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INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DE LOS DERECHOS

FUNDAMENTALES: CIENCIA Y CONCIENCIA,


ESTUDIO Y COMPROMISO

José Manuel Rodríguez Uribes

I.- La enseñanza de los derechos fundamentales puede ser entendida de dos


maneras: como instrucción (estudio y conocimiento) y como educación (compromiso y
formación humanista). Ambas son necesarias.

La primera nos ofrece las herramientas teóricas y prácticas para conocer en


profundidad qué son los derechos, qué rasgos los definen desde un punto de vista filosófico
o jurídico a partir de la noción moderna de dignidad humana y cómo han evolucionado a lo
largo de la historia en las distintas sociedades y culturas; de los derechos naturales a los
derechos humanos fundamentales; de los primeros textos positivos en el siglo XVIII a la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y a las constituciones normativas
sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial.

La segunda nos sitúa en los valores que representan, en la ideología de los derechos,
en el hecho de que sean expresión de luchas sociales y políticas, en su carácter cívico, en su
vocación emancipadora y universalista (en la lógica de los derechos, hay que ser como
Sócrates, no solo ciudadano de Atenas, sino del mundo), así como en su función normativa
para construir sociedades más justas, libres y civilizadas.

La enseñanza de los derechos como instrucción incluye estudios históricos,


filosóficos, sociológicos, antropológicos, económicos y jurídicos, fundamentalmente. Son
los contenidos teóricos y prácticos que recorren este posgrado y que se concretan en las
distintas asignaturas o materias que lo conforman. Sin perjuicio de que la perspectiva y
metodología crítica está presente en todas ellas, su sentido principal, desde esta óptica, es
ofrecer información en profundidad acerca del nacimiento, el concepto, el fundamento, la

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evolución histórica, las garantías jurídicas y las nuevas realidades que conforman hoy los
derechos, también con la mirada puesta en el futuro. La enseñanza de los derechos en esta
primera proyección tiene como objetivo fundamental tomar posesión de una realidad, la de
los derechos, es decir, ofrecer al estudiante una visión integral de la materia, que lo
especialice y le permita desarrollar con éxito una profesión que tenga como objeto los
derechos, bien en el espacio de la sociedad civil (organizaciones no gubernamentales,
despachos de abogados, empresas…) bien en las instituciones del Estado, en la
administración pública o en organismos internacionales, bien en la academia a través de la
docencia y la investigación.

La enseñanza de los derechos en el segundo sentido, como formación cívica y


humanista, una suerte de “religión de la humanidad” en expresión de Mill, o de la libertad
de acuerdo con la tradición republicana, significa, además, comprometer al estudioso con
los valores y principios que los justifican, con su carácter ético y político para contribuir a
configurar un mundo más justo, que evite al máximo las penalidades de la vida, libre y en
paz.

El estudio de los derechos supone en todo caso ahondar en una realidad compleja y
llena de matices que puede ser analizada desde numerosos puntos de vista y disciplinas
académicas, aunque la perspectiva dominante en este texto es la filosófico-jurídica. El saber
no será nunca absoluto. Filósofo, como es sabido, no es sinónimo de sabio, sino de amigo
del conocimiento. Es el conocimiento objetivo que deriva de la observación, de la
experiencia y del análisis, sin verdades a priori, sin dogmas, sin imposiciones, pero
también sin sofismas, sin falsas verdades.

Hay una conexión o interrelación evidente entre los dos sentidos referidos de la
enseñanza de los derechos aunque puedan ser entendidos de forma independiente.
Estudiamos, investigamos, conocemos, básicamente para ser libres o para resistir frente a
los poderosos y los arrogantes. El conocimiento nos emancipa, nos hace autónomos, en el
mejor sueño ilustrado. También para avanzar y elevar el alma, ennobleciéndola, alejándola
del embrutecimiento primario de las bestias, o de la mortal resignación cuando nos paraliza.
“Sólo los animales viven para comer. Para escapar de esta condición –le escribirá Zorba el
griego a su amigo Nikos Kazantzakis-, día y noche me invento quehaceres, arriesgo mi pan

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por una idea…”. Es el conocimiento que libera a los seres humanos de las tutelas externas
que le oprimen, de las pasiones primarias que le limitan o de la locura; el que le ayuda a
“no perder el alma” que diría Montaigne. “Así ocurre con el pensamiento. Si no lo
ocupamos en algún tema que lo bride y contenga –concluye-, se lanza desbocado allí y allá,
por el campo difuso de las imaginaciones (…) y no hay locura ni sueño que no se produzca
en esa agitación”.

Cultivar el conocimiento en relación con los derechos es de este modo una


exigencia civilizatoria, más allá de su valor pedagógico o científico teórico. Supone no
abandonarse a la molicie, a la indolencia o a la cínica resignación, actitudes incompatibles
con el compromiso social que exige trabajo, esfuerzo y voluntad (por definición, optimista),
así como vocación de progreso, tecnológico y social, valorando el mérito y la capacidad y
evitando el privilegio, es decir, favoreciendo la igualdad de oportunidades. Estamos ante
una nueva paradoja que dibuja la complejidad de este modelo civilizador que definirá la
modernidad a través de los derechos, de su estudio y de su defensa… Observación, análisis,
prueba, estudio, formación…, para afrontar, con humildad, una realidad imperfecta e
injusta que debe ser transformada. No se trata tanto ahora de preguntarse por los orígenes o
por nuestro destino último, sino de indagar razones y obligaciones para la acción y
favorecer así una vida digna para todos los seres humanos.

En el marco de la modernidad en la que nace la idea de los derechos este amor por
el estudio y esta voluntad de progreso social y científico es compatible con el ocio (incluso,
es una compatibilidad necesaria) aunque no con la ociosidad como sinónimo de inacción o
pereza. Es la recuperación, que hizo el Renacimiento, del otium romano y el shole griego
como el tiempo dedicado a la mejora de uno mismo, que incluye el cultivo de las artes, de
las ciencias y de los placeres. “Cuando últimamente refugiéme en mi casa decidido en la
medida de lo posible a no dedicarme a otra cosa más que a pasar retirado y en paz lo poco
que me quede de vida –escribió Montaigne en sus Ensayos- parecíame que no podría
hacerle mayor favor a mi espíritu que dejarlo en plena ociosidad ocuparse de sí mismo y
detenerse y asentarse en sí…”. Es el ocio para formarse y pensar por uno mismo. Ni
ociosidad primitiva y salvaje (indolencia), ni dedicación espartana y exclusiva al trabajo en
la tradición inicial protestante (sobre todo en el calvinismo, como nos recordó Weber) que

