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DEMOCRACIA

El viaje inacabado (508 a.C.-1993)


bajo la dirección de, John Dunn

Traducción de Jordi Fibla

Ensayo
Las ciudades-república italianas
Quentin Skinner

Las ciudades-república italianas empezaron a desarrollar sus sis-


temas políticos característicos ya en las últimas décadas del siglo XL
Fue entonces cuando una serie de municipios septentrionales -decidie-
ron, desafiando la soberanía papal e imperial, nombrar a sus propios
«cónsules» y dotarles de la máxima autoridad en materia judicial. Esto
sucedió en Pisa en 1085 (el primer ejemplo del que tenemos noticia),
en Milán, Génova y Arezzo antes de 1100 y en Bolonia, Padua y Siena
hacia 1140. Durante la segunda mitad del siglo XII se produjo otra
novedad importante. El sistema consular fue sustituido gradualmente
por una forma de gobierno centrada en un consistorio de dirigen-
tes presidido por un funcionario llamado podestil, término que aludía
al poder supremo o potestas que ostentaban en los asuntos ejecutivos
y judiciales. Semejante sistema se puso en vigor en Padua alrededor
de 1170, en Milán hacia 1180 y en Florencia, Pisa, Siena y Arezzo a
finales del siglo.
Hacia mediados de.! siglo XIII, muchos municipios importantes de
la Lombardía y la Toscana habían adquirido así la condición de ciu-
dades-estado independientes, dotadas de constituciones esCritas que ga-
rantizaban su propio sistema de elección y de autogobierno. En el
marco de las estructuras feudales y monárquicas de Europa oc"cidental
todo ello ·supuso, naturalmente, una novedad extraordinaria. Estos go-
,biernos representaban un desafío explícito a la idea dominante de que
el gobierno debía ser considerado como una forma de poder otorgada
por la gracia de Dios y, por lo tanto, que la monarquía hereditaria
debía ser reconocida como la única forma de gobierno legítima. En
consecuencia, no es sorprendente descubrir que el ejemplo de las· ciu-
dades-república italianas continuara sirviendo después como inspira-
ción para los enemigos de la tiranía y el absolutismo en numerosos
momentos de la historia moderna europea.
Sin embargo, debemos descartar la idea, carente de base histórica,
de que es posible establecer alguna relación entre los sistemas políti-
cos de las ciudades-república y los de los estados democráticos mo-
dernos. Hay que hacer dos advertencias. La primera es que las ciu-
dades-república mostraron ser sumamente inestables, con el resultado

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!
de que sus experimentos de autogobierno fueron lamentablemente cortos
en casi todos los casos. La principal fuente de su inestabilidad radicó
en el hecho de que la mayoria de los podesta habían sido originaria-
mente propuestos por la· nobleza, que desde el principio trató de do-
minar a los consejos rectores establecidos. Esto, a su vez, produjo otra
novedad constitucional en la primera mitad del siglo XIII. Los ciudadanos
que se sentían excluidos empezaron a agruparse en «Sociedades» inde-
pendientes y elegir a sus propios consejos y capitani cuya jurisdicción
entraba en conflicto con la del podesta. Tales societates lograron el re-
conocimiento oficial en Bolonia hacia 1220, en Pisa alrededor de 1230
y en Florencia, Padua y Arezzo a mediados del siglo XIII.
Como es natural, la admisión de esa pluralidad de jurisdicciones
y lealtades distintas tuvo como resultado una lucha civil endémica. El
ejemplo más famoso (inmortalizado por Shakespeare en Romeo y Ju-
lieta) fue el conflicto mantenido en Verona por espacio de veinte años
durante la primera mitad del siglo XIII, entre los Montesco, supuestos
defensores de los popolani, y la nobleza de rancio abolengo. Pero éste
sólo fue uno más entre otros muchos conflictos similares. Como diría
Giovanni da Viterbo en su tratado El gobierno de las ciudades (ca. 1250),
«hoy en día cada cfudad está prácticamente dividida dentro de sí
misma, con el resultado de que los efectos del buen gobierno ya no
se notan» (Giovanni da Viterbo, pág. 221, 1901).
A veces, como en el caso de Venecia, la lucha de facciones fue re-
primida con eficacia. Pero en la mayor parte de los casos provocó una
nueva situación política que, a su vez, significó el final de las ciudades-
república. A principios del siglo XIV, muchas ciudades empezaron a
perder o a ceder voluntariamente sus constituciones de autogobiemo
a los signori hereditarios, con el propósito de asegurar una mayor uni-
dad y la paz civil. Por este método los Visconti se convirtieron en sig-
nori de Milán en una fecha tan temprana como 1277 y de Bolonia en
1330. De manera similar, el municipio de Pisa cayó bajo el dominio
de una serie de señorios hacia fines del siglo XIII. Los Carraresi fueron
aceptados formalmente como signori de Padua en 1339, mientras que
Arezzo perdió finalmente su independencia ante Florencia en 1384. La
misma Florencia continuó siendo una república hasta principios del
siglo XVI, pero entre tanto sucumbió bajo los Medici y fue absorbida
en el gran ducado de Toscana en 1569. De todas las ciudades-estado
del Renacimiento, sólo Venecia sobrevivió como república autónoma,
condición que logró conservar hasta su derrumbamiento en 1797. Sin
embargo, por entonces se había convertido ya en el prototipo del es-
tancamiento y de la decadencia, un mero depósito, como <liria Ruskin
en Las piedras de Venecia, «de vanidad acumulada y culpabilidad pu-
trefacta». La sombría moraleja que extrajo la mayoría de los primeros
teóricos políticos de la Europa moderna sobre la historia de las ciu-
dades-república italianas fue que el autogobierno constituye tan sólo

