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El capítulo de Ferneli

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eLibros Editorial, Iván Correa
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Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.

© 1992, Hugo Chaparro Valderrama


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8877-19-8

Licencia Creative Commons: Reconocimiento-No Comercial- Compartir Igual, 2.5 Colombia. Se


puede consultar en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co

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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

EL CAPÍTULO DE FERNELI
De la cartelera de Ferneli
Noticia
I
Nuevos indicios
II
El año de la peste
III
Los ministros del miedo
IV Comerás a tu prójimo
Archivo del Crimen
V
El gran sueño
Ferneli vuelto a visitar
Adivine el personaje – Solución
Para los protectores de los
Laboratorios Frankenstein,
Ernesto y Elvia,
y para el arcángel de los
mismos,
Genoveva-La-Mar
De la cartelera de Ferneli:

Soy muy cínico. No creo en la Percepción Extrasensorial o en espíritus o en


platillos voladores. En lo que sí creo es en la capacidad de la mente humana para
crear objetos de miedo: ¿Qué es más aterrador, por ejemplo, que el monstruo de
Frankenstein? Lo que hacemos nosotros, los escritores de literatura fantástica, es
crear substitutos de miedo en los cuales creer.
Todos los escritores de literatura fantástica que conozco, tienen una manera de
lidiar con sus propios temores y fobias. Un escritor se pasa la vida siendo su propio
psiquiatra.
Charles Beaumont

Los criminales consagrados viven en el extremo de la civilización, donde los


modales y la ética se simplifican y el impulso subyacente de nuestros orígenes
tribales, primitivos, se abren paso. Mi vida personal, la cual ha sido segura y
convencional, quizá me haya hecho poner más atención en los misterios de la vida
más allá de los límites.
E. L. Doctorow

Nota del autor:


Todos los personajes son tomados de la vida real. Cualquier
coincidencia con la ficción aquí narrada es puramente accidental. Y siguiendo
el proverbio de Caín, aquí empiezo, Showtime!
Nota 1.
Noticia

Uno de los casos tal vez más desconcertantes que se hayan dado nunca entre
la comunidad cinéfila de Bogotá, sucedió hace ya algunos años, en el mes de
julio de 1979, cuando David León, joven bogotano residente en el barrio La
Soledad, terminó colgándose en uno de los baños de su casa –parece que en
medio de un ataque de locura–, luego de asistir a una sesión fílmica en
lugares insospechados, vislumbrando apenas la luz del día. En aquel
entonces, la prensa capitalina sólo le dedicó al tétrico suceso un espacio
mínimo, absurdo, el de un clasificado, siendo presentada la noticia como otra
de las muchas tragedias policiales que caracterizan esta ciudad. Sin embargo,
el caso de David León, como se ha podido comprobar, estuvo rodeado de una
serie de circunstancias extrañas que nos han llevado a considerar este asunto
como algo más que una simple crónica roja.
Según palabras de su madre, María Helena Enciso vda. de León, David
llegó a su hogar el día 25 de julio de 1979, alrededor de la medianoche,
evidenciando un terrible cansancio y un estado de ánimo “que no puedo
calificar de menos que de abatimiento”.
“Sentado en la cama, a mi lado, sin dejar que encendiera la luz ya que,
según él, a esa hora sufría una extraña transformación, David me contó una
tras otra las películas que había visto en el día. Pero gracias a ese instinto que
a nosotras las madres nunca nos miente, ni nos falla, ni nos deja
abandonadas, noté que mi hijo atravesaba por una de sus crisis habituales,
espantosas, padeciendo un pánico que en cualquier momento podía llegar a
transformarse en la peor de las melancolías, algo en realidad temible. En la
oscuridad del cuarto apenas se escuchaba el hilo de voz que salía de la
maltrecha humanidad de mi hijo y, aunque no puedo decir que hablo con la
verdad en la mano, en un momento llegué a pensar que se encontraba
sollozando allí, entre las tinieblas, mientras intentaba hablar con dificultad,
entrecortadamente.
”Le pregunté si el recuerdo de su padre lo volvía a atormentar o, como él
decía, ‘retornaba de su tumba su desfigurado espectro’, como quedó mi
marido luego del accidente que le causó la muerte. No contestó a mi pregunta
y permaneció en silencio, pienso que tratando de calmarse, obligándome a
escuchar, de vez en cuando, un sonido entre gruñido y gemido, algo que
nunca antes había oído en mi hijo ni en mortal alguno de esta tierra. Por fin,
cuando tal vez el pobre no pudo aguantar más, sentí que se agachaba hasta
quedar su rostro cerca al mío, expeliendo un olor que no podría definir con
exactitud, dándome un beso que dejó en mí una sensación extraña, como si
me hubiera tocado, y siento tener que decirlo pero no puedo engañarme, una
especie de batracio enorme... Después salió de la habitación, lentamente,
como si se arrastrara, y fue al otro día cuando lo encontré muerto por su
propia mano en el baño donde decidió terminar sus días”.
Según las autoridades que se apersonaron en la residencia del occiso, la
fetidez que se respiraba en el lugar era insoportable. “Fue precisamente una
vecina la que nos llamó al pensar que el olor proveniente de la casa era a
todas luces sospechoso”, manifestó el coronel Sánchez Ferro, quien se
encargara en esa oportunidad de llevar a cabo la investigación.
Uno de los muchos aspectos que asombran de este caso, es la charca que
se encontró a los pies del ahorcado. Los laboratorios de la policía nunca
pudieron determinar qué tipo de sustancia era aquella que goteaba del
cadáver a la tina del baño, la cual presentaba una especie de parche un tanto
verdoso en la superficie sobre la que cayó el líquido.
En la declaración firmada que se encuentra en los archivos de la policía,
Moisés Leal, director del Departamento de Farmacología y Química y a quien
se le consultó acerca de la sustancia para tratar de establecer su naturaleza
específica, dejó consignado “que se trataba de una mezcla con alto porcentaje
de elementos alcalinos, fundamentalmente rubidio y cesio, a los que se
agregaban en cantidades inusitadas el hidróxido de aluminio, la simeticona
(metilpolisiloxano activado) y el hidróxido de magnesio, componentes estos
que nos permiten determinar el porqué de la textura lechosa del fluido en
cuestión. Así mismo, se encontraron ácidos en las sustancias tales como el
ácido arsénico y el ácido cianhídrico o prúsico, ambos bastante venenosos,
por lo que podríamos inferir que las funciones vitales del occiso se vieron
afectadas al ingerir este una sustancia altamente venenosa. Se logró
determinar igualmente la presencia en pequeñas cantidades de un líquido
incoloro y de olor picante, muy parecido al acido fórmico, aunque de
características radicalmente diferentes. Las reacciones que presentó la mezcla
en su exposición a la lámpara de Wood, dieron como resultado una
fluorescencia malva encontrada en la intersección de dos hilos de la tela del
pantalón que tenía puesto el cadáver. No podría definir con exactitud qué
clase de materia fue la que manó del cuerpo del occiso ya que en esta
sustancia hay una serie de incongruencias orgánicas incomprensibles desde
todo punto de vista en un medio ambiente como el que tiene el planeta. De la
misma forma, el hecho de que el líquido horadara unas pulgadas de la
superficie marmórea sobre la que se precipitó, y que a su vez el cuerpo no
presentara ni marcas ni quemaduras de ningún grado en la piel, nos permite
concluir que el individuo en cuestión tenía una constitución epidérmica capaz
de resistir altas temperaturas. Una muestra de miosina extraída del extensor
del dedo gordo de uno de los pies del cadáver, no se diluyó sino hasta
muchos días después de sumergida en una solución de agua acidulada con
ácido clorhídrico. Actualmente, la prioridad del Departamento de
Farmacología y Química, es la de establecer la naturaleza y composición del
fluido, por lo que este informe puede tener modificaciones sustanciales en la
medida en que la investigación arroje nuevos resultados”.
El doctor Leal fue retirado del caso. Sin embargo, el hombre de ciencia
siguió llevando a cabo, por iniciativa propia, una serie de experimentos para
intentar resolver el misterio que representa la composición química a la cual
se le ha llegado a atribuir su desaparición, acaecida en el laboratorio de la
policía ocho meses después del suicidio de David León. Según lo relató uno
de sus ayudantes, quien se encontraba trabajando en el mismo laboratorio a
avanzadas horas de la noche del 12 de marzo de 1980, “eran
aproximadamente las 00:30 cuando escuché un ruido de cristales rotos en la
dependencia en la que se encontraba trabajando el profesor Leal. Su puerta
estaba cerrada con llave, por lo que me limité a preguntarle si se encontraba
bien. La única respuesta que recibí del interior del cubículo, fue un silencio
un tanto estremecedor. Después de aguardar un rato, volví a llamar al
profesor, escuchando en esta oportunidad una suerte de gruñidos en medio de
los cuales alcancé a distinguir su voz pidiéndome que me marchara:
”–Aléjese de aquí... se lo suplico... no trate de entrar...
”Le pedí al profesor que me explicara lo que estaba sucediendo allí
dentro y él volvió a implorarme:
”–Por favor, si aprecia en algo su vida, abandone el edificio cuanto
antes, más tarde podría lamentarlo...
”La voz del profesor había cambiado perceptiblemente, sonaba rasposa,
jadeante, confundiéndose cada vez más con los extraños gruñidos cuyo
origen jamás podré saber con certeza a qué se debían.
”Cuando logré violentar la puerta me enfrenté a un espectáculo caótico:
el laboratorio estaba completamente destrozado, en la atmósfera se respiraba
un olor penetrante, altamente azufrado, que dificultaba la respiración... Una
sustancia viscosa se extendía por el piso, como si un molusco gigantesco se
hubiera arrastrado por el lugar, dejando un rastro que llegaba hasta una de las
ventanas superiores de la habitación... Allí vislumbré, en medio de las
sombras, una visión de pesadilla... Adherida contra el vidrio, agazapada entre
la pared y el ángulo que formaba esta con el techo, se encontraba una masa
amorfa que se contraía y alargaba al ritmo de su respiración inflando su piel
como si le faltara el aire... No tenía tronco ni extremidades... De color
cambiante, pasaba de ser una mancha violácea que se expandía, a una suerte
de gelatina opaca, oscura y desagradable. Un resuello quejumbroso, algo así
como un silbido apagado, llegaba hasta mis oídos cada vez que aquella cosa
se esponjaba, se hinchaba abriendo los poros y volvía a recogerse... En medio
de estas metamorfosis, y como si fuera una baba dentro de la baba, alcancé a
ver una hendidura diminuta desde la cual me sentí observado, como si el
engendro aquel me estuviera mirando con un ojillo minúsculo, estudiándome,
aguardando...
”A pesar del aturdimiento en el que me encontraba, llegué a percibir que
‘la cosa’ tenía vergüenza de sí misma, que no quería que la observara, como
si esto le produjera, al mismo tiempo, odio y temor... De su ‘cuerpo’ se
desprendió una sustancia que parecía corrosiva, extraña, como si fuera agua
regia, más violenta que el agua regia, que ardía por sí sola diluyendo lo que
encontraba a su paso... El vidrio se estaba quebrando y la atmósfera era cada
vez más pesada... Un gemido estridente y agudo me empezó a aturdir los
sentidos, como si alguien allí a mi lado estuviera padeciendo un espantoso
dolor... El sonido iba aumentando al mismo tiempo que la criatura se
inflaba... Su piel tomó nuevos tintes... Se me antojó que el esfuerzo la había
hecho palidecer... Que estaba tratando de huir... Parecía presionar con su
cuerpo la parte de la ventana que estaba en contacto con él... El muro, de
forma extraña e inexplicable, estaba siendo horadado... Todo parecía irreal...
Un ruido de cristales rotos suplantó la estridencia que me tenía atormentado,
y el silencio y un viento helado que inundó el lugar, fueron lo último que
sentí antes de caer por fin, totalmente desvanecido...”.
I

Asesinado espectador de cine en teatro céntrico de la ciudad


BOGOTA, 29.- Ayer, en horas de la tarde, durante la función vespertina del
teatro Enzio, un hombre dio muerte a su vecino de butaca propinándole seis heridas
mortales con arma blanca en circunstancias aún no esclarecidas por las autoridades.
El criminal, posiblemente en estado de enajenación mental, se ensañó en particular
con los ojos y la lengua del occiso, huyendo luego de perpetrar el macabro hecho
sin dejar rastro alguno. La víctima responde al nombre de John Restrepo, oriundo
de Venecia, Antioquia, de profesión comerciante. Los agentes del orden dijeron
estar desconcertados ya que, como concluyeron luego de exhaustiva pesquisa,
“nadie vio nada”.

Ferneli dejó el periódico sobre sus rodillas, se miró en el espejo que tenía al
frente, cerró los ojos, contó hasta diez y se levantó de un salto. Desde su
apartamento veía la ciudad, allí, a sus pies, opaca y conmovedora bajo un
cielo que anunciaba lluvia. Recordó las branquias en el cuello moviéndose al
ritmo de su respiración, y de nuevo tal agalla le hizo gracia. Fue a la
biblioteca, escogió un libro y regresó con él al baño. Sentado, leyó; “Por una
parte, el hombre es semejante a muchas especies de animales en que pelea
contra su propia especie”, observa el etólogo Niko Tinbergen. “Pero por otra
parte, entre los millares de especies que pelean, es la única en la que la lucha
es destructora... El hombre es la única especie que asesina en masa, el único
que no se adapta a su propia sociedad”. Dejó escapar un suspiro de alivio,
releyó la frase y se retiró después de soltar el agua. El sonido fue apagándose
al otro lado de la puerta mientras Ferneli se paseaba por la habitación con un
dedo señalando la página del libro. “Otros niegan que el hombre sea una
criatura movida por instintos. Refutan la teoría de que la crueldad pueda
haber ayudado a la especie humana en tiempos remotos. El canibalismo es así
una deformación que, precisamente, amenaza con extinguirla. Las tendencias
destructivas brotan de una clase enfermiza de carácter. El canibalismo
aislado, el que se registra en medios sociales donde dichas acciones
contradicen las costumbres y la sensibilidad de la gente común, provendría de
una extrema patología necrofílica” (nota 2).
La lluvia empezaba a golpear en la ventana. La congestionada
humanidad de unos atletas y el paso solitario de algún auto ocasional, eran
los únicos movimientos perceptibles en la avenida. Pensó en el pánico, el
terror del parroquiano del teatro al sentir su rostro hecho una máscara.
Pasando de la imagen que veía en la pantalla a una oscuridad inmediata,
mudo, sin poder siquiera protestar cuando lo alcanzaba la muerte. Las partes
mutiladas parecían rituales, órganos de un sacrificio hecho en el lugar
equivocado, como si el sacerdote hubiera girado su mano en otro tiempo,
degollando con el cuchillo de obsidiana a un mortal que en el futuro no sabría
nunca a qué se debió la coincidencia.
Ferneli colocó la noticia en medio de otras similares que mostraban en
una cartelera una faceta variada del estilo al que había llegado la ciudad:
“Aumenta pánico infantil por noticieros de TV”, “Canibalismo urbano.
Mutilan víctimas de guerra entre bandas”, “Matar bailando. Asisten a reunión
cívica y son liquidados por pistoleros”, “Payaso se tira de un quinto piso”.
Abrió la llave de la ducha dejando que el chorro cayera sobre él, como si se
dopara, respirando debajo del agua mientras caía en estado de trance. Con los
brazos contra la pared, la cabeza entre ellos y el cuerpo inclinado en dirección
del agua, Ferneli se vio a sí mismo como un detective clásico trabajando en
un caso clásico recordando los gestos y el aroma del edificio de carne que
podía haber entrado en una oficina también clásica y también imaginaria, sin
anunciarse, abriendo la puerta sin ningún preámbulo y diciendo con voz
chillona al inicio de un ejercicio de estilo escrito alguna vez por Ferneli
parodiando a Kinsey Millhone y su serie de novelas: “Los motivos por los
que me encuentro aquí”, empezó sin ningún tipo de presentación la gorda que
me robaba el oxígeno, llenando la atmósfera de un olor agrio, “no son de su
incumbencia. He venido simplemente porque necesito ayuda, sin permitirle
que me haga preguntas, no demasiadas”. Miró con displicencia la oficina,
recorriéndola con la vista, dando unos pasitos con los que fácilmente
horadaría las cinco pulgadas de mi alfombra. De nuevo situó toda su masa
frente a mí. “Usted fija el pago, se pone a sí mismo un precio y yo indico de
qué se trata, cómo hacerlo y cuándo, para salir de todo esto con la mayor
rapidez”. Hasta el momento no había pronunciado palabra. Pero alcancé a
notar que tenía una cara mórbida, congestionada por una sucesión de noches
mal dormidas un rostro en el que se paseaba una arrogancia a punto de
quebrarse por el malestar y la dificultad que significaba para ella respirar
pausadamente. Ubicada en un mismo punto, empezó a balancearse
suavemente, apoyándose en uno y otro pie como si bailara. Lo único que le
faltaba era una pelota para equilibrar en la cabeza. “El trabajo debe hacerse
antes de la medianoche del jueves”. Miré mi calendario: martes. “Espero que
no esté comprometido. Que pueda disponer de su tiempo. Tampoco es un
trabajo difícil. Posiblemente algo de rutina”. Se posó suavemente en una silla
que crujió. Abrió las compuertas de una inmensa cartera y sacó un pañuelito
con el que intentó cubrirse el rostro antes de romper a llorar. Me moví
cautelosamente en dirección a la nevera, le serví un vaso de agua, y se lo
entregué viendo cómo desaparecía entre sus manos temblorosas, vaciando el
contenido que bajó por una garganta que convulsionaba. “Gracias” alcancé a
escuchar cuando todavía estaba atragantada. Aguardé a que se calmara del
todo para preguntarle: “Ahora, si puedo decir algo, ¿podría describirme con
todo detalle la raza, color y nombre al que responde su perro? ¿O tal vez se
trata de un caso de adulterio y desea algunas fotos? Si la respuesta es ninguna
de las anteriores, ¿tendría entonces que perseguir a su hija, enredada con
alguna banda psicodélica?”. Alcancé a notar que no le hacía mucha gracia,
pero estaba en desventaja. Intentó secar sus ojos perdidos en el fondo de su
cara, guardó el pañuelo y cerró la cartera. Abandonó el estilo con el que había
entrado, y me hizo el relato de su vida: Camila Palacios, madre de un niño
que murió a los pocos días, casada con magnate del café, contrabandista para
más señas, dedicada a la actividad textil, agobiada con la situación del país y
ahora confundida por la ama que le había descubierto a su marido. El
hombre, según comprendí en medio de su lloroso relato, quería acabar con
ella contratando a un pistolero. Bombardearla en su fábrica. Despejar el
panorama que para él significaba la gruesa humanidad de su señora. Pero el
matón, aprovechando el negocio y la renta de un buen negocio, la había
llamado entonces ofreciendo sus servicios a la dama, explicándole la
situación y advirtiéndole que si ella incrementaba la suma que su marido
ofrecía por un crimen que tendría que cometer por un simple asunto de
supervivencia, liquidaría al consorte de la dama que, en ese momento, en mi
oficina, estaba más confundida que nunca. Mientras Ferneli se frotaba con la
toalla, recordó el final de aquella historia. Sucedía en la clase de juzgados que
atendiera alguna vez asistiendo a los dramas y las farsas de audiencias
públicas donde hallaba los asuntos y los temas, las temáticas y el material en
bruto que luego usaría en sus relatos. Con el tiempo descubrió que en tales
casos, las costumbres vampirescas, los ritos cinerarios, el espectro de un
terror extraño, estaban presentes allí más que en cualquier otro mundo, real o
imaginario.

***

Que hacían sacrificios con su propia sangre unas veces, cortándose [las orejas] a
la redonda por pedazos, y allí los dejaban en señal. Otras veces se agujereaban las
mejillas, otras los bezos bajos, otras se sejaban partes de sus cuerpos, otras se
agujereaban las lenguas al soslayo por los lados, y pasaban por los agujeros pajas
con grandísimo dolor; otras, se arpaban lo superfluo del miembro vergonzoso,
dejándolo como las orejas, de lo cual se engañó el historiador general de las Indias
[Oviedo] diciendo que se circuncidían.
Otras veces hacían un sucio y penoso sacrificio: juntándose los que lo hacían en
el templo donde, puestos en rengla, se hacían sendos agujeros en los miembros
viriles al soslayo por el lado; y hechos, pasaban toda la más cantidad de hilo que
podían, quedando así todos asidos y ensartados; también untaban con la sangre de
todas estas partes al demonio, y el que más hacía, por más valiente era tenido; y sus
hijos desde pequeños en ello comenzaban a ocupar [se], y es cosa espantable cuán
aficionados eran a ello.
Las mujeres no usaban destos derramamientos, aunque eran harto santeras; mas
de todas las cosas que haber podían, que son: aves del cielo y animales de la tierra,
o pescados de la agua, y siempre les embadurnaban los rostros al demonio o con la
sangre de ellos.
Diego de Lauda, Relación de las cosas de Yucatán

Aquí estoy, entintado en sangre, hermoso, con el cuerpo azul y de


achiote, mostrándome en la Plaza Grande, exhibiendo mis heridas, como
figura que en vida ya es digna de recordarse, de ser estampada en piedra.
Muchos hablan de mí: Que parezco aquí en la Tierra una estrella encendida,
que puedo ser apreciado como aparición celeste. El aroma del incienso, la
belleza que en mí encuentra todo aquel que me observa, la elocuencia de mi
corazón brotando por mi lengua y mis orejas, son ofrendas para traer
bienestar a los que aquí se reúnen. La angustia nos tiene cercados, casi
muertos en vida. El tiempo que ha transcurrido, ha sido de sufrimiento y
dolor. Lo único que ha florecido, son las ramas de los árboles, cargadas de
ahorcados, muertos felices que así han logrado olvidar trabajos,
enfermedades. La época ha sido seca, las lluvias han inundado otras ciudades,
no esta. El maíz, los grandes pesos de jade, las vasijas y platos decorados de
hermosas escenas, han sido regalos vanos. Sólo quedamos nosotros, no lo que
nos representa y que también es nosotros. Un sacrificio aparente, que hará de
mi alma un árbol, subiendo hasta entrar al cielo, transformándose allí en
pájaro, pájaro que alce el vuelo. Estaré así celebrando, en nombre de los que
queden, de los que ahora me ven, la fortuna que vendrá cuando en la cima del
templo arranquen mi corazón, bañen la piedra en sangre, dejando rodar mi
cuerpo hasta el piso de la plaza, cuando ya me vea andando por un espacio
sin fin. Ni los perros o lechuzas, ni criaturas de mal agüero, podrán enturbiar
la fiesta. Aunque no haya, sido en vida un guerrero admirado, mi cuerpo
podrá ser parte del cuerpo y carácter de aquellos que me mastiquen, cuerpo
en el cuerpo que impide que nuestro rastro termine, que la muerte sea
absoluta. Y mi sangre otra vez correrá, atrayendo beneficios, dejando que el
infortunio sea recuerdo ingrato, memoria de una desgracia que escapará a
nuestra suerte. Aguardo a que entre el cuchillo. Mi rostro ve el cielo y la
noche, recortados por el rostro que se inclina sobre mí, mirando
profundamente en mis ojos, haciendo que escuche un lamento, poco antes de
alcanzar a otros que, como yo, ya no sentirán cansancio, frío o tristeza.

***

Ferneli interrumpió la historia. El citófono aullaba angustiado. Aguardó


a que el ascensor subiera hasta su piso, firmó el recibo, sonrió cordialmente y
despidió al hombre de un portazo.
Leyó el mensaje y quedó desconcertado. Medianamente pasmado.

Supongo que vas a sorprenderte al recibir esta carta. No es precisamente la forma


más indicada, pero me falta valor para decírtelo personalmente.
Sinceramente, no sé cómo explicarte... Nunca te había dicho nada pero creo que
ya es hora de que lo sepas.
Reconozco que he debido decírtelo antes pero, como te digo, me faltó valor...
Ya no es posible ocultarlo más, no quiero engañarte. Tal vez te enojes, pero
confío en que más tarde sepas comprenderme, me perdones y hasta quizás me
agradezcas.
Deseo que esto, que voy a contarte con el dolor de mi alma, no destruya tu
alegría.
¡Olvida y perdona!
Bueno, ya basta de rodeos. Tarde o temprano tenías que saberlo y es mejor que
sea yo quien te lo cuente para así evitar posibles comentarios. Si quieres saber la
verdad, puedes llamarme al teléfono que tú sabes y que aquí anoto por si lo has
olvidado.
“Quién te amó...”

La carta estaba escrita con la letra primorosa de una colegiala aplicada.


El trazo de cada palabra brillaba en el papel como si se tratara de una tarea,
de una plana para lucirse ante un maestro imaginario. Posiblemente fuera una
broma inocente. O el peor de los chantajes. Ninguna de las alternativas se le
hacía razonable. Disfrutaba de una independencia que lo mantenía al margen
de todo lo que para él significaba un tipo de comportamiento cruel o
estúpido. Revisó el sobre. Su dirección aparecía en una esquina del papel, con
el mismo esmero de la caligrafía de la carta. No se trataba de una
equivocación. No conocía a ninguna Carmela. En realidad, no conocía a casi
nadie. No recordaba el número telefónico que aparecía, bajo el nombre de la
dama o de la niña, como una cifra para condenarse.

***

La nota quedó olvidada en medio de otros papeles. La pensaba colocar


en la cartelera, refundida entre las noticias, pero al final la dejó en una mesa
que se fue llenando de revistas y recortes, quedando allí sepultada. Tal vez
fuera otro texto del estilo “esta carta ha sido enviada desde Holanda para
darte suerte. Ha dado la vuelta al mundo nueve veces y hoy te ha tocado a ti.
Por favor, envía 21 cartas como esta a personas que necesiten suerte y
compañía. No la tengas en tu poder más de nueve días. Esto no es broma.
Verás cómo, al cabo de cuatro días, recibirás sorpresas. Está probado, etc.”,
como si una suerte negra fuera a tocar al infortunado que desobedeciera tales
órdenes.
Pero él se conformaba a su suerte. No eran muchos sus amigos pero
tenía suficientes. Su destino no era del todo grato pero se había
acostumbrado. La soledad le fastidiaba sólo de vez en cuando y en últimas la
disfrutaba. Su biblioteca exquisita, la forma como observaba el mundo a
través de la lupa de su erudición, la publicación regular de historias o
artículos con los cuales trataba de aclararse a sí mismo o a un posible lector el
lúgubre panorama que en el momento era norma, lo habían llevado a vivir en
una ficción que se había convertido en su realidad cotidiana. Por las ventanas
de su apartamento veía el gris de un mundo que le resultaba familiar
solamente por la manera como estaba recreado en las lecturas que hacía o por
la forma como lo imaginaba. Tenía la convicción de poder utilizar parte de la
miseria real para escribir historias sobre ella, transformándola a su antojo y
según sus intereses. Así transcurría para él una vida más amable o menos
trágica.
Cuando la nota emergió de nuevo, reacomodándose en la mesa luego de
varios días de un orden sin ninguna lógica, desplazándose hasta quedar
encima de los otros papeles, lo primero que advirtió Ferneli fue el número
telefónico bajo el nombre de Carmela. No la había olvidado pero tampoco la
tenía presente. Era un misterio atrayente, tanto como la carta holandesa.
“Carmela...”. El nombre le pareció el de una actriz de apariencia frágil,
cabello torcido en bucles y rostro pálido, con la blancura de una doncella
etérea, similar a las que flotaban en las pantallas del cine mudo.
Cuando escuchó la voz al otro lado del hilo, la imagen se disolvió
desplazada por un personaje que podía ser algo vampiresco, nada angelical,
pero del que se desprendía una calidez no del todo turbia. Era del tipo “no me
beses, muérdeme”. Hablaba casi en susurros, como si estuviera al fondo de
una caverna disfrutando de un instante erótico. “¿Sí...? Carmela al habla...”.
Al principio enmudeció y trató de colocarse en situación. No se atrevía a
responderle a una aprendiz de masajista y entablar una charla con ella. No
conocía hasta el momento más que un mensaje críptico como la mujer que
jadeaba al otro lado del hilo. Al fondo se escuchaba una melodía susurrante,
suave, y pensó que era del tipo de almas que ambientan con incienso sus
habitaciones, cuelgan tapices que representan la viva imagen de Krishna y se
alimentan de comida macrobiótica.
Engolando la voz con un coqueteo teatral, Carmela preguntó quién
llamaba. Ferneli respiró hondo, miró la nota que tenía en sus manos, y
sentándose, inició la conversación con tranquilidad: “Seguramente ha
esperado mi llamada desde que envió su carta...”. Leyó las primeras líneas.
La música dejó de escucharse. “Pero no sé si la he comprendido, si me ha
confundido o si me quiere timar”. Era el personaje duro, controlado, de
alguna historieta de gánsteres. “No me sorprendí cuando recibí la nota. Me
desconcerté, me pregunté si alguien con ese nombre me ‘había amado’
alguna vez y me olvidé del mensaje”. Parecía que la muerte lo escuchaba sin
parpadear. El silencio era absoluto. “Pero ahora quisiera saber qué es lo que
no puede ocultar más, por qué no quiere engañarme y por qué debo
perdonarla y además agradecerle”.
Todo podía ser tema para algún relato. Conectó la grabadora al teléfono
y la luz que indicaba el registro del sonido, titiló bruscamente con la
carcajada estruendosa que le respondió a Ferneli. El aire de sensualidad
barata, el estilo de dama pasional, la imagen que se había hecho de una ninfa
caprichosa dedicada a pulirse con primor y durante horas las uñas, se disipó
en el aire festivo con el cual le replicaron a su parrafada dramática. Una
jovialidad intrigante. Una inesperada reacción. Una voz alegre y risueña que
no se preocupó por aclararle nada. “Se demoró en contestar. Ya estaba a
punto de enviarle otro mensaje”, dijo. “No comprendo”, respondió Ferneli.
Con solemnidad, Carmela leyó parte de la carta. “Ya no es posible ocultarlo
más, no quiero engañarte... Si quieres saber la verdad, puedes llamarme al
teléfono que tú sabes y que aquí anoto por si lo has olvidado...”. La carcajada
volvió a resonar antes de que ella gritara triunfalmente, como si hubiera
ganado en un bingo. “Ahora”, dijo con el tono de voz anterior, impostándolo
de forma teatral. “¿Cuándo podríamos vernos...?”. Ferneli no supo qué
contestar. Sentía que el aire se le escapaba y el corazón le convulsionaba en
el pecho. “¿Cuándo podríamos vernos...?”, preguntó. “Sí”, respondió ella con
firmeza. “¿Cuándo?”. “¿Que yo recuerde no nos han presentado, no me ha
explicado el contenido de su carta, no me ha dicho cuáles son los motivos por
los cuales tengo que verla y me pide todavía que nos encontremos sin saber si
voy al encuentro de una pandilla de chantajistas o corro un riesgo del que no
sabría medir sus consecuencias...?”. “Nada de eso importa. Le explicaré todo
si nos encontramos. No va a perder nada y le puede interesar mi propuesta”.
Todo aquello le sonaba como una cita a ciegas, del estilo “Mujer soltera,
hogareña y responsable, busca hombre maduro. Intenciones serias. Llamar
Marleny”. No sabía qué responder. No sabía si estallar contra la bromista,
contra la supuesta Carmela, o probar suerte con ella. No sabía en realidad de
qué se trataba o a qué se iba a enfrentar. Estaba dudando entre olvidar un
asunto que le parecía absurdo y conocer a la dama que aguardaba su
respuesta. Decidió descubrir qué se traía entre manos y al fin, como si fuera
un autómata, aceptó ir a la cita. Era otro el que hablaba, no él. El lado oscuro
de su conciencia que lo empujaba a ir más allá de todo temor, a fascinarse
con un peligro real o ficticio, a superar sus carencias cuando un personaje
vivía en una pantalla o en cualquier historia, situaciones que representaban
para él dar el gran salto, atravesar el umbral hacia otra dimensión.
Anotó la dirección, concertaron una cita para la noche siguiente, y antes
de colgar Carmela le describió, con la misma alegría y el mismo tono de voz
entre infantil y morboso, la indumentaria con la cual llegaría al sitio.
Petrificado, Ferneli permaneció un instante escuchando el zumbido de la
bocina, como si la dama aquella lo hubiera narcotizado a la vez que lo
envolvía en una trama de la que sólo tenía pistas vagas. No sabía cómo tomar
el asunto. La casualidad o el azar, el capricho de una voluntad que hasta
ahora conocía, habían decidido por él.
El insomnio acostumbrado que padecía cada noche, el hábito
vampiresco que cultivaba desde que el sueño le negara su querido abrazo,
mantuvieron a Ferneli en un estado más alterado que nunca. Caminó por la
avenida en la que otros espectros como el hacían de las suyas mientras la
ciudad dormía. Se esquivaban entre sí, se miraban a distancia y cada cual
seguía su camino. Parecían los convidados a una noche de Walpurgis
emergiendo de sus rincones a lo largo de la calle. Un aquelarre frecuente que
a esa hora se adueñaba de un espacio de nadie. La avenida era entonces algo
parecido a una cripta, una catacumba habitada por figuras que se arrastraban
celebrando su culto nocturno, deambulando en compañía de una muerte
inseparable. Regresaban entonces de un más allá negro, de un pozo oscuro en
el cual no tenían qué perder. Escasamente la vida. Y de hecho así sucedía:
“Vivir y morir en la calle”, “Masacrados por escuadrón de ‘limpieza’”, “En la
Circunvalar: Hallan cuerpo de anciano mutilado”. Un mundo en el que la
felicidad podía estar en el aroma espeso de un frasco, en las sales que
despidiera una goma negra con la cual aturdirse ante una realidad peor, en la
venganza contra un orden o una violencia legal que recaía sobre todos.
Los pasos de Ferneli retumbaban con eco incierto contra los muros
pálidos de las casonas que para él repetían el aire de la mansión de Usher. El
paraje, la legión de zombis, la arquitectura fantasmagórica y el reflejo de las
luces sobre el asfalto mojado, lo trastornaron como si estuviera viendo,
representado en tal escenario, el malestar en que lo había sumido una
situación de la que aún no comprendía nada. El viento que barría la calle
aumentaba el efecto de una cinta de horror. No era supersticioso pero creía en
presagios. Levantó la vista y vio una cortina meciéndose en la ventana de un
hospital de reposo. No tuvo la certeza de haber escuchado un aullido.
Tampoco que la ventana estuviera abierta a esa hora. Incluso la figura que se
contorsionaba y pedía auxilio, podía ser imaginaria. Pero cuando salió de su
asombro y sintió a su lado la presencia de un mendigo que lo observaba con
rostro sonriente y enfermo, quiso escapar de allí, refugiarse de ese
espectáculo, encerrarse en su apartamento desde el cual siguió viendo aquella
procesión lúgubre que se escondería de nuevo cuando amaneciera otra vez.
Poco antes de dormirse, escuchó la tos de los pájaros despertándose en los
árboles.
***

Una voz lo llamaba de lejos. Desde el centro de la tierra. Un alma en


pena suplicando desde su sepultura. Repetía su nombre insistentemente con
un tono que le resultaba familiar. “Descuelga el teléfono...”. Se callaba un
instante, dejando que otra voz, parecida a la suya, dijera: “El número que ha
marcado se encuentra fuera de servicio. Deje su mensaje y en unos meses
responderán a su llamada”, seguido del sonido de un timbre y de la oración
que volvía a repetirse: “Sé que estás ahí, descuelga...”.
Apenas había dormido un par de horas y las imágenes de pesadilla de la
noche anterior aún pesaban sobre su conciencia. Estiró la mano, levantó un
auricular de varias toneladas y todavía entre brumas, le contestó a la voz con
un gruñido apenas comprensible. Un “¿Si...?” salió con esfuerzo de su boca.
Sus labios debían tener un color violáceo. Se movían como si estuvieran
congelados, por completo acalambrados. “¿Ferneli?”, le preguntó una mujer
que podía responder al nombre de Sara, cabello negro, morena, 1,80 de
estatura, cejas espesas y ojos almendrados, oscuros, una fisonomía con la
cual hacía honor a su historia familiar que empezaba en un Oriente cada vez
más lejano, con mercaderes de telas y bazares que ya estaban perdidos en la
memoria o la imaginación, con caravanas de emigrantes, con viajes
legendarios en busca de una fortuna que podía ser elusiva pero que iría
creciendo con el tiempo, con épocas de crisis y dificultades pasajeras, con
todo lo que había hecho parte de un rastro dejado por ancestros cuyos rumbos
se habían encarnado hacia este lado del mar, hasta un lugar en el que
instalaron de nuevo sus tiendas, permitiendo los giros de un destino que ya
pertenecía a la historia de los siglos, que ellos estuvieran conversando en la
madrugada gélida y lluviosa de una ciudad que poco o nada tenía que ver con
las ciudades de sus antepasados, de otro tiempo poblado por espectros que
hacían parte de un recuerdo cada vez más fabuloso.
Ferneli se humedeció las branquias mojándose los dedos en uno de los
vasos de agua que tenía repartidos por el apartamento, acariciándose el cuello
y dejando en él un frío que lo reanimó. Incorporándose en la cama,
advirtiendo que Sara no estaba allí, trató de concentrarse en la conversación.
Hablaba desde otro lugar, desde otro apartamento o tal vez desde alguna
mansión a la que llegara después de abandonar el apartamento de Ferneli en
una historia que podía ser real o imaginaria. Su dama, su personaje querido,
le anunciaba con el tono maternal de un ángel que llegaría tan pronto como él
lo deseara, como un genio o un duende trayendo una sorpresa. “Es algo que
nos puede interesar” Ferneli soportaba la ráfaga con paciencia. Colocándose
una mano sobre los ojos, los fue abriendo lentamente para evitar que la luz le
hiriera las pupilas. Esperaba que su mutismo significara algo para Sara, que la
hiciera interrumpir la indagatoria y le dejara decir algo así como “Te invito a
desayunar” antes de volver a colgar.

***

Un llavero tintineó antes de cerrar la puerta cuando Ferneli ya estaba


preparando algo de comer en la cocina. La figura de Sara era más
conmovedora que nunca. Llenaba con su estatura la puerta y el aroma que se
desprendía de su pelo, todavía mojado y regado con esencias, fue para él
como respirar la paz. Antes de empinarse para saludarla con un beso, Ferneli
agradeció que en un planeta como ese existieran dones como aquel.
Sentada en un rincón de la cocina, encendió un cigarrillo. Era extraño no
ver en sus manos el dedo número once que siempre la acompañaba. Sacó de
su bolso un paquete envuelto en plástico negro y miró a Ferneli con una
expresión que aguardaba su reacción. “Lo que traigo en esta bolsa puede ser
un misterio o ningún misterio o tal vez el fragmento de un muñeco para una
aventura de horror”, dijo mientras introducía cuidadosamente su mano entre
el plástico. “Una aventura oscura, aparentemente extraña, tal vez delirante
pero tal vez real”. Sacó un frasco en el que relucía algo que podía ser una
esmeralda, una joya de brillo incandescente, una piedra que parecía respirar o
simplemente el desperdicio de algún marciano. “Una aventura”, continuó
Sara, “en la que se pueden mezclar, por partes iguales, la ficción o la realidad
más acá de la ficción”.
Ferneli nunca pensó que en uno de los bancos de su cocina fuera a
encontrarse con esta especie de oráculo misterioso que hablaba sin aclarar
nada. Mucho menos que en esas circunstancias tuviera la oportunidad de
observar lo que le parecía un fragmento de cerebro asfixiándose en un frasco,
la deposición de un molusco que, desde su encierro, daba la sensación de
estar vigilándolo. “No comprendo”, dijo con un hilo de voz tratando de
apartar la vista. “Yo tampoco comprendo del todo. Anoche encontré junto a
la puerta el paquete y una cinta en la que un hombre decía, con voz de
moribundo: ‘No desprecie el consejo de un amigo. A partir de este momento
es usted una persona afortunada. La hemos elegido luego de un estudio
cuidadoso y creemos que tiene las características, la personalidad y la
información apropiadas para el trabajo que nos gustaría encargarle.
Seguramente se preguntará por qué no le hacemos entrega personal de
nuestro envío si nos consideramos sus amigos. Pero no tiene por qué
preocuparse. Puede y debe confiar en nosotros. Por ahora le entregamos una
de las pruebas que ha ido dejando a su paso la organización a la que se le
atribuyen los crímenes que han venido sucediéndose con una regularidad y
una frecuencia cronométricas. No sabemos si se trata de una venganza
colectiva, de un culto con intenciones equívocas o de una logia que ha
decidido tomarse la justicia por su propia mano. Hasta el momento no hemos
podido definir con exactitud cuál es el modo de operación y a qué motivos
obedece la escogencia de las víctimas que han caído en la red de estos
crímenes. La situación es confusa y en ella toman parte diversos intereses,
pero estamos recogiendo pistas para averiguar los motivos por los cuales se
han llevado a cabo tales muertes. Y creemos que usted puede ayudarnos. No
queremos presionarla. La vigilamos pero no debe preocuparse. Sólo usted
puede decidirse a prestarnos su colaboración”.
Apagó la grabadora, se alzó de hombros expresando así su desconcierto
y su incredulidad, y le preguntó a Ferneli qué opinaba. “Si es un chiste, no
entiendo. Si es una amenaza, tampoco. Y si entendiera, a quién me debo
quejar...”.
Sara apagó el cigarrillo, salió de la cocina con Ferneli y acercándose a
una de las ventanas del apartamento, le pidió que examinara el contenido del
frasco. “¿No estás exagerando?”, le dijo tratando de disimular su repulsión
mientras ella colocaba aquella cosa a la altura de sus ojos. “Mira sin
parpadear”. El vidrio se empañaba con su aliento. La nata de vapor que se
expandía por el cristal, congelándose un instante, desdibujándose después y
reapareciendo lentamente, dejaba a la criatura tras el velo de un gris
momentáneo. Parecía flotar más allá de la ventana, suspendida sobre la
ciudad como una amenaza o una nube oscura. Ferneli imaginó que estaba
viva. Los contornos del paisaje que llenaba la ventana, se empezaron a
desvanecer. Una luz cada vez más tenue opacaba la mañana. Tuvo la
impresión de estar en un eclipse, de asistir a un crepúsculo temprano e
inexplicable. Una visión, real o imaginaria, en la cual resplandecía la criatura,
titilando en las tinieblas, concentrándose en ella la poca claridad de ese día.
Ferneli entró a otra dimensión. Alucinó como una maga que viera su
destino en una bola de cristal. No podía creer en las imágenes que
presenciaba. La película que se desarrollaba al interior de la masa, registraba
la crónica de los últimos días y de un porvenir incierto. Una especie de
noticiero en el que se sucedían una tras otra las imágenes de la galería
tenebrosa en la que se había convertido la ciudad, las calles de un lugar por
las que cada cual transitaba a la defensiva, mirando de reojo a su más cercano
prójimo, viviendo sus habitantes un terror permanente, similar al que
mostraba, o creía ver, con lujo de detalles, Ferneli durante la alucinación.
Allí estaban las gráficas que acompañaban las noticias de diarios
sensacionalistas o supuestamente objetivos. “Documentos. La explotación del
hombre por la bomba y por el hombre”, “Un relato de Vitey. La pólvora antes
de Jesucristo”, “Aquí no hay derecho a la vida. Habla joven estudiante, hijo
de una de las víctimas” (nota 3). A las riñas callejeras o las muertes
accidentales que caracterizaban el temperamento de la ciudad en ese
momento, seguían los cadáveres que retrataban a diario, en posiciones
estrambóticas, el tipo de reporteros que intentaban mantener así, con sangre
fría y una visión espectacular, un lugar destacado en la primicia periodística.
Era el otro lado del umbral y de los miedos que asaltaban a Ferneli día
tras día, intentando comprender las razones que habían llevado a una
civilización –o lo que se le pareciera–, a honrar y cultivar su propia muerte.
Situaciones dignas de un cómic de horror, una mezcla de novela policíaca y
de terror, en la cual los peores fantasmas de cualquier ficción eran palpables y
reales. La fantasía hecha verdad, la Otra Parte de la que hablara en otros
tiempos un autor de literatura fantástica descendiendo hasta el peor de los
infiernos simbolizándolo en una ciudad imaginaria que ahora, tal vez, era real
para Ferneli (nota 4).
Una ciudad que lentamente recuperó para él su dimensión renaciendo
poco a poco de la neblina inexplicable que la ocultara un instante,
delineándose con nitidez de nuevo en la ventana.
El chasquido de un fósforo al que siguió un ligero resplandor y luego un
hilo de humo, rompieron definitivamente la ilusión de la que regresó a punto
de desmoronarse, tembloroso, con la mirada extraviada y tratando de caer en
un lugar suave y acogedor donde lo arrullaran, por ejemplo, los brazos de una
Sara comprensiva y cariñosa.