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recoge también la Iglesia católica (el hombre condenado a comerse el pan ganado con el
sudor de su frente, o la prevalencia siempre de la hormiga sobre la cigarra con el fin de
expiar la caída de Adán y Eva –es “la ociosidad como pecado” en expresión de Coetzee),
sino el equilibrio (uno más) de un ocio que subraya nuestra humanidad, nuestra dignidad,
nuestra condición de seres pensantes y sensibles, alejados tanto de la pereza y la pasiva
brutalidad de los animales (“la ociosidad como traición a la propia humanidad” en palabras
de Weber) como de un trabajo alienante al servicio de un capitalismo insaciable,
incompatible con los derechos y las libertades, creador de necesidades artificiales que nos
aleja de los placeres sencillos de la vida, de ese dolce far niente, de una vida contemplativa
y gozosa que también es posible y conveniente en un mundo con derechos. Es el Carpe
diem de Horacio.

El amor por los clásicos forma parte también de esta virtud y la vuelta sobre ellos es
una constante del pensamiento moderno que construye los derechos siguiendo un rastro de
ideas que van consolidándose a lo largo de la historia. Ideas plurales, que se remontan
mucho más allá del origen histórico de los derechos naturales del hombre y su dignidad.
Hay coherencia en ello: la que deriva de entender la civilización como un proceso, como un
camino. Pasar por las manos de los maestros, volver sobre los clásicos, es, en otra paradoja
(clasicismo vs modernidad), una característica moderna, una actitud vital e intelectual que
la define en la búsqueda en parte de la mejor aptitud y también de la mejor actitud, y del
conocimiento frente a la superficialidad en lo que es otro signo de la conexión entre las dos
formas de entender la enseñanza de los derechos, como instrucción y como compromiso. Si
la Postmodernidad representa la superación como una vuelta al principio, como volver a
empezar, o como una interpretación exclusivamente individual y una visión tópica de la
historia, asistemática o carente de unidad, favoreciendo un cierto caos que es buscado a
propósito, la Modernidad es aprendizaje, conservando lo valioso, desterrando críticamente
lo inútil o dañino y transformando lo injusto, pero manteniéndose al tiempo en una línea de
continuidad cultural y axiológica sobre lo fundamental, sobre lo que nos afecta a todos, que
es por tanto necesariamente universal y que no abandona esa idea de “orden”. Moderno
puede ser así equivalente a clásico y es diferente (muchas veces opuesto o incompatible) de
tradicional, antiguo o viejo, o porque son planteamientos parciales y sesgados o porque
chocan con aquella universalidad escondiendo una cosmovisión desigualitaria o

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discriminatoria, o porque se basan sin más en argumentos de autoridad traídos
mecánicamente, incompatibles con la razón crítica o con la nueva realidad del presente y el
futuro. También se distingue de todo lo contrario: el negacionismo del pasado, el adanismo
político e intelectual, el borrón y cuenta nueva total y absoluto, o la innovación
desconectada de esos valores modernos que van forjando la cultura de los derechos
humanos y de su fundamento moral: nuestra común dignidad.

¿Y quiénes son estos clásicos? Fundamentalmente se sitúan en el ámbito de la


filosofía política y jurídica. Son autores que, sirva la expresión, “han pasado un proceso de
prueba” a favor de la razón, el conocimiento y la libertad y que por consiguiente en su
época se enfrentaron normalmente al orden establecido. Cuando estudiamos la historia de
los derechos humanos y de las ideas que los han construido no es la “historia de la verdad”
sino “la de las capas depositadas en el transcurso de la historia”, que nos ayuda a
“comprender el pasado como una fuerza que modela el presente”, “un modo de escapar de
un callejón social e histórico sin salida”, que “ha pasado el examen de cientos de miles de
inteligencias –dice Coetzee- antes que la mía, de cientos de miles de seres humanos
semejantes a mí”. Es, en definitiva, “aquello que sobrevive a la peor barbarie (…). El
clásico se define en sí mismo –concluye el escritor sudafricano- por la supervivencia”,
añadiría yo, la suya y la que “asegura” (o al menos propone) a la humanidad, en el tiempo y
en la memoria, para el futuro cuando nos situamos en el ámbito particular del pensamiento
político y jurídico. Esta fue la motivación que llevó por ejemplo a Maquiavelo a escribir su
gran obra política, superior incluso a El príncipe: Los discursos sobre la primera década de
Tito Livio. A juicio de Viroli, “representan un esfuerzo por remover, por lo menos, la
mezquindad” dominante en los tiempos del autor acudiendo a un pasado clásico como ideal
de valores cívicos. En “el sueño de Escipión” o en el del mismo Maquiavelo, Tito Livio,
Platón, Plutarco o Tácito, van al infierno “porque –escribe Viroli- para llevar a cabo las
grandes obras que los inmortalizaron, violaron las normas de la moral cristiana”. “Pero en
la burla de Maquiavelo –añade Viroli- el infierno se vuelve más bello e interesante que el
paraíso (ocupado por santos y beatos) si allí están los grandes hombres de la política”.

Son clásicos también desde otra perspectiva: porque ha pasado por el tamiz de la
“crítica” que “puede ser lo que el clásico utiliza para definir y garantizar su supervivencia”

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según nos dice Coetzee. Cuando aparece la crítica, racional por definición, están presentes
también las “elecciones afectivas” que diría Kundera o las afinidades electivas,
imprescindibles para hacer una crítica de verdad como afirma entre nosotros Andrés
Amorós, así como “fuerzas de un orden diferente (…), una obligación que existía ya antes
que la razón” en palabras de Bergson. Elegir significa también que hay donde elegir, que no
estamos ante un único y obligatorio modo de vida ni, escolásticamente, ante unas únicas
lecturas posibles. De nuevo la conexión entre los dos modos de entender la enseñanza de
los derechos humanos, ahora a través del pluralismo (de valores) y de la pluralidad de
puntos de vista, condición y objetivo al tiempo de la cultura de los derechos.

Son, por tanto, clásicos en esta comprensión por su valor histórico objetivo, por su
utilidad para el presente y para el futuro, porque nos enganchan con el pasado y porque nos
permiten mantener una sensación de continuidad al menos intelectual y cultural y, también,
porque nos gustan, porque los elegimos, y en este sentido la elección puede ser diferente en
cada caso. Son los míos en expresión de Jean Daniel o los viejos maestros en la más
cercana de Elías Díaz, y cada uno tiene los suyos de entre esos clásicos comunes, como los
dioses en el Panthenon.