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una receta para el caos, y que para mantener el orden público es im-
prescindible la existencia de una monarquía fuerte, sea cual sea su
modalidad.
La segunda advertencia importante es que sería muy anacrónico
suponer que, incluso en su época de esplendor, las ciudades-república
se consideraron alguna vez defensoras de un gobierno «democrát~co».
Durante el primer siglo de su desarrollo, el mismo término {{demo-
cracia» era prácticamente desconocido. A lo largo de este periodo las
ciudades obtuvieron su principal base teórica de los defensores de la
antigua república romana, especialmente de los tratados morales de
Cicerón y las historias de la Roma republicana escritas por Salustio
y Tito Livio. Pero ninguno de estos autores hace en ningún momento
referencia al concepto de «democracia» o gobierno «democrático».
Esta terminología sólo ocupó un lugar central en el. discurso político
europeo cuando Guillermo de Moerbeka, primer traductor de la Po-
lítica de Aristóteles al latín, a mediados del siglo XIII, eligió la palabra
democratia para traducir (o más bien transliterar) el término utilizado
por el autor en el libro tercero de su obra para designar al gobierno
del pueblo.
Incluso después de que el término se generalizara, los dirigentes
de las ciudades-república italianas se habrian horrorizado al oír que
sus sistemas constitucionales recibían el nombre de {cdemocracias».
Cuando Aristóteles habla de democracia, utiliza el término para de-
signar lo que Moerbeka describe como una de las <ctransgresiones » del
buen gobierno. Según el libro tercero de la Política, existen tres formas
legítimas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la «república»,
esto es, el gobierno de una persona, de unas pocas o de una multitud
en interés público. Las tres transgresiones correspondientes son la ti-
ranía, la oligarquía y la democracia: el gobierno de una persona, unas
pocas o una multitud en su propio interés. Así, el término <<democra-
cia» llegó a ser usado, según la traducción de Moerbeka, como el nom-
bre de «Una forma de gobierno que se dirige al beneficio de los pobres
más que al interés común» (Aristóteles, 1279 b 7).
No transcurrió mucho tiempo antes de que esta interpretación del
concepto fuese formulada en un tono todavía más hostil. Uno de los
primeros y más influyentes autores que contribuyeron a esta situación
fue santo Tomás de Aquino en su tratado De regimine principum
(ca. 1270). Santo Tomás muestra una considerable admiración por las
repúblicas autónomas de su Italia natal, y en el capítulo cuarto incluso
recalca que «vemos por experiencia que una sola ciudad administrada
por magistrados electos a los que se cambia cada año, a menudo es
capaz de lograr mucho más que un rey que rige a tres o cuatro ciu-
dades» (Tomás de Aquino, pág. 20, 1959). Pero ello no hizo que Tomás
de Aquino hablara a favor de las democracias. Por el contrario, en el
capítulo introductorio de su obra, insiste en que «Un gobierno recibe

