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Durante mucho tiempo fue considerada como una región acosada por la
inestabilidad macroeconómica, la alta inflación, la pobreza y la
desigualdad extremas. América Latina ha sufrido una gran transformación
en los últimos 20 años.
Después de la "década perdida" en la década de 1980, muchos países
experimentaron exitosos programas de estabilización macroeconómica,
acompañados en algunos casos por grandes reformas comerciales e
innovaciones institucionales fundamentales, como la de otorgar
autonomía a sus bancos centrales.
Durante la década de 1990 y hasta la década de 2000, el PIB de la región
creció a una tasa promedio anual del 3.3 por ciento (sobre la base de la
población ponderada), más del doble del 1.5, tasa porcentual observada
en los años ochenta.
La inflación, durante mucho tiempo el flagelo de la región, ha sido
contenida en la mayoría de los países; en 2011, la inflación fue del diez por
ciento en Argentina (aunque existe cierta controversia sobre este
número), 7 por ciento en Brasil y por debajo del 4 por ciento en Chile,
Colombia, México y Perú. Esto marca una gran mejora con respecto a la
década de 1990, época que incluyó episodios de hiperinflación en
Argentina, Brasil y Perú.
Con una política monetaria mucho más efectiva, déficits fiscales
considerablemente más bajos y una mejor gestión de la deuda, la mayoría
de los países de la región resistieron la crisis financiera mundial de 2008-
2009. En el conjunto de América Latina, las tasas de desempleo
aumentaron en menos de 1 punto porcentual, y las tasas de pobreza
continuaron disminuyendo, aunque a una tasa más baja que en años
anteriores. De hecho, por primera vez desde que se tenga memoria,
muchos gobiernos pudieron llevar a cabo políticas macroeconómicas anti-
cíclicas efectivas (Banco Interamericano de Desarrollo 2012). (*1)
En 2011, el stock de reservas internacionales para la región fue de $ 752
mil millones, incluyendo $ 351 mil millones en Brasil, $ 149 mil millones en
México y más de $ 40 mil millones en Argentina, Chile y Perú. En
comparación, las reservas internacionales totales para la región fueron de
$ 151 mil millones en la década anterior.
Los logros de la región van más allá de una mejor gestión
macroeconómica.
La última década ha sido testigo de reducciones sustanciales y sostenidas
de la pobreza y la desigualdad, como se muestra en la Figura 1. La pobreza
disminuyó en prácticamente todos los países, y para la región en su
conjunto, la proporción de personas que viven con menos de 2.50 dólares
per cápita por día se redujo de 26.8 a 13.3 por ciento, lo que implica que
55 millones menos de personas vivían bajo la línea de pobreza en América
Latina en 2011 respecto al 2000.
Las disminuciones en la desigualdad también son impresionantes. En el
año 2000, el coeficiente de Gini fue superior a 0,5 en Argentina, Brasil,
Chile, Colombia, México y Perú, y superior a 0,45 en Venezuela. Para el
2011, había disminuido en 6 puntos porcentuales o más en Argentina,
Brasil, Perú y Venezuela; por más de 3 puntos porcentuales en Chile y
México; y por 2 puntos en Colombia.
También ha habido mejoras constantes en varias medidas no monetarias
del bienestar. Entre 1990 y 2010, la mortalidad infantil en América Latina
se redujo de aproximadamente de 120 a 60 muertes por cada 1.000
nacidos vivos, la mortalidad materna disminuyó de 50 a 25 por 100.000
nacidos vivos y la desnutrición crónica (o retraso en el crecimiento) entre
los niños de 5 años y menores se redujo de 25 por ciento a 12 por ciento
de la población.
Como veremos más adelante, ha habido aumentos continuos tanto en las
tasas de matriculación escolar como en el promedio de años de
escolaridad alcanzados.
Finalmente, y de gran importancia, los resultados en materia de salud y
educación de las niñas en la región están ahora a la par o superan a los de
los niños.
Sin embargo, las comparaciones con otras regiones del mundo ayudan a
poner estos logros en perspectiva.
Las tasas de crecimiento en América Latina siguen siendo mucho más
bajas que en Asia oriental: en la década del 2000, el PIB creció un 10,4 por
ciento anual en China, un 7,1 por ciento en Vietnam y un 4,1 por ciento en
Corea. Con las tasas de crecimiento promedio actuales, a Brasil le llevaría
21 años alcanzar el PIB per cápita actual de Corea mientras que México
necesitaría 25 años.
Además, también se puede argumentar que al menos una parte del buen
desempeño en el crecimiento observado en la última década es el
resultado de un auge de las materias primas ( boom de producción y
precios) asociado con el crecimiento en Asia y, al menos hasta 2008,
circunstancias inusualmente favorables en los mercados de capitales
internacionales.
La Figura 2 compara el crecimiento total de la productividad de los
factores en Asia oriental, América Latina y los Estados Unidos de 1980 a
2007: en Asia oriental, el crecimiento de la productividad ha sido más
rápido que en los Estados Unidos de 1980 a 2007, mientras que en
América Latina fue negativo hasta el 2000 (IDB 2010). Desde entonces, el
crecimiento de la productividad ha sido similar en América Latina y
Estados Unidos, pero la región ha seguido perdiendo terreno en relación
con Asia Oriental.