***

Lo primero que vio al despertarse fueron sus pies, descansando en el


extremo opuesto de un sofá que parecía estar a kilómetros. No tenía
conciencia exacta del sueño que había padecido, del tiempo que había
transcurrido desde su alucinación hasta ahora, de la forma como había
llegado hasta el mueble en el que se restablecía de su malestar. Giró la cabeza
hacia un lado, como si estuviera reconociendo el lugar, y notó que una mujer
de rostro petrificado, algo marmóreo, lo miraba sin ninguna emoción.
Sostenía un arma en su mano derecha, y la izquierda, cerrada en un puño,
descansaba contra su cadera. Una de sus piernas se adelantaba ligeramente a
la otra, y ambas se apoyaban, con firmeza dándole a toda la figura una
postura expectante, segura, aguardando con cautela alguna reacción de parte
de Ferneli.
Durante el sueño había tenido demasiado y ahora que despertaba lo
aguardaba otra sorpresa. Atemorizado, tuvo la intención de refugiarse tras el
sofá pero el cuerpo no le respondía. Pesaba demasiado y no tenía fuerzas para
moverse. La mujer tampoco se movía y Ferneli la observó con más
detenimiento. Era literalmente “dura”. Confirmó sus sospechas cuando se
percató de que era Gloria. Una mujer muy peligrosa, tierna, inteligente y una
gran actriz. “Logró desafiar a los pandilleros con sus propias armas”, leyó
Ferneli en voz alta. El cartel estaba iluminado por las luces que alcanzaban
con su haz amarillento el lugar en el que la mujer seguía mirándolo desde la
pared. Levantando a duras penas una de sus manos, Ferneli le envió un beso
que sopló desde su mano hasta el afiche. Tal gesto no la conmovió. Seguía
igual de fría y cautelosa que siempre.
Se hizo un masaje en el cuello, notó que sus branquias pedían agua, y
por fin se levantó con el malestar de una resaca o algo similar. No había
rastros de Sara ni de nadie que se le pareciera. Preparó café y regresó al
estudio bebiéndolo a sorbos lentos. Se quedó un rato a oscuras, sentado en la
mesa. Apenas se escuchaba el tráfico de la avenida. Vio la hora en las
manecillas fosforescentes del reloj que tenía en la mesa. Era temprano. Los
vampiros aún estarían acostados. Las peores criaturas o los espectros más
aterradores saldrían más tarde, asaltando a los primeros borrachos. Tenía
tiempo para ir a la cita con Carmela. Colocó el reloj para que timbrara un par
de horas después. Colocándose plazos para escribir, trabajaba bajo presión
evitando que el ritmo decayera. Encendió la lámpara, releyó parte de la
historia que tenía en la máquina y continuó.

***

Así se hacía la muerte sacrificial: con ella muere el cautivo o el esclavo, se llama
este “muerto divino”. Así lo subían delante del dios, lo van cogiendo de sus manos
y el que se llama colocador de la gente, lo acostaba sobre la piedra del sacrificio.
Y habiendo sido echado en ella, cuatro hombres lo estiraban de sus manos y pies.
Y luego, estando tendido, se ponía allí el sacerdote que ofrecía el fuego, con el
cuchillo con el que abrirá el pecho al sacrificado. Después de haberle abierto el
pecho, le quitaba primero su corazón, cuando aún estaba vivo, al que le había
abierto el pecho. Y tomando su corazón, se lo presentaba al Sol.
De Las palabras divinas sobre el ritual, el sacerdocio y los atavíos de los dioses,
versión de Miguel León Portilla

Ya mi sangre es bebida de dioses. Incienso que roza sus labios. Ofrenda


que regocija. Ahora soy el muerto divino, el muerto que emprende el viaje,
libre de toda tristeza. Mi corazón es ahora codorniz que emprende el vuelo,
viaja al Sol, aletea rápidamente para incendiarse allí. Voy a la casa del dios.
Sin piel. Siguiendo el camino del ave, acercándome hacia el que hace el
calor, el niño precioso que iluminara mis días. Mi sangre queda en el viento,
como indicando la ruta, como marcando el camino en el cual otros podrán
guiarse después. En esta casa del águila, voy ardiendo como el fuego. Tal vez
ya sea una estrella iluminando la noche. Una mariposa o una pluma brillante
del aire, corriendo en el templo del aire. Sin sandalias ni adornos, sin jade, sin
flores ni escudo. Un muerto libre, feliz. Vagando sin cargas, desnudo y
blanco luego de regar mi sangre. Podría cantar que he nacido. Podría
responder las preguntas, las reflexiones que inquietan. “¿Se llevan las flores a
la región de la muerte? ¿Estamos allá muertos o vivimos aún? ¿Dónde está el
lugar de la luz pues se oculta el que da la vida?”. Nuestra vida en la tierra es
un resplandor fugaz. La vida del corazón sólo es un breve instante. El llanto y
la aflicción, la partida de un amigo, son dolores pasajeros. Las palabras dicen
así: “Muy cierto es: de verdad nos vamos, de verdad nos vamos; dejamos las
flores y los cantos y la tierra. ¡Es verdad que nos vamos, es verdad que nos
vamos! ¿A dónde vamos, ay, a dónde vamos? ¿Estamos allá muertos, o
vivimos aún? ¿Otra vez viene allí el existir? ¿Otra vez el gozar del Dador de
la vida?”. Sólo en esta eternidad, las palabras permanecen. Sigo viajando con
ellas. Acompañado por ellas, hasta el final de mi viaje.

***

El timbre del teléfono le interrumpió el ensueño. Después de escuchar la


señal del contestador, la voz de alguien que parecía moribundo le dejó un
recado misterioso. “Se enterará de nosotros a través de Sara. En un par de
días o tal vez esta misma noche. No tiene nada qué temer”. Luego colgó.
Parecía una frase de alguna cinta de espionaje. El parlamento de una
trama convencional, a pesar de la forma como alguien quería involucrarlo en
ella. Ferneli empezó a dudar, a peguntarse si estaría viviendo una historia
imaginaria. Un libreto de televisión, un episodio de Rod Serling para La
dimensión desconocida, “El curioso caso de Edgar Whiterspoon o el hombre
que tuvo el destino del mundo en sus manos”. Posiblemente cuando saliera de
su apartamento, el ascensor no bajaría al primer piso, elevándose entonces
más allá del edificio, subiéndolo hasta un lugar inexistente y transportándolo
hacia una pesadilla aterradora.
El día había transcurrido en una franja indefinida, donde no podía
distinguir a qué lado de la realidad, en cuál umbral o en qué parte se
encontraba. Podía estar atrapado en una ficción de horror aún sin saber quién
la estaba escribiendo, quién lo había convertido en su protagonista o por qué
motivos lo perseguían. Devolvió la cinta y escuchó con atención. La voz no
era conocida y el mensaje no tendría ningún significado si Sara no estuviera
mencionada allí. No descartaba que hubieran marcado un número
equivocado, que tal vez se estuvieran refiriendo a otra mujer o que
simplemente él no quería comprometerse. Pero la grabación demostraba que
aquel no era un mensaje imaginario. Incluso la música que se escuchaba más
allá de la voz de esa momia, era similar a otra tonada que quedara registrada
horas antes en la grabación de Carmela. Pero tal asociación fue descartada
por Ferneli. Quería comprender la situación, atar los cabos de una
circunstancia y unos personajes que no conocía, tranquilizarse en medio de la
incertidumbre. Se daba a sí mismo soluciones Precipitadas cuando aún se
trataba de un acertijo con pistas vagas. Quizás este fuera el principio de un
suceso policial como los que padecía cualquier desprevenido ciudadano que
solo hasta el último momento, cuando ya es el cadáver oficial de una
tragedia, un nombre más en la lista de las víctimas, descubre que también él
hace parte de una realidad agobiada por el malestar.
Se levantó de la mesa, apagó la lámpara y esperando lo que le brindara
la mejor o peor de las suertes, se alistó para salir. En el umbral de la puerta,
una nueva tarjeta deslizada con invariable y perpetua frecuencia por su
vecino, decía: “Laboratorios Frankenstein”. Bajo la leyenda, una frase escrita
a mano: “Le deseo suerte. Al fin y al cabo, usted y yo estamos en lo mismo”.
Como si los dos hubieran tenido, al mismo tiempo, las mismas reflexiones
sobre el mismo problema.

***
La discoteca no era un remanso de paz o un oasis para la contemplación.
Tampoco un lugar para morir de alegría. Un personaje con apariencia de estar
bordeando la ruina, le decía a otro en la entrada: “Vi a tu madre ayer pero la
vi muerta”. Una línea apropiada para acompañar el sonido metálico que
retumbaba adentro.
El ambiente era espeso. Una nata en la que se avanzaba con dificultad,
brillando solamente en ella el humo y los vapores que exudaba la multitud. Y
eso ya era algo. En la pista se desarrollaba un combate que podía ser una
danza, una invocación de fuerzas ocultas o un exorcismo con el cual todos
intentaban sacarse el demonio que los habitaba. Las siluetas se confundían
como fantasmas en la oscuridad. Poco a poco se fue acostumbrando a ella y
lo primero que vio con nitidez fue a un gordo del que tuvo primero una
sensación húmeda ya que lo estaba salpicando de sudor mientras aullaba:
“Soy un anticristo soy un anarquista, no sé lo que quiero, no sé lo que soy”.
En realidad viéndolo bien, el hombre no tenía más alternativa pronto se
aliviana de su desesperanza. Un infarto o la alegría que demostraba,
terminarían matándolo.
Ferneli alcanzó, luego de una breve batalla, una mesa ubicada al lado de
la pista. No sabía si el muchacho que se le acercó le estaba pidiendo que
bailara con él o si le estaba tomando el pedido. Le daba igual. Podía traerle
cerveza o sangre No se equivocó. Se esfumó entre las tinieblas y regresó con
un jarro milagrosamente lleno de algo que parecía la muestra gratis de un
muerto. No era una sustancia salada pero tampoco era dulce. Se transformaba
en arena cuando caía al estómago.
De vez en cuando, un miembro de aquella legión de apariencia desolada
se acercaba a Ferneli para pedirle un cigarrillo. Sus dientes relumbraban en la
oscuridad cuando sonreía agradecido y se marchaba de nuevo a bailar sobre
su propia lápida. La botica del Dr. Rock, pensó Ferneli mientras masticaba el
sabroso elixir.
Se había acostumbrado al sonido. No era Simpatía por el Diablo o El
fin, pero no estaba mal. Un cantante, a finales de los años 70, había
extremado el asunto afirmando que el rock and roll terminó con Little
Anthony and The Imperials. Pero ahora se trataba del temperamento de otra
época, que hablaba de otra maldad con otra inteligencia. Y allí estaba Ferneli
escuchándolo. Un estilo que se había convertido en el coto de caza de los
moralistas falsos y de los hombres de bien. En un muro de la discoteca,
Laurel y Hardy le sonreían bañados por una luz verde. Tal vez estuvieran de
acuerdo con él.
Terminó de beberse la masa y aguardó a que el muchacho volviera. Un
enano o tal vez un niño con vejez prematura, lo estaba mirando. Recostado
contra una columna, sostenía en su mano un vaso casi de su mismo tamaño.
Podía esconder una coctelera y varias botellas en el abultado copete que se
había arreglado para aumentar su estatura. Era un maniquí, otro de los
muertos vivientes que pasaban desapercibidos allí. No alzaba el vaso para
beber, no se inmutaba cuando alguien tropezaba con él, posiblemente no
respiraba. El único signo de vida que Ferneli percibía en el pequeño, era la
atención animal con la cual lo vigilaba. “No creo que sea Carmela”, pensó.
La puerta casi se rompe cuando entró un grupo de apariencia neonazi.
Traían estampada en la espalda de sus chaquetas un ave cayendo sobre su
presa. No en vano se llamaban con un nombre tradicional: “Buitres”. Ferneli
no supo si fue entre ellos, tras ellos o antes de que entraran los Buitres, que
venía, tal y como había anunciado, la dueña de la linda voz.
Carmela tenía la figura de una lolita nocturna. En su camiseta, Snoopy
escribía sentado en el techo de su perrera: “Era una noche oscura y
tempestuosa”. Tenía razón el autor. Y la causa era Carmela. Delgada, tenía
antenas por brazos y un cabello como para ahorcarse en él. Caminaba
arqueando un par de estacas que apenas llenaban sus pantalones. Era al
mismo tiempo frágil y enérgica. No tenía la apariencia de ser una vampirella,
una mujer que llenara su tina con la sangre de sus amantes, pero tampoco
tenía el aura de un ángel caído del cielo. Se llevó la mano al pelo, lo apartó
colocándolo a un lado, y Ferneli vio la palidez de su rostro. Un clásico del
terror.
Se dirigió a la barra, saludó a la dama que estaba tras ella, y se trepó en
una banca con la propiedad de alguien que conocía las costumbres, los
veteranos y la maldad del lugar. Arqueando su cuerpo por encima del
mostrador, Carmela atrajo a su amiga pasándole por los hombros uno de sus
bracitos. Gritándole en el oído, tratando de ser escuchada por encima del
estruendo, parecía interrogarla. Ella respondía con monosílabos, leves
movimientos de cabeza o gestos elocuentes que daban pie para que Carmela
prosiguiera con su cuestionario. Ferneli pensó que estaba averiguando por él.
Decidió aguardar un instante. El niño lo estaba mirando pero no le prestaba
atención. Estudiaba con cuidado los movimientos de Carmela, sintiéndose
algo así como un detective de quinta.
Cuando terminó la charla, ella bajó de la banca y se sentó en una mesa.
Saludó con un beso que hizo resplandecer de alegría al mesero, le echó un
vistazo al lugar y encendió un cigarrillo. El querubín le tomó el pedido, se
desvaneció y regresó después con un jarro de la pócima. Luego reinició su
desfile con el contoneo y la agilidad que le evitaban morir atropellado en la
pista.
Carmela se dio su tiempo. Se levantó a bailar y la forma como lo hizo
conmovió del todo a Ferneli. Parecía un ritual. Dejaba caer por delante su
mata de pelo, escondiendo por completo el rostro en él. Inclinaba levemente
la cabeza y se balanceaba suavemente al compás de su propio ritmo. El velo
de su cabello la hacía ver como un monje, un sacerdote reconcentrado en su
éxtasis, desplazándose en el aire con un vuelo casi imperceptible. Nadie se le
acercaba. Nadie la interrumpía o se atrevía a aullar a su lado. Nadie hubiera
rociado su bebida con sustancias extrañas que la hicieran alucinar o hicieran
de ella un ente. Era la paz del Tao entre aquella turbulencia. Algo fuera de
lugar.
Ferneli observó el espectáculo sintiendo un vacío interior. El mundo se
había detenido o marchaba lentamente. La música era suave, se podía
acariciar. Era una balada o un ruego, una súplica de compasión, una tonada
que en esos momentos Ferneli le habría cantado a la aparición de esa noche.
Se empezó a levantar de la mesa. La única luz que veía en ese local oscuro,
era la que despedía Carmela de su cuerpo incandescente. “Una noche oscura
y tormentosa”. Pero sus náufragos podrían consolarse dirigiéndose hacia ella.
Ferneli se tambaleaba. Pisaba una superficie inclinada y su cabeza era un
horno. Levitaba en una embriaguez que le parecía enfermiza y lo hacía sentir
eufórico. Estaba bajo el volcán, tratando de sostenerse. “Allí ardía un cerebro
intoxicado” (nota 5). Un borracho es un borracho es un borracho... Veía a
Snoopy, al mismo tiempo, distante y cercano. Estiró su mano para acariciar al
perro, para advertirle a Carmela que era a él a quien buscaba, para escuchar
de nuevo aquella voz intrigante. Antes de entrar en contacto con ella, cuando
ya Carmela se había detenido, mirándolo sorprendida, reconociéndolo y
extinguiéndose su luz, cuando la música volvió a ser la misma y el mundo
volvió a girar a su ritmo habitual, un personaje se atravesó en su camino, lo
tomó del brazo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas, y lo arrastró
hasta el baño.
No sabía si volaba pero al frente de sus ojos un ave caía sobre su presa.
Creía estar en el cielo –o en el infierno–, con ella. La fuerza que lo llevaba
era invisible. La buscó a su alrededor al mismo tiempo que una sonrisa débil,
cretina, se curvaba en su cara. No veía al guardaespaldas, al matón o al
encargado de realizar tal trabajo. Una chispa se encendió en el centro de las
ruinas en las que se había convertido su mente. Miró hacia el Piso. La silueta
de un copete avanzaba como una proa maligna, navegando entre las tinieblas
a pasos cortos y seguros. Le hizo gracia a Ferneli. Su voluntad era nula.
Disfrutaba del paseo. Se creía una estrella protegida por su público. ¿Corría
algún peligro? La idea se diluyó en los gases de su cráneo de forma casi
inmediata. Ellos tenían razón, conocían sus motivos y no iban a hacerle daño.
De ningún modo. Posiblemente por eso, cuando llegaron al baño, intentaron
reanimarlo bajo un chorro de agua helada que casi lo paraliza. Una descarga
fría que lo alcanzó a estremecer, obligándolo a volver, parcialmente, en sí.
Al levantarse otra vez, se encontró con la encarnación de un demonio.
Podía ser una máscara, una calavera de azúcar, un anticipo del Día de todos
los muertos. También era el doble del Fantasma de la ópera. El rostro
deforme de Lon Chaney aterrando otra vez a Ferneli. Una careta de piel
agujereada por un vicio mal llevado. De la Ciudad de la Nieve él merecía el
trofeo, la Gran Nariz de Platino.
El hombre lo miraba al centro de los ojos, sin parpadear, exhibiendo una
mueca algo horripilante y engreída, semejante a una risa. Los Buitres...
Tenían la situación en sus manos y Ferneli despertaba de un sueño pasajero y
tóxico. “No sé si se han enterado”, dijo con voz de borracho. “Pero no
concedo entrevistas... Menos a esta hora”. La mancha violácea que invadía
aquella cara se congeló con la ira de alguien que espera vengarse. A la luz del
baño, Ferneli notó que la costra adherida a ese rostro, era una quemadura que
había dañado la piel. Estaba congelada en un gesto de sorpresa y desagrado.
“¿Acaso nos han presentado?”, balbuceó Ferneli.
Antes de que el hombre gozara de la oportunidad esperada, maltratando
sin compasión a Ferneli por la historia de su vida –buena, mala o peor–, una
voz rezongó en el abismo, chillando al nivel del piso. Era el pequeño de
nuevo. “El gran poder en empaque miniatura”, pensó Ferneli mientras trataba
de asociar la orden precisa que había dado el niño con su voz aguda, de
autómata, acompañada de los movimientos mecánicos de un muñeco de
cuerda. Lo salvó con un no dicho sin vacilaciones, manipulando la voluntad
de una criatura que de haber tenido algo de razón, no dudaría en patear al
canijo. Ferneli recordó el parlamento de una película. “Le doy el doble de lo
que él le paga si lo golpea...”. Riéndose, como un payaso sin juicio.
El pequeño ordenó con la arrogancia de un chef saboreando un manjar
insípido: “Sal a esa sopa”. Después tronó los dedos. Parecía el Dr. Fasman
hipnotizando a un cliente, tomando uno de sus brazos para comprobar la
rigidez propia de la catalepsia, subiendo su manga para dejar al descubierto la
piel, demostrando que allí no había trucos. “¿Podría decirme la hora?”, dijo
Ferneli al rey de las máscaras que lo miró con desprecio.
Le respondieron con un pellizco ligero y rápido. Una aguja entraba en su
piel como si la muerte lo acariciara por dentro. La ley de la gravedad estaba
mal formulada. Tenían que invertir los términos. Todo lo que baja puede
volver a subir. El remedio a toda depresión química se encontraba en otras
sustancias igualmente fuertes y estimulantes para el sistema nervioso. Judy
Garland supo de ello: pastillas para subir, pastillas para bajar. La fealdad se
paseó como una reina en su rostro, enloqueciendo a la niña que guardaría en
su cerebro el esqueleto apagado de una estrella juvenil destellando apenas en
ese pequeño infierno que sería y fue su cabeza. El resultado de una
popularidad temprana que no resistió el paso del tiempo. Y Ferneli estaba
probando el mismo manjar, los frutos tóxicos de una nación que se habían
convertido en símbolos de su caos, en emblemas de una comunidad que
condenaba el estado criminal en el que se hallaba y en la que muchos no
dejaban de aprovecharse de la situación para enriquecerse. El dinero de los
bancos o de las agencias de publicidad se colocaba entonces al servicio del
chantaje emocional al que se veía sometido un televidente que debía soportar
mensajes cursis o morbosamente trágicos. La realidad de un país honraba así
el lugar común de su “mala imagen”.
Ferneli sentía que regresaba de la tumba. Su cabeza se despejaba lenta
pero efectivamente. “¿Estamos de guasasa?”, le preguntó al Buitre mientras
lo inyectaba (nota 6). El baño estaba en silencio, como el remanso o el lugar
de descanso de los atletas de afuera. “¿A qué hora celebramos nuestra misa
negra?”. Estaba disfrutando de una percepción de la realidad extremadamente
lúcida, casi insoportable. En su cerebro empezaba a soplar la risa fresca de un
sahumerio producido en los mejores laboratorios clandestinos de la ciudad.
Se creía alguien superior a todos los que lo rodeaban, por lo menos más
rápido y diestro para salir de cualquier aprieto. “Todo el mundo es una
estrella hasta que no demuestra lo contrario”, pensó. Y quería prolongar esa
sensación de fortaleza sin tener que pasar a la práctica y descubrir que, en
realidad, de esa noche, sólo era una estrella fugaz que podía palidecer en
cualquier instante. El tiempo era infinito y era suyo, un concepto eterno que
él manejaba a su antojo. Tuvo la certeza de poder salir de allí. Alucinaba
imaginando que podía dar pasos gigantescos para huir de ese lugar,
escapando hasta un sitio desconocido en el que el recuerdo de ese momento
fuera el rasgo de un sueño que no deseaba volver a tener.
El pequeño aguardaba, paseándose de un lado a otro. Era el chef
arrogante o el enfermero asesino. Cuando el Buitre, con un gesto de placer,
sacó bruscamente la aguja, examinó a Ferneli como estudiando una rata y su
reacción a la dosis. Tal vez lo alzaron o se trepó en el hombro de la criatura.
Su carita redonda fue otra alucinación. Ferneli vio cómo se aproximaba.
Después de bajarse, la imagen fue suplantada otra vez por la cara, la máscara
o el rostro del quemado. Antes de abrir la puerta, el graznido de la voz del
pequeño le taladró la cabeza. “¿Nos vamos?”. Una invitación y una orden que
hizo trastabillar a Ferneli, de vuelta al mundo exterior.
***

En la discoteca el espectáculo permanecía invariable. Igual de


monótono, desesperado y falso. Únicamente los poros de cada uno de los
personajes de la multitud habían aumentado de tamaño y se veían, por la
visión trastornada de un Ferneli descendiendo de su vuelo, como ojos
monstruosos, sin fondo. Eran cráteres mojados, resbaladizos por el sudor. El
cráter asesino, pensó Ferneli diseñando el cartel de una película imaginaria.
“El peor film que amarán los adolescentes... Nosotros, los productores,
advertimos a nuestra audiencia que en caso de que esta historia cause
desequilibrio mental, donaremos a los afectados bonos para tratamientos
siquiátricos o pagaremos una habitación de por vida en un manicomio”.
Ferneli prefería el manicomio. Incluso creía que ya se encontraba en él. Y sus
amigos, sus escoltas o lo que fueran, no se atreverían a negarle una sesión
completa de choques eléctricos que lo doparan aún más, que lo hundieran en
la catalepsia plácida, oscura y vertiginosa que lo hiciera olvidar esa noche.
Era un zombi, un muerto viviente, su voluntad era nula. Observaba a la
multitud flotando y girando, convirtiéndolo en el centro de un remolino sin
principio ni fin. Su lengua era una masa, espesa y biliosa, enredada en su
cuello como un nudo ciego. Pronunciar una palabra, coherente y
comprensible, hubiera sido imposible. Avanzaba como un ente y como un
ente sin cuerpo, invisible, se empezaba a preguntar si estaban confabulados la
multitud, los Buitres, Carmela o si aquella rutina de secuestro, de rapto, de
ruta obligada hacia un aquelarre, era normal en el sitio. Carmela podía ser
entonces la sacerdotisa mayor, la multitud su legión de fíeles, Ferneli el
acólito que oficiaba con Carmela una misa en honor del monstruo de algún
pantano que tal vez se hundiera con él. Y Carmela podía ser también una
víctima, inocente e ingenua, de la preciosa pandilla; una desconocida cuyo
rostro estaba ahora más pálido, con sus rasgos opacados por una sábana
blanca en la que brillaba una expresión de desconcierto y asombro.
“Nada de esto existe... Estos muros no existen, este lugar... Los Buitres
no existen...”, pensó Ferneli mientras suponía que era otro el que estaba
siendo arrastrado por el callejón de honor que se le brinda a todo borracho
cuando ya no hay nada más que hacer por él y todo el mundo espera que se lo
lleven de un lugar en el que, tarde o temprano, todos caerán en un mismo
estado. “Sigo sentado en mi mesa... Tengo una cita con una impostora que se
hace llamar Carmela... Una chantajista... Una bailarina en trance que me pide
perdón y me va a revelar un misterio... Estoy suplantando a otro... ¿Quién me
dijo que esta sería una noche tempestuosa?”.
El estruendo de la discoteca se fue diluyendo en el aire de la calle. A los
coros desalmados que cantaban las líneas de un capítulo contemporáneo que
hablaba de las ilusiones perdidas de una generación –“No hay futuro, no hay
futuro, no hay futuro para ti”–, se sucedió la letanía de un predicador
callejero. Un hombre de buena voluntad que trataba de rescatar a las almas
extraviadas que deambulaban por el lugar a esa hora, invitándolas a lo que él
consideraba el último fortín del bien en una tierra de maldad. Un grupo
conformado por mendigos, pecadores con fortuna, mujeres solitarias y
hombres que no sabían con certeza a qué lado de la tumba se encontraban,
escuchaba con reverencia fingida al pastor que interpretaba su papel tratando
de agenciarse los restos de bondad que supuestamente iluminaban los
momentos más oscuros de su audiencia. “Vivimos en los últimos tiempos...
Gloria al Señor... El fin de todas las cosas está cercano... Salve al Señor. Nos
esperan tiempos tormentosos... Gloria al Señor. El mundo está lleno de almas
enfermas de pecado... Salve al Señor... El pecado es la transgresión de la
ley... Gloria al Señor… Guardemos los Mandamientos... Salve al Señor...
Dios el Creador, en quien tú debes creer de todo corazón, te aconseja
extender, retener y practicar su Santa Ley... Oremos”.
Cuando Ferneli pasaba al lado del círculo que rodeaba al Predicador,
este interrumpió su canto y lo bendijo con gesto compasivo y solemne.
Después de que su mano surcó el aire formando una cruz, suspendiéndose un
instante como si el tiempo se hubiera detenido, un mendigo pateó el cajón en
el que estaba trepado rogándole que continuara. El hombre se despabiló y
volvió a su oficio. “Dios te está llamando... Gloria a Él... No neguemos su
presencia... Salve a Él... La perversidad permanece en un grado alarmante y
la tierra está madura para la siega.”.
Ferneli creyó escuchar una carcajada general y por el vidrio el auto vio
cómo se desplomaba el predicador dejando en el aire una estela brillante, un
resplandor casi imperceptible que salió de su oreja, un punto dorado que
podía ser un arete o una manifestación de su santidad, un chispazo que
desapareció cuando el hombre quedó sepultado bajo los cuerpos que cayeron
sobre él. Poco antes de arrancar, Ferneli también vislumbró a Sara,
imaginaria o real, llegando a la discoteca.
Nuevos indicios

El caso de David León fue el primer indicio de una amenaza que empezó en
aquel entonces a invadir a la ciudad. A diferencia de otras noticias cuya
repercusión no va más allá de las expresiones de asombro o desconcierto que
siempre ocasiona todo suceso criminal, tanto la desaparición del joven León
como las extrañas circunstancias en las que se viera envuelto el doctor
Moisés Leal se convirtieron en motivo de animadas tertulias callejeras y
miedo permanente para aquellos que tomaban parte en ellas. La
incertidumbre que experimentaron desde entonces los residentes del barrio La
Soledad, donde viviera la familia León Enciso, se evidenciaba en los
testimonios de supuestos testigos que habían presenciado a altas horas de la
noche escenas escalofriantes. Ficción o realidad, la atmósfera reinante era de
terror.
Los crímenes que se sucedían en el barrio rebasaban cualquier audacia
antisocial de las que se registraban a diario en la prensa amarillista. El estado
en el que eran halladas las víctimas, su descomposición y, por supuesto, el
hedor que despedían, se convirtieron en sorpresas desagradables, poco gratas,
para los habitantes del que parecía ser el perímetro de acción de los
criminales, y para las autoridades que no lograban descifrar un misterio que
escapaba a su control.
La prensa también contribuyó a que el pánico aumentara. La publicación
de extraños reportajes y testimonios no menos delirantes, permitieron que la
fantasía de una morbosa opinión pública alcanzara vuelos tétricos
imaginando lo peor.
Fue una época de alarma. Los testigos que ofrecían pistas de algún valor
a las autoridades, pagaban con su propia vida un gesto que luego era
considerado como una temeridad innecesaria. A pesar de que la ciudadanía
rechazaba tal estado de las cosas, muchos cayeron en un mutismo que les
evitaba correr riesgos. “¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos actuar?”,
fueron las preguntas de moda.
Nadie podía asegurar el tiempo de vida que le restaba en una ciudad
donde el poder de un espectro oculto era mucho más contundente y efectivo
que el de un aparato policial impotente ante los hechos. De allí que fuera a
todas luces sospechoso el retiro del mencionado doctor Leal de un caso que
estaba investigando con buenos resultados. Su labor quedaría consignada en
un documento cuyo contenido era una esperanza para revelar parte del
misterio. No sobra anotar que en una entrevista concedida por el teniente
Jaime Valbuena para “terminar de una vez por todas con las injurias que
denigran injustamente a la policía”, el agente anotaba que la institución
“siempre ha procedido con toda rectitud”, declarando seguidamente que “al
interior del cuerpo armado nunca ha existido otro interés que el de velar por
la seguridad ciudadana”. La suerte del doctor Leal se desconoce hasta el
momento.
El único rastro que dejaban a su paso los agresores, era la sustancia que
manaba de los cadáveres, siendo este otro motivo de intriga para las
autoridades. De resto, los criminales lograban esfumarse del lugar de los
hechos como si se tratara de demonios invisibles.
De los informes confidenciales que guardaban con celo las autoridades,
uno de ellos alcanzaría la luz pública. La veracidad del documento es
indiscutible y se constituiría en una de las claves para descubrir a los
responsables de aquella serie de muertes trágicas. La comunidad, de una u
otra forma, estaba involucrada en acontecimientos como los que se presentan
a continuación. Las manifestaciones de protesta con las cuales se exigía una
rápida solución que frenara la tragedia, y la apatía y amnesia que esgrimieron
algunos sectores, indiferentes a las circunstancias mientras no los afectara
directamente, hablaron por sí solos. El autor del presente testimonio pidió que
se mantuviera su identidad bajo la más rigurosa y estricta reserva:
“Nos encontrábamos a eso de la medianoche del 14 de abril de 1980 en
un mirador de la carretera desde el cual se observa toda la ciudad. Por esos
días habían corrido rumores de ciertas apariciones celestes, tal vez platillos
espaciales, que atrajeron a una multitud intrigada con los supuestos
fenómenos. Después de permanecer allí un par de horas y cuando estábamos
pensando que todo se trataba de una estrategia publicitaria, escuchamos un
ruido proveniente del precipicio que bordea la carretera. No le prestamos
atención. En la radio, un boletín urgente alertaba a la ciudadanía sobre una
invasión de extraterrestres. Alguien se aprovechaba de la situación para
divertirse a costa nuestra y trataba de crear una tensión mayor a la que se
había vivido esa semana debido a las noticias que traían los periódicos. El
teatro radial era animado por un comentarista histérico que intentaba
convencernos de la autenticidad de su relato. Pero a esa hora de la noche
nadie creía seriamente en la existencia de otros mundos ni en la amenaza
verde que habitaba las tinieblas exteriores. Por eso mismo, no reparamos en
la especie de gemido que habíamos escuchado. Podía tratarse de un efecto
especial del programa o una mala pasada que nos jugaba el estado un tanto
festivo en el que nos encontrábamos en ese instante. Cada cual se dedicaba a
lo suyo, al plan que había trazado para disfrutar la noche lo mejor posible.
Sin embargo, cuando escuchamos el lamento por segunda vez y nos
percatamos que se había perdido la onda de la emisora y no lográbamos
sintonizar nada en el radio, decidimos salir a investigar. Veríamos entonces la
única aparición de esa noche, venida de otro mundo, y con ella tuvimos
suficiente. No se trataba de una idea publicitaria. Parecía el fantasma negro
creado por una mente desquiciada.
”Ubicados al borde del abismo, hicimos una apuesta para ver quién
descubría al bromista que estaba agazapado entre la oscuridad. Uno de
nosotros, con el arrojo típico de un borracho, decidió bajar por la pendiente
para colocar al patán en su sitio. Lo ayudamos a pasar por encima del muro
que nos protegía, y aguardamos. El hombre gritaba mientras descendía y
nosotros lo animábamos para que hiciera respetar la tranquilidad de esa
noche. Su voz se oía cada vez más distante y recuerdo que lo último que dijo
nos pareció el colmo de la gracia: ‘Huele a muerto’, gritó. Le respondimos
con burlas y comentarios de relajo que fueron interrumpidos al momento por
su voz angustiada, pidiéndonos auxilio. Aparentemente, el héroe padecía un
dolor insoportable, que lo estrangulaba, y después que escuchamos sus
aullidos, se sucedió un silencio sobrecogedor que nos paralizó. Apenas el
balanceo de los árboles movidos por un viento extrañamente apacible y el
roce de las hojas por las que se filtraba el aire fresco que soplaba, fueron el
comentario de una naturaleza que, al mismo tiempo, había creado las
criaturas más benignas y los engendros más aterradores. A partir de esa
noche, uno de ellos sería motivo de horribles pesadillas para los que
estábamos reunidos allí.
”Alguien llamó tímidamente al perdido esperando obtener una respuesta.
La quietud y la paz del momento eran intolerables por todo lo que
significaban. Decidimos bajar por el camino que había tomado nuestro amigo
para averiguar por su suerte. La pendiente era escabrosa y mientras
descendíamos, la poca claridad de esa noche quedaba sepultada por una
oscuridad espesa. Empezamos a sentir un olor extraño, como si nos
encontráramos en un cementerio de cuerpos insepultos. Producía náuseas. Era
la fetidez de la muerte en un paraje próximo al infierno. Un lugar en el que la
oscuridad de la noche parecía el techo de nuestra sepultura, la visión eterna
que tendríamos cuando nos enterraran vivos y tuviéramos conciencia exacta
de un funeral efectuado antes de tiempo. La vida sucumbía definitivamente
entre las tinieblas, en el punto donde alguien –o algo– masticaba, disfrutando
de un festín caníbal con un repertorio de ruidos que iban desde el placer más
hondo hasta la voracidad más desesperada. De repente, el telón translúcido de
una neblina opaca se levantó, hundiéndonos en una oscuridad aún más
tenebrosa que la anterior. Esperamos lo peor. Y se empezó a manifestar en la
superficie pantanosa y en exceso ardiente que estábamos pisando.
”Sentíamos cómo se derretía el piso, chapoteando mientras
resbalábamos. Tuve la idea, fatal y desafortunada, de alumbrarme con un
encendedor. La llama creció de forma considerable por su combustión con un
aire cargado de metano o algo similar, en extremo asfixiante. Dirigiendo la
antorcha hacia el lugar de donde provenían los ruidos, vi a la luz amarillenta
una masa que aún me resulta difícil describir.
”Era un pedazo informe de gelatina, un cieno viviente que absorbía los
restos de aquel a quien buscábamos. Estaba regada por el suelo, recubriendo
la base de los árboles, adhiriéndose a ellos como una flema repugnante. Su
volumen crecía a medida que devoraba a nuestro amigo, cuyo rostro se
moldeaba contra las paredes membranosas del enorme intestino que veía en
ese momento. Una máscara mortuoria, de chicle, que recordaré para siempre
como la imagen de una despedida inesperada.
”No sabría explicar por qué, pero sentí que aquella cosa me miraba. Me
recorrió una sensación de gelidez, un frío espectral con el que comprendí la
carencia de alma y emociones del engendro. Tal vez fuera la esencia del mal,
la representación de una idea abstracta y negativa, y me encontraba al frente
de ella esperando cualquier tipo de ataque que sería imposible repeler. Sin
embargo, la criatura empezó a retroceder, en silencio, sin dejar de vigilarme,
como un ciervo de piel rugosa al que hubieran sorprendido entre el bosque y
cuidara cada movimiento que hacía mientras se retiraba discretamente,
alejándose de una especie ajena a él.
”Cuando la criatura desapareció, el manto de neblina fue tras ella y la
luz de la llama se apagó, poco a poco, hasta convertirse en un leve
resplandor, luego una chispa y después nada. Estaba hipnotizado. Me sentía
petrificado y el cuerpo no me respondía. Recobrando paulatinamente la
conciencia, percatándome de mi soledad en aquel bosque, recordé el motivo
por el que me encontraba allí, abandonado de mis compañeros que habían
retornado de esa tumba horas antes de mi trance y de mi hipnosis, del sopor
al que fui escapando lentamente. Regresé a la carretera, ascendiendo con
dificultad, encontrándome con una multitud que ya empezaba a preocuparse,
tal vez dándome por muerto. Pensé que de aquella expedición era el único
sobreviviente, recordando el escalofrío que me recorrió al advertir mi
encuentro solitario con el monstruo. Pensé que solamente había permanecido
en el abismo sólo unos minutos pero me aseguraron que ya estaba a punto de
amanecer. Cada cual montó en su carro y retornamos a una ciudad en la que
aún vislumbro, en algunas de sus calles y con el mismo terror que padecí
entonces, los rasgos –si es que los tenía– de esa cosa parecida a un presagio”.
II