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el nombre de democracia cuando es inicuo y cuando es conducido por
un gran número de personas». «Una democracia)), prosigue, «es, pues,
una forma de poder popular donde la plebe, por la pura fuerza de los
números, oprime al rico, con el resultado de que el conjunto del po-
pulacho se convierte en una especie de tirano.» (Tomás de Aquino,
pág. 6, 1959.)
Así pues, aunque seria gravemente erróneo considerar a las ciu-
dades-república italianas como democracias, en cierto sentido pode-
mos hablar de su contribución a la historia de la teoria y la práctica
democráticas modernas. No sólo generaron una rica literatura política
en la que una serie de argumentos a favor del gobierno del pueblo se
articularon por primera vez en el pensamiento posterior a la época
clásica, sino que también desarrollaron una estructura de instituciones
que legaron a escépticos y entusiastas por igual un testimonio per-
manente del hecho de que el autogobierno no consiste en una mera
fantasía utópica, sino que se trata de algo susceptible de llegar a ser
una realidad política.
Entre los principios del gobierno popular que llevaron a la práctica
las ciudades-república, el más evidente era el requisito de que todos
los cargos políticos fuesen electivos y se desempeñaran sólo durante
periodos de tiempo estrictamente limitados. Esto no significa, por su-
puesto, que las ciudades-república celebraran con regularidad eleccio-
nes democráticas en algún sentido parecido al moderno. El derecho
al voto estaba reservado a los varones que fueran cabeza de familia, los
cuales también debían demostrar que tenían propiedades devengadoras
de impuestos dentro de su ciudad y que habían nacido en ella o por
lo menos residido continuamente durante un considerable número de
años. Sin embargo, dentro de esos límites, el principio de elección era
ampliamente respetado. Se utilizaba generalmente, en primer lugar,
para nombrar a los integrantes de los Grandes Consejos gobernantes.
El método habitual consistía en dividir a las ciudades en distritos elec-
torales o contrada, dentro de los cuales los ciudadanos susceptibles de
ser elegidos decidían por sorteo quiénes serían electores en el consejo.
A continuación era habitual que los miembros del consejo actuaran
a su vez como electores de los podestd. Un método corriente en este
caso era que todo el consejo, compuesto generalmente por unos seis-
cientos miembros, llevara a cabo por sorteo la constitució11 de un co-
mité electoral formado por unos veinte miembros. Este grupo presen-
taba una terna, y la elección final dependía ,del voto de todo el consejo.
Estos convertios fueron celebrados y legitimados en una literatura
política característica originada por las ciudades-república. Los trata-
dos más antiguos que se conservan sobre el gobierno de la ciudad da-
tan de mediados del siglo XIII, y el más conocido es obra del maestro
de Dante, Brunetto Latini. Cuando éste publicó en 1266 su obra en-
ciclopédica titulada El libro del tesoro, incluyó en ella un capítulo final

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titulado «El gobierno de las ciudades», en el que se basaba en sus
propias experiencias, como ciudadano de Florencia y como exiliado en
Francia. Latini inicia su estudio estableciendo una insidiosa compa-
ración entre las virtudes del gobierno electivo y las consecuencias ti-
ránicas que presuntamente se derivan de los sistemas de gobierno he-
reditario. Como él observa, «el pueblo en Francia y en casi todos. los
demás países se ve obligado a someterse al poder de los reyes y otros
principes hereditarios», pero este tipo de gobernantes «Se limitan a
vender los cargos públicos al mejor postor, casi sin ninguna preocu-
pación por el bien o el beneficio de sus ciudadanos». Esta conupción
contrasta vivamente con el sistema «de gobernar las ciudades por un
año» que prevalece en Italia, donde «los ciudadanos pueden elegir a
sus propios podestii o signare». Latini insiste en que el resultado es que
sólo en Italia el pueblo «puede elegir a quienes actuarán de la manera
más beneficiosa para el bien común de la ciudad y de todos sus súb-
ditos» (Latini, pág. 392, 1948).
El mismo cuestionamiento del gobierno hereditario aparece incluso
con mayor intensidad en la otra vertiente de la literatura política origi-
nada por las ciudades-estado. Después de que la Política de Aristóteles
se difundiera ampliamente en el último tercio del siglo XIII, una serie
de filósofos escolásticos empezaron a usar su autoridad para que fuese
más valorada la defensa del gobierno comunal. El teórico más im-
portante que escribió al respecto fue Marsilio de Padua, quien publicó
su famoso tratado El defensor de la paz en 1324, en el mismo momento
en que su ciudad natal se hallaba en trance de perder su sistema tra-
dicional de gobierno electivo para ser sustituido por el señorío here-
ditario de los Carraresi. Marsilio inicia su tratado considerando los
orígenes y objetivos de las comunidades civiles, y en el curso de su
comentario hace una vehemente defensa del gobierno electivo opuesto
al hereditario. En el capítulo noveno hace la observación de que todos,
los gobiernos obtienen su autoridad por elección, sucesión o conquista,
pero siempre que encontremos formas de gobierno «templadas» en
contraposición con las formas «viciadas», se deberá sin excepción al
hecho de que el gobierno en cuestión llegó al poder con «el consen-
timiento de los súbditos». De ello se desprende, según Marsilio, que
«los [gobiernos monárquicos] no electivos gobiernan a súbditos menos
voluntarios», y por lo mismo que «el modo de gobierno electivo aven-
taja al no electivo». Sólo por el método de elección podemos confiar
en obtener «el mejor gobernante» y asegurar así un apropiado nivel
de justicia (Marsilio de Padua, El defensor de la paz, pág. 39). *
El hecho de que esta preferencia por el gobierno electivo estuviera
generalmente secundada por la tesis de la soberanía popular resulta

* Todas las citas de El defensor de la paz corresponden a la edición y traducción de


Luis Martínez Gómez, Tecnos, Madrid, 1989. (N. del E.)