Paralelamente, las tasas de ahorro e inversión en la región siguen siendo
muy bajas en comparación con las observadas en Asia. Las tasas de ahorro
en América Latina van del 18 por ciento del PIB (en Brasil) al 24 por ciento
(en México y Chile), lo que contrasta con el 31 por ciento en India, el 34
por ciento en Malasia y el 51 por ciento en China. Y, a pesar de los avances
recientes, América Latina sigue siendo la región más desigual del mundo y,
debido a esto, se caracteriza por tasas de pobreza que son mucho más
altas de lo que cabría esperar dado el nivel de ingresos de la región. (*2)
Para que el crecimiento sea más rápido y más equitativo, América Latina
debe centrarse mucho en acelerar el crecimiento de la productividad; en
elevar su tasa de ahorro para sostener un esfuerzo de inversión
considerablemente mayor (particularmente en infraestructura); en
aumentar el capital humano de su fuerza laboral; y en la programación de
nuevas políticas para reducir la desigualdad.
En este documento, nos centramos en un subconjunto de estos
problemas. En particular, argumentamos que la política social, incluido el
capital humano y la educación, el seguro social y la redistribución,
necesitan una atención especial para que los logros de América Latina en
las últimas dos décadas sean sostenibles y amplificados.
A partir de mediados de la década de 1990, los gobiernos de la región
introdujeron una variedad de programas, que incluyen pensiones no
contributivas, seguros de salud y transferencias de efectivo dirigidas a los
pobres. El gasto en pensiones sociales de América Latina aumentó
considerablemente. Un creciente consenso político y tecnocrático se
desarrolló en torno a la necesidad de políticas para garantizar que los
pobres tengan un mínimo de ingresos, estén protegidos de diversos
riesgos y tengan el capital humano que les permita a ellos (o a sus hijos)
escapar de la pobreza. Estas políticas han sido ampliamente elogiadas y,
como otras, creemos que han resultado en mejoras sustanciales en las
vidas de los pobres en la región. Sin embargo, una vista más matizada
muestra algunas tendencias preocupantes. Avanzando, creemos que es
necesario prestar mucha más atención a la calidad de los servicios,
particularmente en la educación; a los incentivos generados por la
interacción de algunos programas, particularmente en el mercado laboral;
a una distribución inter-temporal más equilibrada de beneficios,
particularmente entre jóvenes y ancianos; y a fuentes de financiamiento
sostenibles, particularmente al vínculo entre contribuciones y beneficios.
Una advertencia importante antes de comenzar: América Latina es una
región heterogénea. Los países difieren en tamaño, niveles de ingreso,
instituciones y dotaciones. A continuación se detallan los trazos generales
que no siempre se aplican a todos los países y cualquier implicación para
la política debería ser analizada y adaptada a circunstancias específicas.
Escolaridad
América Latina tiene un historial impresionante de expansión en la
cobertura de la educación básica. Las tasas netas de inscripción, dadas por
la fracción de niños que están matriculados en el nivel adecuado para su
edad, ahora superan el 90 por ciento en la escuela primaria y están entre
el 60 y el 80 por ciento en la escuela secundaria en la mayoría de los
países. En términos generales, los países de la región tienen tasas de
inscripción similares a las de otros países con niveles de ingreso similares
(Banco Interamericano de Desarrollo 2011). En promedio, los individuos
nacidos en 1945 en América Latina completaron seis grados de
escolaridad, mientras que los nacidos en 1985 han completado diez
grados.
Desafortunadamente, los aumentos en los niveles de escolaridad no han
sido acompañados por aumentos en la calidad de la educación. El
desempeño de los estudiantes latinoamericanos en los exámenes
estandarizados es pésimo. Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México,
Panamá, Perú y Uruguay participaron en el Programa Internacional para la
Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA), que evaluó competencias
en lenguaje, matemáticas y ciencias para jóvenes de 15 años. Sus
puntuaciones son relativamente similares entre sí, con Chile y Uruguay
con un desempeño algo mejor y con Panamá y Perú un poco peor. Sin
embargo, los estudiantes en Panamá obtienen puntajes inferiores a los de
Indonesia, aunque el PIB per cápita en Indonesia es aproximadamente un
tercio del de Panamá, y los de Argentina tienen puntajes que son
aproximadamente 100 puntos (una desviación estándar) por debajo de los
de Polonia. Solo el 5 por ciento de los estudiantes chilenos tiene una
puntuación igual o superior a la mediana de Polonia y solo el 5 por ciento
de los estudiantes chilenos tiene una puntuación igual o superior a la
media de estudiantes en Singapur, y solo el 1.5 por ciento obtuvo una
puntuación igual o superior a la mediana de los estudiantes en Shanghái,
como se muestra en la Figura 3; Lo mismo ocurre con Uruguay. Incluso los
niños en las mejores escuelas de la región parecen tener un mal
desempeño.
Calculamos los puntajes de las pruebas de matemáticas de PISA que
limitan la muestra al 10 por ciento de las escuelas con mejor desempeño
que participaron en esta prueba en Chile y Uruguay, y encontramos que
solo el 10 por ciento de los niños en estas escuelas de alto desempeño en
Chile y el 13 por ciento en Uruguay, tienen puntuaciones tan altas como
los niños promedio en Shanghái. Además, estas comparaciones
probablemente subestiman las diferencias entre los países, ya que el PISA
solo evalúa a los niños de 15 años de edad actualmente matriculados en
7º grado o más, y las tasas de repetición y deserción de grado son más
altas en América Latina que en Asia Oriental.
