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La segunda nos sitúa en los valores que representan, en la ideología de los derechos,
en el hecho de que sean expresión de luchas sociales y políticas, en su carácter cívico, en su
vocación emancipadora y universalista (en la lógica de los derechos, hay que ser como
Sócrates, no solo ciudadano de Atenas, sino del mundo), así como en su función normativa
para construir sociedades más justas, libres y civilizadas.
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evolución histórica, las garantías jurídicas y las nuevas realidades que conforman hoy los
derechos, también con la mirada puesta en el futuro. La enseñanza de los derechos en esta
primera proyección tiene como objetivo fundamental tomar posesión de una realidad, la de
los derechos, es decir, ofrecer al estudiante una visión integral de la materia, que lo
especialice y le permita desarrollar con éxito una profesión que tenga como objeto los
derechos, bien en el espacio de la sociedad civil (organizaciones no gubernamentales,
despachos de abogados, empresas…) bien en las instituciones del Estado, en la
administración pública o en organismos internacionales, bien en la academia a través de la
docencia y la investigación.
El estudio de los derechos supone en todo caso ahondar en una realidad compleja y
llena de matices que puede ser analizada desde numerosos puntos de vista y disciplinas
académicas, aunque la perspectiva dominante en este texto es la filosófico-jurídica. El saber
no será nunca absoluto. Filósofo, como es sabido, no es sinónimo de sabio, sino de amigo
del conocimiento. Es el conocimiento objetivo que deriva de la observación, de la
experiencia y del análisis, sin verdades a priori, sin dogmas, sin imposiciones, pero
también sin sofismas, sin falsas verdades.
Hay una conexión o interrelación evidente entre los dos sentidos referidos de la
enseñanza de los derechos aunque puedan ser entendidos de forma independiente.
Estudiamos, investigamos, conocemos, básicamente para ser libres o para resistir frente a
los poderosos y los arrogantes. El conocimiento nos emancipa, nos hace autónomos, en el
mejor sueño ilustrado. También para avanzar y elevar el alma, ennobleciéndola, alejándola
del embrutecimiento primario de las bestias, o de la mortal resignación cuando nos paraliza.
“Sólo los animales viven para comer. Para escapar de esta condición –le escribirá Zorba el
griego a su amigo Nikos Kazantzakis-, día y noche me invento quehaceres, arriesgo mi pan
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por una idea…”. Es el conocimiento que libera a los seres humanos de las tutelas externas
que le oprimen, de las pasiones primarias que le limitan o de la locura; el que le ayuda a
“no perder el alma” que diría Montaigne. “Así ocurre con el pensamiento. Si no lo
ocupamos en algún tema que lo bride y contenga –concluye-, se lanza desbocado allí y allá,
por el campo difuso de las imaginaciones (…) y no hay locura ni sueño que no se produzca
en esa agitación”.
En el marco de la modernidad en la que nace la idea de los derechos este amor por
el estudio y esta voluntad de progreso social y científico es compatible con el ocio (incluso,
es una compatibilidad necesaria) aunque no con la ociosidad como sinónimo de inacción o
pereza. Es la recuperación, que hizo el Renacimiento, del otium romano y el shole griego
como el tiempo dedicado a la mejora de uno mismo, que incluye el cultivo de las artes, de
las ciencias y de los placeres. “Cuando últimamente refugiéme en mi casa decidido en la
medida de lo posible a no dedicarme a otra cosa más que a pasar retirado y en paz lo poco
que me quede de vida –escribió Montaigne en sus Ensayos- parecíame que no podría
hacerle mayor favor a mi espíritu que dejarlo en plena ociosidad ocuparse de sí mismo y
detenerse y asentarse en sí…”. Es el ocio para formarse y pensar por uno mismo. Ni
ociosidad primitiva y salvaje (indolencia), ni dedicación espartana y exclusiva al trabajo en
la tradición inicial protestante (sobre todo en el calvinismo, como nos recordó Weber) que
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recoge también la Iglesia católica (el hombre condenado a comerse el pan ganado con el
sudor de su frente, o la prevalencia siempre de la hormiga sobre la cigarra con el fin de
expiar la caída de Adán y Eva –es “la ociosidad como pecado” en expresión de Coetzee),
sino el equilibrio (uno más) de un ocio que subraya nuestra humanidad, nuestra dignidad,
nuestra condición de seres pensantes y sensibles, alejados tanto de la pereza y la pasiva
brutalidad de los animales (“la ociosidad como traición a la propia humanidad” en palabras
de Weber) como de un trabajo alienante al servicio de un capitalismo insaciable,
incompatible con los derechos y las libertades, creador de necesidades artificiales que nos
aleja de los placeres sencillos de la vida, de ese dolce far niente, de una vida contemplativa
y gozosa que también es posible y conveniente en un mundo con derechos. Es el Carpe
diem de Horacio.
