los presupuestos
implícitos en una buena traducción.

La lectura de los clásicos se propiciaría en gran medida si, puesto


que no es posible para todos tener acceso al texto en su lengua de
origen, por los menos se contara con una traducción
contemporánea acorde con la sensibilidad y la forma de expresión
propia de los tiempos que corren, y no versiones que resienten el
peso de concepciones, formas y giros determinados por el gusto
de otro momento, o de otro medio, y por estereotipos trillados,
ajenos también a la obra literaria original.
Valdría decir lo mismo con relación a las representaciones
teatrales, aunque tanto en uno como en otro caso, en las últimas
décadas se han dado pasos para subvertir la situación: numerosas
nuevas traducciones han sido editadas y se han registrado
propuestas de representación dramática más acorde con el espíritu
de los textos y los modos actuales de hacer teatro. Ahora bien,
quedaría pendiente el discernir hasta qué punto estas
traducciones cumplen su cometido, si son suficientes los intentos
de llevar a escena las piezas teatrales y qué sucede en relación
con otros medios, de cuya importancia en la vida actual no se
puede prescindir.

La enseñanza de la filología clásica, por su parte, ha estado sujeta


a reformulación aún en países en que tradicionalmente estos
estudios habían ocupado un espacio significativo en la enseñanza
media, en la medida en que este se ha visto limitado y, por tanto,
se han confinado principalmente al ámbito universitario, siendo
pocos los países latinoamericanos donde existe la especialización
en esta área del saber.

Este proceso obliga a plantearse qué ha de enseñarse y cómo ha


de hacerse, al tiempo que ha propiciado el que los filólogos
vuelvan los ojos sobre sus circunstancias y se emprendan, cada
vez con más rigor científico, estudios llamados de tradición o
pervivencia clásica, los cuales no solo tienden puentes entre el
legado clásico y los distintos modos de entenderlo y asimilarlo en
el cultivo posterior de las letras, con su consecuente
enriquecimiento, sino que permiten una apreciación más cabal y
justa de la obra del autor que de esta tradición se vale, y aun en
ocasiones de distintos movimientos literarios y artísticos.

En este siglo, descubridor del sicoanálisis, del inconsciente


colectivo y otras tantas teorías, época de un avance científico
arrollador y de confrontaciones sociales de carácter mundial, en el
cual los conflictos del ser humano y su realización alcanzan un
grado de complejidad y de intensidad antes no previsible, muchos
autores han recurrido a los antiguos mitos como instrumento de
indagación, vehículo expresivo y modo de objetivar con claridad
sus más angustiosos problemas, aprovechando las posibilidades
polisémicas y las resonancias que su uso conlleva.

En Nuestra América los viejos cantares no solo devienen memoria


viva, como experimentara el novelista cubano en su periplo
venezolano, sino que se tornan parte sustancial de nuestras letras
desde sus inicios; pero no como meras transposiciones, sino en
fusiones creativas en que muchas veces se proyectan los procesos
de convergencia cultural que tienen lugar en estas tierras. No
puedo menos que evocar las hamadríades con naguas o las ninfas
con marugas que pueblan el poema Espejo de Paciencia, iniciador
en el XVII de la literatura cubana, o recordar que ya en este siglo,
sobre todo en su segunda mitad, los antiguos mitos adquieren
nuevos rostros.

Sin embargo, llama la atención que en estudios que han marcado


pauta en cuanto a la reflexión sobre la pervivencia clásica se
refiere, son muy pocas, cuando no faltan por completo, las
referencias a las obras latinoamericanas. Solo en los últimos años,
en coloquios y congresos, la presencia clásica en estas creaciones
literarias se ha reconocido y se comienza a contar con
publicaciones y artículos que permiten apreciar el peso creciente
que, en comparación con décadas anteriores, han adquirido tanto
los estudios filológicos como de tradición clásica entre nosotros.