Podríamos añadir también que elegimos porque no hay más remedio; por la
imposibilidad material de abarcarlos todos, porque, como escribió Italo Calvino, por
“vastas que puedan ser las lecturas de formación de un individuo, siempre queda un número
enorme de obras fundamentales que uno no ha leído” y que nunca leerá.

Por todas estas razones, debemos volver permanentemente sobre los clásicos. Es lo
actitud más moderna, es decir, la que favorece más y mejor el progreso y la justicia, la
cultura de los derechos, porque no se trata de imitar, ni de caer en el seguidismo escolástico
ni en el papanatismo, sino de responder y valorar, de justificar razonadamente, de aprender
y a la vez de cuestionar en cada momento y en cada contexto social e histórico. En ellos
encontramos sin embargo una guía que nos ayuda a combinar sabiamente cambio y
estabilidad. Desde Homero a Montesquieu y Kant pasando por Erasmo y Montaigne, por
ejemplo. La filosofía que inspira los derechos se entiende mejor leyéndolos,
comprendiéndolos, escudriñando sus motivaciones. Es asimismo una buena y segura
estrategia de trabajo y de razón práctica, especialmente en tiempos de crisis, de zozobras y

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de incertidumbres, además de una forma de reanimar el valor de la Modernidad hoy, del
constitucionalismo democrático y de los derechos y deberes fundamentales. Ya en el siglo
XX se perfila en su postulados centrales, y como he recordado en estas páginas, con
Kelsen. Desde su primer trabajo, La Teoría de la Justicia de Dante Alighieri a Esencia y
valor de la democracia, pasando su opúsculo ¿Qué es la Justicia?, incluso por la Teoría
Pura del Derecho, una obra moderna en sentido estricto, no sólo o no tanto por su defensa
del positivismo jurídico formalista sino por el alcance filosófico de su noción de pureza que
supone la secularización del Derecho y antes, necesariamente, de la política. Religión
secular, su obra póstuma, representa un broche de cierre coherente de toda su modernidad,
del indubitado pensamiento racional de este gran judío universal. También hay modernidad
en las más relevantes filosofías normativas de la justicia del siglo XX, en Habermas o en
Rawls o, entre nuestros más cercanos, en Norberto Bobbio, nuestro escritor civil por
excelencia como lo llamó Bovero. En todos ellos encontramos la semilla filosófica de los
derechos y de la gobernanza justa.

Esta combinación o relación necesaria entre clásicos y Modernidad refuerza


asimismo dos rasgos definitorios de ésta entendida como idea: la importancia del camino,
tal y como he señalado, de la continuidad cultural sin desmemoria, sobresaltos o vacíos (la
ausencia de meta también) y la comprensión paradójica, compleja y equilibrada de su
proyecto político y jurídico que tiene como columna vertebral los derechos fundamentales.
Homero y su Ulises son una buena imagen de este doble rasgo que por cierto subraya esa
idea de clásico (la Odisea nos sigue hablando hoy): lo importante es no olvidar la ruta para
volver a casa ni ceder a los cantos de sirena, es decir, no desviarse de la ruta ni caer en la
tentación de la irracionalidad o de la barbarie, de la violación de los derechos o de su
ausencia.

“Subirse a los hombros de estos gigantes”, como recomendaba Bernardo de


Chartres o como hicieron Maquiavelo o J. S. Mill y tantos otros en su amor por los clásicos
y por la historia, implica de este modo valorar, siempre críticamente, la cultura de los
derechos humanos entendida como una síntesis compleja de hechos e ideas, huyendo al
tiempo del triunfalismo o de la vacua retórica, pero también del permanente descubrimiento
de mediterráneos, de la mera y fútil erudición especulativa o de la inútil escolástica

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(compatibles perfectamente con la estupidez) y, por supuesto, de los pensamientos de
delirio que niegan globalmente la Modernidad y su cultura de los derechos, esas utopías
infantiles y maximalistas que sueñan con pasados imperiales o con arcadias que vendrán,
imposibles todas al final y violentas mientras se quieren realizar; utopías que en verdad
terminan siendo distopías. “No estoy en condiciones –escribió Bobbio con consciente
humildad - de dar una respuesta a la pregunta angustiosa de por qué vivimos, sin haberlo
pedido, en un universo en el que el pez grande tiene la necesidad para vivir de comerse al
pez pequeño (es el clásico ejemplo de Spinoza) y el pez pequeño no parece tener otra razón
de existir que aquella de dejarse comer. No me parece que el mundo humano –añade el
maestro italiano- haya seguido un curso muy distinto, salvo que alguna vez los peces
pequeños, uniéndose, hayan sido capaces de destruir al pez grande”. Y concluye
lamentándose: ¡pero a costa de qué sacrificios, de qué sufrimientos, de cuánta sangre
derramada!”. Es el mismo lamento que recrea Kazantzakis recordando a Zorba el griego:
“De modo que, para que la libertad llegue al pueblo ¿hacen falta tantos crímenes y tantas
infamias? Porque si ahora me pusiera a hacerte la lista de las infamias y de los crímenes
que cometimos, se te pondrían los pelos de punta. Y, sin embargo, ¿cuál fue el resultado?
¡La libertad!”. Y concluye: “O no existe eso que llamamos Dios, o Dios ama los crímenes y
las infamias, o lo que llamamos crímenes e infamias es algo indispensable en la lucha y la
agonía de la gente”.

El proyecto principal de la Modernidad basado en la cultura y en el Derecho de los


derechos humanos tratará de resolver este apocalíptico escenario, esta encrucijada o este
trágico dilema o designio de la divinidad o de la condición humana en su lucha por la
libertad, para que el pez grande no se coma al chico, ni éste, con otros, acabe con el
primero. La idea tiene que ver bastante, por seguir con la metáfora, con que la mayoría de
los peces sean medianos, y se respeten unos a otros fundamentalmente a través de la idea de
los derechos, para que aquélla (la libertad) sea posible sin violencia y para todos. Es decir:
la solución pasa porque el pez grande no lo sea demasiado y, sobre todo, porque el chico no
sea tan chico que no pueda valerse por sí mismo. De ahí la importancia de la igualdad en
sus diferentes proyecciones, también de la solidaridad y de la resultante cohesión social, así
como, por supuesto, del reparto democrático del poder y el consecuente gobierno de las
leyes que persigue precisamente que no haya ni dueños ni siervos, ni ricos demasiado ricos,

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ni pobres demasiado pobres, en el recordado mejor sueño de Rousseau. Los derechos
civiles, primero, los políticos después y los económicos, sociales y culturales, finalmente,
tratarán de satisfacer todas estas pretensiones legítimas de libertad, igualdad y solidaridad
con seguridad jurídica.

