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PAUL LANDORMY - EMILE CHARTIER

DESCARTES
Y'

ESPINOSA
LOS GRANDES FILOSOFOS

EDITORIAL MATEU
c / Sun Gervasio, 84
BARCELONA
EL COLEGIO DE LA FLECHA

Renato Descartes vio su primera luz en La


Haya—provincia de Turena— el 31 de marzo del
año 1596.
Su madre, Juana Brochard, tuvo antes que a
él otro hijo y una hija, Pedro y Juana. Murió
el 13 de mayo de 1597.
El padre de Renato, Joaquín Descartes, quien
había conseguido por medio de compra un car­
go de consejero en el parlamento de Rennes, con­
trajo de nuevo matrimonio en Bretaña y esta se­
gunda unión dio a Renato un hermano y una
hermana: Joaquín y Ana.
Renato Descartes era de constitución débil,
la cual se debía posiblemente a la herencia ma­
terna. «Heredé de ella — afirma en una de sus
cartas — una tos seca y un color pálido, que ha­
bría de conservar hasta la edad de veinte años, y
por estas causas cuantos médicos me examinaron
antes de esa edad aseguraron que moriría joven.»
Hasta los ocho años, Descartes no fue desti-
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nado a ningún género de trabajo; su delicada sa­
lud exigía excesivos cuidados. Pero tanto en la
forma de hablar como en el carácter del pequeño
adivinábanse sus disposiciones para la ciencia. El
padre le llamaba «el pequeño filósofo».
Después de la Pascua de 1604, Descartes co­
menzó sus estudios en el colegio jesuita de la
Flecha, que era entonces una de las escuelas más
famosas de todo el mundo. Adquirió algunas no­
ciones de griego y un gran conocimiento de la­
tín, historia, matemáticas, moral, teología y filo­
sofía. Se le instruyó en la elocuencia y en la poe­
sía, y se le enseñó, en suma, todo lo que en aque­
lla época servía como base para formar un «hom­
bre honrado».
Aunque sin negar el desinterés y la habilidad
de sus maestros en el desempeño de su misión,
Descartes no se obcecó respecto al auténtico va­
lor de las enseñanzas recibidas. Mucho era lo
que esperara de la ciencia de su tiempo para sa­
tisfacer el vehemente amor que sentía hacia la
verdad y, en consecuencia, quedó decepcionado
por completo.
En primer lugar — y no es que se sintiera
ajeno a la atracción de los estudios simplemente
literarios—, Descartes consideró que en la edu­
cación de los niños se concedía excesiva impor­
tancia, no ya al estudio de los idiomas, sino, de
primordial manera, a la lógica, la retórica y la
poesía, y advertía que resultaba ilógico enseñar
a los muchachos a que hablaran sin enseñarles
antes a pensar, que se les proveyese de palabras
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sin adentrarles en las ideas y que se les incul­
cara la forma huera, que no es nada, sin su con­
tenido, que es el todo. Preguntóse si no era sufi­
ciente pensar bien para expresarse correctamente
y si los mejores oradores no son aquellos que
tienen el razonamiento más vigoroso y los que
asimilan de un modo más perfecto sus pensa­
mientos «aunque no hablasen más que el bajo
bretón y no hubieran aprendido retórica».
Le pareció que el estudio de la historia mos­
traba ventajas similares a las de los viajes y la
conversación. Es muy aconsejable abandonar en
alguna ocasión, si bien sea con el simple pensa­
miento, nuestro país y la época en que vivimos.
De esta manera se libera uno de innumerables
prejuicios, se acostumbra a considerar todo tipo
de formas de vida y de opiniones diversas, que
han sido admitidas como lógicas por hombres de
gran sensatez. Se deja de recusar por grotesco o
absurdo lo que es opuesto a la costumbre, no al
buen criterio ni a la inteligencia. Se desiste de
esa ciega confianza propia del ignorante hacia la
palabra del primero que llega. Ahora bien, si la
historia estimula el entendimiento es solamente
deshaciendo el equívoco; el historiador no lleva
a cabo una labor completa. Describe hechos cuya
autenticidad no ha comprobado por entero, cuya
importancia unas veces acrece y otras disminuye
con el objeto de conseguir el interés del lector.
Por añadidura, no hace más que narrar. Sus obras
abarcan numerosos acontecimientos, pero esca­
sez de ideas. Presenta los materiales de una cien-
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cia, pero no la ciencia en sí. La historia, tal como
la entendían los contemporáneos de Descartes,
era acreedora a tan severas censuras.
Descartes se interesó en especial por las ma­
temáticas, al encontrar en ellas los más impor­
tantes rasgos de una ciencia real, como son la
evidencia de los principios y la certidumbre de
las consecuencias demostradas por razonamien­
tos rigurosos.
En este caso no se trataba de hechos expues­
tos sin explicación ni orden. Todo hallábase claro
y bien trabado, todo era inteligible y la concate­
nación de las ideas justificaba la naturaleza de
las cosas.
No obstante, las matemáticas, al parecer, no
correspondían por entero al concepto que Des­
cartes se había hecho de la ciencia. Esta no de­
bía, según afirmaba él, complacer solamente nues­
tras necesidades intelectuales y nuestra simple
curiosidad especulativa, sino que debiera propor­
cionarnos en la acción mayor firmeza, más am­
plitud y más energía. Y las matemáticas, cons­
treñidas a la consideración de figuras y de núme­
ros ideales, le parecían formar algo así como un
pasatiempo para el espíritu, tan inútil y estéril
como descifrar jeroglíficos o jugar al ajedrez.
Muy menguada utilidad resultaba que las mate­
máticas no sirviesen más que para las artes me­
cánicas. Y Descartes se extrañaba de que siendo
las bases de esta ciencia tan firmes y sólidas, no
se hubiera edificado sobre ella algo superior. Y
es que, en realidad, la mayor parte de los mate-
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máticos de aquellos tiempos desconocían incluso
el valor práctico de su ciencia cuando la ofre­
cían al público en obras que encabezaban con
los siguientes tíulos: Problemas chistosos y de­
leitables que se hacen con números o Problemas
inauditos o recreos de sabios.
A la inútil certidumbre de las matemáticas.
Descartes oponía la incertidumbre del más nece­
sario de los conocimientos: la moral. Le habían
enseñado los bellos preceptos del estoicismo y
al leer a Séneca no pudo por menos de sentirse
admirado por el concepto de su vida. Sin embar­
go, toda esta moral no se hallaba demostrada; se
componía de máximas, acaso excelentes, mas
cuya verdad olvidaron establecer.
Pero no es suficiente darnos consejos para
que estemos dispuestos a seguirlos. Si somos ra­
zonables no acataremos sino lo que nos dicta el
buen criterio y aguardaremos a que demuestren
por qué motivo son buenos los consejos que nos
ofrecen para conformar a ellos nuestro compor­
tamiento. Por otra parte, Descartes observaba
que la moral estoica, demostrada de una forma
tan imperfecta, encerraba claros errores. ¿No
presentaba al sabio como un igual a Dios, acre­
centando de este modo el orgullo humano hasta
el máximo? ¿No aconsejaba la insensibilidad por
considerarla virtud, para mejor hacer la razón
dueña de la voluntad? ¿No inculcaba el suicidio
c incluso el parricidio y no era Bruto, al asesi­
nar a César, leal a los principios estoicos? Tales
excesos se enfrentan al buen razonamiento y
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muestran un defecto radical en la constitución
de este tipo de doctrina. Descartes equiparaba
semejante moral, sin cimientos y en ocasiones
sin verdad, a majestuosos y bellos palacios edifi­
cados sobre arena y barro.
Si Descartes creyó distinguir en las matemá­
ticas por un lado, y en la moral por otro, algu­
nos caracteres de la ciencia, los habría, por el
contrario, de buscar inútilmente en las otras ma­
terias a las cuales se dedicó durante sus años de
colegial.
Consideró la teología como incierta y no útil,
ya que, en principio, su certidumbre se halla ci­
mentada en la revelación y no en el razonamien­
to; no se trata de una ciencia, pues se sustenta en
la fe. Y en lo que hace referencia a su utilidad la
cuestión es en extremo discutible, ya que la reli­
gión afirma que para conseguir la salvación 'es
suficiente creer en los dogmas sin necesidad de
entenderlos y el acceso al cielo se encuentra
abierto tanto para los más ignorantes como para
los más sabios.
Y, por último, la filosofía no ofrecía a Descar­
tes seguridad alguna de las que la ciencia exige.
Con la denominación común de filosofía le ha­
bían enseñado todo género de principios referen­
tes a la naturaleza de Dios, a la del mundo y a
la del espíritu; principios que le hicieron acep­
tar sin pruebas bastantes, y de cuyo empleo no
advertía que pudiera el hombre lograr bien nin­
guno. Semejante filosofía, llamada escolástica,
debido a que sobre ella se instruía desde siglos
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atrás en las escuelas, basaba su inspiración en
Aristóteles. Pero se trataba de un Aristóteles
comprendido de un modo imperfecto y a menudo
tergiversado, ciñéndose a los requisitos de la re­
ligión cristiana.
Tal clase de filosofía, elaborada en la Edad
Media, hallábase todavía a principios del siglo
xvn en plena vigencia, pese a las censuras de
ciertos espíritus, clarividentes y audaces. Utiliza­
ba como método la deducción por medio de silo­
gismos, es decir, algo similar a un razonamiento
consistente en sacar de una ley todos los casos
particulares que le están incluidos, o de un géne­
ro todas las especies que abarca.
Ahora bien, cuando se imponía determinar
las leyes o definir los géneros, actuaba al azar o
se apropiaba las fórmulas peripatéticas. Esta doc­
trina no tenía otro fundamente que la autoridad
de los grandes hombres que la erigieran. Pero, a
fin de cuentas, ¿que es autoridad sino la abso­
luta confianza en la palabra de otro? ¿Y a qué
confiar en la palabra de un hombre, no siendo
que se haya podido comprobar en ocasiones di­
versas que tal hombre ha dicho la verdad y que
utiliza un método para establecer sus juicios? La
autoridad de Aristóteles no es posible, empero,
que se fundamente más que en el valor de su
doctrina y no el valor de su doctrina sobre su
autoridad. Descartes reclama que la ciencia se
imponga de por sí a las inteligencias, no por la
celebridad de los sabios que la han enseñado.
Busca en su razón, sólo en su razón, los motivos
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que existen para admitir o no una opinión, a
pesar de que haya sido profesada por los seres
más geniales del mundo. Proclama el principio
del libre examen: toda verdad ha de parecer en
cualquier momento dudosa a quien pretenda
aprenderla y la certeza de un hecho no se trans­
mite de uno a otro espíritu como un objeto ma­
terial que va de mano en mano, sino que se gesta
en cada inteligencia por el esfuerzo individual y
no comunicable de la meditación. La filosofía es­
colástica se le ofrece a Descartes semejante a una
compilación de teorías más o menos ingeniosas
que pueden servir de solaz al espíritu, mas no
confirmarle en tal creencia. No se siente como
más docto porque haya reunido infinidad de pro­
blemáticas conjeturas que lo sumen en la incer­
tidumbre; no se contenta más que con certidum­
bres. Desconfía de tan gran manera de todo cuan­
to no está comprobado que hasta casi tiene por
erróneo lo que no es más que probable, y sueña,
finalmente, en transformar toda la filosofía en
ciencia.
Por ende, si la filosofía es la ciencia de los
principios, en ella se basan todas las restantes
ciencias. Es ella la que ha de procurarles las no­
ciones primarias y las primeras leyes que requie­
ren para clasificar y determinar en sus mutuas
relaciones los fenómenos y los seres. ¿De qué
forma, pongamos por caso, podrán estudiarse las
cosas materiales y los seres vivos sin antes tener
una noción de lo que constituye la materia o la
vida? ¿Y quién nos informará respecto a la esen-
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cia de la materia o a la de lá vida a no ser el
filósofo?
Sin una filosofía con una sólida base no hay
ciencia que pueda contener nada firme y la inani­
dad de la filosofía trae la ruina de todo saber
humano. Descartes llega, por tanto, a convencer­
se de que la ciencia todavía no ha comenzado a
existir y que, a ser posible, se halla por edificar
en todas sus facetas y no se precisa mayor prue­
ba de esto que la impotencia del hombre para
domeñar la naturaleza. Si ciertos inventos, como,
por ejemplo, la brújula y la pólvora, han amplia­
do el poder de los humanos sobre las cosas, debe
admitirse que se han producido por casualidad,
sin estar gobernados por un método y sin que
los hombres hayan de estar agradecidos a la
ciencia.
La física no existe, pero, sin embargo, se en­
seña aún toda clase de sueños metafísicos res­
pecto a las mutaciones de cualidades de los cuer­
pos. Las cosas habrían de estar compuestas de
una materia exenta de todo carácter, sin color,
olor, sabor, ni peso y, sobre semejante materia,
diferentes cualidades o formas sustanciales ven­
drían a aplicarse sin lógica y sin orden. ¿Por qué
causa se derrite el hielo ante el fuego? Porque el
calor deshace lo sólido para introducir la licuo-
sidad. Todas las explicaciones de los escolásticos
acaban, por lo común, en simplezas parecidas.
Y ¿qué podemos sacar de ello para nuestro bene­
ficio? ¿Qué provecho tendrá la industria de estas
divagaciones? No hay todavía diferencia entre
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la química, la alquimia y las prácticas de la ma­
gia. La fisiología, mezcolanza discordante de em­
pirismo y de hipótesis extraordinariamente cán­
didas, no proporciona a los médicos los remedios
adecuados para curar a sus enfermos. La menor
utilidad se saca de la multitud de conocimientos
reunidos desde siglos atrás y como Descartes no
es, gracias a Dios, de condición que le obligue a
hacer de la ciencia un oficio para labrar su for­
tuna, presta escasa atención a la gloria que no
puede adquirirse sino con falsos títulos. Conside­
ra una obligación buscar el bien de la humanidad
y no el bien propio, cultivando la ciencia y si la
ciencia de su época enriquece a los que la ense­
ñan y la practican, posiblemente no aporta nin­
gún beneficio a los que la consultan o solicitan
su ayuda.
Incertidumbre e inanidad, he aquí las dos ca­
racterísticas que a los ojos de Descartes definen
toda la insuficiencia de las doctrinas de la escue­
la y las condenan. De cuanto le ha sido posible
aprender en el colegio de la Flecha, únicamente
las matemáticas, por su certeza, y la moral, por
su practicismo, tienen semejanza con la auténtica
ciencia, y observaremos que todos los intentos
de Descartes consistirán más adelante en unir en
vasto encadenamiento las verdades matemáticas
a las verdades morales y en elaborar de esta ma­
nera una filosofía cuya rigurosa lógica no desme­
rece ante su valor práctico.
Pero no habría de ser al abandonar el colegio,
a la edad de dieciséis años, cuando Descartes des-
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cubriría la nueva ciencia. Demostraba ya su ge­
nio por la firmeza con que juzgaba las enseñan­
zas de sus maestros y se prevenía contra la cien­
cia errónea. El invierno de 1612-1613, de vuelta
junto a su familia, lo pasó descansando de sus
estudios. Su padre, que lo destinaba a la carrera
militar, le hizo aprender equitación y esgrima.
En el año 1613 marcha a París, donde es aco­
gido por algunos alegres muchachos que le intro­
ducen en la vida de sociedad. Se hace amigo del
joven Mersenne, de la orden de los mínimos, an­
tiguo discípulo de la Flecha, igual que él. Se rela­
ciona también con un matemático notable, de
nombre Mydorge.
A fines del año siguiente, Mersenne abando­
na París con el fin de enseñar filosofía en Ne-
vers. Por ese tiempo, nos informa uno de sus
biógrafos, Descartes se retira a una casa de Saint-
Germain, donde permanece sin salir durante dos
años para adentrarse en el estudio de las mate­
máticas. Pero esto no es real. Los años 1615 y
1616 transcurrieron para Descartes en la univer­
sidad de Poitiera, haciéndose en ella bachiller y
más tarde licenciándose en derecho civil y canó­
nico.
Aquí concluye la educación de Descartes. Ha
aprendido cuanto era posible aprender en las
escuelas de su país y si reniega de la ciencia tra­
dicional es con fundamento. Ha requerido de los
más doctos de su época la satisfacción a los anhe­
los de su espíritu y de su corazón, a fin de al­
canzar, con la certidumbre, la paz del alma y el
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secreto de la felicidad. Desiste de conseguir de
los demás lo que no pueden proporcionarle. De­
cide no profundizar en más ciencia que la que
pueda hallar en sí mismo y en e*l gran libro del
mundo. Y siempre con la verdad por delante, va
a gastar el resto de su juventud en viajar, en
ver cortes y ejércitos, en alternar con personas
de diversas formas de ser y condiciones, en asi­
milar todo género de experiencias y en meditar
de tal manera sobre las cosas que se le presen­
ten que pueda extraer de ellas algún beneficio.
Y asi trabajará los materiales, bosquejará ya
el proyecto de la ciencia realmente merecedora
de semejante nombre, de la ciencia que se ante­
pone a todas 'las inteligencias, la que es a la vez
una filosofía o una doctrina de la sabiduría y
que debe proporcionar a los hombres, con los
medios del bien pensar, los medios de vivir bien.

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2
LOS VIAJES DE DESCARTES
Y SU MORAL MOMENTANEA

En 1617, contando veintiún años, incitado


por su natural afición al ejercicio de las armas
y por la vida aventurera no menos que por su
curiosidad científica y su afán de ver mundo. Des­
cartes sentó plaza en el ejército de Mauricio de
Nassau.
Empieza por pasar dos años— 1617-1619 — en
Breda, en el transcurso de la tregua firmada en­
tre españoles y holandeses. Por este tiempo se
dedica a sus ocupaciones, que no tienen precisa­
mente nada de militar. En el ambiente de hom­
bres sabios, que tan del agrado era del príncipe
de Nassau, tiene oportunidad de sobresalir por
su facilidad para resolver los más difíciles pro­
blemas matemáticos. Existía la costumbre en
aquella época de los torneos científicos. Cuando
un matemático resolvía un nuevo problema, noti­
ficaba su descubrimiento, pero sin dar la solu­
ción, y retaba a sus rivales a que hallaran el re­
sultado que él ya había encontrado. En estas com-
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peticiones intelectuales, Descartes sorprendió en
numerosas ocasiones a sus contemporáneos por
lo rápido de sus éxitos, siendo en Breda donde
consiguió sus primeras victorias. Sostuvo conti­
nuo trato con un matemático de Dordrecht,
M. Beckmann, y escribió un pequeño tratado, el
cual lo dedicó, sobre la Música, donde describe
las reglas básicas de la armonía, fundándolas
en las leyes de la acústica. Comenzaba, a la vez,
a reunir experiencias y pensamientos en forma de
anotaciones o cortos capítulos.
En julio del año 1619, Descartes marcha a
Francfort, luego de dejar el ejército de Nassau,
para hallarse presente en la coronación del em­
perador Fernando II y alistarse en las tropas del
duque de Baviera, que muy pronto habría de com­
batir en Bohemia. Al llegar el invierno se esta­
blece en Neuburgo, sobre el Danubio.
El invierno de este mismo año transcurre para
Descartes «encerrado solo con una estufa». Si se
aísla de esta manera en una habitación, es por­
que no ha encontrado a su alrededor ninguna con­
versación que le resulte interesante y como, por
añadidura, ningún cuidado ni pasión alguna le
redama, tiene ocasión de dedicarse a sus pro­
pias reflexiones.
Observa entonces que, viajando por el mundo,
halla tanta variedad en los hechos de la natura­
leza, en las opiniones y hábitos de los hombres,
como antaño advirtiera en las doctrinas de los
filósofos. Por consiguiente, la experiencia enseña
al ser humano a desasirse de las trabas de las
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costumbres y, al sacudir su indolencia dogmática,
le hace distinguir el carácter contradictorio, in­
coherente, de sus prejuicios y le prepara para
lograr la libertad de pensamiento. Pero la simple
experiencia no le sirve más que para aprender la
diversidad de los fallos humanos o de las apa­
riencias de la naturaleza, mas no le enseña la
verdad. Ésta no se encuentra lograda en parte
alguna, ni tan siquiera en las obras de los hom­
bres que han estado en posesión de ella. La ver­
dad nace en cada espíritu por una síntesis ge­
neral; es la organización viva de los datos de la
experiencia en una idea armónica bajo la ley
¡ndomeñablc de la razón. Y de esta forma, luego
de haber empleado algunos años en instruirse en
el gran libro del mundo y en intentar asimilar
algo de experiencia, un día decide también es­
tudiarse a sí mismo y hacer uso de toda la energía
de su espíritu para escoger los senderos que habrá
de seguir.
El 10 de noviembre de 1619, Descartes decide,
finalmente, que es necesario renunciar a todas
las opiniones que le han inculcado desde su na­
cimiento, a las ideas de sus padres, de sus precep­
tores, de su ambiente, de los hombres, de sí
mismo (pues a menudo ha juzgado sin meditar
y entorpecido su inteligencia con dudosas ideas)
y desistir, en suma, de toda aseveración, hasta el
momento en que se sienta capacitado para pro­
ducir dentro de sí y por sí mismo la intuición
infalible de lo verídico.
No obstante, antes de prescindir por completo
de sus prejuicios. Descartes considera que ha de
tomar algunas indispensables medidas. De pri­
mera intención, quien encuentra su casa mal edi-
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íicada sería en exceso imprudente si la derríbase
sin tener los más ligeros rudimentos de arqui­
tectura y sin haber diseñado los planos del nuevo
edificio. Por vagos que nuestros conocimientos
resulten no podemos desprendernos de ellos, sino
luego de habernos cerciorado que hallaremos el
modo de descubrir otros más verdaderos. En
consecuencia. Descartes no rechazará cuantas opi­
niones se han introducido paulatinamente en su
crédito, hasta que haya utilizado suficiente tiem­
po para llevar a cabo el plan de la obra que inicia
y para buscar el auténtico método a fin de lograr
el conocimiento de todas las cosas de que su es­
píritu se sienta capaz. Considera imposible refor­
mar la ciencia sin haber reformado con antelación
el método.
No es bastante, sin embargo, haber aprendido
la arquitectura en forma teórica para ser buen
arquitecto. Se necesita llevar a la práctica el
arte cuyas reglas se conocen. Por la misma razón,
para elaborar la ciencia ciñéndose a las leyes de
la verdad, no basta con determinar en su espíritu
las reglas del método: es necesario tener por
norma aplicarlas, es necesario probar a doblegar
a ellas el propio entendimiento. Antes, por con­
siguiente, que rectificar por completo la obra de
la ciencia, Descartes considera como imprescin­
dible, no simplemente hacer acopio de métodos,
sino de familiarizarse de tal manera con su em­
pleo que no pueda prescindir de sus preceptos.
«Y, por último — agrega Descartes—, puesto que
no es suficiente, antes de volver a construir la
casa donde se habita, derribarla y procurarse
materiales y arquitectos, o adiestrarse uno mis­
mo en la arquitectura y haber trazado detenida-
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mente el plano, es también preciso haberse hecho
con otra, en la que poder alojarse en forma con­
fortable durante el tiempo que dure el trabajo.
Así, con el objeto de no permanecer indeciso
en mis acciones en tanto que la razón me obligase
a serlo en mis juicios, y no por ello dejar de vivir
lo más felizmente posible, me formé una moral
momentánea que sólo se basaba en tres o cuatro
máximas.»
Dudar de todo. He aquí el sistema único de
llegar a la certidumbre. Pero ¿de qué manera com­
portarse si todo semeja dudoso? Actuar. ¿No es
tomar un partido que se considera el más agra­
dable o el mejor? Y si en nada se tiene seguridad,
jamás se resolverá uno a emprender la menor
cosa ni hará nada. Pero incluso no hacer nada
es efectuar algo, puesto que es dejar actuar por
nosotros a la naturaleza y a los demás hombres,
es abandonar el gobierno de nuestra vida a mer­
ced de fuerzas o de voluntad ajenas; es arriesgarse
a los más grandes infortunios. Si no existe im­
pedimento para prolongar hasta lo indefinido
dudas simplemente especulativas, ¡en qué gran
manera pueden dañar a nuestra acción las re­
flexiones intempestivas! Por tanto, mientras
aguarda a reedificar la ciencia, y junto a la cien­
cia ia moral, Descartes amoldará su vida a de­
terminado número de reglas prácticas que cons­
tituirán una moral momentánea.
A pesar de todas las precauciones que piensa
rodearse para no fracasar en su empeño, Des­
cartes comprende lo audaz de su resolución y los
peligros a que se expone. Si no se echa atrás es
porque se considera un espíritu enérgico. No re­
comendaría al primero que se presentase que
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siguiera su ejemplo. No lodos los hombres están
capacitados para alcanzar la certidumbre luego
de haber dejado correr libremente en su pensa­
miento la duda. Cuando se han rechazado creen­
cias cuya única base es la costumbre y se marcha
al encuentro de afirmaciones ciertas, debe actuar­
se con método. Pero el método lleva aparejado
algún moderamiento de la voluntad. No hemos
de dejarnos dominar por un exceso de vehemen­
cia dogmática y juzgar antes de que la razón lo
consienta. Por otra parte, una voluntad en extre­
mo débil no proporcionará a la inteligencia el
impulso sin el cual el pensamiento continúa ina­
movible, permanecerá para siempre semejante a
sí mismo. La mayoría de las inteligencias ado­
lecen de demasía en algunos casos, de falta de
iniciativa en otros. Unas afirman ardorosamente
lo que no entienden, a otras 'les amedrenta en
todo momento la afirmación. En consecuencia,
casi todos los hombres han de limitarse a seguir
las instrucciones que los seres mejor preparados
les proporcionan, sin rebatirlas. Resultaría peli­
groso que cada individuo renovara el libre exa­
men de las opiniones tradicionales. ¡Cuán gran
número de nosotros no está capacitado más que
para la creencia, no para la ciencia! Los que se
encuentran en este caso nada ganan con renunciar
a la autoridad de los grandes genios. La ciencia
no puede carecer de libertad, pero es necesario
que muchos hombres carezcan de ciencia.
Descartes cree, en lo que a él concierne, po­
der rehuir el doble riesgo del razonamiento te­
merario y del escepticismo. No obstante, existe
otro inconveniente en su tarea en el que piensa
no sin inquietud. El límite que separa a la ciencia
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(le la acción es uii tanto vago. Todo pensamiento
inteligente se transforma en algún medio por efec­
tuar alguna reforma en la vida. ¿Se puede pres­
cindir de todas las opiniones tradicionales en ma­
teria especulativa sin tropezar, a la vez, no sólo
con la moral, sino con la política y la religión?
Cuando se ha propuesto el libre examen,
¿cómo justificar una simple excepción de esta
regla que no tiene lógica si no es total? Al llegar
a este punto Descartes se aterroriza; bien por
timidez de carácter, bien por timidez espiritual,
no desea extender a las materias religiosas y so­
ciales las conveniencias de su método. No quiere
enfrentarse ni a la Iglesia ni a los gobiernos.
Coloca a un lado las verdades de la fe. Continúa
siendo ferviente católico y admite sin disentir de
olios todos los dogmas de su religión. Decide,
asimismo, no rectificar nada en lo que a política
se refiere. Los Estados son enormes cuerpos en
exceso complicados de levantar si se hallan aba­
tidos e incluso de contener si están conmovidos
y sus errores son siempre más pasaderos de lo
que podría resultar su cambio. Si hasta su filo­
sofía entraña un determinado concepto de la vida,
cierta moral no pretende imponerla a los otros
hombres. Antes bien, procurará no exponerla en
toda su amplitud, por temor a que puedan consi­
derarla como contraría a los principios religiosos
o a las leyes del Estado. El punto débil de Des­
cartes acaso radique en esto: se preocupó más
de su tranquilidad y de su independencia que de
la felicidad de sus semejantes y del triunfo de la
verdad.
Por otra parte, es posible que Descartes se
hiciera ilusiones respecto a las razones de su
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prudencia en cuestiones políticas y religiosas. No
pensó haber sentido temor de ser molestado, se
convenció de que su respeto hacia la autoridad
legítima de la Iglesia o del rey le obligaba a
constreñir su reforma a la ciencia y a su conduc­
ta privada. La causa de que continuara siendo
un súbdito leal y un buen cristiano fue absoluta­
mente sincera. Lo que inclina a demostrarlo es
el modo como acabó, según describe él mismo,
aquel famoso día 10 de noviembre de 1619, tan
fecundo para Descartes en meditaciones deci­
sivas.
Al llegar la noche se acostó y tuvo un extraor­
dinario sueño que, al despertar, inteipretó como
una revelación divina. «Fue lo suficiente atrevido
— nos informa uno de sus biógrafos — como para
hallarse convencido de que el Espíritu de Ver­
dad le había querido abrir los tesoros de todas
las ciencias.» Hizo voto de ir en peregrinación a
Nuestra Señora de Loreto para agradecer a Dios
la merced que le concediera. El ardor filosófico
que dominaba por completo al sabio, despierta
en el creyente un intenso sentimiento de gratitud
religiosa y de humildad.
A partir de este memorable 10 de noviembre
de 1619, Descartes no piensa en otra cosa que en
llevar a efecto su proyecto; erigir una auténtica
ciencia sobre las ruinas de la ciencia tradicional.
Pero no cuenta más que veintitrés años y se sien­
te demasiado joven para realizar tan ardua em­
presa. Decide ponerla en práctica más adelante
y mientras aguarda el momento oportuno se ro­
dea de todas las medidas que considera impres­
cindibles para el feliz resultado de su obra. Pro­
cura definir su método y adquirir experiencia
26
gracias a un incesante ejercicio. Y, sobre todo,
elabora en seguida la moral momentánea que pre­
cisa para vivir, hasta que haya reformado sus
ideas.
Establecer las reglas de una moral interina
es la parte más sensible de su labor, ya que no
es su intención en este caso descubrir nuevas
verdades, ni tan siquiera cerciorarse de si las
opiniones tradicionales son verdaderas. No bus­
ca sino verosimilitudes y probabilidades. La cien­
cia no se basa en la tradición, en el hábito. La
verdad ha de investigarse de continuo. La certi­
dumbre es solamente en todos los casos la forma
de disipar una duda. La acción, por el contrarío,
que precede por fuerza a la ciencia — puesto
que vivimos antes de saber lo que es la vida,
actuamos antes de conocer el Bien — se funda
en primer término en el hábito, la costumbre y
la tradición, aguardando a encontrar en la me­
ditación sus verdaderos cimientos. Para empezar.
Descartes ha de tomar los preceptos de su mo­
ral de la sabiduría corriente y nada le parece
tan claro como establecer el siguiente sistema:
«Las máximas de los sabios pueden limitarse a
un breve número de reglas generales.»
En cualquier acción debemos diferenciar la
parte de la inteligencia que nos muestra los fines
iras los que debemos ir, y los medios de conse­
guirlos, la de la voluntad que determina y lleva
a efecto y, finalmente, la de la sensibilidad que
disfruta o que padece y que exige la felicidad. La
moral debe regular nuestra acción; ha de esta­
blecer, por tanto, regla a nuestra inteligencia,
a nuestra voluntad y, por último, a nuestra sen­
sibilidad.
27
El papel que desempeña la inteligencia es el
de hacernos ver con exactitud la naturaleza de
los bienes que podemos desear, señalarnos los
esfuerzos que nos costará conseguirlos y con qué
ilusorias o firmes satisfacciones habremos de ser
recompensados al hallarnos en posesión de ellos.
El animal tiene deseos y éstos le arrastran sin
que él sepa a qué punto le conducen. El hombre
tiene, asimismo, deseos, pero puede conocerlos,
distinguirlos, cerciorarse del derecho que tienen
a determinar sus acciones. La moral significa el
conocimiento del Bien y en una moral momen­
tánea semejante conocimiento es un tanto vago.
Pero la regla que en este caso se impone a la
inteligencia es la de atenerse, al menos, a las
opiniones que ofrezcan mayores probabilidades,
aquellas cuyo largo uso asegura su verosimilitud.
Ésta es la razón de que Descartes se imponga
a sí mismo la obligación de admitir las definicio­
nes tradicionales del Bien. Acatará las costumbres
y las leyes de su país, copiará las maneras de los
más sensatos y, si existen divergencias entre las
opiniones de los sabios, elegirá las más modera­
das, por miedo a distanciarse en extremo de la
verdad y caer en un exceso. Si no halla motivo
alguno para decidirse entre máximas igualmente
aprendidas, se atenderá a las que siguen sus con­
ciudadanos o sus amigos, ya que ha de convivir
con ellos o, de una manera más generalizada,
son los que le han de ofrecer mayor comodidad
para la organización de su vida.
Con esta primera regla de su moral provisio­
nal, Descartes enlaza, como corolarios, dos princi­
pales preceptos:
l.° Seguir profesando la religión que le fue
28
enseñada en la infancia (puesto que ya hemos
visto con qué sencillez practica Descartes esta
primera máxima, entendemos ahora como son
para él las necesidades de la vida, las exigencias
de la acción que le prohíben, como mínimo mo­
mentáneamente, toda revisión crítica de sus creen­
cias religiosas).
2.° No enajenar jamás nada de su libertad
por promesas, contratos, votos o juramentos (ya
que, en efecto, no posee más que una dudosa opi­
nión del Bien, resultaría imprudente ligarse como
a una verdad irrefutable).
Su moral momentánea no tiene valor más que
en tanto que no desconoce el carácter provisio­
nal y le hubiera parecido incurrir en grave falta
contra su buen criterio si «porque aprobaba algo,
desde luego, estuviera forzado a tomarlo por
bueno, luego de haber cesado de serlo o que él
hubiera dejado de considerarlo así». Estos dos
corolarios, lógicamente deducidos de una misma
máxima de moral provisional, nos demuestran
cómo podía aunarse en el alma de Descartes tan
gran prudencia práctica a tanta audacia especu­
lativa.
La inteligencia no es suficiente para la acción.
Se requiere, por ende, que intervenga la volun­
tad. ¿Por qué? Si supiéramos con certidumbre
cuál es nuestro bien, si la senda de la felicidad
nos fuera llanamente indicada por la razón, si
nos resultara imposible dudar ni por un instante
del auténtico valor de nuestra moral, la inteligen­
cia bastaría para decidir nuestros actos, ya que
nos sería imposible evadirnos a la evidencia de
las nociones que nos presentara, ni rehusar llevar
a cabo nuestro Bien, es decir, elaborar nuestra
29
dicha. La voluntad tornaríase en innecesaria para
regular nuestra vida.
Pero eso no es así. No tenemos, al menos des­
de un principio, nociones irrebatibles, ciertas, en
lo que a moral se refiere. Nos parece, nos dicen, la
experiencia parece demostrar que es aconsejable
ceñir el comportamiento a tales o cuales máxi­
mas. No obstante, si nos equivocamos, habrá de
costamos la felicidad. Arriesgamos cuanto consti­
tuye el valor de la vida, sin otra seguridad que la
dudosa autoridad de una oscura tradición. Si
afrontamos este riesgo — y hemos de correr se­
mejante peligro, puesto que es mejor fracasar en
la busca de la felicidad que no intentar siquiera
conseguirla — es porque notamos en nosotros un
poder resolutivo de elección entre partidos opues­
tos y nos sentimos capaces de atenemos a nues­
tras decisiones, de realizarlas hasta el fin; poder
que no se remonta al de comprensión, a la inteli­
gencia, ya que la inteligencia es capaz de aclarar­
nos de suficiente manera lo inherente al valor
comparado de las diferentes acciones que pode­
mos decidir llevar a efecto.
Toda elección práctica es una afirmación que
no se explica por completo con razones inteli­
gibles. Toda resolución es, en cierto modo, un
acto de fe en el desconocido porvenir. La acción
implica, en consecuencia, unir la decisión de la
voluntad a la par que la de la inteligencia. Esta
sola nos dejaría doblegados a la incertidumbre,
a escrúpulos de toda índole, a la indecisión. La
voluntad debe libertarnos de las meditaciones
importunas que retrasarían definitivamente nues­
tra acción. Intervendrá en el momento oportuno
para pronunciar el fin de las deliberaciones que
30
hemos efectuado en favor de la opinión más digna
de crédito, aunque, en realidad, sea la más erró­
nea y nos impedirá dudar de toda resolución una
vez tomada. Y es que es necesario para el feliz
logro de cualquier empresa que nuestra acción
esté bien coordinada y que no se enfrente de
continuo a sí misma, igual que pueden hacerlo
nuestros pensamientos en su desarrollo especula­
tivo. La segunda máxima de la moral provisio­
nal, la relativa a la voluntad, será, por tanto,
conservar la mayor firmeza y la máxima resolu­
ción posible en sus acciones, y no seguir con me­
nor constancia las opiniones más dudosas (una
vez que uno se haya decidido) que si ya se en­
contraran confirmadas. A esta segunda regla de
la moral interina, se refieren, igual que a la pri­
mera, dos importantes corolarios:
1. ° El arrepentimiento y los remordimientos
son aconsejables para los espíritus débiles, para
las voluntades irresolutas; un alma enérgica debe
prescindir de ellos. Cuando se ha hecho cuanto
es posible por comportarse bien, es decir, cuando
se ha tomado el partido que considera mejor y
efectúa animosamente su empeño, si éste no es
coronado por el éxito, no hay que lamentarse de
la menor cosa y debe uno estar satisfecho de sí
mismo.
2. ° No obstante, la voluntad no ha de aden­
trarse en el dominio de la inteligencia; no debe
inmiscuirse en la acción sino para compensar la
incertidumbre de nuestros conocimientos. Desis­
tir de la meditación para tomar arbitrarias re­
soluciones sería ir de mal en peor.
«Si yo hubiese afirmado únicamente —escri­
bió cierto día Descartes— que es necesario ate-
31
nerse a las opiniones que uno ha decidido seguir,
aunque resultasen dudosas, no sería menos digno
de reprensión que si hubiese dicho que se debe
ser testarudo y obstinado; porque atenerse a una
opinión es ser consecuente a un juicio hecho.
Pero dije algo muy diferente. O sea: que es ne­
cesario ser resolutivo en los actos incluso cuando
se está indeciso en los juicios y no sentir por ello
con menor constancia las opinones dudosas o,
lo que es lo mismo, no comportarse con menos
constancia al atenerse a las opiniones que se consi­
deran dudosas luego que uno se ha decidido; es
decir, cuando se ha supuesto que no existen otras
que uno juzgue mejores o más verídicas, que si
se supiese que aquéllas fuesen las mejores, como
en realidad lo son bajo esta condición.»
Por consiguiente, la voluntad no debe apro­
piarse el papel de la inteligencia sino momentá­
neamente. No conociendo el bien, y para hallar
un fin al que entregarse, la voluntad ha de dar
un completo valor, en el aspecto práctico, a ase­
veraciones que se justifican sólo inciertamente
desde el punto de vista teórico. Pero no es buena
esta voluntad más que bajo una condición: que
no entorpezca el desarrollo de la inteligencia y
que se halle siempre presta a renunciar a su po­
der delante de la autoridad, única legítima, de la
inteligencia.
La inteligencia dilucida la acción, la voluntad
la encauza. 'Pero la acción no se provocaría si el
afán de ser felices no nos impulsase de continuo
a cambiar de estado. La sensibilidad es el resorte
de la vida. No actúa más que para contentar mis
inclinaciones o las de mis semejantes y no com­
prendo lo que pueda significar una acción que no
32
tenga como fin la realización de deseo alguno y
que no propenda de una forma más o menos
directa a conseguir la felicidad de alguien. Si la
moral es la regla de la acción es, en consecuencia,
a la vez, la regla de la felicidad.
Pero, al regular nuestra felicidad, ¿la moral
no la hace decrecer? ¿No son necesarios excesivos
sacrificios? ¿No seríamos más dichosos atenién­
donos a nuestros instintos, siguiendo nuestras
naturales inclinaciones, y no disfrutaríamos de
esta manera de infinidad de placeres?
No, no es solamente la moral la que reduce
el número de nuestros goces; es la naturaleza de
las cosas. No es suficiente que sintamos un deseo
para que nos sea factible satisfacerlo. Y hasta
contentando nuestros deseos no experimentamos
siempre el goce que esperábamos. Pero, por aña­
didura, la naturaleza misma de los actos constriñe
nuestra dicha, puesto que actuar es en todo mo­
mento elegir entre numerosos partidos probables
y, por tanto, efectuar uno y rechazar los restan­
tes. La acción es, sobre todo, un sacrificio. De
todas maneras es necesario que nos conformemos
con no gustar la mayoría de los placeres en los
cuales pensamos. La cuestión radica en averiguar
si es mejor dejar que el instinto determine en
nosotros al acaso los bienes que perdemos o si
resultaría más prudente establecer nuestra elec­
ción sobre el razonamiento. No podemos hallar­
nos en posesión de todos los bienes a un mismo
tiempo. Es posible, no obstante, ser felices si
sabemos conformarnos con lo que tenemos y si
no pretendemos poseer más que lo que podemos
conseguir. Pues que la naturaleza no nos permite
llevar a la práctica deseos infinitos, nuestra sa-
33
2
biduría estriba en reducir los deseos v fijar los
limites entre los cuales nuestra vida sea más per­
fecta. No debemos oponernos a las leyes de la
naturaleza, ni a las de la moral; no exijamos una
ilusoria independencia en cuanto al mundo o
respecto la razón. No evitaríamos que los hechos
fuesen como en la realidad son ni a tan ilógica
idea ser irrealizable. Aquí entonces encontramos
la tercera máxima dé la moral momentánea:
«Procuraremos dominarnos a nosotros mismos
antes que a la fortuna y cambiar nuestros deseos
antes que el orden del mundo.»
Por medio de un constante ejercicio y de una
paciente reflexión nos acostumbraremos paulati­
namente a observarlo todo desde este punto de
vista y nos hallaremos satisfechos. No obstante,
semejante conformismo a nuestro destino y tal
género de sumisión a las reglas tradicionales del
sacriñcio moral no deben ser totales, pues resul­
tarían reprobables. Si restringimos nuestros de­
seos y limitamos nuestra parte de felicidad, se­
gún las normas humanas, conservamos, sin em­
bargo, la confianza de poder algún día liberar
de toda servidumbre nuestra acción, dándonos
exacta cuenta de cuál ha de ser el justo sacrificio
que afirma en definitiva nuestra bondad. La mo­
ral común promete al sabio la felicidad. Pero esta
promesa, ¿no es falsa? Esa misteriosa ley del
deber, por la cual en tantas ocasiones sacrifica­
mos los más preciados anhelos, ¿no provoca nues­
tro infortunio? Estas dudas están por esclarecer
y no estaremos capacitados para atenernos sin
sufrimiento a los vagos preceptos de la moral
momentánea, a no ser que consideremos poder
entender algún día clara y de forma distinta la
34
relación precisa de la virtud y de la felicidad.
Partiendo de las máximas principales de su
moral provisional. Descartes saca en conclusión
la última regla que se refiere al empleo de su vida.
Seguro de la deficiencia de los preceptos que van
a ser guia de sus actos, observa que entre las
numerosas profesiones de los hombres, solamen­
te una le interesa y que elegirla es para él un
premioso deber: se hará filósofo. Continuará cul­
tivando su razón para adelantar cuanto le sea
posible en el conocimiento de la verdad y para
intentar cambiar esta momentánea moral por otra
definitiva, elaborada, no en la autoridad ajena,
sino sobre la evidencia de razones verídicas. En
primer lugar, hay que vivir, pero luego se debe
filosofar para encauzar la vida de una manera
adecuada y reflexiva. Por ende, Descartes descono­
ce otro placer más agradable y más inocente que
el de la especulación, y el deber que le impone
esta cuarta regla de laborar en el progreso de la
ciencia se halla acorde, en todos los aspectos, con
sus personales anhelos.
Si la moral provisional de Descartes no tomó
forma concreta hasta la época en que dio a luz
el Discurso del Método (1637), no nos quepa duda
de que bosquejó en seguida los trazos más im­
portantes poco después, según parece, del 10 de
noviembre de 1619.
No pudo elaborar tan rápidamente la defini­
ción de su método. No era cuestión esta vez de
coger de la tradición reglas ya establecidas, sino
de introducir novedades, descubrir sistemas des­
conocidos para encontrar la verdad o, como míni­
mo, determinar un nuevo empleo de los medios
ya conocidos.
35
Descartes inicia, por tanto, sus viajes siempre
a la búsqueda de experiencias, entrenándose en
la reflexión y ejercitándose en las matemáticas.
En el año 1620 interviene en la campaña de Bohe­
mia y se halla presente de seguro en la batalla
de Montagne-Blanche, el 8 de noviembre.
En 1621, a raíz de la campaña de Hungría,
abandona la profesión de las armas. Atraviesa
Alemania, se detiene en La Haya, donde encontra­
ría por primera vez a la princesa Isabel, hija del
elector palatino Federico V, y con la cual inter­
cambiaría una correspondencia filosófica de sumo
interés, y regresa, por último, a Bretaña, junto a
su familia.
En el transcurso de este largo viaje le acon­
teció un sorprendente lance. Había alquilado una
embarcación para trasladarse desde la desem­
bocadura del Elba hasta Holanda. Durante la
travesía los marineros se confabularon para ro­
barle y arrojarle al agua. Descartes lo sospecha­
ba. Desenvaina la espada y se enfrenta a todos.
Su digna actitud y sereno aspecto, no menos que
el ascendiente de un alma enérgica sobre los
espíritus pusilánimes, los hace entrar en razón y
les doblega a su voluntad.
Durante 1623, Descartes efectúa algunos viajes
a París, Bretaña y a Poitou. Vende todos sus bie­
nes a fin de conseguir los medios necesarios para
su comodidad y sus trabajos. Luego marcha a
Suiza y a Italia, acaso con la idea de lograr un
cargo de intendente en el ejército de los Alpes. Se
halla presente en las bodas simbólicas del Dux
con el Adriático, realiza su peregrinación a Nues­
tra Señora de Loreto y se encuentra en Roma
cuando el jubileo de Urbano VIII. Llega a Francia
36
por los Alpes. En este tiempo lleva a cabo muchas
observaciones científicas. Más tarde va a Lyon
y a Chátellerault. Por esta época se hallaba dis­
puesto a comprar un cargo de teniente general,
pero consideró excesivo el precio que le exigían.
Entre los años 1625-1628, Descartes reside en Pa­
rís, pero intenta inútilmente encontrar la tranqui­
lidad, la calma y la independencia que le son
imprescindibles para poder filosofar. Su espíritu
se eleva por encima de lo terreno.
En noviembre de 1628 se le presenta la ocasión
de conocer al cardenal Bérulle, fundador del Ora­
torio, que, advirtiendo su genio, le hace compren­
der lo culpable que sería si dudase en poner al
servicio de sus semejantes las excepcionales dotes
intelectuales que debe al favor de Dios. El car­
denal ha dado en el blanco...
Es entonces cuando Descartes se retira a Ho­
landa para entregarse todavía a la reflexión, con
el objeto de elaborar su doctrina y darla a cono­
cer. Reside aquí de 1629 a 1649, satisfecho por
haber encontrado para su retiro un país «donde
la larga duración de la guerra había establecido
tales medidas, que los ejércitos que mantenía
no parecían servir sino para hacer disfrutar de
la paz con mayor seguridad y donde, en medio
de la multitud de un pueblo activo y más preocu­
pado de sus propios intereses que curioso por los
ajenos, sin prescindir de ninguna de las comodi­
dades que existen en las ciudades más visitadas,
podía vivir tan solitario y retirado como en los
más remotos desiertos.»
A partir de este tiempo, la historia de su vida
se limita casi exclusivamente a la de sus escri­
tos. Publica sucesivamente el Discurso del mé-
37
todo (1637), las Meditaciones (1641), los Princi­
pios (1644) y las Pasiones del alma (1649), expo­
niendo de esta manera en sus más importantes
divisiones casi todo el conjunto de su filosofía:
su método, su metafísica y cierta parte de su
moral.