Existe un amplio consenso entre los formuladores de políticas e
investigadores de que el bajo rendimiento de los estudiantes
latinoamericanos en las pruebas estandarizadas tiene implicaciones
negativas para la productividad. Un ejercicio simple de contabilidad
realizado por Hanushek y Woessman (2012) sugiere que al menos la mitad
del “rompecabezas” latinoamericano de bajo crecimiento puede atribuirse
a los bajos niveles de habilidades cognitivas entre los estudiantes, como el
medido por los resultados de las pruebas. Además, dado que los niños
pobres en América Latina en general asisten a escuelas de menor calidad
que sus homólogos más acomodados, esto también tiene implicaciones
negativas para la cuestión de la equidad.
¿Por qué los estudiantes latinoamericanos se desempeñan tan mal en los
exámenes internacionales? Dos razones son particularmente importantes:
los factores que afectan a los niños antes de que ingresen a la escuela y la
mala calidad de los maestros. En la región, muchos niños llegan al
comienzo de la escuela formal con graves déficits en salud y desarrollo.
Las tasas de malnutrición crónica (baja altura para la edad o retraso del
crecimiento) son muy altas en algunos países, especialmente entre los
pobres. En Guatemala, más de la mitad de los niños menores de cinco
años tienen más de dos desviaciones estándar en su altura, en
comparación con una población de referencia de niños bien nutridos. En
Bolivia, Ecuador y Perú, el número es de entre el 20 y el 30 por ciento,
pero entre los hogares más pobres, especialmente en las áreas rurales, la
proporción es más del doble. El mal estado nutricional en la primera
infancia tiene serias implicaciones para el funcionamiento cognitivo, y el
daño puede ser irreversible.
Otros indicadores también sugieren que los niños pobres de América
Latina comienzan la escolarización ya atrasados. Schady et al. (2012)
muestran que, cuando ingresan a la escuela, los niños más pobres de las
zonas rurales de Chile tienen alrededor de dos tercios de una desviación
estándar respecto a dónde deberían estar en su desempeño en una
prueba (la versión en español del Peabody Picture Vocabulary Test) y que
ha demostrado ser altamente predictivo del fracaso escolar; en Colombia
y Ecuador, estos retrasos son aproximadamente de una desviación
estándar de un año y medio; y en Nicaragua y Perú, los niños más pobres
de las áreas rurales tienen más de dos desviaciones estándar, lo que
implica demoras de aproximadamente dos años en su desarrollo
cognitivo.
Aunque la evidencia de América Latina es escasa, parece haber un
considerable margen para las intervenciones dirigidas a niños pequeños,
especialmente aquellos, en hogares pobres, que presentan los mayores
retrasos (Schady 2012, Vegas y Santibañez 2010).
En Argentina, los niños que fueron expuestos a un programa preescolar
tienen calificaciones en los exámenes de tercer grado que son 0.23
desviaciones estándar más altas que aquellos que no estuvieron
expuestos, tienen menos problemas de conducta y tienen más
probabilidades de prestar atención en clase y participar (Berlinski, Galiani
y Gertler 2009).
En Uruguay, la variación plausiblemente exógena en el acceso a la
educación preescolar se asocia con 0,8 años más de escolaridad completa
cuando los niños tienen 15 años (Berlinski, Galiani y Manacorda, 2008). En
Colombia, un programa piloto de visitas domiciliarias y crianza de los hijos
mejoró el desarrollo cognitivo entre los niños pequeños en
aproximadamente 0,3 desviaciones estándar (Attanasio, Fitzsimons,
Granthan-McGregor, Meghir y Rubio-Codina 2012). (*3)
En Guatemala, un programa que distribuye una bebida energética con alto
contenido proteico, conocido como Atole, resultó para los niños pobres en
la primera infancia que mejoró la desnutrición crónica, la escolarización,
los puntajes de las pruebas y el salario de los hombres casi 20 años
después (Behrman, Calderon, Preston, Hoddinott, Martorell y Stein 2009;
Hoddinott, Maluccio, Behrman, Flores y Martorell 2008; Maluccio,
Hoddinott, Behrman, Martorell, Quisumbing y Stein 2009).
Los maestros en muchos países de América Latina tienen deficiencias en el
conocimiento del contenido y las prácticas básicas de enseñanza. Perú
aplicó pruebas de conocimiento del contenido a todos los maestros en
2007. Casi el 50 por ciento de los maestros de matemáticas no pudieron
realizar operaciones aritméticas básicas y aproximadamente un tercio
carecía de las habilidades básicas de comprensión de lectura. Usando
datos para Perú, Metzler y Woessman (2012) estiman que los niveles más
altos de conocimiento del contenido de los maestros en lengua y
(especialmente) matemáticas se traducen en mejores resultados de
aprendizaje para los niños. En Chile, en un año dado, aproximadamente
un tercio de los docentes tuvieron un desempeño insatisfactorio en el
sistema de evaluación de desempeño conocido como sistema de gestión
“Docente Más”. En Ecuador, el Sistema de calificación de la evaluación en
el aula (CLASS, por sus siglas en inglés), una medida de la calidad de las
prácticas de enseñanza que se centra en el apoyo socioemocional, la
gestión del aula y el apoyo educativo proporcionado por los maestros
(Mashburn, Downer, Hamre, Justice y Pianta 2010; Pianta 2011; Pianta y
Hamre 2009) se aplicó a una muestra de docentes entre el primer y el
tercer grado. Aproximadamente el 90 por ciento recibió la puntuación más
baja posible de 1, en una escala de 1 a 7, en términos del apoyo educativo
que brindan (Araujo, Cruz-Aguayo y Schady, 2012). En Chile, las
calificaciones de los docentes son algo mejores que en Ecuador, pero solo
marginalmente (Yoshikawa et al. 2012).