La ciudad se encontraba festejando el peor momento de su noche. Los rostros


turbios tenían su expresión más desapacible, la multitud estaba más ansiosa
que nunca por escapar a una soledad permanente y veterana, la desesperanza
y la amargura se habían relegado para la mañana siguiente, cuando muchos
despertaran en los brazos de una resaca habitual –“Te vas a matar bebiendo
así”, le dijo ella. “Me gusta más el trago que la vida”, le respondió él–. Pero
el carnaval estaba en su apogeo y todos querían disfrutarlo. Hundirse en las
calles de colores pálidos donde cada cual, según su ingenuidad o su
experiencia, estaría protegido por su estrella de la suerte, brillando con su
propio resplandor para Ferneli.
No comprendía qué estaba haciendo en ese auto, quiénes eran los
personajes que lo acompañaban, por qué estaba allí con ellos y a qué se debía
el respeto con el que aparentemente lo trataban. Las vitaminas que le habían
inyectado eran sólo una muestra de su gentileza. Lo paseaban gratis por una
ciudad que pensaba únicamente en el jolgorio. Le ofrecían un panorama del
ambiente para que Ferneli sacara sus propias conclusiones, al mismo tiempo
que hacían de él un actor del espectáculo. ¿Hacia dónde se estaban
dirigiendo?
La aparición lechosa del santuario que flotaba en la cima de una de las
montañas de la ciudad, le permitió orientarse. Sus paredes calcáreas, los
perfiles de una cruz suspendida en la parte superior de la fachada, el símbolo
de una moral que se había convertido en ley, escalofriaron a Ferneli. El
fantasma gigantesco siempre había sido para él un emblema del
temperamento del lugar. Religioso pero tétrico, una doble moral característica
de los fieles que oraban por la salvación de sus propias almas considerando al
prójimo más cercano como un extraño con el que mantenían una relación de
falsa cordialidad, aprovechando el momento en el que lo pudieran colocar en
la picota pública; al fin y al cabo, ya se había dicho, y no era una verdad
deslumbrante o sorprendente pero no por eso dejaba de ser menos cierta, en
esa ciudad nadie podía besarse en secreto.
El mundo transcurría en blanco y negro, en negro y gris, y avanzaba
como una imagen borrosa en la ventana. Podía tratarse de otra ilusión, de otro
prodigio entre los prodigios de la noche. Ferneli lanzaba miradas ocasionales
a sus compañeros de viaje, al quemado que estaba a su lado y apoyaba unas
manos extrañamente delicadas y finas sobre sus rodillas. Tal vez los dibujos
que dejaran sus huellas dactilares fueran paisajes o mariposas de silueta
exquisita. Ferneli estudiaba sus rasgos tratando de grabárselos. “Por favor,
mirad al hombre tras la máscara y no lo juzguéis por su apariencia
monstruosa”. Las historias del Hombre Elefante, de Frankenstein, del
Hombre Tortuga o de la Mujer Tatuada, de las Hermanas Siamesas, Violet y
Daisy Hilton –encadenadas por la cadera y condenadas, como tantos otros, a
la morbosa curiosidad de una especie que no soporta sus propias
deformidades si no es en una pista de circo o en un parque de atracciones– se
repetían allí (nota 7). En un medio marginal, poblado de fenómenos, donde la
excepción era norma y el quemado tenía su lugar; un medio donde podía
pasar desapercibido o por lo menos sólo reparaban en él para identificarlo y
reconocer al miembro de una sociedad oscura que estaba representada con
lujo de detalles en su cara.
Ferneli hizo resplandecer la blancura de sus dientes tratando de ganarse
la simpatía del hombre. Le habría bastado con que parpadeara y ese ya sería
un gesto excesivo y elocuente para aquella momia. Pero todos los Buitres
parecían tener un comportamiento similar. Eran todo un estilo. Rasgos
congelados y miradas frías. Aun así, el quemado volvió su rostro a Ferneli y
curvando lentamente los labios, con una mueca similar a una risa triste, le
mostró un par de colmillos que a modo de columnas invertidas, colgaban de
unas encías casi tan negras como el hoyo oscuro de la boca. Eran dos estacas
amarillentas y un tanto ruinosas que desaparecieron casi instantáneamente
cuando aquel rostro se petrificó de nuevo y siguió mirando al frente, con una
expresión vacía de emociones y la mente totalmente en blanco.
Ferneli dejó escapar un suspiro de resignación. No había modo de
entablar ningún tipo de charla. En el espejo retrovisor, el copete abultado del
pequeño llenaba por completo la superficie del vidrio. El niño estaba
sumergido en las profundidades de su asiento y sólo se veía de él la masa
esponjosa de cabello emergiendo sobre el borde del espaldar. Nadie hacía
comentarios, gruñía o roncaba atacado por un sueño repentino. El chofer
conducía el auto intentando atravesar la ciudad lo más rápido posible. Los
semáforos titilaban en una avenida que pasó de ser la arena de un circo de
lunáticos, a convertirse en un paraje desolado. Las calles, alumbradas por una
luz de morgue, anunciaban lo peor.
Posiblemente Sara lo estaría buscando en esos momentos. Tampoco
descartaba que Carmela hubiera denunciado el secuestro a la policía. En tal
caso, la situación podía empeorar. Ferneli consideraba que gran parte del
pánico que se vivía en la ciudad, era ocasionado por una policía corrupta, que
absolvía o condenaba a los parroquianos según las cantidades a las que
ascendieran los sobornos o a la forma como respondieran al chantaje con el
cual los obligaban a efectuar jugosos donativos para la institución.
A medida que avanzaban el tiempo parecía retroceder. La ciudad era
cada vez más ancestral. Una arquitectura del pasado, con aromas coloniales,
reemplazó la uniformidad de las calles que habían dejado atrás. A la ausencia
de personalidad que las identificaba como una tierra de nadie, habitada por
legiones de inmigrantes que habían desempacado allí los recuerdos de las
tierras de donde provenían, mezclando sus costumbres con la Gran
Costumbre –el Gran Estilo que tanto defendían los nativos de la ciudad–, se
sucedió un ámbito en el que la leyenda y sus personajes aún se percibían en
las callejuelas y casonas cuyos muros, según se rumoraba, escondían los
yelmos y corazas, los arcabuces y los esqueletos de conquistadores que
permanecían resguardando, con sus restos polvorientos, los tesoros que nadie
había encontrado pero que todos imaginaban.
Puertas que se abrían solas, perros negros sin cabeza, caminantes de
pasos sedosos e invisibles, duendes nocturnos que enturbiaban el descanso de
los primeros durmientes de un barrio respetuoso de sus misterios, hacían
parte del patrimonio ficticio –o real– de un pasado refundido en el tiempo y
en el caos del presente. Un caos que, de cierta manera, se había perpetuado,
fiel a la tradición que consignara un cronista legendario de la ciudad, testigo
de una época cuyo terror agobió a sus habitantes (nota 8).
Refiriéndose a un miedo que mantendría su esencia incorruptible desde
entonces, a la incertidumbre que reinara en el pasado, a mediados del siglo
XIX, y que luego se manifestaría de diversas maneras, el cronista escribió
sobre un sitio espectral y espantado, en el que se respiraba una atmósfera de
monasterio: “Las puertas de la calle no se abrían sino después de las siete de
la mañana, previa la precaución de asomarse a los balcones y ventanas, a fin
de cerciorarse de que no había peligro inmediato de bandidos; las
habitaciones estaban provistas de campanas, que se comunicaban con las
casas vecinas, y durante la noche se oían por todas partes detonaciones de
armas de fuego, disparadas para ahuyentar a los salteadores. El paso de un
ratón, el traquido de un mueble o el accidente más insignificante, producían
el pánico y alarma consiguientes a la excitación nerviosa en la cual se vivía.
El primer cuidado al levantarse era darse mutuas felicitaciones por haber
pasado la noche sin novedad, y enviar los criados a casa de los parientes con
el objeto de informarse de cómo habían amanecido, ni más ni menos que si
estuvieran bajo el flagelo de una mortal epidemia”.
Tal vez el autor estuviera influenciado por el espíritu romántico de su
siglo. Atraído por un mundo de aventuras, seducido por el tono fantasioso, las
anécdotas extrañas y por todo tipo de relatos lúgubres. Pero describió con
exactitud el aire conventual de un lugar protegido por candados y portones,
que disfrutaba al interior de sus casonas de un temperamento amplio y
abierto.
Ferneli recorría el lugar al que se refería el cronista, honrando –no sin
terror– su memoria. Recordaba sus historias de viejos criminales que tenían
en esas calles sus guaridas. La banda del doctor Russi deambulando entre las
sombras claustreadas por fríos mortecinos, estremeciendo el señorío de una
ciudad que, con el tiempo, se convertiría en un modelo aparente de
aristócratas, buenas maneras y solemnidad, tratando de elevar su aire de
nobleza al considerar a su comunidad como una nueva casta griega que
exhibiría con arrogancia la erudición y el estilo amanerado de sus
intelectuales de la misma forma como alguien mostraría con orgullo las
reliquias mohosas de sus muertos. Para Ferneli, el escándalo de Russi, su
caso misterioso que aún plantea interrogantes y demuestra los caprichos de
una historia sujeta a los vaivenes del poder, sería el antecedente de otros
episodios, protagonizados por personajes que se pasearían en secreto –o
públicamente– por los salones de té, en los grandes hoteles o en los salones
de baile donde galanes almidonados, de la mano de doncellas no menos
rígidas, danzaban con los aires típicos de la ciudad antes de saborear los
amasijos que regaban con tazones de cacao. Personajes que luego harían
suyas las plazas Públicas, similares a la plaza donde fuera fusilado Russi, o
los circos que recordarían escenarios como aquel donde este jefe de una
supuesta compañía de ladrones, sería aparentemente juzgado y evidentemente
condenado. La clase de circos donde se citarían desde siempre los padres de
una patria boba y amnésica.
Russi sería entonces –a pesar de sí mismo y de su dignidad sojuzgada
por una época de tergiversaciones y rumores–, el pionero de una galería de
espantos que irían apareciendo en la ciudad, tocados con otras máscaras y
otros intereses. Subnormales que tasajearían presidentes, maquiavélicos que
liquidarían caudillos o delirantes que llegarían al poder protagonizando
conspiraciones de fama relativa y gobierno efímero. Toda la gama de
comportamientos criminales que serían la respuesta obvia de una generación
reprimida por la Urbanidad de Carreño.
Se detuvieron frente a una puerta que parecía la entrada a un cadalso.
Una lámina de madera se abrió dejando en el muro un agujero por el que se
filtraba con dificultad la luz de un bombillo colocado en algún lugar secreto.
Una procesión de jorobados pasó por la puerta del calabozo, encorvándose y
casi Pidiendo permiso al espacio que ocupaba el hilo de luz para Poder entrar.
Ferneli sintió que una mano se posaba sobre su cabeza, obligándolo a
inclinarse para que no se golpeara contra el dintel de la puerta. Su
imaginación no lo había defraudado. Sólo esperaba que empezaran a repartir
las capuchas y los cirios, y que por un rincón de aquel patio derruido, saliera
la blanca belleza de una doncella a punto de ser inmolada sobre un altar que
permanecía oculto. Los presagios se estaban cumpliendo. Los fantasmas
salían a defender el reino nocturno que se habían ganado por derecho propio,
y Ferneli parecía ser el anfitrión de la noche.
El pequeño, como un autómata, avanzó hacia el fondo de la construcción
precediendo una marcha en la que seguía Ferneli custodiado por Gwymplane,
el quemado, el Buitre de la risa espectacular. En una pared, la figura de una
Virgen estaba alumbrada en su nicho por un par de veladoras. La presencia
de esa imagen, solitaria y con el gesto característico de compasión y bondad,
aterraba por la incoherencia que la estatuilla guardaba con el resto del
conjunto. Cruzada por sombras que bailaban sobre ella con gracia aterradora
y macabra, parecía más un presagio de las desgracias que caerían sobre esa
casa que un talismán para ahuyentar la amenaza.
Una mano casi invisible, colgando de un bracito diminuto, cruzó por la
frente, el pecho, los hombros y, por último, la boca del pequeño, demostrando
así la devoción que este le tenía a la imagen. Seguramente Gwymplane
estaría repitiendo el gesto a espaldas de Ferneli mientras dejaban atrás a la
Virgen. En medio de la oscuridad, el suyo podía parecer el desfile de unos
reyes magos excéntricos, al borde de la decadencia, rindiendo homenaje a un
símbolo reducido a fetiche.
Tropezaban a cada paso con las ruinas del lugar, con los restos de unos
muros que apenas lograban sostenerse en pie. Los fragmentos del cascarón
que se habían venido abajo, representaban la decadencia inminente que tal
vez padecieran de igual forma los inquilinos que residían o pernoctaban
ocasionalmente allí.
Luego de pasar bajo un arco que en otro tiempo pudo observar el
tránsito de una pareja dirigiéndose al traspatio de la casa, escapando así al
fisgoneo familiar para pintarse siquiera un mostacho con un corcho quemado
sin recibir reprimendas, Ferneli sintió bajo sus pies la superficie acolchada de
un pasto que había crecido a su antojo. La sensación de la hierba rozándolo a
la altura de las rodillas lo reconfortó. Era una manifestación caótica de una
naturaleza sana, opuesta al estilo turbio que demostraban los Buitres.
Las plantas siseaban a medida que se iban acercando a una habitación
ubicada en un ángulo del patio. Un cuarto para el carbón o un cuarto de San
Alejo donde tal vez eran castigados los infantes de la casa que tuvieran malos
hábitos, hubieran pronunciado en vano el nombre de Dios y juraran y
maldijeran durante la cena para luego irse a gemir entre los muros de aquella
celda llena de cachivaches monstruosos, alimañas imaginarias o fantasmas
pueriles. “¡Oh! Mapuro, ven esta noche a llevártelo a tu cueva”. Los niños
llorarían entonces, lamentándose y sufriendo, de la misma forma como
alguien lo hacía esa noche, padeciendo un ataque de asma o dejando escapar
el último de sus resuellos.
El pequeño se detuvo en el umbral. Su figura, envuelta en el halo de una
luz biliosa que salía opaca por la puerta, lo hacía ver como un gnomo
proveniente de abismos infernales. Algo sagrado y pérfido. Le dijo a Ferneli
que aguardara y entró al cuarto. El contraste de su voz chillona con el sonido
rasposo y apagado, con la suave ronquera que le replicaba sosteniendo una
conversación en la cual se distinguían ciertas palabras –o ninguna palabra,
sólo las palabras imaginarias que Ferneli acomodaba al momento, palabras
que podían ser cualquiera, palabras como Yog Neguroth, Chtonica, Daimones
prostropxivi o cualquier otra palabra, en ese momento vacía de cualquier
significado–, parecía el número de un par de muñecos manejados por un
ventrílocuo virtuoso y algo grotesco. El aliento de Gwymplane caía sobre la
nuca de Ferneli como una brisa espesa y tibia. El hombre resoplaba a sus
espaldas despidiendo un chorro de fiebre gaseosa, dejando en el cuello de su
víctima un leve rocío, una capa de sudor que empezaba a desplazarse por su
piel. Ferneli se volvió y le sonrió tratando de ganar su confianza. “¿De
casualidad no tendría un pañuelo?”, le preguntó. Pero Gwymplane, impasible,
no se movió. “Puede ser uno de esos maniáticos con edad mental nula. Tal
vez esté más aterrado que yo y no quiere que lo deje abandonado. Tal vez no
esté aquí y estoy imaginando todo esto”.
Un silbido suspendió los pensamientos de Ferneli. Podía ser una cafetera
expulsando su vapor o un gorjeo del pequeño cuyo rostro asomaba por la
puerta y lo llamaba. Su copete, el muñón de cuervo sin cabeza que tenía por
pelo, se movía de adelante hacia atrás, en leves tironcitos, advirtiéndoles con
tal gesto que podían acercarse. Gwymplane empujó con delicadeza a Ferneli
para que caminara. Supuso que debía ser cortés con su guardián y dejar que
siguiera él primero, pero este insistió y se vio obligado a hundirse tras el
pequeño en la cámara de vapor donde descansaba un hombre que parecía un
tonel, envuelto en un caparazón de toallas que lo hacía ver aún más grueso,
con el pelo completamente blanco, como un ciruelo florecido, que apenas
mascullaba las palabras como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano
para comunicarse. Era el mismo personaje de un film de gánsteres: una bala
perdida le había estropeado al padrino las cuerdas vocales y su voz solo podía
escucharse a través de un aparato del tamaño de una máquina de afeitar que
amplificaba sus gruñidos cuando se lo colocaba contra la garganta. Emitía
entonces el mismo sonido áspero de una lija frotada contra una superficie de
madera, pero mantenía así su autoridad gracias a un aditamento que lo hacía
ver aún más siniestro.
El recuerdo se hizo realidad cuando a través de la tela de vapor Ferneli
alcanzó a ver cómo se movía un brazo señalándole un asiento y diciéndole su
dueño, como si estuviera hablando desde el fondo de la tierra:
–Siéntese... Lo estaba esperando.
Ferneli comprendía cada vez menos. La familiaridad con la que lo
trataban era cada vez más escandalosa. Casi pierde el sentido cuando se
percató que había sido víctima de una broma del ronco. El cojín en el que se
sentó, sonó bajo su peso como si expeliera la gloria y el aroma de sus peores
flatulencias. Una carcajada que parecía una gárgara de miel hizo que la figura
se retorciera, recogiendo su abdomen contráctil. El pequeño y Gwymplane no
hicieron el menor gesto. Buitres petrificados. Ya los conocía.
–Excúseme... –dijo el ronco mientras recuperaba el aliento y recorría
con la mirada el recinto en el que se hallaban–. Es sólo para romper el hielo.
Como ve, estar condenado a permanecer en un lugar así no es exactamente
una recompensa digna para toda una vida dedicada a los peores negocios.
Tenía una jerga refinada. Pronunciaba cada palabra con la precisión que
le permitía su laringitis. Arrastraba las eres haciendo honor al tono
característico de los patriarcas de la ciudad, convirtiéndolas en eses largas y
un poco silbadas. Cada vez que tal consonante se atravesaba en su
conversación, daba la impresión de que se hubiera atragantado con una
morona o un guijarro y quisiera expulsarlos con refinamientos de dama.
–Me alegra que esté vivo –prosiguió con la misma jovialidad–. Pensé
que no lo volvería a ver. No sabíamos de usted desde nuestra última charla
–“¿nuestra última charla?”–, y de no haber sido por ellos –señaló a los
maniquíes–, que lo encontraron por casualidad esta noche –“¿?”–, esta cita tal
vez tendría como escenario una funeraria... o el cementerio...
Ag Ag Ag Ag Ag... Los gargarismos volvieron a resonar pasmando del
todo a Ferneli. No sabía qué responder. Decidió guardar silencio y dejar que
el misterio se fuera revelando solo. Meneó la cabeza y mugió un “Hmmm.
Hmmm”.
–Sin embargo –dijo el ronco palmeándose las rodillas– podríamos decir
que el trabajo no ha necesitado del concurso –“¿?”– de ninguno de nosotros.
La situación, como supongo que ya se habrá enterado, es la más propicia y
este es el instante indicado para aprovecharse de ella.
–Hmmm. Hmmm.
–Así que quisiera discutir con usted, señor Palau –“¿Palau? ¿Luis Palau?
¿El ejecutivo disfrazado de pastor que dictaba conferencias sobre el rescate
del amor en el hogar? Por más extraña que sea la situación, no puede ser el
mismo”–, a qué tipo de arreglo podríamos llegar para la publicación de otra
serie de noticias que sirva a nuestros intereses.
La humedad de la recámara era lo único reconfortante para Ferneli en
ese momento. El humo de la discoteca le había resecado las branquias y
ahora estaba otra vez en forma, respirando a sus anchas. Disfrutaba del
cascarón de vapor pero la opacidad de la luz contribuía también a enrarecer y
espesar la viscosidad del asunto. Al aire festivo y macabramente irónico que
matizaba el parloteo del ronco, siguió un tono discursivo y solemne que
obedecía a otra de las tradiciones patriarcales de la ciudad. Con estilo
acartonado y gestualidad teatral, el hombre siguió diciendo:
–Usted sabe, señor Palau, noticias que contribuyan al malestar general,
artículos que creen incertidumbre y muestren a la comunidad el espantoso
talante –“¿?”– del caos por el que estamos pasando. ¿Me explico?
Ferneli seguía mudo. Asintió con un movimiento de cabeza casi
imperceptible y esperó a que el orador continuara. Los tótems, una imitación
desproporcionada y caricaturesca de Abbot y Costello, no se movían de la
puerta. Gwymplane transpiraba de forma salvaje y el copete del pequeño,
inexplicablemente, se mantenía tan duro y abultado como había estado toda
la noche. A Ferneli le hubiera gustado presionar con su mano la esponja de
pelo, aplastar el delicado miriñaque que sostenía la estructura, y luego
disfrutar del seguro estupor que ensombrecería el rostro de una de las tantas
víctimas de un peluquero imaginativo y sensible.
–Está callado esta noche. –El ronco reiniciaba su grueso graznido–. Pero
me gusta su parquedad. Quien habla poco evita decir tonterías –“¡!”–. Usted
sabe, nos interesa que siga escribiendo, que siga colaborándonos con la
efectividad que hasta ahora ha demostrado y que nos ha permitido confiar en
usted.
El brazo que salía de las toallas tenía el tamaño de un bebé rollizo. Un
cilindro rechoncho del que pendía una mano casi tan grande como una cabeza
de niño. El ronco acompañaba su misterioso discurso con un movimiento tan
enérgico del brazo, que Ferneli sintió una lluvia de sudor salpicándole el
rostro. El fuelle siguió soplando:
–¡Ah! El poder de la letra impresa. Usted lo sabe mejor que nadie... En
una cultura como esta, todo lo que aparece en un libro o en un periódico, es la
verdad incontrovertible y fiel –“¿Incontrovertible?”–. Y crónicas como las
suyas, respaldadas por una trayectoria brillante, de un profesional destacado,
son una forma de introducir el pánico en una población crédula y, lo que es
peor, ingenua.
Tenía razón. Aunque las circunstancias no podían ser peores, más allá de
las tragedias y el caos resultaba más aterradora la reacción de un ciudadano
anónimo que padecía la nostalgia de un espectro militar sentado en la silla
presidencial o defendía la pena de muerte sin hacer ningún análisis, sin
preocuparse por relacionar los posibles factores que permanecían escondidos
en un medio del todo corrupto, absurdo hasta bordear los límites del humor
más siniestro; un ciudadano que respondía de forma emotiva y furiosa a la
situación del país, basándose en sus propias neurosis o alimentándose de una
información mal leída y filtrada –o manipulada– por los medios. Esperaba
entonces que otros decidieran por él, cayendo en la resignación y el lamento,
en la miseria anímica de la que se culpaba a un engendro social que parecía
invisible y desprotegía a sus huérfanos.
–Tiene toda la razón–. Ferneli se sorprendió de articular una frase con
sentido que no lo dejara al descubierto.
–Sí, ya lo sé. Por eso recurrimos a usted. En la medida en que la
información tenga una dosis de escándalo y salga con una cierta periodicidad,
con todo lujo de detalles espectaculares, el temor que dejará en sus lectores
será otro punto a nuestro favor.
El poder del ronco era algo exhibicionista, soberbio.
–Para el engranaje que estamos montando, usted es una pieza
importante. Además no está escribiendo falacias –“¿Falacias?”–. Cumple con
su deber de informar y contribuye a la inseguridad. Puede considerarlo como
un accidente ajeno a su trabajo, una consecuencia lógica de los hechos que
tiene que registrar un diario como el suyo.
Ferneli intentó imaginar a qué tipo de publicación se refería. Una en la
cual los titulares dijeran: “Sida en el día de las madres. Joven engendra
monstruo” o “Reyerta de homosexuales. Todo por una muñeca”. La prensa
más leída, la más discutida, la más frecuentada por lectores de alma
folletinesca, iguales o más patéticos que los autores de tales crónicas.
–No necesitamos que se esté reportando permanentemente. Le seguimos
los pasos pero a una distancia prudente. Tampoco queremos que se sienta
presionado. Pero no se porte mal con nosotros. Corresponda a nuestra
amabilidad y será recompensado. Usted ya sabe cómo hacer su trabajo.
“Hmmm. Hmmm”.
El murmullo del vapor era el único sonido que se escuchaba en la
cámara después de concluir el ronco. Su cabeza resaltaba sobre el envoltorio
blanco como si fuera un insecto a punto de salir del huevo. Se recostó contra
el muro, cerró lentamente los ojos y guardó entre las toallas el amasijo de
carne que había estado moviendo durante su conferencia. Parecía tener frío y
sin modificar su postura, dijo:
–Bien, en vista de que no tiene nada más que agregar, doy por concluida
esta cita que usted, tan amablemente y como un caballero, se dignó cumplir.
Los amigos que lo trajeron lo llevarán de nuevo a su casa o a donde usted lo
desee. Un placer.
Y sacó de nuevo el brazo, un lomito de ternero que se fue alargando a
través de una abertura en la tela, extendiendo su mano a Ferneli con la palma
hacia abajo. “El arzobispo y su anillo”.
La sensación de una piel jabonosa y lisa lo escalofrió. Ferneli sintió que
tocaba una anguila al mismo tiempo que una descarga eléctrica lo recorría.
–Ag. Ag. Ag. Ag. Ag... ¿Regio, no? –“¿Regio?”. Ferneli tuvo que
soportar otra de las bromas que disfrutaba el tonel. Pero gracias a la
perspectiva en la que había quedado al pararse y trastabillar por el chiste del
gracioso, Ferneli creyó observar, protegido por el cuerpo del ronco y
escondido entre la gasa que nublaba la atmósfera, un engendro o un
fragmento de engendro similar al que Sara le mostrara en una mañana que ya
parecía de otro siglo.

***

El pequeño y Gwymplane custodiaron de nuevo a Ferneli. Después de


soportar la tortura de la cámara, salir ensopados al frío de una noche que los
recibió con un lengüetazo helado, no era precisamente para llorar de la dicha.
Incluso el quemado dilató, con un tic de estremecimiento, la costra de
mármol negro que le cubría los rasgos. Ferneli supuso que debía tener una
careta de escarcha que lo deformaba aún más y al volverse para comprobarlo
recibió en el rostro un soplo de aliento, blanquecino y tibio.
Ferneli siguió caminando con la sensación enfermiza del calor artificial
que ahora se diluía en sus branquias. Sentía bajo sus pies el camino lodoso
que se abría entre el pasto. Brillaba con las gotas recientes de una lluvia que
había caído en silencio. El encierro le había trastornado la noción del tiempo.
Cuando llegaron al frente del nicho, Ferneli notó que una de las veladoras
estaba apagada y a los pies de la Virgen yacía el cuerpo de un durmiente
abandonado, desparramado en el piso en una posición lastimosa. Tal vez
quisiera morir allí. Al lado del bulto se encontraban, en posturas similares,
apiñados como si se acompañaran en la misma desgracia, los integrantes de
un grupo a punto de desfallecer, una legión que dormía bajo los efectos de
una nube tóxica que flotaba en el ambiente. La Virgen los contemplaba con
su gesto compasivo, observando su desgracia y tratando de aliviarla con una
bendición perpetua. “Vivimos en los últimos tiempos... Gloria al Señor... El
mundo está lleno de almas enfermas... Salve al Señor”. La letanía del
apocalipsis callejero, su ritmo monótono y fúnebre, alcanzó a Ferneli como el
recuerdo de un tiempo ido, de un lugar que permanecía en el pasado, distante,
donde el azar le había permitido imaginar una aventura en la que no sabía
cómo encajaba, qué papel jugaba o, simplemente, por qué se encontraba en
ella. Antes de que abrieran la puerta, Ferneli trató de convencerse a sí mismo
que no estaba viviendo una ilusión confusa, que sus guardaespaldas, el ronco,
el señor Palau, la casa, existían no porque él los hubiera creado ya que tenían
vida propia. La lámina de madera estaba cediendo para dejarlo salir, el auto
los estaba esperando y estaba subiéndose a él, a una realidad palpable, con
personajes que parecían de ficción pero que estaban allí, a su lado,
conduciéndolo por una ciudad trasnochada bajo un cielo cada vez más claro.
“Usted dirá”. La estridencia de la voz penetró como un alfiler en su oído. Se
escuchó diciendo o más bien preguntando: “¿Me podrían dejar de nuevo en la
discoteca?”. Por toda respuesta oyó que el pequeño le indicaba al chofer que
regresara al lugar donde había empezado todo.
La soledad de las calles le pareció deprimente. La multitud, vencida por
el cansancio y el frío de la madrugada, se había esfumado. Lo que Ferneli
observaba era el paisaje del tedio. Un paraje desolado transitado por
borrachos que daban tumbos de un lado a otro sin saber en dónde estaban;
donde policías vengativos contaban con placer de avaros las ganancias de sus
negocios nocturnos o en el que los bares trataban de no bostezar y dejaban su
puerta abierta a todo el que quisiera caer sobre el lecho de sus mesas o
prolongar la tristeza de unas horas melancólicas que no pasaban en vano. Los
árboles parecían orar. Alzaban sus ramas elevando una plegaria. A su sombra
se resguardaban mujeres desengañadas, andando en estado hipnótico,
buscando el amor perdido que las había estafado. Doncellas esperanzadas en
volver al paraíso, pensando que después de todo el mundo no es tan cruel.
Vampiros que huían angustiados de la luz de un día gris. Solitarios con cara
de tumba. Una procesión que arrastraba sus cuerpos como si fuera un
martirio, como si fueran cadáveres a punto de desplomarse. Una ciudad real
de la que era preferible tener una imagen fantástica para poder soportarla.
Ferneli intentaba ver, con ojos alucinados, un lugar que a muchos les
parecía un tugurio de la época, en el que subsistía un estilo parroquial en
medio de una falsa modernidad; un ámbito provinciano que hacía más
patética toda imitación, toda moda, toda falta de autenticidad y toda
expresión de arribismo. Con excepción de la historia de la ciudad que aún
permanecía en los pocos habitantes que la recordaban, el descuido con el
pasado era más evidente que nunca y este se derrumbaba cuando caían las
casonas, viejas y hermosas, dejando un reguero de escombros sobre los
cuales se construiría una supuesta metrópoli sin memoria, en blanco. No era
una apreciación amable pero no era tampoco un simple juego retórico. Y
Ferneli había decidido vivir allí diseñando una imagen propia, más noble, de
una realidad a la que siempre había considerado no totalmente insípida pero
sí demasiado escueta, una realidad monótona que él trataba de matizar con
sus propios engendros, con la facilidad que tenía para ver o para imaginar
situaciones totalmente absurdas en lugares en los que se manifestara la rutina
más ejemplar. Lo que observaba no era precisamente la belleza hecha
realidad, no era un ámbito que se pudiera llamar “de magia”. Estaba
hechizado, sí, pero tal vez con una maldición que se reflejaba en la frialdad
de sus calles y en los transeúntes que las recorrían.
De ahí que aquella madrugada, en la que veía congelarse los últimos
rescoldos de una noche que no acababa de entender; mientras se perfilaba la
silueta de unas montañas que se iban tornando azules a medida que amanecía,
la sensación que dejara en él esa visión de parroquianos en el último grado de
la intoxicación o la desesperanza, lo llevó a convencerse todavía más de la
opacidad que tocaba a un lugar del que muchos trataban de escapar o por lo
menos hallar un refugio.
El escondite de Ferneli, su mirador, quedaba casi en el cielo, desde su
apartamento observaba la ciudad con sus miserias explicables o
inexplicables, y a partir del momento en el que bajó del auto, cuando estuvo
otra vez ante la puerta de la discoteca, cerrada y con la basura de la noche
decorando su entrada, comprendió que la “imagen fantástica” que había
bosquejado en sus noches de insomnio y en días peores, tendría desde
entonces personajes concretos, que podían obedecer a una fantasía excéntrica
pero no por eso dejaban de ser los rostros de un terror supuestamente oculto,
que muchos imaginaban distante cuando estaba más cerca de lo esperado.
El pequeño abrió la puerta, salió, y reclinando el espaldar del asiento
delantero para que Ferneli bajara, lo esperó para preguntarle: “¿Está seguro
que quiere que lo dejemos aquí?”. Tal gesto de cortesía le pareció a Ferneli
algo estrambótico. La arrogancia que había caracterizado al niño desde el
momento en que lo secuestraron hasta la charla en aquella mansión de
pesadilla y ensueño, era incoherente con la bondad señorera y el esmero con
los cuales trataba de satisfacer a una víctima que en ese momento era el
invitado de honor. “Por favor”, respondió Ferneli igualando su gentileza de
dama. “Anoche no cancelé la cuenta”. El pequeño no se inmutó. Le extendió
una mano que parecía de muñeca, y estrechando la de Ferneli con inesperado
vigor, dijo: “Le deseo suerte”. Subió de nuevo al auto, cerró la puerta y se
hundió otra vez en su asiento. Colocando una mano en su frente con ademán
militar, se despidió de Ferneli. Luego escuchó una carcajada estruendosa que
hizo balancear el copete al mismo tiempo que el ruido del interior le llegaba
de forma apagada filtrándose por el cristal. “Dignos pupilos del ronco”,
pensó. Tenía pegajosa la mano, impregnada de un olor repulsivo.
Poco antes de perderlos por fin de vista, notó que Gwymplane seguía
igual de pétreo que siempre, igual de conmovedor y entrañable, manteniendo
su postura de esfinge. A último momento, cuando ya se marchaban, le mostró
a Ferneli otra vez sus resplandecientes estacas, que brillaron por un momento
con el reflejo del sol cayendo sobre su cara.

***

Mientras se desvanecía el ruido de los neumáticos sobre el asfalto


mojado, Ferneli le echó un vistazo al lugar. La lluvia de la noche anterior se
empezaba a evaporar y el vaho que se levantaba le daba un aire irreal a la
calle. Era el otro lado del sueño. El revés del lado oscuro en el que se hallaba
una historia que para Ferneli permanecía en tinieblas. Despertaba, y como un
recuerdo desagradable y nítido, en el mismo lugar donde un supuesto
predicador le diera su bendición, se encontraba un cajón descuartizado, una
armazón de madera, retorcida como un esqueleto deforme del que estallaban
los clavos. Brillaban bajo el mismo sol que entibió lentamente a Ferneli
abandonando el lugar cuando se aseguró que sus compañeros de juerga
habían doblado en la esquina y no lo estaban espiando. Una lección
proverbial, acerca del bien y el mal, le martillaba el cerebro: ‘Cuando llega la
luz del sol, el mundo descansa en paz. Las criaturas de la noche dormitan,
dejando que los mortales de bien reinicien sus labores. El día es expresión de
luz. El mundo se ve tal como es y como fue imaginado por su benigno
creador. Todo resplandece. La bondad y el trabajo santifican. Pero al caer el
crepúsculo, los monstruos se inquietan y aprovechan la oscuridad para
perpetrar sus hazañas. El espanto reina entonces”.
Se trataba de la presentación que un narrador de voz lúgubre hacía a una
cinta de terror y ahora Ferneli, como un zombi memorioso, la recordaba
amoldando la situación a sus propias obsesiones.
En el cine de terror se cumplía un viejo lema: “El exceso siempre es
bueno pero jamás suficiente”. A pesar de todo, Ferneli estaba agotado. El sol
caía en su piel como si fuera cal viva. Temblaba con espasmos regulares,
sintiendo los nervios al aire. Se movía con dificultad. Tenía congelados los
miembros y la luz de la mañana le estaba haciendo daño. Padecía una fiebre
helada y pensó que alguien lo perseguía. Sus espectros, el mundo de sus
espectros y el rumbo que en él tomara su galería de espectros, eran
autónomos, tenían vida propia y se salían de sus manos. La violencia ya no
era un asunto libresco. La ficción criminal, las historias que tenían en la
muerte su tema central, la etología de una especie que se aniquilaba entre sí
de forma sofisticada o brutal, los temas que Ferneli conocía y reconocía con
curiosidad enfermiza, habían cruzado el umbral de su imaginación para
convertirse en seres reales que simbolizaban y encamaban un momento
caótico.
Con las manos entre las axilas, andaba como un jorobado abatido por un
miedo incierto del que intentaba huir. Sólo deseaba llegar a su apartamento,
hundirse un rato en la tina, y en la sosegada atmósfera de una habitación en
penumbra, con las cortinas cerradas, empezar a recomponer el misterio de
una realidad que se confundía cada vez más con el sueño.
Al abrir la puerta, la tarjeta acostumbrada que deslizaba bajo su puerta el
vecino, lo reconfortó de algún modo. En el espacio que dejaban las palabras
misteriosas, siempre intrigantes de Laboratorios Frankenstein, leyó: “No se
preocupe. Yo sé de qué se trata todo esto. Estoy con usted pero en el
momento no puedo decirle más”.

***

... la visión que los mexicanos tenían del universo dejaba poco lugar para el
hombre. El hombre está dominado por el sistema de los destinos, no le pertenece ni
su vida terrestre ni su supervivencia en el más allá, y su breve estancia sobre la
tierra está determinada en todas sus fases. Lo agobia el peso de los dioses y lo
encadena la omnipotencia de los signos. El mundo mismo donde él libra por poco
tiempo su combate sólo es una forma efímera, un ensayo más que sigue a otros
anteriores, precario como ellos y consagrado como ellos al desastre. Lo horrible y
lo monstruoso lo asedian, y los fantasmas y los prodigios le anuncian la desgracia.
Jacques Soustelle, La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la Conquista

¿Estoy avanzando en el tiempo? ¿Avanzo hacia un ciclo del calendario


que no está escrito en la piedra? Tal vez retrocedo buscando los huesos de
nuestros muertos antiguos y corro, corro como flotando, siguiendo mi curso
en el cielo. O corro viajando hacia el alba, hacia otro tiempo y otro
resplandor, hacia el brillo del quinto sol bajo el cual transcurre otra época. Mi
corazón ya quedó en manos del sacerdote, fue raíz de mi otra vida, alimentó
mi otra vida y el gozo y el miedo de allí se han desvanecido por fin. Ahora
comparto la casa del cortejo celeste, aparto de mí las tinieblas, me desgrano
en el aire y como venado del aire voy acompañando al águila. Paso ligero,
vuelo ligero, ilumino como una hoguera que hace de las sombras luz y
cambia las sombras por luz. Dejo una estela que brilla como una hoguera
florida. No hay frío, no hay miedo. Escucho el consejo divino de los
guerreros que aquí simulan combates recordando otro tiempo. Sus rostros
titilan en la oscuridad y borran las sombras que manchan la luna. Renacen y
germinan como dioses nuevos de un mundo más lejos del mundo terrestre, un
mundo más allá del terrestre. Son motivo de alegría, la vida brota como
ofrenda divina después de nuestra muerte sagrada. Las palabras divinas
decían, los himnos sagrados decían que decían los viejos: “Quien ha muerto,
se ha vuelto un dios”. Decían: “Se hizo allí un dios, quiere decir que murió”.
¿Pero en qué reencarnaré? ¿Mi ruta será la de un astro? ¿Seré un presagio
celeste? ¿Sabrán los sacerdotes, guiándose por mi luz, el tiempo de esperar
las lluvias, de fatigarse en la guerra? ¿Seré un guía de astrónomos y rodaré
para siempre hasta que sea una mancha, perdida en la oscuridad, un cometa,
una luz de brillo ajado, con su grandeza perdida? ¿Reencarnaré en el olvido,
fugaz como colibrí? Son las preguntas divinas, los interrogantes divinos,
presagios que el tiempo aclara. Avanzo y reflexiono en ellos. Hacia el final
de mi viaje, cantaré al comprender el misterio. Allí entenderé el misterio. Ya
voy, ya me aproximo, ya llego. Sólo me queda aguardar.