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incluso de mayor interés para los estudiosos de la democracia mo-
derna. Según Jos apologistas de las ciudades-república, la razón fun-
damental para insistir en que todos los cargos públicos deben ser elec-
tivos es la de asegurar qúe quienes los ejercen no adquieran un estatus
superior al de los representantes asalariados del pueblo que los elige.
En consecuencia, se sostiene que la mejor forma de gobierno es aque-
lla en la que el conjunto del pueblo, la universitas civium, sigue siendo
en todo tiempo el poseedor definitivo del imperium o autoridad so-
berana.
Brunetto Latini nos ofrece la afirmación más enérgica de este com-
promiso al principio del capítulo de su obra titulado «De Jos señoríos»:
«Existen tres fo1mas de gobierno, una de ellas el régimen de los reyes,
la segunda el régimen de hombres principales, la tercera el régimen
del pueblo común, y de ellas la tercera es mucho mejor que las otras»
(Latini, pág. 211, 1948). Sin embargo, la exposición más precisa se
encuentra en El defensor de la paz, de Marsilio de Padua, en cuyo ca-
pítulo duodécimo afirma: «La ley óptima sólo sale de la auscultación
y del precepto de' toda la multitud», puesto que cada uno «podrá ver
allí si la ley propuesta se inclina más al bien de alguno o de algunos
que al de otros o de la comunidad, y contra eso protestar» (op. cit.,
pág. 56).
Con estas razones, Marsilio se declara a favor del principio fun-
damental que más adelante le valdría una notoriedad perdurable al
norte de los Alpes, pero que tan sólo reflejaba en lenguaje filosófico
la práctica real de las ciudades-estado italianas: «Digamos, pues, nú-
rando la verdad. y el consejo de Aristóteles», que el legislador esencial
en una comunidad bien ordenada debe ser «el pueblo, o sea, la to-
talidad de los ciudadanos, o la parte prevalente de él, por su elección
y voluntad expresada de palabra en la asamblea general de los ciu-
dadanos, imponiendo o determinando algo que hacer u omitir acerca
de Jos actos humanos civiles bajo pena o castigo temporal» (Marsilio de
Padua, op. cit., pág. 54).
A partir de este argumento básico, Marsilio llega a una conclusión
esencial. Cuando un conjunto de ciudadanos que actúan a través de
un consejo de gobierno acuerdan la elección de los funcionarios eje-
cutivos y judiciales, esto no supone necesariamente el abandono de los
derechos de soberanía. Como dice Marsilio, la universitas o cuerpo de
ciudadanos sigue siendo siempre el Legislador, al margen de que haga
la ley directamente o la «haya encomendado hacer a alguno o algu-
nos». De ello se deduce que aquellos a quienes -elegimos para que nos
gobiernen «nunca son ni serán absolutamente hablando el legislador,
sino sólo para algo y para algún tiempo y según Ja autoridad del pri-
mero y propio legislador» (Marsilio de Padua, op. cit., pág. 54). Y de
esto se desprende, como subraya Marsilio en el capítulo decimoctavo,
que si nuestros gobernantes traicionan posteriormente la confianza en