38
3
EL DISCURSO DEL MÉTODO
Descartes alcanzó la edad de cuarenta años
sin que su filosofía fuera conocida por la publi­
cación de alguna obra. No es que todavía no
hubiera escrito ninguna cosa, pero causas diver­
sas le impedían imprimir sus primeros ensayos.
En 1626 comenzó un tratado que no acabaría ja­
más, bajo el título de Reglas para la dirección del
espíritu. Se trataba de una exposición muy com­
pleta y detallada de su método. Pero ¿a qué
pararse en explicar con toda minuciosidad cada
uno de los procedimientos de la ciencia? Casi
todos los hombres juzgan la ciencia por sus re­
sultados, no por los sistemas que emplea. Hay
que presentarles nuevas certidumbres y, ante
todo, demostrarles que estas verdades pueden re­
sultar útiles para el logro de su felicidad; de esta
forma apreciarán la ciencia.
Es muy interesante trazar proyectos, pero
tiempo hay para ofrecerlos a la apreciación del
público, luego de que han sido efectuados al
menos en parte. En lo que a los sabios respecta,
si precisan un método adecuado para hacer pro-
39
gresar la ciencia, poco ganarán leyendo exlcnsos
tratados que se refieran a los procedimientos que
deben seguirse para determinar la verdad. Ins­
truyéndose en los procedimientos de sus antece­
sores es como aprenderán el secreto de su inven­
ción. Los ejemplos son más valiosos que los con­
sejos y, en cualquier caso, los consejos han de
estar precedidos del ejemplo. Es comprensible
por qué Descartes desistió en seguida de publicar
sus Reglas para la dirección del espíritu y consi­
deró que era más aconsejable componer obras
que debiesen probar, por su feliz resultado en la
aplicación, lo excelente de su método.
En 1629, hallándose en Franeker — Frisia—,
Descartes escribió una parte de sus Meditaciones
metafísicas, donde demostraba la existencia de
Dios y la diferencia entre alma y cuerpo. Pero es
indudable que no logró complacerse por comple­
to desde el primer momento que emprendió tan
arduos problemas. Las Meditaciones no fueron
acabadas ni publicadas hasta 1641.
Consiguió mucho más de prisa elaborar algu­
nas partes de su Física. En el año 1633 había ter­
minado una obra importante, intitulada El mun­
do o Tratado de la luz, en la que intentaba des­
cribir de una manera sencilla y clara, en un len­
guaje comprensible a toda la gente, las grandes
leyes de la naturaleza y algunos de los fenómenos
más interesantes de la tierra y el cielo, sobre todo
los inherentes a la luz.
Se hallaba a punto de entregar este libro a
la imprenta, cuando se enteró que Galileo aca­
baba de ser condenado por las autoridades, por
haber afirmado, en su Diálogo sobre los grandes
sistemas del mundo, que la tierra giraba alre­
40
dedor del sol. Esta teoría era opuesta a las ense­
ñanzas de la Iglesia y al lenguaje de ios libros
sagrados. El informarse de dicha condena aterro­
rizó a Descartes, ya que él demostraba también
en su tratado del Mundo que la tierra daba vuel­
tas alrededor del sol. «Y se encuentra en tal
manera enlazado con el resto de mi tratado — es­
cribía al padre Mersenne — que me es imposible
separarlo sin que lo demás quede defectuoso.
Pero como no desearía por nada de mundo que
saliese de mi discurso ninguna palabra que fuese
desaprobada por la Iglesia, prefiero suprimirlo
que presentarlo estropeado.»
Por consiguiente, Descartes desistió, al menos
de momento, de publicar su obra. Tenía la certeza
de que la verdad acabaría imponiéndose en el
momento oportuno. «No pierdo por completo la
esperanza — escribía de nuevo al padre Mersen­
ne— de que ocurra como con las Antípodas, que
casi fueron condenadas de igual manera en otra
época, y confío en que mi Mundo pueda darse a
luz con el tiempo.»
No obstante, la esperanza de los sabios sufrió
un desengaño. La fama de Descartes habíase ci­
mentado largo tiempo por el testimonio de cuan­
tos le trataran. Le apremiaron para que ofre­
ciese algo al público. Ciertos espíritus malin­
tencionados empezaron a insinuar que temía
semejante experiencia. Descartes anteponía su
tranquilidad y su independencia a todos los bie­
nes, hasta a una gloria que le hubiera de ocasionar
molestias. A pesar de todo, no siguió por mucho
tiempo indiferente a las peticiones que le llegaban
de todas partes y, picado, en su amor propio,
determinó finalmente componer alguna obra que
41
pudiera imprimirse al momento. Era una obse­
sión y no dudó más...
Decidió, por tanto, viendo que le era imposi­
ble publicar su Mundo, ofrecer al público algu­
nos de sus más importantes descubrimientos,
eludiendo, sobre todo, cualquier cuestión peligro­
sa. Terminó un tratado, que ya tenía empezado,
titulado la Dióplrica, y escribió otros dos — los
Meteoros y la Geometría —, en los que presentaba
algunos de los resultados más interesantes de sus
trabajos científicos. La Dióplrica reunía la teoría
de la refracción, la de la reflexión, la de la vi­
sión y algunas indicaciones para la construcción
de lentes. Los Meteoros contenían la descrip­
ción de la naturaleza de los vientos, del trueno,
de la nieve y del arco iris. La Geometría era un
compendio de los principios de la nueva ciencia
matemática, que Descartes elaborara aplicando el
álgebra a la geometría. Estas eran las mejores
demostraciones de lo extraordinariamente valioso
de su método. Pero Descartes no podía publicar
por separado estos tres ensayos. Había prevenido
al lector respecto a que no hallaría más que un
esbozo incompleto de la ciencia nueva. Debía in­
dicarle el nexo de estos tres tratados en aparien­
cia sin la menor relación. Era preciso anunciar
algunos principios generales, sin los cuales las
teorías particulares habrían dejado de tener toda
significación y todo fundamento. ¿No estaba bien
elegido el momento de exponer al lector las más
importantes reglas del método? Descartes pensó,
en consecuencia, algo semejante a una introduc­
ción, un discurso preliminar, un «prefacio», como
él mismo lo denomina, en el que describirá
de una forma sucinta y rápida el plan general de
42
su filosofía marcando el lugar que correspondía
a los tres ensayos en el conjunto de su obra. Este
prefacio llevó el título de Discurso del método
para guiar bien la razón y buscar la verdad en las
ciencias. Se dio a luz a continuación de la Dióp-
trica, de los Meteoros y de la Geometría, en un
pequeño volumen en cuarto, en casa de Jan
Mayre, en Lcydc, el 8 de junio de 1637. Era su
obra más importante.
En el pensamiento de Descartes, al igual que
ante sus contemporáneos, el Discurso del mé­
todo no iba a ser tan importante como lo sería
posteriormente. En la actualidad, lo considerare­
mos como la manifestación de la filosofía moder­
na desempeñando su verdadero papel y dándose
cuenta de sus medios reales, como el programa
racionalista que a no tardar mucho exigirán Es­
pinosa, Leibniz y Kant y en el cual se basará,
de una manera más o menos libre, toda la ciencia
de los siglos xvni y xix.
Descartes consideraba esta primera publica­
ción, principalmente, como un anzuelo para
atraer la curiosidad del público, como una for­
ma de recabar sobre sus trabajos y persona el
interés de todos, sabios y grandes señores; como
una ocasión de solicitar, a unos, alguna seguri­
dad para la libertad de pensamiento; a otros,
medios para experimentos costosos. Descartes no
desesperaba de poder publicar algún día su Miui-
do, o mejor todavía, no renunciaba a continuar
sus estudios sobre la naturaleza y a componer, en
el momento oportuno, una Física más progresiva.
Pero le eran precisos, para proseguir su labor,
medios considerables. Necesitaba, en primer tér­
mino, no sentirse atemorizado ante los escrúpu-
43
los de la Iglesia o los prejuicios de los escolás­
ticos.
Su Discurso del método lo escribió en fran­
cés. ¡Importante novedad! Y es que deseaba llegar
más allá del reducido círculo de los doctos, para
darse a conocer al gran público, a las gentes de
sentido común. Se daba perfecta cuenta de que
su método y sus descubrimientos hallarían más
favorable opinión entre los lectores ignorantes,
aunque de buena fe, que entre los doctos adheri­
dos en exceso a otro método y a otras opiniones.
Requería, para mantener su lucha contra la tra­
dición, para reformar la filosofía y la ciencia, el
apoyo de todas las buenas voluntades, la ayuda
de todos los espíritus curiosos y libres.
El Discurso del método se halla dividido en
seis partes. En la primera, bajo el título de «Con­
sideraciones referentes a las ciencias», Descartes
explica la historia de sus pensamientos desde su
época de colegial hasta el invierno de 1619. La
segunda, titulada «Principales reglas del método»,
describe cómo Descartes llegó a formar un mé­
todo y que nexo existe entre este método nuevo
que ofrece y los métodos ya conocidos. En la
parte tercera, con el título de «Algunas reglas de
moral sacadas de este método», expone su moral
provisional. La cuarta parte es un resumen del
«orden de cuestiones de física» y la sexta señala
«qué cosas se repiten para progresar en la inves­
tigación de la naturaleza».
Descartes intenta ofrecer a las inteligencias
humanas un instrumento de investigación y me­
dios de comprobación, desconocidos por comple­
to hasta que él los presenta. La ciencia, si debe
creérsele, no ha sabido todavía hallar su regla;
44
ha progresado al azar. Ha sido construida reu­
niendo sin orden materias informes. Si algunas
verdades se descubrieron fue tanteando mucho
tiempo en el terreno del equívoco y las soluciones
conseguidas no son ciertas; no es posible darles
una justificación decisiva.
No obstante, Descartes no niega taxativamen­
te que se hayan llevado a cabo algunos esfuerzos
antes que él para proporcionar a la ciencia la
conquista y la posesión legítima de la verdad.
Admite algún valor en la lógica de los escolásti­
cos, considera magnífico el método experimental
de Bacon y en extremo satisfactorios los sistemas
de las ciencias matemáticas. Pero, examinados
cada uno por separado, el silogismo, el experi­
mento y la deducción matemática, no son sufi­
cientes para constituir la ciencia. Debe, por tan­
to, realizarse algún progreso; este progreso es
el que quiere efectuar Descartes.
No es que se pretendan recusar todas las ma­
neras de pensamiento utilizadas hasta el presen­
te, sino enlazarlas en un pensamiento nuevo más
coordinado y más firme. La lógica de la escuela
instruye en el arle de razonar, pero este arte, sin
embargo, no se aprende con reglas. Ese cuyo es­
píritu no es justo, jamás razonará, aunque con­
serve en la memoria todas las reglas de la lógi­
ca. Por otra parte, ¿existe en el mundo alguien
incapacitado para razonar? Descartes supone que
no. Todo hombre acreedor a este nombre posee
el buen criterio o la razón o, lo que es lo mismo,
la facultad de distinguir lo erróneo de lo autén­
tico. Cualquier hombre sabe extraer una conse­
cuencia de un principio y no resulta práctico pre­
venirnos contra los errores del razonamiento. La
45
equivocación no proviene de razonar, sino de
abandonar el razonamiento y afirmarnos en pro­
posiciones que no hacemos derivar de otras pro­
posiciones. Y semejantes afirmaciones nos son
imprescindibles, puesto que, hasta para razonar,
es requisito indispensable partir de principios
que no están demostrados, de proposiciones que
se consideran como verídicas sin hacer depen­
der la verdad de ninguna otra proposición su­
puesta verdadera. El arte de descubrir los prin­
cipios es, en consecuencia, lo útil y no el de sacar
las consecuencias.
Precisamente, en su Noviott Organum o nueva
lógica, Francisco Bacon había intentado exponer
las reglas que debieran seguirse para determinar
de manera segura los principios. Pretendía que
se examinasen los hechos con las más minucio­
sas precauciones y que, por mediación de expe­
rimentos ilimitadamente diversificados, pudiera
llegarse a distinguir en forma clara el curso co­
rriente de los fenómenos, las leyes generales de
la naturaleza. Es lo que él denominaba, en oposi­
ción al sistema deductivo de los escolásticos, el
método inductivo. Unicamente este método, en
su opinión, podía proporcionar a la ciencia pro­
posiciones cuya certeza no estuviera sujeta a la
certidumbre de otras proposiciones, basándolas
en la percepción automática de la realidad. No
obstante, si Bacon había estado en lo cierto al
recordar a los sabios que debían ocuparse de los
hechos y elaborar una hipótesis sobre la expe­
riencia — no la experiencia sobre sus hipótesis —,
no había ni con mucho demostrado las ventajas
que se puedan lograr de la experiencia. Para em­
pezar, ni siquiera efectuó la crítica de la expe-
46
rienda. Había aceptado que las cosas son tal
como las vemos y como las sentimos y que la
percepción nos muestra en forma directa su na­
turaleza y todas las potencias en ellas reunidas.
Jamás se preguntó qué es la auténtica experien­
cia, la que no va aunada a prejuicio alguno, a la
menor hipótesis, la que nos relaciona al momen­
to con la realidad. Constreñir a fórmulas gene­
rales las diarias observaciones de espectadores
interesados por la naturaleza es, según Bacon,
toda la obra de la ciencia. No se daba cuenta de
que las generalidades son siempre erróneas o
hueras y que aseverar sin entender no es propio
del sabio, sino del ignorante.
Descartes empleará otro sistema. Procurará
limitar los vagos datos de la experiencia a las diá­
fanas ideas de la razón y si aduce corresponden­
cia entre los hechos, no es sólo porque la com­
prueba, sino porque la considera imprescindible.
Pero ¿cómo advertir en la sucesión de los fenó­
menos las relaciones comprensibles a la inteli­
gencia? ¿No existe una magia natural que hace
variar ininterrumpidamente todo en su contra­
rio? ¿Cómo describir el interminable milagro de
los acaecimientos del mundo? ¿Por qué razón
dos cuerpos al mezclarse constituyen un tercero
cuyas propiedades difieren de las de sus compo­
nentes? Ante tan extrañas alteraciones de la na­
turaleza, parece lógico que el hombre deba limi­
tarse a comprobar, desistiendo para siempre de
comprender.
Pero ya con anterioridad a Descartes algunos
espíritus procuraron hacer comprensible la natu­
raleza y reducir la incoherencia de los hechos a
la continuidad de las ideas. Observaron que en
47
numerosas ocasiones la inteligencia humana no
se halla incapacitada para explicar la necesidad
de determinados efectos naturales. Las matemá­
ticas, pongamos por caso, suministran los me­
dios idóneos para demostrar cómo un movimien­
to debe gestar otro y para calcular el uno por el
otro. Nuestra razón sabe entonces comprender la
naturaleza, ya que entendemos sus leyes.
De los primeros sabios que llevaron a la prác­
tica el método matemático para estudiar el mun­
do material, el más famoso, y acaso el más gran­
de, fue Galileo.
Galileo había nacido el 15 de febrero de 1564
y, en 1583, advierte ya el isocronismo de las os­
cilaciones del péndulo. Unos años más tarde
determina los centros de gravedad de los sólidos.
En 1590 efectúa sus célebres experimentos res­
pecto a la caída de los graves; durante 1604 des­
cubre una nueva estrella; en 1609 inventa el
telescopio y el año 1610 descubre los satélites de
Júpiter. Luego estudia Saturno y sus anillos, las
manchas del sol y las fases de Venus. Al demos­
trar que la tierra gira alrededor del sol, recibe
— en 1616 — una advertencia de las autoridades y,
en el año 1632, tras haber publicado su Dialogo
áei massimi sistemi del mondo, es condenado,
viéndose forzado a retractarse. Prosigue, no
obstante, sus trabajos, hasta que muere, ciego,
después de haber inventado el reloj de péndulo.
¿Qué le restaba por hacer a Galileo para afir­
mar el futuro de la ciencia? Organizar metódi­
camente las investigaciones según el principio
que, inspirando tan grandes descubrimientos, pa­
recía haberse ocultado a su mismo autor. Faltá­
bale demostrar que el cálculo que puede utili­
48
zarse con tal sencillez para algunos fenómenos,
debe emplearse para todos, que la ciencia no es
sino la medida de las cosas, que el método mate­
mático es la manera de averiguar todo en el uni­
verso material y que nada es posible conseguir
en la realidad más allá de las relaciones inteligi­
bles de las ideas. Esto es lo que efectuó Descar­
tes y he aquí justamente en qué aspecto puede
afirmarse que estableció en definitiva la ciencia
moderna. Aunque tuviera precursores, ninguno
supo ver antes que él toda la amplitud de la cues­
tión, nadie propuso una solución tan absoluta y
tan razonable.
No hay, en opinión de Descartes, más que dos
maneras de descubrir la verdad: la experiencia
y la deducción. Deducir es trabar entre sí las
ideas por sus lazos razonables. Pero, para unir
ideas, es necesario antes tenerlas. Si es la expe­
riencia la que relaciona al espíritu con la reali­
dad, la experiencia sola aporta las ideas o repre­
sentaciones de lo real. La experiencia sigue, por
consiguiente, a la deducción y es incluso su nece­
sario fundamento.
Pero ¿qué es la experiencia? Diferenciemos
claramente el caso en que, imaginando compro­
bar, no hacemos sino suponer y no cataloguemos
de experiencia más que a la comprobación llana
y simple de la naturaleza de las cosas o de la
naturaleza del espíritu. Nos puede parecer de
primera intención que la auténtica experiencia
sea la de los sentidos, la percepción del mundo
exterior que se efectúa por medio de las manos,
de la vista, del oído, del olfato y del gusto.
«Cojamos, por ejemplo, este trozo de cera.
Está recién sacado de la colmena, no se ha des-
49
prendido de él aún la dulzura de la miel que con­
tenía, conserva todavía cierto aroma de las llores
de donde se ha extraído. Su color, su forma y su
tamaño son aparentes; es duro, es frío, es mol-
deable y, si se golpea, produce algún sonido. En
suma, todo cuanto puede hacer que se reconozca
un cuerpo reúnese en éste.» ¿Qué hay de más
claro, aparentemente, más simple y más evidente
que semejante conocimiento? ¿Y no nos parece
que nuestros sentidos nos relacionan de una for­
ma directa con la realidad? Pero volvamos de
nuevo a nuestro trozo de cera. «He aquí que, en
tanto que hablo, se le acerca al fuego. Lo que
restaba de sabor se disipa, el color se desvanece,
el color varía, pierde la forma, su tamaño aumen­
ta, se va licuando, se calienta, casi ni puede ma­
nejarse y, si se golpea, no produce el menor rui­
do, ¿Se trata de la misma cera, incluso después
de esta mudanza? Hay que admitir que sí. Nadie
lo duda, nadie lo considera de otra manera. ¿Qué
es entonces lo que se conocía tan distintamente
en este pedazo de cera? En verdad no puede ser
nada de lo que he observado por medio de los
sentidos, ya que las cualidades que caían bajo
el gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído, han
variado y, no obstante, continúa siendo la misma
cera.» ¿Cómo mantener ahora que nuestros sen­
tidos nos proporcionan un conocimiento exacto
de las cosas? Es preciso que el color que yo atri­
buyo a esta cera no constituya su esencia, ya que
le puede desaparecer sin que por ello deje de
ser la misma cera; es preciso que esta cera sea
diferente de como yo la veo, toco y distingo con
todos mis sentidos, pues cada una de las aparien­
cias que me presenta puede disiparse en el rao-
SO
rncnlo menos pensado para ofrecer nuevos as­
pectos. O en todo caso no es sino una ilusión
real en apariencia, pero inconsistente e ininteli­
gible. Y no me es posible creer tal cosa. Las ideas
que brotan de la experiencia sensible no mani­
fiestan, por tanto, la exacta naturaleza de las co­
sas. Si es necesario aceptar que encierran cierta
parte de verdad, al menos semejante verdad se
halla tan oculta, o tan combinada con el error,
que de primera intención no la advertimos. Es­
tas no son, en consecuencia, ideas diáfanas, sim­
ples, innegables, sino oscuras, abstrusas, inciertas.
No sé qué opinar al juzgarlas, no me atrevo a
decidirme respecto a su valor; continúo en la
incertidumbre.
Pero ¿dónde hallar la prueba final que nos
cerciore de la autenticidad de su objeto? ¿Qué
facultad a no ser la percepción sensible nos pro­
porcionará conocimientos verdaderos? «Yo pien­
so, yo existo. Dos cantidades idénticas a una ter­
cera son idénticas entre sí.» Estas son proposi­
ciones cuya verdad impera en mi espíritu, sin
que mis sentidos hayan recibido la menor impre­
sión. Por tanto, poseo una luz natural que me
ilumina en mi interior, una razón que me per­
mite distinguir lo cierto de lo falso sin salir de
mi mismo, un entendimiento que comprende
ideas sin ayuda de los órganos corporales. Deno­
minamos intuición a esa mirada del espíritu so­
bre las nociones que le son inmediatamente pre­
sentes. La intuición no podrá estar equivocada
en todo momento en que se provoque pura y
simple, puesto que no podemos dudar de su valor
si no es dudando de la razón misma. Y ¿puede
dudarse de ella? La verdad nos es entregada y
51
no tenemos sino que comprobarla en nosotros.
Para eludir lo falso no basta doblegarnos frente
a la autoridad de la razón, sin pretender elabo­
rar, según el capricho de nuestras pasiones, afir­
maciones temerarias. El error es una falta de la
voluntad. Cuando no existe la intuición, podemos
componer la apariencia de una idea engañosa;
nos es posible afirmar sin entender. Podemos ha­
blar sin razonar y tales afirmaciones, semejantes
palabras, gestan por su parte acciones que resul­
tan otros tantos pecados. «El primer precepto
de mi método era — nos infonna Descartes — no
aceptar por verdadero nada que yo no conociese
evidentemente como tal; es decir, evitar cuidado­
samente la precipitación y la prevención, y no
comprender en mis juicios sino aquello que se
presentase tan clara y tan distintamente a mi es­
píritu que no tuviese ninguna oportunidad de
dudarlo.»
Así, pues, la verdadera experiencia, la que ja­
más nos engaña, es interior, no exterior al espí­
ritu; es la conciencia automática de las ideas que
están en nosotros. Estas ideas nos son continua­
mente presentes; no tenemos más que encauzar
nuestro interés sobre ellas para saber la verdad.
Pero nuestro espíritu tiene sus limitaciones. No
puede examinar al mismo tiempo más que un
breve número de nociones. En caso contrario su
vista se nubla, todo se torna vago para él y, si
prosigue afirmando, se expone a cometer yerros.
Hemos llegado, por tanto, a diferenciar los
pensamientos o ideas complicadas y los pensa­
mientos o ideas sencillas, y a comprender que
únicamente estas últimas pueden llegar a nues­
tro conocimiento en su esencia real de una ma-
52
ñera instantánea y directa. No se ha dicho toda­
vía que a nuestros pensamientos más simples
pertenezcan las formas simples e irreductibles del
ser. No enfrentamos estas naturalezas simples a
naturalezas más complicadas, sino en el sentido
de nuestro conocimiento, y mientras que los lí­
mites del espíritu nos obligan a conseguir la ver­
dad por una numerosa sucesión de victorias. Son
por lo menos los pensamientos más sencillos y
más rápidos para que estamos capacitados. Y re­
presenta para nosotros una necesidad inevitable
el no concebir nada claro y distinto sino a la luz
de estas primeras nociones. Ellas nos esclarecen,
si no la ley del mundo, por lo menos la ley in­
mutable de nuestro espíritu. No deben, por tan­
to, confundirse con esas ideas generales que po­
demos sacar con facilidad de una equiparación
arbitraria entre diversos seres. Si observo los
caracteres comunes de dos individuos, y si no
tengo presente sus diferencias, puedo designar a
ambos por un solo nombre que me hará acor­
darme de sus analogías. Pero ¿por qué olvidar
dicha diferencia y retener semejante parecido?
Toda forma de clasificar, por abstracción y
generalización, comporta el elegir un punto de
vista respecto a la naturaleza entre los innume­
rables puntos de vista posibles. Toda idea gene­
ral se halla elaborada por el encuentro simple­
mente contingente de elementos heterogéneos que
se yuxtaponen sin aunarse. Una naturaleza sim­
ple, al contrario, es la unidad comprensible y pre­
cisa de una reunión de elementos homogéneos. La
idea de la extensión es una naturaleza sencilla.
Entiendo que la extensión debe tener por fuerza
tres dimensiones y no puedo comprender ni por
53
un momento una sola de estas dimensiones sin
que, por esa misma razón, conciba las restantes.
La naturaleza simple no es un resto de la expe­
riencia sensible; surge, por el contrario, como la
explicación y la lev de las apariencias mudables.
Brota en nosotros de la razón, no del cuerpo;
nace del espíritu.
Siendo las ideas simples las únicas que pode­
mos alcanzar por una inspección inmediata del
espíritu, ¿de qué manera asimilar las ideas com­
plejas? Y, en primer lugar, ¿no hay aparte de las
ideas complejas, o sea, fuera de las que se com­
ponen de ideas simples, o tras irremisiblemente
abstrusas, ideas que se oponen a lodo intento de
la razón para esclarecerlas, pensamientos oscu­
ros que obturan la visión del espíritu? Sin em­
bargo, ¿cómo reconocer que existen pensamientos
de naturaleza opuesta al razonamiento, que las
ideas no son comprensibles, que el contenido de
una representación no se pueda determinar?
Descartes cree en la sucesión, en lo homogé­
neo de las ideas. Lo que consideramos opacidad
de algunos de nuestros pensamientos es, o bien
la confusión de los elementos que distinguimos
de una forma desacertada, o bien el vacio, inexis­
tencia de una afirmación sin un fin concreto que
nuestra voluntad efectúa por su propia iniciati­
va. Toda la metafísica del cartesianismo no es
sino una extensa demostración de este principio
racionalista.
Las ideas abstrusas son, por consiguiente, com­
plejas, es decir mezcolanza de ideas sencillas. No
resultan oscuras para nosotros más que cuando
pretendemos reunirlas con una simple mirada del
espíritu, pero no es imposible que las podamos
54
entender clara y distintamente si tenemos la su­
ficiente paciencia como para examinar uno por
uno todos los elementos que las fornean. Al lle­
gar a este punto se advierte la importancia del
orden en la meditación. Gran parte de los fallos
humanos débense a que los hombres no quieren
empezar por los pensamientos más simples y fá­
ciles, antes de llegar a los más complicados y di­
fíciles. Desprecian los conocimientos más ciertos
y no se guían sino por conjeturas, en especial si
presentan la atracción del misterio, de lo extraño
y de lo insondable. El absoluto arte del sabio ha
de basarse, muy al revés, en reflexionar primero
ampliamente sobre las verdades más indudables
para entender con exactitud en qué son eviden­
tes y a continuación no aceptar por auténtico
nunca lo que le haya parecido menos diáfano que
estas anteriores verdades. Ha de seguir paso a
paso el eslabonamiento natural de las ideas, ha
de basar cualquier afirmación en una deducción
segura.
Por tanto, la deducción del cartesianismo no
es sino el orden de nuestras intuiciones parciales
de la verdad. La intuición es, a fin de cuentas, la
única forma de saber; la deducción es un refugio
por el cual, no pudiendo conocer todo a un tiem­
po, intentamos hallar el equivalente de este abso­
luto conocimiento en una concatenación indefi­
nida de conocimientos incompletos.
No obstante, para que la deducción desempe­
ñe este papel, no es bastante que nos proporcione
una sucesión de intuiciones distintas unas de
otras, puesto que la verdad absoluta no es el
conjunto de sus elementos, las verdades parcia­
les, sino la unidad. En consecuencia, es necesario
55
que la deducción sea una ininterrumpida intui­
ción; se requiere pasar de una intuición a otra
nueva por la intuición de su relación; es preciso
que el espíritu no deje de comprender ni un
instante. Y de esta manera, el pensamiento podrá
encontrar en sí mismo, no de una vez, por un
acto completo, sino paulatinamente y por la con­
tinuidad del progreso de su acción imperfecta,
la certidumbre o conocimiento infalible de la
verdad
Ahora comprendemos mejor el desdén de Des­
cartes hacia la lógica de la Escuela. Aprender a
razonar por medio de reglas, es intentar susti­
tuir la acción del espíritu, única creadora de la
certidumbre, por el mecanismo incapaz y ciego
de la costumbre. «Algunos se sorprenderán aca­
so— escribe Descartes en la X Regla para la di­
rección del espíritu — de que, tratando aquí de
los medios de darnos mayores capacidades para
deducir unas verdades de otras, prescindamos de
todos los conceptos por los cuales los dialécticos
piensan gobernar la razón humana, prescribién­
dole determinados sistemas de razonamiento tan
definitivos que la razón que se les confíe, aunque
continúe inactiva y no examine la deducción en
sí para comprobar su evidencia, puede, no obs­
tante, en ocasiones, por la virtud de la simple
forma, determinar algo verídico. Observamos, sin
duda alguna, que la verdad escapa con frecuencia
a estos lazos, en tanto que quienes los emplean
quedan apresados, lo que no acontece tan a me­
nudo a los demás. Y la experiencia nos demues­
tra que, por lo común, los sofismas más sutiles
no equivocan sino a los propios sofistas y en muy
raros casos al hombre que hace uso simplemente
56
de su razón. He aquí la causa de que, temiendo,
sobre todo, que nuestra razón se halle inactiva,
en tanto que investigamos alguna verdad, repe­
lemos tales formas como opuestas a nuestro Hn
y preferimos buscar cuantos remedios pueden
retener nuestro pensamiento atento, como lo de­
mostraremos a continuación.»
Existen dos tipos de deducciones: la directa
que, partiendo de las ideas simples, constituye las
ideas complejas, y la indirecta que, saliendo de
las ideas complejas, encuentra primero las ideas
sencillas, para conformar otra vez las ideas com­
plejas. Hemos de confesar que la deducción di­
recta pocas veces es posible y no nos conduce
jamás demasiado lejos. La deducción indirecta,
en cambio, siempre factible, es realmente prolí-
fica. En efecto, como nuestro pensamiento se
halla unido a un cuerpo, su interés está de con­
tinuo requerido por la vida de este organismo.
Lo que tenemos ante nosotros de primera inten­
ción, no son las ideas simples, sino ideas muy
complicadas, muy vagas, alteraciones que nues­
tro cuerpo experimenta por parte de los objetos
externos. Precisamos un enorme esfuerzo de vo­
luntad para rehuir por algún tiempo las inquie­
tudes de las condiciones físicas de nuestra exis­
tencia. Solamente asi podemos adentrarnos en
nuestras propias personas, meditar y examinar
las ideas simples. Todas las ideas se encuentran
en el entendimiento, pero no las tenemos de esta
manera más que en potencia y sólo son actual­
mente nuestras esas que distinguimos de una for­
ma clara y distinta. Y ya que el influjo del cuer­
po mantiene, en la mayoría de los casos, nuestra
atención respecto a las ideas complejas, casi no
57
podemos confiar en conocer en su sentido directo
muchas ideas simples. Hagamos uso, pues, de un
subterfugio. Para contentar las exigencias del or­
ganismo, examinemos las ideas complicadas, pero
desistamos de alcanzarlas en toda su compleji­
dad, tai como nos son dadas, e intentemos antes
bien desmenuzarlas en sus elementos. Avistare­
mos así las ideas simples sin prescindir brusca­
mente con hábitos físicos, nos encumbraremos
hasta la ciencia y la metafísica sin abandonar el
ejercicio de la práctica, basaremos todas nuestras
especulaciones en el único campo donde los hu­
manos pueden mantenerse: sobre la acción y so­
bre la vida.
La deducción indirecta comporta en sí dos
momentos esenciales: el análisis y la síntesis. «El
segundo precepto de mi método — nos explica
Descartes — era dividir cada una de las dificulta­
des que examinaría en tantas partes como me fue­
ra posible y que se precisasen para resolverse
mejor.-» El tercero era «llevar por orden mis pen­
samientos, comenzando por los objetos más sim­
óles v más fáciles de distinguir, para llegar con
lentitud, paulatinamente, hasta el conocimiento
de los más complejos, e incluso suponiendo or­
den entre los que no se preceden de una manera
natural unos a otros.»
El análisis es el gran descubrimiento de Des­
cartes. Desde luego, los antiguos habían hecho
uso del análisis en la geometría y los modernos
en el álgebra, pero sin comprender su exacto va­
lor. Parecían sentir el utilizarlo y lo hacían a
falta de algo mejor. Hasta Descartes, la síntesis
fue considerada como el único razonamiento real­
mente científico y el análisis ejercía un papel de
58
los más limitados hasta en las mismas matemáti­
cas. Descartes admite que toma el análisis de los
geómetras y de los algebristas, mas es el primero
que lo resume con exactitud, advierte su extraor­
dinario alcance y hace por sí mismo un uso sor­
prendente.
El análisis tiene como iin investigar, partiendo
de una verdad o una realidad particular, los prin­
cipios de los cuales proviene, los principios de
donde se deduciría por síntesis. El análisis es el
descubrimiento de la hipótesis, no de la hipótesis
sólo verosímil porque se halla en exceso distante
de lo que debe explicar, sino de la hipótesis im­
prescindible, de la hipótesis inmediata, sin la que
el hecho propuesto continuaría siendo incompren­
sible.
No poseyendo más que una verdad, no existe
en cada caso más que una sola hipótesis que re­
sulte satisfactoria por completo a los cálculos
del problema. Es suficiente, para hallarla, actuar
con minuciosidad, determinar siempre las condi­
ciones cercanas unas a otras sin descuidar nada
intermedio. El análisis es el único sistema de
establecer la verdad de los primeros principios
de cualquier conocimiento. Puesto que se basa
en la recepción de la realidad, se explica total­
mente por sí mismo, no debe emplear el menor
postulado, no deja incertidumbre alguna en el
espíritu. Se trata, a la vez que del verdadero mé­
todo de descubrimiento, del mejor método de
enseñanza. Es, al menos, el único que engendra
al momento la certidumbre.
La síntesis, en colaboración con los elementos
discernidos por el análisis, reconstruye la reali­
dad. Es más sencilla de seguir, ya que sale de lo
59
simple para llegar a lo complejo, pero no demues­
tra la menor cosa a menos de aceptar los prin­
cipios en los cuales se basa. Y asi supone siempre
un análisis que justifica estos principios.
En resumen, el espíritu posee dos expresio­
nes semejantes de la verdad. Conoce los princi­
pios, sea por una intuición automática bajo una
forma clara y distinta, sea por la experiencia sen­
sible bajo una forma opaca y completa. El méto­
do consiste en poner en claro la identidad de es­
tos dos aspectos de la verdad, la idea y el hecho,
distinguiendo en primer término la idea en el
hecho, luego justificando el hecho por la idea.
Éste es el doble papel que desempeña la deduc­
ción.
Hasta el momento no hemos considerado, en
lo que se refiere a la investigación científica, más
que la acción del entendimiento y de la voluntad.
Acabamos de enseñar de qué manera, hallándose
todas las ideas contenidas en nuestro entendi­
miento, la voluntad está capacitada, eslabonada-
mente y en un cierto orden, para encauzar nues­
tro interés sobre cada una de ellas. Pero el mé­
todo utiliza otras facultades cuyo empleo requie­
re, asimismo, su regla.
Deducir es pasar de continuo de una intuición
a otra e intentar alcanzar, por un desarrollo ince­
sante, los conocimientos que no se pueden lograr
en sí de un solo golpe. Pero este empeño, ¿no es
quimérico? Si es verdad que el hombre no puede
reunir en una sola intuición sino pensamientos
muy simples, por más que dedique su meditación
a las ideas y repase todos sus elementos, sus
conocimientos se *le irán a medida que pretenda
ampliarlos. Constreñido a los límites de la intui­
60
ción presente, su espíritu no llegará nunca más
que a una o dos ideas con visión perfecta y dis­
tinta. ¿A qué entonces el análisis y la síntesis, si
todas las intuiciones pasadas se disipan frente a
la intuición actual? Por fortuna, si el nexo del
espíritu con el cuerpo limita así 'la actividad del
pensamiento, le proporciona, en cambio, el auxi­
lio de la imaginación y la memoria. De ser puros
espíritus, examinaríamos eternamente las ideas
en su naturaleza inmutable, mas la menor ima­
gen natural, ninguna rememoranza del pasado se
presentaría a nosotros o, como mínimo, de tener
capacidad para la imaginación y la memoria, se­
ría en diferente aspecto del que se entiende por
lo común. Pero no ocurre así. Nuestro cuerpo
conserva a la par la huella de los pensamientos
y Ja de las cosas.
Nuestras ideas se plasman en él bajo forma
de disposiciones de los órganos por cuyos movi­
mientos hemos emitido las palabras que los dan
a entender, o dibujado los objetos que los vienen
a signiñcar. En consecuencia, cada una de nues­
tras intuiciones no queda completamente supri­
mida cuando llegamos a una nueva intuición. Ha
establecido en nuestro cuerpo una costumbre.
Cuando hayamos acabado una deducción, todos
los pensamientos de que está formada podemos
decir que quedan inscritos en nuestro organismo
y podremos hallar de nuevo, de ser preciso, su
imagen. Yo he terminado de demostrar un teore­
ma de geometría. El fin del razonamiento se halla
todavía latente en mi espíritu, así como la rela­
ción que la enlaza a la proposición inmediatamen­
te precedente de la cual la he sacado. Pero me es
imposible, a la vez, prestar atención a todas las
61
proposiciones que constituyen la demostración;
si retomo a las premisas, dejo la terminación.
Por lo menos, puedo recurrir al mecanismo de la
memoria y hacer pasar, con la rapidez que desee,
ante mi espíritu, las imágenes de las palabras que
pronuncié en mis razonamientos, o los gestos que
hice al hablar, o las iiguras que tracé en la pi­
zarra. Ante mis ojos se hallará como el esqueleto
de mi pensamiento, la materia muerta en la que el
tejido vivo de mi discurso, por asi decirlo, se haya
solidificado. Y, si mi espíritu no está capacitado
para lograr por la reflexión la unidad de una de­
ducción muy complicada podrá distinguirla de
alguna forma en su versión sensible, en su mate­
rialización esquemática. Es el único sistema con
que Contamos para reunir conjuntos algo amplios.
No recordamos nuestras anteriores intuiciones,
sino por el pliegue que ha adquirido nuestro cuer­
po. Un pensamiento no se ha transformado en
cosa nuestra hasta que lo vivimos en su aspecto
físico. Por tanto, no debe resultar extraño que
Descartes haya afirmado reiteradamente que las
deducciones un poco extensas toman toda su cer­
tidumbre de la memoria.
Pero la memoria no es, al igual que la razón,
una facultad en la cual podamos depositar toda
nuestra confianza. A menudo nos equivoca, bien
porque nos proporcione un recuerdo buscado,
bien porque nos muestra engañosas imágenes del
pasado. Es necesario verificar de continuo las in­
dicaciones de la memoria. De aquí se deduce una
última regla del método: hacer y rehacer la cuen­
ta de nuestros pensamientos. «Mi último precepto
era — dice Descartes— realizar siempre desme­
nuzamientos tan totales y revisiones tan generales
62
que pudiese pues cerciorarme de no olvidar nada.»
¿Qué es lo que puedo olvidar? Por un lado,
los intermediarios necesarios del razonamiento;
por otro, los datos de los problemas.
Una deducción no posee valor sino en tanto
que es una intuición continua de la verdad. Si,
intentando razonar, he pasado de una a otra idea
sin distinguir la relación existente entre estas dos
ideas, hay posibilidades de que haya incurrido en
un error. Por ello, cuando llego a la conclusión de
un razonamiento lento, puedo imaginar que mi
atención no ha dejado escabullirse ningún esla­
bón de la cadena, cuando lo cierto es que mi me­
ditación no ha enlazado entre sí todos los térmi­
nos de la deducción. Mi memoria es la que me
engaña. Es importante que no confíe en exceso en
ella y que examine varias veces la continuidad del
razonamiento, para asegurarme de su continuidad.
Pero no es solamente de la firmeza del razona­
miento — es decir, de su valor intrínseco — de lo
que debo cerciorarme, sino, asimismo, comprobar
su eficacia, o sea, su relación con el problema
propuesto. Toda deducción tiene como fin diluci­
dar un problema, bien desmenuzando las ideas
complejas de la realidad sensible en sus elemen­
tos simples, bien elaborando, por el contrarío, los
hechos dados con auxilio de los principios inteli­
gibles. De todos modos, la teoría tiene por motivo
un objeto determinado, una manera particular
del ser; ha de aplicarse con exactitud o, si se
omite algún detalle, ha de hacerse adrede. En
este caso, hay ocasión de proceder a una enume­
ración metódica y suficiente. Es necesario recorrer
todos los puntos de las dificultades que se desean
examinar y, ya que la imaginación y la memoria
63
son las únicas que pueden mantenernos el recuer­
do latente sin cesar, se debe comprobar la acción
siempre inexacta de estas facultades que tan fá­
cilmente pueden resultar engañosas.
Existen también ocasiones en que los asuntos
que se nos presentan son tan intrincados, que no
podemos retener en la memoria una imagen bas­
tante completa, o suficientemente exacta, para
que a nuestra reflexión le sea posible emplearse
de una manera fructífera y advertir las relaciones
simples de las ideas. En tal caso no nos queda
otra solución que recorrer en todas las direccio­
nes los elementos del problema, hasta que nuestro
espíritu distinga algún contacto, por remoto, por
vago que resulte, entre aquellos términos que le
son oscuros. Luego habremos de reconocer esta
idea confusa como explicación momentánea,
como hipótesis auxiliar e intentar hacer de ella
el principio de una teoría. Y nuestros ensayos de
deducción nos conducirán acaso a la auténtica
deducción. Por tanto, la enumeración o la induc­
ción, como la denomina Descartes, viene a reem­
plazar, aunque con inexactitud, a la deducción
cuando es impotente, y si un problema no es re­
suelto por el pensamiento reflexivo, la memoria
está capacitada para una especie de razonamiento
cojo que, si no percibe siempre la verdad, hace
surgir en la razón, al menos, algunas conjeturas
cuyo valor podrá ser demostrado por la deduc­
ción.
Todos los procedimientos del método del car­
tesianismo tienen, en consecuencia, como único
objeto, proporcionar al hombre la intuición de lo
verídico. Sólo de la intuición nace la certidumbre.
No existe la ciencia para el que no hace uso de
64
la intuición. Es necesario ver. Sin embargo, para
ver con claridad lo que es complejo, se deben
ordenar los elementos, hay que tenerlos siempre
a su disposición, retenerlos y representárselos. La
intuición implica la deducción y ésta supone por
su parte la actividad de la imaginación y de la
memoria: la enumeración.
Por ello. Descartes elabora un método por el
análisis de las condiciones precisas del reconoci­
miento cierto, del conocimiento científico. Esta
observación es de la máxima importancia, ya que
nos deja determinar con mayor exactitud aún el
significado de la doctrina expuesta en la segunda
parte del Discurso del método y de las Reglas
para la dirección del espíritu. Cualquier análisis
pasa de los efectos a las causas. Por tanto, si la
exposición que nos proporciona Descartes de su
método es un análisis, los sistemas de la ciencia
se hallan descritos en orden contrario al real (los
efectos vienen de las causas) y para entender el
auténtico eslabonamiento a las acciones del pen­
samiento en la génesis de la certeza, se debe inver­
tir este orden.
Efectivamente, la imaginación y la memoria
son las que nos dan los datos de los problemas
y nuestra primera preocupación debe basarse en
enumerar tales datos, después interviene la deduc­
ción y, por el orden que determina entre estos da­
tos, hace surgir entre ellos las relaciones compren­
sibles cuya intuición produce en nuestro espíritu
la satisfacción final que andaba buscando. La in­
tuición es, en consecuencia, el resultado, no el
principio de la ciencia. Si los principios son los
primeros en el sentido lógico, en realidad son los
últimos en ser descubiertos.
65
3
Se ha acusado a Descartes de fundar a priori
su teoría de la naturaleza despreciando la expe­
riencia de cimentar en prejuicios metafísicos una
doctrina física que no es aconsejable nada más
que para un mundo imaginario. No existe nada
de esto. Descartes parte de los hechos para re­
montarse a los principios y de aquí retornar a
los hechos, enriquecidos con todas las ideas que
los hacen inteligibles desde este momento. Des­
cartes se dedicó a los experimentos durante toda
su vida. «Estuve un invierno en Amsterdam — es­
cribió el 13 de noviembre de 1639 a Mersenne —
yendo casi todos los días a casa de un carnicero
para observar cómo mataba a los animales, y
hacía llevar de allí a mi domicilio las partes que
deseaba estudiar anatómicamente con toda li­
bertad.»
Hasta solicitaba a sus amigos que realizaran
experimentos en su lugar y al público que le su­
ministrase subsidios para efectuar experimentos
muy caros.
El 4 de enero de 1643 escribía a Mersenne:
«Sería aconsejable que el señor cardenal os hu­
biera entregado dos o tres de sus millones para
poder realizar todos los experimentos que fueran
precisos con el objeto de descubrir la naturaleza
particular de cada cuerpo. No tengo dudas res­
pecto a la posibilidad de alcanzar amplios conoci­
mientos que serían más útiles para el público que
todas las victorias que se puedan conseguir ha­
ciendo la guerra.» Finalmente, Descartes, fue
quien, a partir de su primera obra, se mofó de
esos filósofos «que, omitiendo la experiencia, ima­
ginan que la verdad brotará de su propio cerebro,
al igual que Minerva de la cabeza de Júpiter.»
66
Ahora bien, Descartes se daba cuenta que era
necesario alcanzar los principios antes de haber
examinado toda la naturaleza y esto en el propio
beneficio de la ciencia que podría en consecuencia
estar mejor encauzada y proporcionar más fruto.
En tal sentido escribía a Mersenne el 23 de di­
ciembre de 1630: «'Para los más particulares (ex­
perimentos), no es posible que dejen de hacerse
muchos innecesarios y hasta erróneos, si no se
sabe la verdad de las cosas antes de llevarlas a
efecto.»
La experiencia es inacabable. No hay que su­
poner que se acabe por hacer su análisis y descu­
brir las ideas que la explican. Y por ende, un
experimento no significa gran cosa más que si
sirve de prueba a una hipótesis, a una idea pre­
concebida. Por último, hay reglas de toda expe­
riencia que no resultan de experiencia alguna y
que no se pueden entender sino «conociendo con
antelación la realidad de las cosas.»
No nos sorprendemos de que, en numerosos
casos, la doctrina cartesiana se adelante a las ex­
periencias que pudieran justificarla y que su sín­
tesis sea en ocasiones como el complemento
hipotético de un análisis sin terminar.
Sin embargo, lo que justifica mejor que se
reproche a Descartes, despreciar los hechos, es
que, sin dejar de utilizar la experiencia, va sin
cesar más allá. Resumirlo todo en ideas claras es,
sin duda, creer que no existe entre las cosas, entre
los seres, o bien entre los pensamientos, por los
que sabemos de estos seres, diferencias irreducti­
bles. Es aceptar, pongamos por caso, que el color
rojo, para quien lo entendiera por completo, se
compondría de un determinado número de aque-
67
lias ideas sencillas que son diáfanas para la razón;
es asegurar que todo es comprensible, hasta lo
que de primera intención parece ser ininteligible
a la inteligencia.
A Descartes no le basta examinar los hechos,
sino que los interpreta como racionalista. Sin
duda, ninguna experiencia podría justificar esta
actitud ante la naturaleza y, para resumir, hay
que agregar que el método cartesiano requiere
una metafísica.
No nos va a ser, por tanto, posible juzgar en
definitiva el valor de este método sino luego de
haber comprendido todos los principios metafí-
sicos que implica y de nuevo advertimos que no
es una composición de retazos aislados e indepen­
dientes. Es una unidad orgánica, un todo indivi­
sible y un pensamiento del que cada elemento
sólo es comprensible en la medida en que se ad­
vierte como una cierta manifestación de todos
los restantes.