En este proceso (porque eso es en esencia la Modernidad que construye los derechos
a partir de la noción de dignidad humana) es imprescindible no olvidar la historia y
aprender de ella, de los fracasos y de los éxitos, cultivando, respetuosa y críticamente, la
compañía de los clásicos del pensamiento moderno, una buena ayuda, rastreando sus
aportaciones en lo que es una trayectoria común de búsqueda de la paz y de la libertad, o de
una paz con libertad. En palabras de Italo Calvino: “La memoria sólo cuenta
verdaderamente –para los individuos, las colectividades, las civilizaciones- si reúne la
impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería
hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir”. Acudir a los clásicos contribuye
también a “bajar los humos”, a la sana, sincera y conveniente humildad, la primera de las
virtudes civiles, la más alejada del fanatismo o la más incompatible con él. El fanático está
convencido de que tiene toda la razón y casi siempre se da en aquellos, no sólo que carecen
de humor, “un defecto inmenso” dirá Mill, sino en los que han leído poco o de forma
sesgada y escolástica y, además, son arrogantes, la sempiterna ignorancia atrevida. En el
acto mismo de reconocimiento a los clásicos hay un signo de modestia y al tiempo de
inteligencia. Lo hizo Rousseau con Sócrates, Plutarco o Montaigne, o Kant con el mismo
Rousseau, o Virginia Wolf con Proust, o Gide con Nietzsche, o Wittgenstein con Spinoza,
o Bobbio con Hobbes, o Coetzee con Erasmo, o García Márquez con Sófocles, Cervantes y
Faulkner… y así tantos otros… En realidad todos los que han tenido algo interesante o
hermoso que decir. Se marcan de este modo líneas de continuidad plurales que subrayan la
complejidad o que evitan la simplificación, otro rasgo (éste) de las posiciones fanáticas e
intolerantes, echando raíces sin dejar de crecer, de mirar al futuro que vendrá y que está por
hacer. No hay determinismo en esta continuidad, sino acumulación crítica, un espacio
abierto (no un salto al vacío) que se encuentra en la lógica esencial de la cultura de los
derechos.

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Esta comunicación con los clásicos permite, por tanto, subrayar la interdependencia
de la cultura en general y de la delos derechos en particular, claramente cuando se trata de
una tradición compartida, produciendo a la vez nuevas interpretaciones. “Maquiavelo
escribió sus Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio –afirma en este sentido Viroli en
relación con la tradición republicana-, mientras que Rousseau, al escribir su Contrat social,
se sirvió ampliamente de los Discorsi de Maquiavelo. Sin embargo, de la misma manera
que Maquiavelo modificó las ideas de Tito Livio, Rousseau modificó las de Maquiavelo”.

Practicar un cierto culto por los clásicos es, en definitiva, una buena vacuna contra
las improvisaciones y los peores errores (horrores al final) de nuestra cíclica o pendular
historia, además de un acto de justicia; contra el fanatismo, político o religioso, contra la
intolerancia y contra el prejuicio o la alienación. Nada malo puede nacer de la modestia
sincera y volver siempre sobre aquellos heterodoxos en su tiempo, hoy ortodoxos (que
hayan sobrevivido les hace clásicos y también ortodoxos), superado el filtro de la razón
crítica y de la experiencia, asegura la prudencia del pensamiento que siempre tiene
vocación política cuando se expresa en el espacio público y que debe promover y garantizar
al máximo una convivencia libre, con cohesión social y en paz, en suma, un modelo de
gobernanza política basada en los derechos y deberes fundamentales.

La Modernidad piensa un modelo de sociedad posible, un mundo que debería ser


aunque nunca se alcance del todo y aunque no lo haya sido hasta ahora para todos. El
camino (o la ausencia de metas últimas) es precisamente su mejor virtud. Una de sus
implicaciones normativas principales será la cultura y el Derecho de los derechos
fundamentales, condición necesaria para una vida elegida en conciencia y a conciencia, con
respeto mutuo a partir de la neutralidad institucional del Estado, garantía a su vez,
circularmente, para la libertad, para la autonomía moral.

II.- La enseñanza de los derechos como formación humanista consiste, por tanto, en
cultivar un sentido de la justicia que pasa precisamente por una toma de posición previa: el
carácter prioritario de los derechos en términos normativos, éticos y jurídicos. Si la
enseñanza de los derechos como instrucción es básicamente una toma de posesión de una
realidad cognoscible, la enseñanza como formación y compromiso, como conciencia, es en
efecto una toma de posición. Se pretende con ello favorecer un comportamiento colectivo

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mayoritario y suficiente que permita el desarrollo efectivo de los valores de la Modernidad:
la libertad, la igualdad, la solidaridad y la seguridad (jurídica). Todas las sociedades han
pensado la libertad, tienen una visión del mundo, un sentido de lo justo, pero no todas lo
han hecho a través de los derechos fundamentales ni de su idea fundacional: la dignidad
humana. La cultura de los derechos conduce hacia un determinado sentido de la justicia, de
la libertad y de la igualdad, y de otros valores básicos como la solidaridad y el imperio del
Derecho. Sin esas condiciones subjetivas que se adquieren mediante el aprendizaje en
forma de compromiso ético, condiciones cívicas y mundanas por tanto, los imperativos
objetivos de las sociedades democráticas basadas en el Derecho, expresados en forma de
valores e ideales, no son posibles; o no son eficaces, situándose en una suerte de retórica
vacía o, peor todavía: son un instrumento que sirve de coartada moral para mantener el
statu quo en la crítica certera de Marx en este punto.

Este compromiso exige algunos requisitos previos, como son la neutralidad


institucional del Estado, el pluralismo político, la democracia y una vida social y política
secularizada. Estaremos así ante una situación que permitirá una combinación razonable
entre una “ética de las virtudes o de las pasiones” (creencias, preferencias o intereses
personales que pueden ser elegidos libremente) y una “ética de las reglas” (derechos y
deberes fundamentales). Todo es posible pero nada del todo; hace falta conectar los
necesarios deberes internos que se proyectan socialmente y los que derivan de los valores,
los principios y las reglas y que hacen posibles los derechos, los deberes externos, del
Estado o de terceros, recogidos hoy normalmente en las constituciones democráticas, sin
que unos y otros anulen las “pasiones o las preferencias privadas” y sin que éstas sean tan
excesivas o desaforadas que provoquen un daño inaceptable a terceros, que imposibiliten
las de los demás o que violen las leyes comunes de todos. El éxito de los derechos está
también en su alcance limitado: primero porque son universales, o deben serlo, la idea
básica de igualdad. Y segundo porque no podrán consistir en posiciones absolutas o de
máximos que imposibiliten otros derechos o los derechos de los demás. Es la idea de
armonía que preside la configuración moderna de los derechos y deberes fundamentales
expresada hoy en la cultura constitucional a través de la técnica argumentativa de la
ponderación y de la razonabilidad.