El amor por los clásicos forma parte también de esta virtud y la vuelta sobre ellos es
una constante del pensamiento moderno que construye los derechos siguiendo un rastro de
ideas que van consolidándose a lo largo de la historia. Ideas plurales, que se remontan
mucho más allá del origen histórico de los derechos naturales del hombre y su dignidad.
Hay coherencia en ello: la que deriva de entender la civilización como un proceso, como un
camino. Pasar por las manos de los maestros, volver sobre los clásicos, es, en otra paradoja
(clasicismo vs modernidad), una característica moderna, una actitud vital e intelectual que
la define en la búsqueda en parte de la mejor aptitud y también de la mejor actitud, y del
conocimiento frente a la superficialidad en lo que es otro signo de la conexión entre las dos
formas de entender la enseñanza de los derechos, como instrucción y como compromiso. Si
la Postmodernidad representa la superación como una vuelta al principio, como volver a
empezar, o como una interpretación exclusivamente individual y una visión tópica de la
historia, asistemática o carente de unidad, favoreciendo un cierto caos que es buscado a
propósito, la Modernidad es aprendizaje, conservando lo valioso, desterrando críticamente
lo inútil o dañino y transformando lo injusto, pero manteniéndose al tiempo en una línea de
continuidad cultural y axiológica sobre lo fundamental, sobre lo que nos afecta a todos, que
es por tanto necesariamente universal y que no abandona esa idea de “orden”. Moderno
puede ser así equivalente a clásico y es diferente (muchas veces opuesto o incompatible) de
tradicional, antiguo o viejo, o porque son planteamientos parciales y sesgados o porque
chocan con aquella universalidad escondiendo una cosmovisión desigualitaria o
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discriminatoria, o porque se basan sin más en argumentos de autoridad traídos
mecánicamente, incompatibles con la razón crítica o con la nueva realidad del presente y el
futuro. También se distingue de todo lo contrario: el negacionismo del pasado, el adanismo
político e intelectual, el borrón y cuenta nueva total y absoluto, o la innovación
desconectada de esos valores modernos que van forjando la cultura de los derechos
humanos y de su fundamento moral: nuestra común dignidad.
Son clásicos también desde otra perspectiva: porque ha pasado por el tamiz de la
“crítica” que “puede ser lo que el clásico utiliza para definir y garantizar su supervivencia”
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según nos dice Coetzee. Cuando aparece la crítica, racional por definición, están presentes
también las “elecciones afectivas” que diría Kundera o las afinidades electivas,
imprescindibles para hacer una crítica de verdad como afirma entre nosotros Andrés
Amorós, así como “fuerzas de un orden diferente (…), una obligación que existía ya antes
que la razón” en palabras de Bergson. Elegir significa también que hay donde elegir, que no
estamos ante un único y obligatorio modo de vida ni, escolásticamente, ante unas únicas
lecturas posibles. De nuevo la conexión entre los dos modos de entender la enseñanza de
los derechos humanos, ahora a través del pluralismo (de valores) y de la pluralidad de
puntos de vista, condición y objetivo al tiempo de la cultura de los derechos.
Son, por tanto, clásicos en esta comprensión por su valor histórico objetivo, por su
utilidad para el presente y para el futuro, porque nos enganchan con el pasado y porque nos
permiten mantener una sensación de continuidad al menos intelectual y cultural y, también,
porque nos gustan, porque los elegimos, y en este sentido la elección puede ser diferente en
cada caso. Son los míos en expresión de Jean Daniel o los viejos maestros en la más
cercana de Elías Díaz, y cada uno tiene los suyos de entre esos clásicos comunes, como los
dioses en el Panthenon.