68
4
LAS MEDITACIONES METAFÍSICAS
Descartes, que compusiera su Discurso del
método en francés para el público en general,
escribió, sin embargo, sus Meditaciones en latín
para los doctos.
Las Meditaciones metafísicas se publicaron en
París en casa de Miguel Soly (año 1641), seguidas
de las Objeciones de Caterus, de varios teólogos y
filósofos, de Hobbes, de Arnauld, de Gassend y de
las Respuestas a tales objeciones. La traducción
francesa que llevó a cabo posteriormente el duque
de Luynes, traducción revisada y corregida por
Descartes, ha adquirido la categoría de texto ori­
ginal.
La metafísica tiene como fin la investigación
del principio de la certidumbre, el vislumbrar las
primeras verdades irreductibles de donde poder
sacar todas las demás verdades. De la misma
manera «que fuimos niños antes que ser hombres
y hemos juzgado acertada o desacertadamente
las cosas que han surgido ante nuestros sentidos,
cuando todavía no teníamos absoluto uso de ra­
zón», hemos recogido en nuestro espíritu numero-
69
sas opiniones y prejuicios de toda índole que la
costumbre nos incita a catalogar de verdades in­
concusas.
La certeza, empero, no se adquiere sino por
medios científicos, por el empleo del método. La
certidumbre se deriva de la organización de todos
nuestros juicios en un sistema coordinado en que
cada uno de ellos requiere de todos los restantes.
En tanto que este sistema no se halle elaborado,
toda opinión será dudosa, y tanto más dudosa
cuanto que se basa en mayor número de otras
opiniones inciertas, que encierra en sí misma la
mayor variedad de aseveraciones aventuradas.
El primer progreso en la reflexión filosófica se
sustenta en entender que juicio alguno puede ser
verídico si no ha ido a continuación de una crítica
de las condiciones de la certidumbre. Luego debe
realizarse esta crítica y para ello no es suficiente
determinar de una forma abstracta las condicio­
nes generales de la certeza, es decir, descubrir las
reglas del método, sino que es necesario, por ende,
investigar las condiciones específicas de la afirma­
ción real en cada caso particular; es preciso
enumerar todas las proposiciones que deberíamos
demostrar si iniciáramos la justificación de todas
nuestras opiniones irreflexivas una por una.
Tal vez ninguna de las proposiciones que des­
cubramos de esta manera nos parecerá más verí­
dica que nuestras primeras opiniones y en tal
caso la investigación no nos llevará definitiva­
mente a la resolución de ninguna de nuestras
incertidumbres; el escepticismo será el resultado
de nuestra especulación metafísica. Es posible
que acabemos, asimismo, hallando en el análisis
de las condiciones ideales de nuestras aseveracio-
70
nes instintivas una proposición de tal naturaleza
que no se pueda dudar de la verdad, una proposi­
ción cuya automática evidencia, absoluta claridad,
aislamiento en lo que se refiere a cualquier inútil
hipótesis, acrediten por completo su valor. En
cualquiera de los casos, seguiremos de esta forma
el único camino que nos conduce al descubri­
miento de los principios de la ciencia. Del hecho
intentaremos desligar la idea, del pensamiento
complejo el sencillo, de la afirmación incluso sin
objeto, el objeto encerrado en toda afirmación.
Consideramos, de primera intención, que el
razonamiento más firme que podamos tener para
considerar auténtica una cosa es el de haberla
examinado con ayuda de nuestros sentidos, e ima­
ginamos, sobre todo, deber a los ojos y a las
manos la mayor parte y los más seguros de nues­
tros conocimientos. Afirmo que esta mesa existe
porque la observo y la puedo tocar*; digo que es
negra a causa de que su color impresiona a mis
ojos y que es dura debido a que aguanta la opre­
sión de mi mano, que la aprieta. El testimonio
de mis sentidos ¿es, no obstante, bastante seguri­
dad de lo atinado de mis juicios?
Noto, para empezar, que mis sentidos me han
hecho errar en algunas ocasiones; distingo la vara
curvada en el agua, y sin embargo, es recta; aque­
lla torre cuadrada, a distancia se me imagina re­
donda. Si mis sentidos me hacen equivocar a
veces, pueden engañarme en cualquier circuns­
tancia.
De todas formas, esta razón de dudar respecto
al valor de la experiencia sensible resulta todavía
muy oscura; no me fuerza a desistir de todas mis
anteriores opiniones; las equivocaciones de los
71
sentidos no son acaso más que muy raras. ¿Me es
posible, en realidad, dudar de que me encuentro
aquí, sentado junto a la lumbre, en ropas de
casa, con este papel en las manos?
Sí. Me es posible dudar si me acuerdo de que
estas mismas imágenes que surgen en este instan­
te ante mi espíritu, cuando creo hallarme des­
pierto, se me han aparecido también en mi pensa­
miento en el transcurso del sueño, cuando no
pertenecía ciertamente a una realidad. Mi vida tal
vez no sea sino un sueño bien eslabonado. Los
seres que imagino que me rodean, las cosas que
veo y palpo, mis vestidos, mi cuerpo, mi cabeza,
no son acaso más que fantasmagorías, sombras,
sueños.
Pero ¿crearé yo mismo las ficciones que me
acosan? ¿Seré el que forja mis propias ilusiones?
No me es posible creerlo. Si bien puedo dudar
de todas cuantas cosas me estoy haciendo la su­
posición que existen, me es, sin embargo, difícil
aceptar que yo las haya ideado en todos sus ele­
mentos. No me considero capaz de este poder
de creación. Al igual que un pintor no puede com­
poner sus cuadros sino a semejanza de cosas rea­
les o verídicas o si, por casualidad, idea sirenas,
sátiros o hipógrifos, no deja de crearlos tomándo­
los de imágenes de la naturaleza y no sabría in­
ventar formas o colores por completo nuevos, lo
mismo le ocurría a mi espíritu — aunque fuese
más hábil que ningún pintor para cambiar de
una manera indefinida los cuadros internos que
puede darse en un espectáculo — que se halla
forzado, como cualquier artista, a tomar sus me­
dios de la naturaleza.
Las ideas son primordialmente representacio­
72
nes; es cosa obligatoria, por tanto, que represen­
ten algo en definitiva y, si mezclando imágenes
de la realidad unas con otras es posible forjar
nuevas imágenes que ya no significan nada real,
incluso es preciso que las representaciones ele­
mentales, que las ideas sencillas, manifiesten la
realidad. El pensamiento no puede equivocarse
más que si enlaza las ideas que se le proporcio­
nan por contactos arbitrarios; las ideas puras,
las ideas al descubierto que no encierran afirma­
ción alguna, no pueden ser ficticias. Acaso no exis­
ta ninguna mesa, fuego ninguno, el menor papel
y ninguna cabeza. Pero no es posible que la exten­
sión, la forma, el número, el lugar o el tiempo,
no sean la más mínima cosa. El mundo que yo
observo es quizá ficticio, pero las leyes de la arit­
mética, de la geometría y de la mecánica, no con­
servan en menor medida las condiciones eterna­
mente auténticas de un mundo en general. Des­
conozco qué mundo se halla, en efecto, realizado,
y si los fenómenos que percibo son tal como
parecen acontecer; mas existe un mundo y yo
distingo al menos la materia primera y los prin­
cipios constitutivos.
Me asalta, empero, una última incertidumbre.
Si creo que las ideas son verdaderas por fuerza,
es porque considero que mi entendimiento, ya se
haya gestado de la naturaleza divina o de la natu­
raleza de las cosas, ha recibido de todas maneras
en su origen el sello de la realidad. Pero tal hipó­
tesis es, asimismo, incierta. ¿Es Dios el ser todo
bondad infinita, cuyos beneficios nos complace­
mos en ensalzar? ¿No podrá acaso Dios tratarse
de un ser falso, un genio de la maldad, que se ha
mofado de nosotros, nos ha creado para el yerro.
73
nos ha proporcionado, de propósito, ideas en­
gañosas? Y, si no existe Dios, si es azar, el destino,
alguna naturaleza ciega, la que nos ha formado,
¿no tenemos todavía más razones para temer que
nuestras ideas nos equivoquen? «Ya que errar y
equivocarse son imperfecciones, tanto menos po­
deroso será el autor que yo asignaré a mi princi­
pio, cuanto más posible resulte el que yo sea im­
perfecto hasta el extremo de errar de continuo.»
La duda ñnal a que puedo llegar es la siguien­
te: parece que arrastra en mí la ruina de toda
certidumbre. Luego de esto, ¿qué aseveración
seré capaz de proclamar aún con certeza? Todos
mis conocimientos, desde los más comunes, los
sensibles hasta los más extraños, los conocimien­
tos matemáticos y metafísicos, semejan haber
perdido para siempre toda base en qué susten­
tarse.
En consecuencia, dudo de todo. No obstante,
mi misma duda es una realidad de la que me
es imposible dudar; tengo la certidumbre de que
dudo y, por tanto, también sé que pienso, que
existo. He aquí una afirmación de la que me es
imposible prescindir. A pesar de que me supusie­
se el más engañador de los diablos usando de to­
das sus artes para equivocarme, «no podría jamás
hacer que yo no fuese nada en tanto que pienso
ser algo». Puedo dudar de lo acertado de mis jui­
cios, cuando mi pensamiento afirma otras exis­
tencias que la suya y sitúa más allá de sus ideas
objetos de los que son la representación; puesto
que, si es innegable que veo lo que veo, que con­
cibo lo que concibo, acaso la menor realidad co­
rresponde fuera de mi pensamiento, a mi visión
o a mi concepto. Pero, por lo menos, mi vista y
74
mi concepto son hechos tangibles. Soy yo mis­
mo esta visión y yo soy este concepto. La exis­
tencia de mi pensamiento no se halla signiñcada
en una idea divergente de esta propia existencia,
se mezcla con la idea por la cual yo la entien­
do, se basa en la actualidad de la idea. «Y, ob­
servando que esta verdad, pienso, luego existo,
era tan segura y tan convincente que todas las
más estrafalarias suposiciones de los escépticos
no eran capaces de alterarla, consideré — afirma
Descartes — que podía admitirla sin escrúpulos
como el primer principio de la filosofía que in­
vestigaba.»
Los contemporáneos de Descartes no entendie­
ron sin gran dificultad el significado y el alcance
del Cogito, ergo sum. Gassend, por ejemplo, ima­
gina que estas proposiciones, Yo pienso, luego
existo, pertenecen a un silogismo cuyo primera
proposición, Todo lo que piensa existe, queda
sobreentendida. El principio de la metafísica del
cartesianismo sería, por consiguiente, éste: Todo
lo que piensa existe. De aquí extraería Descartes,
como primer resultado: Por lo tanto existo, pues­
to que pienso. Inútilmente pretende entonces Gas­
send sostener que la consecuencia no es verídi­
ca, ya que la mayor no ha sido demostrada. A lo
que responde Descartes, muy acertadamente: «El
error más notable en esto es que el autor ima­
gina que el conocimiento de las proposiciones
particulares debe siempre derivarse de las uni­
versales, basándose en el orden de los silogismos
de la dialéctica, en lo que muestra lo poco que
sabe de cómo debe ser buscada la verdad; ya que
la realidad es que para hallarla debe comenzarse
siempre por las nociones particulares para alcan-
75
zar más tarde las generales, si bien es cierto
que, a la inversa, habiendo encontrado las gene­
rales puedan deducirse otras particulares... Y no
se ha tenido presente que nuestro autor se ha
equivocado en tantos erróneos razonamientos, de
los que su libro está lleno, porque no ha hecho
sino elaborar faltas mayores a su antojo, como
si yo hubiese deducido de ellas las verdades que
he explicado.» Expresándolo de otra forma, Gas-
send considera una síntesis lo que es, en reali­
dad, un análisis. «Personalmente — dice Descar­
tes— he seguido solamente la vía analítica en
mis meditaciones, ya que me ha parecido la más
auténtica y la más adecuada para enseñar.»
Yo pienso, es un hecho que puedo compro­
bar; es, inclusive, el único hecho que puedo com­
probar; es el único conocimiento automático de
una existencia actual que me es entregado. Todo
otro supuesto hecho se trata de uno combinado
con una hipótesis, o sea, interpretado como indi­
cio de un hecho incomprobado. Observo un ob­
jeto blanco. Esto es un hecho. Ahora bien, si
añrmo que existe un objeto blanco, esto es ya
una hipótesis. En mi visión del objeto blanco, no
hay más que el hecho de la existencia de mi pen­
samiento actual comprobado de una manera di­
recta. Comprobar mi pensamiento o comprobar
mi existencia, viene a ser lo mismo, ya que mi
pensamiento me es como una existencia actual.
Pienso, luego existo. Así, observo analizando el
hecho de mi pensamiento actual, que el pensa­
miento encierra la existencia y es hasta una rela­
ción necesaria que surge entre estas dos ideas,
de tal manera que bien puedo, en resumen, afir­
mar la siguiente proposición: todo cuanto pien-
76
sa, existe, pero como colofón, no como punto de
partida de mi razonamiento. Me dirijo de lo par­
ticular a lo general, no a la inversa; realizo un
análisis. Cuando Gassend solicita de Descartes ia
demostración de la mayor de Todo lo que piensa
existe, Descartes le responde: lo que demuestra
que todo lo que piensa existe es que advierto en
mi pensamiento mi existencia y en la idea del
pensamiento la idea de la existencia.
Existo, por tanto, y tal es la primera verdad
de la que puedo estar seguro; ésta es la que ser­
virá de base a todas las restantes, hasta a los
principios que la justificarían en una deducción
sintética, ya que sin ella los principios volverían-
se simples abstracciones aplicadas a un mundo
probable, mas no a un mundo verdadero. Pero
¿qué soy, qué pienso? Soy exactamente un pen­
samiento, soy este acto que se provoca en este
momento, soy el hecho que compruebo. ¿Sola­
mente soy esto?
¿No soy además este cuerpo que noto? No
lo sé todavía, ya que hasta el presente la existen­
cia de los cuerpos es dudosa para mí. Me es
posible ya comprender mi existencia sin supo­
ner otra cosa que mi pensamiento. Acaso no soy,
en efecto, más que «algo que piensa».
¿Qué es algo que piensa?
«Es algo que duda, comprende, concibe, afir­
ma, niega, quiere y no quiere, que imagina tam­
bién y que siente. ¿No soy el mismo que en este
momento duda de la mayoría de las cosas y que,
no obstante, comprende y concibe determinadas
cuestiones, afirma algunas como las únicas autén­
ticas, niega todas las restantes, quiere y anhela
conocer otras, no desea ser engañado, imagina
77
infinidad de cosas, en ocasiones incluso contra­
riándole, y siente también mucho, como por el
intermedio de los órganos del cuerpo?»
Verdaderamente, jamás había meditado sobre
lo que soy capaz no utilizando sino mi pensa­
miento. Me parecía que prescindir de mi cuerpo
era suprimir la existencia misma y no compren­
día enteramente la existencia de mi pensamiento
por completo puro. Mi inclinación natural me
conduce incluso a considerar que las únicas co­
sas que puedo representarme en la imaginación,
es decir, concebir bajo formas materiales, exis­
ten realmente, y dudo que este pensamiento sin
cuerpo, sin forma, que no se puede palpar, e
invisible, sea realmente auténtico. Si esta duda
no se basa más que en mis hábitos, mis prejui­
cios, mis ideas vagas, es aconsejable expulsarla
de mi espíritu recusándola por medio de la medi­
tación, el razonamiento, las ideas diáfanas y dis­
tintas.
La existencia de las cosas no es objeto de re­
presentación sensible; lo real de los cuerpos no
se supone, se concibe. Es lo que demuestra el
ejemplo de la cera. ¿Qué es lo que forma la exis­
tencia de ese trozo de cera sacado hace poco
de la colmena? ¿Su color, olor y forma? No,
puesto que todo esto se disipará si se aproxima
la cera al fuego. Queda una determinada materia
oue se moldea de mil maneras y produce muy
diversas sensaciones. La diversidad de las altera­
ciones factibles en esta materia, ¿es imaginable?
No, ya que sus variaciones son innumerables y
únicamente el entendimiento puede alcanzar o
concebir lo que no tiene fin; la imaginación no
está capacitada más que para examinar paulati-
78
namente conjuntos infinitos. La misma extensión
de la cera, ¿es cosa que pueda yo imaginar bajo
límites determinados? No, ya que esta extensión
es diferente, según la temperatura, y lo inacaba­
ble, posible por lo menos, de estas diferencias,
no puede ser recogido por la imaginación, sino
solamente concebido por el entendimiento. En
consecuencia, nada de lo que forma parte de la
realidad de este trozo de cera me es accesible
a la imaginación; lo que imaginamos es una se­
rie de apariencias, de las que ninguna encierra
el conocimiento de una naturaleza estable. Creer
en la existencia de este trozo de cera, es asegu­
rar la unidad puramente inteligible de una varie­
dad inacabable de cualidades sensibles.
La percepción del pedazo de cera «no es una
visión, ni un contacto, ni una imaginación, y no
lo ha sido jamás, aunque antes semejase ser así,
sino sencillamente una inspección del espíritu, la
cual tal vez resulte imperfecta y oscura, como
lo era antes, o acaso clara y distinta, como lo es
en el presente, según que mi atención se fije con
mayor o menor detalle en los elementos que se
encuentran en la cera y la componen».
Si la imaginación no nos hace entender nada
de la realidad de las cosas, no nos sorprenda­
mos de que nuestro espíritu sea una realidad, si
bien no podemos de ninguna de las maneras ima­
ginar su naturaleza. Comprendamos, por último,
que de todo cuanto existe, lo que nos es más
rápido, más fácil y más instantáneamente cono­
cido, es nuestro pensamiento.
Tengo la certeza de que mi pensamiento exis­
te. De esta primera certidumbre, ¿me es posible
deducir otras? No lo considero así todavía. Del
79
hecho de que pienso, no puedo, efectivamente, de­
terminar de forma directa la existencia actual de
ningún objeto distinto de mi pensamiento. El
hecho de mi pensamiento actual no demuestra la
realidad de ninguno de los demás hechos que se
me representan como siéndole externos en el
espacio, anteriores o posteriores en el tiempo.
Mi pensamiento del mundo no significa la exis­
tencia del mundo. El pensamiento de mi existen­
cia presente no implica mi existencia futura, ni
tan siquiera mi existencia anterior. Aparte del
caso especial en que mi pensamiento se toma a
sí mismo por objeto y determina al instante su
propia existencia, no observo ninguna correspon­
dencia clara y distinta, la menor relación innega­
ble entre la idea y el ser.
No obstante, si desisto de afirmar el ser, ¿pue­
do como mínimo saber con certidumbre las ver­
dades puramente ideales, las relaciones necesa­
rias de lo posible? Tampoco. De seguro distingo
con claridad y distintamente las relaciones entre
mis ideas y no puedo evitar creerlas auténticas
cuando considero la evidencia de ellas. Pero, nada
más dejo de prestar en ellas mi interés, surge
una duda en mi espíritu: Dios, ¿no es un ser
engañador? La evidencia, ¿no será una trampa
puesta por este maléfico genio a mi credulidad?
Si tengo la seguridad de que dos y dos son cua­
tro, esto no es para mí más que una certidumbre
de hecho, y nada me concede autoridad para
considerarla certidumbre de derecho. Lo que es
verdad para mí, ¿es cierto en sí, o sea, es verda­
dero? Las relaciones de ideas que se me presen­
tan como imprescindibles a mi espíritu, ¿son to­
talmente imprescindibles? Lo que me fuerza a
80
ratificar determinados principios como innega­
bles, ¿es una ley eterna de la naturaleza o de la
razón, que se halla por encima de todo pensa­
miento individual, de todo ser particular? ¿No
es, antes bien, un instinto característico en mi
persona o en mi raza, acaso una norma transito­
ria, la ley de mi espíritu posiblemente, mas no
la ley del universo?
Esa es, se afirmará, una razón de dudar «muy
liviana y, por así llamarla, metafísica. Pero, con
el objeto de poderla disipar por completo, he de
investigar si existe Dios en cuanto se me presente
la oportunidad y, si hallo que existe uno, debo
examinar si puedo estar equivocado, puesto que
sin el conocimiento de estas dos verdades, no veo
que pueda estar seguro de nada».
Verdad de hecho, o verdad imprescindible,
ninguna de ellas puede serme conocida con total
certidumbre más que si la verdad divina me rati­
fica el valor de mis ideas. Los ateos desconocen
la certidumbre.
La cuestión es, por tanto, salir de mí mismo,
ampliar mi certidumbre más allá del hecho de
mi existencia actual. ¿Encontraré en mí mismo
ideas cuyo significado cierto me permita afirmar
alguna realidad ajena a mi pensamiento presente?
Para cerciorarme, voy a examinar si hay ideas en
mí de las cuales resulte evidente que no soy el
autor. Si las hallo, demostrarán la existencia de
algo más que yo mismo, me mostrarán una rea­
lidad fuera de mi espíritu.
Cualquier idea puede crearse en mí, sea como
resultado necesario de mi naturaleza (idea inna­
ta), sea como una elaboración caprichosa de mi
fantasía (idea ficticia), o bien como la consecuen-
81
cia de una causa ajena a mi entendimiento y a
mi voluntad (idea adventicia). ¿En qué podré
diferenciar la idea adventicia de la innata o de
la ficticia?
¿No afirmaré, al igual que el resto de la gente,
«que eso me lo ha enseñado la naturaleza» y que
un instinto infalible me hace determinar como
exteriores a mí el calor de este fuego, el color de
esa pared, de los que tengo la idea? Las ideas
adventicias ¿no surgen, en efecto, adventicias a
todo espíritu no preparado? No hay que confun­
dir la evidencia sensible, sin valor, con la evi­
dencia racional, única definitiva. «Al decir que
me parece que esto me ¡o enseña la naturaleza,
entiendo, solamente, por esta palabra de natura­
leza, cierta inclinación que me incita a creerlo, y
no una luz natural que me haga conocer que esto
es auténtico... Percibo dos clases de instintos:
uno se encuentra en nosotros desde el punto de
vista de hombres y es puramente intelectual, es
la luz natural, del que pienso debe uno confiar;
el otro se halla en nosotros en el simple aspecto
animal y es determinado impulso de la naturale­
za para preservar nuestro cuerpo, para disfrutar
los placeres materiales, etc., por el cual no se
debe uno guiar siempre.»
Estas tendencias naturales que no tienen su
punto de partida en la razón, pueden resultar
engañadoras, ya que «a menudo he notado, cuan­
do de escoger entre las virtudes y los vicios se
trata, que no me han inclinado menos al mal que
ni bien; por lo que no tengo razón ninguna para
seguirlas tampoco en lo que se refiere a lo ver­
dadero y lo falso».
¿Aseguraré que advierto en mí las ideas ad-
82
venticias porque se originan en mi, a pesar mío,
ajenas a mi voluntad? Quiéralo yo o no, hoy
hace frío; sufro por este motivo. Yo no he de­
seado este sufrimiento. A la inversa: me opongo
y procuro disminuirlo. Mi padecimiento no es,
asimismo, una consecuencia necesaria de mi na­
turaleza, ya que no sufro siempre. No aparece en
mi sino como cosa casual. Pero, si medito más,
«acaso hay en mí alguna facultad o potencia pro­
pia para originar semejantes ideas (en apariencia
adventicias) sin la colaboración de cosas exter­
nas, aunque yo no la conozca todavía. En efecto,
me ha parecido siempre hasta el momento que,
cuando duermo, se forman asi en mí sin la ayuda
de los objetos que representan».
No me considero, por consiguiente, con dere­
cho a denominar adventicia toda idea que surge
en mi espíritu sin que yo la haya previsto ni de­
seado. Pero si voy más allá, si analizo por un lado
la naturaleza de la idea y, por otro, la naturaleza
del espíritu, ¿no me será posible en ciertos casos
advertir que una idea que se presenta a mi pen­
samiento va más allá de mi potencia intelectual
y no se halla, por consiguiente, en mí, ni como
un resultado imprescindible de mi naturaleza, ni
como la obra de mi voluntad creadora? ¿Es que
no poseo en mi interior ideas de las que nada ha
podido ser el motivo, ni el modelo o el patrón?
Conviene meditar bien en esto.
Entendámoslo bien. Yo concibo infinidad de
cosas muy diferentes de lo que yo pienso ser,
como, pongamos por caso, este cuadrado, ese per­
fume de violeta o aquella piedra, que no se ase­
mejan en lo más mínimo a mi razón, a mi pen­
samiento. No pretendo afirmar que me resulte
83
suficiente comprobar esta diferencia entre el con­
tenido de determinadas ideas mías y la naturaleza
de mi espíritu o el acto por el cual me represento
tales ideas, para que me sea permitido asegurar
que tienen por causa realidades que están fuera
de mí.
Es probable, en efecto, que mi espíritu esté
capacitado para constituir en sí mismo la imagen
de objetos diferentes de él, sin aprehender nada
del exterior, siempre que se suponga (lo que no
tiene nada de ilógico) que en la consideración
de su misma naturaleza halla motivos para con­
cebir lo que debieran ser otras naturalezas. Yo
existo en determinadas condiciones; me es posi­
ble, por contraste a mi manera de ser, presumir
otras formas de existencia. Yo engendro mi idea
basándome en una reflexión sobre lo que no soy,
antes bien que sobre lo que soy. El conocimiento
de mi naturaleza lleva consigo el conocimiento de
lo que no se encuentra en mí, por lo menos en
la medida en que lo que soy es un grado más
en el ser o en la perfección de lo que no soy. El
que puede lo más también puede lo menos y si
yo soy capaz de comprender mi naturaleza, tam­
bién estoy capacitado para entender otras infe­
riores a la mía. Sin embargo, si encuentro en mi
pensamiento una idea cuyo fin sea, no solamente
diferente de mí, sino muchísimo más perfecto
que yo mismo, no me será posible aceptar que
haya encontrado en mí de qué constituirlo, ya
que lo que representa no está en mí ni «actual­
mente» ni «eminentemente» o, lo que es lo mis­
mo, ni como una característica de mi naturaleza,
ni como el de una naturaleza igual o inferior que
la mía, si bien diferente. Me falta la realidad o la
84
suficiente perfección para justificar que yo sea
la causa.
Revisemos nuestras ideas. Podemos clasificar­
las aquí en tres clases: las ideas que nos repre­
sentan otros hombres parecidos a nosotros, o
animales; las que nos representan cosas inanima­
das; la que nos representa Dios.
Las primeras las he podido elaborar a imagen
de mí mismo; los elementos de ias segundas se
hallan, tal vez, encerrados en mi naturaleza, si
no de una manera «formal», como mínimo «emi­
nentemente». Y así nada me demuestra que tanto
unas como otras no sean mi obra. Solamente la
idea de Dios, o sea «de una sustancia infinita,
eterna, inmutable, independiente, omnisciente,
omnipotente y por la cual todas las cosas que son
(si es que en realidad existen) han sido creadas o
producidas», supera de tal manera todos los re­
cursos que puedo hallar en la consideración de
mi naturaleza para comprender realidades dife­
rentes de mí, que me es completamente imposible
considerarme el creador. Así, pues, poseo la idea
de otro ser diferente a mí y este ser es el mismo
Dios, ya que únicamente Él tiene, en efecto, lo
que se encuentra «objetivamente» o por represen­
tación en la idea que manifiesta su esencia. Por
lo tanto, tengo la seguridad de que existe, como
mínimo, un ser más distante de mi pensamiento
actual y este ser es Dios que me ha creado. Tengo
la idea de Dios; en consecuencia, Dios existe.
¿No me he equivocado? ¿Tengo la absoluta
idea de Dios? ¿Comprendo en realidad lo infinito,
lo perfecto? O, en todo caso, ¿lo infinito no será
para mí la negación de los finito, «al igual que
comprendo la quietud y las tinieblas por la ne-
85
gación del movimiento y de la luz»? Las tinieblas
no existen y no pienso en nada real al meditar
en la ausencia de la luz. ¿No encerrará mi idea
de lo infinito nada más efectivo? ¿De qué mane­
ra contestar a esta objeción? Examinando con
detenimiento la idea de lo finito para probar que
comporta la idea afirmativa de lo infinito. Desde
luego, pienso. Ahora bien, mi pensamiento no es
perfecto ni ilimitado. Conforma ideas, pero éstas
con frecuencia son incompletas; no halla en to­
dos los casos las premisas suficientes para dis­
tinguir la verdad y vacila.
Por consiguiente, los límites de mi pensamien­
to no tienen significado para mí a no ser por
relación a lo que se encuentra más allá de ellos.
Si yo no tuviera el convencimiento de un más
allá de toda realidad presente, imaginaría que
cualquier realidad actual era perfecta, completa.
Mi desconocimiento se duplica como secuela del
sentimiento de mi ignorancia, que supone la ase­
veración de lo desconocido.
Pero lo desconocido no puede restringir lo
conocido sino cuando es algo real. Y lo descono­
cido es imposible, asimismo, que sea limitado,
porque lo que lo limitase, o bien no se trataría
de nada, y en tal caso no lo limitaría, o bien se­
ría algo y, por tanto, se tendría que conocer, es
decir, aún sería lo desconocido.
La idea de lo infinito se halla implícitamente
comprendida en la noción de mi presente imper­
fección: «El alma... es la primera cosa que es
posible conocer con certeza. Hasta deteniéndose
buen tiempo en esta reflexión, se logra paulatina­
mente un conocimiento muy clarividente y, si me
atrevo a expresarme así, intuitivo, de la natura-
86
leza intelectual en conjunto, la cual, considerán­
dola sin limitaciones, es la que nos representa a
Dios.»
Cuanto concibo claro y distinto «se halla to­
talmente contenido y encerrado en esta idea», y
a la vez esta idea abarca «una infinidad de cosas
que no puedo entender». Mi pensamiento es inca­
paz de hacerse inteligible a sí mismo más que
cuando se supera; no me es posible asegurar mi
existencia, sin asegurar, por añadidura, el Ser
absoluto.
Sin embargo, ¿por qué he sabido discernir al
Ser absoluto de mí? ¿Acaso seré yo el Ser abso­
luto, el Ser todo perfección? ¿No soy, por lo me­
nos, indefinidamente perfectible? Las faltas que
advierto en mi persona, las reparo todos los días
y, ya que tengo la noción de lo perfecto, ¿por
qué no he de llegar a conseguirla paulatinamente
en mí? Aunque no sea Dios, podré llegar a serlo.
No obstante, aceptando que pueda progresiva­
mente alcanzar la perfección total, he de admitir,
sin duda, que en la actualidad soy imperfecto y
mi imperfección del presente exige la existencia
de un Ser que en la actualidad sea perfecto. Si
solamente soy perfecto en potencia, mi potencia
de perfección no justifica por sí sola la existen­
cia de la idea de lo perfecto en mi espíritu, pues­
to que la idea de lo perfecto, ya lo hemos com­
probado, es imposible que sea producida a no ser
por lo perfecto real.
Aparte de eso, para corroborar esta primera
demostración de la existencia de Dios, puedo
«considerar si yo mismo, que tengo esta noción
de Dios, podría serlo, en el supuesto de que no
existiera Dios». Puedo poseer mi existencia de mí
87
mismo, o de otro que no sea yo, y éste podrá ser,
por su parte, imperfecto o perfecto. Analicemos
estas diferentes alternativas.
Aquello que existe por sí y que piensa es por
fuerza perfecto, ya que el pensamiento contiene
la idea de lo perfecto y un pensamiento que se
crea, se da todas las perfecciones de que tiene
idea. Yo pienso, pero no soy perfecto. En con­
secuencia, yo no soy el creador de mi ser. Si yo
no soy el autor de mi ser, es preciso que lo tenga
de otro. No puedo tenerlo sino de un ser que po­
sea como yo el pensamiento y en unión de éste
la noción de lo perfecto. El mismo problema se
plantea respecto a este ser. ¿Cuál es el origen de
su existencia?
Si no es perfecto, pues piensa y concibe lo per­
fecto, no es el creador de su ser; depende, por
tanto, de otro y no de sí mismo. Así, pues, es
necesario que, a fin de cuentas, mi existencia im­
perfecta tenga su origen en un Ser perfecto y
único al que le sea posible existir por sí.
Y no pretendamos evadirnos a la necesidad
de esta conclusión arguyendo que en la concate­
nación de causas que me han gestado no existe,
tal vez, primer término y que si mi existencia
presente estriba en mi existencia pasada, ésta,
por su parte, depende de mi existencia o de la
de otro ser en épocas más remotas, y así hasta
lo infinito. «Porque todo el tiempo de mi vida
se pudo dividir en una infinidad de partes, cada
una de las cuales no depende en manera alguna
de las restantes; y por tanto, de lo que he sido
un poco antaño, no se deduce que yo deba ser
hogaño, no siendo que en este instante alguna
causa me produzca y me geste, por así expresar-
88
nos otra vez, es decir, me conserve. Efectivamen­
te, es un hecho inconcluso, para todos cuantos
examinan detenidamente la naturaleza del tiem­
po, que una sustancia, para ser conservada to­
dos los momentos en que se prolonga, requiere
la misma fuerza e idéntica acción que sedan
precisas para producirla y darla a luz de nuevo
si no existiera todavía; de manera que es cosa
que la luz natural nos hace ver con claridad que
la conservación y la creación no difieren más
que según nuestro modo de pensar, y de ningún
modo en efecto.»
Ahora entiendo con mayor claridad de qué
forma dependo de la acción omnipotente de Dios.
Dios no me ha dado a luz de una vez por to­
das, me creo de continuo o me mantiene en la
existencia, y me proporciona para conocerlo una
idea de su perfección; idea que no se deriva de
los sentidos, ni de mi facultad de inventiva, sino
de mi propia naturaleza, no en tanto que es
infinita, sino en tanto que tiene su origen en su
creador infinito. «Y ciertamente, no ha de consi­
derarse extraño que Dios, al crearme, haya im­
buido en mí esta idea para ser semejante a la
marca del obrero impresa sobre su obra.»
Entendiendo la precisión de la existencia de
Dios, vamos más allá del dominio del hecho en
el que hasta el presente habíamos estado cons­
treñidos. La existencia de Dios no se trata de un
hecho, sino de una necesidad: toda auténtica
necesidad es eterna; desbordamos las restriccio­
nes de nuestro actual pensamiento, alcanzamos
lo absoluto.
Nos restan ahora por examinar con atención
otras certidumbres. Las relaciones que compren-
89
demos diáfana y distintamente entre nuestras
ideas abstractas, ¿son auténticas? Las cosas que
consideramos existen fuera de nosotros, ¿exis­
ten en realidad? Con el objeto de averiguarlo,
examinemos la naturaleza de Dios que nos ha
creado y proporcionado todas nuestras ideas.
La mentira es una imperfección. Dios es per­
fecto y, por tanto, no es posible que sea enga­
ñador. Podemos confiar en la bondad divina. «Sé
por propia experiencia que tengo en mí cierta
facultad de juzgar o de distinguir lo auténtico
de lo falso, que de seguro he recibido de Dios,
al igual que todo lo restante que hay en mí y
que yo poseo. Y ya que no es posible que desee
engañarme, es también cierto que no me ha dado
tal facultad de manera que me sea posible errar
nunca si la utilizo de forma apropiada.» No obs­
tante, es verdad que incurro en muchos yerros.
Pero no deben achacarse a Dios, sino al mal
empleo que hago de sus dones. Mi primera preo­
cupación ha de ser ahora discernir en qué con­
siste el buen y mal empleo que puedo hacer de
mis facultades. Todas mis aseveraciones se basan
en el «concurso de dos causas, es decir: de la
facultad de conocer que se halla en mí y de la
de elegir, o sea de mi libre albedrío, a saber, de
mi entendimiento y a la par de mi voluntad.
Y es que sólo por el entendimiento no afirmo
ni niego ninguna cosa, sino solamente concibo
las ideas de las cuestiones que me es posible
afirmar o negar.»
El entendimiento propone, la voluntad dis­
pone. El entendimiento no puede errar, ya que
sólo la voluntad juzga. El error no se encuentra
sino en el juicio. ¿Por qué razón el error se
90
origina en el juicio? Pues porque no existe la
adecuada proporción entre el entendimiento y la
voluntad.
1. ° El entendimiento no abarca más que
los escasos objetos que ante él se muestran y
su conocimiento es siempre muy limitado, en
tanto que la voluntad en cierto aspecto podrá
semejar infinita ya que no distinguimos nada
que pueda ser el objeto de alguna otra voluntad,
ni siquiera la grandiosa que está en Dios, a la
que la nuestra no puede también extenderse.
2. ° El entendimiento distingue más o menos
diáfanamente las ideas; hay grados en la inteli­
gencia. Cualquier acto de la voluntad es abso­
luto; resolverse es siempre tomar una posición
totalmente definida ante la realidad. «No siendo
la voluntad más que una sola cosa y como
indivisible, parece que su naturaleza es tal que
no se podría sacarle nada sin aniquilarla.»
3. ° El entendimiento se halla determinado en
su contenido por la ley divina, bien se manifies­
te ésta en forma directa o por intermedio de la
acción del mundo sobre nuestras personas. No
somos nosotros los que elaboramos en todos sus
elementos nuestros conocimientos. Nacemos en
posesión de un determinado número de ideas
sencillas que no son nuestra obra y que Dios ha
colocado en nosotros. Además, la experiencia es
imprescindible para la constitución de las ideas
complejas. Nuestra ciencia depende, en cierto
modo, de las circunstancias que hemos hallado
para instruirnos. La voluntad, en cambio, es li­
bre y esta libertad se basa «en que, para afirmar
o negar, alcanzar o rehuir lo que el entendi­
miento nos presenta, actuamos de tal manera
91
que no notamos que ninguna fuerza externa nos
fuerce a ello.»
Nuestra voluntad, haciendo empleo de su po­
der infinito, absoluto y libre, cabe que afirme
entre las ideas que encierra nuestro entendimien-
do todo género de relaciones, no solamente las
que se nos presentan con claridad y distinta­
mente, sino incluso aquellas de las que no tene­
mos más que una idea vaga o de las que no
poseemos la menor idea. Asi es fácil entender
cómo puede equivocarse la voluntad. Nuestras
ideas, en tanto que provienen de Dios, no pueden
encerrar el más mínimo error. No obstante, para
que nuestras afirmaciones sean verídicas, es ne­
cesario que nuestra voluntad prescinda de juz­
gar las ideas confusas y no admita nada más que
la evidencia de las ideas claras y distintas. Aun­
que no seamos responsables de las ideas, lo somos
de nuestros juicios. Distinguimos la verdad, pero
incurrimos en el yerro. El grado inferior de la
libertad es la indiferencia, o sea que el más pé­
simo empleo que podemos hacer de nuestra vo­
luntad es afirmar sin razón. Esta libertad se ase­
meja a una esclavitud; nos liga a nuestra propia
debilidad, a la ignorancia, a las tinieblas de nues­
tro espíritu. La auténtica libertad consiste en
nosotros en librarnos de la ilusión, del equívoco,
en domeñar nuestro poder de juzgar para some­
terlo a la autoridad de la razón.
Ahora que estamos convencidos de hallar en
la claridad y en la distinción de nuestras ideas
garantía bastante de su certeza, podemos inten­
tar conseguir nuevos conocimientos.
Sin embargo, antes de proseguir, examinemos
un inconveniente. ¿Cómo cimentar el valor de
92
las ideas claras en la autenticidad divina, puesto
que la única prueba de la existencia de Dios es
la claridad de la idea que lo representa exis­
tente?
«tínicamente me resta un escrúpulo —objeta
Amauld en las Cuartas objeciones—, que es el
de conocer cómo puede uno eludir el adentrarse
en un círculo vicioso, cuando se dice que no
estamos convencidos por completo de que las
cosas que concebimos, clara y distintamente, son
auténticas más que debido a que Dios es o exis­
te. No podemos estar convencidos de que Dios
existe, sino porque concebimos esto muy clara
y muy distintamente. Así, pues, para cerciorarnos
de la existencia de Dios, debemos aseguramos
que todas las cosas que concebimos clara y dis­
tintamente son verdaderas.» Respondamos con
Descartes que no hemos dudado jamás que las
ideas claras y distintas fuesen verdaderas «pues­
to que no podemos dudar sin pensar en ellas y
no podemos jamás pensar sin creer que son ver­
daderas, o sea, que no podemos dudar nunca de
ellas.»
De haber afirmado que dudábamos de la ver­
dad de determinadas ideas claras, es que estas
ideas no nos parecían completamente claras y,
sin duda, algo vago tenían todavía para nosotros,
puesto que no distinguíamos en ellas el primer
fundamento en Dios. Cuando meditábamos sobre
la naturaleza de su evidencia, no podíamos ca­
talogarla aún sino como un hecho cuya explica­
ción no encontrábamos, cuya ley no alcanzába­
mos. No existe más que una idea clara, a decir
verdad: la de Dios. Es la única que se basta a
sí misma. Todas las otras continúan confusas
93
en tanto que no se dilucidan a la luz de lo ab­
soluto y su evidencia actual no puede suscitar
una certeza desde el instante en que hemos en­
tendido que lo que nos ha parecido una verdad
inconcusa, debe, en virtud de la perfección di­
vina, ofrecer en todo momento idéntica eviden­
cia. No hemos tenido la menor duda respecto al
valor de las ideas claras, sino que hemos dudado
de la claridad de las ideas más claras, antes de
haber conocido la claridad infinita de Dios.
Continuemos el examen de nuestras certidum­
bres. Yo existo. Dios existe. El mundo, ¿existe
igualmente? Aparte del pensamiento infinito, ¿he
de aceptar la realidad de las cosas materiales?
En primer lugar, que tales cosas materiales
existan o no existan, lo que puedo afirmar es que
las concibo por medio de ideas claras y distintas,
unidas entre sí por relaciones inmutables; el
mundo de la materia, aunque no sea sino fac­
tible, posee sus leyes eternas.
«En primer término imagino distintamente
esa cantidad que los filósofos denominan corrien­
temente la cantidad continua, o bien la extensión
en longitud, anchura y profundidad, que se halla
en esa cantidad o, antes bien, en las cosas a que
se les atribuye. Por ende, me es posible enume­
rar en ella diversas partes y atribuir a cada cual
todo género de tamaños, formas, situaciones y
movimientos. Y, finalmente, puedo asignar a
cada uno de estos movimientos toda clase de
duraciones... Y lo que encuentro aquí más con­
siderable es que hallo en mí numerosísimas ideas
de ciertas cosas que no pueden ser apreciadas
como una pura nada, si bien tal vez no tengan
la menor existencia fuera de mi pensamiento, y
94
que no están simuladas por mí, aunque yo esté
en libertad de pensarlas o no, pero que poseen
sus verídicas e inmutables naturalezas.» En con­
secuencia, no radica en mi voluntad el hecho de
que la suma de los ángulos de un triángulo sea
o no igual a dos ángulos rectos; distingo una
relación totalmente precisa entre la esencia del
triángulo y semejante propiedad de sus ángulos.
La verdad fuerza mi espíritu. Existe ajena a mí,
manifiesta la omnipotencia divina, sin la que no
sería nada.
Estas meditaciones inherentes a la naturaleza
de la verdad me conducen a concebir una nueva
demostración de la existencia de Dios. Efectiva­
mente, puedo observar que la misma necesidad
que une las propiedades del triángulo a su esen­
cia, hace resultar la existencia de Dios en su
definición.
¿Qué es Dios para mi? Si su naturaleza, exa­
minada en su totalidad, continúa ininteligible para
mi restringido pensamiento, ya que es perfecta
e infinita, lo que asegura de £1, como mínimo,
es que es infinito y perfecto. Y estos dos voca­
blos, «infinito» y «perfecto», ¿qué significado tie­
nen? Infinito no quiere indicar en este caso «que
abarque toda la extensión posible», sino «cuya
realidad, esencia y poder no se hallan constreñi­
dos por nada, no dependen de nada y compren­
den todo cuanto existe.» El infinito es lo que no
produce su ser sino de sí mismo. «La indepen­
dencia, si se concibe distintamente, encierra en
sí el infinito.» El ser es primordialmente indepen­
diente. Pero existen grados en el ser. Hay seres
más independientes o menos o cuya vida depende
de un mayor o menor número de condiciones; es
95
lo que delimita su perfección relativa. Fijémonos
bien en esto.
El ser totalmente perfecto es el que es auto-
suficiente, ya que es completo, puesto que nada
deja fuera de él y es del todo independiente.
Infinito y perfecto son atributos sinónimos. El ser
infinito y perfecto es aquel que es todo el ser,
el ser sin causa, el ser en tanto que es y no en
tanto que está producido. Observamos entonces
que la idea de este ser infinito y perfecto implica
por fuerza la aseveración de su existencia. Mien­
tras que cada caso especial precisa una causa
que lo haga existir, es necesrio que todo el ser
sea autosuficiente y no nos es posible negar el
ser más que rechazando todos los seres, lo cual
sería ridículo, ya que estamos seguros, como mí­
nimo, de nuestra propia existencia. «No hay
nada» es una afirmación que se destruye a si
misma, ya que nuestra afirmación es algo. Y ha­
biendo algo, lo hay todo. O no existe nada, o
existe Dios; en consecuencia, Dios existe.
Es lo que nos es posible expresar también de
otra manera. Si se trata de un objeto particular
juzgamos bien de su posibilidad por la claridad
y la distinción de la idea que nos lo presenta.
Pero para averiguar si existe, es necesario que
examinemos si todas las condiciones de su exis­
tencia se han efectuado. Si se trata de Dios,
el Ser perfecto es infinito, desde el instante en
que es posible, es preciso; desde el instante en que
lo concebimos, existe, puesto que lo concebimos
exactamente como el ser que no tiene necesidad
del menor apoyo en la existencia, como el ser
cuya autenticidad es totalmente incondicional.
La existencia de todo ser particular podrá po-
96
nerse en duda, más no la del Ser absoluto; ésta
no se demuestra, ya que es evidente.
No es, por tanto, hablando con propiedad,
una prueba de la existencia de Dios la que avista­
mos aquí, sino que el propio avance de nuestro
análisis nos conduce a lograr la intuición ins­
tantánea de Dios como cimiento imprescindible
de toda realidad. No hay transición razonable del
concepto de un Ser perfecto a la aseveración de
su existencia, sino que concebirlo diáfanamente
y aseverar su existencia, es sinónimo, ya que lo
concebimos con claridad en él y existe por ne­
cesidad. Es la idea de existencia necesaria. Y que
no se aduzca que a nuestra idea de la existencia
necesaria no corresponde por fuerza un ser ne­
cesario, puesto que este ser necesario no está
desprendido de nosotros y de nuestra idea igual
que un objeto de su imagen; se aferra a nuestra
propia realidad, a nuestro pensamiento, está con­
tenida en él, representa su existencia misma.
En consecuencia, examinando la imperiosidad
del sistema comprensible de las ideas, he alcan­
zado de nuevo el concepto de una necesidad pri­
mitiva, basamento de todas las restantes: la
existencia del Ser absoluto.
La omnipotencia de Dios, ¿no ha situado
como delimitación a la libertad de mi espíritu
sino las leyes eternas de la verdad? O bien, más
lejos del mundo de las ideas, más allá de mi
espíritu que lo examina, ¿ha formado Dios un
mundo de objetos materiales?
Para dilucidar esta cuestión, nos es posible
inquirir a nuestro entendimiento, nuestra ima­
ginación y nuestros sentidos.
Nuestro entendimiento concibe la idea de la
97
extensión. Las cosas materiales son, por tanto,
comprensibles y como derivación su existencia
es admisible. Pero no se deriva de esto que sea
un hecho o una necesidad.
Nuestra imaginación nos presenta objetos
materiales de formas determinadas y en esto su
acción es diferente a la del entendimiento. No
es igual entender la definición de que «el trián­
gulo es una figura plana formada por tres rectas
que se cortan dos a dos» que representarse en
una imagen particular un triángulo de determi­
nadas dimensiones.
El puro intelecto o concepto es un acto pri­
mordial del pensamiento; se lleva a cabo sin es­
forzarse. La imaginación no corresponde por
fuerza a la naturaleza del alma; parece implicar
la intervención de alguna otra causa aparte de
la acción del entendimiento; exige una aplica­
ción, una contención particulares del espíritu.
Y Descartes considera difícil explicar tales dife­
rencias entre el concepto y lo imaginativo sin
aceptar que el intelecto puro, el espíritu «se tor­
na en cierto sentido hacia si mismo y considera
algunas de las ideas que ya posee de por sí»,
en tanto que imagino «se toma hacia el cuerpo,
y considera en él algo conforme a la idea que ha
formado de él mismo, o que ha recibido por
intermedio de los sentidos.»
Mi cuerpo, en tal caso, existiría. Pero esto es
una mera hipótesis y en la medida que es facti­
ble, es asimismo probable que exista todo gé­
nero de otra realidad extensa. Del hecho de
imaginar cosas materiales puedo deducir lo vero­
símil, mas no la necesidad de su existencia. Hay
que comprender esto.
98
Concebimos e imaginamos los objetos mate­
riales; los notamos además y nos parece que
nuestras sensaciones sean una prueba automática
y exacta de su existencia; pensamos tener en eso
una prueba evidente de la realidad del mundo ex­
terno y tal evidencia sensible nos parece poseer
idénticos derechos para dictaminar nuestros jui­
cios que la evidencia racional de las ideas senci­
llas. Pero lo que consideramos evidencia sensible,
por una indicación infalible de la naturaleza, no es
sino un prejuicio de nuestra niñez. Las sensacio­
nes no nos instruyen más que las alteraciones de
nuestra alma. Pero hemos adquirido tal costum­
bre de considerar que a estas alteraciones internas
corresponden realidades exteriores que no logra­
mos ya percibir estos juicios inconsiderados de
las sensaciones que por primera vez los moti­
varon.
El testimonio de los sentidos no tiene el más
ligero valor o, para mayor exactitud, no existe
tal testimonio. Erramos cuando consideramos
deberles conocimientos que, en verdad, única­
mente nuestro entendimiento y nuestra volun­
tad han originado. Cuando imaginamos que
nuestros sentidos nos iluminan, no nos atene­
mos, en realidad, más que a oscuros prejuicios,
no nos resolvemos a la afirmación sino por el
distante poder de alguna primitiva afirmación
irreflexiva. «Es evidente — afirma Descartes —
que cuando aseguramos que la certidumbre del
entendimiento es más amplia que la de los senti­
dos, nuestras palabras dan a entender que los
juicios que hacemos en edad más avanzada, de­
bido a otras nuevas observaciones que hemos
realizado, son más auténticos que los que consti-
99
tuimos desde nuestra infancia sin haber medi­
tado.»
No hay, por tanto, evidencia sensible. La cla­
ridad fórmase sólo en el espíritu interrogando a
la razón; cualquier género de evidencia es siem­
pre racional. El mundo que percibimos como
realidad externa al pensamiento no es una sen­
sación, sino que es un juicio o una manera de
razonar. Nos es fácil reconstruir el razonamien­
to olvidado por el cual hemos determinado de
nuestras impresiones la existencia de las cosas.
Y hemos pensado lo siguiente: todo efecto posee
su causa; no tenemos conciencia de ser la causa
de nuestras sensaciones. Por tanto, nuestras sen­
saciones tienen una causa exterior a nosotros.
Para originar su efecto tal causa ha de serle aná­
loga; luego las cosas son como se nos presentan.
Pero este razonamiento no comporta la menor
certidumbre. Las causas no son siempre semejan­
tes a sus efectos y, si cosas externas son las cau­
sas de nuestras sensaciones, varían acaso más
de lo que imaginamos. ¿Es preciso siquiera acep­
tar la existencia de las cosas para justificar nues­
tras impresiones? ¿Quién asegura que no hay en
nosotros «alguna facultad, a pesar de que nos
haya sido desconocida hasta el momento, que
sea la causa que las origina?» ¿Quién sabe si
las modificaciones de nuestros sentidos no tie­
nen como causa instantánea la acción de Dios?
Parece, por consiguiente, que inútilmente in­
tentamos justificar nuestra creencia en la auten­
ticidad de las cosas materiales; ni el entendi­
miento, ni la imaginación o los sentidos, nos
proporcionan la seguridad verídica.
No obstante, Descartes no desiste de su em-
100
peño en demostrar la existencia de la materia y
he aquí el rodeo que utiliza. Comienza por insis­
tir respecto a la diferencia que debe observarse
entre la idea del pensamiento y la de la exten­
sión. Ambas ideas muestran caracteres irreduc­
tibles. Cualquier extensión es divisible, «el espí­
ritu es totalmente indivisible... El mismo espíri­
tu es el que se entrega por completo a querer, y
por completo a sentir y a concebir.» Un cuerpo
no puede juzgar, un pensamiento no posee di­
mensiones.
De esta diferencia entre las ideas del pensa­
miento y de la extensión determina, en virtud de
la veracidad divina, la diferencia real del espí­
ritu y de las cosas materiales (en el supuesto que
existan). Así, pues, él es una sustancia, o sea
un ser cuya existencia radica únicamente en
Dios y en manera alguna en la existencia de
ningún otro ser, pongamos por caso, de un
cuerpo.
El alma se reconoce en sus atributos, es de­
cir, en los caracteres primordiales sin los que no
sería ella misma y se manifiesta por sus modos,
o sea por los efectos pasajeros y variados de su
primordial naturaleza. Si la extensión existe, es
asimismo un ente independiente, una realidad
distinta, una sustancia. Ahora bien, ¿cómo afir­
mar que existe? Siento que Dios me ha concedi­
do una idea para concebirla y también una firme
inclinación a creer que existe. Dios no es engaña­
dor. ¿Por qué me habría hecho comprender la ex­
tensión, por qué me habría dispuesto a consi­
derarla real, si no existiese en el mundo la me­
nor cosa extensa? No hay ninguna idea, ni si­
quiera entre las más vagas, que sea totalmente
¡OI
errónea. El sentimiento natural que nota mi alma
de su conjunción con un cuerpo y, como resul­
tado, de su conexión con todos los cuerpos, en­
cierra, sin duda, numerosas vaguedades y confu­
siones, mas no podría constituir un yerro básico.
Semejante consideración hace que Descartes
pueda sacar la conclusión de la existencia de un
mundo material.
Pero para comprender la auténtica naturaleza
del mundo, no he de confiar en el instinto que
me hace propender a considerarlo en todo simi­
lar a mis percepciones; debo inquirir a mis per­
cepciones.
Entre los caracteres que achaco a los cuer­
pos, varios de ellos son conceptos diáfanos y dis­
tintos de mi entendimiento. Distingo, en efecto,
la indudable necesidad para cualquier materia
de poseer las dimensiones de longitud, anchura,
profundidad, divisibilidad, movilidad, etc. Estas
cualidades primarias de los cuerpos les corres­
ponden realmente; mi razón me fuerza a asegu­
rarlo.
Pero tengo el hábito de atribuir asimismo a
la materia otras cualidades, como, por ejemplo,
los colores, los sonidos, los sabores, los olores,
etcétera, que son estados positivos de mi alma,
sensaciones o sentimientos. Por otra parte, los
modos del pensamiento no pueden ser a la
par modos del cuerpo. Estas cualidades no corres­
ponden, por tanto, en realidad a la materia; no
es factible concebirlos clara y distintamente
como aunados a la extensión. ¿Qué es la mitad
de un color o la superficie de un sonido? No se
debe transformar en espíritu la materia ni tam­
poco convertir en materia el espíritu. Cada na-
102
turaleza tiene sus atributos que han de servir
para entenderla. Las cualidades secundarias de
las cosas no se hallan sino en nuestro pensamien­
to. Los sentidos nos instruyen respecto a lo que
precisa nuestro cuerpo y sobre -lo que puede da­
ñarle, nos proporcionan indicaciones útiles, no
manifestaciones teóricas.
Y no culpemos a Dios de habernos engañado
proporcionándonos percepciones confusas; so­
mos nosotros los que hemos errado extraviando
nuestros sentidos de su auténtico uso. ¿A qué
buscar imágenes de -la realidad en las impresio­
nes solamente destinadas a requerir la interven­
ción de nuestra alma para el mantenimiento de
nuestro cuerpo?
Mas Dios, ¿no hubiera podido proporcionar­
nos el perfecto conocimiento de nuestro cuerpo,
de sus funciones y de sus necesidades? Nos re­
sulta sencillo justificar a Dios. Si, en realidad,
nuestra alma tuviera solamente noticia de lo que
ocurre en nuestro cuerpo sin padecer o disfru­
tar por ello, ¿se preocuparía de cuidarlo? ¿Efec­
tuaría algo con el objeto de eludir las heridas,
la enfermedad o la muerte? ¿No se sentiría in­
clusive feliz de deshacer los lazos que la ligan
a la materia y no intentaría aniquilar al indigno
camarada asociado a su existencia? Si Dios ha
puesto nuestra alma en nuestro cuerpo a seme­
janza de un piloto en el navio, si los ha unido
uno con otro más firmemente, es con el objeto
de asegurar con mayor fuerza la vida del cuerpo.
Y, no obstante, ¿cómo es admisible esta con­
junción de una sustancia pensante y de algu­
nas maneras de la sustancia extensa? ¿No se
ha manifestado irreductible y, por tanto, inde-
103
pendiente, todo cuanto piensa sobre todo lo que
tiene extensión? Descartes no parece haberse
confundido jamás en esta complicada cuestión.
La solución que da, él la considera sencilla y
muy convincente. No consideramos que su pen­
samiento al llegar a este punto sea tan clarivi­
dente como él mismo supone.
Sin embargo, vamos a intentar justificarlo
dentro de la medida que nos parece posible.
Para empezar, la unión del alma y del cuerpo
no es, en opinión de Descartes, como una mez­
colanza de dos sustancias en una sola. El hom­
bre no es una «unidad de naturaleza»; es una
«unidad de composición». De forma que «aun­
que el mismo Dios aunase tan estrechamente un
cuerpo a un alma que no le fuera factible unirlos
más y elaborara un compuesto de ambas sustan­
cias asi unidas, concebimos que continuaran las
dos realmente distintas, pese a semejante
unión».
En la conjunción de alma y cuerpo, cada una
de estas dos sustancias conserva, por consi­
guiente, su carácter de realidad autónoma. El
hecho de que el pensamiento esté conectado
con el cuerpo, no significa que se convierta en un
accidente del cuerpo, sino que la unión de ambas
sustancias es lo que resulta un accidente relati­
vamente a cada una de ellas, ya que cada una de
ellas «puede subsistir ajena a la otra y se deno­
mina accidente lo que se agrega o se elimina sin
aniquilar el sujeto».
La unión de cuerpo y alma, casual respecto al
alma y al cuerpo, es sustancial si se considera en
sí, puesto que origina un ser — el hombre — del
que es la esencia y no el accidente, el ser que
104
comprende un cuerpo y un alma. Lo que demues­
tra de manera más categórica que esta conjun­
ción es sustancial, es que Dios nos ha proporcio­
nado una idea simple, una idea irreductible para
concebirla. Y ya que existe, en virtud de la vera­
cidad divina, correspondencia entre lo ideal y lo
real, entre nuestros conceptos claros y distintos
y las cosas, cualquier sustancia que, en el mun­
do, no se basa en ningún ser diferente de ello, se
manifiesta en el espíritu por una idea que no se
sustenta en otra idea, por una idea sencilla, por
un absoluto.
Así, pues, poseemos la idea del pensamiento
para concebir el alma, la idea de la extensión para
el cuerpo y, asimismo, tenemos la idea de su co­
nexión para concebir unidos cuerpo y alma. Esta
tercera idea no es una consecuencia de las dos
anteriores, ya que siendo la idea del pensamiento
irreductible a la del cuerpo, ¿cómo combinarlas
aunadas para constituir una nueva idea?
Esta tercera idea es general, sin relación com­
prensible con la idea del cuerpo, ni con la del
alma, a pesar de que sea la idea de su conjun­
ción. Y esta idea es infinitamente menos diáfana
para nuestro entendimiento o nuestra imagina­
ción que para los sentidos que poseemos. «Los
pensamientos metafísicos que ejercitan el enten­
dimiento puro, son útiles para proporcionarnos
noticia del alma familiar, y el estudio de las ma­
temáticas que ejercita, sobre todo, la imaginación
en el examen de las formas y los movimientos,
nos acostumbra a formar nociones del cuerpo
muy diferentes. Y, por último, solamente hacien­
do empleo de la vida y de las conversaciones co­
rrientes, evitando reflexionar y estudiar las cosas
105
que ejercitan la imaginación, se alcanza a com­
prender la unión del alma y del cuerpo.»
Semejante unión es cosa que advertimos ins­
tantáneamente en nosotros y la única seguridad
que nos proporciona nuestros sentidos, pero es
una — puesto que es una experiencia directa —
no combinada de hipótesis arbitrarias. Yo me
siento uno. Todos mis estados corporales e inte­
lectuales se deshacen en la unidad de mi con­
ciencia y tal conciencia no es ni un puro pensa­
miento, ni una sencilla disposición del cuerpo, es
una realidad aparte, una sustancia diferente. En
consecuencia, no intentemos entender cómo el
alma actúa sobre el cuerpo, ni a la inversa, ni
tampoco de imaginarlo. Y, para ser justos, el
cuerpo no actúa sobre el alma, ni el alma sobre
el cuerpo; cuando nos referimos a tales acciones,
usamos vanas metáforas. Resultaría contraprodu­
cente imaginar una relación entre dos sustancias,
ya que dos sustancias son por definición dos en­
tes entre los que toda relación es inadmisible.
Sin embargo, el dualismo del pensamiento y
de la extensión se determina en el hombre en
una unidad, confusa para el pensamiento, eviden­
te, empero, para el que la vive y en la cual Dios
ha querido, de seguro, manifestar la perfección
de su obra.
Así concluye la metafísica del cartesianismo
con la afirmación de un triple realidad: el pen­
samiento, la extensión, la unión del alma y del
cuerpo, en la que la voluntad divina, ininteligi­
ble para el hombre en su voluntad absoluta, esta­
blece al mismo tiempo la existencia y la incom­
prensibilidad. Hay tres formas de ser irreducti­
bles correlacionadas con tres formas de conocer,
m
también irreductibles. Cada forma de ser es en sí
ininteligible y no hay que intentar comprender
las conexiones con las otras formas de ser. Los
fundamentos de la certidumbre humana se ha­
llan ya establecidos, como igualmente los siste­
mas oue permiten lograrlos en los diversos domi­
nios de la especulación.
Estoy seguro de que tengo un alma. Y ya que
esta alma es diferente sustancialmente a mi cuer­
po, puedo aseverar que no habrá de extinguirse
a la par que él. Mi alma es inmortal a semejanza
de toda sustancia; solamente los modos se extin­
guen, ya que no son sino formas de ser. Pero el
ser mismo no se disipa. Dios no aniquila su obra.
Por lo que respecta al estado del alma, después
de esta vida, lo desconocemos. «Prescindiendo de
lo que la fe nos enseña — escribía Descartes a la
princesa Isabel—, reconozco que por la simple
razón natural podemos realizar infinidad de con­
jeturas en ventaja nuestra y tener lisonjeras espe­
ranzas, pero ninguna seguridad.»
Las mismas razones que nos garantizan la exis­
tencia sustancial y la inmortalidad del alma hu­
mana, nos indican el sistema que habremos de
seguir al investigar su naturaleza. Analizando la
idea del pensamiento es como conseguiremos ave­
riguar la esencia del alma, no recurriendo a la
idea de la extensión y a la de la unión del alma
y del cuerpo.
Estamos convencidos de la existencia de las
cosas materiales y entendemos su auténtica esen­
cia, que es la extensión en longitud, anchura y
profundidad. Para conformar la ciencia de los
cuerpos, para la física, hemos, por tanto, de em­
plear solamente la idea de la extensión y dejar
107
aparte cuantos atributos han sido cogidos de la
idea del pensamiento o de la unión del alma y
del cuerpo, como, por ejemplo, la dureza, el peso,
el color, el olor, la sonoridad, etc. La ciencia de
las cosas materiales es simplemente matemática.
Estamos convencidos, en fin, de la unión de
nuestra alma y de nuestro cuerpo y no hemos de
buscar otra ciencia de semejante unión que la
que se origina naturalmente en nosotros por la
experiencia de la vida. Pretender formular la teo­
ría de los sentimientos que nos manifiestan la
unión de nuestra alma y nuestro cuerpo (placer,
sufrimiento, hambre, sed, color, sabor, júbilo,
tristeza, ira, etc.) es concebirlos bien como pen­
samiento, bien como movimientos de nuestros ór­
ganos (y ambos puntos de vista son lógicos), pero
no es entender en qué manifiestan la conjunción
de alma y cuerpo.
No es posible ahora prescindir de todas las
dudas que se habían adueñado de nuestro espíritu
a la primera meditación respecto a la naturaleza
de las cosas sobre las condiciones de la certidum­
bre. La metafísica nos lleva a definiciones tran­
quilizadoras para nuestra preocupación especu­
lativa.
No temamos ya ser equivocados por alguna
ilusión indestructible y terminante. Todo no es
engaño, fantasía, vanidad. Si soñamos en ocasio­
nes, si engañadoras imágenes adquieren para no­
sotros la apariencia de lo real, disponemos de
remedios infalibles para diferenciar lo auténtico
de lo falso, el ser de la nada. No nos preguntemos
ya de qué forma diferenciaremos el sueño de la
vigilia, la certidumbre de lo incierto. Tal cues­
tión no significa ya nada para nosotros. El con­
108
fusionismo entre error y verdad sólo es factible
para el que no ha conocido la verdad.
Nuestros estados de conciencia, examinados
como puros estados, como hechos dados, no com­
portan en sí mismos la marca de su valor «obje­
tivo» o representativo. Solamente la razón, por
su examen crítico, debe dilucidar el verdadero
significado. La verdad de nuestros pensamientos
no estriba en la disposición de nuestros órganos
corporales, que los origina, sino de la clarividen­
cia de nuestras intuiciones espirituales que los
justifica.