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ellos depositada y no gobiernan en interés público, el pueblo soberano
sigue teniendo el derecho a apartarlos de su cargo y, si es necesario,
castigarlos.
A pesar de estas rotundas declaraciones, no debemos asumir que
los ideólogos de las ciudades-república creían en algo parecido a una
teoría de la soberanía popular en el moderno sentido democrático.
Como hemos visto, eran autores esencialmente «neoclásicos», que .ob-
tenían su principal inspiración de los filósofos de la polis griega y los
historiadores de la antigua Roma. En consecuencia, casi siempre pro-
ponían sus puntos de vista sobre los méritos del autogobierno pen-
sando concretamente en civitates o ciudades-estado a pequeña esca-
la. Pocas veces comentaban la cuestión de si seria deseable o incluso
posible establecer unos sistemas similares de soberanía popular en es-
tados con una gran extensión territorial. Además, cuando así lo hacían,
presentaban una tendencia a ratificar el argumento escéptico formu-
lado originariamente por Aristóteles: puesto que las grandes naciones
difícilmente pueden ser consideradas como verdaderas comunidades,
apenas tiene sentido pensar en dirigirlas en un estilo comunal.
Sin embargo, no cabe duda de que las ciudades-república no sólo
desarrollaron una genuina teoria de la soberanía popular, sino que en
la mayor parte de los casos también hicieron serios esfuerzos para
llevarla a la práctica. Esto puede verse con más claridad si conside-
ramos la relación entre los poderes de los grandes consejos y del po-
desta en el apogeo de las ciudades-república.· Por un lado, a la figura
del podesta se le asignaba normalmente una gama de jurisdicciones
notablemente amplia. No sólo era el jefe ejecutivo de la ciudad y la
máxima autoridad judicial, sino que a menudo se le otorgaba auto-
ridad para actuar como embajador e incluso para actuar como co-
mandante en jefe. Por otro lado, su categoría seguía siendo la de un
funcionario a sueldo del municipio, En general, se le elegía por seis,
meses o un año como máximo, y luego se le prohibía volver a de-
sempeñar el cargo durante otros tres años como mínimo. Mientras per-
manecía en el cargo se le pedía que celebrara continuas consultas co~
los consejos rectores de la ciudad, y al expirar el tiempo de su servicio
se le obligaba a sufrir un sindicatus, un escrutinio formal de su con-
ducta durante el periodo en que ostentó el poder.
Existía, pues, un verdadero sentido en el que la autoridad soberana
estaba siempre depositada, como recomendaban Latini, Marsilio y
otros, en manos de los grandes consejos. Estos organismos seguían
siendo responsables de trazar y revisar continuamente ias constitucio-
nes escritas que obligaban a los cargos ejecutivos de la mayoría de
municipios. Y es evidente que, a pesar de su engorroso tamaño, con
frecuencia decidían asuntos de la mayor importancia por su propia
iniciativa. Por ejemplo, tenemos constancia de que el Consiglio Grande
genovés de 1292, con unos seiscientos miembros presentes, debatió y

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finalmente resolvió la cuestión de la guerra con Sicilia en una sesión
que duró siete días y en el curso de la cual tomaron la palabra más
de cien ciudadallos.
Además de alabar métodos tales como el gobierno participativo, los
ideólogos de las ciudades-república ofrecieron una explicación de por
qué siempre deben preferirse tales convenios que ejerció una influencia
extrema. Tan importante llegó a ser esta parte de su argumentación
que probablemente en este caso no sería antihistórico sugerir que
puede haber ejercido una influencia directa sobre una serie de teóricos
postep.ores de la democracia.
e

La argumentación de esos autores, en esencia, consistía en que se


hace indispensable alguna forma de gobierno popular y participativo
para que una comunidad tenga posibilidades de alcanzar sus metas
más elevadas. De estas metas se decía, a su vez, que adoptaban la
forma de gloria y grandeza cívicas, una grandeza de tamaño, categoría
y riqueza. Se trata de un ideal claramente romano, y por ello lo de-
sarrollaron con.un excesivo servilismo aquellos autores que debían sus
lealtcides intelectuales más a los moralistas e historiadores romanos
que a los filósofos de lá antigua Grecia. Entre los primeros ideólo-
gos de las ciudades-república figuran en esa categoria de autores Bru-
nettp Latini y Giovanni da Viterbo, cada uno de los cuales recalca,
com'o afirma Giovanni, que el objetivo de uu buen podesta debe ser
siempre {(defender el ·honor, la grandeza y el bienestar» de toda ciudad
puesta bajo su mando (Giovanni da Víterbo, pág. 234, 1901).
Sin embargo, las más solemnes exposiciones del tema corresponden
a la literatura política que acompañó al surgimiento de la grandeza
cívica de la república florentina en el Renqcimiento. Autores como
Leonardo Bruni, Matteo Palmieri y Poggio Bracciolini presentaron con
creciente confianza el ideal de la gloria cívica en la primera mitad del
siglo xv, pero lo vemos expresado incluso. con mayor elocuencia: en
los años finales de la república, y nada menos que por un autor tan
influyente como Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera d~cada
de Tito Livio, obra que Maquiavelo parece haber completado e!' ·¡5¡9_
Como el autor aclara a lo largo de su comentario, la principal razón
para centrarse en el nacimiento de Roma estribá en la esperanza de
descubrir con qué medios logró la ciudad, a partir de unos comienzos.
tan limitados, alzarse hasta una cumbre 4e grandeza tan extraordinaria
y llegar a convertirse en la gloria del mundo. ·
Naturalmente, es. cierto que tales ideales de gloria y grandeza han
llegado a ser ajenos a las democracias modernas y su carácter,se.con-
sidera incluso intrínsecamente antidemocrático. Pero es probable que
los gobiernos democráticos modernos hayan empobrecido las vidas de
sus ciudadanos por su falta de inclinación a reconocer (excepto en la
esfera del deporte internacional) que a menudo incluso lo~· :µ¡eros es-
pectadores de las actividades que traen gloria a sus participantes pue-