Podríamos añadir también que elegimos porque no hay más remedio; por la
imposibilidad material de abarcarlos todos, porque, como escribió Italo Calvino, por
“vastas que puedan ser las lecturas de formación de un individuo, siempre queda un número
enorme de obras fundamentales que uno no ha leído” y que nunca leerá.
Por todas estas razones, debemos volver permanentemente sobre los clásicos. Es lo
actitud más moderna, es decir, la que favorece más y mejor el progreso y la justicia, la
cultura de los derechos, porque no se trata de imitar, ni de caer en el seguidismo escolástico
ni en el papanatismo, sino de responder y valorar, de justificar razonadamente, de aprender
y a la vez de cuestionar en cada momento y en cada contexto social e histórico. En ellos
encontramos sin embargo una guía que nos ayuda a combinar sabiamente cambio y
estabilidad. Desde Homero a Montesquieu y Kant pasando por Erasmo y Montaigne, por
ejemplo. La filosofía que inspira los derechos se entiende mejor leyéndolos,
comprendiéndolos, escudriñando sus motivaciones. Es asimismo una buena y segura
estrategia de trabajo y de razón práctica, especialmente en tiempos de crisis, de zozobras y
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de incertidumbres, además de una forma de reanimar el valor de la Modernidad hoy, del
constitucionalismo democrático y de los derechos y deberes fundamentales. Ya en el siglo
XX se perfila en su postulados centrales, y como he recordado en estas páginas, con
Kelsen. Desde su primer trabajo, La Teoría de la Justicia de Dante Alighieri a Esencia y
valor de la democracia, pasando su opúsculo ¿Qué es la Justicia?, incluso por la Teoría
Pura del Derecho, una obra moderna en sentido estricto, no sólo o no tanto por su defensa
del positivismo jurídico formalista sino por el alcance filosófico de su noción de pureza que
supone la secularización del Derecho y antes, necesariamente, de la política. Religión
secular, su obra póstuma, representa un broche de cierre coherente de toda su modernidad,
del indubitado pensamiento racional de este gran judío universal. También hay modernidad
en las más relevantes filosofías normativas de la justicia del siglo XX, en Habermas o en
Rawls o, entre nuestros más cercanos, en Norberto Bobbio, nuestro escritor civil por
excelencia como lo llamó Bovero. En todos ellos encontramos la semilla filosófica de los
derechos y de la gobernanza justa.
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(compatibles perfectamente con la estupidez) y, por supuesto, de los pensamientos de
delirio que niegan globalmente la Modernidad y su cultura de los derechos, esas utopías
infantiles y maximalistas que sueñan con pasados imperiales o con arcadias que vendrán,
imposibles todas al final y violentas mientras se quieren realizar; utopías que en verdad
terminan siendo distopías. “No estoy en condiciones –escribió Bobbio con consciente
humildad - de dar una respuesta a la pregunta angustiosa de por qué vivimos, sin haberlo
pedido, en un universo en el que el pez grande tiene la necesidad para vivir de comerse al
pez pequeño (es el clásico ejemplo de Spinoza) y el pez pequeño no parece tener otra razón
de existir que aquella de dejarse comer. No me parece que el mundo humano –añade el
maestro italiano- haya seguido un curso muy distinto, salvo que alguna vez los peces
pequeños, uniéndose, hayan sido capaces de destruir al pez grande”. Y concluye
lamentándose: ¡pero a costa de qué sacrificios, de qué sufrimientos, de cuánta sangre
derramada!”. Es el mismo lamento que recrea Kazantzakis recordando a Zorba el griego:
“De modo que, para que la libertad llegue al pueblo ¿hacen falta tantos crímenes y tantas
infamias? Porque si ahora me pusiera a hacerte la lista de las infamias y de los crímenes
que cometimos, se te pondrían los pelos de punta. Y, sin embargo, ¿cuál fue el resultado?