En resumen, los avances en la cobertura escolar en América Latina son
bienvenidos, pero claramente no son suficientes. La interacción de las
deficiencias generadas a una edad temprana con maestros de baja calidad
y, a veces, instalaciones y contenido inadecuados implica que los niños en
América Latina, especialmente los pobres, no están aprendiendo lo
suficiente e ingresan al mercado laboral con desventajas sustanciales en
comparación con otros países. Esto es claramente una plataforma débil
para mejorar la productividad y reducir la transmisión intergeneracional
de la desigualdad. (*4)
Seguridad Social
El seguro social apunta a proteger a los hogares contra los riesgos (mala
salud, desempleo, discapacidad, muerte o pobreza en la vejez, esta última
asociada con la incertidumbre sobre la longevidad) y contribuir a suavizar
el consumo inter-temporal.
La característica central del seguro social en la mayor parte de América
Latina es que tanto la provisión como la financiación son una función del
estatus laboral: en particular, si un trabajador es asalariado o no
asalariado (trabajadores por cuenta propia, que trabajan a destajo, o que
trabajan en una empresa familiar). Como resultado, el seguro social se
entrelaza con el funcionamiento del mercado laboral, con amplias
implicaciones para la eficacia de estos programas, así como para el ahorro
interno y para la productividad (Levy 2008; Ferreira y Robalino 2011).
En la mayoría de las regiones de América Latina, los trabajadores
asalariados tienen derecho a un conjunto de beneficios que incluyen,
entre otros, seguros de salud, riesgo laboral, muerte e incapacidad y
pensiones de jubilación, y en ocasiones otros beneficios como subsidios
por hijos (Argentina), servicios de capacitación laboral (Colombia), o
servicios de vivienda y guardería (México). Estos beneficios se pagan con
impuestos salariales. El paquete y el método de financiamiento
generalmente se conocen como “seguro social contributivo”. Además, los
trabajadores asalariados están protegidos contra la pérdida de empleo a
través de los requisitos legales como la indemnización por despido y las
indemnizaciones relacionadas. (*5)
En lo que sigue, debe entenderse que el seguro social contributivo abarca
los reglamentos de protección del empleo, la salud, las pensiones y otros
beneficios, ya que las empresas y los trabajadores deben internalizar los
costos de todos estos elementos.
En la práctica, debido a que las regulaciones se aplican de manera
imperfecta, las empresas a veces evaden y contratan a trabajadores
asalariados ilegalmente; y debido a que no todos los trabajadores
participan en el mercado como empleados asalariados, el seguro social
contributivo solo cubre un subconjunto de la fuerza laboral, el que
comúnmente se denomina "empleo formal".
La figura 4 muestra que la proporción de la fuerza laboral cubierta por el
seguro social contributivo es inferior al 50 por ciento en la mayoría de los
países de la región, a pesar de que estos programas han sido obligatorios
durante más de medio siglo.
Hasta hace relativamente poco tiempo, los trabajadores no asalariados y
contratados ilegalmente, en lo que comúnmente se denominan “empleo
informal”, no estaban cubiertos por el seguro social en América Latina.
Muchos países habían prestado atención médica pública para todos,
independientemente del estado del asalariado, pero se limitaba en gran
medida a intervenciones básicas para la salud materna e infantil. Sin
embargo, durante las últimas dos décadas, los gobiernos de América
Latina han creado o ampliado los programas de salud, pensiones y
aquellos programas relacionados que se pagan con ingresos generales y,
por lo tanto, se los denomina "seguro social no contributivo".
Estos programas de seguro social no contributivos han crecido
rápidamente.
En términos de presupuesto y cobertura, la Tabla 1 enumera a 13 países
en la región con programas de pensiones no contributivas, a un costo
promedio de 0.56 por ciento del PIB. Varios países también han
introducido programas de salud no contributivos. Los dos más grandes se
encuentran en Colombia y México, aunque se encuentran esquemas
similares en Perú y Nicaragua y, con algunas variaciones, en Argentina,
Bolivia y Ecuador. Colombia introdujo su “Régimen Subsidiado en Salud” a
principios de la década de 1990, inicialmente brindando beneficios de
menor calidad a los trabajadores informales en relación con los ofrecidos
a los trabajadores formales a través de diversos programas. En el año
2003 lanzó un gran esfuerzo para ampliar la cobertura a través del
“Seguro Popular”.
Estos programas no contributivos han ampliado sustancialmente la
cobertura de las pensiones y los seguros de salud. En el programa de
pensiones de “Previdencia Rural” de Brasil, la cobertura entre los elegibles
aumentó 40 puntos porcentuales dentro de una década, desde un nivel
previo a la reforma de alrededor del 13 por ciento (Bosch, Cobacho y
Pages, de próxima aparición; Carvalho Filho, 2008). La Moratoria de
Argentina incrementó la cobertura de pensiones que aumentó en 27 y 16
puntos porcentuales para mujeres y hombres desde un nivel previo a la
reforma de 30 y 55 por ciento, respectivamente (Bosch y Guajarro, 2012).
El “Seguro Popular” de México se expandió rápidamente: para 2010,
cubría a más de 43 millones de afiliados, según los datos administrativos
del programa.
El “Régimen Subsidiado” de Colombia aumentó la cobertura del seguro de
salud desde niveles por debajo del 30 por ciento a más del 90 por ciento
en la actualidad (Camacho, Conover y Hoyos 2012). Al ampliar la
cobertura, los programas de seguro social no contributivos brindan cierta
protección contra los riesgos para los hogares que de otra manera no
estarían protegidos.