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El compromiso con los derechos exige por tanto, en primer lugar, partir de la
aceptación compartida de una moral laica despojada de toda lectura particular, una ética
común que favorece la comunicación, el diálogo, la cortesía y el respeto mutuo entre las
personas a partir de un sano relativismo compatible con las convicciones particulares (esa
ética de las pasiones, de las preferencias o de las creencias). Concede también un gran valor
a la palabra dada que exige cumplir las promesas y los pactos, evita ver al adversario
político como un enemigo substancial, no invade las competencias del otro e interioriza en
la ciudadanía el deber de pagar los impuestos y de obedecer las leyes cuando no van contra
la conciencia individual, y en los representantes políticos, la vocación limpia de servicio
público y de trabajo a favor del bien común o del interés general, sin prevaricar ni
corromperse, sin dominar y sin manipular o envilecer, deberes estos que afectan también,
en una cultura basada en los derechos, a los medios de comunicación.

Estas enseñanzas, presentadas como presupuestos en buena medida, son


fundamentales para tomarse en serio los derechos o para que éstos sean posibles y tengan
éxito en la vida social y en el espacio público. La política ha cambiado (hoy es formalmente
más democrática) pero no lo han hecho tanto –como diría Maquiavelo- “las pasiones de los
hombres”. “El verdadero perfeccionamiento de la libertad –escribirá del mismo modo
Locke- consiste precisamente en gobernar nuestras pasiones”. Por eso las virtudes cívicas
son necesarias para que los derechos sean posibles. Para evitar el abuso, el daño, la
dominación o la violencia irracional o injustificada fuera de la garantista y proporcionada o
humanizada coacción del Estado, un mal necesario que debe tener como objetivo principal
asegurar los derechos y deberes fundamentales, así como el conjunto de los valores
modernos que los acompañan o en los que se fundamentan. No se enseñarán, por tanto,
“virtudes épicas, como en el mundo antiguo, en el que se valoraba la guerra y los
comportamientos heroicos, sino cívicas, de respeto mutuo, de solidaridad y cooperación, en
la búsqueda de la paz, la convivencia, la cohesión social y el bienestar general y sostenible.

Por consiguiente, la enseñanza de los derechos no promueve una excluyente o


solipsista “ética de las pasiones”, ni tampoco, en sentido opuesto, una “ética de las
virtudes” antigua o tradicional que combata el relativismo (en última instancia, la
autonomía individual), dificultando la posibilidad efectiva de elección y aspirando a un

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nuevo objetivismo superior como trató de ofrecernos, por ejemplo, Alasdair MacIntyre en
su obra After Virtue. A Study in Moral Theory. No se trata ni de formar a ciudadanos
egoístas y caprichosos, ni de hacer héroes, santos u hombres ilustres, que deban aspirar
obligatoriamente a vidas ejemplares en el sentido clásico.

Las virtudes cívicas que exige el compromiso ético con los derechos no pretenderán
indagar y proponer modelos de perfección moral, incompatibles con la libertad y con los
mismos derechos y libertades, sino precisamente que podamos elegir libremente (y, por
tanto, responsablemente), que no haya ni amos ni súbditos, ni corruptos, ni siquiera
indiferentes (el idiotés de los griegos). Son virtudes que se cultivan en el espacio común y
que definen modelos ideales de ciudadanos, libres e iguales, así como de honrados
representantes y servidores públicos, en cierto sentido, antihéroes. Por eso, junto el cultivo
de las virtudes será necesario aprender a respetar las leyes comunes, esa suerte de ética de
los derechos y de los deberes (de las reglas y de los principios) en las que nos debemos
situar todos, gobernantes y gobernados, en un sistema democrático. Precisamente, “la
verdadera libertad –escribirá Viroli- será el estado de independencia de la voluntad
arbitraria de un hombre o de una oligarquía y la posibilidad de exigir, junto al riguroso
respeto de la autoridad de la ley, la igualdad de los derechos civiles y políticos”.

En ocasiones, las virtudes cívicas y las leyes aparecerán conectadas directamente, o


unas derivarán de las otras porque no son compartimentos estancos. “Prohibido matar”
ordena la virtud de la no violencia, o la del respeto por la vida de los demás. Cumplir con la
palabra dada, asumir los pactos, obliga (esta es la regla) a seguir las normas previas, las
formas y los procedimientos para cualquier pretensión legal o política reformadora, de
cambio, siempre posible pero nunca fuera de los cauces marcados para ello. Y así
sucesivamente con tantos otros supuestos o casos…

El fundamento último de esta moral básica que exige la enseñanza y la cultura de


los derechos se encuentra en la imprescindible actitud humanista de respeto hacia el otro,
diferente y, al tiempo, igual, hacia sus creencias o convicciones particulares, que incluye
elegir libremente el “bien vivir” y también el “bien morir”, así como en la voluntad de
prevenir o de combatir la violencia ilegítima o desproporcionada de particulares o del
Estado, el fanatismo ideológico, nacional, patriarcal o religioso, las malas prácticas

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institucionales, la corrupción y la prevaricación o, sin más, en general, el incumplimiento
de las normas y de las reglas del juego limpio. Es una moral aprendida, asumida y cultivada
que busca desterrar de la vida pública esas pasiones, debilidades o ambiciones de personas
u organizaciones carentes de la imprescindible conciencia cívica, de la consideración
debida hacia lo que es de todos.

Esta “ética pública de la Modernidad”, en expresión habitual de Peces-Barba,


proyectada sobre las personas y los colectivos en el espacio social e institucional, no
dirigirá ni obligará sin embargo en la vida privada de cada uno en la que podrá regir de
forma dominante una suerte de “ética de las preferencias o de las pasiones” aseguradas
gracias precisamente a los derechos y libertades fundamentales. La proyección de las
virtudes cívicas que necesitan los derechos, además de su reconocimiento jurídico-positivo,
será social, política e institucional y no necesariamente personal o particular.