¡La libertad!”. Y concluye: “O no existe eso que llamamos Dios, o Dios ama los crímenes y
las infamias, o lo que llamamos crímenes e infamias es algo indispensable en la lucha y la
agonía de la gente”.
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ni pobres demasiado pobres, en el recordado mejor sueño de Rousseau. Los derechos
civiles, primero, los políticos después y los económicos, sociales y culturales, finalmente,
tratarán de satisfacer todas estas pretensiones legítimas de libertad, igualdad y solidaridad
con seguridad jurídica.
En este proceso (porque eso es en esencia la Modernidad que construye los derechos
a partir de la noción de dignidad humana) es imprescindible no olvidar la historia y
aprender de ella, de los fracasos y de los éxitos, cultivando, respetuosa y críticamente, la
compañía de los clásicos del pensamiento moderno, una buena ayuda, rastreando sus
aportaciones en lo que es una trayectoria común de búsqueda de la paz y de la libertad, o de
una paz con libertad. En palabras de Italo Calvino: “La memoria sólo cuenta
verdaderamente –para los individuos, las colectividades, las civilizaciones- si reúne la
impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería
hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir”. Acudir a los clásicos contribuye
también a “bajar los humos”, a la sana, sincera y conveniente humildad, la primera de las
virtudes civiles, la más alejada del fanatismo o la más incompatible con él. El fanático está
convencido de que tiene toda la razón y casi siempre se da en aquellos, no sólo que carecen
de humor, “un defecto inmenso” dirá Mill, sino en los que han leído poco o de forma
sesgada y escolástica y, además, son arrogantes, la sempiterna ignorancia atrevida. En el
acto mismo de reconocimiento a los clásicos hay un signo de modestia y al tiempo de
inteligencia. Lo hizo Rousseau con Sócrates, Plutarco o Montaigne, o Kant con el mismo
Rousseau, o Virginia Wolf con Proust, o Gide con Nietzsche, o Wittgenstein con Spinoza,
o Bobbio con Hobbes, o Coetzee con Erasmo, o García Márquez con Sófocles, Cervantes y
Faulkner… y así tantos otros… En realidad todos los que han tenido algo interesante o
hermoso que decir. Se marcan de este modo líneas de continuidad plurales que subrayan la
complejidad o que evitan la simplificación, otro rasgo (éste) de las posiciones fanáticas e
intolerantes, echando raíces sin dejar de crecer, de mirar al futuro que vendrá y que está por
hacer. No hay determinismo en esta continuidad, sino acumulación crítica, un espacio
abierto (no un salto al vacío) que se encuentra en la lógica esencial de la cultura de los
derechos.
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Esta comunicación con los clásicos permite, por tanto, subrayar la interdependencia
de la cultura en general y de la delos derechos en particular, claramente cuando se trata de
una tradición compartida, produciendo a la vez nuevas interpretaciones. “Maquiavelo
escribió sus Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio –afirma en este sentido Viroli en
relación con la tradición republicana-, mientras que Rousseau, al escribir su Contrat social,
se sirvió ampliamente de los Discorsi de Maquiavelo. Sin embargo, de la misma manera
que Maquiavelo modificó las ideas de Tito Livio, Rousseau modificó las de Maquiavelo”.
Practicar un cierto culto por los clásicos es, en definitiva, una buena vacuna contra
las improvisaciones y los peores errores (horrores al final) de nuestra cíclica o pendular
historia, además de un acto de justicia; contra el fanatismo, político o religioso, contra la
intolerancia y contra el prejuicio o la alienación. Nada malo puede nacer de la modestia
sincera y volver siempre sobre aquellos heterodoxos en su tiempo, hoy ortodoxos (que
hayan sobrevivido les hace clásicos y también ortodoxos), superado el filtro de la razón
crítica y de la experiencia, asegura la prudencia del pensamiento que siempre tiene
vocación política cuando se expresa en el espacio público y que debe promover y garantizar
al máximo una convivencia libre, con cohesión social y en paz, en suma, un modelo de
gobernanza política basada en los derechos y deberes fundamentales.