***

Escribir como terapia. Ferneli aquietaba sus peores miedos escribiendo


sobre ellos. Recurría a textos que le hablaran desde otra perspectiva acerca de
sus propios temores, tratando así de comprender el canibalismo que
aniquilaba la especie. Consultaba con frecuencia su Archivo del crimen, un
compendio casi bíblico de atrocidades, historias bárbaras, tragedias y
desgracias, profesiones clandestinas y relatos ilustrativos sobre el tema, a
través de los que conocía la trayectoria desquiciada que en la tierra habían
tenido dementes singulares. La atracción y la repulsión por la muerte eran los
estados en los que se mantenía Ferneli cada vez que abría el Archivo,
descubriendo que –por supuesto– el hombre siempre había sido un lobo para
el hombre pero que también se trataba de algo más. Los pecados vanidosos
de la condesa Báthory, la pederastia sanguinaria de Gilles de Rais camuflada
con el tiempo bajo la dulce trama de un cuento infantil, las invenciones
mortales –la guillotina, la pólvora, el napalm y las secuelas de una
imaginación al servicio de un poder exterminador– demostraban cómo
aquella licantropía se manifestaba con lujo de detalles a través de instintos
múltiples que tenían en la muerte su factor común. Así, se había convertido
casi en una norma la diferencia establecida por un personaje proverbial que
en un acto de aguda observación distinguiera al hombre de otras especies
simplemente por la gracia y el don de la risa. Y todavía el hombre quedaba en
desventaja. “Los animales”, leyó alguna vez Ferneli, “gozan de un privilegio
entre muchos que contribuye a conservar los miembros del clan, la casta, la
carnada o la especie: matan exclusivamente por necesidad, no exactamente
por diversión”.
Los títulos que encabezaban las crónicas del Archivo no podían ser más
elocuentes: “Buenas costumbres. El peatón asesinado”, “Policías paralelas. El
terror incontrolado”, “Crímenes de guerra. Fábricas de exterminio”, “Sangre
política, sangre social”, “De religión, asesino”, “Historia de la novela
policíaca. El lector como detective”.
La conclusión de Ferneli, después de un tiempo considerable en el que
paladeara con horror las páginas del Archivo, era que toda ficción de terror,
toda ficción policíaca, toda ficción gótica o romántica, con sus espectros más
enternecedores o sus historias más desafortunadas, se hacía realidad en una
época tocada por el caos. Aunque ciertos académicos seguían considerando
tales expresiones como anécdotas menores de la Gran Escuela Literaria del
Siglo, como narraciones simplemente para adolescentes, en las fórmulas de
una novela policíaca se podía ver cómo un autor interesado por el crimen,
relataba a sus lectores historias que podían llevarlo a conclusiones tajantes y
algo irónicas, algo amargas, como esta:

El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros
pueden gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres
restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles;
en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese
hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de
una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una
bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por
tener una botella de un litro en el bolsillo; en el que el alto cargo municipal puede
haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno
puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas
sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el
que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero
retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a
nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas o a la policía
no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la
defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un
jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un
ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos y ciertos
escritores de mente reacia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas
inteligentes y hasta divertidas. No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a
veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello
de lo que llamamos civilización. Y todo esto sigue sin ser suficiente.

Una cita que ocupaba un lugar de honor en la cartelera de Ferneli y que


definía con exactitud la corrupción del sistema legal y el estado de las cosas
por el que atravesaba la ciudad. Una muestra de agudeza literaria que podía
ser nada cuando alguien padecía en carne propia incluso la más suave de las
violencias (nota 9). Sin embargo, Ferneli creía ciegamente en la ficción y en
la forma como la ficción podía ennoblecer toda realidad por más trágica que
esta fuera o hacer de la tragedia un motivo para crear todo tipo de juegos
literarios. La imaginación se convertía entonces en el último refugio a
situaciones como aquella en la que se encontraba.
El teléfono, quejándose de forma lamentable, lo salvó de proseguir con
tales reflexiones. Ferneli miró el aparato como una criatura extraña, histérica,
de repente enloquecida o a punto de morderlo. En las últimas horas, después
de alzar la bocina, escuchaba el mensaje que algún fanático del miedo dejaba
en su contestador, cayendo en un estado que no era exactamente la esencia de
la felicidad. Aun así, y a pesar de sus temores, Ferneli se empezaba a
entusiasmar con el asunto, orgulloso de cruzar sus límites. Descolgó con una
sensación simultánea de fascinación y terror, tomando el auricular en sus
manos como si fuera un engendro proveniente del Archivo.
–¿Sí...?
Sara se ahogaba al otro lado del hilo. Otra característica de los últimos
acontecimientos: la ronquera típica de una serie de personajes atípicos en
situaciones atípicas, producto de noches tóxicas, mal dormidas y plagadas de
charlas maratónicas salpicadas por una alegría pasajera, opaca, no del todo
plácida o perversa como la del ronco.
–¿Sí...?
–¿Ferneli? –dijo Sara raspándole el oído desde algún lugar en la
oscuridad de la tierra–. ¿Recuperaste el sentido, la razón, el juicio?
Podía ser un hada, Brigid O’Shaughnnessy en El halcón maltes o alguna
vampiresa por el estilo pronunciando ese mismo parlamento con la ironía
corrosiva de una cinta policíaca. Además, sólo se trataba de otro de los
comportamientos inesperados y sorpresivos de otro de sus personajes, un
comportamiento que la unía y reunía, la identificaba con los protagonistas de
una historia cuyo rumbo desconocía hasta el momento. Ferneli, alegrándose
con la expectativa, se acomodó en la silla y esperó a que Sara prosiguiera
para deleitarse con el que parecía su verbo de insomne y borracha. ¿Dónde
había estado esa noche, la noche hermosa, del baile?
–¿Recuerdas? –continuó–. ¿Tú me espías, yo tampoco; yo te espío, tú
también?
Cantaba con voz agria al otro lado del hilo. Los equívocos, los espías y
los chivatos, hacían en ese momento, de aquella aventura, una aventura de
intrigas. Husmeaban en los rincones, curioseaban atentos al menor ruido y
mantenían vigilantes y algo más que despiertos los ojos de la nuca y el rostro
mientras realizaban un trabajo clandestino, confidencial, obedeciendo a
motivos oscuros, desconocidos para sus enemigos –por supuesto– e incluso
para sus amigos. ¿Quién sería el contacto? Mata Hari continuó:
–Los llamé, les pedí que se comunicaran contigo y ni siquiera tuviste la
decencia de decirme qué pasó...
Su voz era la voz de un gánster, un gánster constipado muriendo en un
callejón, expresándole a nadie su última voluntad antes de abandonar un
mundo casi tan miserable como él. Una voz moldeada por una cadena de
humo entrando hasta sus pulmones, destrozando su garganta y acariciando
sus poros antes de salir de nuevo a un aire casi tan espeso como la pira de
tabaco depositada en su cuerpo. Y con esa voz se había comunicado con
alguien, con ellos o con cualquiera. A Ferneli le daba igual. Esperaba. Y en
su espera, la madeja, por lo visto, se empezaba a enredar cada vez más.
Presentía a un felino invisible y monumental que lo tenía en sus garras,
jugaba con él, lo obligaba a rodar de un lado a otro mientras lo golpeaba con
sus patas, se camuflaba en Carmela, en el pequeño, en Gwymplane. Antes de
pronunciar el más leve murmullo, siguió atendiendo la charla dopada de Sara,
fantástica o apenas real.
–No te asustes –un amago de risa torciéndose en un rostro que bien
podía estar somnoliento y ajado, hizo temblar sus palabras–. No tienes por
qué preocuparte... Escribe... Por todos nosotros, los que habitamos el lado de
acá y podemos ser tus fantasmas en el lado de allá...
Ferneli agradecía que al menos conociera y castigara sus debilidades.
Que las respetara de vez en cuando y las criticara siempre. Podía escribir o
imaginar que un alud de tierra caía sobre Sara. Su voz pasó a ser un zumbido,
un ruido monótono e incomprensible, encadenando un sonido con otro sin
formar palabra alguna. El silencio fue entonces una sensación placentera
cuando Ferneli extinguió la perorata colgando suavemente el teléfono.
Necesitaba pensar y sin dar ninguna explicación a Sara o al fantasma que
fuera, si él quería a Carmela, logró que se esfumara con sólo desearlo. Tal
vez fuera así o tal vez Sara, en realidad, se hallaba durmiendo en la
habitación que seguía al estudio.
Al instante volvió a sonar el teléfono:
–¿Sociedad Protectora de Animales?
El auricular casi se rompe cuando Ferneli lo tiró, colgando de una vez
por todas después de contestar:
–¡Ninguna sociedad ni un carajo!
Luego se escuchó a sí mismo estallando en una carcajada atronadora.

***

Cada día, cuando terminaba de escribir, regresaba al mundo con una


sensación de ligereza, aliviado de una carga que podía pesarle como un
remordimiento o una culpa. Dependiendo de la forma como se hubiera dado
la jornada, podía sentirse reconfortado o hundido en un estado no miserable
pero sí algo melancólico. La coincidencia de esa llamada le demostraba que
su historia no era menos absurda que la realidad que vivía entonces.
Releyendo en la cama, al lado de Sara, Ferneli esperó a que su dama se
despertara por fin de un sueño crepuscular, para hacerle una pregunta con la
que esperaba resolver parte de la historia y su enigma.
–¿Qué sentido tiene el monstruo?
Sara abrió los ojos estirando los párpados como si estuviera sorprendida
con la pregunta de Ferneli. Arrugando la frente y suspirando al descubrir –o
percibir– su aparente ingenuidad, Ferneli, según Sara, podía ser, como
muchos otros personajes, un personaje que bordeaba los extremos. Padecía
los rigores de un Edipo desviado hacia Sara –“Todo hombre, de una u otra
forma, padece conflictos de psiquiatra con su madre o con la dama que venga
a suplantarla”–, o imaginaba y escribía historias truculentas, en mundos
criminales y con personajes enfermizos que sólo demostraban la capacidad
que podían tener una mente apacible y un temperamento tranquilo para
describir universos a los que pertenecía únicamente en la ficción.
Sara siempre había pensado que de ser Ferneli un reflejo fiel de sus
historias, un personaje medianamente lunático como los personajes que
aparecían en sus historias, no podría escribirlas ya que la realidad tal vez las
rebasara, estrechando el amplio margen y las posibilidades que le presentaba
su imaginación. Pero siendo un mortal sosegado y un tanto sedentario, sin ser
el joven prematuramente fofo cuyo único ejercicio es pasar las hojas de los
libros, las historias que escribía eran una forma de complementar su propio
mundo con aspectos tales como la perversidad, la crueldad o el horror. Un
lector le haría alguna vez una pregunta –elemental, aterradora y estúpida–,
intentando averiguar si Ferneli escribía sus cuentos bajo el efecto de alguna
droga: “¿Qué fuma para escribirlos?”. Meditó unos instantes y le replicó al
curioso: “¿Qué fuma usted para hacer esas preguntas?”. Desde entonces vivía
apartado de tales relaciones, teniendo un contacto con el mundo literario a
través de los amigos imaginarios de su biblioteca, siempre disponibles y
siempre fieles. No era lo que se daba en llamar, según predicamento
sicológico, un neurótico. Ninguna etiqueta le decía nada. Pero le demostraba
que nadie soportaba un comportamiento marginal, nadie respetaba –en un
mundo entrometido– el silencio respetable del integrante de una comunidad
parlanchina y arrogante; la soledad en medio de una especie gregaria que, en
la mayoría de los casos, se reunía para disipar su propio tedio. Las huidas
redentoras de los fines de semana a refugios campestres, aislados y distantes
de toda congestión; los excesos gastronómicos atorando de grasa las arterias;
la disposición de un cuerpo cada vez más flácido y el atrofiamiento de un
cerebro semejante a una gelatina porosa, eran para Ferneli –en esa ciudad–
algunos de los ritos con los que se expresaba la Gran Muerte Colectiva, la
consumación y casi el fin de un tipo de vidas que sí eran neuróticas,
frustradas, y respondían a cabalidad a un molde en el que era condenada una
excepción mal entendida o apreciada sin ninguna intención de comprenderla.
Entre El tesoro de la juventud y La rama dorada, en medio de la
enciclopedia infantil y el libro de la magia y la religión, ubicaba Sara a
Ferneli sin dejar de sorprenderse por esa mezcla de personaje de caricatura y
escritor de aventuras fantásticas y de horror.
Vivir con él era someterse a un espectro amplio y variable de cambios
repentinos, de bandazos entre aquel par de extremos que de forma
deslumbrante y sin establecer ninguna diferencia, definían a Ferneli. Recorría
con él un laberinto imaginario o real que abarcaba desde una seriedad
típicamente adulta a la seriedad infantil con la que un lector podía creer en el
reino de Alicia en el país de las Maravillas o en las tramas diseñadas por
James Barrie. Su definición la encontraría Sara en una entrevista realizada a
uno de sus amigos, más que imaginario, entrañable, aludiendo en un video al
sentido del juego, un juego comprendido de la misma forma como siempre lo
asumía Ferneli, en términos que Sara recordaba así: “El mundo de lo lúdico,
una de sus ramas más hermosas, la capital, tal vez sean la literatura y la
poesía y las artes, que forman parte de eso que Huizinga había llamado el
Homo Ludens, el hombre que juega. La verdad es que, en ese sentido, no
podemos reclamar la exclusividad total porque el juego es una cosa tan
importante, tan esencial en los rasgos biológicos de los seres vivientes que,
en los animales, los juegos son muy frecuentes y cuanto más evolucionado
son, más se acercan a nuestros juegos. Es muy hermoso ver cómo juega un
gato, cómo juega un perro, cómo incluso juegan los caballos jóvenes. El
juego es algo que está integrado a la esencia de la vida, no sólo de la vida
humana. Ahora, nosotros, naturalmente, tenemos la posibilidad de crear
juegos, de racionalizarlos, de complicarlos, y por ahí los convertimos en
sinfonías, en poemas, en cuadros o en novelas” (nota 10).
Se trataba entonces de Ferneli en Kensington Gardens, deambulando
entre los árboles al lado de Peter Pan, o Ferneli leyendo y releyendo el
Archivo; Ferneli cabalgando en la corriente de El viento en los sauces y
Ferneli adentrándose en las peores tinieblas de un mundo vampiresco y
negro. De Julio Verne a William Burroughs o de Edgar Allan Poe a los
grabados que sobre la muerte trazara con aire festivo el joven Hans Holbein.
Y Sara asistía a esas metamorfosis permanentes sin salir jamás del asombro
que le producían las dotes de camaleón de su amigo.
La realidad era para él otro juego imaginario y se resistía a salir de la
órbita de ficción en la que permanecía girando día a día, observando los
hechos y sucesos de los días como un drama interminable de gánsteres. “El
enemigo público y cualquier enemigo, son ahora una realidad”. Pero Sara lo
necesitaba afuera de esa cáscara en la que se resguardaba del mundo exterior.
Y la gracia que le produjera algunas veces la nostalgia de Ferneli por su
infancia, por una edad dorada ajena a todo tipo de barbarie, no sólo le parecía
inútil sino también peligrosa.
Pensaba en todo esto mientras los cabellos de ángel de Ferneli le
rozaban la mejilla. Había recostado la cabeza en su hombro y apenas se
movía, petrificado como una momia recién embalsamada. El susurro de su
respiración saliendo pausadamente por sus branquias, era el único signo de
vida que tenía Sara de él. Tal vez disfrutaba en ese momento de un sueño
reparador, durmiéndose con la tranquilidad feliz e inconsciente de un infante.
Un descanso intolerable que Sara interrumpió quitando bruscamente el brazo
que servía de almohada a Ferneli.
Mirando a Sara con una expresión de terror, como si despertara de una
pesadilla y encontrara al frente suyo la imagen gaseosa y terrible de su sueño,
Ferneli extendió un brazo y abriendo la mano con la palma hacia Sara, dijo en
tono suplicante y teatral: “¡Por favor! ¡No dispares! ¡Nunca, jamás te
traicionaría!”.
La apatía de Sara a tales aspavientos siempre funcionaba. Prestarle una
atención excesiva a los esfuerzos desesperados que haría cualquier payaso de
esa clase para ser el centro de atención, era prolongar indefinidamente el
espectáculo. Algunas veces se plegaba a sus juegos e incluso lo podía
derrotar obligándolo a pedir clemencia, implorando cuando ya era suficiente.
Se preguntaba por qué la conmovían esos cambios repentinos y frecuentes
que simulaban una infancia perpetua. La palabra madurez tenía un sentido
ajeno para él, estaba marcada con el estigma que tocaba a una multitud de
rostros adustos y aburridos. “Un escritor en plena madurez”, “Un artista en
plena madurez” o “Un amor en plena madurez”, eran frases reducidas al
mercado del arte o al sentido más ambiguo y funcional de la palabra
madurez. Ferneli abjuraba y conjuraba el molde de una seriedad prefabricada
y esa podía ser una de las razones por las que Sara, en parte, admiraba la
ingenuidad con la que trataba de impedir y ser indiferente al paso del tiempo.
También pensó que de allí venía su terror por la muerte y el hábito, que se
había convertido casi en vicio, de leer lo que encontrara sobre ella,
conociéndola a través de diferentes facetas, teniendo la visión más apropiada
de la muerte en la muerte mexicana, una pelona de la que se hacía sorna
permanente y que no lograba nada ante el humor de los grabados, las
golosinas y las festividades dedicadas a ella.
Sara abrió la puerta del ropero. Corriendo los ganchos de los que
colgaba una sucesión interminable de vestidos, concluyó que una de las
razones por las que quizás Ferneli escribía era la idea ya familiar de distraer
con la escritura el paso del tiempo y derrotarlo. Así podía divertirse a su
manera con la muerte y disfrutar de un juego interminable. “La posibilidad de
crear juegos, de racionalizarlos, de complicarlos, convirtiéndolos en
sinfonías, en poemas, en cuadros o en novelas”.
Escogió un saco azul, moteado de pintas tenues, verdes y rojas. Regresó
a la habitación llevándolo con solemnidad, como si fuera a investir a un
torero. Ferneli se escondía en la penumbra de la habitación. Permanecía entre
las mantas agostando su cuerpo como una fiera agazapada, acechante y a
punto de atacar. A la caída del saco sobre el montón que formaba entre las
mantas y la invitación simultánea de Sara a cenar, Ferneli, como un autómata,
se levantó, aguardó a que Sara se duchara mientras el obtenía ante el espejo
una imagen aceptable de galán, y esperó ante la puerta con el saco engarzado
por el cuello con un dedo.
La belleza de su dama resplandecía como siempre y volviéndole la
espalda, dejó que Sara le colocara la prenda como un sastre con ánimo de ver
el resultado final de un trabajo hecho a conciencia. Ferneli introdujo los
brazos por las mangas, se volvió acomodándose y tomó a Sara de gancho
indicándole que ya podían salir.
–Adelante –dijo abanicando la mano que tenía libre, enderezando la
espalda y caminando con la apostura de un mortal que hubiera devorado un
bastón.

***

Sólo faltaba un piano en el que alguien tocara una melodía nostálgica –


por ejemplo, Mientras pasa el tiempo– y el lugar sería una copia exacta, en
miniatura, mucho más modesta pero exacta, del cabaret de Casablanca.
Aunque Sara no le encontraba el parecido ni siquiera extremando al máximo
su imaginación, Ferneli casi lloraba cuando venían a ese restaurante que
adornaba sus mesas con unas lámparas –según él– estilo Rick’s y era
atendido por meseros de chaquetas finas y un poco lustrosas por el uso. Tenía
una barra al frente de la cual se alineaban los asientos que magullarían
borrachos pasajeros. Los comensales se sentaban en sillas de hierro, forradas
con una tela descolorida, una tela estampada con flores desteñidas por la
muchedumbre que había pasado por allí, sentándose sobre los cojines
impregnados del aroma que caracterizaba al local desde las épocas
inmemoriales cuando lo inauguraran. La carta era gigantesca y alguien
adiestrado tardaba cerca de media hora leyéndola a conciencia, desde las
entradas y especialidades de la casa –el punch a la livornesa, los cannelloni
rossini o el pescado a la bonne femme–, hasta la sección de los postres y los
vinos. El dueño, un italiano que permanecía invariablemente al lado de la
caja, miraba con tristeza imperturbable el movimiento que animaba el
restaurante mientras parecía olvidar con lentitud un pasado doloroso. De vez
en cuando sonreía cuando entraba un viejo cliente al que saludaba con una
mueca de alegría que se iba diluyendo después de un ligero apretón de
manos, una charla mínima y cuando el jefe de meseros, un hombre atildado,
permanentemente engominado y cordial, que parecía igual de veterano al
dueño, requería la atención del cliente para ubicarlo en su mesa.
Conociendo los gustos de cada comensal, monsieur Renault –en realidad
se llamaba Santiago pero Ferneli prolongaba así su recuerdo de la película
bautizándolo con el nombre de uno de sus personajes queridos– los sentó a
una mesa colocada al lado de la baranda de una pequeña terraza desde la que
se dominaba el primer piso. Tomó el pedido escribiendo en una libreta sobre
la que desplazaba rápidamente una pluma negra y alargada, parecida a una
boquilla de hueso que temblaba con nerviosismo en sus manos, y bajó con la
misma ligereza y rapidez por la escalera, repitiendo un trayecto que siempre
era igual: pasaba por la barra, dejaba la orden de bebidas, y luego caminaba
hasta una ventanilla que daba a la cocina, entregando otra papeleta con la
orden de la cena y la forma como esta debía presentarse y servirse. Al final
del recorrido, Santiago esperaba la llegada de un nuevo comensal al que
atendía con un ritual idéntico, deteniéndose en las mesas cuando el local se
iba llenando, preguntando qué necesitaban sus clientes, preocupándose por
que estuvieran satisfechos y, dependiendo del caso, reprochándoles el hecho
de que no hubieran visitado el restaurante con la frecuencia necesaria para él.
Santiago amaba su trabajo y sus mejores amigos eran aquellos que
disfrutaban de él y nunca lo olvidaban.
–Sabía que regresarían –les dijo mientras retiraba los asientos y le daba
un último repaso al mantel–. Nada impedirá que los amigos de Santiago sigan
siendo fieles a su cocina y a él.
Días antes, en un restaurante cercano a ese, un maniático exhibiría lo
peor de su locura militar disparando contra la concurrencia que estaba
reunida allí. Recordando la jungla donde transcurrieran sus pesadillas de
guerra, el hombre mostraría con orgullo un rifle al que con seguridad no
dejaría de hacerle el amor un sólo día, para luego disparar sacando a flote a
un Hyde que opacó del todo al Jekyll bonachón con el que lo identificaban
sus vecinos (nota 11). Una masacre que aún resultaba extraña en la ciudad,
obedeciendo al estilo de la época, preocupando a los dueños de negocios
como ese ya que, en el sector, la clientela solamente había aumentado en el
lugar del crimen debido a la fascinación morbosa que desencadenaban tales
casos –“Y no sería extraño”, pensaba Ferneli, “que con el tiempo canonizaran
al hombre o que su tumba se convirtiera en motivo de supersticiones o
rogativas”–. Una procesión de entrometidos trataba entonces de atisbar por la
ventana al menos un hilo de sangre que satisficiera su curiosidad, para luego
relatar con detalles espectaculares la dimensión que tenía para ellos la
tragedia, disfrutando de los gestos de espanto que ocasionaría en su audiencia
un relato salpicado de algo más que sangre. Una multitud inversamente
proporcional a la clientela habitual y ahora atemorizada que frecuentara,
antes del terror, restaurantes como el de Santiago.
Los primeros que regresarían sin reparos, serían los fieles a los que él se
refería con la satisfacción evidente que hacía brillar sus ojos cuando
conversaba con la pareja a la que extrañara días atrás.
–Señora Sara, usted es hoy mi invitada. –Santiago, colocándose tras ella,
le indicó en el menú la cena y el orden apropiado para un homenaje
apropiado–: champiñones a la sauté de entrada, carne a la piazzetta
acompañada de una ensalada mixta, más un chianti seco como el más seco de
los desiertos y una sorpresa siciliana de postre.
Sara nunca elegía los platos en ese restaurante. Seguía los consejos de
Santiago, aceptándolos sin condiciones y acogiéndose a las sugerencias que
hacían de él un personaje querido por sus comensales. Devolviéndole la carta,
Sara asintió con una sonrisa que lanzó destellos a la luz de la lámpara.
Ferneli, deslumbrado por su creciente belleza, también se acogió a la
sabiduría gastronómica de Santiago, apurando antes que nada y con una
gracia que a muchos les podría parecer de otro siglo, la copa rebosante y
plena que la naturaleza le presentaba en la figura de Sara.
Era el Santo Grial hecho realidad en esa mesa. Y Ferneli podía
comprobar que no era una ilusión, que podía entrar en contacto con ese
fragmento de eternidad, con sólo extender su mano y posarla sobre la de Sara.
Una sensación que lo redimía de la incertidumbre de los últimos días,
encontrando en ella la salvación a un terror incierto, al miedo que le infundía
un espectro cada vez más cercano. Para expresar una verdad absoluta, con la
sencillez y la ingenuidad de los lugares comunes, simplemente le diría:
“Sara... No sabes cómo te he querido y te quiero todavía”. Y le estaría
ofreciendo todo un mundo en esa frase aunque nunca sería suficiente. Sin
embargo, no importaba. Estar en presencia de ella le bastaba para descubrir
que allí se encontraba el equilibrio, la vía de escape a toda circunstancia
trágica, el contrapeso a una realidad que no era del todo grata y que podía
ennoblecerse a través de un don como aquel que disfrutaba Ferneli.
Los ojos de Sara resplandecieron, dorándose cálidamente con un tinte
similar al del brandy que chispeaba cuando era servido en el bar, haciendo
combustión con el aire. Inclinándose sobre la mesa, el contraste de la luz con
las líneas de sombra que surcaban suavemente su rostro, dejó pasmado a
Ferneli que agradecía el espectáculo.
–Yo también te he querido siempre.
Alzó entonces la copa que habían dejado en su mesa, y brindó en
silencio, con un gesto elocuente que hizo de Ferneli un dios, cualquier dios,
un ser invulnerable, hechizado por un encanto pasajero.
Sara bajó la copa, la abandonó a la luz de la lámpara y abriendo su
bolso, extrajo de él un sobre que vomitaba recortes de prensa. Por la puerta
del restaurante entró una corriente helada acompañando a Sydney Greenstreet
y al Mayor Strasser, y cuando Sara desplegaba su colección de noticias
–“Asesinados La Momia y Drácula. Crimen pasional en el día de las brujas”,
“Sida en Hollywood. Muere estrella del porno”, “Nada hay seguro en la vida.
Durmiendo en su cama, muere por desprendimiento del techo”.
El hombre al que Ferneli había apodado con el nombre de Greenstreet,
era un gordo monumental que encajaba su vientre amplio y gelatinoso sobre
unas piernas diminutas y gruesas. Soportando tal estructura, las piernas
parecían oprimidas, aplastadas, como si fueran muñones que no guardaban
ninguna proporción con el palacio de carne que debían sostener. Ferneli
imaginó que la piel oculta tras la tela de lino blanco, debía estar violácea por
la pésima circulación de una sangre corriendo con dificultad por las venas.
Greenstreet aumentaba aún más su peso con una leontina de oro que colgaba
de su chaleco, gruesa como una cadena para atar al perro más feroz del
infierno, al más negro Cancerbero, y con una serie de anillos que parecían
remedar los ojos de varios dragones muertos, titilando de forma descomunal
en sus dedos. El armario adiposo exhibía sobre sus hombros una bola rojiza y
congestionada, entre cuyos pliegues se veían un par de ojillos que brillaban
como puntas de alfiler, perdidos entre la grasa. Era un muñeco de cuerda, un
autómata que al menor gesto de Strasser movía su cabeza a un lado y otro,
girándola sobre un resorte escondido en su cuello y riéndose de forma
estruendosa: Ag, ag, ag, ag...
El mayor lo escoltaba enfundado en un uniforme juagado con almidón.
Un figurín de cartón, de color verde oscuro, que se mostraba orgulloso del
arco iris de insignias cosido contra su pecho. Su piel, una cera blanquecina y
pálida, envolvía el cráneo irregular donde brillaba una calvicie incipiente,
apenas disimulada por algunas hebras de pelo, ordenadas con esmero y
peinadas con rigor. El mayor avanzaba como si fuera de piedra, pisando de
tal forma que sus tacones martillaban el piso de forma insistente y monótona,
sin permitir que su presencia pasara desapercibida. El conjunto aparentaba un
soldado de metal, un jefe de la policía incapaz de emociones, quebrándose tal
ilusión cuando el mayor torcía su rostro con los gestos de una amabilidad
calculada y ambigua.
El dueño del restaurante se mantuvo alejado de ellos, a una distancia
prudente, y Santiago los ubicó con una cordialidad mesurada, sin ir más allá
de una cortesía formal, demostrando la paciencia y la tolerancia que había
aprendido en años de soportar a una clientela variada.
–¿No nos acompaña el dueño? –preguntó Strasser a Santiago mientras
desplegaba la servilleta sobre sus muslos con ademán arrogante.
–¡Oh! Tendrán que disculparlo –respondió–. Esta noche prefiere estar
solo.
Greenstreet dejó escapar una de sus toses burlescas, restándole
importancia al asunto y pasando por alto el gesto despectivo de Strasser.
–Muy bien –replicó el policía alzándose de hombros, pegando sus
brazos a los costados y dejando que sus manos colgaran de sus muñecas, con
las palmas hacia arriba y los dedos ligeramente curvados, como un par de
alitas tratando de escapar del cuerpo. Empezó a leer la carta después de
echarle un vistazo al hombre que permanecía sentado al lado de la caja,
desgranando con tedio un mazo de naipes que iba cayendo sobre la mesa,
revelándole un misterio descifrado al azar. Jugaba tranquilo, despreocupado
del mundo y de sus miserias, incluso de aquellas que podían invadir el lugar.
Santiago se ocuparía.
Greenstreet examinaba con avidez las promesas suculentas que le
anunciaba la carta. Señalaba los platos con una de las pinzas gruesas y
titilantes que salían de sus almohadillas de carne, preguntándole a Santiago
cómo venían preparados. La explicación trataba de ser exhaustiva y concluía
con la escritura del pedido en la libreta, repitiéndose la operación las veces
necesarias para que Santiago anotara la orden de un banquete que hubiera
nutrido a un muerto. Strasser, honrando su estilo espartano, fue parco. Allí se
mostraba, con esa combinación de apetitos, una ley de la amistad o de cómo
las mejores relaciones se basan en tolerar las diferencias, con lo que se
fortalece un vínculo a toda prueba.
Ferneli salió poco a poco de la catalepsia y el estado hipnótico que le
produjeran las apariciones. Para su fortuna, y gracias al tacto de Santiago, los
espectros quedaron en un rincón del primer piso donde se perdían contra el
fondo oscuro de la cortina. Apenas se oían sus voces y Sara continuó con la
exhibición que le tenía preparada a su amigo, sin preocuparse por los
fantasmas que lo acosaban, por los dos hombres de los que él hablaba, pero
sin olvidar la prudencia con la que lograba ahuyentar sus temores.
–No se trata de una recopilación de sucesos sensacionales baratos –le
dijo Sara cuando notó que Ferneli estaba leyendo el revés de los recortes.
Colocándolos en orden, volviendo las hojas que ocultaron el lado folletinesco
que se encontraba por una de sus caras, le presentó una antología de noticias
que le descubrieron a Ferneli el genio y el talento del señor Palau. Un
muestrario de proezas criminales que hicieron de esa mesa un pequeño
escenario de atrocidades.
Al contrario de la prensa escandalosa que quedó al respaldo de tales
noticias, de las aventuras que pertenecían a un melodrama de acontecimientos
que no lograban espeluznar completamente al lector ya que –a pesar de su
realidad– estaban a la altura de un radioteatro del crimen, las notas que
firmaba Palau eran el producto de un cronista profesional del caos, habituado
a develar en sus columnas los meandros de una corrupción acerca de la que
escribía con conocimiento de causa, descubriendo los temas de sus noticias al
mismo tiempo que los padecía, obteniendo una información de primera mano
que le daba una faceta inesperada a sus textos, mostrando el poder como un
vicio cuyos placeres y abusos hablaban de la decadencia de una especie.
Palau, según la fanática de sus artículos que tenía Ferneli al frente suyo,
escribía sus análisis y perfiles de una violencia sin fronteras, siendo él mismo
–según testimonio de Sara– un personaje entre los personajes que retrataba,
un actor que lograba pasar desapercibido cuando se encontraba al frente de
los que luego serían los protagonistas de sus artículos. Y allí estaban para que
Ferneli los leyera con cuidado, mientras Sara se los iba alcanzando luego de
una cuidadosa selección.
Algunos podrían ser textos de ciencia ficción. Se leían como la crónica
fantástica de un país atacado por la ira, la histeria o por sus peores virtudes –
un ejercicio inusitado del soborno, una competencia a toda prueba para
disfrutar del fraude o una destreza casi inverosímil para aprovecharse de los
olvidos fatales de una población manipulada que escasamente recordaba su
pasado inmediato–. Titulares sobre el tráfico de armas realizado bajo los más
aterradores misterios –“Desaparece testigo clave del contrabando de armas”–,
apuntes sobre la tecnología increíble para combatir a un enemigo que podía
ser cualquiera –“Robots para el ejército a prueba de balas”– o relatos de una
prosa firme, directa y sin concesiones, que ponían en aviso al hombre acerca
de su extinción –“Descubren fosa común en campo de adiestramiento en la
selva”–, revelaron a Ferneli los instintos más insospechados. El caso de los
cadáveres sin nombre, desfigurados por el tiempo que llevaban sepultados,
amontonados unos sobre otros como momias de las que nadie tenía memoria
o que eran recordadas por nadie ya que habían desaparecido sin dejar ningún
rastro, podían representar el extremo al que había llegado la arrogancia del
poder.
Palau tenía a su favor la capacidad de escalofriar a su lector con
argumentos que no dejaban lugar a dudas. Les daba a los asuntos más
descabellados –“¿Quién o qué es el asesino? Las autoridades no tienen pistas
del monstruo”– una credibilidad que producía, luego de terminar la lectura,
reacciones previsibles. Por ejemplo, mirar de reojo y con prevención al
prójimo que se acercaba en la calle o que atendía a sus clientes con una
sonrisa complaciente, orgulloso de la forma como hacía su trabajo, con una
gran dosis de dignidad pero escondiendo tal vez a un demente criminal tras la
máscara de su bondad. Alguna vez Ferneli publicó un artículo sobre un
escritor policíaco: “La ‘frustración de la raza’ de la que hablara XX...
Después de leer literatura policíaca, el lector no logra reacomodarse en el
sillón con la misma placidez que disfrutara al abrir el libro, antes de iniciar la
lectura. Luego del encuentro con esa especie de ‘texto maldito’ en que puede
convertirse una trama policíaca inteligente y aguda, la visión de la ciudad se
modifica, transformándose por la forma como el escritor muestra un mundo
en descomposición; por la forma como evidencia un odio social que se
convierte, en la práctica, en hechos criminales. Este género trabaja con
personajes tangibles, dándoles características palpables y reales,
despojándolos de su aire de ficción y obligándolos a dar un salto que puede
aterrarnos. Del terreno puramente imaginario pasan a vivir en un plano de
nuestra realidad gracias a las noticias de prensa y a las fotografías que
ilustran sus hazañas criminales. No es difícil descubrir que, tarde o temprano,
vivimos en medio de una aventura policiaca, donde no puede afirmarse con
certeza a qué lado se encuentra el criminal y en cuál su víctima. Todos, de
una u otra manera, participamos del crimen”.
En el caso de Palau, esa mezcla de testimonio y ficción que preocupaba
a Ferneli, se refería, con lujo de detalles y a través de facetas variadas, a la
amenaza que representaba “la frustración de la raza”, a la venganza que
muchos se habían propuesto para cobrar en sus víctimas la ira que les
producía un resentimiento ancestral. Ferneli leyó los artículos con avidez,
repulsión y angustia. No eran el tipo de crónicas que disfrutaba a menudo,
enmarcadas en un pasado legendario y rodeadas por el aire mítico que el
tiempo le da a una época casi imaginaria cuando es de otro siglo, aun cuando
se tengan de ella los datos históricos más precisos. La atrocidad de los textos
estaba en la forma como se mostraba que un legado criminal, una herencia de
la perversidad, se había perpetuado hasta alcanzar un nivel que escapaba a
todo juicio y razón, a toda lógica que no fuera una lógica tétrica.
Sara aguardaba en silencio, esperando una opinión. La fragilidad de
Ferneli siempre la desconcertaba. No comprendía el origen de esa fascinación
por un tema que le producía un miedo oscuro. “Nada puede ser más
entretenido que el hecho de sentir miedo. De ahí el éxito de las novelas y los
films de terror” (nota 12). Pero se estaba desmoronando con esa muestra de
horror que leía y que bien podría incluir en su archivo personal del crimen.
Sara lo estaba retando, confrontándolo a través de Palau, demostrándole el
piso real de toda ficción, colocando en evidencia sus peores debilidades. Y
sin embargo, la conmovió un sentimiento encontrado de alegría y tristeza
cuando vio la reacción que le había producido la pluma del señor Palau.
Cuando acabó la tortura, Ferneli alzó la vista. Sara estaba escondida tras
una gasa de agua. Su figura tenía contornos difusos. A través de la niebla
líquida que le opacaba la vista, notó que un halo de luz la envolvía. Se
quebraba en destellos irregulares, formando estrellas de agua que
resplandecían rodeando su imagen. Ferneli estaba esperando que empezara a
levitar, que un prodigio le confirmara el aire de santidad que siempre le había
atribuido a ese personaje considerado por él como una aparición milagrosa.
Alcanzó a vislumbrar que una sonrisa cruzaba por su rostro antes de escuchar
a Santiago acercándose a la mesa, seguido de una batería de platos y fuentes,
y una procesión de meseros que fueron presentados uno a uno, concluyendo
el desfile con una frase que ayudó a aliviar la tensión.
–¡Oh! Señora –dijo Santiago al estilo de monsieur Renault–, creo que
estamos en presencia de un sentimental.
Ferneli sonrió. Pasándose una mano por los ojos, se quitó el telón de
agua que le desvanecía la imagen de Sara.
El aroma sazonado que despedía la comida reanimó a los comensales. El
color del tomate macerado, esparcido sobre la carne como una nata rojiza,
una salsa espesa y consistente, hizo vivir a Ferneli otra de sus fantasías. Se
convirtió en un momento, pasando sorpresiva y rápidamente de un estado de
ánimo a otro, en un hermano de sangre de todo vampiro viviente, a punto de
salir volando, aleteando de dicha por manjares como aquellos, de apariencia
hemofílica. Antes de saborear las viandas que harían de esa noche un
homenaje al placer, hizo un brindis ceremonioso, profundo y pausado,
elogiando los poderes curativos de un alimento único, de condes, la sangre.
Sara y Santiago escucharon con atención. Por un instante, el movimiento que
se suscitaba alrededor de la mesa, se detuvo mientras Ferneli brindaba.
Sosteniendo su copa de vino con estilo teatral, dijo a la concurrencia:
–Bendita y considerada como fuente de energía, la sangre, en algunas
épocas –y no es broma– sería el remedio eficaz para aliviar las dolencias de
anémicos y tuberculosos. En el París del ochocientos, según anota el gran
Izzo en su Libro de cocina insólita, jóvenes pálidos y señoritas escleróticas
iban por las mañanas a beber sangre humeante y todavía cálida de vida, salida
del cuello recién cortado de la res... También se puede agregar que la sangre,
por los siglos de los siglos, se ha considerado fuente sagrada de vida.
¡Bebamos pues esta noche, pensando que aquí tomamos la misma sangre de
Judas, condenado por su traición a deleitarnos por siempre!
Y empinando la copa, Ferneli bebió de un trago su contenido,
curvándose hacia atrás con un gesto aprendido de cosaco cinematográfico.
Sosteniendo como un asta su brazo extendido, Ferneli trazó en el aire un
semicírculo mostrando el cristal transparente como prueba de su hazaña.
Luego lo abandonó sobre la mesa con un golpe seco. A los aplausos de
Santiago y su ejército, se unieron los de la clientela que llenaba el restaurante,
pensando que allí se estaba celebrando un cumpleaños o un festejo especial.
Manteniéndose todavía en pie, Ferneli golpeó con un cubierto la copa,
atrayendo la atención de un local otra vez en silencio.
–Ahora –dijo señalando la cena–, disfrutemos de nuestro festín.
Disfrutemos como aquellos que al verse asediados por la peste, se empeñan
en gozar sin límite, sin límite y en exceso, antes de llegar la muerte.
Sara notó que el vino había achispado a Ferneli. Pisaba una lata de
cerveza y ya quedaba borracho. Una mañana lo encontró dormido en su
estudio, con una novela de gánsteres caída en el suelo, y un vaso lleno hasta
el borde de un whisky que apenas había probado. “Estaba bebiendo al ritmo
del protagonista y en la segunda página me quedé dormido”. Así que pocas
veces podía disfrutar de un delirio etílico. Su imaginación se exaltaba y creía
encontrarse, como en ese momento, en un escenario donde interpretaba el
papel de los personajes que admiraba. Sara parecía entonces Ilse en versión
Ingrid Bergman, y Ferneli interpretaba con ella una de las primeras
secuencias nocturnas de Casablanca. “No sabes cómo te he querido y te
quiero todavía”.
Haciéndole un guiño a Santiago, Sara le pidió que lo ayudara a sentar.
Ferneli miró con ojos perdidos a su amigo, complacido por su presencia y por
el hecho de encontrar en él a un nombre que al placer de su comida agregaba
el placer de una amistad entrañable y cálida. Antes de sentarse le palmeó
cariñosamente la mejilla, pronunciando una y otra vez su nombre, como si
mencionara a una especie incomparable y única.
–Buen provecho, señor Ferneli –dijo Santiago–. Riegue su comida con
vino y beba para espantar los fantasmas.
Ferneli recordó a Greenstreet y al mayor Strasser, y suponiendo que se
había colocado en evidencia ante ellos, se acomodó en su silla tratando de
encogerse a un tamaño ridículo, de Lilliput. Los dos fantasmas levitaban en el
aire o apenas se veían porque flotaban translúcidos en el aire del restaurante.
–No hay de qué preocuparse, señor Ferneli. Santiago lo ha dispuesto
todo.
Su voz era afable y lo hacía sentir seguro. Mirando a su amigo, Ferneli
le dijo, tratando de no escurrirse en la silla y controlando el vértigo que le
producía el sopor del vino:
–Santiago... Quiero pedirte un favor –Ferneli hizo una pausa y después
continuó–: Nunca te marches de la ciudad... Nunca... Jamás regresaré a
recordarte.
Le pidió a Sara que le llenara de nuevo la copa para brindar, con algo de
melancolía, por su amistad bondadosa. Santiago le agradeció el gesto a
Ferneli y se despidió diciendo:
–Espero que la comida confirme lo que dice, señor Ferneli. Buen
apetito.
Y luego de una leve inclinación de cabeza, se retiró con la certeza de
una confianza y una amistad sinceras.
Parecía una noche perfecta. Transcurría apacible y tranquila. No era el
reino imaginario de espantos perdidos en el mar del tiempo o el cielo oscuro
por el que cruzaban las siluetas de una legión de brujas volando hacia el
aquelarre. Pero Ferneli estaba cada vez más deslumbrado por la encarnación
de la belleza en el rostro de Sara. Tocaba cada uno de sus rasgos y su
semblante, más allá del humo que siempre lo envolvía, era la perfección de la
forma. Ella lo miraba con expresión divertida, aspirando un cigarrillo tras
otro, dándose tiempo para volver al tema del señor Palau. Añadió una nueva
colilla a un cenicero tapizado de cenizas y empezó a comer lentamente.
Ferneli no se daba treguas. Sus mandíbulas trabajaban al máximo saboreando
los manjares, triturándolos con placer único. En un merecido descanso y
mientras aguardaba para atacar con igual energía el siguiente plato, consideró
que estaba saboreando las ofrendas de un homenaje ritual. “El dios del placer
y el misterio se encuentra entre nosotros”. La risa del gordo le confirmó su
sentencia. Ferneli pensó que estaba delirando por una libación que, para su
falta de destreza alcohólica, había alcanzado un nivel mitológico. “¡Oh!
Ayúdanos joven Dioniso”, suplicó mentalmente.
–Sara –dijo arqueándose sobre la mesa, susurrando para que nadie lo
oyera–. Creo que debemos irnos.
Sara se alzó de hombros. No comprendía qué pasaba.
–Escucha... –le dijo Ferneli, suspendiendo una mano en el aire,
pidiéndole que guardara silencio.
Al instante oyó cómo Greenstreet celebraba un comentario de Strasser.
“¿Qué diferencia hay entre un policía y un delincuente? Que uno de ellos no
tiene uniforme”. Ag. Ag. Ag. Ag...
–Sara –le dijo de nuevo Ferneli, señalando el sobre con los recortes–.
¿De qué se trata todo esto?
Sara sonrió y le dijo que no se preocupara. No le prestaba demasiada
atención a los espectros de Greenstreet y Strasser, pero le inquietaba su
temperamento voluble. Ver cómo a Ferneli lo asaltaba una pesadilla que se
diluía y volvía repentinamente. Aunque no era un misterio lo que acababa de
leer –“Disfrutemos como aquellos que al verse asediados por la peste, se
empeñaban en gozar sin límite, sin límite y en exceso, antes de llegar la
muerte”–, su pregunta no resultaba ingenua pero sí prolongaba el juego
aparentando ignorar las reglas. Sara no tenía prisa por marcharse. Era el
momento apropiado para repetir las palabras con las que finalizara su relato
un cronista legendario de la peste: “Cien mil almas se llevó/ ¡Pero yo
sobrevivo!” (nota 13). Podían gozar como aquellos pestilentes de otros siglos,
considerando que el terror de esa rara enfermedad que asolaba a la ciudad,
aún no los tenía cercados y sólo se manifestaba para ellos en una serie de
noticias de prensa. ¿Era tal vez algo para celebrar?
–¿El terror? –se preguntó Ferneli viendo a sus personajes merodear por
el restaurante–. ¿El miedo? Los sentimos porque son el resultado de una
incertidumbre padecida a todo momento, en hechos producidos al azar,
sucediéndose sin ningún tipo de aviso, de repente, cuando ya es inevitable
que nos involucremos en ellos.
Sara estaba de acuerdo. Comprendía su temor ante una violencia real
pero no dejaba de sorprenderla el terror que padecía Ferneli ante una
violencia imaginaria, aunque fuera en apariencia. Plasmar en la ficción toda
clase de miedos, era una idea, además de vieja, efectiva. Palau y la mejor –o
peor– literatura que se escribía sobre el crimen, compartían un mismo terreno
con las noticias diarias. La realidad era entonces un relato policíaco de
dimensiones excéntricas, a gran escala, inevitable para amigos y enemigos
del género.
–Sara –dijo Ferneli mientras buscaba en los bolsillos de su saco–, sé lo
que estás pensando. También yo tengo algo que mostrarte.
Sacó una libreta y la deslizó a través de la mesa, abierta en una hoja en
la que se leía: “El espectro de la violencia es particularmente aterrador e
intolerable para nosotros cuando lo vivimos a sangre fría. Las artes, sin
embargo, evaden ese brutal impacto por su apariencia, amable a las
emociones. Lo presenta cálidamente, convirtiendo el terror en disfrute y la
crueldad en compasión. Participamos de la violencia sin sufrir sus
consecuencias diabólicas. El arte, de hecho, nos permite, como en ciertos
rituales, satisfacer nuestros deseos olímpicos para estimular las fuerzas de la
naturaleza. Su poder no-violento tiene una influencia terapéutica y
catalizadora” (nota 14).
–Y no estoy borracho –se quejó Ferneli.
Sara brindó cuando terminó de leer.
–Como consuelo está bien –dijo después de llenar las copas y alzar la
suya–. Pero no te ilusiones –Bebió un trago, lo saboreó lentamente, y
continuó–. Palau no utiliza alegorías, ni audacias gramaticales ni le interesa
encontrarse en el lado de allá o de acá. Y sus artículos son tal vez más
efectivos que los preciosos relatos, adornados y exquisitos, de ciertos
escritores dotados de un talento que a veces los agobia.
Podía tener el ingenio de un conversador de salón. La imagen que tenía
Ferneli de sí mismo se desdibujaba entonces y trataba de aceptar los retos
propuestos por Sara.
Ferneli acarició la mano que descansaba en la mesa, complaciendo su
mirada con el velo cálido que la luz de la lámpara dejaba en el rostro de Sara.
Sus ojos resplandecían sobre el borde de la copa que sostenía en la otra,
recibiendo el reflejo del cristal cuando lo inclinaba para beber.
Con los labios todavía brillantes por la humedad que en ellos había
dejado el vino, Sara le dijo mientras jugueteaba con su mano:
–Sólo espero no ser otra fantasía de esta y de otras historias o del
repertorio ficticio de un Ferneli que en ocasiones tampoco parece real.
Ferneli sonrió. Estaba depurando su estilo. Frases claras, directas y
concisas. En la tradición de un laconismo que no precisaba de rodeos para
expresar una idea. “No usar dos palabras cuando una baste”. Viejo lema
periodístico. Al dorso de la hoja, Sara escribió y repitió: “No sabes cómo te
he querido y te quiero todavía”.
–Como consuelo está bien –replicó Ferneli después de leer, brindando
por última vez y guardando la libreta.
Santiago se aproximaba con su ofrenda siciliana. Una cassata gélida, de
colores vivos y cristalizados por el frío, formando entre sí las capas que
excavaría el cubierto diligente de un comensal ansioso.
–Señora Sara, la sorpresa anunciada –le dijo Santiago mientras servía el
helado–. Enfría los ánimos y es digestiva.
Ella sonrió y levantándose del asiento, le agradeció con un beso su
gentileza. Para Ferneli era el postre apropiado. “Ensalada casanova para
revivir amantes, cassata a la siciliana para niños y golosos de 150 kilos”.
Cuando Santiago le colocó el platillo al frente, aplaudió, y colocando de
forma dramática las manos abiertas contra su pecho, dijo imitando a un
supuesto duende del teatro isabelino:
–Santiago... El ángel más agraciado de la corte celestial. ¿Cómo
corresponder a tu preciosa bondad? –tomó entonces su mano y la besó con
respeto, como un paje cortesano que rindiera tributo de gratitud a su
benefactor y señor.
Santiago estaba admirado.
–No es nada, señor Ferneli –respondió–. La casa invita. Ferneli estaba
admirado.
La sensación del helado derritiéndose en su boca, deshaciéndose al
contacto con una lengua crispada, diluyéndose en un flujo que bajaba apenas
tibio por su garganta, lo hizo exclamar:
–¡Perfecto!
Subrayó su comentario sobre la excelencia del postre formando un
círculo con el pulgar y el índice, dejando extendidos los demás dedos y
balanceando una mano en dirección de Santiago con un movimiento corto y
preciso. También él se levantó y abrazó a su amigo. Al coro de risas que salió
de la mesa, se unió la carcajada del gordo festejando otra ocurrencia debida al
Mayor. “¿Por qué se parecen un político y un buitre? Porque ambos viven de
la corrupción”. Ag. Ag. Ag. Ag...
Lo estaban fastidiando Greenstreet y Strasser. El chiste no era malo pero
Ferneli pensó que podía ser mejor. Kinison lo habría hecho mejor. Belushi,
intoxicado y borracho, lo habría hecho mejor. Lenny Bruce... Él lo habría
escrito y dicho mejor, deprimido, borracho y censurado por la moral y sus
héroes espantados con su humor. Y la carcajada del gordo sólo le demostraba
la simpleza de espíritu del personaje. Le parecía excesiva la forma como
festejaba al Mayor. Imaginaba a un ser barato, vulgar y manipulador, del tipo
“sé lo que tengo, sé lo que soy, después de mí no hay nada mejor”. Y aunque
estaba a punto de olvidarse de ellos, allí estaban, aterrándolo por el sentido, el
simbolismo o lo que pudieran significar en su historia.
–No te preocupes –le dijo Sara distrayéndolo–. Todo fantasma que se
avergüenza de su fealdad, desaparece.
–¿Proverbio chino? –preguntó Ferneli.
Sara bebió el resto de vino que quedaba en su copa. Tomando luego
entre sus manos la botella vacía, la elevó como si fuera Hamlet en trance con
la calavera.
–He ahí los restos de nuestra dicha pasajera –dijo suspirando con
tristeza–. Esperemos que no sea interrumpida de forma repentina y cruel.
Ferneli presenciaba un ensayo escolar de la asignatura “Shakespeare”.
Santiago atendía a los alumnos con café recién preparado. El joven Dioniso
volvía a presentarse cargando de energía la atmósfera.
–¡Oh! Dios maniático –pensó Ferneli–. Enséñanos qué máscaras
llevamos y qué clase de ilusión representamos.
De las tazas de café se alzó un vaho reconocible, impregnado de un olor
que había atravesado los siglos. Era estimulante y cálido, y la sensación de
seguridad que siempre ofrece un recuerdo familiar, arraigado en la memoria
por generaciones, se reforzó con la ejecución de un ritual también idéntico en
sus principios para todo bebedor, empedernido o no, del elixir. Santiago
inclinaba sobre las tazas una cafetera de metal, y el sonido de las cucharillas
revolviendo el azúcar, configuraban los gestos aprendidos de una costumbre
remota en sus orígenes.
–Ferneli –dijo Sara–, las fichas son el lado de allá y el lado de acá, y
ahora es tu turno.
Ferneli la miró entrecerrando los ojos, dejando que oscilara su cabeza
con el movimiento pendular de un borracho.
–¿Eso? –preguntó con una mueca dirigida al sobre donde se encontraban
los recortes de Palau–. No es ninguna proeza.
Marcó el ritmo de cada palabra golpeando con el índice en la mesa,
como si quisiera clavarlo de punta en la madera.
–De ningún modo... –continuó, imitando la pronunciación acuosa y
distorsionada de un alcohólico.
Sara bebía su café dándose tiempo, aceptando el juego de Ferneli.
–También yo estoy admirada –dijo–. ¿Te comportas como el ideal de un
hombre escéptico, duro y desencantado, no es cierto? ¿Cómo dice Rick?
–“No me interesa la política y los problemas de los pueblos no son de mi
incumbencia. Lo mío es un café”. Pero ese tampoco es mi problema.
–¿Un rezago de otra generación perdida?
–No. Un miembro de una generación desengañada, que asiste a cambios
críticos y evoluciona al ritmo que le imponen esos cambios, obligada a
soportar una violencia que nunca imaginó y que se encuentra entre dos
generaciones opuestas entre sí. Una generación que ha visto cómo se
derrumba el piso moral sobre el que se levantara la generación anterior, ahora
resentida, pesimista y amargada por la forma como una nueva época le
enseñó que más allá de la cuadrícula política o estética en la que vivía,
existían otros mundos, mundos que ahora envidian porque muchos de los
integrantes de esa generación los vieron pasar a su lado sin advertirlos
siquiera o se quedaron rezagados en el camino que les indicaron otros, siendo
ahora los oficinistas o los padres de familia que siempre repudiaron. Temían
caer en el modelo de una vida tediosa y rutinaria, y ahora la padecen,
atrapados en el peor y más conocido de los lugares comunes. Sin embargo, a
pesar de su decadencia, era una generación esperanzada, arraigada en una
serie de valores cuya solidez fue pasajera pero al fin y al cabo sólida en su
momento, al contrario de una generación como la que viene después de
nosotros, una generación de bla, bla, bla, estúpida, facilista y vanidosa, con
pocos ideales o ninguno, que tiene como meta parecerse a los modelos
atilados que publicite una marca prestigiosa de bebidas cola, cuando no está
hundida en una miseria cada vez más patética, habituada a una muerte
cotidiana o inevitable. Mi generación puede ilustrar la crisis de este fin de
siglo. Pero ha sabido aprovechar, por lo menos las excepciones a la norma, lo
que para ella son los errores de las dos generaciones entre las que se
encuentra, tratando de entender los motivos que determinaron el desencanto
de la generación anterior y evitando el estilo epidérmico o el romance con la
muerte de la que nos sigue. Tal vez mi generación resurja de la aridez que
padece en el momento. Está pasando por ese período necesario de pobreza
que ha precedido a movimientos que pueden ser decisivos o no en la historia,
para manifestarse después, luego de comprender y analizar su caos, con una
creatividad novedosa. Pero no permanece indiferente ni apática. Y para
demostrarte que soy un miembro de mi generación, voy a cruzar el umbral al
frente del cual siempre me has visto congelado, estático, petrificado ante la
idea de dar el paso hacia otra dimensión, una dimensión real, capaz de
transformar cualquier temperamento libresco o fantasioso.
Sara cayó en un mutismo absoluto. No tenía qué agregar. Allí estaba ese
joven que pasaba de la imitación de un borracho fastidioso a manifestarle su
declaración de principios, defendiéndose de todo lo que ella le dijera o
estuviera a punto de decirle. “Su generación...”. Ferneli asumía su nuevo
papel sin posturas falsas o tratando de imitar un comportamiento
preconcebido y moldeado por un mundo de ficciones, amplio y variado. Los
monstruos de Palau podían representar para él otra aventura de cómic, la
prolongación de una película de dibujos animados, pero su actitud era real. Y
bastaba, por lo menos para ella.
Pasando suavemente la yema de sus dedos por el sobre, Sara te entregó a
Ferneli un nuevo volumen para su Archivo del crimen, una visión sensata de
un asunto que podía parecer descabellado. Evitando la vajilla, trepando por
encima de las servilletas, aprovechando los espacios que quedaban entre el
mantel y los arcos que formaban los cubiertos, obligándose a un lento rodeo
por los obstáculos que se presentaban, Sara se entretuvo empujando el
rectángulo monstruoso a tramos cortos, llevándolo de un extremo a otro de la
mesa. Su mano parecía una araña tratando de subir por una piedra en la que
resbalaba. En su lomo se notaban los hilos azulosos de las venas,
extendiéndose con cada movimiento de su cuerpo, contrayéndose al instante
y ensanchándose otra vez para darle un nuevo impulso de milímetros al
sobre. Al llegar cerca de Ferneli, encontró en el borde del papel una suave
resistencia. Recompensando la esforzada labor del arácnido magnífico,
Ferneli se inclinó para besar su piel brillante.
–El dossier negro –dijo levantándose con el archivo de Palau en su
poder–. Tomaré notas, haré diagramas y te presentaré un resumen detallado
después de releerlo con cuidado.
Sara acarició el rostro de Ferneli.
–No se trata de un examen.
Ferneli estremeció ligeramente el reverso del lomo de la araña. La punta
de su lengua recorrió aquella superficie, probando su sabor. Las líneas que
encerraban los designios de un destino misterioso para ambos, quedaron
sorpresivamente resguardadas en el puño de Sara. El pacto fue sellado así con
un beso impresionante de lagarto.
A esa hora el restaurante se llenaba de un silencio que anunciaba el
cierre del local. Sara descubrió al levantarse de la mesa que Greenstreet y
Strasser ya no estaban. Tal vez seguían cenando en un texto o un mundo
imaginado por Ferneli. En una página al frente de la cual él pensaría en la risa
del gordo desatada por la gracia del mayor, viéndose a sí mismo cómo otro
personaje de la historia. El hecho era que Santiago los estaba esperando en la
puerta, satisfecho por la forma como había conducido el festín de aquella
mesa.
–No olviden el camino –dijo mientras estrechaba la mano de sus
comensales–. Se arrepentirían de no volver a recorrerlo.
Sara y Ferneli sonrieron, estrechando con la misma calidez la mano de
su amigo. Podían definirlo con un lema: Conocerlo es quererlo.
El dueño seguía desgranando el mazo de naipes, como si estuviera
condenado eternamente a jugar con el azar. Ferneli alcanzó a vislumbrar,
poco antes de salir a la avenida, el vuelo de un as de diamantes,
resplandeciente y único, cayendo sobre la mesa. Al mismo tiempo, el
gargarismo ruidoso que lo había acompañado obsesivamente esa noche, lo
aturdió una vez más: Ag. Ag. Ag. Ag. Apreciaba no haber escuchado el
chiste o, por lo menos, no haberlo imaginado.
En el lado opuesto al restaurante, en un muro donde un profeta callejero
había escrito su mensaje con letras enormes y monstruosas, Ferneli leyó un
proverbio singular: “Antes de tener un accidente, no coma”.
Entonces lo empezó a ver.