En México, el “Seguro Popular” redujo los catastróficos gastos de salud de
los participantes en un 23 por ciento (King et al. 2009), y el programa “70 y
Más”, que proporciona pensiones para los mayores de 70 años, redujo la
brecha de pobreza entre los beneficiarios de las pensiones de 0.61 a 0.46
(Galiani y Gertler 2009). Los documentos que han modelado el efecto
probable de la reforma de pensiones de 2008 en Chile, que introdujo una
pensión no contributiva para el 60 por ciento más pobre de la población,
también concluyen que reducirá sustancialmente la pobreza (Attanasio,
Meghir y Otero 2011; Todd y Joubert, 2011).
En otros casos, las disminuciones en la pobreza de ingresos son menores
debido a que las pensiones permiten que una mayor parte de los adultos
mayores dejen de trabajar (para las pruebas de Brasil, ver Carvalho Filho
2008; para las pruebas de México, ver Galiani y Gertler 2009; Juárez y
Pfutze 2012).
Sin minimizar estos logros, los programas de seguro social no
contributivos plantean diversas inquietudes. Primero, los programas no
contributivos pueden ser costosos. Por ejemplo, en el programa brasileño
de previsión rural, el valor de la pensión es grande (equivalente a
aproximadamente un tercio del PIB per cápita) y la edad de elegibilidad es
baja (60 años para los hombres, 55 para las mujeres). Como resultado, el
costo es alto, aproximadamente el 0,89 por ciento del PIB, aunque solo los
trabajadores en las áreas rurales son elegibles para el programa. La
moratoria argentina costó entre 1.5 y 2 puntos porcentuales del PIB en el
año en que se implementó. Además, debido a que la población de
América Latina está envejeciendo rápidamente, los costos de los
programas no contributivos podrían aumentar sustancialmente en las
próximas décadas. Se proyecta que la fracción de la población de 65 años
y más en América Latina, aumente del 7.6 por ciento de la población total
en 2010, a 21 por ciento en 2050; para 2050 se proyecta que habrá tres
personas en edad laboral por cada persona mayor de 65 años, en
comparación con 8.5 en 2010 (CEPAL 2011). Estos programas pueden por
lo tanto imponer grandes pasivos futuros.
La preocupación es que los programas no contributivos enfrentan una
presión constante para aumentar la cobertura y los beneficios, porque a
diferencia de los programas contributivos, los beneficios y las
contribuciones no están directamente vinculados. Por ejemplo, en 2007,
el programa “70 y más” de México solo cubría a personas mayores de 70
años que vivían en ciudades con menos de 2.500 habitantes; en 2008, se
amplió para incluir ciudades con menos de 20.000; en 2009, a localidades
con menos de 30.000 habitantes; en 2012, un año electoral, la elegibilidad
se extendió a todos, independientemente del lugar de residencia; y en
2013, la edad de elegibilidad se redujo a 65 años.
Una situación similar ocurrió en Colombia, donde el paquete de salud
financiado por el “Régimen Subsidiado” (para trabajadores informales) fue
inicialmente menos generoso que el ofrecido por el “Régimen
Contributivo” (para trabajadores formales). Sin embargo, en 2008, el
Tribunal Constitucional exigió que se equiparara el paquete de beneficios
de salud en los dos programas.
La provisión de programas de seguro social no contributivo también puede
desalentar el empleo formal, porque los trabajadores informales reciben
beneficios sin pagarlos en forma de un impuesto salarial. En 2009,
Argentina otorgó a los trabajadores informales el subsidio para menores
de 18 años, previamente pagado solo a los trabajadores formales, a través
de un programa conocido como Asignación Universal por Hijo. (*6)
Para 2011, el programa cubría el 29 por ciento de todos los menores
elegibles a un costo de 0.64 por ciento del PIB. Garganta y Gasparini
(2012) estiman que este programa reduce la probabilidad de que los
trabajadores informales entren en un empleo formal en un 45 por ciento
para las mujeres y un 30 por ciento para los hombres. Bosch y Campos
(2010) analizan el impacto del “Seguro Popular de México”, comparando
las tasas de crecimiento de las empresas registradas en el Instituto
Mexicano del Seguro Social en los municipios donde el “Seguro Popular”
se implementó temprano, en 2002-2003, con aquellos donde se
implementó más tarde, en 2006-07. Demuestran que cuatro años después
de su inicio, el “Seguro Popular” había provocado una reducción del 5 por
ciento en el empleo formal en los municipios que recibieron el programa
anteriormente.
Sobre la base de este y otros cálculos similares, Bosch, Cobacho y Pages
(de próxima publicación) estiman que entre 2002 y 2010 el “Seguro
Popular” dio lugar a una reubicación de entre 0,4 y 1 puntos porcentuales
del empleo total de empleos formales a informales, lo que equivale a
entre 160.000 y 400.000 trabajadores, o entre el 8 y el 20 por ciento del
total de empleos formales creados durante ese período. El análisis de
Camacho et al. (2012) del “Régimen Subsidiado” de Colombia sugiere
efectos cualitativamente similares, pero sustancialmente mayores en la
informalidad, alrededor de 4 puntos porcentuales.
En términos más generales, la segmentación del seguro social en
componentes contributivos y no contributivos tiene tres implicaciones
importantes:
1) Reduce la eficacia general del seguro; 2) Puede reducir el ahorro
interno y 3) Asigna incorrectamente recursos, lo que puede tener
impactos negativos en la productividad y el crecimiento.