II.- La enseñanza de los derechos como formación humanista consiste, por tanto, en
cultivar un sentido de la justicia que pasa precisamente por una toma de posición previa: el
carácter prioritario de los derechos en términos normativos, éticos y jurídicos. Si la
enseñanza de los derechos como instrucción es básicamente una toma de posesión de una
realidad cognoscible, la enseñanza como formación y compromiso, como conciencia, es en
efecto una toma de posición. Se pretende con ello favorecer un comportamiento colectivo
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mayoritario y suficiente que permita el desarrollo efectivo de los valores de la Modernidad:
la libertad, la igualdad, la solidaridad y la seguridad (jurídica). Todas las sociedades han
pensado la libertad, tienen una visión del mundo, un sentido de lo justo, pero no todas lo
han hecho a través de los derechos fundamentales ni de su idea fundacional: la dignidad
humana. La cultura de los derechos conduce hacia un determinado sentido de la justicia, de
la libertad y de la igualdad, y de otros valores básicos como la solidaridad y el imperio del
Derecho. Sin esas condiciones subjetivas que se adquieren mediante el aprendizaje en
forma de compromiso ético, condiciones cívicas y mundanas por tanto, los imperativos
objetivos de las sociedades democráticas basadas en el Derecho, expresados en forma de
valores e ideales, no son posibles; o no son eficaces, situándose en una suerte de retórica
vacía o, peor todavía: son un instrumento que sirve de coartada moral para mantener el
statu quo en la crítica certera de Marx en este punto.
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El compromiso con los derechos exige por tanto, en primer lugar, partir de la
aceptación compartida de una moral laica despojada de toda lectura particular, una ética
común que favorece la comunicación, el diálogo, la cortesía y el respeto mutuo entre las
personas a partir de un sano relativismo compatible con las convicciones particulares (esa
ética de las pasiones, de las preferencias o de las creencias). Concede también un gran valor
a la palabra dada que exige cumplir las promesas y los pactos, evita ver al adversario
político como un enemigo substancial, no invade las competencias del otro e interioriza en
la ciudadanía el deber de pagar los impuestos y de obedecer las leyes cuando no van contra
la conciencia individual, y en los representantes políticos, la vocación limpia de servicio
público y de trabajo a favor del bien común o del interés general, sin prevaricar ni
corromperse, sin dominar y sin manipular o envilecer, deberes estos que afectan también,
en una cultura basada en los derechos, a los medios de comunicación.
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nuevo objetivismo superior como trató de ofrecernos, por ejemplo, Alasdair MacIntyre en
su obra After Virtue. A Study in Moral Theory. No se trata ni de formar a ciudadanos
egoístas y caprichosos, ni de hacer héroes, santos u hombres ilustres, que deban aspirar
obligatoriamente a vidas ejemplares en el sentido clásico.
Las virtudes cívicas que exige el compromiso ético con los derechos no pretenderán
indagar y proponer modelos de perfección moral, incompatibles con la libertad y con los
mismos derechos y libertades, sino precisamente que podamos elegir libremente (y, por
tanto, responsablemente), que no haya ni amos ni súbditos, ni corruptos, ni siquiera
indiferentes (el idiotés de los griegos). Son virtudes que se cultivan en el espacio común y
que definen modelos ideales de ciudadanos, libres e iguales, así como de honrados
representantes y servidores públicos, en cierto sentido, antihéroes. Por eso, junto el cultivo
de las virtudes será necesario aprender a respetar las leyes comunes, esa suerte de ética de
los derechos y de los deberes (de las reglas y de los principios) en las que nos debemos
situar todos, gobernantes y gobernados, en un sistema democrático. Precisamente, “la
verdadera libertad –escribirá Viroli- será el estado de independencia de la voluntad
arbitraria de un hombre o de una oligarquía y la posibilidad de exigir, junto al riguroso
respeto de la autoridad de la ley, la igualdad de los derechos civiles y políticos”.
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institucionales, la corrupción y la prevaricación o, sin más, en general, el incumplimiento
de las normas y de las reglas del juego limpio. Es una moral aprendida, asumida y cultivada
que busca desterrar de la vida pública esas pasiones, debilidades o ambiciones de personas
u organizaciones carentes de la imprescindible conciencia cívica, de la consideración
debida hacia lo que es de todos.