En lo que concierne a la enseñanza filológica en mi país, las


primeras noticias sobre la historia de la educación se confunden
con aquellas sobre el estudio del latín, como era de rigor en el siglo
XVI. Cuando en 1728 se funda la Universidad de La Habana, con
el título de Real y Pontificia, en latín se le dio nombre, se leyeron
sus sellos, se redactaron los formularios y en latín se escribieron
las tesis y se impartieron las clases. Si bien tener una universidad
en la primera mitad del siglo XVIII, era de por sí un progreso
significativo para la Isla, no es menos cierto que nacía lastrada por
un escolasticismo medieval consecuente con el contexto colonial y
con el propio estado en que e encontraban las universidades
españolas.
No será hasta fines de ese siglo, cuando Cuba conoce cierto auge
económico, que con la instauración del Seminario de San Carlos
se pueda contar con una enseñanza más flexible y liberal; al
tiempo que con la secularización de la enseñanza universitaria, en
1842, se crea la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual se
circunscribe en el ámbito universitario la enseñanza del latín, se
incorpora la de griego, así como las literaturas y otras disciplinas
propias de la filología clásica.

Con el fin de la dominación española y la instauración de la


República en 1902, se emprende un plan de modernización de la
enseñanza, por el cual se elimina de manera provisional, pero que
se convierte en permanente, la enseñanza de las letras clásicas en
los institutos de segunda enseñanza y esta quedó confinada a los
cursos que se impartían en la carrera de Filosofía y Letras. Habrá
que esperar hasta 1961 para que con la Reforma Universitaria se
cree la Licenciatura en Lenguas y Literaturas Clásicas y, de este
modo, los estudios sobre la Antigüedad grecorromana adquieran
una nueva dimensión, inmersos en un clima propicio al desarrollo
cultural, al que no en pequeña medida contribuirían las ediciones,
en tiradas masivas, de las principales obras literarias.

Se emprendieron serios esfuerzos de revisión de los métodos


empleados en la enseñanza de las letras clásicas y en su enfoque.
Se elaboraron textos para el estudio del latín y el griego, en los
cuales se procura conjugar adecuadamente los objetivos
específicos con los de formación cultural y lingüística, al tiempo
que se busca que el estudiante se apropie del sistema de la
lengua en forma gradual y llegue a ser capaz de leer y apreciar los
textos literarios en su lengua original. También se han preparado
libros sobre aspectos literarios con el propósito de favorecer el
disfrute de las obras y un acercamiento mayor a los problemas
teóricos que la literatura supone.

Se han establecido temas de investigación en torno a la teoría


literaria en la Antigüedad, a la presencia clásica en autores
latinoamericanos y sobre textos cubanos en neolatín, así como
para evaluar la colección de vasos griegos y retratos de Fayum del
Museo Nacional; se han impartido cursos para estudiantes de otras
especialidades, de posgrado y de asistencia libre, procurando, en
la medida de nuestras posibilidades, que se aprecie la obra de los
clásicos, no en un pedestal, sino por el deleite y la reflexión con
que enriquecen nuestra vida. En 1990 se convocó un encuentro de
estudiosos sobre la Filología Clásica en América que nos permitió
iniciar un intercambio necesario a favor de una mejor comprensión
del papel de los clásicos en nuestras universidades.

No obstante, al término de la década de los ochenta, los estudios


de Letras Clásicas han dejado de constituir una especialidad
independiente, pero se mantienen dentro de la carrera de Letras, al
establecerse planes de estudio que buscan ampliar el campo de
competencia profesional del futuro licenciado, sin dejar de ofrecer
la alternativa de perfilar los intereses académicos de los
estudiantes en este sentido mediante asignaturas optativas, las
cuales han de sentar los presupuestos indispensables para
acceder a estudios de maestría, una vez graduados. A fines de
1996 se funda el Grupo de Estudios Helénicos para contribuir a la
difusión y análisis de las manifestaciones culturales de Grecia y su
repercusión en la cultura contemporánea.

En diciembre de 1998 se celebró en La Habana, con el auspicio de


las secciones de Murcia y Granada de la Sociedad Española de
Estudios Clásicos, el congreso internacional Contemporaneidad
de los clásicos, en que se puso de relieve el desarrollo de estos
estudios en los últimos años, las posibilidades interdisciplinarias y
la necesidad de su enfoque con serios criterios metodológicos y a
la luz de las corrientes actuales de la crítica literaria.