***

Los demás muertos iban al Mictlan, o mundo inferior. Tenían que vencer varios
peligros antes de que pudieran continuar su vida allí, de tal manera que iban
provistos de amuletos y obsequios para el viaje, que duraba el sagrado número de
cuatro días. El caminante tenía que viajar entre dos montañas que amenazaban con
aplastarlo, escapar primero de una serpiente, después de un cocodrilo monstruoso;
cruzar 8 desiertos; subir 8 colinas, y soportar un viento helado que le arrojaba
piedras y cuchillos de obsidiana. Después llegaba a un ancho río que cruzaba
montado en un pequeño perro rojo, al que a veces se incluía en la tumba, junto con
los demás objetos funerarios, para este objeto. Finalmente, al llegar a su destino, el
viajero ofrecía obsequios al Señor de los Muertos, quien lo enviaba a una de nueve
diferentes regiones. Algunas versiones hacían que el muerto permaneciera durante
un período de prueba de cuatro años en los nueve infiernos, antes de que
continuara su vida en el Mictlan, cosa que, como en el Hades griego, carecía de
significación moral.
George Vaillant, La civilización azteca

Predije mi muerte. Elegí mi muerte. Me regocijé en mi muerte. Pero no


hay gozo en la alegría de mi muerte. Acaso el destino era otro, otro el
camino. Hijo y ofrenda de un dios, eso fui en el sacrificio. Mi corazón, flor de
sangre, maíz de sangre mi corazón, lluvia de sangre que regó el altar. El cielo
siguió su curso, se conmovió, vio el llanto de mi corazón. Anuncié así el
fuego y el principio de un nuevo fuego, de otro período de vida. Fui así el
muerto divino, águila en la casa del águila. Pero he viajado hasta la región de
la muerte, estoy en la región de la muerte. En la morada del norte, habitada
por el señor de la muerte. Donde se oculta el sol, donde se oscurece para
volver a nacer, escapando hacia un mundo anterior a la muerte, iluminando
ese mundo. ¿De dónde brota la vida? Nací en la tierra en el tiempo del
venado, en un tiempo florecido, disfruté de la vida que se tiene una vez en la
tierra. Como el sol, crecí sobre la tierra, a la que todo regresa para volver a
nacer. Ahora, las flores se tuercen, no brilla la sangre, en un mismo rostro, la
muerte y la vida cantan en la oscuridad. Acá, los huesos marchitos, las
máscaras frágiles de muertos marchitos, están en la oscuridad. Los seres
salvajes, los animales de los días terribles, que salen cuando todo oscurece,
aguardan para escapar. No hay alegría en mi muerte. Acaso el destino era
otro. Sobre mi cuerpo, un viento de obsidiana sopla. Con mi muerte
comprendo el canto: “De pronto salimos del sueño, sólo vinimos a soñar, no
es cierto, no es cierto, que vinimos a vivir sobre la tierra. Como yerba en
primavera es nuestro ser. Nuestro corazón hace nacer, germinan flores de
nuestra carne. Algunas abren sus corolas, luego se secan”. He viajado hasta la
región de la muerte. ¡Que yo supere las pruebas! ¡Que yo disfrute mi muerte!
El año de la peste

“¿Hasta cuándo tendremos que vivir y convivir con la tragedia?”. La pregunta


que se hacía la lectora de un periódico local, era un eco a las voces de
protesta que entonces se escucharon clamando, suplicando y reclamando una
pronta y efectiva solución al caos.
El fantasma de la peste; las crónicas y reportajes publicados durante la
epidemia; los estudios que intentaban aclarar la situación, explicarles a sus
lectores los orígenes, motivos, causas y posibles consecuencias; los temores y
terrores de una comunidad que vivía en la incertidumbre, agobiada por los
hechos y sucesos de un azar cada vez más peligroso, demostraron que el
destino era incierto para todos, que las víctimas –e incluso el asesino–, podía
ser cualquiera.
La calle –tierra de nadie o campo de batalla–, obligó a sus parroquianos
a tomar las precauciones que anteceden la llegada de un ciclón. Una multitud
de amas de casa, procurando proteger la economía de sus hogares con la
sabia y calculada providencia madurada por los años que llevaban
comandando a sus familias, no dudaron en saquear las tiendas de abarrotes
aquietando así los nervios ante lo que ellas suponían una larga hibernación
esperando que la peste amainara. Trasladándose a los sótanos, abandonando a
su suerte los pisos superiores de las edificaciones, fueron muchos los que
hallaron, en la oscuridad y el silencio de un refugio temporal, un conjuro a la
desgracia. Para aquellos que siguieron –o intentaron– vivir y convivir
normalmente en la tragedia, sus oficios y trabajos demostraban que una
misma incertidumbre cobijaba su mundo y el mundo subterráneo de los
topos, habitando en los cimientos de las casas. Las ventanas de edificios se
vieron protegidas, de un extremo a otro, por metros de cinta adhesiva que
evitaban el seguro resquebrajamiento de los cristales por culpa de un mal aire
o un bandazo de la atmósfera que tal vez penetrara en las oficinas o en las
habitaciones de durmientes apacibles, ocasionando accidentes irreparables o
muertes seguras. En ciertas construcciones de la ciudad, consideradas en otro
tiempo como emblema aristocrático de un lugar cuyos nobles no honraban
precisamente la belleza y la gracia aparente de su casta, el panorama era aún
más desolado debido a la fragilidad que demostraba un poder cuyo reino
había sido, años atrás, invulnerable. La hiedra trepaba a su antojo por los
muros y las verjas rechinaban en sus goznes como un eco del gemido y los
lamentos de sus dueños. Las calles al frente de tales mansiones, estaban
ocupadas por una procesión estática de automóviles, pudriéndose lentamente
bajo la caricia de un óxido inclemente y la presión de un aire espeso que
desinflaba los neumáticos dándoles la apariencia de seres resignados a su
suerte, inclinados hacia un lado, retorciendo los fierros de una carrocería
inservible. Al interior de tales autos, como espantos que asustaban
transeúntes, se alcanzaban a observar las siluetas sombrías e igualmente
ruinosas de aquellos seres que ya parecían petrificados en un gesto de
vigilancia permanente, protegiendo el bienestar de los espíritus que
deambulaban con sus penas por los pasillos de las casas imaginando que
vivían un sueño.
Todos eran sospechosos, estaban contagiados o podían contagiar al
prójimo que ingenuamente se acercaba tratando de aliviar su soledad y el
terror que invadía como la enfermedad los ánimos más dulces o apacibles.
Los psiquiatras, orgullosos de obtener en la miseria y a costa de la miseria de
sus pacientes, ganancias insospechadas en un tiempo de pobreza,
prolongaban con astucia sus sesiones sin lograr resultados positivos. La
población infantil se enfrentaba con incertidumbre y desconcierto a un futuro
sin promesas. Durante una exposición de pintura para niños entre los cinco y
los doce años, el jurado de la misma dijo estar impresionado por los títulos
que acompañaban dibujos no menos desconcertantes o desoladores. Teniendo
como base el tema Mi país, los niños ofrecieron su visión de un lugar
agobiado por los más hondos temores, por extraños monstruos que invadían
sus hogares, titulando sus dibujos con frases que podían ser lapidarias: “El
mundo tranquilo donde queremos vivir no existe.
Cada quien velaba por su seguridad y bienestar, compadeciendo
ocasionalmente a un vecino caído en desgracia. Pero el olvido era
proporcional al momento en el que se producía un acontecimiento que
rebasara en crueldad al anterior. Un periodista, brillando con humor tétrico o
tratando de acomodar la situación a sus propios intereses, declaró que “este
país necesita una guerra civil o una calamidad general para que sus gentes se
solidaricen entre sí”.
¿Un miedo irracional? Se afirmó, no sin conocimiento de causa, que la
situación era de guerra, similar a una guerra o peor que una guerra. Las
anécdotas escandalosas, el sensacionalismo de rumores infundados y
espectaculares, las historietas callejeras que circulaban, propagándose con un
dramatismo que aumentaba en cada versión de las mismas, también
contribuyeron a engendrar y engrandecer el malestar. Incluso el comentario
teatral o siniestro acerca de sucesos que nadie podía comprobar pero que
todos imaginaban, causaba una impresión más honda, más duradera, que el
recuento cotidiano y aterrador realizado por un noticiero o un diario. La
realidad sobrepasaba así cualquier fantasía, caprichosa o alucinante, que
pudiera propiciar alguno de los tantos genios de las aventuras de horror.
Sin excepción, cada transeúnte se convirtió en un autor potencial de
tramas escalofriantes. Una legión de cronistas y narradores, tocados por un
vuelo imaginativo único y sorprendente, mezclaba ladinamente en sus
cuentos personajes y elementos de una situación verídica con ficciones de su
propio repertorio. El auditorio permanecía embelesado, escuchando sin
parpadear una historia infinita, con variantes y matices que podían ser
laberínticos, y en las esquinas de la ciudad, en los cafetines de buena y mala
muerte, en el recinto móvil de un bus de transporte urbano, en reuniones
familiares y acontecimientos sociales, en las juntas de señoras reunidas para
el juego de toruro o en mítines gastronómicos, en los restaurantes donde se
comía evitando que la vajilla hiciera el menor ruido, entre los trasnochadores
de una ciudad insomne, en las plazas públicas, se veían los corrillos que
rodeaban a tales autores. Luciéndose con una elocuencia encantada, aterraban
a su audiencia, asombrándola con un rosario de palabras cuyo artificio
convertía un asunto de terror en algo palpable y real.
Gracias a esa fascinación con la cual atraían a su público, y al talento
con el que lograban reunir en un relato a una concurrencia diversa, fueron
muchos los que vieron sus historias editadas en folletines, pasquines o libros
de lujo. Y no faltó el caso de algunos de estos artistas que terminaron
escribiendo en los diarios, recompensados con un sueldo que no les permitía
una vida totalmente holgada pero sí un tanto más plácida.
El instinto de conservación de una comunidad al borde de la ruina, llevó
a una serie de organizaciones a formar cuadrillas de rescate para la
recuperación de la dignidad nacional. En un principio, en las poblaciones
donde se detectó el brote de la peste como una epidemia aguda y
escalofriante, esta solución fue acogida con verdadero alborozo. Por unos
días se conjuró la desgracia con jolgorios prolongados, carnavales cívicos y
un aire de fiesta que deslumbró, con chispazos de esperanza, a quienes se
mostraban orgullosos de este intento por traer de nuevo al país una serenidad
y una paz que ya parecían totalmente perdidas. El último borracho que se
paseó por las calles fue un viento helado que soplaba dando tumbos,
congelando con su aliento tal explosión de alegría. Poco después, el terror fue
de nuevo la marca de los comandantes, mandos medios y soldados rasos de
aquellos ejércitos de salvamento utilizados para beneficio de sus dueños e
integrantes. La alternativa fue entonces tergiversada, manipulada y
aprovechada según la conveniencia y el gusto de aquellos interesados en
perpetuar la epidemia.
El hedor que flotaba en el aire y el rastro confuso de un aroma podrido
asombró a la muchedumbre incontenible de corresponsales desplazados por
las agencias de prensa. Alentados por la temeridad a realizar un trabajo que
implicaba grandes riesgos, la noticia de la peste fue motivo de primeras
planas en los diarios más prestigiosos de imperios económicos no menos
prestigiosos, sorprendiendo a sus lectores con el registro espectacular de la
tragedia.
“Esta época se recordará como otro estigma de la historia nacional”,
declaraba un pasajero poco antes de abordar un avión cuyo itinerario no fue
revelado.
Descubrir que se encontraban en las vecindades de la peste, obligó a los
que entonces fueron considerados como héroes locales, a escapar de una
amenaza que empezaba a cernirse sobre ellos. Cada quien esgrimía su
derecho a resolver como quisiera sus miedos personales, respirando otros
aires, con otro tipo de tóxicos volátiles, procurando encontrar en otra
atmósfera un bienestar más saludable o menos incierto.
Nadie tenía entonces una respuesta acertada a la pregunta de cómo o de
qué forma se podía convivir diariamente con la plaga, la epidemia o la peste.
III

Ferneli recordó un poema acerca de un dios legendario:

Su cara teñida de negro,


su cuerpo está embadurnado de negro.
Su rostro con motas como granos de salvia.
Su chalequillo de rocío,
su tocado de plumas de garza colocado en su cabeza.
Su collar de jade.
Sus caderas ceñidas con ropajes a manera de
columnas,
tiene su manto,
sus campanillas puestas en sus piernas,
sus sandalias de hule.
En un brazo tiene un escudo con una flor acuática,
tiene de un lado en una mano su bastón de junco.