Las virtudes cívicas y las enseñanzas humanistas que configuran esta moral
compartida pretenden también suavizar la convivencia, hacernos parcial y suficientemente
compatibles, asegurando un mínimo común denominador que garantice la paz sin renunciar
a la libertad fundamental de cada uno. Esta idea está también en la esencia misma de los
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derechos. No se trata de encontrar la paz evitando la vida o el conflicto, el camino que
eligió el gran Erasmo, pero tampoco de que la libertad carezca de límites que toleren la
violencia o la desigualdad injustificadas, es decir, la dominación, el privilegio o la
discriminación, que nunca pueden ser opciones vitales o sociales válidas. Las virtudes
cívicas y las enseñanzas humanistas, exigencias éticas que debemos cultivar todos, aún
comunes y básicas no son sin embargo neutrales. No cabe todo porque no existe dilema
moral entre elegir el bien (la paz, la libertad, los derechos humanos…) o el mal (el abuso, la
dominación, el daño injustificado…); el dilema, y el conflicto posible, se produce cuando
hay que elegir entre dos bienes o entre dos males (a veces, en efecto, se trata de optar por el
mal menor o evitar el mal mayor) y las virtudes cívicas y las enseñanzas humanistas que
favorecen la cultura de los derechos ayudan en esta elección en una marco de convivencia
compleja y plural como es el de las sociedades abiertas, mundanas y secularizadas.
Las virtudes cívicas y la enseñanza de los valores humanistas que fundamentan los
derechos aparecen interconectadas y se necesitan unas a otras. El pensamiento moderno es
un pensamiento paradójico y que tiende al equilibrio o a la (H)armonía (hija de Ares y de
Afrodita; su antagónica, la Discordia, se llamaba Eris) y a evitar los extremos o los valores
absolutos o máximos. Unas virtudes o unos valores se entienden gracias a las/los otras/os y
ninguna/o prevalece siempre o totalmente sobre las demás.
Son también virtudes y valores que pueden ser definidos como laicos, no porque no
encuentren un equivalente en los códigos éticos de las distintas confesiones religiosas o de
las diferentes ideologías políticas o concepciones filosóficas, porque sean exclusivas de la
laicidad, sino porque se han desprendido de la lectura particular de aquéllas; han pasado por
un proceso de abstracción racional (no desprovisto de, por un lado, sensibilidad y por otro
de prueba –empírica-) que les permite presentarse como el común denominador válido para
creyentes y para no creyentes especialmente en su condición de ciudadanos y de personas
dueñas de su vida privada. Los derechos humanos son ciegos frente a las distintas
concepciones del bien, de la virtud, del placer o de la salvación, filosóficas o religiosas,
salvo cuando algunas de éstas son cercenadoras de la libertad o generan desigualdad
(injustificada), abuso o discriminación.
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La democracia basada en los derechos debe ser (debería ser) un modus vivendi en el
espacio público y en la vida social, una forma de relacionarse con los demás, incluso de
reconciliarse (paz), de no sentir como ajeno nada que le afecte al otro de una forma
relevante (solidaridad), de entender el poder y la vida social como un espacio para la
convivencia (para el respeto y la tolerancia), de desarrollo libre, personal y colectivo, con
igualdad de oportunidades, cooperación y cohesión social. Es la cultura completa de los
derechos, que requiere que sea compartida socialmente e interiorizada individualmente.
Éste es el propósito fundamental de la enseñanza de los derechos fundamentales en este
segundo sentido, como formación cívica y como compromiso ético y político.
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Singularmente la Encyclopédie de D’Alambert y Diderot publicada en varios volúmenes y con la
participación de numerosos autores que buscó abarcar la totalidad del saber y el conocimiento humano, en
Humanidades, en Filosofía, en Economía, en Derecho o en Ciencias naturales.
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durante toda su estancia en la cárcel. En 1509, Jean Colet y Erasmo de Rotterdam fundaron
en la Catedral de San Pablo de Londres la Saint Paul`s School con el mismo propósito: un
centro en donde se animaba a la crítica y al pensamiento autónomo a partir de la lectura
directa de la Biblia, sin intermediarios ni dogmas. Como escribió Peces-Barba, “la
educación se dirigirá a fomentar y a desarrollar la idea del hombre y de su protagonismo en
la sociedad y en la historia, para hacerle dueño de su propio destino”, consolidando la idea
fundacional de los derechos humanos: la (igual) dignidad humana de todas las personas.