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den experimentar una sensación de comunidad y éxito. Resulta además
innegable que las modernas democracias europeas se han beneficiado
enormemente de la característica preocupación de sus antepasados re-
nacentistas por la gloria y la grandeza cívicas. Por mencionar tan sólo
el ejemplo más .evidente, el arte y la arquitectura de las ciudades-re-
pública, producto en su mayor parte de la búsqueda emuladora de
gloria cívica, han dejado a la Europa moderna un legado cultural
de una magnificencia prácticamente sin parangón.
Cuando los ideólogos de las ciudades-república argumentaban ge-
neralmente a favor de su modo de vida específico, lo hacían con re-
lación a estos objetivos de gloria y grandeza. Puede decirse que el ar-
gumento en su forma clásica contenía dos afirmaciones básicas. La
primera es que ninguna comunidad puede confiar jamás en adquirir
gloria o grandeza a menos que fomente la libertad e igualdad de todos
sus ciudadanos y pueda decirse así que adopta «Un estilo de vida
libre». La exposición más influyente de este principio se debió, in-
dudablemente, al historiador romano Salustio, quien, en el prefacio de
La conjuración de Catilina, hizo una breve pero especialmente influ-
yente descripción del ascenso de la Roma republicana, donde sostenía
que «sólo cuando la ciudad consiguió su libertad fue capaz de llegar
a tanta grandeza en un breve espacio de tiempo» (VII, 3). La suge-
rencia de que un estilo de vida libre representa una condición nece-
saria de la gloria cívica fue adoptada posteriormente por casi todos
los apologistas de las ciudades-república en el Renacimiento. La ex-
posición clásica puede encontrarse al principio del libro segundo de
los Discursos de Maquiavelo, el momento en que explica de manera·
general las supuestas conexiones entre libertad y grandeza cívica. «Es
fácil conocer», afirma, «de dónde le viene al pueblo esa afición a vivir
libre, porque se ve por experiencia que las ciudades nunca aumentan
su dominio ni su riqueza sino cuando viven en libertad.» (Maquiavelo,
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pág. 185.)*
Los ideólogos de las ciudades-república, concebidas como ideal po-
lítico, se basan también en gran medida en Salustio a la hora de jus-
tificar la idea de que una ciudad no puede alcanzar la gloria cívica
si no lleva una vida libre. Salustio sostiene que las ciudades sólo llegan
a ser grandes «cuando la virtud cívica lo domina todo» y (<cuando la
mayor lucha entre ciudadanos es la lucha por alcanzar la gloria» (VII, 6).
Toda ciudad que aspire a disfrutar de la gloria reflejada por sus ciu-
dadanos debe, pues, asegurarse de que les libera en la medida de lo
posible de restricciones y coacciones innecesarias y les deja así en li-
bertad para desarrollar y ejercer al máximo su talento y energías. Ma-
quiavelo reitera y desarrolla el mismo tema al principio del libro se-

* Todas las citas de la obra de Maquiavelo corresponden a la edición y traducción


de Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid, 1987. (N. del E.)