Diremos unas palabras sobre cada efecto.
La eficacia de los seguros se reduce porque, en América Latina, las
transiciones de empleo formal a informal y de regreso son frecuentes. En
cualquier año dado en Argentina y Brasil, el 25 y el 47 por ciento de los
trabajadores informales transitan en un trabajo formal, respectivamente,
mientras que el 9 y el 7 por ciento transitan en la otra dirección (Ribe,
Robalino y Walker 2012). Debido a que los trabajadores solo acumulan
beneficios de pensión cuando están formalmente empleados, las
densidades de contribución a los planes de pensión son bajas. Incluso en
Argentina, Chile y Uruguay, tres de los países con la mayor cobertura de
seguro social contributivo en la región (como se mostró anteriormente en
la Figura 4), las densidades de contribución promedio son bajas en 55%,
47% y 58%, respectivamente (Forteza, Luchetti y Pallares 2009). Como
resultado, la tasa de sustitución entre la cantidad de ingresos antes de la
jubilación reemplazada por la pensión (relación ingreso-jubilación), será
baja, y las pensiones contributivas tendrán un bajo desempeño ayudando
a las personas a suavizar el consumo entre el trabajo y la jubilación.
Además, los tránsitos entre el empleo formal e informal dan como
resultado una cobertura errática contra los riesgos que solo están
cubiertos por el seguro social contributivo (como muerte, discapacidad y
pérdida de empleo).
En términos de los efectos sobre el ahorro, muchos países de América
Latina reformaron sus sistemas de pensiones en la década de 1990. Uno
de los objetivos de estas reformas era aumentar la oferta de ahorro
interno a largo plazo en moneda local. Si bien el aumento de los ahorros
para pensiones puede en principio ser compensado mediante la reducción
del ahorro privado, el balance de la evidencia disponible de América Latina
muestra que esta compensación no se ha producido, lo que implica que
los ahorros forzados a través de pensiones contributivas han aumentado
el ahorro interno. (Aguila 2011; Carpio 2008; Cerda 2008; Quintanilla
2011). Sin embargo, debido a que la cobertura de las pensiones
contributivas es tan limitada, la contribución de estos programas al ahorro
nacional también es limitada. La extensión de los programas de pensiones
no contributivas probablemente socavará aún más los incentivos
individuales para ahorrar a través del sistema contributivo.
Finalmente, la segmentación del seguro social puede ser un factor detrás
del estancamiento del crecimiento de la productividad en la región. Por un
lado, si los trabajadores no valoran completamente los beneficios del
seguro social contributivo, los programas contributivos actúan como un
impuesto sobre el empleo formal. Por otro lado, los programas de seguro
social no contributivos funcionan como un subsidio para el empleo
informal porque los trabajadores informales reciben al menos algunos de
los mismos beneficios que los trabajadores formales, con la diferencia
fundamental de que no pagan por dichos beneficios. Además, cuando las
regulaciones y el seguro social contributivo se aplican de manera
imperfecta, las empresas pueden contratar trabajadores asalariados
ilegalmente, pero siguen siendo ineficientemente pequeñas para
minimizar la posibilidad de detección. En conjunto, estos impuestos y
subsidios distorsionan el precio del trabajo hacia empresas más pequeñas
con trabajo asalariado, en empresas familiares con trabajo no asalariado y
además en el empleo informal. En México, Busso, Fazio y Levy (2012)
encuentran que el 90 por ciento de las 3.6 millones de empresas
capturadas en el Censo tienen hasta cinco trabajadores, el 96 por ciento
hasta diez, y solo el 1 por ciento más que 50; pero menos de tres de cada
cuatro empresas están registradas en el Instituto de Seguridad Social (un
requisito previo para la formalidad). (*8) Una literatura emergente
muestra que la productividad en el sector informal es menor que en el
formal, por lo que cualquier movimiento de recursos de la primera a la
segunda tenderá a disminuir la productividad agregada (Fajnzylber,
Maloney y Montes-Rojas 2009, 2011; Busso, Fazio y Levy 2012; Jung y Tran
2012; Pagés 2010).
En resumen, más de medio siglo después de su introducción, los
programas contributivos de seguro social en América Latina proporcionan
solo bajos niveles de cobertura y seguro entre los pobres. Los programas
de seguro social no contributivos introducidos en las últimas dos décadas
han extendido la medida de protección contra algunos riesgos para
quienes de otra manera estarían descubiertos y también han conducido a
reducciones sustanciales de la pobreza entre los adultos mayores. Sin
embargo, la interacción de estos dos sistemas distorsiona los incentivos en
el mercado laboral y genera concesiones costosas entre la extensión de la
cobertura del seguro social, por un lado, y la productividad, el ahorro, y
demás consideraciones fiscales, por el otro.