Autonomía, pluralismo y reglas del juego compartido para hacer un mundo más seguro,
libre y justo.
Sin embargo, la seguridad total no existirá. Tampoco eligiendo la libertad y
asegurando los derechos fundamentales. La seguridad nunca es absoluta. La máxima
posible y al tiempo legítima la ofrecerán las normas y las instituciones democráticas, los
derechos y los deberes compartidos. Pero la vida seguirá siendo incierta en la medida en
que cada uno debe elegirla y arriesgarse a vivirla, sometidos como estamos a la buena o a la
mala suerte o al mejor o peor aprovechamiento de las oportunidades, que en todo caso
deben ser iguales o al menos aspirar a serlo, como sostuvo J. Stuart Mill o en España
Fernando de los Ríos. También nuestra seguridad dependerá de la acción de los demás, del
respeto mutuo o del afán por dominar que tengan o tengamos, de su bondad o de su maldad
y de la nuestra. Aquí la educación para la ciudadanía y para los derechos humanos tiene un
papel fundamental aunque no sea infalible: formando, mejorando la voluntad y el carácter
de las personas, comprometiéndolas con el destino de los otros, sin adoctrinar pero sí
ayudando a conformar una personalidad altruista, con valores, humanizándolas desde el
respeto al gobierno de las leyes comunes y democráticas, subrayándoles la superioridad
moral de la libertad, la igualdad y la solidaridad frente a la opresión, la discriminación, la
violencia o el egoísmo. “Si suponemos cultivados en grado sumo los sentimientos de
fraternidad para con los seres de nuestra especie, pasados, presentes y por venir –escribirá
Mill-; de veneración para aquellos que en el pasado y en presente lo han merecido, y de
devoción por aquellos que habrán de venir; (si suponemos) una educación moral universal,
en la que se haga de la felicidad y de la dignidad de ese cuerpo colectivo el punto central al
que habrán de tender todas las cosas…, sería suficiente para aliviar y guiar la vida
humana”. “Ahora bien –concluye el mismo Mill-, esto sólo podría ser así suponiendo que la
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religión de la humanidad se apoderase del género humano con una firmeza y un poder para
modelar sus usos, sus instituciones y su educación, tan grandes como los que han poseído
en muchos casos otras religiones”.
También servirá para pensar por nosotros mismos y para ser dueños de nuestras
vidas, para combatir y superar el miedo y para renunciar a la violencia, para vivir la vida de
forma autónoma y responsable o para no dejarnos cegar por el odio de doctrinas o
ideologías, políticas o religiosas. También para ser resilientes, la autonomía en su sentido
defensivo, para volver a nuestro ser, a lo que realmente somos, frente a los infortunios, la
adversidad o los golpes de la vida o de los otros, frente a la voluntad ajena de dominarnos,
de someternos, de cambiarnos, de subyugarnos o de humillarnos. Quizá uno de los grandes
ejemplos en este sentido se encuentre, en efecto, en la vida de Nelson Mandela, en su afán por
resistir sin rencor, con una fuerza moral que le permitió ser como era, “negro por naturaleza y
orgulloso por elección”, y no ajustar cuentas después, actuando con grandeza y generosidad.
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formada e informada, responsable, igualitaria entre hombres y mujeres desde las mejores
enseñanzas de Condorcet o Mary Wollstonecraft, ilustrada, crítica, alejada de la ignorancia,
de la superstición o del fanatismo religioso o ideológico, participativa, consciente de sus
posibilidades (competencias), también inclusiva, abierta a todos (también a los no
nacionales) respetuosa, equilibrada entre creyentes y no creyentes, con espacios, los
públicos-institucionales, de escrupulosa neutralidad, junto a otros de identidad o de
profesión de fe, éstos siempre fuera de los organismos oficiales y de los poderes del Estado.