La enseñanza de la ética de los derechos no es empero lineal o unidireccional, sino


plural y paradójica. Uno de los rasgos permanentes de la Modernidad en la que se fraguan
los derechos a partir de la noción de dignidad humana es precisamente su pluralidad de
fuentes y su complejidad coherente. También en relación con las virtudes cívicas que deben
ser enseñadas e interiorizadas para favorecer la cultura de los derechos: unas corrigen a
otras, se compensan recíprocamente. Por ejemplo: el ámbito de intimidad es “sagrado” e
inexpugnable, decidido libremente, e incluye por tanto pasiones y preferencias, salvo que
éstas impliquen la comisión de delitos (que en ningún caso lo serán por ser antes pecados) o
que allí se cause un daño a otros, estigmatizador, abusivo o desproporcionado. Es un
complejo equilibrio que afecta a las tres éticas entre sí, normas, virtudes y pasiones, y
también a los contenidos particulares de, al menos, las dos primeras, así como al equilibrio
necesario entre los derechos, incluso entre la tipología de los distintos derechos, unos
favorecedores de la intimidad y de la libertad, otros de la igualdad y otros de la solidaridad,
en la común contribución de todos a una vida digna para todas las personas.

Las virtudes cívicas y las enseñanzas humanistas que configuran esta moral
compartida pretenden también suavizar la convivencia, hacernos parcial y suficientemente
compatibles, asegurando un mínimo común denominador que garantice la paz sin renunciar
a la libertad fundamental de cada uno. Esta idea está también en la esencia misma de los

14
derechos. No se trata de encontrar la paz evitando la vida o el conflicto, el camino que
eligió el gran Erasmo, pero tampoco de que la libertad carezca de límites que toleren la
violencia o la desigualdad injustificadas, es decir, la dominación, el privilegio o la
discriminación, que nunca pueden ser opciones vitales o sociales válidas. Las virtudes
cívicas y las enseñanzas humanistas, exigencias éticas que debemos cultivar todos, aún
comunes y básicas no son sin embargo neutrales. No cabe todo porque no existe dilema
moral entre elegir el bien (la paz, la libertad, los derechos humanos…) o el mal (el abuso, la
dominación, el daño injustificado…); el dilema, y el conflicto posible, se produce cuando
hay que elegir entre dos bienes o entre dos males (a veces, en efecto, se trata de optar por el
mal menor o evitar el mal mayor) y las virtudes cívicas y las enseñanzas humanistas que
favorecen la cultura de los derechos ayudan en esta elección en una marco de convivencia
compleja y plural como es el de las sociedades abiertas, mundanas y secularizadas.

Las virtudes cívicas y la enseñanza de los valores humanistas que fundamentan los
derechos aparecen interconectadas y se necesitan unas a otras. El pensamiento moderno es
un pensamiento paradójico y que tiende al equilibrio o a la (H)armonía (hija de Ares y de
Afrodita; su antagónica, la Discordia, se llamaba Eris) y a evitar los extremos o los valores
absolutos o máximos. Unas virtudes o unos valores se entienden gracias a las/los otras/os y
ninguna/o prevalece siempre o totalmente sobre las demás.

Son también virtudes y valores que pueden ser definidos como laicos, no porque no
encuentren un equivalente en los códigos éticos de las distintas confesiones religiosas o de
las diferentes ideologías políticas o concepciones filosóficas, porque sean exclusivas de la
laicidad, sino porque se han desprendido de la lectura particular de aquéllas; han pasado por
un proceso de abstracción racional (no desprovisto de, por un lado, sensibilidad y por otro
de prueba –empírica-) que les permite presentarse como el común denominador válido para
creyentes y para no creyentes especialmente en su condición de ciudadanos y de personas
dueñas de su vida privada. Los derechos humanos son ciegos frente a las distintas
concepciones del bien, de la virtud, del placer o de la salvación, filosóficas o religiosas,
salvo cuando algunas de éstas son cercenadoras de la libertad o generan desigualdad
(injustificada), abuso o discriminación.

15
La democracia basada en los derechos debe ser (debería ser) un modus vivendi en el
espacio público y en la vida social, una forma de relacionarse con los demás, incluso de
reconciliarse (paz), de no sentir como ajeno nada que le afecte al otro de una forma
relevante (solidaridad), de entender el poder y la vida social como un espacio para la
convivencia (para el respeto y la tolerancia), de desarrollo libre, personal y colectivo, con
igualdad de oportunidades, cooperación y cohesión social. Es la cultura completa de los
derechos, que requiere que sea compartida socialmente e interiorizada individualmente.
Éste es el propósito fundamental de la enseñanza de los derechos fundamentales en este
segundo sentido, como formación cívica y como compromiso ético y político.

Evidentemente se trata de un modelo exigente de democracia basada en derechos,


nada fácil de convertir en realidad. Es un ideal que debemos perseguir aunque nunca lo
alcancemos del todo. Lo importante es el camino y el propósito, que diría Séneca.

Como requisito instrumental, se necesitará de esa formación cívica que vengo


concretando, desde las escuelas, la imprescindible educación política en sentido amplio
(para convivir en la polis) llamada también “para la ciudadanía”, alejada tanto del
adoctrinamiento como de la indiferencia y que en nuestro tiempo incluye la educación en
derechos humanos. Significa la educación en todas sus formas y desde diferentes y
complementarios ámbitos, desde la Escuela primaria y secundaria hasta las asociaciones
culturales y las universidades, con una divulgación del saber que comprende las ciencias y
las humanidades, la especialización y las enciclopedias generalistas de acuerdo con el
ejemplo de la Ilustración 1 y con el propósito final de que el ser humano renuncie a los
dogmas y a las fórmulas mecánicas o irracionales que, o le llevan al fanatismo o, sí, le
hacen quizá más fácil y cómoda la vida, pero le impiden pensar por sí mismo, vivir sin
andaderas en el sueño de Horacio reproducido por Montaigne en la “Educación de los
hijos” o por Kant: sapere aude, atrévete a saber! “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán
de mi alma” en el conocido poema de William E. Henley que divulgó Clint Eastwood en su
hermosa película Invictus recordando que Nelson Mandela lo llevó escrito en un papel

1
Singularmente la Encyclopédie de D’Alambert y Diderot publicada en varios volúmenes y con la
participación de numerosos autores que buscó abarcar la totalidad del saber y el conocimiento humano, en
Humanidades, en Filosofía, en Economía, en Derecho o en Ciencias naturales.