Conclusiones
Aunque muchos factores han estado en juego, el aumento del gasto social
y los nuevos programas sociales han ayudado a reducir la pobreza y la
desigualdad en América Latina. ¿Qué explica estos cambios en la política
social en las últimas dos décadas? Destacamos tres explicaciones
importantes. Primero, el surgimiento de regímenes más democráticos en
la década de 1990 renovó las presiones políticas para responder a niveles
inaceptables de pobreza y desigualdad, en particular después de la década
"perdida" de 1980. En segundo lugar, una mayor estabilidad
macroeconómica facilitó el crecimiento, proporcionando ingresos fiscales
para aumentar el gasto (ayudado en algunos casos por condiciones
internacionales favorables); esto también permitió a los responsables de
la formulación de políticas centrarse en cuestiones distintas de las
abordadas en los últimos programas de ajuste con el Fondo Monetario
Internacional. En tercer lugar, se reconoció que los programas sociales
tradicionales habían tenido un éxito limitado. En contextos de alta
informalidad, el seguro social contributivo no había protegido a la mayoría
de los hogares en riesgo; en los países con alta desigualdad de ingresos, la
mayoría (es decir, la mayor parte de América Latina), los subsidios
generalizados fueron captados principalmente por los grupos de ingresos
más altos. Las lecciones del pasado se convirtieron en iniciativas pioneras
para proporcionar servicios de salud a los hogares en el sector informal
(como el Régimen Subsidiado de Colombia) y pensiones (como el
“Previdencia Rural” de Brasil); o para enfocar las transferencias de
ingresos en los pobres y convertirlos en inversiones en capital humano
(como el PROGRESA de México).
Como resultado de un crecimiento más rápido, más gasto social y nuevos
programas, millones de latinoamericanos ahora se alimentan mejor,
obtienen más escolaridad, disfrutan de un mejor acceso a los servicios de
salud y tienen mayores ingresos durante la vejez. La "clase media" de la
región, aquellos que viven en hogares con ingresos per cápita entre $ 10 y
$ 50 (en dólares estadounidenses) por día, aumentó de 20 a 30 por ciento
de la población entre 1990 y 2010, y su participación en el ingreso
nacional aumentó de un 40 a un 50 por ciento (Ferreira, Messina, Rigolini,
López-Calva, Lugo y Vakis 2012). Estos desarrollos económicos y sociales
ofrecen un terreno más fértil donde las instituciones pueden desarrollar
raíces más sólidas y profundas.
¿Se ha alcanzado un punto de inflexión? ¿Ha implementado América
Latina políticas para sostener tasas de crecimiento más rápidas y mayores
ingresos reales, basadas más en el aumento de la productividad y menos
en los beneficios derivados de la estabilidad macroeconómica y los vientos
favorables de Asia? Dicho de otra manera, ¿puede la región en las
próximas décadas alcanzar ingresos per cápita a la par con, digamos,
Corea, o más bien se verá atrapada en una "trampa de ingresos medios",
más estable y menos pobre, pero no verdaderamente próspera y
equitativa? En esta pregunta clave, aún no tenemos respuesta.
América Latina puede y debe hacer mucho para construir sociedades
verdaderamente prósperas y equitativas. De manera crítica, desde nuestro
punto de vista, la región debe reconocer que un crecimiento más rápido
requiere una mejora en los índices de productividad, no solo en la
acumulación de factores y condiciones internacionales favorables.
Paralelamente, la región necesita una comprensión más profunda de los
factores que limitan el crecimiento de la productividad y las reformas de
políticas necesarias para estimularlo. Creemos que en la actualidad no hay
consenso en América Latina de que acelerar el crecimiento de la
productividad es esencial para lograr un crecimiento más rápido, y aún
menos consenso existe sobre qué políticas se necesitan para lograrlo. Esta
situación contrasta con el consenso que surgió hace dos décadas de que la
estabilidad macroeconómica era esencial para reanudar el crecimiento, y
que se necesitaba una política monetaria sólida y una gestión fiscal
prudente para lograr la estabilidad.
¿Qué papel juega la política social en todo esto? En primer lugar, dicha
política debe preocuparse por elevar el bienestar social. Los ciudadanos
más educados resultarán en un electorado mejor informado y, en general,
en instituciones mejores. Las protecciones más amplias contra los riesgos
ayudarán a revertir las disparidades que, lamentablemente, han sido
durante mucho tiempo la marca registrada de América Latina. Pero la
política social, en nuestra opinión, también debería contribuir al
crecimiento de la productividad, o al menos no obstaculizarla.
Al final, no se puede sostener un estado de bienestar con una
productividad estancada, particularmente porque los costos de ese estado
de bienestar aumentarán rápidamente a medida que la población de la
región envejece y su perfil epidemiológico evoluciona hacia patologías
más costosas. Queremos el valor humanístico y cívico de la educación,
pero América Latina también necesita ingenieros competentes,
enfermeras y programadores de computadoras; queremos protección
contra los riesgos, pero América Latina también necesita empresas y
trabajadores que paguen impuestos, inviertan en capacitación laboral e
innoven; queremos menos pobreza, pero América Latina también debe
evitar la dependencia permanente del bienestar y reducir las tasas de
participación excesivamente. Se necesitan mayores ingresos per cápita
promedio, aunque solo sea para proporcionar la base de ingresos a partir
de la cual se pueden financiar los programas sociales per cápita, un punto
clave en una región que en el pasado sufrió mucho por los déficits fiscales
insostenibles.
La política social debe cambiar porque, como hemos argumentado, en la
actualidad solo es parcialmente efectiva para alcanzar su objetivo directo
de mayor bienestar, pero también porque está haciendo una contribución
insuficiente al crecimiento de la productividad (y en algunos casos, está en
contra de ella). Más particularmente, la política social en América Latina
debe abordar cuatro desafíos. Primero, debe aumentar las habilidades
entre los niños y adultos jóvenes para crear una fuerza laboral calificada
que pueda apoyar el crecimiento sostenido de la productividad. De
particular relevancia son las intervenciones que buscan asegurar que los
niños pobres no se atrasen en edades tempranas en términos de su
nutrición y desarrollo cognitivo y no cognitivo. Dicho de otra manera, no
hay suficiente "distribución previa" (para tomar prestado un término de
Heckman 2012) en forma de inversiones desde el principio de su vida.