109
5

LOS PRINCIPIOS DE LA FILOSOFIA


En el preciso momento en que Descartes daba
a luz sus Meditaciones metafísicas, determinados
defensores fanáticos de la doctrina aristotélica
tradicional realizaban una vigorosa campaña en
pro del mantenimiento en las escuelas de sus mé­
todos, de su enseñanza, de su autoridad y de su
persona.
La lucha contra el cartesianismo adquiría unas
características alarmantes. Se pretendió efectuar
un gran esfuerzo para sofocar desde su nacimien­
to la nueva filosofía. La lucha contra «las ideas
claras» se hallaba dirigida en Francia por el pa­
dre Bourdin, jesuíta, y en Holanda por el pastor
protestante Voet o Voetius, decano de la univer­
sidad de Utrecht.
En Utrecht el cartesianismo encontró en prin­
cipio una de las más favorables acogidas. La uni­
versidad de esta ciudad, fundada en el año 1634,
había tenido como primer profesor de filosofía a
un amigo de Descartes, M. Réneri, que intentó
reformar en cierto modo las teorías de Aristóte­
les, interpretándolas con el auxilio del nuevo
Ht
método. En marzo de 1639 falleció Réneri y el
profesor de elocuencia, Emilius, a quien se le
encomendó pronunciar su oración fúnebre, fue
invitado por los magistrados de la ciudad a que
hiciera, a la vez, el elogio de la doctrina cartesia­
na. Infortunadamente, Réneri tuvo como sucesor
a otro amigo y discípulo de Descartes, Leroy o
Regius, quien, por su torpe celo, ocasionó a no
tardar muy graves problemas a su maestro.
Con el pretexto de difundir la verdad, no ha­
cía sino enfrentarse io más violentamente posible
con las opiniones y las creencias tradicionales,
hasta tal extremo que el rector de la universidad,
Voetius, prohibió la enseñanza de las teorías
cartesianas considerándolas como herejías, e in­
cluso citó a Descartes ante las autoridades de
Utrecht, bajo la acusación de ateísmo. Descartes
pudo evitar las persecuciones gracias al apoyo del
embajador de Francia. Los puntos esenciales del
debate se hallan resumidos en la Carta al muy
célebre Voet, que fue escrita por Descartes en el
año 1643.
En Francia, los jesuitas habían comenzado a
recusar en sus escuelas determinadas doctrinas
cartesianas a partir de la aparición de los cuatro
Ensayos de 1637. Descartes se sintió muy preocu­
pado por aquellos ataques. Opinaba que los je­
suitas tenían siempre en su forma de actuar la
más perfecta unidad de dirección y temía que tan
formidable organización impidiera la expansión
de su filosofía. «Por otra parte — escribía a Huy-
gens en julio de 1640—, creo que voy a entrar
en guerra con los jesuitas, ya que su matemático
de París ha refutado en público mi Dióptrica en
sus tesis. Por este motivo he escrito a su supe-
112
rior con el objeto de incitar a toda la asociación
a este debate, ya que, si bien conozco perfecta­
mente que no es aconsejable atraerse adversarios,
creo, empero, que, puesto que se enojan por sí
mismos, y me es imposible evitarlos, es mejor,
de una vez, que me los encuentre a todos reuni­
dos que aguardarlos uno tras otro, con lo cual
no terminaría jamás.» Ya hemos hecho referen­
cia en otro lugar de las dotes diplomáticas y cau­
tas de Descartes.
Y con estas palabras Descartes pretende con­
testar a los jesuitas: «Estoy decidido a escribir
los Principios de mi filosofía antes de abandonar
este país y publicarlos, acaso, antes de un año.
Y mi propósito es escribir por orden todo un
curso de mi filosofía en forma de tesis, donde,
sin las insustancialidades de un discurso, expre­
saré solamente todas mis conclusiones, con las
verdaderas razones de donde las deduzco, lo que
considero poder efectuar en muy breves palabras.
Y, en el mismo libro, pienso imprimir un curso
de la filosofía general, tal como la del hermano
Eustaquio, con mis notas al final de cada cues­
tión, donde agregaré las diversas opiniones de los
demás y lo que ha de creerse de todas y tal vez,
por último, haré una comparación de las dos
filosofías. Pero os suplico que no comuniquéis
todavía nada a nadie respecto a este propósito,
antes de que mi Metafísica se encuentre impresa.»
Al poco tiempo. Descartes publica sus Medi­
taciones y el padre Bourdin, en un libro, las ri­
diculiza jactándose de «que hará perder la repu­
tación de su autor en Roma y en todas partes».
Los jesuitas se preguntaron qué decisión tomaría
Descartes ante una actitud tan provocadora e in-
m
dicaron a Mersenne que averiguara sus inten­
ciones.
Descartes escribía a Mersenne el 22 de diciem­
bre de 1641:
«He perdido por completo la intención de re­
batir esa filosofía (escolástica), ya que observo
que está tan absoluta y tan claramente aniquilada
con la sola publicación de la mía, que no es
preciso rebatirla de otra forma.»
En consecuencia, se limitará a publicar los
principios de su filosofía. Expondrá en esta oca­
sión su doctrina «en tal orden que pueda ser
enseñada con facilidad», y confía en «que se
verá por experiencia que sus opiniones no ten­
gan nada por lo que deban ser rechazadas por
los que enseñan, sino que, antes bien, se halla­
rán muy prácticas y cómodas».
La obra anunciada apareció en casa de El­
zevir (en Amsterdam) en julio de 1644, con el
título de Renati Descartes Principia Philoso-
phiae. El abate Picol hizo una versión al fran­
cés de esta obra y, revisada por Descartes, vio
la luz en París en el año 1647, bajo el siguiente
título: Los principios de la filosofía, escritos
en latín por Renato Descartes y traducidos al
francés por uno de sus amigos.
Los Principios de la filosofía se hallan divi­
didos en cuatro partes:
La primera, titulada De los principios del
conocimiento humano, «contiene casi idénticas
cosas que las Meditaciones, pero es totalmente
de otro estilo y lo que en uno se encuentra es­
crito en forma extensa, está más reducido en
el otro y viceversa».
La segunda parte se titula De los principios
1)4
de las cosas materiales. Descartes describe por
qué no considera en los cuerpos sino una ma­
teria espaciosa en longitud, anchura y profun­
didad, y en sus alteraciones sucesivas, sino mo­
vimientos regulados por algunas leyes muy sim­
ples. Recusemos deliberadamente todas las «cua­
lidades ocultas», las «formas sustanciales», que
«son añadidas a la sustancia al igual que peque­
ñas almas a sus cuerpos», y no imaginemos nada
en la materia más que lo que resulta forzosa­
mente de su esencia.
«Y no supongamos tampoco, por otra par­
te, que sea esa primera materia de los filósofos
la que ha sido desprovista de sus formas y cuali­
dades hasta el extremo de que no ha quedado
nada que pueda ser entendido con claridad, sino
entendámosla como un verdadero cuerpo abso­
lutamente sólido». Algunos alegarán: la exten­
sión matemática no es nada más que una abs­
tracción y no puede existir fuera del espíritu.
¡He aquí la «objeción de las objeciones»!, res­
ponde con ironía Descartes.
«Cuantas cosas podemos entender y concebir
no son a su cuenta más que imaginaciones y fic­
ciones de nuestro espíritu que no es posible que
tengan ninguna subsistencia, de donde se deduce
que no haya nada más que lo que no se puede
entender, ni concebir, ni imaginar, que se tenga
que aceptar por verdadero.»
Si la materia tiene por atributo primordial
la extensión, el espacio no puede ser distinguido
de las cosas que encierra más que por el pen­
samiento. No existe vacío en la naturaleza. Un
espacio vacío sería una extensión sin materia,
mas es imposible que «lista la extensión sin algo
115
extenso. Para que dos puntos se hallen separa­
dos es necesario que alguna cosa los separe. Una
simple idea — la de su distancia— no podría
separarlos en realidad y es preciso que las rea­
lidades se interpongan entre ellos para que no
se toquen.
Los átomos no existen más que el vacío, ya
que la noción del átomo es contradictoria. Una
extensión, por minúscula que sea, posee siem­
pre dimensiones y sus dimensiones son en todo
momento divisibles. Poco interesa, sin embar­
go, que no esté en la actualidad dividida.
En la materia se originan mutaciones. Es un
hecho. ¿Cómo justificarlas? Considerándolas
como movimientos. El movimiento es la única
alteración que puede provocarse en la extensión.
Y en el concepto del movimiento no debe intro­
ducirse la menor noción extraña a la esencia del
cuerpo. Por ejemplo, definamos el movimien­
to: la acción por la cual un cuerpo propende a
cambiar de lugar.
¿Qué entendemos, en realidad, por este tér­
mino de acción? De seguro imaginamos qué en
el cuerpo sucede algo semejante al esfuerzo de
nuestra voluntad para mover nuestros miem­
bros; aún juntamos algo de espiritual a la re­
presentación de lo corporal.
Dejemos al alma lo que corresponde al alma
y no supongamos en el movimiento de un cuer­
po más que su cambio de situación con respec­
to a los cuerpos que lo circundan. No se puede
afirmar, considerando un cuerpo aparte de to­
dos los restantes, si se mueve o se halla inmóvil.
Un cuerpo no se mueve sino relativamente a
cualquier otro cuerpo del cual se distancia o se
116
acerca. En consecuencia, es idéntico en todos los
aspectos, si se tienen presentes dos cuerpos, A y B,
cuya distancia varía, asegurar que A se mueve
y que B continúa inmóvil, o al revés, que A se
halla inmóvil y B en movimiento, siempre que
tras haber elegido uno u otro punto de vista, se
entiendan con exactitud las sucesivas alteraciones
de distancia entre A y B.
Siendo interrumpida la materia, todo movi­
miento ha de ser circular o cerrado. No hay ob­
jeto alguno en el mundo que cambie de lugar sin
que otro no llegue al instante a ocupar el lugar
que el primero ha abandonado. Por consiguiente,
en tomo al pez, que se mueve, el agua produce
tales torbellinos que no se forma jamás el menor
vacío ni delante ni detrás de él.
Dios es la primera causa del movimiento de
las cosas y conserva siempre igual cantidad en el
Universo. Si la fórmula de esta ley se ha alterado
algo desde Descartes, es todavía un principio de
la ciencia moderna que hay en todas las trans­
formaciones de la energía algo que continúa cons­
tantemente igual a sí mismo y es complicado con­
cebir algo de otra manera que como determinada
fórmula de movimiento.
La primera ley de la naturaleza es que «cada
cosa continúa en el estado en que está, en tanto
que nada cambie». Por tanto, es un «falso pre­
juicio» suponer que un cuerpo en movimiento
puede pararse por sí mismo, «puesto que el des­
canso es opuesto al movimiento y nada se inclina
por el instinto de su naturaleza a su contrarío o
a la destrucción de sí mismo».
La segunda ley de la naturaleza es «que cual­
quier cuerpo que se mueva propende a seguir su
117
movimiento en línea recta», lo cual es indudable,
ya que en cada momento un móvil no puede te­
ner sino una dirección.
La tercera ley es que «si un cuerpo que se
mueve halla otro que posee menos fuerza para
seguir moviéndose en línea recta que este otro
para oponérsele, pierde su dirección, aunque no
su movimiento, y que, si tiene mayor fuerza,
mueve consigo este otro cuerpo y pierde de su
movimiento lo mismo que transmite al otro».
Por medio de estos principios generales de la
mecánica universal, Descartes intenta describir
todos los efectos particulares que percibimos en
la naturaleza de las cosas. La ciencia tiene como
fin averiguar los medios utilizados por Dios para
originar los fenómenos y no los fines que se pro­
puso al producirlos. Tales fines son inexplicables
y, por ende, aun cuando pudiéramos averiguar­
los, no seríamos por ello más expertos para alte­
rar la materia, según nuestros caprichos.
La investigación de las causas finales adquiere
un aspecto especialmente grotesco cuando el hom­
bre se considera a sí mismo como el último fin de
la creación. «Resultaría una puerilidad y una ab­
surdidad asegurar que Dios, actuando en esto
como un ser orgulloso, no ha tenido otro fin al
hacer el Universo que el de ser ensalzado por los
hombres y que el Sol, tan superior en tamaño a
la Tierra, no ha sido creado nada más que para
alumbrar al hombre, que no ocupa sino una pe­
queña porción de esta tierra.»
La tercera parte de los Principios de la filo­
sofía, cuyo título es Del mundo visible, es un
ensayo de mecánica celeste. Descartes explica el
movimiento de la tierra y de los restantes plane-
1Í8
las en torno al Sol. Se basa en la hipótesis de Co-
pémico, pero haciendo uso de todo género de
precauciones para no chocar con la ortodoxia
católica.
En verdad demuestra que, hallándose el espa­
cio lleno de materia, el cielo es igual que una
masa líquida que arrastra consigo la tierra y los
planetas en un gran torbellino cuyo centro está
ocupado por el Sol y, en consecuencia, la Tierra
y los planetas no dan vueltas alrededor del Sol,
sino que es todo el sistema solar el que se mueve
en torno a sí mismo. La Tierra no se aparta de
las zonas del cielo que la tocan. Por el contrario,
continúa unida y es arrastrada por su movimien­
to, de manera que con respecto al cielo que la
rodea, se halla, en realidad, inmóvil.
Pero Descartes no se limita a describir los
movimientos de los astros.
Pretende explicar su origen y con este objeto
expone una teoría que afirma ser falsa. Pero agre­
ga que lo erróneo de los principios no evitará que
los resultados sean verídicos. Ño lo consideremos
exactamente así. Si Descartes no se decide a ha­
blar con toda claridad no duda en forma alguna
de los conceptos científicos con que se atreve a
reemplazarlos. ¿No ha afirmado sin lugar a dudas
los derechos absolutos de la razón?
«Y en verdad — afirma — si los principios que
empleo son evidentes, si las consecuencias que
deduzco se hallan basadas sobre la evidencia de
las matemáticas y lo que deduzco de esta forma
se ciñe exactamente a todas las experiencias, con­
sidero que sería injuriar a Dios suponer que las
causas de los efectos que se encuentran en la na­
turaleza, y que hemos encontrado así sean erró­
neas, ya que seria considerarlo culpable de habe­
ros creado tan imperfectos, que nos halláramos
prestos a equivocarnos incluso cuando emplea­
mos debidamente la razón que nos ha concedido.»
Esta audaz teoría respecto al origen del Uni­
verso es, como mínimo en sus rasgos principales,
aquella cuyo desarrollo ha continuado la ciencia
moderna. El mundo no tiene límites, se halla lleno
de una materia infinita y primitivamente homo­
génea.
«Y por la misma razón que no existe ninguna
proporción ni orden alguno que sea más simple
y más sencillo de entender que el que se basa en
una perfecta igualdad, he supuesto aquí que to­
das las partes de la materia han sido iguales entre
si desde el principio, lo mismo en tamaño que
en movimiento.»
Esta homogeneidad primaria de la naturaleza
se halla modificada por los movimientos iguales
de partes iguales que se originan y que tienen
instantáneamente por objeto el diversificarla.
Aparte de ello, cualquiera que sea el orden, según
el cual surjan sucesivamente las variedades par­
ticulares de la naturaleza, semejante orden debe
consumir toda la serie de los efectos posibles.
«De tal forma son las leyes de la naturaleza, que
incluso imaginando el caos de los poetas, o sea,
una absoluta confusión de todos los componen­
tes del Universo, se podría demostrar en todo
momento que, por su medio, esta confusión debe
tornar paulatinamente al orden actual del mun­
do.»
Las diversidades primordiales de la materia
pueden limitarse a tres: la materia sutil o ele­
mento del fuego, compuesta de partes extraordi-
120
ñañamente minúsculas y agitadas incesantemente
en todas direcciones; el elemento del aire, com­
puesto de partes mayores, redondas y «juntas
como granos de arena y de polvo»; el elemento
de la tierra, compuesto «de grandes masas cuyos
fragmentos no poseen más que muy escaso o nin­
gún movimiento que les haga variar a uno de
situación con respecto al otro».
Estos tres elementos no son irreductibles. Se
convierten unos en otros por acciones claramente
inteligibles. «Intentaré — agrega Descartes — de­
mostrar que todos los cuerpos de este mundo vi­
sible se hallan compuestos de tres formas que
se encuentran en la materia, como también de
tres diversos elementos; o sea, que el sol y las
estrellas fijas poseen la forma del primero de
estos elementos, el cielo la del segundo y la tie­
rra con los planetas y cometas la del tercero. Pues
observando que el sol y las estrellas fijas remiten
luz hacia nosotros, que el cielo abre el camino
y que la tierra, los planetas y los cometas la repe­
len y la reflejan, considero que tengo alguna ra­
zón para emplear estas tres diferencias: ser lumi­
noso, ser transparante o ser opaco y oscuro, que
son los más importantes que pueden relacionarse
con el sentido de la vista, para discernir los tres
elementos de este mundo visible.»
El agente productor o propagador de la luz
es el primer elemento, o materia sutil o éter. Si
Descartes no incluye todavía el movimiento del
medio luminoso como vibratorio, por lo menos
enseña que este movimiento no es un traslado
de materia del punto luminoso hasta la retina,
sino la repercusión de los movimientos molecu­
lares del cuerpo luminoso a través del espacio,
121
por el resultado de la continuidad de la plenitud;
de igual manera cuando seguimos con una vara
los contornos de un objeto, todos los movimien­
tos que se hallan en contacto con el objeto, están
forzosamente reproducidos siguiendo cierta ley
por el otro extremo y nuestra mano los percibe,
sin que la menor materia se haya trasladado del
objeto a nosotros.
«Y por este sistema — afirmaba Descartes —
vuestro espíritu se liberará de todas esas peque­
ñas imágenes que revolotean en el aire, denomi­
nadas especies intencionales que trabajan de tal
manera la imaginación de los filósofos.»
La cuarta parte de los Principios de la filoso­
fía lleva por título De la Tierra.
Descartes describe su peso, el fenómeno de las
mareas, las propiedades de los imanes, etc. Re­
chaza toda atracción real entre los cuerpos, ya
que la idea de la atracción material resulta una
noción confusa.
«Ya advierto — escribía Descartes a Mersenne
el 30 de julio de 1640 — que no me explico bas­
tante al deciros lo que entiendo por peso, que yo
aseguro que viene de la materia sutil, girando
muy aprisa en torno a la tierra, y envía los cuer­
pos terrestres hacia el centro de su movimiento,
como podéis comprobarlo haciendo dar vueltas
al agua en redondo en cualquier vasija y tirando
dentro trocitos de madera. Comprobaréis que és­
tos se reunirán en la mitad del círculo que forma
el agua y se mantendrá como hace la tierra en
medio de la materia sutil.»
Sin entrar en más pormenores respecto a los
descubrimientos científicos de Descartes, señale­
mos solamente que le debemos una teoría de la
122
fracción y de la formación del arco iris que ha
quedado como sorprendente modelo de análisis
experimental, la determinación de las leyes de la
corriente de los líquidos, la idea del peso del aire
y de su influjo sobre la ascensión del agua en los
cuerpos de bomba. Pero hemos de recordar, sobre
todo, el extraordinario servicio que Descartes pro­
porcionó a la ciencia, señalándole en definitiva
su método, el análisis racional y su objeto exclu­
sivo, el estudio de las transformaciones del mo­
vimiento.
Por tanto. Descartes no considera como autén­
ticos en el aspecto metafísico sino los principios
más generales de su física y atribuye una certeza
moral a la justificación que ha encontrado de
cada fenómeno examinado en particular.
«Considero — escribe a Mersenne — que se
puede explicar un mismo efecto particular de di­
versas maneras que sean posibles. Pero considero
que no se puede explicar la posibilidad de las
cosas en general más que de una forma que es la
verdadera.»
Advierte la extraordinaria complejidad de las
preguntas que hace, admite la imperfecta deter­
minación de los problemas concretos y lo insufi­
ciente de las soluciones que les damos. Pero en
la mayor parte de las ocasiones nuestra industria
puede basarse sobre una ciencia sin concluir. Una
teoría que se aproxima a la verdad, nos permite
alterar en cierto modo los fenómenos a la medida
de nuestros deseos. Los efectos de la acción sobre
nuestra naturaleza no son perceptibles más que
a nuestros sentidos, que son en exceso groseros.
Con frecuencia no advertimos la diferencia entre
un efecto deseado y otro producido, aunque tal
123
diferencia se derive forzosamente de los defectos
de nuestra teoría.
A este respecto escribía Descartes al final de
los Principios de la filosofía.
«Consideraré haber hecho bastante si las cau­
sas que he descrito son tales que todos los defec­
tos que pueden provocar se encuentran semejantes
a los que observamos en el mundo, sin averiguar
si se han provocado por esas o por otras causas.
Hasta considero que es tan necesario para la
vida conocer las causas imaginadas así como si
se conociesen las verdaderas, puesto que la medi­
cina, la mecánica y, en conjunto, todas las artes
que emplean el conocimiento de la física no tie­
nen otro objeto que el de aplicar de tal manera,
irnos a otros, algunos cuerpos sensibles, que,
como consecuencia de las causas naturales, se
provoquen algunos efectos sensibles, lo que logra­
remos con facilidad considerando las consecuen­
cias de algunas causas así imaginadas aunque
erróneas, como si fueran verdaderas, ya que esta
consecuencia se imagina verosímil por lo que res­
pecta a los efectos sensibles.»
Si Descartes supone los principios generales
de la ciencia como finalmente establecidos, por
el contrario sabe bien que el detalle no podrá
jamás estar formado sino de una manera provi­
sional y habrá de transformarse hasta lo indefini­
do, a tenor de los progresos de la experiencia y
de la reflexión.