16
durante toda su estancia en la cárcel. En 1509, Jean Colet y Erasmo de Rotterdam fundaron
en la Catedral de San Pablo de Londres la Saint Paul`s School con el mismo propósito: un
centro en donde se animaba a la crítica y al pensamiento autónomo a partir de la lectura
directa de la Biblia, sin intermediarios ni dogmas. Como escribió Peces-Barba, “la
educación se dirigirá a fomentar y a desarrollar la idea del hombre y de su protagonismo en
la sociedad y en la historia, para hacerle dueño de su propio destino”, consolidando la idea
fundacional de los derechos humanos: la (igual) dignidad humana de todas las personas.
Autonomía, pluralismo y reglas del juego compartido para hacer un mundo más seguro,
libre y justo.
Sin embargo, la seguridad total no existirá. Tampoco eligiendo la libertad y
asegurando los derechos fundamentales. La seguridad nunca es absoluta. La máxima
posible y al tiempo legítima la ofrecerán las normas y las instituciones democráticas, los
derechos y los deberes compartidos. Pero la vida seguirá siendo incierta en la medida en
que cada uno debe elegirla y arriesgarse a vivirla, sometidos como estamos a la buena o a la
mala suerte o al mejor o peor aprovechamiento de las oportunidades, que en todo caso
deben ser iguales o al menos aspirar a serlo, como sostuvo J. Stuart Mill o en España
Fernando de los Ríos. También nuestra seguridad dependerá de la acción de los demás, del
respeto mutuo o del afán por dominar que tengan o tengamos, de su bondad o de su maldad
y de la nuestra. Aquí la educación para la ciudadanía y para los derechos humanos tiene un
papel fundamental aunque no sea infalible: formando, mejorando la voluntad y el carácter
de las personas, comprometiéndolas con el destino de los otros, sin adoctrinar pero sí
ayudando a conformar una personalidad altruista, con valores, humanizándolas desde el
respeto al gobierno de las leyes comunes y democráticas, subrayándoles la superioridad
moral de la libertad, la igualdad y la solidaridad frente a la opresión, la discriminación, la
violencia o el egoísmo. “Si suponemos cultivados en grado sumo los sentimientos de
fraternidad para con los seres de nuestra especie, pasados, presentes y por venir –escribirá
Mill-; de veneración para aquellos que en el pasado y en presente lo han merecido, y de
devoción por aquellos que habrán de venir; (si suponemos) una educación moral universal,
en la que se haga de la felicidad y de la dignidad de ese cuerpo colectivo el punto central al
que habrán de tender todas las cosas…, sería suficiente para aliviar y guiar la vida
humana”. “Ahora bien –concluye el mismo Mill-, esto sólo podría ser así suponiendo que la

17
religión de la humanidad se apoderase del género humano con una firmeza y un poder para
modelar sus usos, sus instituciones y su educación, tan grandes como los que han poseído
en muchos casos otras religiones”.

La educación en ciudadanía y en derechos humanos, esta educación moral laica y


universal, así como la formación y el conocimiento social y científico (no escolástico ni
dogmático) serán necesarios para hacer realidad la proyección subjetiva de los valores
modernos, condición cultural del Estado democrático, de Derecho y con derechos, por
decirlo de otra manera. Para vivir y dejar vivir; para ser conscientes de nuestros derechos y
de nuestras obligaciones; para practicar la libertad con respeto al discrepante, al diferente,
al disidente (etimológicamente, el que se sienta en otro lado) o al heterodoxo; para moderar
nuestro natural egoísmo o para civilizar o templar nuestra opinión y juicio sobre los demás,
que será crítica pero no destructiva, aniquiladora, alejada de ese afán por calumniar de
acuerdo con Ramón Andrés en Pensar y no caer, o de lo que hoy llamamos posverdad, el
predominio de noticias falsas o sin más de la burda mentira. “Podemos discutir, atacar,
rechazar, condenar con pasión…, pero no podemos exterminar o sofocar” dirá I. Berlin en
el prólogo a Sobre la Libertad, de J. Stuart Mill.

También servirá para pensar por nosotros mismos y para ser dueños de nuestras
vidas, para combatir y superar el miedo y para renunciar a la violencia, para vivir la vida de
forma autónoma y responsable o para no dejarnos cegar por el odio de doctrinas o
ideologías, políticas o religiosas. También para ser resilientes, la autonomía en su sentido
defensivo, para volver a nuestro ser, a lo que realmente somos, frente a los infortunios, la
adversidad o los golpes de la vida o de los otros, frente a la voluntad ajena de dominarnos,
de someternos, de cambiarnos, de subyugarnos o de humillarnos. Quizá uno de los grandes
ejemplos en este sentido se encuentre, en efecto, en la vida de Nelson Mandela, en su afán por
resistir sin rencor, con una fuerza moral que le permitió ser como era, “negro por naturaleza y
orgulloso por elección”, y no ajustar cuentas después, actuando con grandeza y generosidad.

La educación para la ciudadanía y los derechos humanos se concretará por tanto en


la enseñanza de una moral pública laica compartida, es decir, en el estudio del Derecho de
los derechos humanos y de los valores superiores de libertad, igualdad, solidaridad y
seguridad (imperio de la ley). Se promoverá de este modo una ciudadanía activa, cultivada,

18
formada e informada, responsable, igualitaria entre hombres y mujeres desde las mejores
enseñanzas de Condorcet o Mary Wollstonecraft, ilustrada, crítica, alejada de la ignorancia,
de la superstición o del fanatismo religioso o ideológico, participativa, consciente de sus
posibilidades (competencias), también inclusiva, abierta a todos (también a los no
nacionales) respetuosa, equilibrada entre creyentes y no creyentes, con espacios, los
públicos-institucionales, de escrupulosa neutralidad, junto a otros de identidad o de
profesión de fe, éstos siempre fuera de los organismos oficiales y de los poderes del Estado.
“Los ciudadanos de la república – escribe en este sentido Walzer definiendo lo que llama
“tolerancia moderna”- toleran a los individuos de la minoría considerándoles como
conciudadanos suyos, con independencia de su religión o etnia, y tolerando los grupos que
formen, en la medida en que sean asociaciones secundarias (en el sentido más fuerte)”. Sin
perjuicio de que esa tolerancia hoy se ha transformado en Derecho, en derechos, lo cual
normativamente es muy relevante, al menos en la teoría y en las normas positivas, la idea
básica sigue siendo válida. El elemento común es la igual condición de todos los seres
humanos, una ciudadanía plenamente incluyente todavía por hacer pero que coincide con el
proyecto Ilustrado que debe ser expansivo no sólo en un sentido racional, los imperativos,
sino también espacial y efectivo, potencialmente por tanto cosmopolita y universal.