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gundo de los Discursos. Empieza por observar que <<todas las tierras
y las provincias que viven libres, en todas partes, como dije antes, ha-
cen enormes progresos». Esto se debe al hecho de que todos los ciu-
dadanos saben que «no solamente nacen libres y rio esclavos, sino que
pueden, mediante su virtud, llegar a ser magistrados», lo cual significa,
a su vez, que las «riquezas se multiplican en mayor número, tanto las
que provienen de la agricultura como las que proceden de las artes,
pues cada uno se afana gustosamente y trata de adquirir bienes que,
una vez logrados, está seguro de poder gozar. De aquí nace que los
hombres se preocupen a porfía de los progresos públicos y privados,
y unos y otros se multiplican asombrosamente» (Maquiavelo, op. cit.,
págs. 189 y 190).
¿Bajo qué forma d~ gobierno puede alcanzarse con mayor facilidad
este ideal de vida libre, de vivere libero? Esto nos lleva al segundo de
los grandes principios enunciados por los ideólogos de las ciudades-
república. Ya hemos visto que Salustio lo expresa en términos ne-
gativos cuando insisté en que nunca podemos esperar que el espíritu
cívico y la competencia por alcanzar la gloria florezcan bajo una mo-
narquía. Pero la afirmación más clara en este sentido se encuentra en
el mismo pasaje esencial del libro segundo de los Discursos de Ma-
quiavelo: «Y es algo verdaderamente maravilloso considerar a cuánta
grandeza llegó Atenas por espacio de cien años, porque se liberó de
la tiranía de Pisístrato. Pero lo más maravilloso de todo es contemplar
cuánta grandeza alcanzó Roma después de liberarse de sus reyes»
(op. cit., págs. 185-186).
El argumento principal descansa, pues, en la idea de que a fin de
preservar un estilo de vida libre, es indispensable evitar la monarquía
hereditaria y defender una forma de gobierno republicana. Esta afir-
mación incidió tanto en la imagen de sí mismas que tenían las ciu-
dades-estado italianas que sus defensores finalmente trataron de ar-
gumentar que la libertad es realmente la característica definitoria de
las repúblicas. Cuando los ciudadanos de Luca desearon celebrar su
régimen de autogobierno, grabaron la palabra Libertas sobre las puer-
tas de su ciudad. Cuando los defensores del gobierno tradicional de
Florencia intentaron oponerse a la ascensión de los Medici en el siglo
xv, convirtieron la frase Popolo e liberta en su grito de combate. Y
cuando los habitantes de Siena desearon recordar a sus consejeros el
deber que tenían de defender la constitución republicana de la ciudad,
inscribieron la palabra Libertas sobre el portal de la cámara del con-
sejo en el Palazzo Pubblico.
Esta ecuación entre republicanismo y libertad arraigó con tanta fir-
meza que, dentro de la tradición republicana inglesa en particular, se
acostumbró describir a las repúblicas simplemente como «estados li-
bres». Cuando, en 1656, Marchamont Nedham recomendó la abolición
de la monarquía inglesa y el establecimiento de una constitución re-

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publicana, tituló su propuesta La excelencia de un estado libre. De la
misma manera, cuando, en 1660, John Milton trató de explicar cómo
la inminente restauración del rey Carlos II podria ser impedida or-
ganizando Inglaterra en una federación de civitates autogobernadas,
tituló su tratado La manera pronta y fácil de establecer una Manco-
munidad libre.
Si preguntamos cómo los protagonistas de las ciudades-república
defendían este punto de vista esencial de que sólo las repúblicas pro-
mueven las libertades y, por ende, la grandeza, vemos de nuevo que
el argumento de Salustio en I.a conjuración de Catilina ejerció una in-
fluencia abrumadora. Como hemos visto, Salustio insiste en que nunca
cabe esperar de los regímenes monárquicos que den suficiente libertad
a sus súbditos para desarrollar sus talentos y capacidades, y atribuye
este defecto al hecho de que «los reyes recelan siempre más de los
hombres buenos que de los malos, pues en su opinión, el talento y
las habilidades de aquéllos constituyen invariablemente una amenaza»
(VII, 2). Pero Salustio también considera el estímulo de una conducta
tan libre y emuladora como la clave de la gloria tanto para los in-
dividuos como para las ciudades que los nutren. Su tesis es, pues, que
como las ciudades regidas por principes consideran tal libertad ame-
nazadora, nunca pueden confiar en alcanzar la grandeza.
En el libro segundo de los Discursos, Maquiavelo tomó de nuevo
este argumento y le dio su forma clásica. Empieza por señalar, en un
tono característicamente irónico, que «cuando en un estado libre surge
una tiranía, el menor mal que resulta de ello es que la ciudad ya no
avanza ni crece en poder o en riquezas, sino que la mayoría de las
veces retrocede y disminuye>). Maquiavelo sigue explicando que la ra-
zón básica estriba en que «Si quiere la suerte que alcance el poder un
tirano virtuoso, que por su valor y por la fuerza de las armas extienda
su dominio, esto no resultará útil para el país, sino sólo para él». Y
añade que tal cosa se debe a que «no puede honrar a ninguno de sus
súbditos, aunque sea bueno y valeroso, sin sospechar de él». Al carecer
~

de la libertad necesaria para ejercer esas habilidades, los ciudadanos


serán incapaces de aumentar la gloria_ de su ciudad alcanzando gloria
para ellos mismos (Maquiavelo, op. cit., pág. 186).
Como reconocen los protagonistas de las ciudades-república, la afir-
mación de que la libertad cívica sólo se puede disfrutar con seguridad
bajo una república autogobernada tiene un important~_-:corolario: la
disposición a participar en el proceso político, a buscar las más ele-
vadas metas personales dentro de la esfera pública,· debe~ a su vez, ser
una condición necesaria para asegurar la propia libertad. Cuando Ma-
quiavelo se refiere a las personas demasiado perezosas o interesadas
en sí mismas para llevar a cabo sus deberes cívicos, los describe in-
variablemente como corruptos, y considera que la corrupción es fatal
para la libertad, de la misma manera que la participación es indis-