124
6

LAS PASIONES DEL ALMA


Cuando escribió los Principios de la filosofía,
Descartes no había acabado todavía el programa
científico que se había propuesto. Le restaban por
estudiar los seres vivientes y en especial el hom­
bre. También le quedaba por obtener de su cien­
cia todas las consecuencias prácticas que com­
porta en sí y establecer así tres artes: el de las
invenciones mecánicas, el de la medicina y el de
la moral.
Descartes trabajó denodadamente el resto de
su vida en la tarea de perfeccionar su obra.
¿Hasta qué punto lo logró? Es lo que vamos a
examinar en este último capítulo.
Inquieto de continuo por llegar a las aplicacio­
nes más prácticas de la ciencia, seguro, sin em­
bargo, de su impotencia para dilucidar solo todos
los problemas de la naturaleza, Descartes descui­
da de forma deliberada el estudio de las plantas
y los animales para entregarse de manera especí­
fica al del hombre.
Pero no decide considerar al hombre por
completo ya en adelante. Sus meditaciones meta-
125
físicas le han enseñado bastante respecto a la
naturaleza del alma humana. Investigará, en con­
secuencia, la determinación de la estructura del
organismo material, del cuerpo firmemente ligado
a esta alma y la justificación de sus principales
acciones.
Es verdad que acaso sea llevado por esta in­
vestigación, que es simplemente fisiológica, a nue­
vas meditaciones respecto a las leyes del pensa­
miento, pero no es tal el fin inmediato de sus
trabajos. Las doctrinas hacia las cuales avanzaba
el último intento especulativo de Descartes esta­
ban anunciadas, o desarrolladas, en cierta medida,
en el Discurso del método y en Dióptrica. Adqui­
rieron consistencia en un trabajo escrito en fran­
cés para la princesa Isabel sobre 1646 y publicado,
por primera vez en Amsterdam, en el año 1649
— las Pasiones del alma — y en un tratado pós-
tumo y sin concluir: Del hombre y de la forma­
ción del feto.
Pasando del estudio de los cuerpos brutos al
de los cuerpos vivientes, Descartes no deja el
método que ha decidido de una vez para siempre:
no describir lo corpóreo sino la idea de la exten­
sión y lo espiritual por la idea del pensamiento.
El cuerpo, incluso viviente, incluso humano, no
deja de ser siempre un cuerpo; la vida no agrega
un nuevo atributo a la materia y si tenemos un
alma, no varía en absoluto la naturaleza del or­
ganismo material que tiene unido por voluntad
de Dios.
Debe, en consecuencia, considerarse el cuerpo
humano como una máquina admirablemente for­
mada, cuyos efectos se originan todos en virtud
de las leyes de la mecánica. Si nos fuera posible
126
separar de un cuerpo humano el alma que se halla
unida a él, comprobaríamos que este cuerpo se­
guía viviendo como antes, o como mínimo cum­
pliría con toda normalidad cuantas funciones que
en él no dependen sino de sí mismo y son sufi­
ciente para mantenerlo sano y próspero. No es
porque el alma abandona al cuerpo la razón pol­
la cual el cuerpo se extingue, sino porque el cuer­
po perece es por lo que el alma lo deja.
Esta doctrina tiene por resultado la teoría de
los animales máquinas. Suponemos, en general,
que los animales poseen alma igual que nosotros.
¿Por qué lo imaginamos así? Debido a que son
seres vivientes y nos parece que la vida no puede
estar sostenida en un cuerpo sino por el alma.
Pero esto es erróneo. A un cuerpo sin alma le es
posible vivir.
La común creencia de que los animales tienen
alma es una hipótesis gratuita, superflua, inútil­
mente compleja. Si nos resulta difícil suponer que
los animales pueden actuar sin pensar, meditemos
que nosotros mismos obramos, en ocasiones, sin
que nuestra alma dirija nuestros movimientos.
Un mecanismo que es nada más que corporal nos
hace respirar, andar y comer.
No nos admiremos, por consiguiente, de que
los animales no posean pensamiento, ni senti­
miento. Ahora bien, se argüirá: tienen ojos al
igual que nosotros. Los ojos ¿no son para ver?
Aunque los animales ven, no ven como nosotros,
«sintiendo y conociendo», lo que ven; solamente
ven a semejanza nuestra, cuando, con el espíritu
distraído, no percibimos la presencia de los obje­
tos exteriores, a pesar de que sus imágenes se
graben en nuestra retina y a pesar de que las im­
127
presiones recibidas por los nervios ópticos obli­
guen a nuestros miembros a ponerse en movimien­
to. Y en tal caso no nos movemos sino como
autómatas.
No obstante, ¿los animales no nos dan mil
pruebas de su pensamiento? Sus gritos, sus mue­
cas, su lenguaje y, en suma, sus habilidades, sus
astucias y sus extraordinarios instintos, ¿no de­
muestran bien claramente que tienen inteligencia?
Los animales no tienen lenguaje. Si lanzan
gritos, si hacen gestos, son consecuencias natura­
les de los movimientos orgánicos que se producen
en ellos. ¿Por qué imaginar que un alma oculta
provoca estas manifestaciones necesarias de los
estados del cuerpo y las utiliza como sistema para
darse a conocer? Por lo que respecta a la hábil
forma de comportarse de los animales es, al mis­
mo tiempo, en exceso perfecta en su género y muy
limitada en su desarrollo para ser el indicio de
un pensamiento. Sólo una máquina actúa con esa
exactitud; sólo una máquina puede adaptar sus
acciones a las circunstancias.
¿Mas no se puede reconocer que, sin hacer
uso de la razón a semejanza de nosotros, los ani­
males sienten, imaginan, recuerdan y preveen?
No. No es posible reconocer en los animales nin­
gún pensamiento, aunque no se trate más que
del sentimiento y de la imaginación. Un pensa­
miento cualquiera supone, sin duda, todo el pen­
samiento. No existe alma sin razón. ¿Qué sería
una extensión sin profundidad? El sentimiento
y la imaginación son formas del pensamiento que
no pueden efectuarse más que como determina­
ciones particulares de su atributo primordial. O
bien los animales tienen un alma igual que la
128
nuestra o carecen de ella por completo. Pero si
se confiere el pensamiento humano a ciertos ani­
males, no existe razón para no conferirlos a todos.
¿Y qué indicios pueden haber de que, no única­
mente un perro o un caballo tengan un alma ra­
zonable, un alma inmortal, sino asimismo una
ostra o una esponja?
£1 que los animales cuenten con alma o no, es
cuestión que no incumbe a un sabio que estudia
su constitución física. Y para explicar el funciona­
miento del cuerpo humano, es necesario olvidar
que el hombre piensa.
Sigamos a Descartes en su explicación de la
máquina humana. «El calor del corazón es como
el gran resorte y el principio del movimiento de la
máquina.» El calor natural del corazón es lo que
origina sus latidos; cada gota de sangre que alcan­
za el corazón lo dilata, por medio de sus válvulas,
penetra en las arterias y desde allí, por los vasos
capilares, en las venas, de donde retoma al cora­
zón que dilata otra vez.
Cada gota de sangre origina por su parte el
mismo efecto. La sangre es un líquido nutritivo
que transporta a cada zona del cuerpo los ele­
mentos que requiere y se carga a la vez de cuan­
tas sustancias han de ser eliminadas del organis­
mo. Todo este cambio se lleva a cabo por acciones
mecánicas perfectamente inteligibles. Las partes
«más vivas, más fuertes y más sutiles» de la san­
gre llegan a las concavidades del cerebro y cons­
tituyen lo que Descartes llama los espíritus anima­
les que compara «a cierto aire muy sutil» o mejor
aún a «una llama muy viva y muy pura». Desde
el cerebro, los espíritus animales se distribuyen
por todo el organismo por «tubos» que se deno­
129
5
minan nervios; hinchan los músculos y de esta
forma mueven nuestros miembros.
Pero los nervios no son sencillos tubos. Su
médula une todos nuestros órganos al cerebro y
hace resonar en él todas las impresiones de los
objetos externos o el sencillo desarrollo de los
fenómenos vitales. Es en el cerebro en el lugar en
que cada sacudida procedente de la periferia tie­
ne como resultado abrir una u otra vía a los
espíritus animales y producir así tal o cual movi­
miento de los órganos. La disposición natural
de los «poros» del cerebro justifica todas las reac­
ciones de los cuerpos vivientes a las motivaciones
exteriores.
Descartes no se contenta con explicar los fe­
nómenos de la vida corporal. Busca su contacto
con los diversos pensamientos que constituyen
la vida anímica y elabora de paso una nueva cien­
cia : la de las relaciones de lo físico con lo moral.
Semejante ciencia no nos enseña nada respecto a
la naturaleza del alma, naturaleza que únicamente
la metafísica, o estudio del pensamiento, como
pensamiento, puede dilucidar. No nos instruye
tampoco en lo que se refiere a la naturaleza del
cuerpo humano, ya que, por el contrario, se basa
sobre el conocimiento de esta naturaleza. Ni nos
explica tampoco la unión del alma y el cuerpo.
Hemos observado, en efecto, que tal unión no
puede comprenderse como una relación entre el
cuerpo y el alma, sino como una sustancia inde­
pendiente, como una totalidad irreductible, un
compuesto sin conexión inteligible con sus ele­
mentos. Estudiar las relaciones entre el alma y
el cuerpo no es entender su unión. Es, a la inversa,
persistir sobre su oposición de naturaleza y com-
¡30
probar, sin entender nada, el eslabonamiento de
hecho entre los modos de la extensión y los del
pensamiento.
Esta ciencia de las relaciones de lo físico y lo
moral no posee, por tanto, interés especulativo,
sino simplemente una utilidad práctica. Nos per­
mite, proporcionándonos la determinación empí­
rica de las coincidencias entre las variaciones del
cuerpo y las del pensamiento, actuar sobre el
pensamiento por mediación del cuerpo. No tar­
daremos en comprobar las ventajas que podre­
mos sacar de semejante poder.
Si cualquier estado del alma es inteligible por
su naturaleza pensante, el hecho de su aparición
sucesiva en los diversos instantes de su duración
no es por lo común explicable más que por las
acciones del cuerpo que aguanta. Explicado de
otra manera, se pueden distinguir en el alma alte­
raciones cuya motivación es ella y modificaciones
cuya causa es el cuerpo; llamaremos a las prime­
ras sus acciones y a las otras sus pasiones.
Entre las acciones del alma observaremos, por
un lado, las que no varían más que el alma misma,
como la voluntad de amar a Dios, o de concebir
un objeto simplemente inteligible; por otro lado,
las que modifican a la vez el cuerpo, como la
voluntad de imaginar algo que no existe (un pa­
lacio encantado, una fantasía) o la voluntad de
provocar un movimiento en los órganos corpora­
les. Por lo que respecta a las pasiones del alma,
siendo formas del pensamiento, son siempre co­
nocimientos, preocupaciones, representaciones.
Pero relacionamos unas a los objetos externos
(color, sonido, etc.), otras a nuestro cuerpo (ham­
bre, sed) y por último, algunas sólo a nuestra
131
alma (alegría, tristeza). Observo esta mancha ne-
gra sobre este papel, me duele el estómago; no
localizo mi alegría ni mi ira ni en las cosas que
me circundan ni en uno siquiera de mis órganos.
No es posible resumir aquí la teoría de la visión
continua de la Dióptrica. Ciertos análisis son im­
posibles de resumir a no ser que se les quite todo
interés e incluso todo signiñcado. Por tanto, nos
limitaremos con apuntar las indicaciones conte­
nidas en el tratado del Hombre respecto a las
percepciones del oído y de las restantes sensacio­
nes orgánicas. También recordaremos, sin añadir
más, que Descartes pretendió definir con exacti­
tud las condiciones físicas y metafísicas de la
memoria y de la imaginación. Pero insistiremos
algo sobre cuestiones inherentes al tratado que
lleva por título Pasiones del alma, es decir, nos
preguntaremos de una forma somera cuáles son,
en opinión de Descartes, las condiciones materia­
les y la naturaleza ideal de tales pasiones, que no
relacionamos ni con los objetos externos ni con
nuestros órganos y sí únicamente con nuestra
alma (como, por ejemplo, el amor o la cólera), y
qué uso sensato puede hacer el hombre de ellas.
El cuerpo, de por sí, llevaría a cabo, por sim­
ple mecanismo, las más importantes acciones que
requiere para su conservación.
Cuando el cuerpo se halla unido al alma, es
conveniente que el alma no ponga obstáculos a
los movimientos naturales del organismo, y por
tal motivo ha hecho Dios que cuando nuestro
cuerpo se encuentra preparado para realizar cierta
acción, surja en nuestra alma una tendencia de
nuestra voluntad a colaborar en este acto del
cuerpo.
132
Ante un peligro, no es porque nuestra alma se
atemorice por lo que nuestro cuerpo huye, sino
que porque nuestro cuerpo huye o propende a la
la huida, es por lo que teme nuestra alma. No
obstante, nuestra voluntad está capacitada para
oponerse a las tendencias del cuerpo. Pero no
puede hacerlo sino utilizando medios indirectos.
Si pretendo contener los latidos de mi corazón,
el temblor de mis piernas, cuando tengo temor,
no lo lograré. Pero me será factible imaginarme
ideas apacibles. Estableceré de esta manera un
nuevo estado de mi cerebro, que, actuando en
todo el organismo, podrá renovar el latido regular
de mi corazón e impedirá el temblor de mis
piernas.
Las alteraciones de mi alma no se hallan en
correlación automática más que con las modifica­
ciones de la «glándula pineal», que está en el
centro de mi cerebro. Si en cuantas ocasiones
siento miedo, mi voluntad actúa sobre mi glán­
dula pineal para variar las disposiciones de mi
cerebro y para apaciguar así las preocupaciones
de mi cuerpo que originan las de mi alma, se
constituirán paulatinamente en mi cerebro aso­
ciaciones durables entre las imágenes del peligro
y las que expulsan tal peligro. Mi cuerpo se acos­
tumbrará a oponerse ai temor, costumbre que se
traducirá en mi alma por la virtud del valor.
Tras haber estudiado las condiciones fisioló­
gicas de las pasiones, Descartes las examina en sí
mismas, y como se trata de pensamientos, las
clasifica, basándose en las diversas afirmaciones
que implican. Diferencia seis pasiones primitivas:
la admiración o sorpresa provocada por un nuevo
objeto que no conocemos si va a resultar útil o
133
perjudicial para nuestro cuerpo; el amor y el odio
que surgen de la impresión causada en nuestro
organismo por objetos de los cuales el cuerpo
conoce ya la utilidad o el carácter perjudicial; el
deseo, que no es sino amor o el odio de un objeto
examinado como futuro; la alegría y la tristeza
que se derivan de la posesión en el presente de un
objeto amado o bien odiado.
De las seis pasiones primitivas. Descartes hace
derivar todas las restantes, ateniéndose al orden
sintético que va de lo simple a lo complejo, e
intenta de esta forma demostrar que nuestros sen­
timientos, incluso los más abstrusos y vagos, están
formados de elementos inteligibles, de ideas sen­
cillas, que la meditación puede volver claras y
distintas.
En una carta que sirve corrientemente de pre­
facio al tratado de las Pasiones del alma, Des­
cartes maniñesta que en esta obra estudiará las
pasiones a la manera de un «físico» y no «como
orador o filósofo moral». Esto no es sino pruden­
te medida. Descartes siente temor de que, ofre­
ciendo su obra en forma de tratado moral, la
Iglesia y los gobiernos, potencias siempre tan ce­
losas de su autoridad moral, se sientan molestas.
Oculta, en consecuencia, sus intenciones, que
no son por eso menos claras para cualquier lec­
tor atento, ya que es un sistema de moral la ex­
posición de la segunda y, en especial, de la tercera
parte de las Pasiones del alma. Diversas cartas
a la princesa Isabel, al embajador Chanut y a la
reina Cristina nos proporcionan un precioso co­
mentario.
Así llegamos al término: la ciencia nos pro­
cura, por último, resultados prácticos. Ya en el
campo de las investigaciones mecánicas. Descar­
tes había podido sacar de sus teorías respecto a
la luz prácticas indicaciones para la fabricación
de lentes, y si sus investigaciones fisiológicas no
habían llegado todavía a constituir una medicina
más verídica que la común, observamos que,
como mínimo, en moral logró obtener alguna en­
señanza de sus especulaciones físicas y metafí­
sicas.
Descartes elaboró para sí, desde su juventud,
una moral provisional, cuyos principios hemos
descrito anteriormente. Pero semejante moral mo­
mentánea no debía regular su vida nada más
que hasta el instante en que por fin elaborara una
ciencia cierta. La ciencia se halla ahora basada
sobre algunos principios indiscutibles. La moral
provisional no tiene ya razón de existir.
Intentando encontrar una moral definitiva,
¿buscará Descartes su inspiración en los antiguos
o se desligará de improviso del pasado? Cualquier
progreso auténtico, ¿no resulta de un concepto
más diáfano de los progresos llevados a efecto
con anterioridad? Ya el método de Descartes era
la síntesis en una unidad imprevista de tres mé­
todos considei'ados hasta aquel momento irreduc­
tibles. Su moral se basará en conciliar tres mo­
rales consideradas como inconciliables: la de
Aristóteles, la de los estoicos y la de Epicuro.
Aristóteles, nos informa Descartes, ha conce­
bido la moral como la teoría del hombre perfec­
to. Tal moral es una abstracción. No existe un
hombre que pueda realizar el tipo soberanamente
cumplido de la humanidad. La auténtica moral
debe tener presente la imposibilidad en que nos
encontramos de poseer todos los bienes a un
135
tiempo; ha de darnos razones de elegir unos me­
jor que otros. Y además no es suficiente explicar­
nos la perfección para que tengamos el poder de
conseguirla. La moral no es únicamente la cien­
cia de los fines ideales, es asimismo la ciencia de
medios de llevar a efecto otros fines. Esto es muy
importante.
Los estoicos limitaron la perfección humana
a la virtud. De esta manera la hicieron, en cierta
manera, más accesible a todos. Y, sin duda, si no
está en mi mano ser rico o estar sano, me es
factible siempre ser virtuoso. Pero determinados
de estos filósofos han transformado la virtud en
un esfuerzo del alma que no tiende sino a pro­
ducirse a sí mismo y la voluntad exige un objeto;
una acción que no tiene el menor fin no se pro­
duce. La moral no puede rechazar la considera­
ción de una perfección que llevar a cabo o de una
felicidad que lograr. Prescindir de todo no es
ser ni perfecto ni feliz. Es propiamente dejar
de ser.
Para Epicuro la moral no es sino la busca de
la dicha, sin que esto quiera dar a entender que
realice la apología del placer grosero. Sin embar­
go, aunque Epicuro no enseña el vicio, «no ense­
ña tampoco la virtud». No es suficiente señalar­
nos cuál será la recompensa de nuestra morali­
dad, hay que definir la moralidad misma. Nuestro
natural deseo de dicha no se forma por sí mismo
en la clara percepción de nuestros auténticos in­
tereses. La experiencia, el conflicto ciego de las
pasiones pueden, es cierto, originar una especie
de prudencia que reemplace, en el hombre refle­
xivo, el conocimiento del Bien. Pero esa es una
regla de comportamiento desprovista de univer­
136
salidad, de certidumbre y de autoridad. Sólo la
razón ha de proponer sus leyes.
Intentemos, en consecuencia, componer una
moral donde la perfección y -los medios de lo­
grarla se hallen determinados por la razón, donde
la virtud encuentre objeto sin dejar de ser autó­
noma, donde la busca de la dicha sea legítima sin
que la opresión de las pasiones sea por ello jus­
tificada.
No nos es posible a cada uno alcanzar la per­
fección prescindiendo de los hombres y de las
cosas; solamente podemos intervenir en la per­
fección del universo por el papel que seamos ca­
paces de realizar. Que nuestro primer objetivo
sea, por consiguiente, colocarnos en relación al
resto del mundo y estimar en su exacto valor la
importancia de nuestra persona.
Nada de necio orgullo y nada de inútil hu­
mildad tampoco. Averigüemos el límite de nues­
tro poder, pero procuremos efectuarlo por com­
pleto. Ésta es la auténtica «generosidad». Y para
establecer la parte legítima que reclamaremos en
la totalidad de las perfecciones posibles, conside­
remos, en primer término, al creador de todo:
Dios.
Meditando en su omnipotencia, entenderemos
de forma más idónea la inanidad de cualquier
esfuerzo que no se halle medido con sabiduría,
según el conocimiento de las condiciones necesa­
rias de nuestra acción. El azar es inexistente;
nuestro desconocimiento de las causas es lo que
nos hace suponer los caprichos de la Fortuna. Así,
pues, hemos de doblegamos a la necesidad de
los esfuerzos ineluctables de la voluntad divina,
hemos de impedir llevar a efecto por nuestra
137
acción más de lo posible y de lo que debe ser
realizado.
Tras el conocimiento de Dios, el de nuestra
alma es el que nos resulta más práctico. Estu­
diando la naturaleza del pensamiento es como
aprenderemos si hay una dicha que estriba en el
alma sola y si el alma, que es un ser indepen­
diente y libre, una sustancia, está capacitada en
toda ocasión para alcanzar esta felicidad. Por
ende, lo sabemos ya, el alma es inmortal. El te­
mor a la muerte no debe, por tanto, perturbar
las alegrías de nuestra vida. Y, además, como
desconocemos el destino del alma más allá de su
existencia terrena, no debemos, abandonando lo
cierto por lo dudoso, anteponer la muerte a la
vida, sino que «se debe amar la vida sin temer
a la muerte». Si, a raíz de esto, consideramos la
grandiosidad del universo, estaremos poco deci­
didos a explicar todas las cosas a nosotros como
si fuéramos el centro del universo y entendere­
mos que nuestra existencia individual se halla,
por el contrario, sujeta a la existencia del Todo.
Pensémoslo detenidamente: no somos sino
«una de las partículas del universo y con mayor
concreción todavía una de las partículas de esta
tierra, una parte de este Estado, de esta sociedad,
de esta familia, a la cual nos hallamos enlazados
por nuestro hogar, por nuestro juramento, por
nuestro nacimiento. Y han de anteponerse los in­
tereses del todo, al que pertenecemos, a los de
la persona en particular, si bien siempre con me­
dida y de manera discreta. También resultaría
una gran equivocación afrontar un gran daño
para proporcionar un minúsculo beneficio a los
familiares o al país. Y si un hombre vale más
138
que todo el resto de su ciudad, no tendría razón
en intentar sacrificarse por salvarla.»
Nuestra alma es una e indivisible; siendo pri-
mordialmcnte razón su inclinación, su voluntad
básica no pueden ser más que las de seguir la ra­
zón. £1 conocimiento de la verdad origina ya el
amor a la verdad, el conocimiento de Dios, que
es verdad total, origina el amor a Dios. No hay
hombre tan poco reflexivo, tan dominado por las
pasiones, que no manifieste de alguna manera
este amor a la verdad y a la razón.
«Son escasísimos los hombres tan débiles y
tan irresolutos que no deseen más que lo que su
pasión les señala» y hasta si no siguen en sus
acciones «más que juicios falsos y basados sobre
algunas pasiones por las cuales la voluntad se
dejó antes vencer o atraer», como las siguen aún
«cuando la pasión ya no existe», se puede afirmar
que por su amor a la razón es por lo que se atie­
nen a sus primeras opiniones; porque las consi­
deran verdaderas es por lo que piensa que se
hallan obligados a doblegarles su voluntad inclu­
so cuando ya no experimentan el deseo. Todo
hombre, por tanto, posee en alguna medida el
amor a la razón, todo hombre intenta relacionar­
se con la razón. Pero ¿cómo imponerse a las ma­
las pasiones? Por la meditación, que nos hace
entender su naturaleza y nos proporciona los me­
dios para dominarlas.
El poder de las pasiones no es sino el poder
de <la costumbre. Si a determinados movimien­
tos de los espíritus animales pertenecen ciertas
pasiones de mi alma, es que antes esos movimien­
tos se han encontrado enlazados a estos pensa­
mientos por una coincidencia casual entre el desa-
139
rrollo de los estados de mi cuerpo y el de los
estados de mi alma. La repetición fortalece los
nexos establecidos por una primera asociación y
así, paulatinamente, se forja nuestra cadena. Sin
embargo, cualquier hábito puede ser aniquilado
por la acción de la voluntad. De las mismas im­
presiones corporales surgirán en nuestra alma, si
lo deseamos, pasiones opuestas a las que surgie­
ron antes. Podemos dominar nuestras pasiones,
nos es posible cambiar el miedo en valor, pode­
mos poner la máquina del cuerpo a disposición
de alma, tornar nuestras pasiones en virtudes y
transformar en costumbre orgánica el libre amor
del pensamiento por la razón y por Dios. La
perfecta virtud no cuesta en tal caso el menor
esfuerzo. Convertirse en virtuoso es perder la li­
bertad de obrar mal.
Cuando conocemos de forma clarividente nues­
tro bien, y cuando las pasiones no alteran ya este
conocimiento, aunque, hablando en sentido abso­
luto, estamos en libertad de actual mal, es mo­
ralmente imposible que deseemos experimentar
a costa nuestra este poder real.
Pero ateniéndonos a las indicaciones de la
razón, disfrutaremos de otra libertad muy pre­
ferible, la «facilidad» misma de nuestra acción
que ya no inquietarán el menor deseo, el menor
remordimiento, ningún arrepentimiento. Es exac­
tamente en esta libertad en lo que consiste 'la fe­
licidad del sabio y vamos a entender ahora cómo
la virtud incluye por fuerza la beatitud.
El placer no es la felicidad. Se puede inter­
venir tristemente en el placer y aguantar con ale­
gría los dolores. El placer puede hallarse unido
a la pena, a los remordimientos, a los deseos y
¡40
muy a menudo va acompañado de pesadumbres.
La beatitud es esencialmente alegría pura y du­
radera; debe llenar por completo el alma, no
dejando resquicio para la menor tristeza y situar­
se bastante sólidamente para perdurar siempre.
Contamos, sin duda, con alegrías que son pa­
siones de nuestra alma y que se derivan de su
unión con un cuerpo, alegrías que no son puras,
ya que no prescinden por fuerza del deseo o la
nostalgia por otras alegrías, ni duraderas, porque
dependen de condiciones fisiológicas particular­
mente inestables.
Pero estamos asimismo capacitados para una
«alegría intelectual», que no es una pasión, que
no tiene por condición algún estado de los órga­
nos del cuerpo, sino que sigue forzosamente al
conocimiento de nuestra perfección presente. Se­
mejante alegría intelectual no se origina solamen­
te en hecho, sino que tiene, por ende, el derecho
a la existencia. Se justifica delante de la razón
y en esto es pura, ya que el sentimiento de la per­
fección prescinde por necesidad de todo deseo y
cualquier nostalgia y es firme o duradera, puesto
que si este sentimiento es verdadero, no podrá
jamás dejar de representársenos como tal. Y para
que sintamos esta alegría intelectual, no es ne­
cesario que lleguemos a la perfección total, sino
sólo a toda la perfección que estamos capacitados
para alcanzar en la actualidad. «Un vaso puede ha­
llarse lleno al igual que otro más grande, aunque
contenga menos licor.» En consecuencia, la virtud
no es un engaño; comporta en sí misma su re­
compensa.
La virtud no es una excelsa locura, una pasión
insensata por el puro sacrificio, por el total re-
141
nunciamiento, un amor ridiculo por la gloria o
cualquier otra vanidad. Todo avance moral em­
pieza, es cierto, por la ilusión de un sacrificio. No
nos damos cuenta de la verdadera felicidad hasta
después de haberla disfrutado; consideramos per­
der algo abandonando los falsos bienes.
El sacrificio de la ilusión es igualmente un
sacrificio y eso es lo que constituye el mérito del
sabio. Pero el sacrificio moral no es inútil, ya
que es ilusorio, y es lo que representa el precio
de la virtud.
Así concluye la filosofía cartesiana con la ase­
veración optimista de la identidad básica del ser
y del bienestar, de la perfección y de la beatitud,
de lo ideal y de lo real.
En 1649, a requerimientos de la reina Cristina,
Descartes se trasladó a Suecia. El 11 de febrero
de 1650, fallecía en Estocolmo a consecuencia de
una congestión pulmonar.

142
ESPINOSA
por
Emile Chartier
1

LA VIDA Y LAS OBRAS DE ESPINOSA


Baruch Espinosa nació el 24 de noviembre de
1632 y pertenecía a una familia de judíos portu­
gueses. Sus padres deseaban que se hiciera rabi­
no y, por tanto, realizó estudios de gran impor­
tancia, aprendiendo hebreo y latín, a la vez que
geografía y física. La lectura de las obras de Des­
cartes hizo nacer en él el interés hacia la filo­
sofía.
Llevó la vida de un sabio. Con el fin de poder
pensar con absoluta libertad, quiso vivir del tra­
bajo de sus manos y pasó cierto tiempo en pulir
cristales para los instrumentos de óptica. Cuando
el Elector palatino le ofreció una cátedra de filo­
sofía, Espinosa repuso de la siguiente manera:
«Me digo, primeror que A sistir de ha­
cer progresar la filosofíasi deseo ocuparme en
ihstruir a la juventud. Me dipn Ine^r» que desco-
nozco qué Hmires~7Ipbn poner a esta libertad dg
pensamiento de la cual me habláis, si eltidopare-
Cgl~mquiatar a la teligl6i7~esfáblecldá, yaJque~Iós
cismas no se sustentan tanto en un
por la religión, como en las diversas pasiones
145
que mueven a los hombres y su afición aja-cog-
tradiccióll. UUC"a nitflliula lw> I i^ii t^ll rtpgvirtiiar y
tergiversar las cosas más claramente~expresadasr
Y-eomTryo lo he probado, incluso viviendo apar­
tador y sulu. más 'habría de temerlo si me elevase
hasta la dignidad que me brindáís.~»~~~ -
És posible que rechazase también, por moti­
vos similares, una pensión que Condé pretendía
que Luis XIV le concediera. Por lo que se advier­
te, su vida retirada no pudo evitar que su fama
llegara muy lejos. Leibniz, al volver de Inglaterra,
le hizo una visita y uno de los hermanos de Witt
tuvo el honor de ser su discípulo y amigo.
Tenemos noticia, por sus biógrafos, de que era
sencillo y bondadoso, que vivía con muy poco y
que, a pesar de su precaria salud, se sentía feliz
También sabemos, sobre todo por su Tratado teo-
lógico-politico, que era profundamente adicto a la
República holandesa y que situaba la libertad de
conciencia y la libertad política en la lista de
los bienes más preciados.
Por lo que parece daba de sí mismo, como
prueba de religión, una vida sencilla y frugal, des­
provista de todo lo que no era verdad. Y es ne­
cesario admitir que, sin tal prueba, las demás
de nada valen. ¿Cómo suponer que un hombre
conoce, comprende y ama a Dios cuando aún bus­
ca los honores y el dinero? No es posible servir
a dos amos a un tiempo.
Murió, el 23 de febrero de 1677, sin haber
cumplido los cuarenta y cinco años, a consecuen­
cia de una enfermedad de pecho que soportara
por espacio de varios años con absoluta entereza.
Había publicado los Principios de la filosofía car­
tesiana y un Tratado teológico-politico.
i46
El mismo año en que murió, dos de sus ami­
gos publicaron las obras que dejaba. Eran un
Tratado político sin concluir, auténtico manual
de política racional, donde se hallan desarrolla­
dos los principios propuestos en el Tratado teoló-
gico-político. Se refiere a la aristocracia y la mo­
narquía. Las condiciones de vida de ambas for­
mas de gobierno están analizadas con una exac­
titud y un detenimiento que manifiestan un gran
conocimiento de los hombres. El capítulo XII y
último no es sino la introducción de un estudio
respecto a la democracia.
Otro tratado, también sin concluir, se titula
De la reforma del intelecto. Ahí es donde se pue­
de encontrar, al parecer, la clave del sistema. Es
como un prefacio de la Ética y no existe, segu­
ramente, en el mundo otro modelo de tan gran
perfección del análisis filosófico. Y, por último,
la Ética misma, la obra maestra, cuya forma geo­
métrica conoce todo el mundo. Se halla dividida
en cinco partes, que se denominan de la siguiente
manera: «De Dios», «Del alma», «De las pasio­
nes», «De la esclavitud humana» y «De la libertad
humana».
Algunas cartas son, para nosotros, un impor­
tantísimo comentario de la Ética. Las más nota­
bles son la famosa carta XXIX respecto al infini­
to; la XLII, sobre la distinción de la esencia y la
existencia; la XLV que se refiere a la demostra­
ción de la existencia de Dios; la XLIX, sobre Dios,
los destinos y la salvación. Mencionemos como
memoria un Resumen de la gramática hebraica.
Todas estas obras, excepto el Tratado de Dios y
del hombre, se encuentran escritas en latín.
Vamos sin más tardanza a exponer la filosofía
147
de Espinosa. Existe, para cualquier sistema, un
punto de vista desde el cual se le comprende
como verdadero y como completo. Intentaremos
demostrar al lector en qué aspecto está aceitado
Espinosa. Por lo que respecta a enseñar en qué
sentido está equivocado, lo dejamos a otros más
hábiles, que no habrán de faltar.
Haciendo, pues, gracia al lector de los «dice
Espinosa...» y de los «según Espinosa...», toma­
mos la palabra en su lugar, para mencionarlo a
menudo y parafrasearlo en cualquier circuns­
tancia.

148
2

LA FILOSOFÍA DE ESPINOSA
I ntroducción .
Los hombres son, casi todos, malos y desgra­
ciados. Son malos porque depositan su felicidad
en la posesión de objetos que no pueden perte­
necer a varios a un tiempo, como, por ejemplo,
los honores y el dinero. En consecuencia, la feli­
cidad ajena -les vuelve desgraciados y no les es
posible, de rechazo, ser dichosos a no ser que sus
semejantes sufran. De ahi surgen la envidia, el
odio, el desprecio; de ahi surgen las ofensas, las
calumnias, las violencias y las guerras.
Son, por ende, desgraciados, porque sienten
afición a objetos de los cuales no son dueños, a
cosas perecederas que no hacen más que apare­
cer en su vida y que el normal curso de ios acon­
tecimientos basta para arrebatar. Esto sin referir­
se a la enfermedad, la vejez y la muerte, de las
que no pueden huir y en las cuales no pueden
dejar de meditar; de tal manera, que nunca tie­
nen la certeza de prolongar un instante más su
felicidad y se hallan seguros de perderla algún
149
día. Por tal razón toda su existencia, repartida
entre el odio y el miedo, se encuentra totalmente
llena de tristeza y termina, por último, en la
desesperación.
Así entienden todos vagamente que la autén­
tica dicha no se basa en las cosas perecederas y
que les es necesario, si desean estar a resguardo
de la miseria, el temor y la muerte, recurrir a
otra cosa, a algo que no pase, a algo imperecede­
ro. Por eso hallamos de continuo en labios de los
hombres esta profunda palabra: «Es necesario
amar a Dios.» Y de aquí han surgido todas las
religiones: todas pretenden hacer partícipe al
hombre de lo eterno, de la vida eterna.
Es, sin embargo, fácil comprobar que las fal­
sas religiones no son en la mayoría de las ocasio­
nes sino un nuevo manantial de terror y de triste­
za, ya que los que tienen el hábito de llevar a los
hombres por el temor y la esperanza no han desa­
provechado esta oportunidad de representarles a
Dios como un ser maligno y temible, que se halla
celoso de sus pobres alegrías y que se complace
con sus lágrimas.
En consecuencia, los hombres, en lugar de un
libertador, han hallado un amo. Y la falsa reli­
gión les vuelve dos veces esclavos: esclavos de las
apariencias y esclavos del ser, esclavos cuando
desean y esclavos cuando renuncian.
La solución se encuentra en esta luz natural
que denominamos razón, que está en cada uno
de nosotros.
Los hombres intentan encontrar a Dios en los
libros sagrados y en las palabras de los profetas;
no distinguen que en los libros y en los discursos
no existen sino palabras y sonidos, que única-
150
mente por su razón procuran sentido a todo esto
y que, en resumen, no pueden hallar a Dios en
los libros sino porque lo poseen ya en ellos.
La revelación por los libros supone, por consi­
guiente, la revelación interior y nada es sin ella.
Y ya que existe una revelación interior no preci­
samos de nada más para llegar a la auténtica
religión y a la verdadera felicidad que hacer uso,
como se debe, de nuestra razón. Como dijo el
apóstol: «Porque Dios nos ha dado de su espíritu
es por lo que conocemos que estamos en El y
que El se halla en nosotros.»

151
3

EL MÉTODO REFLEXIVO
Deseamos aprender a utilizar bien nuestra ra­
zón; queremos aprender a constituir ideas verda­
deras.
¿Qué es una idea verdadera? La primera con­
testación que nos viene a la imaginación es que
una idea verdadera o adecuada es la que conviene
a su objeto o, si se prefiere, que se halla de acuer­
do a su objeto. La idea verdadera de determinado
caballo sería una idea que coincidiese de una for­
ma perfecta, si se puede expresar así, con el ca­
ballo real que representa. Y como la idea es di­
ferente del objeto, ya que Pedro, Pablo o Santia­
go pueden formar cada cual su idea de un objeto
idéntico, la verdad de una idea sería un carácter
extrínseco de la idea y otra cosa que la idea.
Una idea no podría ser, por tanto, conocida y
reconocida como verdadera sino cotejándola con
su objeto. Pero es sencillo de comprender que
semejante comparación no es posible, ya que,
por ejemplo, lo que yo denomino el caballo real
es exactamente la idea que tengo de este caballo
y nada más. De manera que no puedo comparar
153
una idea de un objeto sino con otra idea de idén­
tico objeto.
Aceptando, pues, que la única idea verdadera
sea conforme al objeto, nos hallamos precisados
a reconocer que es según esta conformidad con el
objeto como nos será posible identificar la idea
verdadera. Y será necesario o bien que no tenga­
mos ninguna manera de averiguar si una idea es
verdadera, o bien que la idea verdadera se dife­
rencie de la falsa por algún carácter intrínseco.
Y así es, puesto que observamos que una idea
no aguarda, para ser verdadera, a que el objeto
que representa exista en el mundo. Si un artesano
concibe una máquina ingeniosa y dispuesta ade­
cuadamente para el uso a que piensa destinarla,
su pensamiento es verdadero, a pesar de que dicha
máquina no exista en el instante en que él la idea,
a pesar de que jamás en el pasado haya existido
y pese a que no vaya a existir acaso tampoco en
el futuro. En consecuencia, si -la verdad de una
idea se sustentara para nosotros de su relación
con un objeto real, no podríamos afirmar que la
idea de este artesano es verdadera.
Pero aún hay más. Una idea puede no resultar
verdadera, incluso cuando se halla concebida
como conforme a un objeto real. Si alguien ase­
gura, sin ningún motivo para asegurarlo y por
absoluta casualidad, «Pedro existe», y si se com­
prueba en aquel instante que Pedro existe, hay
desde luego acuerdo entre la idea del hombre y
el objeto, o sea, el hecho de la existencia de Pe­
dro. Pero, a pesar de este acuerdo, afirmaremos
que su idea es falsa o, si se prefiere, que no es
verdadera, puesto que la aseveración de «Pedro
existe» no es verdadera sino para el que conoce
¡54
con seguridad que Pedro existe. Oe igual manera,
como decían los estoicos, el loco que afirma en
pleno día «es de día» no tiene, en realidad, verda­
dera idea de ello. La concordancia casual entre su
afirmación y el objeto nos son suficientes para
convertir esta afirmación en una verdad.
Para conocer si una idea es verdadera no es,
por tanto, preciso sino examinar la idea misma.
Hay, sin duda, en las ideas algo real por lo que
las ideas verdaderas se diferencian de las falsas.
Hay, sin duda, una forma de pensar que, por sí
misma, es verdadera. No es necesario acercar la
idea al objeto para averiguar si es verdadera, sino
a un tipo de la idea verdadera, a un modo ver­
dadero de pensar. De donde se deduce que la
verdad de una idea se halla en la manera como
esta idea es idea y, como se dice, en su forma y
que se basa solamente en la naturaleza y en la
potencia del intelecto.
Esta conclusión es de suficiente importancia
para que la examinemos detenidamente. Por ello
interesa que revisemos todas las maneras de co­
nocer, partiendo de las menos ciertas hasta las
más ciertas, con el objeto de comprobar si su
perfección se basa en un carácter intrínseco de la
idea o de otra cosa.
Sabemos algo, ya sea por haberlo oído decir,
por experiencia o por deducción. Conozco, por
haberlo oído, el día de mi nacimiento y el nombre
de mis padres. Y es necesario que esté enterado
de estas cuestiones por haberlas oído, ya que no
poseo experiencia de ellas. También por oído
aprendemos toda la historia, mucha parte de la
geografía y hasta considerable parte de las cien­
cias naturales, ya que en muy raras ocasiones su-
155
cede que pensemos en volver a reanudar en nos­
otros mismos las experiencias que otros han lle­
vado a efecto. Lo que hay que señalar es que con­
sideramos estos conocimientos como verdaderos;
en lo cual no cabe duda de que estamos equivo­
cados. Es indudable que, por lo común, estemos
seguros respecto al valor de estos conocimientos,
pero no debemos afirmar por esto que tenemos
la certidumbre. No dudo de la existencia de In­
glaterra, pero, no obstante, no tengo tanta cer­
teza de ella como de que la suma de los ángulos
de un triángulo es igual a dos ángulos rectos.
La segunda forma de conocer es por medio
de la experiencia, o sea el comprobar los hechos
que se nos aparecen. Esta forma de conocer de­
pende de lo que denominamos el azar, es decir, de
una intervención de infinidad de causas que des­
conocemos. Ocurre que he visto caer a un hombre
desde el tejado o estrellarse aquel buque contra
las rocas. Pero nos parece que el conocimiento
verdadero no puede llegarnos por un feliz encuen­
tro, y que la diferencia entre el sabio y el ignoran­
te no radica en los sucesos dignos de nota que uno
de ellos ha encontrado en su camino.
Pero, por otra parte, es sencillo demostrar que
este conocimiento por experiencia no puede ser
jamás verdadero en el mismo aspecto en que es
verdadera una proposición geométrica. Todo el
poder de la experiencia se limita a la comproba­
ción de un hecho. Y nuestros sentidos pueden
equivocarnos; es posible que estemos dormidos
y soñando cuando consideramos estar despiertos y
ver; podemos, por ende, soñar despiertos, como
sabemos que les ocurre a algunos. Y, además,
como el acontecimiento pasa y no retorna, nos
156
vemos forzados a confiar, en lo que al aconteci­
miento se refiere, en nuestra memoria. Pero ¿pue­
de uno confiar en su memoria sin riesgo de enga­
ñarse? El conocimiento de la experiencia es, por
tanto, siempre y por su naturaleza, incierto.
Por último es preciso señalar debidamente
que la experiencia de una cosa, que es con pro­
piedad lo que la experiencia nos hace conocer, es
muy diferente de la naturaleza de esta cosa.
Lo que hace que una cosa exista en determi­
nada circunstancia, en cierto lugar, y que se pro­
longue algún tiempo, no es -la naturaleza de esta
cosa, sino la numerosa infinidad de circunstan­
cias que la acompañan.
Por ejemplo, un hombre no existe porque está
formado de tal manera y porque está capacitado
para tales actos, sino porque determinadas cir­
cunstancias le mantienen y le conservan. Lo que
lo demuestra a la perfección es que yo puedo con­
cebir claramente un hombre sin que por esta
razón el hombre que concibo exista. Y, no obs­
tante, existiría si su naturaleza o, si se prefiere,
su esencia, -le hiciesen existir. Por lo mismo no se
puede afirmar que un hombre muere porque su
estructura y sus funciones dejan de ser tales;
porque la estructura y las funciones de dicho
hombre, todo cuanto hace que sea él, todo esto
compondrá todavía su naturaleza cuando haya
muerto. Lo que es cierto de este hombre no puede
resultar falso en él, ni dejar de corresponder a su
esencia. Por consiguiente, las razones que hacen
que deje de ser no pueden derivarse de su natura­
leza, sino de otra cosa. Debe afirmarse que muere
porque determinadas circunstancias lo eliminan,
le expulsan de la existencia. Expresado de otra
manera, de la definición o esencia de un ser no se
J5 7
puede determinar que existirá en cierto momento
o que dejará de existir en otro determinado mo­
mento.
En el supuesto de que se conozca a la perfec­
ción la naturaleza de un hombre, esto no expli­
cará el porqué ha nacido en tal momento y
por qué morirá en tal instante. No existe la me­
nor relación entre la conformidad de la estruc­
tura y de las funciones de un hombre y el hecho
de que reciba una piedra en la cabeza o que la
piedra caiga junto a él. Los sucesos que requieren
a un hombre a la existencia o lo eliminan de ella
no se incluyen en su definición; son extrínsecos
con respecto a él; se basan en el conjunto de to­
das las restantes cosas, o sea, del estado de todo
el universo a cada instante.
En consecuencia, estudiar la existencia y las
condiciones de la existencia más o menos larga
de un ser; no se trata de estudiarlo a él mismo,
es estudiar otra cosa ajena a él; no es estudiar
lo que todavía es verdadero en el hombre cuan­
do se ha destruido o cuando está muerto: ponga­
mos por caso, que el hombre es sociable porque
es razonable. Eso no es estudiar lo que hay en
él de eterno, su esencia; es interesante solamente
por lo que le ocurre y de lo cual su naturaleza
no rinde cuenta; es interesarse por el accidente.
En otras palabras, el instante en que un ser
surge a la existencia y el tiempo que permanece
en ella, no constituyen parte de la idea verda­
dera de este ser. Por tanto, la experiencia y la
verdad no pertenecen al mismo orden.
A esto se agrega que el conocimiento experi­
mental, que no tiene otra razón que su utilidad
práctica, se pierde, exactamente por eso, en lo