A la luz de la lámpara, la página resplandecía con aquellos caracteres


que parecían surgir desde el fondo del papel. La blancura de la hoja y la
silueta de cada palabra, contrastaban en una franja trazada correctamente, con
esmero tipográfico. Un misterio de otro tiempo se revelaba entonces y el
lector, gracias a los dones de un invento no menos legendario como la
imprenta, asistía a un pasado remoto. Imaginaba al autor y compartía con él,
durante su lectura, la visión de un mundo imaginario. Los símbolos de la
tristeza, la guerra o el hechizo de las flores, no eran los mismos. El
significado de un dibujo en el que se veía un templo en llamas o el ideograma
que representaba el transcurso de los días, permanecía en aquellos caracteres
que eran apenas una remembranza de la lengua original. La visión de un
universo que encerraba misterios casi indescifrables –la presencia de la
muerte, los designios de los astros, el capricho de un destino cuya suerte era
asunto de los dioses– se había perpetuado en las líneas de cada una de las
letras que configuraban un alfabeto manejado con destreza por viejos
traductores. En los rasgos mucho más simples de un idioma hablado por
“hombres deformes, personajes monstruosos, de dos cabezas pero un solo
cuerpo”, se recrearon jeroglíficos y reflexiones, hazañas de guerra o presagios
funestos, himnos sagrados y semblanzas de una corte cruelmente liquidada, la
historia de un mundo al que se le atribuían orígenes míticos. Un oficio
emprendido con paciencia por sacerdotes que supieron cómo reducir a
palabras el esplendor de una época. Un testimonio igualmente duradero a las
construcciones vacías y monumentales donde se vislumbraran los rostros y
atavíos de personajes legendarios, convirtiéndose en el tema de una página
los hechos de sus vidas.
Ferneli leía la descripción de la indumentaria de aquel dios tratando de
encontrar una semejanza con la imagen que tenía de su personaje. Aunque no
era exactamente una divinidad, pensaba que su sacrificio le había otorgado
una dignidad sagrada. El retrato, tal vez imaginario, que mostraba en su
cartelera la figura de un rey de belleza incomparable –y algo europea por la
delicadeza teatral de sus rasgos–, era una aproximación casi perfecta. Dueño
de una gracia y un aire de nobleza que se habrían diluido en el tiempo de no
ser por el ilustrador de un manuscrito ahora preservado en un santuario
libresco, aparecía con una manta y un taparrabo –un maxtlatl, tal y como
anotara el autor de un volumen precioso para Ferneli por la sorpresa que le
deparara–, decorados con dibujos geométricos. Adornaba su cabeza con un
tocado de plumas y orejeras, además de un collar y brazaletes, y tenía en una
de sus manos un abanico y en la otra un ramillete de flores. Sus pies estaban
calzados con sandalias y la expresión de su rostro –ajustado por Ferneli a su
memoria arqueológica como un rostro de frente inclinada, nariz prominente y
labios salientes– mostraba una serenidad reflexiva. La disposición de su
cuerpo era de relajamiento, imprimiéndole a su pose una fragilidad y una
suavidad en las formas que podían transformarse en cualquier momento,
cambiando el ramillete por un cuchillo de piedra para manipular en los
sacrificios (nota 15).
El rey acompañaba a Ferneli desde el momento en el que hojeara las
páginas del libro. Para él significó un golpe de suerte volver la hoja que como
una lámina delgada y leve, como un velo de textura frágil, persistía en ocultar
su imagen. La levantó sin esfuerzo, deslumbrándose con el hallazgo. En
aquella superficie aparecía la estampa, hasta ese momento difusa, del
personaje que relataba a Ferneli los motivos de su sacrificio, guiándolo en su
viaje por la muerte, presentándole una dimensión que pertenecía a un tiempo
ceremonial, un tiempo con una inteligencia ritual que aliviaba de pesares y
tristezas a los elegidos que serían inmolados en un altar donde alcanzaban la
gloria. No se trataba de dioses sin compasión, de una muerte cruel
comprendida como un castigo celeste. No era la manifestación patética de
una civilización corrupta. Se trataba de una ofrenda mortuoria con la que se
procuraba un bien comunal.
Los elementos de una naturaleza cambiante –la humedad de las lluvias
matinales, un frío que lograba cruzar las barreras de cristales que nunca eran
lo suficientemente gruesos para atajarlo, y el resplandor de un sol que en
ocasiones lograba colarse a través de la opacidad de un clima que sólo podía
ser esplendoroso, y de hecho lo era, en el último mes del año–, habían
empalidecido las líneas del dibujo colocado en un extremo de la cartelera, al
lado de la ventana. El papel se amarillaba bajo una luz corrosiva y la nitidez
perdida de la imagen la recuperó Ferneli al vislumbrar claramente, tal vez por
un trastorno visual, al personaje que lo esperaba en la calle.
Sara empezó a caminar enroscándole en el cuello un brazo que más
parecía el ala benefactora de un ave protegiendo a su cría. Atrayéndolo a su
lado, obligándolo a recostar su cabeza en un hombro al que apenas alcanzaba
por una cuestión de centímetros y una estatura perceptiblemente diferente, lo
ahogó plácidamente con aquel abrazo estrecho, conjurando el efecto de una
alucinación momentánea.
En el muro, además de la costra grisácea que la nube tóxica de un tráfico
intenso había dejado en su superficie, desvaneciéndose progresivamente
desde la base hasta desaparecer como una tela desvaída hacia la mitad de su
altura, sólo quedaba la frase resaltando bajo la luz mortecina del alumbrado
público de la ciudad. Una luz pálida y desapacible, en la que se borrara el
rastro translúcido de la aparición que en un principio parecía salir desde el
interior de la piedra, estampada como un dibujo en relieve, como una figura
que hubiera sido dibujada en el aire, de forma tenue, ofreciéndole a Ferneli
un calco real de la imagen ficticia que tenía de su personaje, del poema que
estaba leyendo y del rey de su cartelera.
Tarde o temprano, siempre se tropezaba con sus engendros más íntimos
en las calles de una ciudad que no era propicia a ellos. Cualquier fantasía era
aplastada, casi inevitablemente, por una atmósfera cruda y escueta, ideando
cada cual sus estrategias más apropiadas para enfrentar –o por lo menos
disimular– el ánimo característico del lugar. La escritura era entonces una
posibilidad, diseñar un mundo propio resultaba saludable, aprovechar la
miseria cotidiana para convertirla en literatura o incluso ocultarse en esos
momentos en el cabello espeso de Sara, dejándose guiar hasta el apartamento
por ella, podían ser algunas de las alternativas que permitían hacerse a una
idea personal de ese espacio azotado por los fríos perpetuos de una noche
invariable.
También podía tratarse de una imitación consciente del miedo del
avestruz. Y la apatía pensante, el alma trepada en las cimas del amor, los
refugios de la poesía, la ira o la tristeza, o los intentos por encontrar verdades
trascendentales en los demás o en sí mismo, en algunos casos eran
simplemente manifestaciones exquisitas de una cobardía –según Sara una
deformación profesional–, a la que Ferneli había prometido sobreponerse, no
exactamente por mantener una de las tantas poses de coctel de las que
siempre abjuraba.
El riesgo y los riesgos de los retos de Sara... En una de las hojas de su
libreta, encerrada con un marco de líneas rojas y negras, transcribió una
sentencia dicha por ella, de forma desordenada, durante una conversación.
Ferneli ordenó las ideas para tener el placer de ejercitarse escribiéndolas,
redondeando una frase que le resultaba conmovedora, acertada, dándole a
cada palabra un brillo dorado: “Aparentemente, y debido a una tradición de
siglos, la audacia o el riesgo son los estados por los que puede pasar un
hombre para considerarse como tal. Pero, en realidad, es a través de las
circunstancias más simples o cotidianas en las que ese hombre puede
demostrar la dignidad con la cual vive o con la que alguien puede convivir
decorosamente con él. La amistad o un amor exigentes, son entonces dos
pruebas de fuego que exigen un esfuerzo al nivel de las mayores proezas”.
Y sin embargo, los términos podían invertirse. Habían paladeado una
amistad sin límites y se encontraban en el terreno de las “mayores proezas”
entendidas en su sentido más tradicional. Para Ferneli el espectáculo ya había
comenzado y se alistaba a entrar en su momento dramático, en el instante que
definía la participación y el papel de los personajes que a partir de entonces
vivirían una situación extrema.
Así que cuando llegaron, cuando Ferneli encontró la tarjeta que siempre
deslizaba bajo su puerta el director de los Laboratorios, y Sara decidió
acostarse a dormir, Ferneli leyó y releyó los textos que durante esos meses
había frecuentado para escribir su historia.
Parecía un monje despejando con su luz la oscuridad que invadía o
intentaba invadir la habitación. Escudriñando bajo la lámpara la selva de
papel que lo rodeaba, revisaba el libro donde se encontraban los poemas de
los dioses, concentrándose en la piel blanquecina de una página que resaltaba
en medio del caos aparente de recortes y volúmenes que inundaban la mesa y
lo cercaban, componiendo, cada cual a su manera, su modelo personal del
horror. Ferneli era así el hombre ante la muerte. Durante su lectura se repetía
incesantemente una oración sencilla, de fácil recordación, debida a un
sacerdote de aldea que entusiasmó con su lenguaje escueto, poco fantasioso y
excepcional si se tiene en cuenta que muchas plegarias son fragmentos de
historias fantásticas, a un infante que sería con el tiempo especialista en toda
ficción criminal y presentador de un volumen sobre el cine criminal.
“Queridos hermanos”, anotaba recordando la letanía del sacerdote. “Yo
moriré, tú morirás, todos nosotros moriremos...” (nota 16).
No era una afirmación novedosa, ni siquiera deslumbrante. Simplemente
una verdad de aire eterno, que podía contrarrestarse ideando estrategias para
aprovechar el tiempo del que disponía cada cual para hacer más plácido su
transcurso en la Tierra. Y Ferneli elaboraba cada día las reglas de su juego
personal, realizando un acto de vampirismo literario al tomar prestadas las
vidas y aventuras de sus personajes, adentrándose con ellos en tramas que le
permitían distraer el fantasma de un destino ineludible. Aun así, nunca
imaginó que se convertirían en una realidad palpable como la que vivía
ahora.
Sara podía estar durmiendo en su habitación. Greenstreet y Strasser
podían ser algo más que simples notas desperdigadas en la cartelera donde se
esbozaba el perfil de cada uno de ellos. El señor Palau tal vez escribía en esos
momentos una crónica sobre algún crimen reciente o inexplicable en la sala
de redacción de un periódico desolado por el que corría el frío de la
madrugada, mientras que un profundo desconcierto, una extrañeza sin límite,
agobiaba a la víctima sagrada de un ritual que observaba los estragos de un
tiempo inclemente, convirtiendo en ruinas una civilización que él, en parte,
ayudara a construir. Incluso el teléfono podía sonar a una hora tan inesperada
como esa, dejándole a Ferneli un mensaje que escuchó como si el aparato
tuviera vida propia: “Sara está con usted. No los hemos vigilado. Nos
enteramos al azar y, como le advirtiéramos en un principio, trabajamos sin
presionar a nadie. Sólo buscamos su colaboración”.
Ferneli se volvió en su silla poco antes de que el hombre colgara.
Cuando el timbre del teléfono hizo un chasquido corto, indicando que la
conferencia había terminado, alcanzó a vislumbrar a través de la oscuridad
que anegaba la ventana, un chispazo de luz que se desvanecía en el último
piso de un edificio cercano. Un rastro en el agua, una pista sin ningún valor.
Seguramente el apartamento de una traductora trabajando hasta altas horas de
la noche, fatigada por el sueño, o un amigo que se despedía luego de una
visita prolongada. Podía ser allí o en cualquier otro sitio donde emplazaran
los binóculos o el telescopio con los que alguien espiaba sus movimientos,
sus horarios de trabajo y el desconcierto que le producían tales llamadas. ¿Tal
vez el gordo y su amigo siguiéndole los pasos después que se marcharon del
restaurante? Apenas había tenido un contacto pasajero con ellos y era
demasiado pronto para que estuvieran tras él, luego de la confianza –y el
equívoco con un Palau que ya aparecía demasiado en aquella historia–,
demostrados por el gordo en su cámara de vapor.
La cortina se balanceó pesadamente durante unos instantes después que
Ferneli la cerrara con un golpe seco que estuvo a punto de reventar sus
cordones. El paño grueso y oscuro que le daba a la habitación un aire de
intimidad, frustrando todo fisgoneo hacia su interior al mismo tiempo que
corría un telón sobre la ciudad, levantó una brisa que hizo revolotear hasta el
piso algunos de los papeles que estaban sobre la mesa. Tratando de controlar
la mezcla de temor y pánico con la que reaccionaba cuando tenía que
enfrentarse a situaciones que no comprendía, Ferneli respiró honda y
pausadamente siguiendo la recomendación más simple y antigua para
apaciguar los ataques de nervios. El instinto ancestral de la bestia acosada,
huyendo de un peligro inminente, surgía entonces desde las zonas más
oscuras de su mente. De nuevo disfrutaba de la pesadilla que una galería de
espectros gaseosos le hacía padecer, tomando formas concretas cuando los
imaginaba como algo cercano e inevitable.
Tal vez Sara tuviera la respuesta al misterio. No sabía de qué clase o
bajo qué condiciones. Pero, al fin y al cabo, era en parte por ella y por una
damisela entre perversa y perversa –o dulce y perversa–, que Ferneli estaba
pasando a ser testigo y cómplice de un asunto turbio.
Cuando el jadeo nervioso que lo ahogaba se amoldó al ritmo natural de
su respiración, decidió levantar el reguero del piso antes de ir a su cuarto.
Charles Beaumont y John Fante (“Entonces sucedió algo peculiar. Mi padre
murió. Estábamos trabajando, mezclando piedra y cemento, y de repente sentí
que su rostro había dejado el mundo. Lo miré y allí estaba escrito. Sus ojos
estaban abiertos, sus manos se movían, salpicaba cemento, pero estaba
muerto, y no tenía nada que decir en la muerte. A veces desaparecía tras los
árboles, como un espectro, para orinar. ¿Cómo puede estar muerto, me
pregunté, y todavía caminar y orinar?”), estaban bajo una silla. A su lado, la
frase de un noticiero repetía su verdad incontrovertible sobre el miedo que
padecían los habitantes desprotegidos de una zona de matanzas donde el
consuelo de la religión nunca era suficiente: “A estos campesinos sólo les
queda implorar a un Dios que siempre les ha sido esquivo mientras esperan
otra nueva arremetida”. Un aviso publicitario seguía pregonando su lema,
enredado entre las hojas de una revista que inexplicablemente lo había
prensado en su vuelo: “Llegará el día en que todos podamos ser famosos Por
quince minutos. Andy Warhol. Usted puede tener FAMA por un año”. Una
máxima del siglo o el credo de un negocio para complacer la vanidad de
clientes que representaran fielmente una época de frustración. Doblándose
sobre el brazo de un asiento, se veía el fragmento de un artículo –“El club del
fuego infernal”– copiado con tintes de varios colores. Ferneli recordó a su
autor, un periodista querido que siempre celebraba el placer de las horas
nocturnas (“Tengo una teoría: la verdad nunca se dice en el horario de nueve
a cinco”) y la necesidad de ir incluso más allá del fondo de las cosas (nota
17). En el fragmento anotado se preguntaba al respecto de los falsos profetas
del siglo: “¿Por cuánto tiempo, oh Señor, por cuánto tiempo? ¿Son todos los
predicadores de TV degenerados? ¿Se revuelcan y gritan con rameras cuando
no están frente a las cámaras? ¿Son todos ladrones, charlatanes y chulos?”.
Empezaba a presionar la cabeza de una tachuela contra el borde superior
de una tarjeta que ya tenía su espacio en la cartelera, cuando escuchó, sin
sobresaltarse y acostumbrándose al absurdo de aquellos días, el timbre de lo
que podría llamarse su línea telefónica secreta. Solamente Sara conocía ese
número y el juego consistía en utilizarlo para llamadas de emergencia. Pero
en esos momentos no tenía certeza de nada, no podía planear nada ni sabía
qué rumbo tomaría nada.
El teléfono timbró un par de veces, Ferneli escuchó su propia voz en el
contestador, aguardando a que Sara le dejara otro mensaje en una cinta que
era exclusivamente suya. La imaginó recostada en su cama, entreteniendo un
insomnio vampiresco con una llamada que hacía desde su habitación a ese
teléfono. Ferneli estaba al frente de la cartelera después de colocar la tarjeta
en su sitio, formando la figura de un triángulo con las líneas que a través del
aire se trazaban entre él, Sara y el mueble donde estaba el aparato. Desde allí
se oyó a sí mismo como si fuera un fantasma, como si fuera otro el que
hablaba, en otro tiempo y en un lugar distante, como si estuviera recordando
vagamente en su memoria a un amigo perdido que reaparecía de repente, sin
anunciar su regreso, sorprendiéndolo el tono de una voz que se había diluido
durante su ausencia.
Cuando el silencio retornó momentáneamente al apartamento, Ferneli
aprovechó los segundos que transcurrieron entre la señal y el mensaje para
prepararse a otra situación inesperada. Alcanzaba a percibir con nitidez el
golpe seco que hacía girar su corazón de forma convulsiva. No era otro
capricho de su imaginación el que lo hizo escuchar la voz aniñada de aquella
Carmela que le imploraba de nuevo su piedad y compañía: “Qué forma de
escabullirse y qué curiosos sus amigos...”, dijo la doncella con su aire festivo
y descomplicado. Esta vez no la acompañaba una melodía suave que hiciera
todavía más equívocas sus intenciones. A las notas simbólicas y espirituales
que podían ambientar un santuario hindú, un burdel refinado o un centro de
relajación de dudosa procedencia, las suplantaba un murmullo que se filtraba
apagadamente a través de las palabras de la muchacha que aguardó un
momento antes de proseguir, suponiendo –o adivinando– que alguien la
escuchaba: “No nos dieron tiempo de cruzar palabra... Espero que no esté
disgustado conmigo –¿Haría pucheros mientras pedía disculpas?–, pero creo
que merezco una explicación...”. Ferneli apenas respiraba tratando de
identificar el sonido que se oía al fondo de aquella voz. Tenía algo así como
un relieve que le daba una cercanía extraña, como si un duende murmullara
en la oscuridad, dentro de su oído, atravesando el espacio en vuelos rápidos y
sin ninguna lógica. “No sé si le exijo demasiado pero, créame, necesito hablar
con usted... Urgentemente”. Esa voz no provenía de otra parte que no fuera su
apartamento. No lo estaban llamando desde un teléfono que se encontrara
conectado a una distancia mayor de cinco o diez metros, por mucho algunos
pasos, no más de los que podía dar de una habitación a otra. La modulación
teatral y cuidadosa utilizada por Carmela para convencerlo de una inocencia
que era cada vez más turbia, las hendiduras de silencio que se interponían
entre sus palabras, tenían un eco que llegaba hasta Ferneli en oleadas casi
inaudibles pero de una fidelidad tal que a la voz que sonaba en el contestador
la precedía un hilo de sonido exactamente igual al que escucharía después en
el aparato. El efecto era similar al de un disco que anunciara los acordes
iniciales de la música fracciones de segundo antes de que una grabación
grandiosa y compacta deslumbrara a su oyente.
La asociación de Ferneli era demasiado obvia y no menos
desconcertante. Salió del estudio moviéndose con cautela, avanzando en la
oscuridad, armonizando con estilo felino su balanceo de brazos con cada paso
que daba sobre una alfombra que los amortiguaba y se perdía cruzando por
debajo de la puerta de su habitación. Situado ante la hoja de madera, inmóvil
como una esfinge, atendió a la última frase de Carmela, clausurada con el
ruido seco de alguien que colgaba simultáneamente en el contestador y en un
teléfono que tal vez estaba situado al lado de la cama de Ferneli: “¿Conoce el
Flamingo? Lo espero hoy en la noche. A las diez. No falte... Clac”.
Estaba paralizado. Sintió el filo de una guillotina cayendo sobre su
cuello, arrebatándole el último suspiro de su vida. ¡Clac! No se atrevía a abrir
la puerta. Podía ser una farsa inventada Por él mismo, abotagado por una
noche prolongada y por las horas de un amanecer que descubría lentamente
su luz. El rectángulo de una ventana se empezaba a llenar de un brillo azuloso
y pálido al fondo de un pasillo donde Ferneli presentía la respiración
contenida de alguien que podía ser él mismo. Se recostó contra un anaquel de
libros que se alzaba a su lado, perfilándose bajo los primeros resplandores de
lo que prometía ser una mañana lluviosa. Apoyó en su madera el peso de una
sensación parecida al desengaño, al vacío que dejaba una traición, a una vejez
prematura y repentina.
Levantar la mano y girar la manija fue un esfuerzo sobrehumano. Tardó
una eternidad en empujar la puerta y observar un punto de luz rojizo que
relumbró en el rostro de Sara, trazó una curva en el aire y se apagó en el agua
de uno de los vasos que estaban en la mesa a un costado de la cama. El olor a
cigarrillo resintió sus branquias.
De nuevo se petrificó en el marco de la puerta deteniéndose a admirar
los dones de aquella belleza mitológica recostada contra una pila de
almohadones. Descansaba en la cama en una posición de placidez absoluta,
rodeada por un halo que hacía de ella algo irreal y fantástico, como una dama
de Mucha. El vaivén de la cortina mecida por un viento que se colaba a través
de la ventana con los primeros sonidos de la lluvia, reforzaba la ilusión. El
silencio era sobrecogedor y el rumor del agua lo acentuaba aún más. Una
voluntad ajena a él dirigió sus pasos sobre un piso construido en el aire,
transparente, sobre el que flotaba en un trance que no podía evitar. Levantó
las sábanas con una mano que pertenecía a otro cuerpo, sintiendo el frío de
una cama que lo recibió con un abrazo gélido, reconfortante, que lo fue
adormeciendo dulcemente, como si estuviera compartiendo el lecho con el
espectro de una muerte que siempre acogía con cariño a sus amigos,
durmientes y víctimas.
La última visión que asaltó a Ferneli antes del sueño, fue la imagen de
una ciudad hundida en el fondo de un pantano, recubierta por la nata de un
agua eternamente estancada en su cielo, cayendo ahora como hilos que
formaban figuras extrañas y cambiantes en el cristal de las ventanas. Un lugar
donde Ferneli recibía los mensajes de una prestigiosa institución, que honraba
con su nombre a una dama y a un engendro de otro siglo, maquinando en su
memoria los juegos y acertijos que el propio director de los Laboratorios
Frankenstein proponía a sus amigos, preguntándoles en tarjetas que eran
colocadas en una cartelera al lado de la imagen de reyes legendarios:
“¿Recuerda al narrador de una vieja película, advirtiéndole a la audiencia,
con una voz algo lúgubre, los riesgos y peligros de una realidad inaudita?:
‘Existe una quinta dimensión que el hombre desconoce. Es lo que se
interpone entre la luz y la sombra, entre la ciencia y la superstición. Y yace
entre el infierno de sus terrores y la cima de su conocimiento. Es la
dimensión de la imaginación. Es una zona situada en La dimensión
desconocida’. ¿Acaso sabe si está viviendo una trama similar a la de una
historieta de horror?”.

***

Su cabeza soportaba el peso de un casco de cemento. Apretado a la


altura de las sienes, se ajustaba produciéndole un dolor insoportable. Sentía
que sus huesos se quebraban, reduciéndose a una lámina delgada para luego
convertirse en polvo. Su verdugo aporreaba un tambor de parche grueso y
consistente, golpeándolo salvajemente, sin ninguna variación y menos gracia.
El tam-tam se expandía en su interior, inflando sus entrañas y llenándolas de
un aire que subía hasta su cráneo, explotando allí como una bomba
efervescente. El rumor que hacía su sangre, circulando como un líquido
grumoso, era apenas tolerable. Recordó las cordilleras en relieve de un mapa
escolar, comparándolas al árbol pronunciado de sus venas. Sus párpados,
convertidos en membranas de granito, recubrían la masa desleída de sus ojos
a punto de licuarse. Abrirlos, sentir en sus pupilas el suave resplandor de una
luz lechosa y turbia, y cerrarlos de nuevo, le exigió la energía de un ser
vigoroso, rebosante de salud, un ser que en ningún momento era el frágil y
enfermizo que sentía su propio cuerpo como un yunque. En el techo que
pendía sobre su cama, veía la superficie lisa y tersa de una lápida. Sufría el
malestar de un vértigo pesado, recorriendo los círculos concéntricos de un
remolino que salía y volvía a él triturando lentamente su cabeza. Arriesgó su
propia vida levantándose. El tam-tam arremetió con fuerza inusitada.
Avanzando como un náufrago al borde de la muerte, atravesando las épocas y
el tiempo de los siglos, alcanzó en la oscuridad del baño el antídoto a su mal.
Sostuvo entre sus manos una píldora, devolvió a su gabinete el frasco, y dejó
correr el agua. Un vaso patinó entre sus dedos, mojados como el resto de su
cuerpo por el hielo de una fiebre intensa. Su lengua era un músculo pastoso,
un reptil que se arrastraba con sus miembros atrofiados. Asomó su cabeza
unos milímetros, aguantó la pastilla débilmente y volvió a contraerse entre la
boca. Disfrutó de un bienestar pasajero, apenas perceptible y refrescante, al
contacto de sus labios con el agua. Sólo existía el dolor. No le interesaba la
belleza de la tarde, el color de las montañas bajo un sol ennegrecido por la
lluvia o el lapso de una vida, su propia vida, transcurriendo en su memoria,
día a día, desde su nacimiento hasta ahora, cuando regresaba a la cama.
Recostarse y aguardar el efecto curativo de aquel tesoro químico, fue un
proceso de segundos. El mundo se empezó a desdibujar. Tomaba formas
vagas. Su cuerpo era una figura etérea y borrosa, y el tam-tam acompañaba
suavemente un ritual de magia negra que lo iba adormeciendo. Escuchó el
silencio primordial del universo llegando a su conciencia en suaves oleadas,
privándolo de toda sensación, haciendo del dolor un recuerdo que se
desvaneció en el vacío de un sueño profundo y reparador, semejante a la
muerte.

***

La noche de neón, la noche clásica de las películas de gánsteres y las


buenas y malas novelas policíacas, la noche artificial y radiante, disipaba las
tinieblas de una ciudad en éxtasis lunático. El ojo blanquecino que colgaba
entre las nubes protegía las ambiguas intenciones de sus parroquianos. La
rutina de los monstruos que en el día se ocultaban en calles de aspecto
apacible, la metamorfosis hacia la perversidad padecida por oficinistas,
cumplidos o mediocres, que durante su jornada laboral eran la viva
encarnación del servicio o el desprecio al prójimo. El aspecto siniestro, en el
mejor de los casos, de vidas respetables, florecía en la noche. La seguridad y
la justicia se convertían en valores esgrimidos a pleno sol por la clase de
héroes cívicos que en la oscuridad disfrutaban de una corrupción sin límites.
La luz del día significaba entonces un amparo público en el que creía,
ingenuamente, todo ciudadano de mediana o buena suerte. La justicia era una
fábula interpretada por payasos que en la noche se sacaban una máscara tras
la que escondían un rostro todavía más grotesco. El poder era un emblema
para levantarse sobre la miseria de los débiles o los desgraciados, y los jueces
interpretaban su papel viendo en sus víctimas una posibilidad de
enriquecimiento fácil, cuando estas no representaban una amenaza que hacía
peligrar la vida de funcionarios que se convertían en la excepción a una regla
de soborno y fraude.
Esa misma luz, que cobijaba con su hielo las fortunas más
insospechadas o el sueño de vampiros callejeros en busca de la dosis
necesaria para sobrevivir unas cuantas horas que podían estar contadas,
formaba en el techo de la habitación donde empezaba a despertar Ferneli, un
tejido de figuras que se superponían. Diagonales y rectángulos que titilaban,
se desvanecían y reaparecían, se encontraban en un punto para luego seguir
su trayectoria hasta doblarse contra un ángulo del cielo raso. Un
caleidoscopio en el que bailaban, como un reflejo sobre el agua, las sombras
que proyectaba una cortina balanceándose al soplo del primer frío nocturno.
La avenida era una cinta lustrosa, con islas de luz que brillaban por la
lluvia. Al paso de los autos se enturbiaban, desdibujando el reflejo de los
faros, aquietándose temporalmente con un temblor que permanecía sólo unos
instantes, expandiéndose otra vez por la rapidez y el desespero con los que
guiaban personajes poseídos, como si estuvieran recorriendo las calles del
infierno. Al volante, caballeros de una estirpe atacada por los nervios, una
versión exasperada del héroe medieval cabalgando en una bestia desbocada,
conducían orgullosos, disfrutando del poder contemporáneo que la máquina
produce en sus dueños.
La cabeza de Ferneli era un cojín de algodón. El cansancio de una
enfermedad que hacía ver mancuspias al paciente, se diluyó en la seda de un
relajamiento absoluto. Los huesos de su cráneo eran alfombras de espuma
para proteger el cerebro. El ruido de los autos avanzando sobre el agua era
música sedante. Aumentaba de volumen cerca al edificio, al frente de su
acera, cuando el agua chispeaba al giro de las llantas, alejándose después con
un hilo de sonido que era suplantado por otra melodía similar. El mundo era
una burbuja, clara y transparente, donde él se resguardaba. Las gotas
rebotaban suavemente, arrullando su regreso a la vida. Recordaba cada
instante de su historia con la nitidez que deja en la memoria la escritura de un
diario.
“Nunca bebas en exceso”. Sara o él mismo pudieron escribir esa nota.
La leyó en la penumbra, alcanzándola desde la mesa al lado de la cama.
Distinguía el trazo de las letras. El recuerdo de un fantasma. Un personaje
marchándose en silencio, burlándose de su fragilidad cuando ya no se
encontraba a su lado. Se apoyó en un brazo, observó su imagen en el espejo y
se levantó de nuevo, como hiciera siglos antes, soportando la tormenta de un
cerebro con neuralgia.
Recorrió el apartamento con las manos descansando en los bolsillos de
su bata. Balanceaba su cabeza hacia los lados dejando Aspirar las branquias.
Mojándose los dedos en los vasos que encontraba en su camino,
permitiéndose un masaje suave en el cuello, Ferneli fue atando los cabos de
una trama en la que ya estaba por completo involucrado.
Entró al estudio, paseó los ojos por su cartelera y leyó la nota que
colocará la noche anterior, luego de sentarse a escribir con el alma remojada
en una dosis mínima de alcohol. Para él equivalía al mar etílico en el que
nadaran tantos amigos suyos que descansaban en su biblioteca, miembros de
una logia que en vida tuvieron su aliento incendiado y que hubieran
cambiado la pluma por un trago que les permitiera volver a escribir. No era
un borracho decente. Ni siquiera era un borracho. No hubiera bebido loción si
el alcohol le hubiera faltado alguna vez. Pero admiraba a los borrachos
legendarios que dejaron como testimonio obras igualmente legendarias a sus
juergas, así como también despreciaba a los patanes que confiaban en darle a
la botella para superar sus carencias humanas, estéticas o lo que fuera.
El vino podía estar perfumado con esencias apropiadas para estimular su
imaginación. Pero aquellas alucinaciones no habían sido simples fantasías
desatadas por los dones de un maestro gastronómico como Santiago. Para él
fueron palpables como las hojas que tenía entre sus manos, como aquella
crónica de los días que habían transcurrido al estilo de una aventura fantástica
y violenta basada en una situación real.
La oscuridad donde relumbraban las manecillas del reloj, la luz artificial
que se colaba a través de la cortina, la silueta que tenía cada objeto dejando
ver apenas la línea de sus formas, el silencio del apartamento, hicieron que
Ferneli se sintiera protegido y en paz.
Dejó las hojas a un lado acomodándolas con un golpe seco en su borde
inferior. Del montón que estaba en el lado opuesto de la mesa tomó otra hoja,
inmaculada y sin quiebres, que sería borroneada, tachada, querida o
maldecida hasta quedar sepultada en la basura sin nombre donde siempre se
ocultaba la joya preciosa y pulida de una página aceptable, tal vez bien
escrita.
La colocó en la máquina haciendo girar el rodillo con un suave
traqueteo. Antes de encender la luz, pensó que en ese sonido, repetitivo y
monótono, se encerraban las promesas de lo que podría escribir a cada vuelta
que diera.
Aguardó unos instantes hasta acostumbrarse a la luz. Un telón color
naranja cubrió el interior de sus párpados. Los abrió dándose tiempo,
deslumbrándose con la claridad de una página que parecía retarlo. Sobre ese
momento se habían escrito tratados –retóricos o banales– mostrándolo como
un asunto dramático o como el inicio de una diversión ilimitada y sin fin. En
últimas, era un oficio en el que nadie podía más que el aprendiz en cuestión
pues, a diferencia de otros, aquí se tenían tantas normas como excepciones.
Ferneli recordaba con cariño las mil y un historias protagonizadas en su
propio teatro por personajes que a diario enfrentaban sus propias dificultades,
intentando proezas que luego serían su marca de distinción en un medio
competitivo, de todos contra todos. El recuento que hacían en primera
persona los genios de un lenguaje virtuoso, de una prosa de diamante, dotada
de una sabiduría singular y alcances insospechados en las verdades supuestas
y eternas que harían brillar sus novelas, podían tomarse como lecciones de
estilo o como una forma de revelar a la luz pública las intimidades de un
mundo que, en últimas, sólo le interesaba al escritor. El lector era entonces un
juez que atisbaba, a través de las declaraciones de ese testigo cercano, la
evolución de un texto que tomaba forma a partir de algunas ideas sueltas,
construyendo un universo hasta llegar a la versión final y acabada del mismo.
Después de colocar la palabra “fin”, palabra salvadora en algunos casos, la
galería de una ficción empezaba a desfilar libremente para ser destrozada por
eruditos sin oficio, críticos de profesión, periodistas mal informados o
simples chismosos. Por la arrogante inclemencia de individuos anónimos,
devorando en un sillón el esfuerzo que había realizado con honestidad, y tal
vez con suerte, alguien con ánimo de perpetuar sus fantasmas más allá de la
muerte.
No negaba que era estimulante descubrir historias similares sobre ese
momento, compartiendo de alguna manera, con los padres de una tradición,
la forma de salvar obstáculos con los que él mismo se encontraba, en
jornadas que transcurrían como un horno que cocía a fuego lento un
desaliento profundo o la alegría más honda. Al final, todo se reducía a un
intento por evitar el olvido o al menos no permitir que el transcurso del
tiempo fuera algo peor que una hoja en blanco.
Aun así, nunca se tenía la respuesta acertada, la fórmula única o la ley
dorada que dirigiera con fortuna, día tras día, el traslado de un mundo a
palabras. Era un arte variable, una expresión que sólo podía conducir con
fortuna el buen ánimo y la destreza del mortal colocado al frente de la
máquina –fuera esta la que fuera–, ordenando la sucesión de palabras que
iban diseñando un mundo imaginario al que podía ser ajeno su mismo
creador: el espacio de los personajes, donde vivían situaciones que llevaban
su texto por rumbos inesperados y en contra de su voluntad.
Ferneli sabía todo esto y trataba de saber más. La única respuesta que
podía dar a todos sus interrogantes, era la que buscaba de nuevo, sentado en
esa mesa, cuando ya la noche se había detenido sobre una ciudad en la que él
encontraría el tema, aun observándola desde un terreno supuestamente
ficticio. El mundo era entonces suyo y escribir siempre era, de cualquier
modo, un exorcismo, un conjuro y una invocación.

***

Para que el sol alumbrase era necesario que comiese corazones y bebiese sangre,
y para ello hicieron la guerra, para que pudiese obtener corazones y sangre. Y
porque todos los dioses lo quisieron así, hicieron la guerra.
Joaquín García Icazbalceta, Historia de los mexicanos en sus pinturas, en mitos y
leyendas de los aztecas, mayas y muiscas de Walter-Krickeberg

El cielo es oscuro, el aire es oscuro, su brillo es oscuro. El fuego es


serpiente que huye, buscando a la estrella que huye. Avanza alumbrando los
huesos, mordiendo con su luz los huesos de muertos que danzan aquí,
descarnados. Sus cuerpos sin piel. Sus cabezas de piedra, con risas de piedra.
Serán atavíos de un dios, máscaras de un dios, que ocultan sus rostros con la
imagen de un rostro ya muerto. El águila, la perdiz, aquí son lechuzas,
pájaros sin color. Vuelan como embriagados, tropiezan como embriagados,
caen del aire embriagados. Abren el pico y se quejan. Con su mano de
huesos, el señor de estas tierras las alza, las deja en su árbol, las abandona en
su árbol. Después canta como un sapo, también él, canta y abre su boca,
como un sapo. Podría tragarse al sol, comerse él mismo el sol. Afligido me
pregunto: ¿Acaso el sol se apagó? ¿Acaso es negro su fuego? ¿Estoy
sepultado bajo un cielo donde corren los astros sin orden? Como en el canto,
pregunto: “¿Podría alguien adueñarse de mi corazón?”. Que viniera aquí el
tigre, que viniera aquí el águila. Que el paso del sol por el cielo, llegara como
un consuelo. Que no me entristezca. El recuerdo de las flores, de los cantos,
de la amistad floreciendo en los cantos, fueron los sueños de otro que antes
vivió. Ahora, sólo la muerte es verdad. Sólo su pena es verdad. Que
encuentre la luz, que procure la luz, que haga que la serpiente de luz
emplume y levante el vuelo. Que ilumine la perdiz, que destierre la
oscuridad, que vuelva a ser colibrí. Que el sol avance de nuevo. Que me
alegre cuando halle la sangre para que el sol avance de nuevo.

***

Ferneli revisó el texto antes de salir. Reescribió las frases tachadas,


corrigió fragmentos que luego serían desechados, y se empeñó en hacer los
arreglos que tal vez mejorarían su relato, “la joya preciosa y pulida de una
página aceptable, tal vez bien escrita”.
Cerró su cuaderno de notas, le echó un último vistazo a la cartelera
donde estaba colocado el retrato de Sara, y apagó la lámpara después de
lanzarle un beso a la imagen. Cuando releyó por última vez la página, una
dosis de seguridad y confianza lo tranquilizó ante lo que pudiera suceder esa
noche.
Mientras esperaba el ascensor, se entretuvo con la placa colocada por su
vecino a un lado de su puerta. Escrito con un sentido de la lógica al estilo de
Carroll, se leía: “Laboratorios Frankenstein 11-02. Entre primero y timbre
después”.
El ascensor subió ronroneando hasta el piso de Ferneli, se abrió como la
mandíbula de un caníbal aguardando su comida, y esperó a su tripulante.
Comprender el mensaje era destruir su misterio. La institución, los
Laboratorios, el juego de los acertijos, estaban allí cifrados pero jamás, para
fortuna de Ferneli, descifrados, por lo menos no totalmente.
El aparato se estremeció suavemente con su peso antes de empezar a
descender. En su interior se producía un artificio de luces multiplicadas por
los espejos que enchapaban las paredes, acentuado discretamente por la luz
tenue de una lámpara que en otro tiempo habría alumbrado un relato de
fantasmas de la época de la Reina Victoria.
Un balanceo amortiguado le indicó a Ferneli el término de la odisea. El
zumbido de la puerta recogiéndose le pareció el último llamado que le hacían
a un actor para salir a escena. Escuchó a sus espaldas el sonido que hizo el
ascensor cerrándose otra vez, y cruzando el vestíbulo del edificio, avanzó
hacia la puerta sintiendo en su mano crispada el frío de la manija que giró
para luego sentir el hielo de una noche no menos fría y no menos indiferente
a su suerte que la mole de cemento donde vivía, que la avenida en la que
detuvo un taxi o que la misma ciudad, congelando con su viento las tumbas
donde sus muertos dormían un sueño eterno, sin pesadillas.

***

El Flamingo era otro edén para agradecer los placeres de la vida. Parecía
una mezcla de cafetería, oasis para borrachos en tránsito hacia un estado más
lamentable que aquel en el que llegaban al sitio, y abrevadero para
adolescentes perdidos que buscaban en el lugar la salvación a sus
calamidades personales, aunque fuera por el lapso de una noche. Las
meseras, con gracia inexplicable y marchando como soldados en pleno
desfile, lograban esquivar las mesas al ritmo de una danza única, cargando
con bandejas que apoyaban en la clase de manos que teme un boxeador. Sin
excepción, cada una de las damas que se acercaba a tomar el pedido a los
clientes, forraba su constitución hercúlea y sus músculos a prueba de
impertinentes o trasnochadores que intentaran distraer el tedio con ellas, con
uniformes que en su tiempo pudieron ser un reflejo del color del cielo pero
que ahora tenían el tono del smog después de absorber durante años el polvo,
la suciedad y la lluvia ácida que frecuentemente lavaba –o por lo menos
esparcía– la mugre que descendía como una mortaja sobre el piso de baldosas
lo suficientemente negras para evidenciar un estilo.
Ferneli se sentó cerca de una ventanilla por donde salían, alcanzados por
una mano que podía pertenecer a un monstruo encerrado en la cocina, con
dedos casi tan largos como las uñas que se curvaban al final de los mismos,
los recipientes con las vitaminas que reanimarían a los habituales de una
noche prolongada y estimulante. El aroma que se esparcía por el local
contrastaba con la tristeza, los gestos huraños y la palidez de ciudadanos que
escasamente lograban ser tocados por los últimos rayos del sol, cuando
abandonaban sus oficinas en las horas del crepúsculo. De las vitrinas
ubicadas tentadoramente como un pasillo de honor a la entrada, desaparecían
las bandejas de pasteles que honraban una tradición de dulzura gastronómica
recordada por Ferneli como un patrimonio que era imaginario para él y
empezaba en pueblos ubicados al oriente de la ciudad, hundidos entre
montañas invernales de las que salían, en jornadas con ritmo de cruzada y a
lomo de mula, las artesas donde se cargaban los prodigios horneados en
panaderías caseras por las que caminaban muchachas pacientes viendo
transcurrir sus vidas en medio de faenas domésticas y anhelos frustrados por
la época.
Con lentitud placentera, la legión de zombis que compartían esa noche
un estado de ánimo similar a la derrota, mascaba los manjares aprovechando
la última migaja que rondara por sus bocas, moviendo las mandíbulas al
ritmo que les permitía una aparente fiebre reumática, irreversible y aguda.
“No sólo en las cañerías, basureros, focos de infección y cordones de
miseria existen ocho ratas por habitante”, pensó Ferneli recordando los datos
que arrojara una investigación sanitaria. Los engendros se multiplicaban
incluso en lugares que defendían una aparente respetabilidad tras una fachada
que simplemente ocultaba segundas intenciones. No era un espectáculo
agradable como no era agradable ninguna miseria humana. Pero al menos en
ese lugar, la fragilidad o la perversión de las víctimas de un malestar
rutinario, resultaban evidentes y a nadie le interesaba aparentar otra cosa.
Aun así, podían tener un sentido de la solidaridad mucho más arraigado que
otros grupos acomodados en su propio bienestar. Tampoco se trataba de
utilizar coartadas como amor al prójimo, caridad, contrición o ayudemos al
caído. Pero en ese medio eran conceptos más ciertos que en los púlpitos y las
catedrales donde una multitud de fervientes feligreses podían alcanzar trances
místicos y pasajeros, actuando luego sin comprometerse en exceso ni siquiera
con el vecino de banca. Muchos podían encontrarse incluso al borde de la
muerte o deseándola como una vía de escape. Y nadie utilizaba máscaras para
disimular lo que, según la clase de espíritus melindrosos o apáticos, podría
considerarse como una maldad sin límites, el desequilibrio sin fondo de la
alcantarilla social. No se vivía en un estado de jolgorio permanente, pero las
estrategias para tratar de alcanzarlo o suponer que también allí se podía
encontrar la alegría, eran otro recurso más para camuflar la miseria. Y esta
reunía a sus fieles, tarde o temprano, en una calle del susto, en un hotel
escondido donde el huésped se alojara a su propia cuenta y riesgo, en la clase
de baños donde una multitud vomita para restablecerse rápidamente y así
retornar a un baile que le causa malestar –o placer–. Los lugares prohibidos
que marcan a una ciudad, la dotan de personalidad y la convierten en símbolo
del último y definitivo eslabón al que ha llegado la especie, haciendo de su
ruina un motivo para celebrar.
Un profeta había escrito que todo era fantasía, un sueño, un mundo de
vastas emociones y pensamientos imperfectos (nota 18). Ferneli se
entusiasmó con la idea. Le parecía apropiada para la celebración que entonces
se suscitaba en el restaurante, con invitados orgullosos de lucir sus galas,
mostrándose en una actitud de espera. Abrigaban la ilusión de ser elegidos
para distraer con alguien el espectro de la soledad o algo semejante. Era una
exposición de cuadros, de imágenes cambiantes y móviles, superándose entre
sí o plegándose a los deseos de otro. Podían llevar camisetas con la figura de
Snoopy escribiendo sobre su perrera o mudarlas por otras, negras, sin figuras,
sin mangas, recortadas por un chaleco también negro, de lentejuelas doradas,
Que brillaran en medio de una noche oscura y tempestuosa y honraran un
estilo inolvidable: La fragilidad de un cuerpo al que sostenían dos zancos
recortados, hechos de una madera liviana. El esplendor del cabello
encerrando un rostro de palidez espantosa. El gesto de una sonrisa que
resultaba ambigua, a la vez generosa y distante. Moviéndose con soltura y
precaución. Arrastrando una silla, sacándola de la mesa, sentándose frente a
él, y preguntándole, con una voz que acentuaba la lividez de su piel:
–¿No era usted el borracho de ayer?
–Puede ser –le respondió Ferneli, aguantando la arrogancia de la
muchacha.
–De qué depende.
–De lo que esté interesada en buscar.
–¿O tal vez de lo que estoy interesada en saber...?
Ferneli midió las palabras. Sus dedos picotearon la mesa. Imitaron el
galope de un caballo raquítico, corriendo en las yemas de sus dedos. Estaba
sereno, no sabía cómo pero lo estaba, imperturbable y sereno. Era un
detective dándose tiempo para replicarle a la actriz de un programa televisivo
que nadie estaba filmando.
–También depende.
Carmela no parpadeaba. Si Ferneli era una imitación aceptable de algún
detective de quinta, un ejemplo de cómo se despojaba de una falsa inocencia
para ser algo así como un “duro” a su nivel, la muchacha era entonces una
vampiresa autentica –ni siquiera una vampiresa, simplemente un personaje
real que podía parecerse, inútilmente, a un ser literario–. Y tampoco se
trataba de eso. Esta no era la doncella tierna y dulce, con el corazón blando,
que le hablara por teléfono.
–Usted sabe... –dijo con la seguridad de un matón que se limpiara las
uñas antes de terminar con su víctima–. Nadie camina tranquilo cuando
alguien le sigue los pasos.
–También lo he pensado –replicó Ferneli evitando que se invirtieran los
términos de la charla y de la situación por la que estaba allí conversando con
la hija de Drácula–. Hablamos un mismo idioma, casi la misma jerga.
Carmela lo examinó. Parecía estudiar su quijada, intentando descubrir la
parte más quebradiza para encajarle un golpe. Su rostro despedía frío. Era la
encarnación de una momia resucitada hasta el cuello mientras su rostro
seguía petrificado en la muerte. Dejó caer en la mesa el cadáver macilento de
unas manos largas y transparentes, estaban forradas en cera, en una mortaja
cuarteada que en cualquier momento sería un rocío de polvo. Tomo el
cenicero que estaba en la mesa enganchándolo por una de sus esquinas con
un dedo como un garfio. Inclinando su rostro, ocultándolo en su capucha de
pelo, empezó a desplazar el cristal en círculos de un radio cada vez más
ancho. El roce de la madera con la base del cenicero, producía un ruido
semejante al de una serpiente con las escamas resecas reptando sobre una lata
de zinc. Un chispazo titilaba con el lustre de un amarillo sucio cuando el
cristal, en un punto del giro, reflejaba un fragmento de luz. Concentrándose
en el juego, hablando a través del ruido que le filtraba la voz, Carmela
enhebró una frase mascando cada palabra con la lentitud de un buey.
–Un encuentro casual o una feliz coincidencia. No me interesa cómo lo
quiera llamar...
Detuvo bruscamente el cenicero, aplastándolo con la misma mano que lo
había hecho girar. Ferneli pensó que la tela blanquecina, extendida como un
manto sobre el objeto, recubría una armazón de huesos, delgados como un
hilo, tal vez fracturados por el esfuerzo. Carmela levantó el rostro antes de
continuar.
–Podemos frecuentar los mismos lugares, la misma clase de gente,
incluso compartir aficiones o vicios similares. Pero no me interesan los
lugares, la gente o la forma como usted se divierta, mientras yo no esté en
ellos y siempre que no sea conmigo, ¿está claro?
“Una feliz coincidencia”. Para Ferneli, la alegría estaba en ese momento
oculta en un callejón, esperando caer sobre un parroquiano borracho que
llegara a dormir al resguardo de unas canecas. No estaba en ese lugar, mucho
menos en el gesto pétreo de Carmela esperando comprender un asunto que
era accidental para ellos –al menos en apariencia–. El temor a ser
perseguidos, al eco de pasos que seguían la misma ruta de un transeúnte en
una hora desolada por una calle vacía, era un síntoma de la ciudad. La
confianza era nula. La precaución, obsesiva. La distancia conveniente para
compartir una acera con alguien, era colocar una calle de por medio y
alcanzar la acera del frente antes de tener un encuentro con una muestra de
violencia elemental, un atraco o un fin miserable.
–Supongamos que aquí nadie sigue a nadie –dijo Ferneli suavizando su
voz y tomando el cenicero que la muchacha atrapaba en su mano–. Y nadie
somos usted y yo, y ninguno confía en el otro. Sabemos que alguien anda tras
nosotros, pero nadie, es decir, usted y yo, sabe quién es. ¿Pero quién o
quiénes son? Parece que nadie los conoce, aquí entre nos, y no estamos
seguros ni tenemos la certeza de señalar a ese quién. Así que los dos estamos
en la misma situación, ¿no es así?
Ferneli examinó el rostro de Carmela. Un brillo de perplejidad conmovía
sus ojos. El acertijo tenía para ella el mismo significado de un trabalenguas
resonando de forma monótona en un vacío de lenguaje sin ningún sentido. No
era exactamente el lenguaje de la época. Sólo la muestra de una gramática
para uso y abuso diario que había terminado por corromper el verdadero
sentido de palabras igualmente vacías. Y también en el habla cotidiana se
daban excepciones que confirmaban con su virtuosismo y belleza el estilo
generalizado de charlatanes empeñados en corromper, sin saberlo, las
palabras que les llenaban la boca. ¿El lenguaje como juego malabar? Sí,
como juego malabar jugado y conjugado por acróbatas únicos en un medio
donde la artritis parecía virus (nota 19). Pero nada de eso le interesaba a
Carmela.
–Si le gustan las adivinanzas por qué no escucha esta: ¿a quién cree que
bajaron con un espejo del monte? Porque a mí, en todo caso, no fue.
Ferneli advirtió que una expresión de engaño, una sensación de estafa y
rabia por ser ella la víctima de una trampa, desplazaba en el rostro de
Carmela el lugar que ocupara antes un ligero desconcierto. El jugueteo de
Ferneli fue para ella como un fuego artificial que se desvaneció tan rápido
como había empezado. Recuperó el cenicero, encendió un cigarrillo y
lanzando al rostro de Ferneli una bocanada de humo que lo alcanzó de lleno
volando a través de la mesa, le preguntó:
–¿Qué anda buscando? No vendo mercancía de ninguna clase, no alquilo
mi tiempo ni lo demás, y si esto no es suficiente, prefiero estar sola a estar
bien o mal acompañada.
Las meseras transitaban impulsadas por una propulsión histérica dejando
tras ellas una estela de aromas que marearían a un hambriento. En sus
hombros horizontales y planos, se podría colocar un vaso lleno de agua hasta
el borde y no se derramaría una gota. Dos hombres corpulentos no harían
entre ellos un pecho de las dimensiones que tenía el que ahora observaban a
la altura de los ojos. La mujer sostenía a escasos centímetros de sus senos
rocosos, recubiertos seguramente por una mata de pelo negra y sedosa, una
libreta que retorcía con nerviosismo. Estrujaba un lápiz que en la mano de un
niño sería gigantesco y que aquí se perdía entre dedos tan gruesos como el
brazo de un niño con la amenaza de romperlo en cualquier momento. Con
voz estentórea, y la angustia de llegar atrasada a su cita en el ring de un
campeonato de lucha, les dijo:
–Qué se toman.
Ambos levantaron la vista tratando de abarcar el extenso Panorama de
un cuerpo sin par. Si la situación se tornaba difícil con Carmela, Ferneli se
escudaría tras una de las descendientes de Aquiles que atendían el local.
También podría suceder que ellas prefirieran a Carmela. En ese caso estaba
perdido.
–Yo invito –Ferneli escuchó su voz como si estuviera a kilómetros y un
ventrílocuo lo estuviera haciendo hablar.
–¿Paga el caballero? –replicó Carmela arqueando las cejas con un gesto
afectado, que trataba de ser elegante, irónico.
La mesera se impacientaba y Ferneli lo sentía por el vaho que alcanzaba
a entibiar la mesa. Ordenaron el combustible necesario para evitar desfallecer
en una noche que podía prolongarse o terminar pronto, en un instante, de
manera imprevisible. El porvenir se presentaba con expectativas que eran
ambiguas y un tanto confusas, como la charla en la que se habían enfrascado
sin comprender ninguno de ellos por qué se encontraban allí, cuando apenas
se conocían y –lo que resultaba todavía más absurdo– cuando estaban
dispuestos a compartir una cena ligera sospechando que al menor descuido
uno de los dos podía regar veneno sobre los alimentos del otro.
El vehículo se retiró dirigiéndose a la ventanilla, gritando el pedido a
través de ella, acercándose a otra mesa, atendiendo el llamado no menos
sonoro del monstruo escondido en la cocina, y retornando al lugar donde el
par de comensales se veía empequeñecido, liliputiense, mientras la copia de
Gargamelle permanecía a su lado. La vajilla salía de sus manos con la misma
gracia de un ilusionista extrayendo de la nada ramos de flores, conejos, un
tazón de chocolate acompañado de pan, mantequilla y queso. El menú
principal del Flamingo. Batallando con un recibo diminuto que contrastaba
por su fragilidad con la fuerza y energía de la doncella, anotó allí el número
de mesa y la cantidad a la que ascendía la cuenta, dejando el papel refundido
entre los platos. Después se desvaneció, caminando con la misma Pesadez y
el mismo vigor de un buque navegando en la niebla, solitaria como otra de las
tantas “bellas mozas y de buen guargüero” que en el mundo habían.
Contribuyendo a la decoración del lugar, Carmela tiró el cigarrillo al
piso, lo restregó con el tacón del zapato, y antes de probar bocado, miró a
Ferneli con una mueca de agradecimiento pero también de desprecio.
–No piense que me ha reblandecido el cerebro –dijo–. He probado cosas
más fuertes y aquí estoy, totalmente sana, con buenos reflejos, y con mis
cinco o más sentidos intactos...
–La envidia de un animal –la interrumpió Ferneli tratando de vencer,
con un buen o mal chiste, la actitud de Carmela defendiéndose de lo que ella
suponía otra amenaza a su vida breve y, tal vez, feliz.
–Soy la reina del reino animal –respondió con arrogancia, inclinando
hacia atrás su cabeza, exhibiendo su quijada y enfatizando su afirmación con
el garfio recto y rígido de su índice, apuntando al techo en el extremo de su
mano alzada.
–La reina de los malditos –dijo Ferneli citando (nota 20).
–La reina de las tinieblas –continuó Carmela arrogándose el derecho de
ser consorte del Diablo.
No era descabellado. Lucifer se habría enamorado de ella condenándose
otra vez por siempre. Su imagen podía ser el vivo retrato de la desolación
pero aquel que compartiera con ella los mejores momentos de su existencia
no tendría tratos con la melancolía o la tristeza. Ferneli veía a Carmela –
aunque todo eso fuera falso y se tratara de una suposición para ennoblecer la
figura de la dama que tenía en frente–, como una presencia que sería
imprescindible en las buenas, inteligente en las malas y que nunca fallaría,
con seguridad, en las peores. Entonces recordó a Sara y llegó a la misma e
invariable conclusión a la que recurría cuando intentaba comparar inútilmente
aquella muchacha incomparable con cualquier otro mortal, descubriendo qué
significaba para él su encuentro con ella: “No es Sara pero tiene su belleza,
propia y auténtica”. Y la de Carmela era de estilo nocturno, pertenecía a una
noche que no se compadecía de los delirios que exaltaron a mortales frágiles
y pálidos, tuberculosos o tísicos, que encontraron en las tinieblas el tema de
una obra o por lo menos de una alucinación. Ferneli le hubiera entonado uno
de los himnos de la noche, le dedicaría una de sus estrofas y haría de ella un
matiz de la oscuridad como símbolo de la tragedia y la incertidumbre, del
vértigo y los placeres del caos, de la inclemencia del tiempo, una expresión
de la dicha brillando en la ruina. Era un alma fiel a sí misma y a los que ella
quisiera, que demostraba una dignidad a toda prueba aún en la forma como
manipulaba la vajilla, lenta y cuidadosamente. Y esto también hacía parte de
esa noche que inundaba la ciudad.
–Que Lilith se apiade de nosotros –dijo Ferneli como si entonara una
plegaria.
–Nada de trucos –replicó Carmela–. ¿Quién es Lilith?
“No es Sara pero tiene su belleza, propia y auténtica”, pensó de nuevo
Ferneli antes de responderle.
–Lilith es otra reina, la lechuza reina de los demonios de la noche.
–¿Los demonios de la noche? –preguntó Carmela mientras bebía el
último sorbo de su pocillo–. ¿Una pandilla o una discoteca?
–No importa.
–¿Cómo sabe qué me tiene que importar o no? –la palidez de Carmela
era una sombra blanquecina entre la oscuridad–. ¿Cómo quiere que confíe en
usted? Habla como si estuviera mal de la cabeza.
Carmela no estaba enterada de nada. No sabía nada de él, no conocía su
número de teléfono y Ferneli estaba con ella en el Flamingo por una
coincidencia que más parecía un sueño. Se preguntaba si el restaurante, la
avenida, las luces y el destello de los autos pasando al frente del restaurante,
vislumbrándose a través de la puerta como un film borroso, existían en
realidad o eran parte de la trama que se sucedía como un sueño. La muchacha
esperaba una respuesta y empezó a golpear con tintineo insistente y una
cucharita que bailaba en su mano, el borde de un pocillo manchado por una
costra de chocolate reseco. Quizás ni siquiera se llamaba Carmela. Pero
entonces quién era quién y quién era Carmela. Quién podía asegurar que
estaba bien de la cabeza en todo ese asunto...
–No se preocupe –dijo Ferneli con el mismo tono de voz que utilizaría
un médico con un paciente terminal dando el caso por perdido y esperando la
cancelación de su deuda–. Todo esto es una equivocación.
–¿Equivocación? –le preguntó Carmela adelantando su rostro y
colocando sus manos sobre la mesa para apoyar en ellas el peso de su cuerpo
inclinado–. Acá el único error es usted. Este no es su lugar. No sabe dónde se
metió ni por qué, y si lo sabe, no lo demuestra. Nada le funciona bien. Tiene
los cables cruzados y el cerebro en corto circuito. Se pueden quemar sus
nervios. Pero usted no sabe nada, tampoco se entera de nada y no sabe nada
de mí...
–Una situación estimulante, ¿no le parece? –la interrumpió Ferneli con
voz impostada, como si compartiera un vagón de tren con Watson y Holmes
tratando de establecer la identidad de un asesino–. Ninguno de los dos tiene
más culpabilidad que el otro en un crimen que no existe y ni usted ni yo
tenemos más ventajas que el otro. Además –concluyó Ferneli con una actitud
flemática–, ¿No recuerda usted quién dijo: “Sólo lo difícil es estimulante”?
(nota 21).
Carmela suspendió en el aire un fósforo que se iba retorciendo en la
punta, quemándose lentamente, ennegreciéndose a medida que la llama se
acercaba a sus dedos. El cigarrillo que pendía como una extensión
perpendicular de su rostro, igualmente pálidos el cilindro de tabaco y su tez,
estaba a punto de caer de la boca entreabierta de la muchacha. Ahora su gesto
era de completo asombro. La gama de emociones que ensombreciera su
palidez en la noche, se había estancado en ese punto. Los movimientos de
Carmela fueron paralelos al parlamento afectado de Ferneli. El inicio de la
frase coincidió con su regreso al espaldar de la silla, recostándose allí como
una diva cansada, como una estrella agotada por una vida al vaivén entre el
lujo y el tedio, ejecutando los actos plácidos y rituales, repetidos
incansablemente por todo fumador. No articulaba palabra, apenas respiraba.
Sus ojos eran un par de gelatinas vidriosas enturbiadas por la confusión. Para
ella el mundo estaba en suspenso durante ese instante. Los segundos se
hubieran podido contar y habrían parecido un tiempo infinito, inabarcable y
estático. Ferneli se llevó instintivamente las manos al cuello, protegiéndose
las branquias cuando escuchó la exclamación de Carmela quejándose por el
calor de la llama chamuscándole los dedos. En la charla había perdido el
sentido de las proporciones. Tratando de mantener una actitud cordial, una
caballerosidad ingenua y tan absurda e ilógica como todo lo que se dijera en
esa mesa, le preguntó a la muchacha:
–¿Se lastimó?
Ella le devolvió una mirada que en las circunstancias apropiadas estaría
seguida de una paliza o un disparo.
–Si es un chiste –dijo al mismo tiempo que se levantaba–, cuando
regrese y lo encuentre, me lo va a pagar.
Ferneli sintió un vacío al escuchar la amenaza. Se ahondó con magnitud
abismal cuando empezó a convencerse que lo mejor era irse. Un duende y
Carmela eran algo similar. Igual de reales, igual de elusivos, igual de
fantásticos a un monstruo entrevisto en las tinieblas de un sueño. Un
fragmento de ficción que tenía en la ciudad, en el restaurante, en esa mesa
donde veía su mano, alzando un pocillo para terminar con los restos de su
propia cena, de una velada solitaria y confusa, los escenarios donde Ferneli
observaba el desarrollo de una trama que él inventaba de algún modo.
Pensó que las líneas del chocolate en el fondo de la taza presagiarían su
destino. Mientras contaba el dinero, se dirigía a la caja y cancelaba la cuenta,
se dijo a sí mismo un chiste para conjurar su suerte, se repitió una frase que le
endilgó a Carmela mientras la veía andar hacia el baño, soplándose la mano,
a punta de quebrarse por la fragilidad de sus huesos, demostrando que ella, en
realidad, tenía menos carne que un zancudo en las antenas pero también su
belleza, propia y auténtica, y eso estaba por encima de cualquier broma.