Estas inversiones tempranas deben seguirse con una educación de mayor
calidad. La mala calidad de los docentes en muchos países de América
Latina requiere un mejor servicio y capacitación en el servicio. Pero,
creemos, también requiere una mayor flexibilidad para recompensar a los
buenos maestros y despedir a los que no lo son. En un documento
reciente sobre los Estados Unidos, Rockoff y Staiger (2010) argumentaron
en esta revista que, si bien los maestros pueden mejorar los resultados del
aprendizaje, las características observables de los maestros (incluidos los
grados, las calificaciones de los exámenes y la experiencia, al menos
después de los primeros dos o tres años) explican muy poco la diferencia
en su efectividad. Sobre esta base, Rockoff y Staiger proponen un sistema
de selección de maestros que requiere pocas inversiones específicas para
la enseñanza inicial, reclutándolos ampliamente, pero otorgando
permanencia a solo una minoría muy pequeña. Las conclusiones de su
análisis nos parecen especialmente relevantes para América Latina, donde
muchos docentes son ineficaces pero, gracias a sindicatos muy poderosos
en muchos países, los docentes a menudo reciben la permanencia
automática al ingresar al sistema de educación pública.
En segundo lugar, la coexistencia de un seguro social contributivo y no
contributivo es solo parcialmente efectiva para proteger a los trabajadores
contra los riesgos y hace un mal trabajo para suavizar el consumo entre el
trabajo y la jubilación. Además, la forma en que se financia el seguro
social, incluido el uso de mecanismos engorrosos para protegerse contra
los riesgos de pérdida de empleo, distorsiona el comportamiento de las
empresas y los trabajadores, y también puede disminuir el ahorro a largo
plazo. Queda mucha investigación por hacer en esta área, pero estas
distorsiones podrían tener consecuencias sustanciales y negativas para la
productividad en América Latina.
En consecuencia, las reformas en el diseño de estos programas podrían
ofrecer beneficios sustanciales. La atención debe centrarse en unificar la
fuente de financiamiento para el seguro de salud. De manera más general,
los riesgos que son comunes a cualquier forma de empleo deberían
financiarse con la misma fuente de ingresos. Las regulaciones ineficientes
de protección laboral deben ser reemplazadas por un seguro de
desempleo adecuado.
Se debe hacer una distinción más clara entre los dos objetivos de las
pensiones: evitar la pobreza en la vejez (que puede garantizarse con una
modesta pensión no contributiva que no depende de si un trabajador
tiene un empleo formal o informal), y suavizar el consumo entre el trabajo
y la jubilación (lo que probablemente requerirá reformas que busquen
aumentar la cobertura del sistema de pensiones contributivo). En la
medida de lo posible, los programas de pensiones no deben distorsionar
las opciones laborales de formales e informales, y no deben desalentar el
ahorro a largo plazo en moneda local.
Tercero, si bien las transferencias directas de ingresos son claramente
parte de una política social efectiva, los programas de transferencia tienen
sus límites. De hecho, el exceso de confianza en las transferencias de
efectivo puede perjudicar a las personas a las que está destinado a ayudar
y también a disminuir la productividad si reduce las tasas de participación
en el mercado laboral, aumenta la informalidad y da como resultado una
dependencia de bienestar a largo plazo. Las transferencias de efectivo
condicionales también se han utilizado como una forma de proteger a los
hogares de shocks temporales, aunque no esté claro que sean el
instrumento adecuado para este fin. Muchos de los desafíos que
enfrentan los beneficiarios actuales de los programas de transferencia
condicional de efectivo se abordan mejor mediante políticas que mejoran
la calidad de los servicios y el funcionamiento de los mercados laborales.
Dada la cobertura y los montos de transferencia existentes en muchos
países hoy en día, una mejor y mayor redistribución puede lograrse
reformando los impuestos a las ganancias personales, o re direccionando
los subsidios generalizados incorporados en los precios de la energía y los
regímenes fiscales especiales en inversiones en desarrollo infantil
temprano, en capacitación laboral, o en la mejora de la calidad de los
servicios de salud y educación.
Finalmente, América Latina debe garantizar que sus programas sociales,
incluidas las pensiones, la atención médica, las transferencias de efectivo y
los gastos en educación, sean fiscalmente sostenibles a largo plazo y no
sean vulnerables a la inestabilidad de los precios internacionales de los
productos básicos. Los gobiernos también deben hacer más explícito el
vínculo entre las contribuciones y los beneficios en todos los programas de
seguro social, ya que esto ayudará a abordar las consideraciones de
economía política que han impulsado el crecimiento de los beneficios en
los sistemas no contributivos (Antón, Hernández y Levy, 2012).
Las soluciones a estos problemas son técnicamente complejas y es posible
que deban implementarse en un contexto económico global que sea
menos favorable que en el pasado reciente. Pero estas complejidades son
empequeñecidas por los desafíos políticos, ya que las reformas necesarias
tocan las fibras centrales del tejido social de la región: las relaciones entre
padres, maestros y el gobierno; subsidios e impuestos; y las interacciones
entre empresas y trabajadores en el mercado laboral. Los consensos
sociales que, después de muchas crisis dolorosas, se construyeron
alrededor de la importancia de políticas macroeconómicas prudentes,
deben extenderse a áreas donde los intereses creados y las creencias
sólidas hacen que dichos consensos sean más difíciles de alcanzar.