Por último, este año ha comenzado a ofrecerse con la colaboración


de algunos profesores extranjeros, la Maestría en Filología y
Tradición Clásicas en la mención de Estudios de la Antigüedad y
Tradición Clásica, dirigida a graduados de Letras y carreras afines
que por su trabajo o intereses profesionales necesiten ampliar su
conocimiento y adquirir una base sólida en este campo. Aunque el
proyecto contempla la mención en Filología Clásica, se decidió
aplazar su inicio por no contarse en el momento de la matrícula
con suficientes aspirantes.

De este apretado resumen de nuestra experiencia, así como del


vigor que han cobrado estos estudios en nuestros países, como se
patentiza en los frecuentes congresos y coloquios que en estos
años se han convocado y en las numerosas publicaciones
periódicas que han comenzado a circular, entre las que es de
destacar el Boletín Latinoamericano de Estudios Clásicos por su
propósito de fomentar vínculos y dar a conocer los esfuerzos
realizados en nuestro medio, se deduce que se ha avanzado en el
empeño de proyectar no solo la filología clásica, sino la
repercusión de los cánones grecolatinos en las literaturas
modernas, con vistas a demostrar la necesidad de los estudios
clásicos, por una parte, pero también en busca de una mejor
comprensión tanto de los autores contemporáneos como de
nuestro entorno cultural; aunque todavía quede mucho camino por
andar.

Los esfuerzos desplegados por especialistas, asociaciones y


universidades han logrado, por tanto, abrir una brecha en el
aislamiento en que hasta hace unos años atrás trabajábamos
quienes nos dedicábamos a esta especialidad y permiten un
intercambio fructífero de inquietudes y resultados, lo cual
proporciona un margen esperanzador ante las dificultades a las
que anteriormente nos referíamos. Los criterios y la obra de
nuestros mejores escritores e intelectuales, nos proporcionan un
excelente apoyo al mostrarnos cómo los antiguos mitos que
nutrieron las creaciones del pasado, continúan vigentes en tanto
sirven, a manera de clave, para desentrañar lo específico
americano y nuestra propia existencia; de donde se desprende que
siempre que entendamos los estudios clásicos como base
sustentadora de una sólida formación cultural que permita al joven
estudiante una mejor comprensión de sus propias circunstancias y
una incidencia social fecunda, este será el camino para mantener
viva dicha tradición y capaz su enseñanza de enfrentar los retos
que el advenimiento de un nuevo siglo supone.
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[1] La Dra. Elina Miranda fue invitada como conferencista principal
al VIII Congreso de Filología, Lingüística y Literatura Carmen
Naranjo. Su visita fue posible gracias a la colaboración de la
Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad
Nacional de Costa Rica y de la Escuela de Ciencias del Lenguaje
del Instituto Tecnológico de Costa Rica.

[2] Cf. "Ernesto Sábato: 'El primer deber de la literatura es tener el


coraje de decir la verdad'." Reportaje de Luis Prados en El País,
Madrid, 25 de octubre de 1994.

[3] J. Martí: Obras Completas, La Habana, Ed. Nacional, 1963, t.


10, p. 228. En lo adelante, salvo que se haga constar lo contrario,
las citas de Martí remiten a esta edición, por lo que solo se
anotará el tomo y la página.

[4] J. Martí: Poesía de Francisco Sellén. En:- Ensayos sobre arte y


literatura, La Habana, Ed. Arte y Sociedad, 1972, p.27.

[5] J. Martí: "Cecilia Acosta". En:- Ibid., p. 61.

[16] P. Henríquez Ureña: La cultura de las humanidades. En:- Obra


crítica, México, 1960, p. 595.

[17] A. Carpentier: Las ranas, de Aristófanes. En:- La Discusión, La


Habana, 14 de diciembre, 1922:2 (Obras Famosas)

[18] Ibidem

[19] A. Carpentier. La tragedia restituida. En:- Letra y Solfa. Teatro.


La Habana, Letras Cubanas, 1994, p. 53.

[20] A. Carpentier. La cámara en el mundo antiguo. En:- Letra y


Solfa.. Cine. La Habana, Ed. Letras Cubanas, 1991, p. 28-29

[21] Ibidem

[22] A. Carpentier: Razón de ser, La Habana, Ed. Letras Cubanas,


1984, p. 48.
[23] Ibid, p. 49.

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