158
abstracto y lo general y, para ser sinceros, en las
palabras.
Para ser útil, es necesario que permita la
aplicación a otro caso similar de lo que ha sido
comprobado. Sé, por experiencia, que he de mo­
rir, ya que he visto fallecer a mis semejantes. No
obstante, no existe nada verdadero en la fórmu­
la general que deduzco, puesto que hay tantas
formas de vivir como hombres existen y otras
tantas de morir. Y lo que existe es tal hombre
determinado y tal determinada muerte. Y esto
es precisamente lo que escapa a la experiencia.
El problema es apasionante...
Es interesante que el lector retenga su aten­
ción sobre esto, ya que es nuestra norma confun­
dir los conocimientos más precisos con las ideas
más abstractas y generales. Y esto se debe a que
las ideas abstractas son útiles y nos previenen
contra los peligros. Pero no significan ningún ser
ni la menor verdad.
Lo que hay en la naturaleza son cosas par­
ticulares, cada cual con su propia naturaleza.
Todos los carbones encendidos pueden abrasar­
nos si los tocamos. Esta es, en verdad, una útil
aseveración, pero no por ello resulta menos vaga
y vulgar, ya que cada partícula de carbón tiene
su modo de ser carbón y de abrasamos.
Examinemos ahora la deducción y consideré­
mosla detenidamente, porque ahí es donde ha­
llaremos una verdad y una verdad libre de los
azares que llevan los objetos a la existencia. Pero
para entender bien la naturaleza y el auténtico
poder de la deducción es necesario olvidar por
un instante las palabras y los eslabonamientos
de palabras que exponen y considerar el acto
159
mismo por el cual elaboramos, por mediación
de una esencia, otra esencia.
Para constituir el concepto de esfera, ideo tal
causa que me conviene. Por ejemplo, hago girar
un semicírculo en torno a su diámetro, y la es­
fera nace. Posiblemente semejante idea de la esfe­
ra es cierta. Sin embargo, sabemos de sobra que
en la naturaleza ninguna esfera se ha formado
de esta manera y también conocemos que nin­
guna esfera, en la naturaleza, está totalmente
acorde con esta idea de la esfera que acabamos
de constituir.
Pero todavía hay más. Para formar una es­
fera, aseguro que un semicírculo gira. ¿Esta afir­
mación es errónea o verdadera? Para responder
a tal pregunta, no hay que averiguar si existe
algún semicírculo en la naturaleza y si éste gira,
ha girado o girará, puesto que conocemos que
ninguno de estos hechos será jamás comprobado.
Se intenta solamente considerar cómo se hallan
ligadas nuestras ideas, es decir, remontarlas, en
resumen, a una forma de pensar que sea por
sí misma verdadera, distinguir una forma de pen­
sar verdadera.
Y se observa perfectamente que esta afirma­
ción de que el semicírculo gira resultaría erró­
nea si se considerase el semicírculo solo, ya que
no existe nada, en la idea del semicírculo, de
donde se pueda colegir que el semicírculo gira.
Esta afirmación es, no obstante, verdadera en lo
que respecta a la idea de la esfera.
Se observa, a tenor de lo expuesto, que la
consideración de un objeto existente o inexisten­
te, de un hecho comprobado o sin comprobar, se
halla aquí ausente por completo y que la verdad
160
o el equívoco no resultan sino de cierta relación
entre las ideas, o sea, de una deducción más o
menos acertada. No es cierto que el semicírculo
gire, pero sí es verdad que el semicírculo, giran­
do, origina una espera.
Lo descrito no es aplicable solamente a las
figuras geométricas, sino asimismo a los seres
que existen en la naturaleza. Lo que constituye
la diferencia entre una ficción y una idea verda­
dera es todavía una deducción más o menos ab­
soluta. Afirmo, pongamos por caso, que los ár­
boles hablan, y sé con certeza que esto es una
ficción, una idea falsa. ¿De qué forma lo sé? No
es, sin duda, porque en realidad sepa que los
árboles no han hablado jamás, ni hablarán, ya
que mi experiencia no puede hacerme llegar has­
ta el extremo de conocer todo el pasado y todo
el futuro. Habrá de ser, por tanto, porque no
consigo representarme a los árboles hablando,
por lo que me limito a afirmarlo. No puedo re­
presentarme en realidad un árbol que habla; me
conformo con pensar a la vez en el árbol y en
la palabra; lo digo, pero no lo veo, ni tengo de
ello la menor idea. Igual digo que un hombre
se ha convertido instantáneamente en una roca
y aseguro que esa roca era, hace poco, aquel
hombre. Lo digo, pero no tengo la más mínima
idea de ello.
Tales ficciones, en verdad, no son más que
palabras. La representación de tal determinado
cambio o de tal determinada acción falta y esta
representación es le deducción verdadera. Lo que
es cierto es que el semicírculo, girando en tor­
no a su diámetro, origina una esfera. De la mis­
ma manera para el que se representa distinta-
161
6
mente y por partes a un hombre, es cierto que
éste se alimenta, camina, habla y recuerda. Y eso
sería cierto incluso suponiendo que en aquel ins­
tante ningún hombre se alimente, hable, ni re­
cuerde de la forma que uno se lo representa.
Por el contrario, para el que no concibe al
hombre, sino en su conjunto, o sea, de una ma­
nera general y abstracta, no es verdad que este
hombre camine, hable y recuerde, como no es
cierto que la estatua de Galatea adquiera vida y
que los árboles hablen y, no obstante, hay hom­
bres que hablan, andan y recuerdan. Conocer el
acontecimiento y desconocer la esencia, es no
conocer nada verdadero, es en realidad soñar
despierto.
En consecuencia, la verdad de una idea se de­
riva de la forma como está pensada, es decir, de
cierto empleo que se hace del intelecto, de cierto
método que se sigue. Y este método parece ser
la deducción adecuada, es decir, la representa­
ción exacta de las causas y de las propiedades
de lo que se ha añrmado.
Poseer una idea real de la elipse es represen­
tarse un plano cortando un cono bajo determina­
do ángulo, o asimismo un lápiz, un cordel tiran­
te, dos piquetes fijos y el movimiento del lápiz.
Tener una idea precisa del círculo es representar­
se que una recta de longitud fija gira encima de
un plano en torno de uno de sus extremos. Poseer
una idea verdadera de la palabra es representarse
qué órganos humanos, dispuestos de determinada
manera, imprimen tales movimientos al aire. Te­
ner una idea verdadera de la memoria es represen­
tarse, como los órganos humanos, por su estruc­
tura, su consecuencia y sus movimientos, tornan
162
la memoria factible. Poseer una verdadera idea
de la monarquía es representarse como tales cos­
tumbres, determinadas instituciones, ciertas
ideas, concebidas por determinados hombres y
tales acciones realizadas por esos hombres, ha­
cen perdurar el poder de uno solo.
No se distingue medio para el hombre de pro­
gresar con certeza en el estudio de cosas algo
complejas de otra forma que lo hace el geóme­
tra en el estudio de las figuras y de los sólidos y
será muy interesante que la ciencia de Dios, del
hombre y de la felicidad tenga la mayor simi­
litud posible por el orden, el rigor y la clari­
dad de sus comprobaciones con un tratado de
geometría.
Así ahora sabemos que, ya que pretendemos
estudiar al Hombre, a la Naturaleza y a Dios en
su verdad, habremos de desistir del conocimien­
to de las cosas mudables y perecederas, cuya exis­
tencia comprobamos. No hay la menor verdad
de la existencia para el intelecto humano, por­
que la existencia de cada cosa se basa en una
serie de causéis y circunstancias, y éstas de otras
y de esta manera hasta lo infinito.
El orden de la existencia es, por añadidura,
inútil de averiguar, ya que no nos informa res­
pecto a la esencia, es decir, sobre la naturaleza
de las cosas que existen. El conocimiento del
círculo no puede colegirse de las vicisitudes que
un círculo de hierro o de madera pueda tener
que soportar en la naturaleza. Igualmente cuando
conocemos que Pedro ha vivido determinados
años y fallecido tal día, no conocemos todavía
nada en cuanto a la naturaleza de Pedro se re­
fiere.
m
No existe verdad sino en la esencia y ésta
ha de buscarse en las cosas eternas y fijas, tales
como la esfera y el círculo.
Y puesto que comprendemos la naturaleza
y las propiedades del círculo, también hemos de
intentar comprender todas las cosas particulares,
olvidando su existencia y su duración para no
preocupamos más que de su naturaleza tal como
era antes de su nacimiento y tal como será to­
davía a raíz de su muerte. Estas cosas eternas,
por las que podemos entender las cosas perece­
deras, son las auténticas ideas generales. Las ver­
daderas ideas son las esencias, o sea, seres de­
terminados que poseen una forma y de los cuales
nos representamos con claridad la naturaleza y
las acciones.
Por ejemplo, yo me represento claramente un
círculo, engendrado por una recta, poseyendo
todos los radios iguales, y otras numerosas pro­
piedades, y teniéndolas no en determinado mo­
mento, sino en toda ocasión o, mejor, fuera del
tiempo. De igual manera me represento cierto
hombre, conformado de cierto modo y que pue­
de moverse, hablar y recordar, y esto no en un
preciso momento, sino prescindiendo del tiempo,
en la eternidad.
A pesar de lo expuesto, ello no significa que
la deducción se baste a sí misma. La deducción
supone, no sobre ella o a su lado, sino en ella,
otro género de conocimiento, sin el que la de­
ducción no existiría. Lo que compone la verdad
de una deducción acertada es que toda cosa se
halle conocida como originada por otra y ésta
por otra.
Pero, a fin de cuentas, es necesario que algo
164
sea verdadero por sí y no como engendrado por
otra cosa. Siempre precisará la deducción de un
principio sencillo y sin. lugar a dudas. Si la causa
próxima de lo que nos representamos no es en
sí misma verdadera y no es verdadera sino por
otra idea, se requiere que esta otra idea sea ya
verdad, sin lo cual nuestra verdad se basaría en
algo dudoso y, por tanto, no sería una certidum­
bre.
En la idea de la verdad de una deducción ha­
llamos contenida, como su imprescindible con­
dición, la idea de alguna verdad conocida de
otra manera que por deducción. Y no es facti­
ble aquí ir de causa en causa hasta lo indefinido.
Porque no se pretende proporcionar la causa de
un hecho, sino proporcionar la causa de una
esencia eterna. Nos hallamos fuera del tiempo,
nada precede en realidad de nada. Si a-lgo es
verdadero, todo ha de ser verdadero eternamen­
te. Es, por tanto, preciso, para que una deduc­
ción sea verdadera, que alguna primera verdad
sea verdadera de otra forma que por deducción.
Pero esta otra forma de conocimiento no se
halla sólo en el origen de la deducción, sino en
la misma deducción, puesto que la deducción, en
vez de justificar las ideas, está, a la inversa, jus­
tificada por ellas. Hacer girar un semicírculo al­
rededor de un diámetro y producir así una es­
fera; ésta es una deducción correcta. ¿Por qué
razón? Porque se ha engendrado una esfera. Nun­
ca saldréis de la idea del semicírculo que debe
girar y engendrar la esfera. De igual manera no
tendremos el semicírculo mientras no tengamos
el círculo. Tampoco poseeremos el círculo mien­
tras no hagamos girar una línea recta encima de
165
un plano, alrededor de uno de sus extremos.
Pero jamás en la idea de la línea recta hallare­
mos de qué hacerla girar. No deducimos una
idea de otra más que si poseemos desde luego
una y otra idea. Así, pues, es necesario que en
cada instante de la deducción lo que está dedu­
cido sea conocido de forma inmediata e intuitiva
como verdadero. Hay, por tanto, un conocimien­
to intuitivo e inmediato de cada esencia deter­
minada.
Se propone el siguiente problema: hallar una
cuarta cantidad que constituya con otras tres
una proporción. Los comerciantes saben solucio­
nar este problema, o bien de oídas y porque su
memoria recuerda exactamente las operaciones
que se deben efectuar, o bien por la experiencia
que han hecho con frecuencia por sí mismos por
números simples. Y denominaremos estas dos
formas de conocer opinión o imaginación, o tam­
bién conocimiento del primer género. Se puede
asimismo saber solucionar este problema por­
que se han entendido por deducción las propie­
dades de toda proporción. Pero se puede tam­
bién hallar instantánea e intuitivamente el cuar­
to número cuando se trata de los números más
simples. Si los números propuestos son 1, 2, 3,
todo el mundo verá automáticamente y de for­
ma intuitiva que el número buscado es el 6 y,
en realidad, semejante conocimiento ha precedido
por fuerza a la demostración propiamente dicha.
Si no hubiera observado primero lo que es una
proporción, considerando los números más sen­
cillos, no se hubieran tratado demostrativamen­
te las proporciones. De igual manera la aritmé­
tica suministra reglas para agregar un número
166
a otro y enseña que estas reglas se aplican a
todos los números. Pero no se habría probado
jamás en demostraciones de este tipo si no se
hubiera tenido antes la intuición inmediata de
lo que es una suma de números. En particular
cuando se refiere a los números más sencillos,
como 1 y 1, no existe demostración posible de la
suma 1 + 1; no se puede observar sino automá­
ticamente lo que es y, si no se ve, no se podrá
entender jamás nada sobre la suma de dos nú­
meros.
Igual es para todas las demostraciones. Si
no se ve con antelación lo que se pretende de­
mostrar o deducir, nunca se tendrá la idea de
hacer una deducción o una demostración. Si el
conocimiento de una esfera se hiciera en reali­
dad en un par de veces y si se hiciese girar un
semicírculo antes de ver 'la esfera, no se conse­
guiría jamás la esfera, puesto que nunca se haría
girar el semicírculo. Conocer una esencia es co­
nocerla como formada de otras esencias y esto
no puede realizarse sino de una vez. De otro
modo, se conocerían siempre las ideas compues­
tas y no la idea formada.
Posiblemente nos imaginamos que en el trans­
curso de la demostración la certidumbre se abre
paso poco a poco en nosotros. Sin embargo, esto
no es posible. Es necesario que a cada instante
de la demostración estemos inmediatamente cier­
tos. Al instante, y por el lenguaje, es como expo­
nemos por orden y agrupamos las pruebas. Lo
cierto es que no hacemos sino enlazar unas intui­
ciones con otras y todo el arte de la demostra­
ción radica en deducir una verdad compleja,
2 + 2 = 4, de diversas intuiciones inmediatas y
167
que no se pueden descomponer, 2 = 1 + 1, 2 + 2
= 2 + 1 + 1, 2 + 1 =3, 3 + 1=4. Si no está
formada la demostración de proporciones bas­
tante sencillas para que se las comprenda auto­
máticamente y sin demostración, no existirá
demostración. No habría, en consecuencia, ver­
dad ni certeza si el pensamiento no entendiese
al instante por completo lo verdadero antes de
reflexionar respecto a lo verdadero.
Y es necesario que sea así. Cuando sé una
cosa, sé la que sé, y sé que sé la que sé, y de
esta manera hasta lo inñnito. Y estoy bien
seguro, pongamos por caso, de que sé que sé
antes de estar seguro de que sé que sé que yo sé.
Y existe idéntica relación entre saber y saber
que se sabe, que entre saber que se sabe y sa­
ber que se sabe que se sabe. En consecuencia y
por el mismo razonamiento, es necesario que
yo esté seguro de que sé que sé.
Así, pues, la certidumbre es imnediala e ins­
tantánea y precede a cualquier meditación sobre
la certidumbre. En otras palabras, si el acto de
conocer lo verdadero no es inmediato e instan­
táneo, no será jamás, ya que en el instante en
que sea, será por fuerza inmediato e instantáneo.
Si se aguarda y se delibera, no será jamás,
y si es lo será de improviso. Cualquier reflexión
que se dirige a otra cosa que a la idea verdadera
dada es una reflexión aparte, una falsa reflexión.
Por consiguiente, el método reflexivo, o re­
flexión auténtica, no es eslabonar ideas y expli­
carlas unas por otras, o sea, en razonar respecto
a la causas de los seres y sobre las causas de es­
tas causas. Eso es la errónea reflexión, la re­
flexión sin objetos y sin base; puesto que ¿cuál
168
es su finalidad? Enlaza las sombras con las som­
bras; es en toda ocasión hipotética. No es, para
decir la verdad, la idea de nada, ya que lo falso
y lo dudoso no existen.
El método reflexivo es la idea de -la idea, es
decir, la reflexión respecto a la idea verdadera
dada, la reflexión respecto a lo que es cierto
inmediata e instintivamente.
La idea de la idea, dudosa o errónea, y la
idea de esta idea y las ideas de estas ideas inde­
finidamente se apartan de lo verdadero en lugar
de acercarse; se extravían en lo abstracto y lo
general y así es como se constituyen las vagas
ideas de Voluntad, Libertad, Bien y Mal.
La auténtica reflexión es la meditación sobre
la idea dada, sobre la certidumbre inmediata y
completa. Si no partimos de la Verdad, nos en­
contramos apartados de la verdad. Partamos, por
tanto, de la Verdad y establezcamos como prin­
cipio de nuestras demostraciones la Verdad in­
mediatamente conocida, es decir, la idea que no
requiere nada más que de sí misma para ser
concebida.
Nos es posible incluso ir más allá y examinar
lo que hay en esta idea que va a servirnos de
principio. Lo falso no existe. Lo que hace, por
ejemplo, que la idea de que un semicírculo gire
sea errónea es que este pensamiento no va enla­
zado al de la esfera.
La falsedad no es nada efectivo en la idea fal­
sa; no es sino la inexistencia de otra idea. La
idea falsa es verdadera en si; no es falsa para
nosotros más que discursivamente. Para que una
idea resulte falsa es necesario que antes sea ver­
dadera. El error se debe a que poseemos ideas
169
incompletas y mutiladas. En su ser instantáneo,
en su ser por ellas y no en su ser por las otras,
para nosotros son verdaderas; son eternamente
totales y adecuadas.
En consecuencia, si lo falso se deriva de la
inexistencia de una idea, y si la verdad nos es
proporcionada inmediatamente fuera del tiempo,
es forzoso que exista un todo de ideas verdade­
ras y que haya el todo de las ideas verdaderas en
el ser inmediato de cada idea.
El ser inmediato de cada idea, el ser en sí
de cada una supone todas las ideas perfectas,
o sea, un pensamiento correcto. La idea inme­
diatamente verdadera, de la que partimos, con­
tiene, por tanto, por necesidad el Pensamiento
perfecto, del cual nuestro pensamiento es una
parte. A la vez que definimos la verdad inmedia­
ta y absoluta, deñnimos a Dios.

170
4

DE DIOS Y DEL ALMA


«Entiendo por sustancia lo que es en si y
se halla concebido por si, y cuya idea no re­
quiere, para constituirse, de la idea de ninguna
otra cosa.»
Tal definición no hace sino resumir lo ex­
puesto respecto al método en el capítulo ante­
rior. Nos es necesario partir de la idea inmedia­
ta, o sea de la idea inmediatamente concebida;
de la idea que no se deriva de nada y que no
puede ser explicada por nada; de la que se con­
cibe sin la ayuda de ninguna otra. Esta idea es
asimismo la idea de lo verdadero; la idea igual­
mente del ser absoluto, total, perfecto: la idea
de Dios. Dios, ser absolutamente infinito, es sus­
tancia, ya que si no fuera sustancia, se concebi­
ría por otra cosa que por él. Dependería, en con­
secuencia, de algo y sería limitado.
Dios o la Sustancia existe forzosamente. Es
indudable que no puede ser originado por otra
cosa que por él, pues de no ser así su idea se
basaría en la idea de otra cosa. Dios es causa
de sí. La causa de su existencia no es posible,
171
por consiguiente, ser colocada aparte de su
esencia. Es lo que se manifiesta al decir que, si
existe, su esencia contiene la existencia o, si se
prefiere, que existe por definición. Hemos de de­
cir que existe por definición, puesto que debemos
partir de la idea verdadera dada y la verdadera
¡dea ha de estar acorde con el objeto real. Por
esto hemos afirmado al principio que «la sustan­
cia es por lo que es en sí.»
Dios es único. Efectivamente. Una multipli­
cidad de cosas no resulta nunca de una defini­
ción, o sea, de una esencia. Para describir, por
ejemplo, que existen veinte hombres, no es su­
ficiente mencionar la naturaleza humana; será
necesario encontrar, por añadidura, la causa de
la existencia de cada uno de estos hombres. Mas
la causa de la existencia de Dios es su misma
esencia; por tanto, Dios es único. Meditemos bien
sobre este punto.
Dios es eterno, es decir, aparte del tiempo.
Una cosa particular existe en la duración, o sea,
comienza y termina, puesto que la causa que la
hace existir es diferente de su esencia o, si se
prefiere, de su definición. Pero ya que Dios exis­
te por definición, no es posible concebir en Dios
ni principio, ni fin, ni duración. De donde se
deduce que no se debe confundir la duración
ilimitada, que puede resultar de una feliz inter­
vención de circunstancias, con la eternidad, que
es necesidad.
Todo cuanto es se encuentra en Dios y es
concebido por Dios, ya que Dios es el ser y el
solo ser. Y como Dios es infinito, no existe nin­
gún motivo para limitar el número y la varie­
dad de los seres que se encuentran en él y son
172
concebidos por él, es decir, que resultan forzo­
samente de su naturaleza.
Afirmo que resultan forzosamente de su na­
turaleza, porque no concibo con claridad una
cosa por otra, sino cuando concibo que esta cosa
resulta necesariamente de la otra y por esta ra­
zón es por la que por la esencia del triángulo
concibo las propiedades del triángulo. Por esto
se debe asegurar que Dios no es sólo causa de
la existencia de las cosas, sino que es asimismo
causa de su esencia, ya que concebir las cosas
es entender su esencia y que son concebidas por
Dios.
Las cosas no han podido ser originadas de
otra forma, ni trazando otro curso del que tienen.
Intentemos, en efecto, imaginar otro orden de
cosas; debemos asegurar que este orden también
se ha efectuado, puesto que no tenemos la me­
nor razón para limitar el número y la variedad
de las cosas que resultan forzosamente de la
naturaleza de Dios. Todo lo que es posible exis­
te por fuerza.
Una cosa cualquiera es conocida por nosotros
de dos modos. La conocemos como un hecho y
es conocida como una idea. Es conocida como un
hecho en el instante que comprobamos su exis­
tencia en la duración. La conocemos como una
idea, o sea, como una esencia, cuando entendemos
la naturaleza de esta cosa, expresado de otra ma­
nera, la verdad o imperiosidad de las relaciones
entre los elementos que la constituyen.
Por ejemplo, conozco la esfera como un hecho
si observo en la naturaleza un cuerpo esférico
realizado por algún artesano; conozco la esencia
de la esfera si la produzco haciendo girar un
173
semicírculo en torno al diámetro y si demuestro
las propiedades del volumen así elaborado.
Y estos modos de manifestárseme el ser de
la esfera son diferentes e independientes uno de
otro, porque no es preciso, para que yo comprue­
be la existencia de un cuerpo esférico, y para que
explique esta existencia por causas, como el tra­
bajo de un artesano, que entienda su esencia, ni
esto me serviría de nada; porque la causa de la
existencia de la esfera no es la esencia de la es­
fera, sino determinado operario y cierto instru­
mento, que por su parte tienen otra causa de
género similar, y de esta manera hasta lo indefi­
nido. Igualmente, para que la esencia de la esfera
sea lo que es y contenga las propiedades necesa­
rias que contiene, no es preciso que una esfera
exista en este instante.
Aseguraré que la esfera es un cuerpo, en tan­
to que existe y que es determinada a vivir por
otras cosas que existen, como, por ejemplo, un
tronco de árbol, un instrumento o un obrero.
Y aseguraré la esencia de la esfera, en tanto que
está engendrada y que es un pensamiento com­
prendido por otra esencia, como el círculo, el cual
se halla engendrado y comprendido por otras,
como la recta, y así indefinidamente.
Hay, por tanto, para nosotros dos modos de
considerar el ser o Dios. Nos es posible consi­
derarlo como constituyendo el todo de los cuer­
pos, es decir, como compuesto de los cuerpos que
entran en la existencia o abandonan la existencia,
impulsados o expulsados por otros cuerpos que
también nacen y mueren. En este aspecto diré que
la unidad de todos estos cuerpos, es decir, la ex­
tensión, que es su naturaleza general y su enlace,
174
es un atributo de Dios. También nos es posible
considerar el ser como siendo el todo de los pen­
samientos, o sea, como compuesto de todas las
esencias, mientras se explican unas por otras fue­
ra de la duración, en lo eterno.
En este aspecto diré que el pensamiento, natu­
raleza común y nexo de todos los pensamientos,
es un atributo de Dios. Para nosotros el hecho y
la verdad son diferentes, pero no pueden ser, en
realidad, distintos en Dios, puesto que Dios es
uno. Dios, por consiguiente, es al mismo tiempo
el hecho y la verdad, todos los hechos y todo el
hecho, todas las verdades y toda la verdad, es la
unidad de lo uno y de lo otro.
Por añadidura, como Dios es absolutamente
infinito, no dispongo de ningún motivo para res­
tringir a dos los atributos de Dios. Así, pues, afir­
maré que Dios posee una infinidad de atributos
infinitos; pero solamente conocemos dos: la Ex­
tensión y el Pensamiento.
Denominaremos modos de la Extensión divina
a las cosas particulares que conocemos como exis­
tentes, o sea, bajo el atributo extensión; las cosas
que han nacido, que mudan y que morirán, como
Santiago, Pedro, ese árbol, este libro. Denomina­
remos modos del Pensamiento divino a las cosas
particulares que conocemos en sus esencias eter­
nas, o sea, bajo el atributo pensamiento, como,
por ejemplo, una esfera producida por la rota­
ción de un semicírculo, un círculo nacido por la
rotación de una recta, un hecho de memoria des­
crito por la estructura de un cuerpo organizado.
Un cuerpo, modo de la Extensión, es una cosa
cualquiera si se considera que posee su existen­
cia en lo que le circunda de algo extrínseco con
175
respecto a ella. Y la extensión expresa que la
existencia de determinado ser depende de la exis­
tencia de todos los restantes. Una idea, modo del
pensamiento, es cualquier cosa, cuando se consi­
dera que su esencia puede describirse por otras
esencias que supone y contiene en sí, al igual que
la esencia de la esfera por la de un semicírculo
que gira. Y el pensamiento manifiesta que la esen­
cia de un ser se basa en la esencia de todos los
restantes, es decir, que todas las esencias son
intrínsecas unas a otras, comprendidas unas en
otras, explicables unas por otras.
«En Dios es dada forzosamente la idea tanto
de su esencia como de todo lo que resulta nece­
sariamente de su esencia.» Sin duda, siendo Dios
pensamiento puede pensar todo esto y ya lo he­
mos indicado: todo lo que puede ser existe en
Dios forzosamente.
Hay una verdad absoluta de todo y ésta no
varía más de las cosas mismas que lo que varía
Dios — pensamiento, de Dios — extensión.
La forma cómo Dios tiene todas las ideas no
difiere nada de la forma cómo origina las cosas.
«El orden y el encadenamiento de las ideas es
igual que el orden y el encadenamiento de las co­
sas.» Digo igual, debido a que la sustancia, o Dios,
es única, y los atributos extensión y pensamiento
no son sino formas de considerarlo.
Sin embargo, las cosas no hacen más que pa­
sar en la existencia. En tanto que no existen, ¿qué
sucede con sus ideas? ¿En qué aspecto puede afir­
marse que sus ideas se hallan aún comprendidas
en la idea infinita de Dios? Y, no obstante, es ne­
cesario que existan, ya que cuanto es concebible
es real en Dios. Pero en tal caso no se hallan
176
comprendidas más que como las esencias forma­
les de las cosas particulares o modos se encuen­
tran comprendidos en los atributos de Dios. Esto
es muy importante.
En otras palabras, hay para las ideas dos for­
mas de existir. Están en Dios en tanto que infini­
to y existen en Dios en tanto que es causa de la
existencia presente de aquello de lo cual esta
idea es la idea. En resumen, una idea puede
estar implícitamente en Dios, mientras que infi­
nito, o puede existir en acto. La existencia implí­
cita de la idea es su imperiosidad, libre de la
existencia de la cosa. Se halla en tal caso en Dios
como están contenidos en un círculo una infini­
dad de rectángulos equivalentes, compuestos por
secantes que se cortan en un punto.
Pero es necesario asimismo que la idea tenga
una existencia de hecho, unida a la existencia de
la cosa y padeciendo idénticas vicisitudes que la
cosa misma. Si, pongamos por caso, considero
dos de los rectángulos a los que acabo de refe­
rirme, es preciso reconocer que, desde el instante
en que estos rectángulos existen, sus ideas no
existen solamente en tanto que se hallan com­
prendidas en la idea del círculo, sino también en
tanto que cubren la existencia de estos dos rec­
tángulos.
He aquí la razón de que una idea pueda tener
por causa el pensamiento divino en dos aspectos.
Cualquier idea tiene por causa a Dios, en tanto
que es infinito. Y la idea de una cosa que existe
en el presente tiene, por ende, por causa a Dios,
en tanto que es considerado como siendo causa
asimismo de la idea de otra cosa existiendo en
el presente y cuya existencia se halla unida a la
177
de la primera. En otras palabras, la idea también
está unida a la existencia. Necesitamos valorar
convenientemente esta cuestión.
Todo cuanto existe es comprensible por una
esencia eterna y no existiría nada sin esto. Pero
la esencia eterna no es suficiente jamás para jus­
tificar la existencia de una cosa particular. Lo
inteligible de una cosa no explica la existencia de
esta cosa en la duración; no supone sino la eter­
nidad de la esencia aparte del tiempo. Por ejem­
plo, cuando distingo un objeto rojo, me es posible
hacer entender bien lo que es la percepción del
color rojo y descubrir sus leyes eternas y nece­
sarias. Pero estas razones eternas y precisas no
justificarían la existencia de determinado color
rojo en determinado momento. Es, por tanto, ne­
cesario que la idea del color rojo, que existe en
el presente, se halle en Dios de otra manera que
la idea eterna de lo rojo y esto significa simple­
mente que hay asimismo en Dios una verdad de
existencia y que la extensión es un atributo de
Dios.
En consecuencia, todo lo que existe en el pre­
sente es, al mismo tiempo, cosa e idea y, por
añadidura, es idea en dos aspectos. Es idea eter­
na, pero también idea real, aunada a la existen­
cia en acto de la cosa o, si se prefiere, la idea
de una cosa que existe es el alma de tal cosa. Y,
por consiguiente, todo lo que existe en la actua­
lidad tiene su alma.
El hombre que existe actualmente es, él tam­
bién, cosa e idea al mismo tiempo. Visto como
cosa, es decir, bajo el atributo extensión, el hom­
bre es un cuerpo; examinado como idea de este
cuerpo existiendo en la actualidad, o sea, como
178
idea actualmente real, y no sólo como esencia
eterna, el hombre es un alma.
Y, en consecuencia, observamos que el alma
humana se halla relacionada con Dios de dos mo­
dos. En primer término se encuentra en Dios
como esencia eterna, eternamente concebible.
Pero se halla también en Dios en tanto que Dios
encierra, bajo el atributo extensión, la existencia
presente del cuerpo cuya alma es la idea. Es lo
que se manifiesta al afirmar que el alma del hom­
bre está aunada a su cuerpo. El alma y el cuerpo
se hallan unidos de igual forma que en Dios los
atributos pensamiento y extensión están enlaza­
dos, o sea, son dos atributos de un solo e idén­
tico ser.
Hay, por tanto, forzosamente, en la idea alma
mutaciones que se encuentran unidos a las muta­
ciones que se originan en el cuerpo y estos cam­
bios del alma son percepciones. Unicamente sien­
do de esta manera puede afirmarse que el alma
existe. La existencia del alma no es sino la per­
cepción de lo que ocuiTe en el cuerpo. Si deci­
mos que el alma del hombre siente cuanto ocurre
en su cuerpo, pretendemos dar a entender que no
se encuentra sólo unida en Dios a todas las ideas,
bajo el atributo pensamiento, sino que se halla
ligada también en Dios, ya que Dios tiene asimis­
mo por atributo la extensión, a la existencia ac­
tual de una determinada cosa.
Ésta es la razón de que, según un cuerpo esté
más capacitado para efectuar o para sufrir más
acciones, el alma de semejante cuerpo sea más
apta para percibir a la vez mayor número de co­
sas. Lo que es variación en el cuerpo es percep­
ción en el alma o, para expresarnos con mayor
179
exactitud, todo estado de un hombre existiendo
en la actualidad es un cambio de su cuerpo, si
examinamos al hombre con el atributo extensión,
y una percepción de su alma, si consideramos al
hombre con el atributo pensamiento.
El cuerpo humano es un compuesto de indi­
viduos que por su parte se componen de otros
individuos, y el cuerpo completo es también un
individuo, es decir, un conjunto de cuerpos que
se transmiten sus movimientos unos a otros ci-
ñéndose a una ley ñja. De idéntica manera hay
en el alma las ideas de estos individuos, de sus
relaciones y de sus alteraciones.
Y puesto que toda modificación se basa al
mismo tiempo en la naturaleza de los cuerpos ex­
teriores y en la naturaleza del cuerpo humano,
la idea de cada modificación del cuerpo humano
ha de contener al mismo tiempo la naturaleza del
cuerpo humano y la naturaleza del cuerpo exter­
no que lo altera. El alma percibe, por consiguien­
te, a la vez que la naturaleza de su cuerpo la
naturaleza de diversos cuerpos. Lo único que su­
cede es que las ideas que poseemos de los cuer­
pos exteriores manifiestan más bien la constitu­
ción de nuestro propio cuerpo que la naturaleza
de los cuerpos externos. Así, pongamos por caso,
si un febril distingue el amargor del vino, tal per­
cepción más le informa respecto a su propio es­
tado que sobre la naturaleza del vino que bebe.
Ésta es la razón de que nuestra alma pueda
examinar, como si se hallaran presentes, cuerpos
que no lo están. Es suficiente para esto que la
modificación de nuestro cuerpo, que contiene la
naturaleza de este cuerpo, se origine en su ausen­
cia. Y esto es factible porque toda alteración de
180
nuestro cuerpo es un cambio de movimiento, y
cualquier cambio de movimiento puede dejar hue­
llas en las partes blandas del cuerpo, de manera
que tal cambio se reproduce como consecuencia
del movimiento propio, es decir, de la vida del
cuerpo. He aquí por qué existe una muy notable
diferencia entre la idea de Pedro que es el alma
misma de Pedro, y la idea de Pedro en el alma
de Pablo, ya que la idea-alma de Pedro dejará de
existir a la vez que el cuerpo de Pedro, en tanto
que la idea Pedro en Pablo, que manifiesta más
bien la constitución del cuerpo de Pablo que la
naturaleza de Pedro, podrá subsistir hasta si Pe­
dro no existe ya, siempre que -Pablo exista to­
davía.
Esta representación de un objeto ausente
como si estuviera presente es la imaginación. Y es
oportuno señalar que las imaginaciones de este
orden, consideradas en sí mismas, no contienen
el menor error. El error se deriva simplemente
de que no conocemos que el cuerpo que imagina­
mos se halla ausente. Sin duda, si conocemos que
está ausente, el hecho de que nos lo represente­
mos sin que se esté presente, más bien será indi­
cio de nuestro poder que de nuestra flojedad.
Las imágenes de los cuerpos que han alterado
nuestro cuerpo se hallan unidas unas con otras,
de manera que no podamos pensar en una sin
meditar en otra. Esto resulta de que la disposi­
ción del cuerpo que contiene la naturaleza de
una, encierra asimismo la naturaleza de la otra.
Y esta concatenación de las ideas que contienen
la naturaleza de los cuerpos exteriores, a la vez
que las modificaciones de nuestro cuerpo, hace
factible la memoria.
181
La memoria no es, en efecto, otra cosa que el
eslabonamiento de las ideas que encierran la na­
turaleza de los cuerpos exteriores, eslabonamiento
que se efectúa según el orden y el encadena­
miento de las mutaciones del cuerpo, es decir,
según las costumbres de cada uno. De esta for­
ma es como un soldado, observando en la arena
la huella de una pezuña de caballo, será inducido
de aquí a pensar en el jinete y luego en la guerra,
mientras que el labrador pensará, por idéntica
percepción, en el arado y en el campo.
El alma humana no puede conocer un cuerpo
exterior como existente, sino por las ideas de las
alteraciones de su cuerpo. No tiene, por tanto, ja­
más un conocimiento directo y seguro de la pre­
sencia o existencia de un objeto. La existencia de
los cuerpos exteriores no es para ella objeto de
ciencia; no alcanzamos esa existencia más que
por medio de una modificación de nuestro cuer­
po. Para ser exactos, no conocemos jamás sino
la existencia de nuestro cuerpo y en esta existen­
cia y en los avatares por los cuales discurre obser­
vamos la existencia de los cuerpos exteriores. En
consecuencia, no podemos tener ninguna certi­
dumbre sobre la existencia de los cuerpos exterio­
res. No poseemos ningún medio para comprobar
otra cosa que la existencia de nuestro cuerpo y
de sus alteraciones; comprobar, por ende, que
una cosa exterior existe es por fuerza y siempre
engañarse.
Nuestro conocimiento de los hechos, del naci­
miento, de la muerte, de la duración de las cosas
que nos circundan y de la duración de nuestro
mismo cuerpo, el cual se basa en los aconteci­
mientos, es por necesidad y por naturaleza inade-
182
cuado, es decir, inexacto y equívoco, ya que úni­
camente conocemos todo esto por medio de ias
modificaciones de nuestro cuerpo.
A este conocimiento interno o conocimiento
del primer género se debe la composición de las
erróneas ideas generales, motivo de tantos equí­
vocos y de tan vanas discusiones. Como nuestro
cuerpo no está capacitado para asimilar una can­
tidad ilimitada de huellas sin confundirlas y mez­
clarlas, hay un instante en que el alma no puede
ya distinguir distintamente las imágenes de todos
los cuerpos que ha percibido y donde las mi­
núsculas divergencias de color, tamaño, etc., que
existen entre ellas propenden a destruirse.
Por añadidura, es mejor para nosotros, desde
el punto de vista de nuestra seguridad, conside­
rar una cosa después de otra y examinar como
iguales las cosas que originan en nuestro cuerpo
idénticos efectos aproximadamente. Llegamos así
a meditar a la vez en numerosas cosas, y a deno­
minar con una palabra muchos seres particula­
res. De esta forma es como se constituyen las
expresiones trascendentales como ser, cosa, etc.,
y las ideas generales como hombre, perro, caba­
llo, etc. Las ideas formadas de este modo parecen
ser a muchos hombres las más diáfanas de todas,
porque terminan por no tener en el pensamiento
sino palabras que se representan limpiamente.
Pero si se examina con detenimiento la natura­
leza misma de los seres que abarcan una sola pa­
labra, se percibirá que no es posible pensar en
realidad en varios de esos seres a la vez y que,
por consiguiente, las ideas de este género son va­
gas, ya que lo que encierran no puede ser real­
mente pensado.
183
De esta manera es como las palabras reempla­
zan a menudo a las cosas y de esto se derivan
numerosos yerros que no consisten, en resumen,
más que en la inexistencia de una idea, como si
yo afirmo que los árboles hablan o que un hom­
bre se ha convertido de improviso en piedra;
porque bien puedo afirmar semejantes cosas, mas
no puedo pensarlas. Y al pronunciar tales pala­
bras no tengo una idea más equivocada de la
que poseo si digo que «mi corral ha volado en
la gallina de mi vecino».
Del conocimiento experimental, o conocimien­
to del primer género, es de donde sale la idea
de que las cosas son contingentes. En efecto, no
es posible conocer por completo las causas que
hacen que una cosa particular entre en la existen­
cia o salga de ella, ya que estando enlazado todo
en el Universo y dependiendo las causas cerca­
nas de otras causas y así indefinidamente, la jus­
tificación de un acaecimiento supone el conoci­
miento de todo el Universo.
Por esto tenemos inclinación a suponer que
cuando un acontecimiento se provoca de deter­
minada manera, habría podido ser otro. Tal
idea, que es completamente abstrusa, resulta de
que nos representamos con antelación el tiempo
por venir según la relación que haya entre las
diferentes modificaciones de nuestro cuerpo. Si
ayer un niño vio por la mañana a Pedro, al me­
diodía a Pablo y por la noche a Simeón, y si ve
hoy a Pedro por la mañana, se entiende que nada
más ve la mañana, piensa en la hora del medio­
día y de la noche, y que a la vez que medita en
la hora del mediodía piensa en Pablo, y que al
mismo tiempo que piensa en la noche medita
184
sobre Simeón. Es lo que se expresa al decir que
se representa la existencia de Pablo y de Simeón
como enlazada a un tiempo por venir.
Y se representa estas ideas con tanta mayor
confianza cuantas más ocasiones haya comproba­
do esta misma sucesión. Pero si ocurre alguna
vez que ve por la noche, en lugar de Simeón a
Jacob, en tal caso, a la mañana siguiente, a la
par que pensará en la noche, pensará en forma
alternativa en Simeón y Jacob. Su imaginación
vagará entre uno y otro y esto es lo que se ex­
presa al afirmar que se representarán estos dos
acaecimientos como contingentes, es decir, como
inciertos. Se observa que la contingencia no po­
see sentido sino con respecto a la imaginación, o
sea, con relación al conocimiento de la existencia
y que la idea de la contingencia se halla enlazada
a la idea de nuestra ignorancia. Representarse co­
sas que existen en el tiempo es siempre y forzo­
samente equivocarse, ya que es considerar en
todo momento las cosas según las modificaciones
de nuestro cuerpo y juzgar del orden de las cosas
a tenor del orden de los cambios de nuestro
cuerpo.
La confianza con que aguardamos el retorno
de los acontecimientos depende siempre de la
forma como sus imágenes se hallan enlazadas en
nuestro cuerpo.
Pero existe otro tipo de conocimiento posible
al alma humana. Junto a las falsas ideas genera­
les hay nociones realmente comunes a todos los
seres y que son semejantes en la parte y en el
todo. Tal es, por ejemplo, para los cuerpos la ex­
tensión. Una parte cualquiera de la extensión con­
tiene todas las propiedades, todas las leyes, toda
185
la naturaleza de la extensión. Un triángulo posee
exactas propiedades en cualquier parte de la ex­
tensión. No se advierte, por tanto, cómo el cono­
cimiento de la extensión podría resultar incom­
pleto o mutilado; o no se conoce, o se conoce por
completo.
Poseer una porción de esta idea, es tenerla en
su totalidad. El alma humana tiene, pues, idea
apropiada de la extensión y, en general, de todo
lo que es realmente común a todos los seres. El
conocimiento de estas nociones comunes lo de­
nominaremos Razón, o conocimiento del segundo
género. Gracias a la razón poseemos las nociones
geométricas, por las que las propiedades de la
extensión se hallan derivadas unas de otras y
claramente descritas. Y ya demostramos en la
primera parte que la Razón, o conocimiento del
segundo género, supone de por sí un conocimien­
to superior o intuitivo, respecto al cual es inne­
cesario insistir en este momento.
Lo que interesa no olvidar es que el conoci­
miento del primer género es la sola causa de equi­
voco. El conocimiento del segundo género, y con
mayor justificación el otro, que es su condición,
son forzosamente verdaderos. No tienen como fin
la existencia, la cual se basa en numerosísimas
causas que no podemos conocer jamás por com­
pleto. El conocimiento del segundo género tiene
por finalidad lo que es en realidad común a to­
dos "los seres, como la extensión. Y el conocimien­
to de determinado objeto no puede ser incom­
pleto, ya que la parte posee idénticas propieda­
des que el todo.
Y el conocimiento del tercer género, que es
el intuitivo de la esencia de cada cosa particular,
186
es por definición perfecto y total, puesto que es
automático, o sea, que no depende de nada y que,
por consiguiente, nada es posible que le falte.
Se observa, por tanto, que nada de positivo
existe en el error y que éste consiste sólo en la
ausencia de ideas adecuadas que es nota predo­
minante del primer género. Yo distingo el sol
como si me encontrara a doscientos pasos. Tal
percepción no es cierta y no puede resultar ver­
dadera. Pero tampoco puede aducirse que esta
percepción sea falsa, puesto que cuando un hom­
bre sabe por la Razón la auténtica distancia del
sol, posiblemente no yerra en este punto y, no
obstante, sigue viendo el sol como situado a dos­
cientos pasos. El que distingue de esta manera el
sol no se engaña, en consecuencia, sino porque le
lálta la idea de la distancia real del sol. Continúa
en una zona en que uno se equivoca por fuerza.
No conoce en el mundo más que hechos; en esto
radica su error.
Conocer los hechos no es engañar. Pero supo­
ner que no es posible conocer sino los hechos,
tomar el conocimiento de los hechos como tipo
del conocimiento seguro, desconocer por conse­
cuencia lo que es entender y lo que es estar cierto,
representa equivocarse.
El error no es en nuestra vida un acaecimiento
aislado, es una manera de vivir; engañarse es con­
tinuar en el grado inferior. En cuanto se ha par­
tido del conocimiento racional, en cuanto se sabe
lo que es tener una idea nítida, ya no se puede ser
víctima de la menor percepción ni tomar una per­
cepción por una verdad. El error surge en el ins­
tante en que uno ha prescindido de él; el error
puede ser comprendido por el que ha salido de él,
187
al comparar las visiones de su imaginación con
las ideas claras y distintas que tiene posterior­
mente. No es posible hacer entender lo que sig­
nifica el error a un humano que desconoce la
verdad. Y en cuanto un hombre sabe lo que es
la verdad, entiende lo que es un error. «Igual que
la luz al presentarse muestra también lo que
son las tinieblas, asi la verdad se hace reconocer
por sí misma y hace reconocer lo falso.» No hay .
en ello la menor duda.
No existe, por tanto, nada de efectivo en las
ideas que pueda hacer afirmar que son falsas. El
error es la inexistencia de la verdad y no es otra
cosa. Engañarse es estar constreñido a las per­
cepciones, es no conocer otra forma de pensar
que el que depende de adivinar acertada o desa­
certadamente la presencia o ausencia de las cosas
según los cambios que surgen en nuestro cuerpo.
Quien vive de esta manera es en realidad prisio­
nero de su cuerpo; desconoce el ser, desconoce
la naturaleza de Dios y, solamente, mientras ig­
nora la naturaleza y Dios, yerra.
No es, pues, necesario para explicar el error
suponer en el alma humana, como lo hizo Descar­
tes, una voluntad enteramente libre, cuyas aseve­
raciones se expandieran más allá de los límites
del entendimiento. Semejante voluntad es un im­
portante ejemplo de esas erróneas ideas generales,
que aparecen muy claras a causa de que no pone­
mos en ellas sino una palabra, y que en realidad
son completamente abstrusas. Lo que existe en
nosotros es tal acto de voluntad y tal otro acto de
voluntad. Yo pretendo comprar cierto objeto por
determinado medio, o dañar a mi enemigo reali­
zando tales acciones, o lograr la amistad de Fula-
¡88
no haciéndole un determinado servicio. Éstas son
voluntades reales.
La voluntad, considerada en general, tiene
idéntica relación con estos actos de voluntad, que
la blancura con tal o cual objeto blanco; no es
más la causa de tal o cual acto de voluntad, que
la humanidad es causa de Pedro o de Pablo. Hay
una infinidad de formas diferentes de querer y
estas formas diferentes de querer son las que
existen. Referirse a la voluntad en general es, por
tanto, pronunciar una palabra. Nada más.
Como derivación de un error del mismo tipo
se ha llegado a separar del entendimiento, que
concibe una idea, la voluntad que juzga. En el
instante en que yo concibo un triángulo, podré
no expresar en palabras, pongamos por caso, que
tres rectas pueden encerrar un espacio y por esto
me es posible suponer que me impido juzgar, que
estoy en libertad de no juzgar.
Los que consideran las palabras como ideas
se procuran así la ilusión de negar o afirmar en
contra de su opinión. Suponen que dudan cuando
esto no es cierto, y que ignoran cuando no es ver­
dad que ignoren. Pero si analizamos las ideas en
sí mismas, advertiremos que cada idea contiene
una afirmación que no puede, por ningún arti-
lugio, ser apartada de la idea. Medito en un ca­
ballo alado y aseguro que pensando en un caballo
alado, no afirmo la menor cosa. ¿Qué significa, no
obstante, pensar en un caballo alado, sino aseverar
que un caballo posee alas? De igual manera inten­
temos concebir alguna voluntad particular por la
cual el alma afirme que la suma de los ángulos de
un triángulo es igual a dos rectos. Esta afirmación
contiene sin duda la idea del triángulo, o sea, que
189
no puede ser comprendida sin ella. ¿De qué ma­
nera afirmar, en efecto, algo respecto al triángulo,
sino en palabras, sin poseer la idea del triángulo?
La idea del triángulo contiene forzosamente la
afirmación de que la suma de los ángulos del
triángulo es igual a dos rectos, y eso es exactamen­
te lo que la geometría demuestra. Por consiguien­
te, esta afirmación es por necesidad inseparable de
la idea del triángulo. La afirmación no es la me­
nor cosa sin la idea y la idea no es nada sin ella.
Unicamente por una simple ilusión imaginati­
va se puede apartar la idea de la afirmación; y
con mayor motivo sólo en palabras es posible
separar el entendimiento, causa supuesta de las
ideas, de la voluntad, causa supuesta de las afir­
maciones.
Toda idea contiene una afirmación y ésta se
halla unida a la idea. Los que imaginan poder
separar la idea de toda afirmación desconocen
por completo la naturaleza de la idea, que es un
pensamiento, y consideran ideas lo que no son
sino pinturas mudas y sin vida, inertes reproduc­
ciones de las cosas, como, por ejemplo, son las
imágenes en la retina.
Es verdad que si se examina una cosa entre
las cosas, bajo el atributo extensión, se concibe
esta cosa como sustentada por las restantes, sin
que sea preciso un juicio para sostener la unión
de sus partes. En consecuencia, de tal cosa no
podemos asegurar sino que se halla presente, o
que no lo está, e incluso esto sin la menor certi­
dumbre, pero si deseamos meditarla en realidad,
conocer lo que es, y no si existe, hemos de reha­
cerla en todo y sustentarla y sostenerla. Cualquier
idea es un tejido de afirmaciones y éstas la cons-
100
tituyen. El acto de comprender y el de juzgar son
exactos.
Digamos entonces que no hay en el alma vo­
luntad libre. Ninguna cosa en el mundo puede
hallarse independizada de Dios, y el curso de los
acontecimientos, que resulta, forzosamente y ba­
sándose en leyes eternas, de la naturaleza divina,
no puede radicar en los caprichos del individuo.
El hombre se piensa libre, debido a que, teniendo
conciencia de sus acciones, desconoce sus causas.
Pero sabemos con certeza que cualquier acción
tiene una causa y no creemos bajo su palabra a
los enfermos o a los dementes que se consideran
libres y que nos aseguran que lo son, porque cono­
cemos muy bien que son los más esclavos posible.
Y esto no significa que no exista para el hombre
ningún poder ni la menor voluntad, es decir, nin­
guna salvación, ya que vamos a referirnos en se­
guida al poder del hombre sobre sus pasiones y
a la libertad humana.
Esto quiere decir solamente que el hombre no
ejerce ningún poder sobre los acontecimientos
y que de momento debe acogerlos y entender que
en el orden del hecho ninguna salvación, libera­
ción alguna y el menor progreso son posibles. No
es alterando los acontecimientos de su vida la
forma en que el hombre se salvará y se liberará,
sino considerándolos en su exacto valor, dándose
cuenta de que su verdadera vida se halla en otra
parte, más allá de los acontecimientos que pasan,
en lo eterno. Inútilmente pretenderá conseguir de
sus percepciones verdad alguna; no hará en toda
ocasión sino mudar un error por otro. La verdad
pertenece a otro orden y se encuentra en otra
región y sólo es factible llegar a ella por la deduc-
191
ción de las esencias. Asi el hombre intentará
hallar en vano, en el curso de sus percepciones,
cierto poder y libertad; no hará sino variar de
esclavitud.
El poder del hombre es de otro orden. Se en­
cuentra no en los cuerpos o en los hechos, sino
en las ideas, en el orden de las esencias, radica
en la Razón.
Y la libertad es asimismo de otro orden; se
halla en el conocimiento de todo esto por Dios
y en Dios, en la contemplación inmediata de lo
verdadero, en el conocimiento del tercer género.
Es lo que explicaremos ahora, refiriéndonos pri­
mero a las pasiones del hombre y a su esclavitud,
después al poder que le proporciona el empleo de
la Razón y, por fin, a la libertad y a la felicidad
que resultan para él de su relación directa e in­
mediata con Dios.