***

La acera brillaba con el resplandor del aviso donde la letra inicial del
Flamingo se estiraba como una guadaña de neón. Su trazo era retorcido, entre
gótico y amanerado. Podía ser también una alegoría de clavículas
entrecruzadas anunciando los sucesos Y desventuras por los que pasarían
aquellos que entraran o, aún peor, salieran de allí. La letra apropiada para
conformar un alfabeto de la muerte, para presentar un relato de asuntos
macabros o simplemente una de las tantas luces que ardían con calor eléctrico
en la ciudad siendo transformadas por Ferneli al antojo y capricho de sus
obsesiones.
Las calles podían ser entonces una representación del Infierno o el
Paraíso, de conceptos apropiados para un mundo de ciencia ficción o para el
reino de un poder ambiguo por el doble rostro que presentaba según la
ocasión, el suceso y la moral amplia o estrecha que esgrimieran sus elegidos.
Ferneli no pensaba alcanzar la gloria con la moneda que depositó en la
mano de un mendigo. Tampoco tenía una idea precisa de lo que significaba
con exactitud la palabra. Sentado bajo el parpadeo histérico y convulsivo que
manchaba su figura al abrigo de una de las letras del aviso a punto de
fundirse, el hombre se mecía atacado por espasmos, con un balanceo que
resultaba hipnótico, remedando un péndulo extraviado. No creía que los
elementos se confabularan de nuevo en su contra durante el resto de la noche.
Pero en el momento de agacharse para abandonar la moneda en la mano de
aquel bulto informe, sin principio ni fin, descubrió en su rostro una mueca
familiar con la que entonaba, al compás de su voz ronca y alcohólica, una
letanía conocida:
–Vivimos en los últimos tiempos... Gloria al Señor... El fin de todas las
cosas está cerca... Salve al Señor... Nos esperan tiempos tormentosos... Gloria
al Señor...
Un hilo de voz añejado por la permanencia del profeta en calles
irrespirables y nocturnas, invadidas por un frío corrosivo. Un canto que
Ferneli escuchó como algo tétrico, espantándose del todo cuando el hombre
se interrumpió de repente y el aire de muerte que le daba a sus ojos una
expresión imbécil y aterrada, se transformó en un brillo inteligente que
chispeó hasta encontrar los ojos de Ferneli para decirle con rapidez, alerta al
movimiento de la calle:
–Sé qué anda buscando. No me interesa pero váyase de acá lo más
rápido que pueda.
Guardó la moneda en su abrigo después de restregarla contra el
fragmento de oro que colgaba de su oreja y volvió a su balanceo persistente,
embrutecido, con el rasgo único de su letanía para evitar que lo pisaran o que
alguien orinara contra ese amasijo acurrucado a imagen y semejanza de una
idea a la que él siguió orando:
–El mundo está lleno de almas enfermas de pecado... Salve al Señor... El
pecado es la transgresión de la ley... Gloria al Señor... Guardemos los
mandamientos... Salve al Señor...
¿Para quién los mandamientos? Ferneli no comprendía sobre quién
podía recaer una ley que nadie respetaba y era un lujo de sabiduría para un
mundo que era considerado como el reino de la corrupción. Y en ellos
estaban resumidas una trayectoria y una civilización que había llegado a ese
punto, arruinada por sus propios prejuicios, condenada por designios que eran
el centro de gran parte de su vida, encerrada en una camisa de fuerza
prefabricada para todos desde una infancia sin mayor defensa que su propia
ingenuidad. El mundo de una civilización en el que Ferneli observaba cómo
los Mandamientos se hacían realidad con el verdadero culto de un tiempo
violento, profesado por personajes que sabían ejercer su propia ley, llamados
a través de las épocas de diversas formas –pandilleros, gánsteres, padrinos o
padres de la patria–, logrando hacer suya una ciudad como aquella donde un
transeúnte podía ser raptado por una cuadrilla de matones, obligándolo a
subir atropelladamente a un auto donde escuchaba el chirrido de las llantas
resbalando sobre el pavimento al mismo tiempo que tenía la última visión de
una muchacha saliendo de forma precipitada a la puerta de un restaurante
mientras un enano de mano diminuta sacaba un arma gigantesca por la
ventana para interrumpir definitivamente el balanceo inofensivo de un
mendigo.