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pensable para mantenerla. Esto explica por qué Jean-Jacques Rous-
seau, el más grande de los discípulos de Maquiavelo entre los teóricos
posteriores del gobierno popular, insistió en su obra, Del Contrato so-
cial, en que el pueblo de Inglaterra sólo puede ser considerado como
esclavo. Aparte de ejercer su libertad de votar, no dispone de terreno
alguno en el proceso político. Sin embargo, como Rousseau no puede
resistirse a añadir, el uso que hace de su libertad demuestra que es
merecedor de ~u servidumbre.
Desde la perspectiva del moderno ciudadano demócrata, este último
argumento puede parecer paradójico. Los teóricos liberales de la li-
bertad y los derechos del ciudadano se han contentado por lo general
con suponer que el acto de votar constituye un grado suficiente de
compromiso democrático y que nuestras libertades civiles están mejor
aseguradas si, en vez de meternos en política, tendemos a nuestro al-
rededor un cordón de derechos que nuestros dirigentes no puedan re-
basar. Se considera que nada de esto vicia el carácter democrático de
nuestro sistema político, en parte porque nuestros gobernantes siguen
teniendo la obligación de pasar por las elecciones y en parte porque
también se dice (si bien, dicho sea de paso, con menos seguridad) que
siguen teniendo la obligación de rendir cuentas en todo momento a
quienes los han elegido.
Sin embargo, bien pudiera ser que la poco familiar relación es-
tablecida por los ideólogos de las ciudades-república entre libertad y
participación represente la lección más importante que podemos
aprender de ellos. En las modernas sociedades de masas, a menudo
los ciudadanos corrientes no pueden hacer notar su voluntad política
ni, incluso, actuar en defensa de sus libertades individuales. Esto, a
su vez, hace que sea relativamente fácil para los gobiernos modernos,
incluso aquellos que aspiran a mantener su lealtad a la democracia,
actuar sin tener en cuenta como es debido la voluntad y hasta los de-
rechos de sus ciudadanos. Pero sí esto es así, deja de ser en absoluto
paradójico sugerir que, si de algún modo pudiéramos ampliar el nivel
y extender los métodos de la participación política, ello nos brindaria
un acceso seguro, aunque indirecto, a la preservación de nuestras pro-
pias libertades. Dicha sugerencia está adquiriendo gradualmente el as-
pecto de una verdad tan confirmada como inquietante.
Podemos decir, pues, que lejos de legarnos simplemente una pa-
radoja, los ideólogos de las ciudades-república nos recuerdan uno de
los argumentos más poderosos, aunque pesimistas, en favor de la de-
mocracia. Expresado en los términos más sencillos, el argumento
afirma que, sí nos limitamos a dejar la tarea de gobernar a indivíd-uos
o grupos dirigentes, debemos esperar de ellos que gobiernen en favor
de sus propios intereses, más que en interés del conjunto de la so-
ciedad. La moraleja, según los autores que hemos considerado, nos
advierte que jamás debemos confiar en los príncipes. Si queremos ase-

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gurar que los gobiernos actúen de acuerdo con los intereses del pue-
blo, de alguna manera debemos asegurar que nosotros, el pueblo, ac-
tuemos como nuestro propio gobierno.

REFERENCIAS

Aristóteles, Politicorum Libri Octo, trad. de Guillermo de Moerbeka, ed.


de F. Susemihl, Leipzig, 1872.
Giovanni da Viterbo, Líber de Regimine Civitatum, ed. de C. Salvemini
en Bibliotheca Juridica Medii Aevi, iii, Bolonia, 1901, págs. 215-280.
Latini, Brunetto, Li Livres dou Trésor, ed. de F. Carmody, Berkeley,
Calif., 1948.
Maquiavelo, Nicolás, Discursos sobre la primera década de Tito Livio,
Alianza Editorial, Madrid, 1987.
Marsilio de Padua, El defensor de la paz, Tecnos, Madrid, 1989.
Salustio, La conjuración de Catilina, trad. de Manuel Díaz y Díaz, Bi-
blioteca Clásica Gredos, Madrid, 1988.
Tomás de Aquino, De regimine principum, en Aquinas, Selected Political
Writings, ed. de A.P. D'Entreves, Oxford, 1959, págs. 2-82.

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