192
5

DE LOS SENTIMIENTOS Y DE LAS PASIONES


Casi todos los que han tratado de las pasiones
las achacan a no se sabe qué vicio de la humana
voluntad y, por consiguiente, se interesan más en
mofarse de ellas o en criticarlas que en explicar­
las. No obstante, las pasiones, como todo cuanto
existe, han de resultar de las leyes necesarias de
la Naturaleza Divina. Se trata, por tanto, para
nosotros, de entender de qué forma se hallan
enlazados los sentimientos y las pasiones a nues­
tra dependencia, con respecto al Universo, o sea,
a la existencia de nuestro cuerpo en la extensión.
Hay que comprender cómo los sentimientos y las
pasiones se relacionan con los avatares de nuestra
existencia en la duración y con las ideas inadecua­
das que poseemos de tales avatares. Mostrar
cómo la ignorancia y el equívoco son también
alegría y tristeza, amor y odio, esperanza y temor,
éste es el objeto del presente capítulo.
Afirmaremos que obramos cuando algo se pro­
duce en nosotros o fuera de nosotros, y de lo cual
somos la causa adecuada, es decir, que puede
explicarse por nuestra sola naturaleza. Así, por
193
7
ejemplo, entender la naturaleza de la esfera, ela­
borándola por la rotación de un semicírculo, no
se basa en los acontecimientos ni en las cosas
oue nos circundan, sino únicamente en la natura­
leza de nuestros pensamientos. Afirmamos, en
consecuencia, que esto es una acción.
Por el contrario, aseguraremos que padecemos,
si alro se origina en nosotros o fuera de nosotros,
y de lo cual no somos la causa adecuada, es decir,
que no puede ser por nuestra naturaleza sola. Se
deduce de esto que padecemos no sólo cuando
sufrimos simplemente la acción de un objeto, sino
asimismo cuando obramos, en el sentido corriente
de la palabra, para eludir esta acción. Así. por
ciemnlo, el acto de escapar poraue se ve un león,
no es una acción, ya que nuestra simple natura­
leza no es suficiente para explicar semejante ac­
ción: icrual si levanto un pararravos para ponerme
a cubierto del ravo; igual si presto favores a al­
guien para captarme su simpatía por la gratitud
y lo mismo cuando Augusto perdona a Cinna para
desarmar a los restantes enemigos.
Se deduce de lo expuesto que no se debe, en
lo que se refiere a la acción y a la pasión, creer
y lo que aseguran y creen los humanos, puesto
que a menudo suponen aue obran cuando no ha­
cen sino sufrir y hacer honor a su voluntad de
lo que. en efecto, no es justificable por su natura­
leza sola. Al igual que el ignorante no desea la
certidumbre, porque ni siquiera es capaz de ima­
ginar lo que es, sino oue afirma que la tiene, el
hombre oue es más esclavo de los acontecimien­
tos no anhela el poder y la libertad, que no co­
noce lo que son, sino que asegura y cree poseerlos.
Un cuerpo humano puede ser modificado de
i 94
numerosas maneras y por semejantes modifica­
ciones su poder de acción podrá ser acrecido o
reducido. Por ejemplo, el frío puede ocasionar, en
algunas zonas del cuerpo, un entorpecimiento o
una congestión, que ya es una enfermedad. Una
buena comida y un ejercicio moderado aumentan
las energías del cuerpo y lo preparan a la acción.
La idea de cada una de estas mudanzas se produ­
ce, por necesidad, a la vez en el alma. Denomina­
remos sentimientos a la idea de una modificación
de nuestro cuerpo, por la cual su poder de acción
es acrecentado o menguado.
El alma, mientras posee ideas adecuadas, obra
o realiza acciones. En efecto, tales ideas no radi­
can en nada exterior a ellas. Las concibe y las
eslabona de acuerdo con su naturaleza y sin estar
enlazadas al menor acontecimiento. En otras pa­
labras, estas ideas, por ejemplo, la idea de la línea
recta como consecuencia del movimiento de un
punto, o la idea de la esfera como resultante de la
rotación de un semicírculo, se explican por la
naturaleza del alma sola. No nos ceñimos, al ela­
borarlas, más que a las exigencias de nuestro
pensamiento; es lo que se pretende dar a entender
al decir que el alma obra.
El alma padece o tiene pasiones, por el contra­
rio, mientras posee ideas inadecuadas. Porque es­
tas ideas dependen de los cuerpos exteriores, o
sea, de acontecimientos que por su parte depen­
den de otros y en suma, de todo el universo. Y
estas ideas son, por consiguiente, explicables por
la sola naturalza del alma. No tendrían justifi­
cación sino por el universo todo o, si se prefiere,
por Dios, mientras que constituyen el ser, no
solamente del alma humana, sino asimismo de
195
todas las restantes cosas. En otros términos, el
alma es tanto más esclava cuanto más se deter­
mina según los hechos y tanto más libre cuanto
menos se inquieta por los hechos.
Pongamos un ejemplo. Si yo aprecio a mi
vecino porque, en efecto, se ha portado bien con­
migo, mi vecino, como acontecimiento, constituye
parte de la causa de mi acción y mi alma padece.
Pero si, por el contrario, yo le aprecio conforme
a las leyes necesarias de toda sociedad, derivadas
de la idea de Dios y de la naturaleza humana, la
existencia de mi vecino no entra en tal caso para
nada en la constitución de semejante idea. Mi
alma obra, porque quiere, como consecuencia de
una idea necesaria, independiente de todo acaeci­
miento, por encima de todo acontecimiento, y de
la cual es causa suficiente. El vecino no tiene el
menor influjo en ello, y aunque no existiera, le
querríamos bien.
Las acciones del alma no pueden resultar más
que de las ideas adecuadas, puesto que en el alma
no hay más que ideas. De lo que se deduce que
todo lo que en el alma resulta del alma, es acción
y que sus pasiones no son suyas; son repercusio­
nes de todo el universo en ella. El alma no es sino
causa parcial; solamente mientras se depende de
los acontecimientos se tienen pasiones. Por este
motivo dedicaremos el nombre de pasiones a los
sentimientos que se derivan en el alma a conse­
cuencia de las ideas que encierran la presencia
de objetos exteriores a su cuerpo.
Nada puede resultar aniquilado más que por
una causa exterior a ello, es decir, por una causa
que no pertenece a su definición o a su esencia.
Efectivamente. Imaginemos que su esencia encie-
196
rre una causa que la destruya; esa esencia sería
en sí misma imposible y lo imposible no existe.
En consecuencia, cuando alguna cosa se halla ani­
quilada por una causa, se puede asegurar que ésta
no se encuentra incluida en la naturaleza eterna
de la cosa. Y esto significa, simplemente, que cual­
quier cosa posee una esencia eterna. Es, por tanto,
la eternidad de la cosa la que vuelve imposible la
destrucción de la cosa por sí misma; cualquier
cosa, porque posee una esencia eterna, durará de
una manera indefinida, si existe, hasta que una
causa externa a ella la destruya. Es lo que se ex­
presa al afirmar que toda cosa, por naturaleza,
dura y se mantiene, mientras que causas exterio­
res no la expulsen de la existencia. «Toda cosa
procura por todos los medios, en tanto que es
ella, preservar su vida.» Solamente hay que evitar
ver en este intento por perseverar en el ser alguna
abstracción semejante a la voluntad, alguna incli­
nación diferente de la naturaleza misma del ser.
Toda naturaleza es una manifestación del poder
de Dios y sólo en este aspecto esta cosa tiene el
poder de durar. De esto se deriva la idea común
del instinto de conservación o de la adhesión del
ser. Y esto no es únicamente cierto en el hombre
y en los animales; es cierto asimismo en todo.
La existencia no se limita a condiciones exte­
riores, ya que si todo es condición externa, o sea,
condición negativa, no existiría la menor cosa.
Para que exista exclusión de los modos unos por
otros, lucha por la vida entre los modos o seres
particulares, es necesario en primer término que
estos modos existan de una forma positiva por el
poder de Dios. El esfuerzo para preservar en el
ser no es, por consiguiente, sino el poder de Dios
197
expresado por un modo. El ser es lo que es y la
aniquilación resulta un fenómeno extrínseco. He
aquí lo que hay de cierto en el amor de si mismo.
El alma, al igual que todo lo que es, procura
por encima de todo perseverar en su ser. Lo único
que sucede es que tiene conciencia de este esfuer­
zo. En otras palabras, el alma tiene conciencia de
las ideas que la componen y que son las ideas
de las alteraciones del cuerpo y no halla jamás
nada en sus ideas que comprenda su destrucción.
El alma no encuentra nunca en sí misma la idea de
la propia destrucción. Al alma le es imposible pen­
sar que ya no piensa; tal es la nítida idea de nues­
tra adhesión al ser. Ésta, al referirse al alma nada
más, es decir, al alma mientras posee ideas ade­
cuadas, se designa voluntad, mientras que si se
refiere a la vez al alma y al cuerpo, o sea, al alma
en tanto que tiene ideas inadecuadas, se denomi­
na apetito.
El intento del alma por perseverar en el ser no
es, como se advierte, más que la esencia del hom­
bre, de la cual resultan por fuerza los actos preci­
sos a su conservación. Y no es porque semejantes
actos se efectúan por los que el hombre persevera
en el ser, sino al revés, porque perseverar en el ser
es por lo que tales actos se realizan. No hacen sino
manifestar la esencia de la existencia y no son
más que la presencia en hecho de nuestro cuerpo
en el mundo de los cuerpos. La oposición de un
cuerpo a los cuerpos que lo oprimen no puede
proceder de los cuerpos que lo oprimen; es nece­
sario que se deba a su naturaleza. Pero no está
hecha para mantener su naturaleza; todo lo que
puede alegarse es que lo conserva y que procede
de él, no de los otros.
198
Cualquier ser que existe se halla, por el simple
hecho de existir, ligado al ser, sin lo cual no exis­
tiría ni un instante. La esencia del cuerpo humano
es una determinada fórmula de movimiento, la
cual no puede aducirse que exista más que mien­
tras los movimientos se efectúan de acuerdo a esta
fórmula. Por ello se dice que tales movimientos
son propios para conservar el cuerpo. Pero no se
realizan por conservar el cuerpo; el cuerpo no es
sino el conjunto de movimientos por los cuales se
mantiene.
Al decir que el ser hace cuanto puede por per­
severar en el ser, no pretendemos significar nada
más que esto, es decir: que posee una esencia
eterna, o sea, que consiste en una fórmula de mo­
vimiento determinado, que se prolonga indefinida­
mente hasta que causas exteriores no le permiten
expresarse.
El deseo es el apetito consciente de sí mismo.
Se observa a tenor de lo precedente, que el deseo
no es más que el hecho de la existencia, cuando
comprendemos las condiciones sin las cuales no
podría ser esta existencia. No debe, por tanto,
mencionarse en esto el juicio de la mayoría y
considerar que anhelamos una cosa porque la
juzgamos buena. El deseo es primero. El deseo
es un hecho natural que no se puede separar de
la existencia, es la existencia en tanto que no
encierra nunca en ella su propia negación. Así,
pues, juzgamos una cosa buena a causa de que la
deseamos.
Se comprende, ateniéndose a esto, que el alma
puede sufrir de infinidad de maneras y alcanzar
bien una mayor perfección, bien una perfección
menor y esto porque el alma es la idea de un
199
cuerpo cuya duración es dudosa, puesto que se
halla oprimido y amenazado en todos los sentidos
por otros cuerpos. El poder de acción de nuestro
cuerpo está ya acrecido, ya reducido, lo que hace,
que no siendo el alma y el cuerpo sino un mismo
ser, considerado desde dos ángulos diferentes, la
potencia de pensar de nuestra alma se encuentra
a la vez favorecida o contrariada.
Un simple espíritu no afrontaría semejantes
vicisitudes. Pero, para ser exactos, un puro espí­
ritu que no hubiera de depender de su propia
naturaleza, es decir, de la naturaleza de las ideas
como ideas, resultaría perfecto: sería Dios. El
cuerpo no representa otra cosa que la imperfec­
ción y la limitación del alma; representa que el
alma no lo es todo, ya que por medio del cuerpo,
el alma depende del todo de las cosas.
Todas las modificaciones que sufre el alma,
mientras que es también cuerpo, se limitan, en
consecuencia, a dos: el paso a mayor perfección
y el paso a menor perfección.
Por consiguiente, los sentimientos del alma
se limitan asimismo a dos grandes especies: los
agradables y los desagradables o, lo que es lo
mismo, la alegría y la tristeza. Es indudable
que la alegría es el sentimiento de un paso a ma­
yor perfección y la tristeza, el sentimiento de un
paso a menor perfección.
No es posible, en efecto, que al alma acoja sin
oposición la idea de su misma destrucción; es
imposible que el alma no ame su ser y no se
complazca en vivir más y mejor. Desde el instan­
te en que se entiende que la alegría y la tristeza
resultan, no de nuestra voluntad, sino de los cam­
bios del cuerpo y de las ideas de semejantes
200
cambios, es preciso que la alegría sea el indicio
de la perfección y la tristeza el de la imperfec­
ción o, mejor todavía, ya que el sentimiento no
se puede separar del alma que lo experimenta y
es la propia alma modificada, que la alegría sea
el pasaje a una perfección más limitada.
Nuestra alegría y nuestra tristeza son, por
tanto, formas de ser que no creamos nosotros,
que sufrimos, que proceden de nuestro cuerpo y
por medio del cuerpo de todo el Universo, en
cuanto el alma se explica o imagina explicarse
el motivo de su alegría o de su tristeza, en cuan­
to, al contrario, se atiene a aguantar su alegría
o su tristeza como un hecho, con la muy vaga
idea de que el cuerpo es la causa. En este último
caso se denomina a la alegría, júbilo, cuando se
refiere a todo el cuerpo y placer si tiene relación
con una parte determinada del organismo. Y se
llama melancolía y dolor a las dos formas que
corresponden a la tristeza.
El alma procura en la medida de lo posible
imaginar las cosas que aumentan el poder de
acción de su cuerpo. Y en el instante en que ima­
gina cosas que menguan este poder, procura en
lo posible imaginar cosas que eliminen la exis­
tencia de las primeras. No hay que suponer por
esto que el alma aumenta por voluntad el poder
de acción de su cuerpo, pues no lo lograría, sino
simplemente que la imaginación de cosas que
acrecen el poder de acción del cuerpo y, por con­
siguiente, el poder de pensar del alma, está acor­
de con la esencia del alma y así es alegría para
ella, y que la eliminación de las imágenes de las
cosas que reducen este mismo poder es insepara­
ble de la existencia misma del alma.
201
No explicamos más que esto al afirmar que
el alma intenta reemplazar determinadas imáge­
nes por otras. Pero el alma no existe sino en la
medida en que logra efectuar tal sustitución.
Cuando asegura que la quiere es como si dijera
que — el alma — dura y se mantiene, puesto que
esta supuesta voluntad no es distinta de la con­
servación y de la existencia misma del alma. So­
lamente en este aspecto puede aducirse que el
alma tiene aversión hacia ciertas cosas.
Ahora estamos encauzados para hacernos una
idea diáfana del amor y del odio. Cuando unimos
a la alegría la idea de una cosa externa, inten­
tamos, en el sentido que hemos descrito esta pa­
labra, tener y mantener actual la cosa que va
enlazada a nuestra alegría. En tal caso decimos
que amamos esta cosa, lo que no significa que
abandonemos nuestra existencia para unirnos a
ella, sino que meditando sobre ella aseguramos
nuestra existencia y nuestra duración, que nos
amamos a nosotros mismos al imaginarla o, me­
jor aún, que nos alegramos de nuestro ser pen­
sando en esta cosa. Diremos, por tanto, que el
amor es la alegría acompañada de la idea de una
causa exterior y, de forma parecida, que el odio
es la tristeza unida a una causa exterior.
Nuestras alegrías y nuestras tristezas se ha­
llan enlazadas unas con otras de mil modos, como
son las alteraciones corporales de que dependen.
Nuestros sentimientos implican en todo momen­
to cambios del cuerpo y experimentan, en conse­
cuencia, el efecto de yuxtaposición que es la ley
del mundo de los cuerpos. Si el alma ha expe­
rimentado dos sentimientos a la vez, será incapaz
de experimentar uno sin el otro. Incluso las co-
202
sas indiferentes podrán ser para ella causas de
alegría o de tristeza y, por consiguiente, de deseo.
Así es suficiente que hayamos meditado sobre
una cosa en tanto que estábamos alegres o tris­
tes para que odiemos o amemos semejante cosa.
Esto es importante.
Pero será suficiente que una cosa tenga ana­
logía con el objeto amado para que la amemos;
que una cosa tenga analogía con el objeto odiado
para que la aborrezcamos. No cabe duda de que
lo que las dos cosas que se asemejan tienen de
común han sido imaginadas a la vez que sentía­
mos la alegría o la tristeza. Así se comprende que
experimentemos, sin saber la razón, amor u odio;
esto es -lo que se debe entender por simpatía o
antipatía. De ahí se deriva el hecho de que si
una cosa odiada como causa de tristeza se ase­
meja a otra que amamos, la amaremos y abo­
rreceremos a la par o, para mayor exctitud, va­
garemos entre uno y otro sentimiento.
Se observa a cuantos objetos diversos, y a
menudo indiferentes, adherimos nuestra alegría
y nuestra tristeza y de cuantos acontecimientos
nos volvemos, por consecuencia, esclavos.
Pero aún estamos capacitados para experimen­
tar, con motivo de cosas pasadas o futuras, idén­
ticos sentimientos que nos inspira una cosa ac­
tual. En efecto, la imagen de una cosa pasada o
futura se halla latente siempre para nosotros al
pensar en ella; no la denominamos pasada o por­
venir, sino porque la enlazamos a la idea de una
época pasada o futura. De por sí -la imagen de
una cosa es en todo momento la misma, ya se
halle ausente o presente, y el estado de nuestro
cuerpo, en el instante en que pensamos en la
203
cosa pasada o que ha de venir, es igual que si
la cosa se hallara presente.
Estos sentimientos de alegría y de tristeza,
cuando van unidos a la idea de una cosa que ha
de venir, se denominan esperanza y temor. Cuan­
do la tristeza y la alegría van unidas a la idea
de una cosa pasada, sentimos, bien el remordi­
miento, bien una especie de satisfacción a la cual
no se la puede aplicar un término especial. No
hay la menor duda de ello.
Al cabo, nuestros sentimientos se complican
todavía más cuando el objeto que amamos o que
odiamos lo imaginamos capaz de sentir idénticos
sentimientos a los nuestros. La idea de la des­
trucción de un objeto amado nos entristece; igual
idea de un objeto odiado nos alegra. La alegría
del ser que odiamos nos entristece y la triste­
za del ser aborrecido nos llena de júbilo. En efec­
to, cuando imaginamos que un ser está triste, es
igual que si imaginásemos que se halla aniquila­
do; en el momento que imaginamos que un ser
está alegre, es como si imaginásemos que dura
y se conserva.
Y nuestro odio y nuestro amor alcanzarán
incluso a las cosas que nos parecen ser causas de
regocijo o de entristecimiento para el ser que
amamos o aborrecemos. De esto se deriva una
infinidad de sentimientos, entre los que es posi­
ble mencionar la conmiseración, que es la tris­
teza unida a la idea de la tristeza de un ser
amado, y la indignación que es una tristeza acom­
pañada de la idea de un ser que es motivo de
tristeza para el ser que amamos. Se ve perfecta­
mente que de las causas hasta el momento exa­
minadas resultan una multitud de sentimientos,
204
de los cuales casi ninguna tiene la menor denomi­
nación.
Sin embargo, otros sentimientos, no menos
variados y de no menos importancia que los que
hemos terminado de tratar, se derivan de nues­
tra semejanza con el resto de los humanos. «Sólo
de imaginar que un semejante nuestro experi­
menta un sentimiento, nosotros lo experimenta­
mos igualmente.»
Las imágenes de las cosas son, en efecto, mo­
dificaciones del cuerpo humano que comprenden
la existencia de un cuerpo exterior. En otras pa­
labras, si conocemos un cuerpo exterior como
presente, esto significa que la idea de nuestro
cuerpo expresa, a la vez que la naturaleza de
nuestro cuerpo, la del cuerpo exterior. Y no es
imposible conocer un cambio del cuerpo exterior
más que si la idea de tal cambio se halla inclui­
da en la idea que tenemos de nuestro cuerpo.
Cuando nos imaginamos que uno de nuestros
semejantes experimenta cierto sentimiento, no
podemos conocerlo más que si la idea de una
modificación de su cuerpo, que pertenece a este
sentimiento, se halla comprendida en la idea que
poseemos de nuestro cuerpo. Como en el instan­
te en que nos representamos que uno de nuestros
semejantes experimenta un sentimiento, la idea
que poseemos de nuestro cuerpo contiene una
alteración que se encuentra enlazada en nosotros
a este mismo sentimiento, no es posible que no
lo experimentemos.
En consecuencia, si imaginamos que el ser que
se nos asemeja experimenta algún sentimiento,
sólo por eso experimentamos idéntico sentimien­
to. Tal imitación de los sentimientos justifica la
205
piedad y la emulación. Y no solamente estaremos
alegres o tristes con nuestros semejantes, sino
que, por ende, odiaremos o amaremos cuanto
imaginamos como causa de regocijo o de entris­
tecimiento para ellos.
Aparte de esto, nuestros actos siguen a nues­
tros sentimientos o, mejor, no son sino estos
mismos sentimientos considerados en el cuerpo.
La acción es igual al deseo; lo que en el alma
resulta deseo, en el cuerpo es acción. Es por lo
que intentamos llevar a la existencia todo lo que
imaginamos como favorable a nuestra alegría y,
en cambio, en aniquilar lo que suponemos como
desfavorable a nuestra alegría. De la misma ma­
nera nos esforzamos en efectuar lo que creemos
que nuestros semejantes imaginan con alegría y
en destruir lo que suponemos es para ellos mo­
tivo de tristeza. De aquí se derivan la gloria y
la vergüenza y otros sentimientos del mismo gé­
nero, que se basan en el efecto que imaginamos
que provocan nuestras acciones sobre los senti­
mientos de nuestros semejantes.
Los sentimientos de este tipo parecen de na­
turaleza propia para acercar unos hombres a
otros y unirlos. Sin embargo, no es así. En efec­
to, si imaginamos que alguien disfruta de una
cosa de la cual nos es imposible gozar a la vez
que él, procuramos hacer cuanto sea porque no
la tenga, ya que la imitación de los sentimientos
hace que su deseo se tome mayor en nosotros.
De donde se deduce que no es necesario para que
los humanos sean rivales que les sean precisas las
cosas por las cuales se querellan. Es suficiente
que un hombre anhele una cosa para que otro la
anhele también y para que se odien y se enfren-
206
ten uno a otro. Se observa que el odio y la en­
vidia se derivan de la naturaleza humana tan for­
zosamente como la piedad. La misma imitación
de sentimientos que nos hace compadecer el in­
fortunio ajeno, puede hacernos la felicidad ajena
insoportable.
Hay que agregar a todo lo enumerado los
efectos bien conocidos de los celos. Al amar al
que se nos asemeja, intentamos hacer que él nos
ame a su vez. Indudablemente, amar a alguien es
amar su ser; es, por consiguiente, desear su ale­
gría; es, en consecuencia, querer que sienta una
alegría de la cual seamos su causa. Pero, por
ende, nos agrada la aprobación de nuestros se­
mejantes. Pretendemos, por tanto, que el que
amamos tenga alegría y crea que nosotros somos
causa de ella. Como resultado, si ama a otro ser,
le odiaremos por esto a la vez que, sin embargo,
le amamos. De ahí todas las incoherencias y
contradicciones de la vida pasional.
Debe recordarse también, en esta descripción
de las pasiones y de sus nefastos efectos, la in­
fluencia que tienen, sobre nuestro amor y odio,
el amor y el odio que imaginamos en los que que­
remos o aborrecemos. El que supone que es odia­
do por alguien sin haberle dado motivo, le odiará
por su parte, puesto que cuando imaginamos tal
cosa experimentamos tristeza debido a la imita­
ción de sentimientos y no advertimos otra causa
a esta tristeza que ése del cual suponemos que
nos odia. Le odiamos, pues, según la definición
del odio.
De esto radica el que devolvamos mal por mal,
que se sienta la ira y que se anhele la venganza.
Por el contrario, y por razones idénticas, el que
207
supone que es amado por alguien sin haber he­
cho la menor cosa para ello, ama a su vez a esa
persona. Resulta de esto que el odio se aumenta
por un odio recíproco. Pero puede destruirse por
medio del amor, y acaso el odio, cuando se halle
vencido por el amor, se torne en un amor más
amplio que si el odio no le hubiera precedido.
También, por razones de la misma índole, pro­
pendemos por fuerza a odiar a alguien, si supo­
nemos que odia al que amamos.
Resta, por último, demostrar que los hombres
son por naturaleza enemigos unos de otros, es
decir, que un hombre odia más a otro hombre
que a cosa alguna. Igual por igual, odiaremos más
una cosa si la suponemos como único motivo de
nuestra tristeza, que si la suponemos como su
causa parcial y esto se deriva de la definición
misma del odio. Por ello, en igualdad de casos,
aborreceremos más a un ser que consideramos
libre, es decir, causa sola de sus actos, que si lo
suponemos obligado a actuar por otras causas. No
hay duda de ello.
Y como tenemos tendencia a imaginar que en
la naturaleza únicamente los hombres son libres,
tendremos mayor odio a un hombre que a cual­
quier otro ser. A esto debe agregarse que nos
alegramos mucho menos de lo que nos es común
con el resto de los humanos que de lo que nos
es propio y manifiesta más distintamente la per­
fección de nuestro ser. De aquí se deduce que un
hombre se alegra, en especial, de su propia con­
templación cuando contempla en sí mismo -lo que
no acepta en los otros.
Por tal motivo nos sentimos propicios a rego­
cijarnos de la imperfección ajena y a entriste*
208
cernos de su perfección. Y ésta es otra causa de
odio.
Se podría extender hasta lo infinito este
análisis de las pasiones particulares, es decir, de
las formas de amar y de odiar y también de sus
efectos.
Es necesario señalar, por añadidura, que un
sentimiento o una pasión no son separables del
alma que los experimenta. El sentimiento de un
ser difiere del de otro, al igual que la esencia de
uno difiere de la esencia de otro. Por tanto, entre
un amor y otro y un odio y otro existe siempre
alguna diferencia, y de un hombre a otro y de un
instante a otro en el mismo hombre, ya que to­
dos los cuerpos son diferentes y todos se hallan
modificados por una multitud de diferentes ma­
neras.
Interesa meditar respecto a esto con el objeto
de no considerar jamás la alegría en general, ni
tampoco la tristeza en este aspecto, ni el senti­
miento en general, ni el hombre en este mismo
sentido, ya que es en todo momento a un indi­
viduo determinado, Pedro o Pablo, a quien se
debe libertar o salvar, y no a la humanidad.
Se observa, por todo lo expuesto, que las pa­
siones y sus efectos resultan por fuerza de la
condición del hombre, es decir, de que el cuerpo
humano es una parte de la naturaleza y que no
se puede acusar a ninguna voluntad libre de la
injusticia y de la maldad de los hombres.
Una vez que se ha comprendido esto, ya no
es posible encolerizarse, ni criticar ni odiar y en
este sentido es uno ya mejor.

209
6

DE LA ESCLAVITUD DEL HOMBRE


Casi todos los hombres están guiados única­
mente por sus pasiones y éstas, como acabamos
de describir, les enemistan a irnos contra otros.
Pero no por este motivo van a pasar su vida en
incesante lucha irnos hombres contra otros. En
principio, tal como hemos observado, hay pasio­
nes que aproximan a los hombres entre sí. Copia­
mos los sentimientos de nuestros semejantes,
amamos con gusto lo que ellos aman y odiamos
lo que odian. En consecuencia, nos hallamos más
propicios, en igualdad de casos, a realizar lo que
aplauden que lo que critican.
Este miramiento hacia el asenso, este temor
de la censura, son una de las razones que predis­
ponen a los hombres, por esclavos que sean de
sus pasiones, a formar sociedad unos con otros.
Pero se añaden a las causas de esta índole, otras
más poderosas todavía, que se derivan del es­
fuerzo que han de efectuar con el objeto de afron­
tar las fuerzas naturales adversas y con el fin de
conseguir lo necesario para vivir.
Un par de individuos unidos son naturalmente
211
más fuertes que lo sería sólo cada uno de ellos;
la unión de tres seres resulta más poderosa que la
de dos. Los hombres hallan, por tanto, ventaja
en agruparse para formar sociedad.
Pero la sociedad que constituyen resultaría
inútil si prosiguiesen viviendo de acuerdo con su
capricho, buscando cada cual el medio de subsis­
tir con los medios que les pareciesen oportunos,
llamando bien solamente a lo que Ies gustase y
mal a lo que les disgustase, y dedicándose a man­
tener lo que aman y a aniquilar lo que odian.
Irían a parar de esta manera al mismo estado de
aislamiento. A fin de poder vivir en paz unos con
otros y ayudarse recíprocamente, ha tenido cada
cual que sacrificar algo de sus deseos y prome­
terse unos a otros no hacer la menor cosa que
pudiera dañar a su vecino.
Sin embargo, ¿cómo siendo hombres, por hi­
pótesis, esclavos de sus pasiones, pueden consti­
tuir de esta forma una sociedad duradera? ¿Cómo
los efectos forzosos de las pasiones no han de
anular todas las promesas y transgredir todas las
leyes?
Esto se explica si se tiene en cuenta que una
pasión puede ser anulada por otra pasión opues­
ta. Se entiende a la perfección, pongamos por
caso, que un hombre se cuide bien de no hacer
mal a quien aborrece por miedo a un perjuicio
mayor. Y así es como una sociedad puede fun­
darse y conservarse, siempre que se ocupe de
castigar a los que perjudiquen a su prójimo y
elaborar leyes sustentadas en la amenaza. Así
puede fundarse y durar la ciudad de los escla­
vos, basada en el temor.
En semejante ciudad se denominará bien a lo
212
que es favorable a la existencia y a la duración
de la ciudad y mal a lo que es opuesto. Se lla­
mará pecado o falta y se sancionará todo lo que
sea opuesto a la ley. Se afirmará que es un mé­
rito cuanto contribuye a fortalecer y a conservar
la ciudad, y se asegurará que representa un des­
mérito lo que, a la inversa, contribuya a debilitar
la ciudad. La tendencia de un ciudadano dispues­
to a acatar la ley y a colaborar en la seguridad
colectiva se designará con el nombre de virtud
y la inclinación contraria vicio. La aprobación y
la recompensa irán aunadas a la primera; la cri­
tica y la sanción serán inherentes al segundo. Si,
por añadidura, se agrega a la fuerza de las leyes
la de la superstición, y se suma al temor de los
tribunales y de las penas aplicadas por los hom­
bres el terror hacia un Dios cruel, que castigará
a los hombres luego de su muerte, todo en esta
ciudad ofrecerá la idea exacta de la paz, la con­
cordia, la buena fe y la religión.
Y, no obstante, las pasiones imperarán y to­
das estas supuestas virtudes se derivarán sola­
mente del temor que el conjunto de la sociedad
toda habrá llegado a inspirar a cada uno de sus
componentes.
Esto es 'lo que resulta necesario comprender,
en efecto, para no equivocarse con este erróneo
bien, esta falsa justicia y esa virtud falsa que si
tornan al hombre menos malhechor, le vuelven
dos veces esclavo.
Es probable que acontezca que en la ciudad
de los esclavos se lleguen a considerar como ma­
las las pasiones que, sin duda, lo sean, tales como
el odio, la envidia, los celos y el orgullo. Pero
semejantes pasiones no son consideradas de esta
213
manera más que por la sociedad en conjunto y
no por el individuo en particular. Por ello ocurre
que los hombres, en algunos casos, las juzgan
buenas y convierten los vicios en virtudes. Ala­
barán, por ejemplo, al que aborrece a los ladrones
y criminales, al que odia a los enemigos del exte­
rior; elogiarán al que siente envidia por su veci­
no, si tal pasión le incita a ser útil a la sociedad.
Aplaudirán el orgullo, si el orgullo impulsa a los
hombres a buscar las alabanzas y eludir las cen­
suras, es decir, a comportarse de acuerdo con los
deseos de la mayoría y los intereses generales.
Por el mismo motivo designarán como virtu­
des la vergüenza, la humildad, la piedad y todos
los sentimientos del mismo orden, que impiden
a los hombres hacer el mal a sus semejantes y
contribuyen así a mantener la paz.
El que desea conocer la auténtica virtud no
ha de pararse en consideraciones de esta índole
y debe emplear, desde luego, toda su atención en
advertir que hasta las pasiones que son siempre
y en cualquier circunstancia consideradas virtu­
des por los hombres que viven en sociedad, no
por ello dejan de ser pasiones, y no es posible
que sean virtudes.
Digamos ante todo que 'la tristeza por sí mis­
ma es mala. Esto se deduce de la definición
misma de la tristeza. Ésta es el paso a menor
perfección. Igual cosa que denomino paso a me­
nor perfección si considero el poder de actuar
de un ser, la llamo tristeza si considero la capa­
cidad que tiene de ser dichoso o desgraciado. No
se puede, por tanto, decir que la tristeza es po­
sible que sea buena y que podrá tomarnos más
perfectos. Esto no puede tener sentido sino en
214
la ciudad de los esclavos a que nos hemos refe­
rido, en la que ‘los ciudadanos son buenos y hon­
rados en la medida en que temen el castigo. Con­
viene insistir en esto...
Como la ciudad quedaría aniquilada si los
hombres no sintiesen el temor, que es asi la pri­
mera premisa para la existencia de la ciudad,
puede asegurarse como bueno en este aspecto.
Y puesto que el temor es una tristeza, en tal as­
pecto también puede alegarse que la tristeza es
buena. Y por tal causa las supersticiones o fal­
sas religiones, que no intentan hacer más buenos
a los hombres, sino solamente reprimir sus pa­
siones en beneficio común, convierten en virtudes
el temor y la tristeza, como vuelven vicios la se­
guridad y la alegría, e imaginan un Dios cruel y
celoso, que se regocija de las lágrimas y del es­
panto de los humanos y que se encoleriza de sus
goces.
De seguro, en tanto que los hombres no estén
guiados por la razón, es aconsejable que se ha­
llen conducidos por el temor, para que hagan a
sus semejantes el mínimo perjuicio posible. Mas
no hemos de equivocamos en lo que se refiere a
estas útiles convenciones, imaginando que los
hombres valen en realidad más cuando por miedo
al castigo no se entregan al odio o a la envidia;
han mudado de esclavitud y nada más.
El odio es siempre y por fuerza malo, puesto
que es una tristeza. Y no cabe duda de que exis­
ten odios que fortalecen la ciudad. Los que abo­
rrecen a los vagabundos, a los ladrones y a los
asesinos y, en general, a todos los enemigos de
la sociedad, pueden ser denominados buenos ciu­
dadanos y, en este aspecto, se puede calificar de
215
justo su odio, pero no por ello es menos opuesto
a su naturaleza, ya que es una tristeza.
Un hombre que va del odio a *los magistrados
al odio a los criminales, se hace de seguro más
útil o menos peligroso, mas no perfecto. El odio
es en todo momento odio y éste es siempre malo.
La misma compasión es una falsa virtud; vir­
tud de esclavo. En efecto, la compasión es una
tristeza y la tristeza es mala en sí misma. Y no
cabe duda de que la compasión es lo mejor de
todo. El hombre que se conmueve con facilidad
como resultado de la compasión en pocas ocasio­
nes hace daño a sus semejantes y con más certe­
za es propenso a hacerles el bien. Ayuda, en conse­
cuencia, por su parte, a mantener la unión y la
buena armonía entre los ciudadanos y a fortificar
asi la ciudad.
He aquí la razón de que la compasión se consi­
dere en la ciudad de los esclavos como una extra­
ordinaria virtud y es elogiada y aplaudida e inclu­
so recompensada a menudo. Esto está bien. Pero
no se debe suponer que el hombre dominado por
la compasión es más perfecto en realidad; sola­
mente es menos peligroso.
El arrepentimiento no es tampoco una virtud
y quien se arrepiente es dos veces infortunado,
puesto que es dos veces esclavo. Para empezar el
que se arrepiente es que se ha dejado dominar
por la pasión. Ha sido ya esclavo por primera vez
y lo es de nuevo al arrepentimiento, ya que en ese
momento está triste. Es comprensible que el arre­
pentimiento sea considerado como una acción
virtuosa en la ciudad de los esclavos, puesto que,
sin duda, cuanta más inclinación tienen los hom­
bres a lamentar lo que han hecho, menos cederán
216
a sus pasiones, porque temerán al instante tener
que arrepentirse.
Por medio del arrepentimiento el hombre se
castiga a sí mismo. Es a la par su juez y su ver­
dugo. No existe en la sociedad sentimiento más
útil que éste, pero solamente en este aspecto se
puede afirmar que es bueno.
Lo mismo diremos de la humildad. Es com­
prensible que la falsa religión la ponga en el pri­
mer lugar de las virtudes. El hombre humilde es,
sin duda, más fácil de guiar y de complacer que
cualquier otro; se conforma con poca cosa y se
resigna sin grandes inconvenientes a la penuria
y al sufrimiento. Esta es otra de las causas de
que, mientras los hombres no estén guiados por
la razón, es aconsejable desear que sean humil­
des antes que orgullosos y que posean una men­
guada idea de su poder, de su virtud y de su
mérito. De esta manera son más fáciles de recom­
pensar. He aquí el porqué también de que, de
pecar, pequen mejor así que de otra forma. Y, en
verdad, los que son conducidos por pasiones de
este género son llevados más fácilmente que los
demás a la vida razonable.
Sin embargo, la humildad no es buena en rea­
lidad. Lo mismo afirmaremos de la vergüenza,
que es asimismo muy idónea para mantener la
buena armonía entre los hombres, ya que regula
las acciones de cada cual según 'la aprobación o
la crítica de los otros. Pero es también una tris­
teza y, por consiguiente, es mala. Lo mismo puede
aducirse del desprecio por uno mismo y de todos
los sentimientos de esta índole.
El temor a la muerte y la reflexión respecto a
la muerte son tenidos como conformes a la sa-
2/7
biduría por las falsas religiones. En efecto, entre
las pasiones que son capaces de evitar que un
hombre perjudique a los demás y viole las leyes,
el temor a la muerte y los castigos subsiguientes
es una de las más poderosas. Un hombre a quien
amedrenta la muerte, un ser que piensa a menudo
en la muerte y que ciñe su vida sobre este temor
v sobre semejante pensamiento resulta menos pe­
ligroso que otro.
Pero, no obstante, reflexionar sobre la muerte
no está acorde con la razón y mientras poseemos
ideas claras no podemos meditar en la muerte.
Siendo la muerte la negación de la existencia
del alma, no se puede producir en el alma como
idea apropiada, ya que ningún ser es aniquilado
sino por causas exteriores. En consecuencia, no
es mientras el alma es y actúa cuando reflexiona
sobre la muerte. Por el contrario, en el momento
que se representa como puede su propia destruc­
ción, o sea, en tanto que padece, es cuando medita
en ello. Y, por ende, el temor de la muerte y el
mismo pensamiento de ella, no existen sin tristeza
y únicamente por esto son malos. El hombre ra­
zonable piensa en la muerte menos que en cual­
quier otra cosa; medita respecto a la vida y no
sobre la muerte.
De un modo general se puede afirmar que para
casi todos los hombres el bien no resulta sino de
rehuir el mal, es decir, de que un mal aniquile
otro. Y los moralistas, que intentan hallar así el
bien en la región del mal y lo erróneo, tienen se­
mejanza con el médico que provoca en su pacien­
te, otra enfermedad que destruya la primera.
Los hombres se olvidan de ser, de tanto me­
ditar en lo que puede reducir o extinguirse su ser.
218
Se comportan como si no tuvieran ningún poder
de ser, la menor existencia positiva, y como si
la virtud no se tratase de otra cosa que de la
inexistencia del mal. Lo mismo para el enfermo,
vivir es no morir. Y es evidente que los hombres,
conduciéndose de esta manera, alcanzan el mismo
resultado, si se examina desde fuera, que si bus­
casen en derechura el bien. Se encaminan al bien,
pero dándole la espalda. Se puede afirmar en sen­
tido literal que huyen en dirección al bien y que
no alcanzan, por ejemplo, la justicia, sino por
miedo a la injusticia y la caridad más que por
temor a la violencia. En consecuencia, ¿cuál es
el valor de este progreso para cada uno de ellos?
Es nulo y su tristeza es la demostración de ello.
Ser guiado por el temor, que es una tristeza, a
fin de eludir el mal, cuya simple idea es asimis­
mo una tristeza, no es hacerse más perfecto,
va que es estar triste. Nos asemejamos al enfer­
mo que come sin apetito por miedo a la muerte.
Posiblemente este enfermo podrá así eludir la
muerte, que no deja de ser un resultado. Pero
semejante resultado lo logra con seguridad aquel
que teniendo buena salud come con apetito y
este último evita con mayor certeza la muerte que
si pretendiera eludirla en forma directa.
De la misma manera el juez que condena sin
odio ni ira, pensando solamente en el bien públi­
co, juzgará mejor que el que se encoleriza y se
entristece y trabajará de una forma más adecuada
en defensa de la sociedad. El hombre razonable
debe intentar encontrar directamente el bien y
evitar de modo indirecto el mal.
El simple pensamiento del mal es malo. No
cabe duda de que el conocimiento del mal no es
219
sino tristeza, si lo advertimos. Si fuera de otra
manera, afirmaríamos sólo que pensamos en el
mal, pero no habría tal pensamiento. Y la tris­
teza es el pasaje a menor perfección; luego no
puede ser justificada solamente por la esencia del
hombre; presupone, como lo hemos demostrado,
el conocimiento de las cosas exteriores. Se inten­
ta decir que el conocimiento del mal se basa en
ideas vagas e inadecuadas, es decir, es en sí mis­
mo vago e inadecuado. Pensar el mal es pensar
mal.
Por esta razón el sabio cuando hable en pú­
blico se referirá lo menos posible a los vicios y la
esclavitud del hombre y, en cambio, en mayor
medida al bien, la libertad, la virtud y a los me­
dios que pueden conducir a los hombres a no
guiarse por el temor y la aversión sino sólo por
la alegría.
El mal en sí mismo no es la menor cosa; ha­
blar sobre el mal no es hablar de nada. Todos los
discursos del mundo respecto a la debilidad y la
estupidez humanas no lograrán sino entristecer­
los e irritarlos, lo cual, en vez de llevarlos a una
vida feliz, ies aparta de ella.
Se advierte, por todo lo expuesto, que si el
alma humana no poseyera más que ideas adecua­
das, jamás se formaría la noción del mal.
En el supuesto de que los hombres nacieran li­
bres o, lo que viene a ser lo mismo, razonables,
no formarían tampoco concepto alguno del bien,
ya que el bien y el mal son dos contrarios que
sólo tienen significado recíprocamente. Y esto es
lo que nos demuestra con exactitud el mito del
paraíso terrenal: la caída de los hombres se halla
enlazada al hecho de que han probado el conoci-
220
miento del bien y del mal y Dios les había adverti­
do que, si lo gustaban, desde aquel instante mis­
mo, dejarían de amar la vida y no harían sino
temer la muerte. Ésta es la existencia que acaba­
mos de explicar: la de los hombres que viven en
la esclavitud. Y es el espíritu de Cristo el que
puede salvarlos, es decir, la idea de Dios, de cuyo
único conocimiento dependen la libertad y la fe­
licidad de los hombres.