Todas las personas que tengan un vínculo estable con el Estado serán igualmente
ciudadanos, mientras que la condición de católico, musulmán, judío o ateo, posible y
legítima, tendrá siempre un carácter secundario, irrelevante para el estatus de ciudadanía y
vinculado al grupo o grupos a los que se pertenece en un sentido primario o substantivo.
“Cuando entran en la ciudad, sin embargo, entran como individuos”, dirá de nuevo Walzer.
También en la Escuela (pública) son ciudadanos, en donde antes que La Biblia o El Corán,
los estudiantes conocerán y leerán a Cervantes o a Shakespeare. O estudiarán aquellos
textos sagrados como expresión cultural e histórica en el marco de una historia de las
religiones, pero no como doctrina a inculcar. Ciencia y conciencia en la expresión de
Rabelais que recoge Fernando de los Ríos. Educación integral, abierta a la cultura y a la
religión pero sin intermediarios ni dogmas. Y aquí aparece otra paradoja: lo que somos o
sentimos que somos, en un sentido primario lo más básico, cede parcialmente en el espacio
común de la polis, de la Escuela o del Derecho para que los otros también puedan ser como
son o como se sientan de forma primaria, limitados también en el espacio público-

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institucional. Los operadores jurídicos, con mayor razón por su poder para determinar la
vida, la libertad y el destino de las personas, interpretarán las normas, y singularmente el
sentido y el alcance de los derechos fundamentales, sin introducir criterios subjetivos,
religiosos o políticos-partidistas, expresión de su moral particular.

La educación para la ciudadanía y los derechos humanos debe promover la ética


política y facilitar la amistad cívica desterrando en la democracia propia del Estado
constitucional la dialéctica de la polarización violenta, la del amigo-enemigo, en nuestro
tiempo una dualidad presentada de forma estructural y a priori que también encontramos en
el denominado “nuevo populismo” y en todo caso en las posiciones extremistas de
izquierda o derecha.

En la misma línea y por las mismas razones, la educación para la ciudadanía y los
derechos humanos debe también promover y divulgar el respeto a las reglas del juego
limpio, incompatibles, por ejemplo, con la corrupción, con la prevaricación, con el abuso de
poder y con la máxima maquiavélica del fin justifica los medios.

Aunque reciba el nombre de “educación”, es lo más alejado (otra paradoja) del


adoctrinamiento, porque su vocación y su razón de ser es justo la contraria: ayudar a que
los ciudadanos se acostumbren a pensar por sí mismos, a tener una actitud crítica ante los
problemas sociales para su mejor solución y a saber ceder sin renunciar a lo fundamental, a
lo que uno es en esencia, para poder convivir con los demás. También nos lleva a la
predisposición para ser convencidos y convencer. Por eso la educación para la ciudadanía
incorpora la retórica como una de sus dimensiones metodológicas, junto, entre sus axiomas
o fines, el patriotismo de las leyes y la religión de la libertad propias del pensamiento
republicano. “Las grandes obras del republicanismo –aquellas por las que se arriesgaron
tantos hombres y mujeres con su compromiso por la libertad- se escribieron para llegar o a
la mente o al corazón de los lectores, por tanto, con fuerza persuasiva”, afirma Viroli.
Educar como enseñar a pensar no sólo requiere informar, o llevar a cabo una tarea
divulgativa o docente de estudios teóricos, históricos, analíticos, técnicos o científicos
(instruir de acuerdo con el primer sentido de enseñar al que me refería al principio de estas
páginas), sino también vincular a los estudiantes con los valores humanistas y modernos,
persuadir, conmover y estimular, mover a la acción e introducir la semilla de la libertad, del

20
amor por vivir sin ataduras impuestas, sin tutores, es decir, la repulsa hacia la tiranía en
cualquiera de sus formas, incluida la que podría practicar uno mismo con los demás,
también la prohibición del maltrato animal en un reconocimiento suficiente de quienes nos
acompañan en este mundo. La virtud civil es exigente en este sentido y es también una
virtud del deber, de los deberes y no sólo de los derechos.

La educación para la ciudadanía y los derechos humanos tratará asimismo de


combatir la mediocridad y la burocratización excesiva. Uno de los riesgos hoy que afecta
directamente a la formación de jóvenes y adultos es el de su vulgarización, en este caso no
por la especialización excesiva (que es otro signo negativo de nuestro tiempo en este
ámbito), sino por la igualación universal por abajo, por la burocratización, por la
uniformización de los modos de vida y por el exceso de mediocridad, a veces incluso
elevada a modelo o patrón a imitar. Se quiere sustituir el clasismo que deriva de un modelo
elitista mal entendido y se cae en la vulgaridad. Es en buena medida el resultado de la
influencia de una opinión pública en una sociedad de masas capitalista, de una democracia
comercial, con fácil acceso a los medios de comunicación y con la primacía de criterios
como el éxito inmediato, la popularidad a toda costa (incluso desde el exhibicionismo más
primario) y por cualquier extravagancia, el hedonismo máximo que conduce al consumismo
voraz o al enriquecimiento rápido o al culto a la imagen. Los debates televisivos son un
buen ejemplo de este nihilismo moderno y contemporáneo en los que prevalece el grito y la
violencia verbal como “argumento” decisivo, o la forma frente al fondo, y en donde se
puede ser un perfecto ignorante y hablar con rotundidad y arrogancia incluso contra los
hechos y los datos. La enseñanza de la cultura de los derechos, aquí también en el primer
sentido, como instrucción y conocimiento, aparece aquí de nuevo como necesaria.

También la vida contemporánea en lo que tiene de inmensa maquina burocrática, no


sólo en relación con el Estado, sino también de las grandes empresas multinacionales, se ha
convertido en un serio desafío para la primacía de la cultura de los derechos. El sentimiento
de impotencia que provoca o el aislamiento social y la soledad que genera pese a estar
permanentemente “conectados” en un mundo global y virtual puede estar también detrás de
cierto agotamiento de los ideales ilustrados que dan soporte intelectual y filosófico a la
cultura de los derechos, valores e ideales interpretados como demasiado fríos y racionales,

21
y de una cierta vuelta al homo religiosus, especialmente en el mundo islámico, en EEUU y
en Latino América. La educación para la ciudadanía y los derechos humanos, es decir, la
enseñanza de la práctica de la libertad de forma responsable que reduciría al máximo los
casos de paternalismo jurídico justificado, que requiere respetar y escuchar al discrepante,
vuelve a ser fundamental en este punto.

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