“Los ciudadanos de la república – escribe en este sentido Walzer definiendo lo que llama
“tolerancia moderna”- toleran a los individuos de la minoría considerándoles como
conciudadanos suyos, con independencia de su religión o etnia, y tolerando los grupos que
formen, en la medida en que sean asociaciones secundarias (en el sentido más fuerte)”. Sin
perjuicio de que esa tolerancia hoy se ha transformado en Derecho, en derechos, lo cual
normativamente es muy relevante, al menos en la teoría y en las normas positivas, la idea
básica sigue siendo válida. El elemento común es la igual condición de todos los seres
humanos, una ciudadanía plenamente incluyente todavía por hacer pero que coincide con el
proyecto Ilustrado que debe ser expansivo no sólo en un sentido racional, los imperativos,
sino también espacial y efectivo, potencialmente por tanto cosmopolita y universal.
Todas las personas que tengan un vínculo estable con el Estado serán igualmente
ciudadanos, mientras que la condición de católico, musulmán, judío o ateo, posible y
legítima, tendrá siempre un carácter secundario, irrelevante para el estatus de ciudadanía y
vinculado al grupo o grupos a los que se pertenece en un sentido primario o substantivo.
“Cuando entran en la ciudad, sin embargo, entran como individuos”, dirá de nuevo Walzer.
También en la Escuela (pública) son ciudadanos, en donde antes que La Biblia o El Corán,
los estudiantes conocerán y leerán a Cervantes o a Shakespeare. O estudiarán aquellos
textos sagrados como expresión cultural e histórica en el marco de una historia de las
religiones, pero no como doctrina a inculcar. Ciencia y conciencia en la expresión de
Rabelais que recoge Fernando de los Ríos. Educación integral, abierta a la cultura y a la
religión pero sin intermediarios ni dogmas. Y aquí aparece otra paradoja: lo que somos o
sentimos que somos, en un sentido primario lo más básico, cede parcialmente en el espacio
común de la polis, de la Escuela o del Derecho para que los otros también puedan ser como
son o como se sientan de forma primaria, limitados también en el espacio público-
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institucional. Los operadores jurídicos, con mayor razón por su poder para determinar la
vida, la libertad y el destino de las personas, interpretarán las normas, y singularmente el
sentido y el alcance de los derechos fundamentales, sin introducir criterios subjetivos,
religiosos o políticos-partidistas, expresión de su moral particular.
En la misma línea y por las mismas razones, la educación para la ciudadanía y los
derechos humanos debe también promover y divulgar el respeto a las reglas del juego
limpio, incompatibles, por ejemplo, con la corrupción, con la prevaricación, con el abuso de
poder y con la máxima maquiavélica del fin justifica los medios.
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amor por vivir sin ataduras impuestas, sin tutores, es decir, la repulsa hacia la tiranía en
cualquiera de sus formas, incluida la que podría practicar uno mismo con los demás,
también la prohibición del maltrato animal en un reconocimiento suficiente de quienes nos
acompañan en este mundo. La virtud civil es exigente en este sentido y es también una
virtud del deber, de los deberes y no sólo de los derechos.
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y de una cierta vuelta al homo religiosus, especialmente en el mundo islámico, en EEUU y
en Latino América. La educación para la ciudadanía y los derechos humanos, es decir, la
enseñanza de la práctica de la libertad de forma responsable que reduciría al máximo los
casos de paternalismo jurídico justificado, que requiere respetar y escuchar al discrepante,
vuelve a ser fundamental en este punto.
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BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
BERLIN, I.: “Prólogo” a MILL, J. S.: Sobre la libertad, traducción de Pablo de Azcárate,
Alianza, Madrid, 1990.
CALVINO, I.: ¿Por qué leer a los clásicos?, Nota preliminar de E. Calvino, traducción del
italiano de Aurora Bernárdez, Ed. Siruela, Madrid, 2009.
COETZEE, J. M.: Las manos de los maestros. Ensayos selectos I, traducciones de P. Tena,
E. Hojman y J. Calvo, Literatura Random House, Barcelona, 2016.
KUNDERA, M.: “Prefacio” a DANIEL, J.: Los míos, traducción de María Cordón y
Malika Embarek, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2012.
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