221
7

DE LA RAZON
Así están las cosas en la ciudad del temor y
de la tristeza. Y todos los que meditan desean
sinceramente salir de ahí. Todos saben y com­
prenden que el menor bien real puede derivarse
de la conjunción de diversos males, ni la más
mínima felicidad real de la lucha entre el deseo
y el temor.
En vano intentaremos hacer de un conjunto
de esclavos una ciudad libre. En vano preten­
deremos reprimir una opinión "por medio de otra.
Es igual que si intentásemos luchar contra el
error por medio del error. En tanto nos limita­
mos a pensar según las alteraciones del cuerpo,
en tanto nos atenemos a la imaginación, no conse­
guimos nada reemplazando alguna imaginación
más nefasta por otra que lo sea en menor cuantía.
Jamás, en esa zona de las ideas confusas, hallare­
mos nada que se asemeje a -la verdad. El juego
de nuestras pasiones es independiente de la fal­
sedad o de la verdad de los conocimientos. Ponga­
mos un ejemplo: un temor falso puede resultar
eliminado por una nueva verdadera, pero un au-
223
tcntico temor es posible que sea suprimido asimis­
mo por una falsa noticia.
Mientras laboramos en luchar contra un mal
por medio de otro, consideramos la verdad como
indiferente; desconocemos, olvidamos nuestro
ser para preocuparnos solamente de lo que no
es nosotros. No meditamos sino en las diversas
maneras de no ser; elegimos entre una muerte
y otra.
Hay igualmente gran número de hombres que
imaginan hacerse libres afirmando que lo son,
marchando contra su propio interés, sublevándo­
se contra el temor, rechazando todo lo que la
generación denomina como bienes, viviendo para
algo extraño a sí mismos, por Dios o por un
ideal. Y la victoria de la libertad humana pien­
san que estriba en aceptar por propia voluntad
la muerte, e incluso adelantarse a ella por medio
del suicidio.
Ciertamente, los que de esta forma piensan son
tan esclavos como los otros. En primer lugar, no
es suficiente negar el poder de las pasiones para
poder libertarse de ellas; no basta invocar para
oponerse a ellas una idea cualquiera que las haga
desvanecerse, como el día disipa las tinieblas.
Nadie puede impedir que el hombre tenga pa­
siones, porque nadie puede evitar que el hombre
constituya parte de la naturaleza. Lo verídico
vuelve evidente el error, lo delata, pero no lo
aniquila. Lo que existe de positivo en la idea
errónea no puede resultar eliminado por la pre­
sencia de la verdad, puesto que toda idea rela­
cionada con Dios es verídica y la idea verdadera
no es posible que sea eliminada por la idea ver­
dadera. Y de igual modo que existe una verdad de
224
lo falso, hay una verdad de las pasiones. Esto es
importante.
El hombre no es sino una parte de la natura­
leza. Por consiguiente, imagina por necesidad y
se halla necesariamente sujeto al temor y a la
esperanza. Por ejemplo, suponemos que el sol se
encuentra a doscientos pasos y en esto nos equi­
vocamos. Cuando sabemos por medio del razona­
miento la distancia real del sol, admitimos que
nos engañamos al imaginarlo a doscientos pasos
y en este aspecto puede aseverarse que ya no
persistimos en el error. Pero no por ello segui­
mos teniendo esta idea del sol a doscientos pa­
sos, según el efecto del sol sobre nuestro cuerpo,
puesto que no podemos evitar tener cuerpo y
que el sol no influya sobre él. El sabio más ex­
traordinario no alcanza a ver el sol en el lugar
que, no obstante, sabe que está. De igual manera
el mayor sabio del mundo no dejará de contem­
plar en un objeto las imágenes de los objetos, a
pesar de que conozca que estas imágenes son en­
gañadoras. El mundo de la imaginación no se
encuentra, por tanto, al alcance de la verdad.
La pasión se desenvuelve y provoca sus efectos
según las leyes necesarias. Existe en Dios una
verdad de lo falso y otra de las pasiones. No cabe
la menor duda de ello.
Por añadidura, es fácil demostrar que los que
tratan de olvidar su interés y su ser, y se entre­
gan a otra cosa, se hallan todavía más que los
otros influidos por las causas exteriores. El es­
fuerzo por el cual un ser persevera en su ser
está definido por la simple esencia de este ser;
existe de por sí y su existencia positiva no es sino
la expresión de su naturaleza individual. Cuanto
225
8
está fuera de él, todo lo que no es él, no puede
menos de eliminar o constreñir su ser.
En consecuencia, en la medida en que las ac­
ciones de un ser se justifican por algo exterior a
él, este ser sufre. Acciones, de este tipo no pue­
den, pues, sin contradicción] séPachacadaS a él;
no es la bausa apropiada, es sólo la causa parciáh
Y cuanto más prescinde de si mismo, más se re­
solverá a comportarse según los acontecimientos
y menos poder poseerá y. también menos libertad.
Nó hay quien descuide su ser, como no sea
forzado por causas'"exteriores y opuestas a su
náturáléza. Cuando un hombre rechaza'los ali­
mentos o se mata, es 'siempre obligado por cau­
sas externas. tín hombre, que se inata porqué otro
le obliga, torciéndole la mano, % traspasarse el
cuerpo con su propia espada, no se mata en rea­
lidad, sinp que le matan.' Idéntico es el caso de
Séneca al recibir la orden del tirano para que
setorté las venas y si 4á acata ¿s para eludir, con
un mal menor, un mal mayor. Así es también para
el que,ppor pausas exteriores que desconoce, se
modifica hasta el extremo de'que su cuerpo ad­
quiere una nueva naturaleza, opuesta a la'antigiía,
y'cuya ídeano $evpuede dar en ePSlhpa. Este es­
tado lio es sino él final derla .existencia, del cuerpci,
del cual el alma era el alma y, por consiguiente,
el fin asimismo de la existencia 'del alma/importa
poco én tal casó que el hombre se mate ó'se
abandóne a la muerte; lab causas de suumuerte
son iguales en losados casos. En cuanto a imagi­
nar que el hombre, por la necesidad de su natura­
leza, intenta no existir ór>ádquirir otra naturaleza,
esto es tan ridículo cómo pretender que puede
derivarse algo de nada. ,f11K‘ !iif
226
No es, por tanto, posible al individuo muti­
lar su propia naturaleza y encontrar algún motivo
de vivir exterior a su misma naturaleza, ya que la
razón de vivir yJa voluntad de vivir no son, en.
su ser, sino su esencia misma, en tanto, que eli­
mina de sí todo cuanto niega, ju;
Ipútilpiente,pretendemos,|.desear algo que no
sea exterior y que denominamos felicidad, bien o
virtud. Nadie anhela ser feliz, obrar bien, vivir
ciñéndose a laLyirtud, sin que desee a la vez ser,
obrar .y vivir, o sea, existir en acto.^ Primero, que
desear cualquier cosa, se anhela] ser. Todo deseo
que no contiene éste, no procede de mí; es un
erróneo deseo y me es forzado por las cosas ex­
teriores.
El intentot por conservarse es, en consecuen­
cia, el primero ,y.f único,,sustento de la virtud.
Virtud es poder y el hombre no. posee poder fuera
de su naturaleza individual, es decir, por su in­
tento en perseveraran el ser. Así,, pues, cuanto
más se esfuerza en hallar lo que íe'eside utilidad,
es decir, en mantener su ser, mayor virtud tiene y,
a la inversa, un hombre es esclavo en la medida
en que prescinde de hallar lo que le es útil, o sea,
en conservar su ser.
Debe partirse de este principio para establecer
la existencia razonable y libre, en vez de comen­
zar por pretender aniquilar todo el, poder real del
hombre. Y es, por lo que no hay que pretender
eliminar toda esta vida pasional que resulta de
nuestro esfuerzpc por continuar en el ser; ,^ani­
quilarla, es destruir el cuerpo, es eliminar, por
consiguiente, la,existencia del alma; es querer una
virtud que no sea la virtud de nadie; es imaginar
que la perfección se basa en prescindir de su ser
227
y tomar otro. Y tal cosa no es más razonable que
si afirmara que era un bien para un caballo con­
vertirse en león, puesto que para un caballo nc
puede existir otro bien que el continuar siendc
caballo de la mejor manera posible.
No hay que intentar sustituir la vida pasional
por la vida razonable; es necesario anteponer la
vida razonable a la vida pasional.
Digamos, por tanto, que la virtud consiste so­
lamente en comportarse según las leyes de su
misma naturaleza, es decir, en efectuar acciones
que sean explicables por ella. La virtud no difiere
del esfuerzo por el cual se persevera en el ser j
la felicidad significa poder mantener su ser. En
consecuencia, la virtud ha de ser buscada pot
ella misma y no existe nada en el mundo que sea
más útil que ella, y por eso hemos de buscarla.
Digamos, por último, que nada en el mundo
puede restringir legítimamente el derecho natural
de un ser cualquiera. Un ser tiene, por naturaleza,
tanto derecho como poder posee; todo cuanta
realiza, por tanto, es justo y bueno y todo lo que
reduce su acción o su poder es malo para él. El
bien para él, es ser y actuar lo máximo posible; el
mal es actuar menos y ser menos.
Por consiguiente, hemos afirmado que la tris­
teza es en todo momento un mal, puesto que es
el indicio seguro de nuestro paso a una menor
perfección y que en el fondo no es separable, sino
por el discurso, de semejante paso. Del mismo
diremos que la alegría es en toda circunstancia
un bien, porque es indicio cierto de nuestro pa­
saje a mayor o más perfección. Lo diremos, en
primer lugar, porque nuestra alegría nos señala
que nuestro cuerpo existe mejor y tiene mayor
228
poder para actuar o, si se prefiere, para vivir, y
debido a que la existencia de nuestro cuerpo se
halla enlazada a la existencia de nuestra alma.
Lo afirmaremos también a causa de que la
perfección de nuestro cuerpo y su poder de obrar,
como asimismo de ser alterado, se encuentra uni­
da a la perfección de nuestra alma. Imaginemos,
si bien esto apenas pueda concebirse, un alma sin
cuerpo. Permanecería constreñida a una monó­
tona contemplación de sí misma y no alcanzaría
a representarse la esencia de ninguna cosa par­
ticular. Así, pues, todo cuanto acrece el poder de
acción de nuestro cuerpo, todo lo que le capacita
para más acciones y más modificaciones, todo
esto está acorde con la razón.
Pero de todas maneras interesa distinguir en­
tre las alegrías, las que se relacionan con una
zona determinada del cuerpo, y que se llaman
goces, y las que se relacionan con el cuerpo todo,
y que se denomina júbilo. El placer no tiene en sí
nada de malo, pero es el indicio del poder de
acción de una parte exclusiva del cuerpo prescin­
diendo de las restantes y en este aspecto se puede
considerar malo, ya que la existencia del cuerpo
como individuo supone el poder de acción de su
totalidad y no sólo de algunas zonas. Recelemos,
pues, de los placeres que se asientan en una zona
determinada del cuerpo y, en cambio, confiemos
por completo en la alegría, que es, se puede afir­
mar, la alegría de todo el conjunto del cuerpo.
En semejante placer no puede haber exceso y
nos garantiza que pasamos a mayor perfección.
Posiblemente la inquieta superstición puede sólo
impedirnos que nos regocijemos, puesto que, ¿por
qué sería aconsejable ahuyentar primero el ham-
229
bre y la sed que la melancolía? Este es el modo
de vivir que he adoptado. Ünicamente una divi­
nidad adversa podría complacerse de mi debili­
dad y de mi padecimiento, y hacer honor a la
virtud de mis sollozos, de mis inquietudes y de
todo lo de este género, indicio de un alma débil.
Es conveniente que el sabio haga uso de las
cosas y logre todas las alegrías posibles sin llegar
al hastio, puesto que el hastío no es alegría. Es
conveniente, afirmo, que el sabio coma con mode­
ración y con agrado, que disfrute de los perfumes,
de la belleza de las plantas, de los adornos, de la
música, de los juegos, del teatro y, en suma, de
todo lo que puede usar sin dañarla los demás..
Porque el cuerpo humano está formado de nu­
merosas partes de naturaleza diversa que requie­
ren de continuo un sustento nuevo y, variado, con
el objeto de que todo(el cuerpo esté igualmente
capacitado para efectuar todo cuanto procede de
su naturaleza y que, por consiguiente, el alma esté
también capacitada fpara comprender al mismo
tiempo más cosas. . t/,
Pero, no obstante, tener un ^cuerpo y preocu­
parse de conservar el^ser del cuerpo no represen­
ta toda la actividad de que es capaz el alma, ni
tan siquiera su auténtica actividad. De seguro es
necesario ser, y para ser, vivir, -¿y nadie puede
vivir sin depender de los acontecimientos. Pero,
dada esta vida, hay ocasión para alguna acción
real del alma que nos permite ampliar nuestra
perfección y nuestra felicidad más allá de nuestra
salud.
¿Qué es obrar en realidad? Él alma, tal como
indicamos, actúa mientras tiene ideas adecuadas
v sufre mientras tiene ideas inadecuadas.
* * .
En el
230
alma solamente hay ideas. En consecuencia, to­
das las acciones del alma'r'se derivan de las
ideas adecuadas; cualquier pasión del alma re­
sulta'1de las ideas inadecuadas. ¿Nos hallamos,
por consiguiente, condenados a permanecer en
la zona de los acontecimientos, de la imaginación,
de las ideas inadécuadas? No. Estamos capaci­
tados para comprender nítida y distintamente
esencias y de'sacar de estas’ideas adecuadas otras
también’ adecuadas. Por ejemplo, me es posible
concebir un triángulo formándolo por medio de
tres rectas que se cortan dos a dos, y deducir de
ello determinadas propiedades^ necesarias del
triángulo; me és posible .concebir'runa esfera
como producida por la rotación del semicírculo y
deducir de ahí determinadas propiedades de la
esfera. Este conocimiento es el que hemos deno­
minado conocimiento del segundo género, o ra­
zón. Y como semejantes deducciones no radican
én el menor’ acontecimiento, como no aguardan
para resultar verdaderas que un triángulo o una
esfera sean ’ conocidos por nosotros como exis­
tiendo en el presente,’no dependen de las altera­
ciones del cuerpo qué encierran la presencia de
los objetos, sirio que se justifican por la simple
naturaleza de nuestra alma; son, en el exacto sen­
tido de la palabra, acciones.
Si el alma se concibe a sí misma y concibe su
póder de acción, se alegra forzosamente y, por
otro lado, sé contemplé por necesidad a sí misma
al concebir una idea adecuada, o sea, una idea
verdadera. Por tanto, el alma.se complace en la
medida en que'concibé ideas adecuadas, ya que en
tal caso obra realmente y conoce que obra.
Digamos, pues, que el conocimiento del segun-
231
do género a la razón es una fuente de alegría.
La razón se antepone a la vida pasional, pero no
se desenvuelve aparte. Es sentimiento, es alegría,
y por ello modifica todo nuestro ser y lo altera
tanto más cuanto el sentimiento que va unido a-1
ejercicio de la razón es en todo momento alegría
y jamás tristeza, en todo momento deseo y jamás
aversión. La tristeza no puede, sin duda, derivarse
sino de que el alma sufre, de que el alma depende
de las cosas externas y no es posible nunca, en
consecuencia, resultar para el alma del ejercicio
de la razón.
Así lo que nos es auténticamente útil, lo que
nos es útil por encima de todas las cosas, es el uso
de nuestra razón. La verdadera virtud es el
poder mismo; consiste en ser todo lo máximo y
en obrar todo lo máximo. Y como no actuamos
en realidad sino cuando poseemos ideas adecua­
das, nuestra auténtica virtud y nuestro verdadero
interés se encuentra en utilizar lo máximo posible
nuestra razón.
Obrar de acuerdo con la virtud es, pues, ac­
tuar de acuerdo con la razón; es obrar según las
leyes de la propia naturaleza; es llevar a cabo ac­
tos de los que es la causa suficiente o apropiada.
La razón, por tanto, no puede llevarnos más que
a entender y en la acción de entender es donde
se efectúa de la forma más completa y mejor
nuestro esfuerzo por perseverar en el ser. «No
conocemos nada con certeza como bueno y malo,
sino que nos lleva a comprender ciertamente y lo
que puede prohibimos comprender.»
Aparte de las ideas adecuadas no tenemos cer­
tidumbre de nada y estas ideas prescinden de
todo otro deseo que el de comprender.
232
Pero un conocimiento apropiado no es factible
más que por la idea de Dios, puesto que todo está
en Dios y es concebido por Él. Se deduce de ahí
que «el supremo bien del alma es el conocimiento
de Dios y la máxima virtud del alma es conocer
a Dios.» Sin duda el segundo conocimiento del
segundo género o razón no es todavía más que el
conocimiento de las esencias deducidas unas de
otras, a tenor del conocimiento de la naturaleza
de un atributo de Dios: la extensión.
No es por eso menos verdadero que por el
conocimiento de Dios, y no por el confuso de los
acontecimientos, es como podemos librarnos de
la ignorancia y del infortunio. Y esto no sig­
nifica que, por el simple hecho de examinar esen­
cias como el círculo, la esfera y el cono y estudiar
sus precisas propiedades, no tengamos ya ideas
confusas y nos hallemos alejados del temor y el
dolor. Sería necesario para que así fuera que no
tuviésemos cuerpo y en tal caso no se podría afir­
mar que nuestra alma existe. Esto significa que
una parte de nuestra existencia está dedicada a
pensamientos que no dependen de los hechos y
que son para nosotros un auténtico manantial de
alegría, puesto que son realmente acciones. De
donde se deduce que por el conocimiento del se­
gundo género o razón somos, igual por igual, en
verdad más poderosos y más dichosos que si nos
hallásemos constreñidos al conocimiento de los
hechos.
Sin embargo, el poder de la razón alcanza to­
davía más lejos, incluso hasta el dominio de las
ideas vagas y las pasiones y si no nos puede librar
de ellas por completo, por lo menos puede lograr
que no seamos tan esclavos.
El hombre razonable se diferencia menos de
los que no lo son por su manera de vivir y por
sus actos que por su disposición interna. Las .mis­
mas 'acciones, que los otros efectúan bajo el do­
minio del miedo y la piedad, el.hombre razonable
puede efectuarlos srn dejar de seguir(siendo razo­
nable, ya que podemos estar resueltos por la ra­
zón a todos los actos ,a los cuáles sólo nos. impul­
sa una pasión. En ,efecto, en tanto que una pa­
sión es pasión,, ¡no ños hace obrar jamás. Por el
contrario, reduce nuestro poder de acción. Mien­
tras que una pasión nos hace actuar, está acorde
a la razón y ésta puede reemplazarla. El hombre
razonable no tiene, por tanto, que temer, ciñén-
dose a la razón, mutilar su propia naturaleza. La
razón no .le aparta de la acción, sino de la pasión
y en cuantas ocasiones una, acción resulta cierta­
mente de la naturaleza de un hombre guiado por
la pasión, y no por las circunstancias, se puede
tener la certidumbre de que también sería incita­
do a efectuarla si fuera razonable.. 1(.
,En consecuencia, el hombre ^apasionado, jo
mismio lucha y¡ afronta el peligro en una guerra
que huye, según le impulse el miedo o una auda­
cia ciega. Él hombre razonable es también capaz,
por razón, ora de huir, ora de combatir. Y estas
dos contrarias acciones, qué denotan la esclavitud
del hombre, apasionado, denotan ¡ también el po­
der y la virtud del hombre razonable. Tan di­
fícil resulta, sin duda, imponerse a la audacia
como al temor. En tanto que en, el hombre apa­
sionado una de estas (dos ¡pasiones puede ser do­
minada por la otra, én el hombre razonable se
hallan ambas por su parte dominadas por la
razón.
234
Asi, pues, el hombre razonable sabe afrontar
el peligro sin estar conducido por una ciega auda­
cia o eludirlo, sin hallarse guiado por el temor.
De igual manera sabe castigar sin que le domine
el temor y ló que los hombres apasionados efec­
túan bajo el imperio de la cólera o el miedo, él
lo hará por amor a la paz pública.
Pero aún hay más. El hombre razonable estará
en ventajosas condiciones con respecto al apasio­
nado cuando se trate de elegir entre dos males el
menor y entre dos bienes el mayor, es decir, cuan­
do se trate no solamente de elaborar ideas adecua­
das, sino de vivir entre los acontecimientos. No
cabe duda de que el que concibe las cosas de
acuerdo a la razón, se impresiona tanto por la
idea de una cósa!futura o pasada que por la idea
dé una cosa actual, puesto que todo lo que el
alma Concibe de acuerdo con la razón, lo concibe
como necesario, como eterno, aparte del tiempo.
Por esto la idea que el hombre razonable se hace
de una cosa, eS la misma, bien sea esta cosa pre­
sente, pasada o futura. •' ;v
Se deduce de aquí que únicamente el hombre
razonable es apto para comparar un bien actual
y un bien futuro, iin mal presente y un mal por
venir. Así está más capacitado que otro para
conducirse en la vida.
El hombre ignorante, por el contrario, se im­
presiona mucho más por un suceso presente que
por otro que imagina como enlazado a un tiempo
por venir y así actuando siempre más a tenor
del presente que del porvenir, se halla continua­
mente castigado por su imprudencia.
La prudencia «a el hombre razonable, incluso
cuando le hace obrar como un hombre apasiona-
23.5
do, no le esclaviza. Lo que los demás hombres
realizan porque los acontecimientos les impulsan,
él lo hace porque quiere y lo quiere en la medida
en que utiliza su razón, en la medida en que hace
uso de ideas adecuadas. Es necesario examinar
bien, en efecto, que el poder de actuar del alma
se define por las solas ideas apropiadas y no por
unas u otras acciones del cuerpo.
Una pasión no se define, en consecuencia, por
determinados actos, sino por las ideas vagas que
van aunadas a los actos. «Un sentimiento que es
una pasión, deja de ser una pasión en el momento
en que nos hacemos una idea diáfana y distinta
de él.» Y sin duda no podemos entender por
completo una pasión. Nuestra alegría o nuestra
tristeza, mientras están unidas al estado del Uni­
verso a la vez que a la salud de nuestro cuerpo,
no pueden ser totalmente entendidas. Pero de
todo lo que les agregamos para transformarlas en
amor y en odio, en esperanza y en temor, de
todas las ideas confusas, con las cuales acrecenta­
mos la tristeza y la alegría hasta llenar con ellas
nuestra alma, podemos hacernos ideas nítidas y
distintas. Es lo que hemos realizado al referirnos
a las pasiones y es lo que cada cual puede hacer
con respecto a una pasión particular.
Incluyamos en esto que la razón, que nos hace
concebir toda cosa como precisa, disminuye por
eso mismo y forzosamente el amor y el odio pro­
vocados por causas exteriores. Amamos y odia­
mos, sin duda, infinitamente más una cosa que
imaginamos libre, que otra que concebimos como
imprescindible y así es como el poder de las ideas
diáfanas, sin que puedan aniquilar las pasiones,
es posible, al menos, que salven de las pasiones
236
lo que, en ellas, procede de nosotros, es decir,
todo cuanto es ciertamente acción. Toda idea cla­
ra que nos formamos reduce nuestra esclavitud y
«acrece nuestra libertad.
Y, en especial, hay que evitar suponer que el
hombre que vive ciñéndose a la razón es inútil a
los restantes, que no puede constituir sociedad
con ellos, que vive aislado de la ciudad. El hom­
bre razonable tiene tendencia, ateniéndose a su
propia naturaleza, buscando su misma utilidad,
a establecer y a conservar una ciudad en que
todo suceda como en la ciudad de los esclavos,
con la diferencia de que lo que los otros realizan
con tristeza y por temor, él lo hace sin miedo y
con alegría.
Nada puede resultar malo para nosotros por
lo que tiene de afín con nuestra naturaleza. En
efecto, si algo pudiera dañarnos por lo que tiene
de común con nosotros se dañaría a sí mismo, lo
cual es ridículo. Por añadidura, por lo que posee
de común con nosotros, una cosa es forzosamente
buena para nosotros. Sin duda no puede ser mala.
Imaginemos que es indiferente. Entonces no se
deriva nada de la naturaleza de esta cosa que sea
útil o perjudicial a nuestra conservación, ya que
consideramos lo que es común a esta cosa y a nos­
otros y esto no es posible, puesto que todo cuanto
pone la esencia de una cosa ayuda a mantenerla.
Así toda cosa, por lo que tiene de afín con nos­
otros, nos resulta forzosamente buena.
Los hombres, mientras tienen pasiones, pue­
den ser considerados como indiferentes unos de
otros y recíprocamente opuestos, pero mientras
viven según la razón, conciben todos, por fuerza,
idéntico bien y el mismo mal. Expresado de otra
237
manera, el verdadero bien y el mal verdadero,
ya que conciben todos por necesidad, mientras
son razonables, la misma verdad eterna y el mis­
mo Dios.
Existe, pues, una naturaleza humana cierta{
mente común a todos los hombres. Es la razóh
misma. Por ello no hay nada que resulte tan
práctico para él hombre Razonable como un hom­
bre razonable. Por consiguiente cuanto busquen
los hombres lo que, en realidad, les es útil, es
decir, según se ha demostrado, cuanto más razo­
nables sean, de mayor utilidad resultarán unos
para otros. Por consecuencia cuanto más razona­
bles séán los hombres, más próspera y duradera
habrá de ser la ciudad, que se halla establecida
sobre lá utilidad reciproca de los hombres.
Finalmente, lo que es el supremo bien para
los hombres razonables, es común a todos y pue­
de originar a la vez la alegría de todos. Los hom­
bres ignorantes, incluso cuando se hallan aliados
por el temor, se encuentran siempre divididos
por la codicia. Esto se deriva de que su deseo les
hace propender hacia las cosas materiales, que
nadie puede poseer sin hacer que los otros no las
tengan. !>-!•
En cambio, el hombre razonable no anhela
más que comprender y el supremo bien para él
es conocer a Dios. De entre todos los bienes, sólo
la verdad puede ser por completo de todos. Por
añadidura, el hombre razonable desea para los
demás el supremo bien que anhela para sí mis­
mo, ya que nada es más Útil a un hombre razo­
nable. ■<
Cualquier hombre razonable procurará, por
tanto, que los otros hombres lo sean también. Por
238
ello, se examine como se examine, la razón jamás
puede dividir a los fiambres, sino que, por el con­
trario, les une. En donde haya un hombre razona-
\ble, allí está la simiente de la ciudad feliz.
Si el hombre "razonable topa con’ la ira, el
odio, el desprecio, no propenderá á devolver mal
por mal. Aljreyés. intentará en la medida que lé
sea posible** imponerse al^ Ódio, y las ofensas
por medio del amor, ya que siendo, en efecto, el
odio tristeza, es siempre malo y éstáes la causa
de que el hombre razonable procure en todo mo­
mento no experimentar .el odio., Pero como desea
que los otros hombres seán razonables a su vez,
procurará hacer que los demás no siéntan odio y
para lograrlo, los amará. Y en* tanto que «quién
quiere contestar a las injurias con el odio vive en
la tristeza y la pena, quien quiere imponerse al
odio por el amor luchajcon alegría y sin pesa­
dumbre. De esta manera triunfa de un enemigo
y no precisa del auxilio de la fortuna. Los qite
él consigue vencer, están satisfechos , de haber
sido derrotados yüvencidos; no son más débiles,
sino, por el contrario, más fuertes.»
j Por motivos del mismo género el hombre ra­
zonable actúa en todo momento de buena fe y
no es capaz de perfidia. Es cierto que los hombres
conducidos por sus pásiones llegan a'üna especie
de sinceridad y de buena fé porque se ven for­
zados a ello *por causas exteriores, ya que sin
buena fe la ciudad no podría conservarse, ya que
sin sociedad ellos mismos no podrían existir. Son
guiados a la buena fé por el temor, o sea, por lo
que denominan, pqr lo común, síi interés.
Pero esta buena fe no tiene su origen eri ellos,
ño se explica sólo por su naturaleza. Se les im-
239
pone debido a los acontecimientos. Son igual de
esclavos cuando cumplen sus promesas que cuan­
do no las mantienen. Y, por añadidura, se puede
siempre suponer una ocasión en la que tendrán^
interés en ser perversos y en traicionar a sus
conciudadanos. Por ejemplo, cuando se sientan
amenazados por una muerte inmediata. {
El bombrc razonable actúa siempre de bue­
na fe y por otras causas. Imaginemos que un
hombre razonable sea incitado por la razón a
cualquier perfidia; la perfidia sería en tal caso
una virtud y todo hombre debiera, para mantener
verdaderamente su ser, ser perverso. De aquí se
deduce que los hombres no estarían jamás acor­
des sino en palabras, pero, realmente, unos serían
contrarios de otros. La sociedad resultaría una
mentira y no una verdad. Y la sociedad es una
verdad. En el sentido de la razón, no hay nada
tan útil para el hombre como el hombre.
El hombre razonable, si fuera guiado por la
razón a incurrir en alguna perfidia, sería, por
tanto, guiado por la razón a negar lo que la
razón le lleva a afirmar, lo cual resulta absurdo.
Por consiguiente, por el simple poder de su defini­
ción completa, por la sola fuerza que elimina de
su esencia toda contradicción, el hombre razona­
ble se comporta siempre de buena fe e incluso
aunque pudiera por un acto perverso eludir una
muerte inmediata, la razón no le incitaría a ser
perverso. Y es que el hecho de que la muerte esté
presente no puede evitar que una contradicción
sea una contradicción, ni hacer que el ser razona­
ble pueda negar y afirmar a la vez la misma cosa.
En suma, lo que los ignorantes hacen por te­
mor, acatar las leyes y vigilar la salud común,
240
el hombre razonable lo hace debido a la razón.
Iguales actos, impuestos a los demás por causas
exteriores, o sea por el miedo o la esperanza, son,
en el hombre razonable, el resultado de su natura­
leza. Los otros, mientras efectúan estos actos,
sufren; él, al llevarlos a cabo, obra. Por las mis­
mas leyes de su naturaleza y en cualquier oca­
sión, el hombre razonable ayuda a establecer la
ciudad y a mantenerla.
Su amor a la ciudad procede en realidad de
él y no del infortunio de los tiempos. Para él la
ciudad de los esclavos se transforma, siendo la
misma, en ciudad de hombres libres. Lo que pue­
den llevar a cabo dos odios al encontrarse, res­
tringiéndose mutuamente, dos hombres libres,
desarrollando toda su naturaleza, lo hacen mejor
y con mayor seguridad.
La más perfecta libertad contribuye más a la
paz que la más estricta esclavitud. El interés co­
mún, para los hombres apasionados, no es, en
verdad, sino una abstracción. Se halla formado de
intereses particulares que sólo están enlazados
porque son opuestos unos a otros.
En realidad únicamente existe interés general
para los hombres razonables, ya que la razón les
es ciertamente común, ya que tienen todos ellos
el mismo Dios. Sólo éstos pueden, cumplien­
do las leyes, desenvolver libremente toda natura­
leza. Sólo ellos no se hallan menguados ni muti­
lados por la vida común. Para los demás la unión
hace la fuerza; para ellos solos la unión hace la
alegria: «El hombre conducido por la razón es
más libre en la ciudad, donde obedece a las leyes,
que en un desierto, donde únicamente se obede­
cería a sí mismo.»
241
8
i

DE LA'LIBERTAD Y DE LA BEATITUD
La 'razón, tal como» ácabamos de ver, nos libra
ya y nos salva de la tristeza. En el fondoj Dios
es quien nos'liberta. Si no nos'halláramos en
Dios, si no formáramos parte del pensamiento
infinito de Dios, nos sería imposible concatenar
con exactitud1las ideas eternas como'el circulo
y la esfera, ni deducir 'de sus definiciones sus
precisas propiedades. r
No es, sin;duda, en tanto 'que afirmamos, se­
gún los cambios de nuestro cuerpo,' la1presencia
de unr ser en deterxninádo instante'y durante
ciérta duración, cuando nos es posible téner algu­
na idea adecuada. El'conocimiento de los hechos
es,'para el ^hombre,^forzosamente y por 'natura­
leza, inapropiado.'Porque'Dios existe y porque
nuestra álma como'idea participa de ,1a natu­
raleza eterna de Dios,''es* por lo que" podemos
hallar en'él'empleo dé* la1 razón'una existencia
superior, a cuyo lado suponen poco nuestras1pa­
siones!"
"Solamente mientras 'no hemos meditado res-
243
pccto a las condiciones de lo verdadero, podemos
desconocer todo esto, negar a Dios y la eternidad
del alma y, no obstante, vivir acorde con la razón.
Infinidad de hombres viven así felices por Dios,
desconociendo a Dios y libres por el pensamiento
sin conocer lo que es el pensamiento. Y mientras
aseguran que todo es materia, se conforman ra­
zonando sobre las esencias y justificándolas una
por otra a tenor de la razón. Así, a la vez que
desconocen a Dios, su cordura demuestra a Dios.
Por el poder mismo de las ideas apropiadas, vi­
ven sin odio y sin tristeza. Acatan voluntariamen­
te las leyes, colaboran, a su vez, a la prosperidad
de la ciudad y procuran cuanto les es posible en
hacer que los restantes hombres vivan también
de acuerdo con la razón. De ello se sorprende la
gente común. Y es que la mayoría de los hom­
bres suponen que son libres cuando pueden obe­
decer a su capricho y no ceden algo de esta li­
bertad más que debido a que aguardan castigo
o recompensa en la otra vida. Se dicen que si
no tuvieran semejante miedo o esperanza, si no
creyeran en Dios, ni en la eternidad del alma, se
libertarían del yugo de la virtud. Sin embargo, el
hombre razonable no precisa hallarse dominado
por el temor ni por la esperanza para ser justo y
bueno. Hasta cuando supone que Dios no existe
y el alma debe desaparecer a la par que el cuer­
po, no vive menos conforme a la auténtica reli­
gión. Y si se le preguntara la razón de que regule
su vida de esta vida, ya que supone que no existe
Dios ni alma, encontraría esta pregunta tan ri­
dicula como si le preguntaran por qué, ya que no
ha de poder alimentarse eternamente de alimentos
sanos, no ingiere venenos y narcóticos. Y es que,
244
en efecto, no porque el alma no sea eterna ha de
desear vivir sin pensamiento y sin razón.
De todas maneras, es evidente que la felici­
dad y la virtud del hombre razonable no se bastan
a sí mismos. Si las pasiones no absorben forzo­
samente toda la vida del hombre, es porque exis­
te algo más que las pasiones. Si el conocimiento
de los hechos puede significar muy poco en los
pensamientos del hombre, es porque existe otra
cosa, además del cuerpo. Y si es posible una
deducción precisa, es la causa de que hay algo
más que la deducción.
Es necesario que cada una de las proposicio­
nes verdaderas que se demuestran sea verdad
eterna en sí misma y no por las causas que la
hacen aparentar que es verdadera. Si todo es ver­
dadero por otra cosa, nada hay de verdadero.
Esto ha de ser dado instantáneamente. Y cuando
se ha entendido por un largo eslabonamiento de
razones que determinada proposición es cierta,
falta todavía meditar respecto a la verdadera idea
dada y preguntarse por qué puede serlo. Seme­
jante idea de la idea verdadera es el conocimiento
del tercer género, o conocimiento reflexivo.
Lo mismo que el conocimiento del primer gé­
nero es la ocasión para que elaboremos ideas ade­
cuadas tales como el círculo y la esfera, y para
razonar sobre ello, igual esos razonamientos son
para nosotros la oportunidad de meditar respecto
a la verdadera idea y entender como, antes de ser
verdadera por otra idea, es verdadera en sí
misma.
Casi todos los espíritus, que tienden por na­
turaleza a la reflexión, han observado que, a me­
nudo, después de haber eslabonado unos a otros,
245
por razonamientos correctos, determinado nu­
mero de teoremas, no se comprendía en eso todo
cuanto se podía comprender en ello. ¡,
Quien no entiende más que los razonamientos,
permanece en la superficie y la recorre. Compren­
der ciertamente rió ¿s sólo seguir, es adentrarse,
es entender cada1Verdad, no ya como consecuen­
cia de otra verdad)'sino a su vez como una ven­
dad; no es dejarse conducir con los ojos cerrados
por un método probado e infalible, es distinguir
lo verdadero a cada momento y en cada parte
del razonamiento.
Por'ello se observa con frecuencia que, en las
dencias matemáticas, algunos ^hombres pueden
progresar mucho en seguimiento de los otros y
hasta realizar ciertos descubrimientos sin hacer,
no obstante, más que aplicar de forma maquinal
los métodos y permanedendo por completo inca­
pacitados para ver a cada momento en qué punto
se encuentran.
Existe, por tanto, más allá del conocimiento
deductivo otro intuitivo.1En otras'palabras, en
cada ocasión qüe tengo una idea verdadera puedo
siempre preguntarme, no de qué manera he lle­
gado a'ella, es'decir, lo que he debido meditar
antes de pensar en esta idea, sino cómo he podido
tenerla, o sea, lo que he de pensar en aquel ins­
tante para poder reflexionar respecto 'a está idea.
Y hasta si sé considera una serié de proposi­
ciones deducidas con exactitud de la definición
de Dios, en tanto se comprenda solamente como
una de ellas se deriva de la otra, no se alcanzará
el conocimiento del tercer género y semejante
serie de proposiciones. Por su parte, no debe ser
para nosotros más que la ocasión de buscar cómo
246
cada una des ellas es verdadera en sí misma. No
sólo es necesarío> ver ampios en la definición
Dios, sino én. todas las restantes proposiciones.
alma humana tiene un conocimiento apro­
piado de la e^nclá eterna e infinita de Diosr Efec-
tivamente,,tiene ideas confqnne a las cuales dis­
tingue las cosas particulares como existiendo en
acto. Mas cada cosa particular existiendo en Dios
y por piqsj^mientras es conisideráda bajo¡_deter­
minado atributo, la idea de tal cosa! contiene por
fuerza el, concepto ¡ de este atributo. Semejante
conocimiento de la^,naturaleza de Dios,! siendo en
realidad común a todas las ideas de/todas" las
cosas, se hallá^omprendida también en la idea de
nuestro cuerpo!" o sea, en nuestra alma.
,;, jExpresán donostde_ptra manera, en nuestro có-
nocimiento deben estar abarcadas las condicio­
nes sin las cuales no^resultaria factible nuestro
cqnqcimientq,¡ puesto *qúe ¡de hecho pensamos.,y
ya que nuestro pensamiento es] real, encierra'real­
mente en él las condiciones que lo hacen posible.
Nada puede ser entendido sin Dios. Por.,el sim­
ple hecho de tener ideas, pensamos, en consecuen­
cia, implícitamente la idea de Dios en cada una
de ellas.
, Pero no hay alteración del cuerpo de la que
no nos sea posible elaborar algún concepto diá­
fano y distinto, ya que tenemos el conocimiento
apropiado de lo qtie es realmente común" a todas
las modificaciones dél cuerpo, pomo, pongamos
por caso, la extensión,,Y puesto^que el sentimien­
to no es sino la idea, desuna 'modificación del
cuerpo, todo sentimiento debe contener alguna
idea,adecuada,! _ _
De esto se deduce quíT podemos en todo mo-
247
mentó superar una emoción de la idea de Dios,
condición de todo conocimiento apropiado y
mientras el alma posee este conocimiento y tiene
conciencia de ello, se alegra, ya que contempla
su propio poder de acción. El hombre puede, por
tanto, hacer que cada uno de sus sentimientos le
sea una oportunidad de alegrarse a la vez que
piensa en la idea de Dios y este regocijo unido
a la idea de Dios es el verdadero amor de Dios.
Este amor no puede dejar de acaparar el alma
mucho más que otro sentimiento, ya que todas
las alteraciones del cuerpo pueden ser ocasión de
sentirlo. No puede mudarse en odio, ya que en
tanto que contemplamos a Dios, actuamos y, por
consiguiente, no puede haber tristeza unida a la
idea de Dios. Este amor no es posible que se halle
empañado por los celos. Por el contrarío, cuanto
más amamos a Dios, en mayor medida deseamos
también que le amen los demás. Ninguna pasión
puede, por tanto, ser opuesta a este amor de Dios.
Dura lo mismo que dura nuestro cuerpo, es decir,
lo mismo que los acontecimientos que nos modi­
fican. Nos dan oportunidad de pensar en las ideas,
en las esencias eternas y en las ideas de Dios que
las incluye todas.
Pero nuestro conocimiento de Dios y nuestro
amor de Dios se hallan forzosamente enlazados a
la existencia de nuestro cuerpo. Existe en Dios
una idea que expresa en eternidad la esencia de
tal o cual cuerpo humano. En consecuencia, ya
que el alma humana es la idea de tal o cual cuer­
po humano, el alma del hombre se encuentra en
Dios en eternidad. El alma humana no puede, por
tanto, ser aniquilada por completo con el cuer­
po. Cuando el cuerpo está destruido, el alma deja
248
de existir en la duración, pero su esencia no es
menos eterna en Dios. Y de seguro no podemos
acordarnos de que hemos existido antes de nues­
tro cuerpo, ya que ningún indicio de tal existen­
cia puede ser dado en nuestro cuerpo y que la
eternidad no puede tener la menor conexión con
ningún tiempo, ni por lo tanto con el pasado.
Y, no obstante, sentimos que somos eternos,
porque nuestra alma no experimenta menos las
cosas que concibe por la razón que las que man­
tiene en la memoria y las demostraciones son
los ojos por los que el alma percibe las cosas.
Por eso sentimos que nuestra alma, en tanto que
contiene en eternidad la esencia de su cuerpo, es
eterna, eterna como toda esencia, eterna como
cualquier verdad, ya que la verdad no ha comen­
zado y no puede terminar ni durar: es.
Sabemos, por tanto, por medio del conoci­
miento del tercer género, que estamos en Dios
y que somos eternos. Mientras conocemos por la
razón toda cosa como eterna, conocemos a Dios
como fuera de nosotros y por lo que suponemos
que si las cosas conocidas son eternas, por lo
menos el conocimiento que poseemos de estas
cosas ha comenzado y acabará.
Pero cuando meditamos respecto a la idea ver­
dadera dada y buscamos, no ya cómo es cierta
por las otras y con las otras en Dios, sino en qué
forma es verdadera en nosotros, en tal caso ve­
mos evidentemente que no es por otro pensa­
miento, sino por el divino por lo que nos es
posible pensar lo verdadero.
Por medio de la reflexión sabemos que Dios se
halla en nosotros, o mejor que somos nosotros
quienes nos encontramos en él y que nuestro pen-
249
samiento es el suyo. En consecuencia, el conoci­
miento del tercer género origina en nosotros una
idea acompañada de la idea de Dios cómo causa.
Y este amor, que se deriva del conocimiento del
tercer género, es eterno, porque el alma no con­
cibe que el conocimiento que posee de su enlace
con Dios pueda jamás dejar de ser verdadera.
Este amor por Dios no se halla, pues, unido a
la duración dé nuestro cuerpo; por eso lo deno­
minamos amor'intelectual de Dios. Y denomina­
mos beatitud la alegría que representa ese amor.
Se observa que' nuestra salvación' y nuestra bea­
titud se hallan en este eterno amor de Dios. Cuan­
do hemos 'advertido qué lauesencia de nuestra
alma se basa en el solo conocimiento, el cual Dios
es el principio y°el fundamento, entonces distin­
guimos claramente cómo nuestra alma depende
de continuo de Dios;.c Y se ve en forma evidente
qué superior es el conocimiento intuitivo de las
cosas particulares 7o conocimiento del tercer gé­
nero, aPconocimiento universal, es decir, a la
razón. Porque ya hemos mostrado antes que
todo y,, por consiguiente, nuéstra alma también,
se basa en Dios, conforme a la. esencia y de acuer­
do con la existencia. Pero esta demostración uni­
versal por firme que resulte, Jno °alcanza a cau­
samos impresión más qué cuando comprendemos
por reflexión y en sentido directo, que una cosa
particular, como nuestra alma., depende de Dios
y se halla en Dios. ; i*’
Ha ocurrido a la mayoría de los que han pre­
tendido entender alguna demostración que. han
advertido con claridad todas las razones exterio­
res sobre las que 'se sustentaba el autor, sin ver,
no obstante, claramente la verdad de la cosa de-
250
mostrada. No podían dejar de admitirla, pero la
aceptaban como contrariándoles. Pero les ha su­
cedido asimismo en algunas ocasiones, después
de haber reflexionado sobre la cosa misma y de
intentar todos los caminos conducentes que de
improviso han sido impresionados como por una
luz, y entendido, por último, real e instantánea­
mente lo que hasta aquel momento no podían
más que demostrar. Alcanzaban en ese instante
el conocimiento del tercer género; distinguían con
evidencia aquella idea como formando eterna­
mente un pensamiento perfecto y advertían tam­
bién que su alma no había podido hasta entonces
ser un alma, que su pensamiento no fue capaz
hasta aquel momento de ser un pensamiento sino
por aquellas ideas y por otras; reconocían en la
idea un elemento primordial de su naturaleza
pensante. Hasta aquel instante sabían, ya que ser
un pensamiento es saber; pero entonces ya sa­
bían que sabían. Poseían no sólo la idea, sino por
añadidura la idea de la idea. Y se observá en eso
que se va naturalmente del conocimiento del se­
gundo género al del tercer género.
Pero se advierte también que del conocimien­
to del primer genero no se puede esperar nada
semejante, puesto que por el del primer género
no afirmamos sino la existencia de un objeto en
la duración y el que asegura que una cosa existe
sabe en aquel instante todo cuanto puede saber
respecto a esto y no existen, dos maneras de
comprobar la existencia de uná cosa. Se comprue­
ba o, por el contrario, no V comprueba. La me­
nor verdad, ningún avance en la yerdad puede
deducirse de que se considere que una cosa existe.
Lo que ocurre por casualidad a los que hacen
251
uso de su razón, pero sin advertirlo de una for­
ma evidente, quien medita sobre la idea verdade­
ra particular y en cada ocasión que lo hace per­
cibe en él una parte de un alma eterna. Con
verdades particulares, comprendidas de modo di­
recto así, se hace realmente un alma su alma;
toma conciencia de su misma naturaleza y de la
identidad de su auténtica naturaleza con la abso­
luta del pensamiento; con Dios.
En consecuencia, el alma, cuando conoce las
cosas como eternas, ora por el razonamiento, ora
por la intuición, es eterna. Por tanto, cuantas más
cosas conocemos como eternas, más es la parte
de nuestro ser que libramos de las pasiones y de
la muerte. De seguro, no es posible abatir por
completo nuestras pasiones, pero al menos pode­
mos hacer que gran parte de nuestro ser se halle
fuera de ella y más allá de ellas; podemos con­
seguir que de lo que nosotros parece con nues­
tro cuerpo no tenga importancia en relación con
lo que de nuestro pensamiento continúa eterna­
mente. Y en este aspecto, el amor de Dios nos
libra de la muerte.
Sin embargo, no debemos suponer por esto
que la salvación y nuestra alegría hayan de ser
la recompensa de nuestra lucha contra las pasio­
nes y del desprecio que sentimos hacia nuestro
cuerpo. Los que imaginan que el hombre puede
menospreciar y no ocuparse de su cuerpo, no re­
cuerdan que el alma está tanto más capacitada
para adquirir el conocimiento de Dios cuanto más
capacitado se halla el cuerpo mismo para mayor
número de cosas y que quien posee, a semejanza
del niño, el cuerpo apto para pocas acciones y
dependiendo en la máxima medida de las causas
252
externas, tiene asimismo un alma que casi no
comprende a Dios, ni a sí misma ni a las cosas.
Por ende, los que suponen que el alma puede
eliminar sus pasiones, olvidan que las afecciones
del cuerpo, de que las pasiones son ideas, radican
en los cuerpos exteriores y en todo el cuerpo.
Lo cierto es que nuestra virtud no ha de lu­
char contra las pasiones, sino que ha de desen­
volver, de acuerdo con las pasiones, y por encima
de ellas, la vida racional y la divina. Y solamente
cuando por la reflexión hayamos resguardado la
mayor parte de nuestra vida de las pasiones y
de la muerte podremos asegurar que hemos triun­
fado de tales pasiones.
No es, por tanto, porque salgamos victoriosos
de nuestras pasiones por lo que tenemos la bea­
titud, sino, a la inversa, porque poseemos la beati­
tud es por lo que nos ha sido dable triunfar de
nuestras pasiones. No nos fijemos jamás en nues­
tra miseria ni en nuestra esclavitud. Miremos a
más distancia; hacia la verdad y la alegría. Viva­
mos de momento en la verdad cuanto nos sea
posible; establezcamos en nosotros la alegría in­
corruptible y como resultado de esto nos salva­
remos de nuestras pasiones. «La beatitud no es
la recompensa de la virtud, sino la virtud misma.»

253
Í NDI CE
DESCARTES, por Paul Landormy . . . 5
1. El colegio de la flecha......................... 7
2. Los viajes de Descartes y su moral mo­
mentánea ....................................................19
3. El discurso del método.................................39
4. Las meditaciones metafísicas. . . 69
5. Los principios de la filosofía . . 111
6. Las pasiones del alm a............................... 125
ESPINOSA, por Emile Chartiei . 143
1. La vida y las obras de Espinosa 145
2. La filosofía de Espinosa............................... 149
3. El método reflexivo......................................153
4. De Dios y del alm a......................................171
5. De los sentimientos y de las pasiones . 193
6. De la esclavitud del hombre 211
7. De la razón..................................................223
8. De la libertad y de la beatitud . 243

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