***

Cuando vio caer al desgraciado, Ferneli pensó que lo estaba


secuestrando un Escuadrón de Limpieza o un ejército neo-nazi que decretaba
quién podía sobrevivir en la miseria de la ciudad y quién debía ocultar su
infortunio para no sobresaltar a los supuestos ciudadanos de bien. Un grupo
que esgrimía un viejo –o nuevo– estilo, apropiándose las calles, erigiéndose
ellos mismos en jueces que condenaban todo lo que estuviera en contra de la
tradición, la familia o la propiedad entendida en el peor de los sentidos,
camuflándose con emblemas virginales provenientes de lugares elevados a
santuarios por sucesos como el relatado por los tres pastorcillos de Fátima.
Aunque no eran precisamente personajes virginales y mucho menos
pastorcillos los que acompañaban a Ferneli en el auto, al momento los
reconoció. Después de abandonar el lugar de los hechos y recorrer
vertiginosamente un largo tramo de la avenida, descubrió a los querubines
que gentilmente habían requerido su presencia. Suponía a órdenes de quién
trabajaban. Su contrato los nombraba como acólitos al servicio de sacerdotes
decrépitos que defendían con un fervor ciego su fe. Y para demostrarlo
usaban toda clase de estrategias y de armas con las que intentaban convertir a
los descreídos que los contradijeran. El mundo estaba hecho exclusivamente
a su medida, o eso era lo que ellos pretendían.
El copete del pequeño relumbraba como nunca. Estaba reluciente,
untado con una grasa espesa sobre la que hubiera patinado una mosca.
Impregnaba el interior del automóvil con aroma de gardenias, marchitas y
rancias. Un olor ácido y penetrante que infló el cerebro de Ferneli
produciéndole visiones. El monstruo de pelo se bamboleaba con cada
bandazo del auto, rozando su nariz hasta doparlo como un fármaco de poder
insospechado. En ese estado, Ferneli comprendía aún menos cómo maniobró
el pequeño un revólver casi tan grande como su copete, casi tan grande como
su cabeza, incluso casi tan grande como él mismo, disparando con una
destreza de bandolero con la mano en forma de culata y el ojo con el que
apuntaba curado en pólvora. Más allá de eso, estaba el cadáver del mendigo,
la multitud que lo rodeó percatándose de su existencia cuando ya ni siquiera
pertenecía a este mundo y nadie podía entablar una conversación inteligente y
agraciada con él. Muy pocos se entristecerían, algunos se arrepentirían de su
negligencia para evitar tales crímenes, otros harían solamente un gesto de
escándalo y los testigos tal vez presentarían testimonios confusos y evasivos,
que no los implicaran, resignándose a las circunstancias y mirando cómo
transcurrían sus vidas al lado de cadáveres poco ilustres como ese. El
asesinato seguía siendo el acto más sencillo, brutal y cultivado de todas las
profesiones del hombre. Un hecho que cada cual enfrentaba a su manera.
Para Ferneli era la misma situación de la noche anterior, la serpiente que
se mordía la cola, con los mismos personajes y la novedad de un cadáver,
extraño como el desconcierto que siempre produce una muerte miserable, sin
rostro. Un redactor trasnochado, buscando cómo entretener el ocio, llegaría al
sitio y registraría la noticia en un rincón de su diario, ofreciendo a sus
lectores la dosis necesaria de un terror que impacta, vende ejemplares y
sostiene el negocio, contribuyendo a su manera a mejorar el estado de las
cosas. Siendo optimistas, la estrella de la noche sería el mendigo. Las muertes
que se sucedieran simultáneamente con la suya, tendrían que esperar su turno
para ser motivo de un gasto de tinta, papel y trabajo que podía parecer
innecesario. Pero la necrofilia permanente en la que vivía la ciudad, su
espectáculo, siempre reportaba ganancias y hacía del oficio de verdugo algo
rentable. ¿Cuánto sacarían el pequeño y su amigo por la muerte del mendigo?
Su riqueza aumentaría considerablemente, poco o tal vez nada. Aun así, la
diversión de la noche estaba garantizada y la habían iniciado festejando a la
muerte en las calles de una ciudad donde cualquiera podía ser víctima de una
venganza inesperada. Después vendría la recompensa, el jolgorio, la
búsqueda de una respetabilidad criminal en un medio donde nadie valía más
que el blanco utilizado para afinar la puntería.
El rostro de Gwymplane brillaba de sudor. Las luces de la calle
resbalaban por su piel, bajando por su barbilla con un destello instantáneo
hasta perderse en una oscuridad que volvía a iluminarse bajo el haz de un
nuevo faro. La costra de su cara parecía entonces una flor reseca, regada por
un agua turbia y densa que acariciaba su enorme cicatriz. En medio de su
mueca imperturbable, de su músculo paralizado y vacío de emociones, sus
ojos se incendiaban con un leve resplandor. Agachado por completo ante el
volante, imitaba la postura de un engendro jorobado concentrando su mirada
de lunático en la cinta de asfalto que se desenvolvía larga y generosamente al
frente suyo. “Soy importante”, mascullaba como si estuviera enamorado del
timón al que se aferraba con desespero de náufrago. Disfrutaba de un poder
efímero, de un estado cercano a la gracia conduciendo por un rumbo que era
solamente suyo, teniendo bajo su control una máquina que le permitía
adueñarse de un mundo que no era ajeno a él por su ausencia de bondad. No
existía un límite entre el vértigo, un accidente o la muerte que podían
propiciar los dos. Aun así, ni Gwymplane ni el pequeño estaban más
alterados o más perturbados que siempre. Se respiraba una paz quieta y
serena como el rostro del par de alucinaciones que se encontraban
custodiando a Ferneli, sentado entre ellos, en el asiento delantero de un auto
que tenía el mismo aire irreal de ese viaje con destino incierto.
Su única certeza era el norte de la ciudad, la entrada en un terreno de
nadie donde las calles permanecían vigiladas, aburridas o incluso silenciosas.
Donde la belleza se paseaba en el rostro de muchachas uniformadas con las
mismas cabelleras esponjosas, la misma arrogancia, el mismo cerebro
conectado al meneo pendular de un trasero en el que se resumía la
personalidad de un estilo. La inteligencia epidérmica o la vanidad de marca,
no eran exclusivos del lugar. La estupidez era un riesgo que podía correrse en
cualquier sitio donde se encontrara un mortal de mente estrecha y rutinas
invariables. El Ministerio del Bestialismo, según Sara, no escatimaba
esfuerzos ni funcionarios para hacer efectiva su labor. Y el norte podía ser un
fortín donde el poder y sus taras se vislumbraran en desfile permanente.
Tampoco se trataba de la zona a la que algunas mentes, románticas e
ingenuas, le achacaban todo el peso de la frivolidad con la que comerciaba
día a día la ciudad. Era preferible subsistir en ese lado que en los guetos
donde la miseria era una categoría moral y el desgaste de un mundo donde
supuestamente brillaba la inteligencia, era un sinónimo de vitalidad mal
entendida.
Los edificios se alzaban a un lado de la avenida como sombras
compactas, perdidos entre los bosques que los rodeaban. Perfiles oscuros que
se silueteaban contra un cielo sin estrellas, en el que la luna era un astro
anémico y enfermo. Reflejada en los cristales, alumbraba una imitación de
piedra que hubiera conmovido a los ancestros, a la raza y los artífices de
Stonehenge que aquí resucitaban en una galería de concreto. No era un
paisaje acogedor, tampoco estremecía los sentidos. Podía encerrar los signos
de un presagio en la bruma de otra noche de la gran ciudad. Y entre esa
mancha borrosa, Ferneli pensaba en su destino, vislumbrando desde el auto la
fachada de su apartamento que iba quedando atrás, con la ventana de un
estudio que le parecía ajeno, iluminada a esa hora. Imaginó que alguien se
encontraba allí repitiendo sus mismos gestos, consultando su biblioteca,
revisando su cartelera, conversando con alguien parecido a Sara o frotándose
el cuello con el agua de los vasos que se encontraban por el apartamento,
suponiendo a un doble que lo suplantaba ante su máquina de escribir
haciendo repiquetear las teclas al mismo ritmo de su aventura. Y nada de esto
le satisfacía.
Esperaba que el auto fuera robado, que un ángel del infierno,
uniformado con su chaleco fosforescente, su traje de fatiga y su codicia a
toda prueba, se acercara a ellos para detenerlos o atracarlos con la ayuda de
una ley que estaría de su parte –reforzada con el argumento último y
definitivo de su arma, esgrimida con cualquier pretexto, a veces en defensa
propia, por los policías de la ciudad–. En ese caso, Ferneli golpearía al
agente, haciendo realidad un sueño con tal de hallarse en compañía de
alguien que seguramente era peor o casi igual a sus amigos, pero que
representaba elementos más reconocibles de un sistema descompuesto. El
peligro de quedar bajo la custodia de un detective legal y a sueldo, renegando
de su condición y teniendo en la venganza una forma de saldar su cuenta con
el poder, era preferible sin embargo a la suerte ciega que parecía condenar a
Ferneli en un teatro donde él era el único que no sabía su papel.
Pero sólo se trataba de otra situación ideal, de una fantasía. Los jardines
espaciosos que rodeaban una mansión salvada de la oscuridad por los
reflectores que la hacían emerger como un barco iluminado en la noche, eran
reales. Un seminario, un albergue místico o algo peor, que surgía de las
tinieblas con un aire de recogimiento suspendido como un velo sobre sus
muros, existía como otras construcciones que bordeaban la avenida.
La esperanza de Ferneli era inútil. Se desvanecía como un sueño que
apenas durara en la memoria. Más adelante, la estatua de un marino
florentino y cronista de genio, lo observó desde su pedestal mirándolo a los
ojos con sus ojos de piedra, ojos de otro siglo cuando el personaje, que
también ahora parecía imaginario, se deslumbrara con los hechos y prodigios
de un mundo nuevo que por siempre llevaría su nombre. Trastorno visual,
ilusión óptica o un estimulante regado por Carmela en su bebida, Ferneli veía
las imágenes fugazmente, con la misma rapidez que marcara el ritmo de la
noche.
Un sótano los devoró dejando en la penumbra exterior el recorrido a
través de la ciudad. El freno no existía para Gwymplane. Seguía conectado al
mundo con el acelerador y seguía repitiendo con insistencia enfermiza las
palabras que utilizaba, o que parecía utilizar, como una fórmula mágica para
defenderse de ese mundo. Maniobraba el auto con seguridad, en un espacio
que no brindaba más alternativas que un choque o mucha suerte. El garaje era
estrecho y lo ocupaba un museo del auto antiguo. Cada modelo respiraba
belleza y los faros del auto revelaban la nobleza de unas formas relucientes.
Una aristocracia que permanecía con sus blasones en el tiempo, añejándose
como una ilustración a escala del Tesoro de la juventud.
El muro se acercaba al auto como una esponja de cemento a punto de
absorberlo. Ferneli aprovechó los últimos instantes Para echarle un vistazo al
transcurso de su vida. Había frecuentado un mundo de ficción y, en
ocasiones, un mundo real, sirviéndose de ellos para hacerse a un mundo
propio y escribir en él sus propias historias. Y en ese mundo brillaba con
claridad imperturbable la figura de Sara conjurando a sus fantasmas,
aquietando a sus espectros, consintiéndole sus obsesiones, evitando sin
piedad las treguas que él mismo debía resolver cuando lo asaltaban sus
terrores más débiles. Ferneli vivía con ella en una atmósfera que honraba el
mejor temperamento del siglo XIX, parodiando con toda seriedad los delirios
que atacaban a los hijos de la Diosa Blanca. Y nadie o nada era más grande
que esa diosa de resplandor único prestado a Sara como una bendición. Su
presencia en el mundo era para Ferneli una realidad afortunada. Estaba más
allá de la sabiduría, más allá de las palabras de su biblioteca, más allá de los
festejos más esplendorosos con los que celebrara su llegada.
Concentrándose en su nombre y su memoria, Ferneli cerró los ojos y
esperó el fin. Sobre el ruido de las llantas quemándose contra el pavimento y
casi al mismo tiempo de sentir un remezón con el que Gwymplane parecía
exorcizar a sus demonios oprimiendo a fondo el freno, tratando de encontrar
el primer escalón hacia el infierno, Ferneli alcanzó a escuchar el parlamento
de un actor cínico, absurdo o borracho.
–Detente.
Seguro y terminante, apacible como el Ángel de Yaveh impidiendo
desde las alturas el inútil sacrificio de Abraham.
El quemado obedeció con tristeza y rapidez. De nuevo se escapaba el
arcángel de una muerte volando más allá de ese lugar y de una vida sin
sosiego. Su aleteo o el silbido de una respiración agitada y algo tísica,
filtraron suavemente el silencio que siguió al bullicio. Las palabras entonadas
por Gwymplane como un canto a la desesperación, se fueron apagando hasta
convertirse en una hebra de sonido balanceándose en el aire, descendiendo
por su liviandad y perdiéndose definitivamente entre los labios que
empezaran a soplarla.
Ferneli abrió lentamente los ojos. El Paraíso era un juego de la
imaginación para él. Un escenario fantástico y un principio de mitología y
sueño. Su autor narraba la vergüenza de sus personajes ante un mundo que
tenía en el Castigo y la Obediencia la medida de sus aventuras. Pensaba
compartir en ese momento su visión de monstruos apacibles y bestias
domadas, del Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, de
los querubines que guardaban el camino a la sabiduría, de un Dios equívoco
en sus intenciones y en su amor, manifestándose, según las mentes simples y
los espíritus conformes, con desgracias que ponían a prueba la voluntad de
sus fieles. Aún si fuera efectivo su poder, la serpiente y los condenados eran
la moneda que abundaba en su reino, aunque las naturalezas más elementales
se aterraran ante una verdad que era más palpable y cotidiana que cualquier
otra.
El único ángel que pudo ver Ferneli lo estaba esperando al lado del auto,
tratando de elevar a duras penas su estatura sobre el piso. No era el dueño de
una espada más flamígera que su copete y moviendo la cabeza hacia un lado,
le indicó que se bajara. Un muñeco de pocas palabras con un cerebro de
cuerda en condiciones casi tan perfectas como el resto de su mecanismo.
El eco de sus pasos rebotó contra las paredes del garaje. Un picoteo
rápido y sincronizado o el ruido del martillo empujando los clavos de un
cadalso... Era igual para Ferneli. Las imágenes estaban sepultadas por el
miedo. Podían ser brillantes o torpes pero sobre todo inútiles. No tenían
sentido como no tenía sentido ninguna de las muertes que viviera Ferneli esa
noche. La muerte del mendigo no tenía sentido. Simplemente era otra
muestra del canibalismo de la especie y esta seguía perpetuándose. Aún
seguía con vida y le resultaba algo casi increíble. Respiraba, controlaba los
movimientos de su cuerpo y el Paraíso seguía siendo una idea postergada
para beneficio de la imaginación. Si no se dirigían hacia un cadalso, el
destino era igual de incierto, equívoco y riesgoso que siempre. Y Ferneli,
como sus verdugos –si lo eran–, estaba en sus manos.
Se acercaron a un sarcófago dorado, a la tumba de un héroe medieval, a
un monumento funerario en honor de un faraón. Su interior podía guardar la
reliquia del Santo Grial. El pequeño pulsó un botón y la magia se perdió
después de unos instantes: en el lapso que un hombre tardaría aguardando
bajo la lluvia, encendiendo un cigarrillo, fumándolo con calma, tirándolo al
suelo, restregándolo con el zapato, lanzando la última bocanada de humo
rociado por las últimas gotas, marchándose al descubrir que nadie estaba más
solitario que él por la ausencia en esa calle de una dama que tal vez no lo
recordaba.
La puerta de una casa en miniatura que imitaba vagamente un ascensor,
se abrió mostrándole a Ferneli un lujo exhibicionista y ostentoso. También
este era un cubo de aristas regulares. Calcaba el mundo simple y cotidiano de
las oficinas. Pero el toque único de un decorador chiflado o de mente
retorcida, lo había convertido en una artesanía de pastillaje. Mientras se
elevaban hacia la cima del mundo, donde se encontraba el refugio de un
poder que se creía en la cima del mundo, tocando el cielo v demostrando que
los conceptos de Infierno y Paraíso podían invertirse en cualquier momento y
estaban separados por un límite frágil que apenas dividía santidad y
tentación, Ferneli examinó los excesos de una utilería diseñada para
complacer los alcances más corruptos de un dinero que podía ser limpio en
ocasiones, cuando el funcionario de turno se impedía cargos de conciencia
para hacerse a una buena suma y así escapar de la miseria.
Espejos que parecían superficies de agua estaban contenidos por
labrados de madera con un baño de algo que podía ser oro y que implicaría
una vida de trabajo, quizás dos, para ese y otros funcionarios. Una lámpara
colgaba del techo sosteniendo el voltaje necesario para iluminar un estadio, y
un enjambre de lágrimas refractaba la luz, descomponiéndola en pequeños
arco iris. Ferneli supuso que su doble lo miraba, manteniendo su misma
posición al frente de la misma puerta del ascensor. Se trataba de una
superficie de madera aún más sorprendente que cualquier espejo, donde
Ferneli podía ver sus arrugas más sutiles y descubrir las que estaban a punto
de marcarle el rostro. En el suelo tomaba un tinte claro, prolongando el brillo
de su laca en un piso que podía ser mármol o una tela de mármol
blanquecina, extremadamente tersa. El efecto multiplicaba el terror. La pareja
de artistas escapados de un circo dedicado a lo grotesco y lo extraño, se veía
reflejada con lujo de detalles como dos monstruos que quisieran espantar a su
víctima. Las imágenes de las que Ferneli intentaba escapar, se encontraban en
aquel espejo de seis caras que formaba y deformaba a sus guardianes. Si
alguien escribía su historia en ese momento, era un fantasma que se divertía a
costa suya o que simplemente trataba de mostrar un estado de las cosas que
no era en forma alguna divertido, mucho menos atrayente, pero que existía y
era un hecho, resintiendo la confianza en un semejante que nadie imaginaba
como tal por su crueldad y por la amenaza que significaba su pasión por la
crueldad.
Pero el viaje transcurrió sin accidentes. El prodigio se detuvo y su
timbre gorjeó como si estuviera disculpándose por su murmullo. El enano
salió a una habitación comunicada directamente con el ascensor. Servicio
privado. Guardia privada. Placeres privados. Sólo las virtudes se hacían
públicas y eran manipuladas con intenciones equívocas por sus dueños para
evitar escándalos o noticias sensacionalistas.
El silencio del recinto se quebraba levemente por el ruido de una fiesta.
Llegaba desde un salón que podía estar a kilómetros o al cruzar la puerta.
Gwymplane empujó suavemente a Ferneli para que siguiera tras su amigo,
empuñando una manija del tamaño de una bola de billar arracimada en
carambola permanente con las otras dos. Su mano abarcaba un tercio de esa
forma espectacular y elocuente que honraba la exclusividad y el despilfarro.
Ferneli percibió el tufo de una juerga prolongada, con promesas de
extenderse hasta que sus miembros se agotaran o murieran en medio de una
crisis tóxica de la clase que fuera.
El salón era totalmente blanco. Las cortinas. El color albino y puro de la
alfombra en cuyo lecho descansaba para siempre una especie del reino animal
en extinción. Un espacio adornado con el genio de un artista exótico y
siniestro: lámparas monstruosas, mesas abigarradas con objetos no menos
monstruosos –algunos de ellos para usos placenteros–, una tarima donde se
podía bailar o lanzarse desde altura conveniente a un estanque donde nadaban
peces de colores y cuarentonas ajadas, borrachas y abrazadas a sus últimas
adquisiciones adolescentes.
El alma de los invitados también era blanca y vacía, como una hoja sin
mancha. Y su blancura no era exactamente el símbolo de la pureza. Se
trataban entre ellos de condesas y algunas eran mujeres. Se saludaban con
besos al estilo de los besos de Judas, desfilando con su vanidad a cuestas y
una capa de banalidad recubriendo la nata del cerebro. La clase de fiesta
donde las modas eran prestadas, las poses eran prestadas y el afán de escapar
y perderse entre una nube mágica, era la única muestra de autenticidad que
reunía en un solo propósito a la concurrencia. Donde las erecciones eran de
kilómetros y las pasiones, el amor, de milímetros. Donde se entonaba un
aleluya a las miserias del siglo y sus hijos, malditos y bellos, disfrutaban de
los dones ofrecidos por el mundo.
Ferneli podía caminar escoltado entre el par de espantos, pasearse
desnudo entre los invitados o pellizcar a una de las zorras, y hubiera pasado
desapercibido, invisible entre aquellos rostros invisibles que se desvanecían
en el aire de una atmósfera ligera. Gozaban del exceso y la fortuna de ser los
elegidos. Saboreaban una de las tantas virtudes que ofrecía la ciudad y no
reparaban en lo que sucediera a su alrededor si no les incumbía directamente.
Tampoco habrían podido sostener la mirada más allá de sus narices durante
un tiempo prolongado. Sus ojos eran coágulos que se corromperían hasta el
amanecer de esa o de otra noche.
Un flash resplandeció en el rostro de Ferneli. El fogonazo lo aturdió
unos instantes, lo cegó con su luz incandescente y una mancha azul verdosa
pasó de sus pupilas hasta el fondo de su cráneo, reposando allí como un dolor
agudo.
–Su nombre, por favor.
No pudo responder. El cazador de autógrafos o el reportero gráfico de
una crónica social, se perdía como un negativo de sus propias fotos entre el
mar de estrellas que impedía ver con claridad a Ferneli. Esa noche lo habían
insultado casi al mismo tiempo que un par de matones lo zarandeaban,
disparaban al aire que albergaban los pulmones de un mendigo y lo
involucraban en una carrera de autos que apostaba con la muerte todo o nada.
Sin propósitos concretos o metas definidas. Un juego irracional, una guerra
macabra o sucia, que ocultaba o camuflaba a sus enemigos y en la que Ferneli
interpretaba el papel de un comodín usado a su antojo por los que
participaban y conocían los móviles de su propia intriga.
El bulto era todavía difuso pero en él podía encajar parte de su
desilusión y algo de su rabia contenida y represada bajo la sorpresa
permanente de la noche. Disparó su puño y el fotógrafo desapareció
produciendo en su caída un estruendo que arrancó exclamaciones. El grito
acalorado de una condesa sensible estremeció el salón. Seguramente el
muñeco había rodado hasta sus pies y lo estaba consolando para su desgracia.
No podía distinguir los contornos de nada ni de nadie. Las luces se apagaban
lentamente en sus ojos. La claridad retornaba y con ella, el aplauso entusiasta
de un sector del público ovacionando su proeza. Ferneli agradeció el único
gesto amable que recibiera esa noche. Dispuesto a realizar las venias de rigor,
quedó paralizado por una voz que resaltaba entre las risas y las expresiones
de asombro de algunos incrédulos que se resistían a disfrutar de un cambio en
la rutina de la fiesta. Una voz acostumbrada a mandar, del tipo “no me
importa lo que piense, haga lo que digo”, le advertía a una dama que podía
ser la Carmela verdadera, en tono suplicante pero caprichoso, como un galán
sin más poder que su chequera para chantajear a su compañera de turno:
–Todo ha sido un accidente, un lío de borrachos... –vocalizando
entonces, con la claridad y nitidez necesarias para que Ferneli despejara
cualquier duda, la palabra que atraía como un imán sus problemas,
suspendiéndola como un ave de mal agüero al final de la frase–: No es
prudente que trates de ayudar a este, eh, señor, Carmela.
Pronunció señor con un dejo de asco y desprecio. Y dijo Carmela con un
dejo de seguridad que a Ferneli le pareció soberbio, el resultado de una
tradición que marcaba con la estupidez a las mujeres siempre detrás –o
delante– de todo gran hombre o lo que esto pudiera significar.
Siguiendo el timbre de la voz que respondía a la súplica, Ferneli alcanzó
a percibir la figura de un personaje conocido, de un honroso miembro de un
arma cada vez más deshonrosa, de un policía que lo estaba persiguiendo en
los momentos menos oportunos y en las circunstancias menos favorables,
bautizado por él mismo con el nombre de Strasser. Una figura medianamente
oculta, detrás y más allá de un rostro que precipitó en una congoja sin límite,
insoportable y absurdamente inesperada, el sentido que en la vida de Ferneli
tenía alguien esencial y entrañable como Sara.
–No lo conozco y no me importa quién sea –respondió Carmela o Sara–.
Pero no voy a permitir que un entrometido a sueldo como ese –¿señalaba al
fotógrafo?– ande por ahí abusando de cualquiera.
Strasser replicó apático y cortante. Algo parecido a un “qué me importa”
fue ahogado por la gracia de una música sin gracia, barata y simple.
Ferneli se sintió alzado en vilo, agarrado por dos manos que
enganchaban sus axilas dulcemente, como dos candados de tamaño
gigantesco y material irrompible –acero o plomo–, ajustándose a su cuerpo
con precisión milimétrica. La voz de Sara era la voz de Carmela y una voz es
una voz es una voz... Cargada de emociones, de matices, de una melodía que
se transforma amoldándose al cariño o al rencor, con sus pausas y sus
quiebres, siguiendo su vaivén, sujeta a la humildad o la soberbia, apacible en
la serenidad, encubriendo su tono verdadero con la afectación de una farsa de
modales y buenas costumbres o tratando de sacar partido de una situación
donde la torpeza o la ausencia de malicia pueden resultar catastróficas.
En el salón se podían escuchar la clase de conversaciones que se inician
con un te comento lo siguiente o déjame que te cuente una cosa. Un lenguaje
pobre, lastrado de lugares comunes y decencia de bolsillo, de una cortesía
mentirosa, más aun cuando en ese recinto Ferneli había encontrado la clase
de borrachos sombríos y sin dignidad que mostraban el rostro oculto de un
Manual de Convenciones diseñado por ellos mismos para orgullo de la
ciudad y tedio de los que debían soportar su acartonamiento. La excepción a
todo lo que se consideraba como “bien visto” o “usual”, era allí la norma de
una fiesta organizada por trúhanes que no eran peores que sus invitados ya
que todos colocaban su poder, hasta un punto conveniente, al servicio del
otro.
¿Y en esa galería estaba Sara? Desde el momento en que negara a su
apartamento con el tejido de un extraterrestre, con la muestra de un horror de
cómic, Ferneli había entrado en una dimensión más extraña y confusa que
cualquier otra. Comprendía sus intenciones para hacerlo atravesar el umbral
de sus Propios miedos, pero el giro de su historia hacia la traición o su
entrada en el género del espionaje, era otra causa entre las causas que
producían en él un desconcierto al que se estaba habituando.
Su voz era igual o más familiar que siempre. Resaltaba sobre el terror
que padecía entonces Ferneli, sobre su condición de entrometido en un lugar
que lo hacía sentir con la bragueta abierta, atrayendo todas las miradas, y
sobre el placer del golpe con el que había vengado parte de su desazón.
Permanecía como un recuerdo esencial que ahora le sonaba fraudulento, una
despedida de un pasado en el que la confianza era simplemente un hecho. Y a
pesar de todo, mantenía una cierta calidez que llegaba hasta Ferneli desde un
lugar que iba quedando atrás, alejándose de él mientras alguien lo arrastraba
teniendo como única guía el copete del pequeño.
Avanzaba concentrado en esa mancha que empezaba a suplantar el
resplandor del flash. Destacaba contra el blanco de la alfombra como un
arreglo floral de considerable fealdad. Ferneli intentaba volver la cabeza para
encontrar a la doncella que imitaba la voz de Sara como si fuera Carmela.
Trataba de fijar en su memoria una imagen opacada por un destello repentino
y por el rostro del quemado que se interponía entre él, Strasser y quien fuera
aquella dama, perdidos en la inmensidad del salón. Lo difuso y gaseoso
parecían otra norma de la noche. Y lo único concreto de unos rasgos que no
pudo captar con nitidez, seguía siendo algo tan vago como el tono de una voz
apagado por el estropicio de la fiesta.
Antes de pasar por una puerta acolchada con una capa de cuero, aserrín,
icopor, algo de madera –una lámina de cedro que podía tener ocho pulgadas–
y los materiales necesarios para aislar cualquier clase de ruido –
conversaciones secretas, murmullos, los gritos de dolor de alguien sometido a
una paliza–, Ferneli tuvo una última señal del mundo exterior al escuchar una
nueva súplica de su amiga, salvadora o seductora, interrumpida por la
reconvención arrogante de una voz con redobles militares, plena de seguridad
y mando.
–Con qué derecho...
Ferneli se hacía la misma pregunta desde horas antes y podía
responderla con la misma seguridad que ella. Pero hubiera sido en vano. Su
mente estaba en blanco. Los únicos datos que tenía de sus amigos, además de
los nombres que él mismo había elegido para utilizarlos durante su aventura,
eran sus deformidades patéticas e indeseables, sus gestos y actitud caníbales,
las órdenes que ellos cumplían teniendo en Ferneli un títere que manipulaban
caprichosamente. Y no era un panorama grato ni alentador para encontrar una
respuesta afortunada a una situación que no lo era. Tal vez lo único que podía
hacer Ferneli antes de perderse tras la puerta, era agradecer el afán de
protección que le profesaba Sara a menudo. Pero no tenía sentido. Una
voluntad ajena a toda angustia humana parecía comandar los hilos de un plan
diseñado sin errores. La voz de Strasser interrumpiendo a Carmela se hubiera
superpuesto a la suya, débil y atacada por el nerviosismo mientras que el
policía hablaba con la seguridad de un pontífice.
–Las mujeres nunca entienden... La ley está escrita para que la respeten.
Después la tomaría del brazo, se acercarían al bar y mientras les
preparaban un coctel adornado con una cereza y una sombrillita de papel,
trataría de convencerla de un error que nadie había cometido. Sólo él
asistiendo a la trampa de una cita colocada por alguien que Ferneli no
conocía o estaba a punto de hacerlo.
¿Strasser habló de la ley? Confiar en ella o tener algo de fe en su
sistema, era un gesto excéntrico cuando no funcionaba y su mecanismo
estaba al servicio de los que lograban ajustaría a sus propios intereses o
tergiversarla según su conveniencia.
La figura del cadalso que imaginara Ferneli en un garaje que ya parecía
perdido en el instante de un tiempo pasado, se convirtió en realidad.
Una escalera estrecha, casi vertical, en la que se repartía por igual la luz
y la sombra, los símbolos encontrados de dos figuras retóricas, en conflicto
permanente como eran el bien y el mal, llegaba hasta otra puerta, hasta otro
salón en la cúpula de un mundo incierto y supuesto por Ferneli como un tema
literario o una realidad macabra.
Sus elegidos gozaban de otra fiesta, más íntima y menos ruidosa,
sentados a una mesa presidida por la obesidad de un conocido de Ferneli que
hablaba como si estuviera reteniendo permanentemente el humo de un
cigarro. A su lado, un cuadro de grandes proporciones, donde la gordura del
anfitrión se perdía en la gordura de la imagen, relucía y era el tema de la
reunión. La pulcritud y sobriedad de aquel grupo recordaba una junta de
negocios, una convención de ejecutivos o marchands, discutiendo a
medianoche las ventajas de una transacción a gran escala. Cuando Ferneli
entró al recinto, Greenstreet tenía la palabra. Dejaba escapar su aliento como
si desfalleciera, tosiendo cada sílaba con el ahogo de un asmático.
–Arte... –El nombre de un dios no se hubiera pronunciado con tal
solemnidad y regocijo–. Un negocio rentable, seguro y, por encima de todo,
legal, según cada cual considere la que pueda ser la ley –se ahogó con el
ruido de un rosario de gárgaras atragantándose en su garganta y después de
expectorar, tratando de expulsar un demonio de piel gruesa, continuó–: Un
espaldarazo al talento nacional, respaldado por la garantía de nuestro correo
diplomático.
Dejó correr en el aire una mano rolliza y señaló a dos personajes
sentados de espaldas a Ferneli.
–El mercado ideal para un tráfico de divisas que no le interesa o no le
debe interesar a nadie más que a nosotros.
El gordo advirtió la presencia de Ferneli en medio de la risa discreta que
había desatado su chiste, privado y personal, sólo para el grupo de sus
ejecutivos.
–Los compradores, nuestros compradores, promocionan a nuestro artista
–prosiguió señalando el cuadro–, colocándolo en una subasta a la que puede
asistir un coleccionista cualquiera, como nosotros, elevando el precio hasta
llegar a un tope que luego será llamado en la prensa como “un récord de
venta”.
Todo se reducía para Greenstreet a un intercambio de propiedades de las
que él era el amo, jugando con ellas a quebrar la banca internacional, a
financiar hombres públicos o políticos de ideas oscuras, ideando para ellos
estrategias igualmente transparentes a sus intenciones. También podía ser otra
cosa totalmente distinta de la que suponía Ferneli.
–Y es arte –continuó el gordo luego de sujetar contra su rostro una
mascarilla conectada a un cilindro o algo similar–. El arte de utilizar fondos y
desviarlos de forma casi invisible a nuestros propios bolsillos. Inversión.
Rentabilidad. En conclusión, el precio que impone el poder.
Usaba un lenguaje afectado, desconcertante. Ferneli sabía de personajes
como él por el tipo de noticias que los colocaba en primer plano de una
realidad en la que no abundaba precisamente el refinamiento ni la exquisitez.
Todo en ellos era la imitación de un teatro grotesco, de gustos grotescos, que
anulaban por completo el sentido de palabras como ética, honor o fraternidad.
Un medio que podía ser todo menos elegante. Un Caballero, una vida tocada
por el Honor o la Nobleza, los conceptos de Lealtad y Solidaridad, nunca
perderían su elegancia y mucho menos su inteligencia. Pero allí, alrededor de
esa mesa, se evidenciaba una elegancia corrupta encarnada en su anfitrión. Y
un gesto suyo, el más leve guiño, era obedecido con la misma rapidez que la
ejecución de su movimiento.
El pequeño avanzó hacia una habitación contigua al recinto donde un
aplauso alabó la inteligencia del gordo. Gwymplane empujó a Ferneli,
reconociendo en su trayecto los emblemas patrios del momento, sonriéndole
complacientes al pelele que presidía la mesa.
Entraron en un reducto que albergaría cómodamente al gordo, sus
secuaces, los invitados del salón y a los miembros de la junta además de
Ferneli y los amigos que lo acompañaban. Un servicio de camareros, un
grupo de bailarinas y un buffet que obligaría al comensal de más estatura a
empinarse para alcanzar a observar de una cabecera a otra los platos en
exhibición, ocuparían un fragmento del espacio, sobrando lugar para otras
dos o tres fiestas de la misma magnitud y estilo. Era el rincón más secreto,
seguro y espacioso de la fortaleza. Su ventanal formaba con las luces de la
ciudad una pantalla donde Ferneli veía el escenario en el que había
transcurrido su propia película. El movimiento continuo de un grupo de
estrellas volátiles, de luciérnagas en movimiento ascendente, produjeron en
Ferneli la sensación de estar viendo ovnis. Despegaban desde un lugar oscuro
y distante, ubicado al fondo del panorama. Titilaban como un conjunto de
puntos con la movilidad del agua, de contornos difusos, como un espejismo
que temblara al sol. Fenómeno o ilusión, Ferneli olvidó un momento a sus
alegres compinches. Admiraba las luces con la sorpresa de hallarse a un
misterio que ahora le parecía obvio. “Todo escapa a la atención a fuerza de
ser evidente”, decía Dupin. Y Ferneli se abstrajo de la quietud vigilante del
pequeño y Gwymplane, de su propia situación, absurda y fantástica, de la
respiración que crujió a su lado al mismo tiempo que el dueño de una voz
estrangulada le colocaba una mano en el hombro y lo saludaba diciendo:
–La primera vez que observé esas luces, pensé que un amigo festejaba
mi inevitable ascensión: “El homenaje a una vida que logró alcanzar la
cima”. No era una pretensión vanidosa y me conformé cuando supe que cada
centímetro de este paisaje podía ser mío –tronó los dedos– así, fácilmente.
Un letrero que dijera: “Eres el mundo”, rodando sin fin al frente de su
ventana, inundaría su ego. Los ermitaños como él, encerrados en su poder,
intentaban complacerse a sí mismos después de tratar con el género humano,
inferior, traidor y ambicioso.
–Estaba a mi alcance –dijo retirando su mano, aliviando a Ferneli de una
cordialidad embalsamada en frío–. Y lo hice. Pero nunca logré el homenaje.
La voz se apagó, quebrándose por la decepción o el cansancio. Anduvo
hacia un sillón con la pausa de un enfermo que quiere evitar la fatiga. El cojín
emitió un silbido cuando el gordo, en vez de sentarse, se dejó caer en el
mueble. Hundiéndose lentamente, sonrió con alivio y le señaló a Ferneli un
asiento al lado suyo.
–Se puede tener un mundo en la palma de la mano y no confiar en nadie
ni en nada...
Dejó escapar un resuello y acercando un inhalador a su boca –
entreabierta como un miembro violáceo, con su sangre coagulada en los
labios–, la roció con la nube de un elixir que lo alivió de su ahogo.
–De hecho, los amigos que pueden tributarle algún homenaje, sólo
buscan destruirlo o desplazarlo y ocupar su lugar. Es un riesgo que se corre...
Remató la frase abanicando el aire con una de sus almohadillas, dejando
caer su brazo con un gesto pesado, con más desaliento que abandono.
–Y es un riesgo que me complace correr...
En la sala de juntas se alcanzaban a oír los sonidos melindrosos y
afectados de un coctel en progreso. Ferneli advirtió la postura estatuaria de
Gwymplane vigilando la puerta. Parecía un ídolo remoto, perteneciente a un
pasado lejano, olvidado en un tiempo ancestral.
–Se trata de un ejercicio –o un juego, como lo quiera llamar–, que
consiste en reducir al contrario. Cualquier regla es válida. Cualquier trampa,
cualquier engaño... Ninguna traición es bastante. Y aun así todos quieren
llegar a la cima, dejando un rastro de soledad que termina aquí...
Apuntó uno de sus dedos hacia su pecho.
–Aquí... Donde lo único que lo mantiene es el cinismo al que lo
acostumbran todos los que lo han traicionado, los que le han dado la espalda
o los que están a su lado esperando una oportunidad para destrozarlo.
Se dio una tregua para disparar de nuevo el inhalador. Ferneli
comprendió que estaba al frente de la arrogancia, de un vicio que sólo se
escuchaba a sí mismo sin importarle las opiniones, las reacciones o el tono de
voz de un interlocutor al que se le concedía con dudas el don del
pensamiento, sin ser este demasiado brillante. El gordo continuó con su
discurso; imperturbable como un autómata, descargando toda su melancolía
en el bulto de carne que lo acompañaba.
–Termina por acostumbrarse. Nada lo asombra. Siempre espera lo peor.
No tiene sentido sorprenderse y mucho menos decepcionarse. No hay camino
de vuelta y sigue adelante a pesar de todo o porque no hay otra solución. Sólo
trabaja para defender su lugar y sostenerse en él, y para eso aprovecha las
lecciones de una historia criminal, perfeccionándolas con su ingenio...
El esfuerzo lo agotó. Chasqueó de nuevo los dedos movilizando al
pequeño hasta el fondo del salón. Apoyó una mano en la frente tratando de
filtrar la luz, respiró con la misma dificultad que nunca lo abandonaba, como
un tísico incurable, y aguardó el retorno de un copete que surcó el espacio
perdiéndose en él. La mata de pelo, en perspectiva, era un punto del infinito,
achicándose mientras se alejaba. Recobró su tamaño original regresando al
vaivén de los pasos diminutos del mensajero, permitiendo que el gordo
inhalara por tercera vez su elixir, que Ferneli le echara otro vistazo a las luces
y sus juegos aéreos, que un silencio tedioso cayera sobre ellos y que en el
coctel, tal vez, se afianzaran las parejas de la noche con dos o más integrantes
y alianzas de toda clase.
Todo estaba previsto. La ambigüedad, el suspenso, el tono desolado y
soberbio del monólogo, el deterioro paulatino de unos personajes que para
Ferneli eran símbolos de una derrota social y saldaban a largo plazo sus
cuentas con aquellos que les habían allanado el camino hacia un callejón sin
salida. No se plegaban a nadie y tenían de su lado a los dueños de un sistema
que los admiraba por su poder clandestino y los repudiaba en el momento del
fracaso. Entonces los antiguos aliados servían de testigos o fiscales que
elevaban al cielo sus plegarias sobre la forma como el crimen paga y estafa a
los ciudadanos de bien. Símbolos que Ferneli agrupaba alrededor de otro
símbolo que en ese momento era depositado con delicadeza inaudita por el
pequeño en una mesa parecida a un altar.
Greenstreet tomó una llave que colgaba de su leontina, se inclinó para
introducirla en la cerradura del objeto que tenía la forma y el aire de santidad
de un sagrario, y sacó de su interior un cilindro, manipulándolo como si fuera
el cuerpo de Cristo. Lo protegía con sus manos con el mismo embeleso de
una madre acariciando por primera vez a su hijo. Después de colocarlo en la
mesa, lo desenroscó lentamente por su parte superior, dividiendo los signos
de una inscripción incomprensible y extraña, un músculo o un corazón de
color cambiante, el embrión de una criatura que irradiaba una luz variable, se
retorcía entre un cofre funerario que representaba una calavera sonriente, una
muerte feliz tallada en cristal de roca, celebrando con gesto armonioso los
dones de un más allá plácido, sin tinieblas. No era una muerte común, no era
la muerte funesta o trágica. En ella no existía el temor y su alegoría era un
símbolo del jolgorio. Su universo era la fiesta y su transparencia acababa en
la masa que parecía respirar al interior de tal rostro (nota 22).
–Aprovechar las lecciones de una historia criminal, perfeccionándolas
las con ingenio...
Ferneli escuchó el proverbio que una garganta atrofiada, ulcerada y
polvorienta, dejaba escapar al aire. Era una voz distante, sepultada bajo tierra,
hundida en la oscuridad de una tumba sin sosiego. En otro tiempo, con otros
personajes y tal vez en otra historia, su doble experimentó un trance similar:
La visión de un apocalipsis sin ángeles, sin plagas, sin dragones ni bestias
fantásticas. La visión de una ciudad que Ferneli reconocía a través de la
réplica disecada y muerta que Sara obtuviera de una criatura similar. El señor
Palau, un complot o una afición sin medida a los cuentos de misterio, habían
hecho de su trama una mezcla de géneros que le permitían explicarse el
horror y el miedo registrados a diario por diversos medios. ¿Vías de escape?
No eran pocos los que hallaban una terapia para aliviar de cierta manera una
situación que no permitía evasiones. Estrategias que podían ser inútiles o
brindar soluciones individuales cuando el sentido de tribu, clan o género,
estaba disuelto en una licantropía sin treguas. El gueto, las minorías o los
conflictos de raza, habían suplantado tales categorías defendiendo cada cual
su espacio contra una posible invasión. Y esto nunca era suficiente para
propiciar un caos en ascenso permanente.
Una carcajada ruidosa pero ahogada creció sin clemencia aturdiendo a
Ferneli, desplazando en el aire la luz del objeto que se apagó poco a poco
cuando Greenstreet guardó el cilindro y cerró de nuevo el sagrario. La
inscripción quedó registrada en su retina como la imagen supuesta del asesino
en el ojo de la víctima. Para Ferneli, palabras como indicio, pista o señal, no
significaban nada claro hasta el momento. Pero tejía con ellas los hilos de una
historia que se enturbiaba con enigmas del estilo “quién o qué es el monstruo,
en qué laboratorio analizan y reparten sus muestras, cómo utilizar el papel
que jugaba en esa ficción sin que esta tuviera un aire artificioso o
fraudulento...”.
Recuperando el aliento y tratando de aquietar el movimiento convulsivo
de su barriga, el gordo reinició su bombardeo. Atacando a Ferneli con el
despliegue de un verbo insolente y único, le preguntó:
–¿Qué pensaría si le digo que el poder y la gloria están de mi parte, y
que en este joyero, al interior de esa máscara que todos mostramos tarde o
temprano, se encuentran reunidos los dos y son míos...?
Aparte del título de un libro que dudosamente habría cruzado por los
ojos, la existencia y el mundo de Greenstreet (“El cerco se estrecha; el poder
sagaz de los sabuesos y de la mente amenaza de hora en hora”), no sabía a
qué se estaba refiriendo el gordo nombrando un par de emblemas perseguidos
como una ilusión por muchos y alcanzados en realidad por pocos (nota 23).
En cuanto a la máscara, a la calavera de cristal, ya era casi un refrán afirmar
que todos somos iguales bajo la piel aunque esta seguía siendo un conflicto
permanente y un sello de distinción en el peor aspecto de la palabra.
Ferneli, sin decir nada, negó moviendo la cabeza. La única defensa que
tenía era el mutismo que exhibiera de igual forma en su primer encuentro con
el gordo. El eco del león de la Metro, rugiendo constipado y enfermo,
retumbó otra vez.
–Usted sabe a qué me refiero... –dijo al ritmo de las suaves palmadas
con las que acariciaba el sagrario–. No es la primera vez que tratamos este
tema.
Un brillo especial resbalaba por la carne adiposa alrededor de los ojos de
Greenstreet. Era un resplandor extraño, poseído por lo que llamaba “su poder
y su gloria”. Ferneli hubiera preferido otro encuentro en el baño turco, en un
espacio donde la niebla difuminara los rasgos del gordo y pudiera respirar a
sus anchas. El recuerdo del vapor estremeció sus branquias.
–Las plagas, el agua convertida en sangre, el reino de las tinieblas y la
muerte de inocentes...
Ferneli supuso que usaba un lenguaje esotérico para referirse a las
últimas noticias. También podía ser que el Faraón hubiera reencarnado en
Greenstreet, comprando su eternidad a Moisés y Aarón a cambio del éxodo y
el exterminio de plagas –o trocándola por la revelación de su secreto–. Y
Moisés y Aarón podían ser el pequeño y Gwymplane.
–Todo se ha dicho en contra nuestra sólo por defender lo que nos
pertenece... –el zumbido del inhalador distrajo instantáneamente la atención
de Ferneli–. Y a usted le consta que nos han obligado a correr riesgos que
hubiéramos evitado...
No era el faraón ni era Greenstreet ni estaba acompañado por Moisés y
Aarón. Era un remedo mal hecho de Poncio Pilatos implorando por la
absolución de sus pecados, sin importarle que le fuera concedida o no.
–Pero no tenemos otra salida... –concluyó con gesto desesperanzado y
teatral–. Somos nosotros contra el resto del mundo... Y esto, para nadie, es un
secreto.
Ferneli sabía que eran ellos contra el resto del mundo. Apoyados por una
estructura organizada a través de las peores alianzas, en los sitios más oscuros
y con los resultados más turbios. Nadie desconocía su poder. Era un secreto
público preservado celosamente por los miembros de un mundo clandestino
conformado por mercenarios, policías corruptos, asesinos a sueldo, estrategas
formados en su propia escuela y escuelas atendidas por personajes perdidos
en su propia miseria, haciendo de las lecciones y la fantasía macabra de sus
maestros una realidad no menos atroz y, en ocasiones, no menos
comprensible y lógica. Una organización que en el tiempo y en los diversos
lugares en los que se había enquistado, sería llamada con palabras únicas, con
nombres que podían ser exóticos o designar un mundo de misterio, atrayente
por su extraño y elevado sentido de la maldad, por la forma como en él se
resumía el estigma de la muerte que aterraba a una civilización. Un mundo
que propiciaría ficciones de buena o mala fortuna, con personajes “mal
dormidos y peor pagados”, dando pie para que un género dedicado al crimen
hiciera de este, al mismo tiempo, una entretención y una recreación de la
tragedia.
El uso del término enquistado sorprendió a Ferneli. Entraba en el terreno
de las patologías, de los cuerpos enfermizos atacados por sustancias extrañas
que albergaban una larva en crecimiento. Se expandía por los órganos,
destruía la piel y se desarrollaba absorbiendo los tejidos por los que se iba
transportando. Un líquido alterado, una gelatina o un gas originado por una
fiesta de bacterias, podían ser algunas de las formas tomadas por el quiste. Un
parásito recubierto por su propia membrana, regándose sin ninguna
compasión cuando ya el remedio era un consuelo inútil y tardío.
Ferneli descubrió que la imagen funcionaba en su aventura. La corte de
Greenstreet, su alusión a plagas bíblicas, la fuerza de una voluntad que
disparaba primero y preguntaba después, tenía en aquel engendro o hijo
bastardo del gordo, una semblanza aceptable. Los síntomas eran los mismos,
los propósitos de Greenstreet permitían que Ferneli estableciera una analogía
cercana a la vieja imagen de un malestar social que se expande por nuestros
valores como un cáncer. Pero esta era su historia y sus símbolos, su vía de
escape personal y única, imaginaria pero tan real como la ciudad y los hechos
y sucesos de la ciudad. Y nadie conocía mejor que él las razones y los
móviles de sus personajes. El monstruo entraba en acción y la explicación de
Greenstreet confirmó las sospechas de Ferneli. Su frase hasta ahora
terminaba:
–Para nadie es un secreto...
Su gesto permanecía en la memoria de Ferneli tan artificioso y
desesperanzado como antes.
–Y para usted menos que para nadie –continuó el gordo–, es un secreto.
Una risa de guasón y un tono impostado en la voz, hicieron del verbo
según Greenstreet una palabra ambigua, pronunciada de forma ambigua, con
intenciones ambiguas. Ferneli no se representaba a sí mismo en ese momento.
Sabía de Palau y su relación confusa con el gordo y su mundo. Empezaba a
comprender el vínculo que los unía, la dignidad y el juego del periodista
tomando su información de la fuente más directa y confiable, los intereses de
cada cual en el otro, el teatro al que se prestaba su doble o el que suponía
debía ser su doble, vampirizando a Greenstreet con el cebo de una
publicación. Y Ferneli prolongaba en secreto y accidentalmente o tal vez por
obra y gracia del mismo Palau o de Sara –después vendrían las explicaciones
y aclaraciones, la revelación del misterio de esa trama–, el argumento que él
mismo había diseñado para intervenir con sus personajes en aquella historia.
Pandora y Greenstreet. La asociación escalofrió a Ferneli pero los
símbolos se correspondían: El poder y la maldición de la caja, la entrada en
un Olimpo donde los intrusos desvirtuaban los dones ofrecidos por los dioses
para maldición de los hombres, la caída del esplendor hacia la desgracia y su
celebración, la tentación y la perversión manipuladas con orgullo por
Greenstreet como en su tiempo lo hiciera Pandora.
–Una revelación que puede utilizar como mejor le parezca –dijo con la
misma elocuencia de su igual femenino–. Alimentando la histeria colectiva,
sembrando el miedo por el que se venden sus noticias, dándole forma entre
sus lectores a una criatura que usted ha tenido el privilegio de ver de la
misma forma como yo tengo el privilegio de poseerla asegurando así el
respaldo de mis enemigos.
De nuevo la traición, el engaño, la esperanza perdida en el fondo de la
caja de Pandora.
–¿Está claro, señor Palau...?
Las cuerdas vocales de Ferneli seguían atrofiadas. Todo estaba claro,
transparente y brillando a la luz de la razón con esplendor único. No había
lugar para la confusión. En sus ojos destellaba la inteligencia como respuesta
suficiente a la pregunta de Greenstreet. Pero nunca era suficiente. Jamás tenía
bastante y el gordo quedaría satisfecho solamente al escuchar la voz de
Ferneli, aunque fuera estornudando.
–¿Alguna pregunta? –insistió.
Estaba más ahogado que Greenstreet. El corazón le palpitaba con la
misma intensidad que el latido de un actor antes de salir a escena, con la
mente en blanco y su parlamento refundido entre la confusión y el pánico. Se
oyó a sí mismo decir –con una voz que no le pertenecía y remedaba la suya,
imitada por un bufón sin talento, por un cómico de humor ácido y
desagradable–, una frase que salió mordisqueada por su boca.
–Sólo una pregunta –mugió Ferneli.
Las palabras fueron gruñidas y enhebraron un ruido apenas
comprensible. El gordo se inclinó para captar el sonido y el sentido de la
frase.
Ferneli se acercó al ventanal. Seguía pensando en las luces que
parpadeaban en la oscuridad, elevándose hacia el cielo como un presagio o un
augurio funesto. Supuso que la madre de los dioses, el faldellín de estrellas de
la madre de los dioses, su camisa de flecos, su falda blanca, eran agitadas por
el viento mientras ella devoraba aquella noche los desperdicios que
consumían a la humanidad. Recordó el mundo y la simbología del mundo al
que pertenecía el rey de su cartelera y pensó que no era descabellado
imaginar la presencia de una divinidad como Nuestra Abuela Toci, Nuestra
Madre de la Tierra Tlazoltéotl, contrastando su bondad y el amparo que
brindaba a sus fieles, con el símbolo de otra mitología, la Pandora imaginada
por Ferneli como amante y consentida del gordo. Deidades en contienda,
conceptos encontrados y símbolos opuestos que Ferneli utilizaba como
referencias de un mundo fantástico que le permitían comprender un mundo
no menos fantástico como el real, sujeto a voluntades caprichosas de otro tipo
de jerarcas encumbrados en su propio panteón.
La expresión de Greenstreet le hundía aún más los ojos entre los grumos
de carne. Al lado de Ferneli, mirando hacia el mismo lugar, esperaba su
pregunta mientras resoplaba empañando con su aliento el vidrio.
–¿Y bien...?
Ferneli se volvió, estudió el perfil de naranja de su amigo, los pliegues
de acordeón de su cuello, el sudor que resbalaba por su calva, la figura
ridícula y redonda de un payaso con poder, sintiendo un deseo incontenible
de reírsele en la cara soportando luego la paliza que sus hombres le
propinarían. Fijó de nuevo la vista en las luces y alzando lentamente una
mano que parecía hecha de plomo, las señaló preguntando:
–¿Qué son en realidad?
Greenstreet le pudo haber respondido que eran las luces de los aviones
despegando en el aeropuerto, que era el homenaje anhelado, un anuncio que
formaba poco a poco las letras de una frase que decía “Eres el mundo”. El
desconcierto y la sorpresa combatían en su rostro. El disparo suspendió con
brusquedad su respuesta. La mandíbula del gordo colgó como una pieza
muerta e independiente, estrechando contra el cuello la grasa que abultaba su
barbilla y formaba una doble papada sobre la papada que hacía de su piel un
pellejo en expansión. No podía articular palabra. Por sus labios separados
trataba de absorber un aire que escapaba sin remedio. Entre el golpe seco de
la bala, el gesto repetido de una mano pulsando el gatillo de un arma, el
silencio que cayó sobre Greenstreet petrificándolo en una crisis de nervios, el
rumor sordo que se convirtió en algarabía de tacones corriendo en estampida
hacia la puerta y la reacción del pequeño y Gwymplane dirigiéndose al salón
para averiguar lo sucedido, transcurrieron solamente unos segundos.
Fue una muerte instantánea y pasajera. La sangre de Ferneli se agolpó en
su cerebro, espesándose en un coágulo que atrofió sus sensaciones. Flotaba
en el vacío, en una catalepsia que lo transportaba a un lugar oculto entre
tinieblas, más allá del artificio de unas luces que brillaban tenuemente en un
pasado remoto. Su cuerpo, liviano y gaseoso, era un cascarón vacío, sin
dueño, situado en frente de un personaje obeso, con una mueca de terror
congelada en el rostro. Se veía con él en una habitación sin principio ni fin,
un pequeño estadio que observaba desde un sitio tan absurdo como el lado
exterior del ventanal. Su alma, su fantasma o lo que pudiera ser llamado así,
asistía al espectáculo de su propia pesadilla. Greenstreet, Gwymplane, la
imagen de un enano disparando desde una ventanilla de automóvil a un
mendigo hipnotizado por el hambre o la desgracia, el resplandor de un flash
contra su cara y los nombres de Carmela o Sara, integraban el reparto de sus
visiones. La frontera entre ficción y realidad se había desdibujado por
completo. Tampoco se trataba de establecer diferencias entre dos niveles de
percepción y sueño que ya parecían lugares comunes y eran igualmente
necesarios para aquel que utilizara vías de escape tratando de encontrar el
equilibrio. Ferneli disfrutaba de un vaivén permanente entre los dos y en su
historia nada era más palpable y real que lo fantástico. Veía la ciudad como
un espacio donde acontecían sucesos increíbles o absurdos. En sus calles
encajaban toda clase de noticias con talante literario, anécdotas casi
inverosímiles que sólo eran creíbles en una realidad aparentemente anodina y
cotidiana, desvirtuada cuando la literatura, con su peso de imaginería y
ficción, intentaba convencer a un lector de la verdad de sus hechos. Y Ferneli
diseñaba su propia ciudad en el papel, viendo cómo desfilaba ante sus ojos,
creándola como un nuevo arquitecto omnipotente, construyendo un mundo a
su medida. Narraba un asunto que podía verificarse en las noticias de prensa,
los registros de Palau y la crónica diaria del terror o el miedo permanentes.
Recreado a su manera, lo real y lo fantástico mantenían un equilibrio en el
que ambos se complementaban sin que ninguno fuera más cierto o ficticio
que el otro.
Regresar de la inconsciencia, retornarle el ánima a su cuerpo, percibir
que su sangre se empezaba a disolver circulando en su cerebro con su plasma
y sus corpúsculos, fue un proceso que alentó la vida de Ferneli. No era un
viaje con retorno a los umbrales de la muerte o más allá. No le interesaban los
relatos que pertenecían a una ciencia ficción barata, comercial y vulgarmente
teológica. Duró apenas un instante y pudo ser un desmayo, un sopor
vertiginoso o un afán de contemplar en perspectiva los giros que tomaba
aquel asunto.
Aún estaba a solas con Greenstreet. El tiempo se había dilatado y estaba
a su favor. Su dimensión abarcaba la ausencia de razón y lógica por las que
atravesaba en el momento. El pequeño y Gwymplane no habían regresado y
Ferneli concibió, con la gracia de un azar que lo envolvía y tal vez tuviera
algún sentido, el único plan que durante la noche sería realizado por su propia
iniciativa.
El gordo hubiera dado su vida por una brizna del inhalador. Apoyándose
en Ferneli y haciendo realidad su discurso sobre la soledad de su poder,
recurrió a su compasión para aliviarse. Rastrillando la alfombra con
cansancio, al ritmo de su asma, alcanzaron un diván donde Ferneli le ayudó a
que se echara. Habría sido más fácil atrapar un pez plátano en la mano que
aquietar la enormidad de tal barriga. Bamboleaba su volumen como una
ballena desperezándose al sol sin advertir que la marea bajaba dejándola
varada en la arena.
Suponer que tendría que transportar a Greenstreet hasta el muro donde
había guardado el cofre, le pareció el castigo de un dios borracho y aburrido.
Una hernia operada en la infancia podía resurgir con el esfuerzo al que estaba
sometiéndose. Sentó a Greenstreet en el diván y lo abrazó como Fay Wray
pudo abrazar a King-Kong, sintiendo que la música de un film aterrador
estallaba en sus oídos. Sabía que la sangre se agolpaba otra vez contra su
rostro, pero estaba soportándolo. Al silbido permanente de los bronquios
espasmódicos, se sumó la sirena de una fábrica que cantaba entre su cráneo,
aguda e invariable. Colocar el tronco del gordo en relación con sus piernas en
un ángulo de menos de noventa grados, era una tortura para Greenstreet y
para el osado o estúpido titán que lo intentara –más aún cuando Ferneli podía
ser el “antes” de un aviso que indicara cómo obtener la musculatura de
Charles Atlas en el lapso de unos días–. Con su pecho ahogado por el pecho
de Greenstreet, supuso que tendría la apariencia de un hermano siamés
condenado a vestir y desvestir cada día de su vida a su igual debido a la
torpeza, obesidad y disnea del que era un verdugo inseparable. Formaban la
figura del Amor: Monstruo de dos espaldas y dos cabezas, mirándose sin
parpadear, con expresión adolorida y plácida, jadeando hasta la asfixia por su
naturaleza apasionada. No era el caso y Ferneli se bañaba de sudor
aguantando un cuerpo inabarcable, como una sombra paralela y gigantesca
del suyo. Un espectador podría pensar que Greenstreet absorbía como un
vampiro la energía de Ferneli. Tendría razón y vería cómo uno de los dos
desfallecía tratando de alcanzar sus objetivos.
El gordo manoteó cuando Ferneli, con cuidado maternal, lo dejó caer
hacia adelante, obligándolo a doblarse. Levantando los faldones de su saco,
los pasó por la cabeza del muñeco, cubriéndola con ellos y tirando de las
mangas hasta hacer que la prenda se zafara de sus brazos. Lanzándola hacia
un lado, en vuelo triunfal hasta el piso, recostó de nuevo a un Greenstreet de
rostro congestionado y algo púrpura. Más que una leontina, lo que colgaba de
algún lugar oculto entre su ropa era una cadena para amarrar bicicletas:
relumbraba y se apagaba a cada contracción y Ferneli no alcanzaba a
sujetarla. Abrió el chaleco que apenas lograba contenerlo, buscando la
manera de apropiarse de la llave. Los botones no salían por el ojal. Estallaban
contra el aire, giraban un instante y luego tintineaban por el piso hasta dar
contra la pata de algún mueble. A través de la camisa, Ferneli observó su piel
de trucha, tierna y sonrosada, inflándose con cada inhalación desesperada.
Levantarlo otra vez hubiera producido un infarto a Greenstreet y Ferneli.
Decidió cambiar la llave por el inhalador.
–¿Dónde está? –preguntó Ferneli obviando el sujeto de la frase y
suponiendo que al cerebro de Greenstreet le sobraba un resto de oxígeno para
comprender y responderle. Podía tratarse de un gancho oculto, un candado
misterioso o una combinación secreta. Ferneli solamente quería desprender
aquella llave, acercarse hasta el muro, abrir el sagrario y marcharse con el
cilindro sin saber por qué o para qué.
El gordo negó moviendo la cabeza. Ferneli se espantó con la idea de
tener que recogerla cuando se desprendiera del tronco, definitivamente
ahogada y muerta. Fue hasta la mesa donde se encontraba el aparato. Regresó
con él lanzándolo una y otra vez al aire, recibiéndolo en la mano y
disfrutando del poder que le otorgaba la enfermedad de su víctima. La
enorme soledad de un Greenstreet a merced del peor de los prójimos,
vengativo y cínico, sorprendió a Ferneli. El ejemplo criminal se había
expandido y lo tocaba en ese momento de la misma forma como había tocado
y trastornado el comportamiento de una ciudad resuelta a zanjar sus
problemas con amenazas, agresiones y una inteligencia morbosa que pensaba
por los pobres de espíritu o raciocinio.
Colocó el tubo en el campo visual de Greenstreet, meneándolo ante sus
ojos. El hombre se ahogó todavía más ante la visión del elixir.
–¿Dónde está?– repitió Ferneli, sintiéndose incapaz de prolongar por
mucho tiempo el juego. El pequeño y Gwymplane regresarían en cualquier
momento y su talento para el papel de verdugo era nulo y bordeaba el
arrepentimiento. Le apenó ver cómo el gordo extendía una de sus manos,
tratando de agarrarse al inhalador como su última salvación posible. Ferneli
lo alejó unos centímetros al mismo tiempo que Greenstreet decidía pasear su
otra mano a lo largo de su vientre, pulsando un mecanismo escondido entre
un bolsillo, el fundillo o conectado a un punto de su ropa interior, como un
detalle prescindible y vano cuando Ferneli descubrió que la llave saltaba,
desprendiéndose por fin de la barriga de su dueño.
El sonido del elixir disparado por la válvula se repitió con frecuencia
cronométrica mientras Ferneli apostaba su vida en una carrera contra el
tiempo. Llegando hasta el lugar donde el copete del enano se perdiera,
alcanzó la puerta del misterio. El sagrario estaba menos protegido que una
baratija en un mercado público. “Nadie entrará en tu fortaleza y serás el señor
de tu castillo” (nota 24).
Ferneli introdujo la llave en la cerradura con la misma sensación de un
arqueólogo acercándose a un prodigio sepultado por los tiempos. Mientras
giraba la llave pensó en la esmeralda caída de la frente de Luzbel cuando
descendía hacia el abismo. Tomar el cilindro en sus manos fue cuestión de
reflejos. Pero su peso, la inscripción y el contenido de una muerte inclemente
y poderosa, permanecían como un estigma.
Acercándose de nuevo al gordo, escuchó su voz de ultratumba
advirtiéndole con la desesperación y la amargura de un moribundo:
–Es inútil... Está cometiendo un error...
Pronunciaba sus últimas palabras como un oráculo caído en desgracia.
Maldecía una vida de infortunio, despidiéndose de ella con rencor. Tomando
un nuevo aire, continuó:
–Pagará por algo que ya no le sirve de nada...
No se detuvo a contemplar la inscripción. Podía ser tanto o más cifrada
y críptica que las palabras del gordo. Antes de salir, atendió con reverencia su
salmodia de asmático.
–Se lo advierto... Usted... No puede hacer nada...
El zumbido del inhalador apagó la última de sus oraciones. Su silbido
acompañó a Ferneli hasta un salón de juntas vacío, con el cuadro como único
testigo de la catástrofe. Representaba un obeso caballero armado en juerga
con la muerte. Abrazados como un par de compadres borrachos, danzaban
argollándose los brazos, sonriendo con la mueca de una simpatía incierta y
caricaturesca. Un cortejo de músicos golpeaba con clavículas sus tamborines,
adoptando posturas burlescas. Pequeños esqueletos disfrazados de bufones
sostenían en posiciones juguetonas y precarias relojes de arena raptados a sus
dueños que trataban de alcanzarlos con angustia. Las vanidades del mundo
desfilaban en procesión lamentable. Pudriéndose a un mismo compás,
avanzaban con sus viejas vestiduras rasgadas por el tiempo de la muerte.
Monjas, alcahuetas, obispos y monarcas, avaros, mercaderes, eruditos y
ministros al servicio de una idea imaginaria, cortesanas que brindaron sus
favores a los nobles de la Tierra, observaban con rostro compungido y
melancólico las fiestas de la muerte, temiendo la traición que esta le hiciera al
caballero que jamás podría nada contra ella. La escena transcurría en la
penumbra. Un bosque o la idea del infierno con su reino en carnaval, hacía de
las figuras monstruos de presencia incierta, con sus rostros chispeantes como
duendes malignos resaltando entre la oscuridad.
Una imagen irónica y un comentario inclemente sobre aquel lugar del
que intentaba escabullirse Ferneli.
Bajando por la escalera del cadalso, retornando a la vida luego de
ascender hasta un salón que podía habitar la Muerte de la Máscara Roja con
su peste y sus tinieblas, Ferneli llegó al recinto blanquecino donde se
prolongara la pesadilla de esa noche. Sólo se escuchaba el gimoteo de un
grupo de condesas contemplando un cadáver que podía ser el de Strasser o
que se le podía antojar a Ferneli como el de Strasser. Las reinas se
encontraban en el colmo de la desolación, inconsolables con el maquillaje
regándose a lo largo de sus caras como una mancha negruzca y rancia. No le
debían prestar atención, y no se la prestaron. El pequeño y Gwymplane no
debían estar en el lugar a esa hora, y no estaban. Resolvió continuar con el
misterio, develándolo páginas después.

***

La trama se le daba fácilmente. La ciudad estaba hecha a su medida y


era suya. La avenida relumbraba con la luz de los faros brillando sobre un
asfalto que ya empezaba a secarse. Su doble y el doble de Sara lo aguardaban
en un apartamento que imitaba el suyo. Supuso la escena desde el taxi: abría
la puerta lentamente, encontraba en el umbral la tarjeta y el mensaje
manuscrito de los Laboratorios –“Suele la cortedad del humano
entendimiento hacer tránsito de lo admirable a lo increíble para luego hacer lo
increíble fabuloso. Su aventura es producto de este mal, censurado
antiguamente”–, dirigiéndose después hacia el estudio, como un ladrón
merodeando al amanecer, descubriendo una luz que lindaba con la oscuridad
del pasillo, girando la manija, empujando la hoja de madera y encontrando en
su escritorio, al frente de su máquina, a un igual que como él podía escribir:

Allá donde no hay muerte, allá donde ella es conquistada, que allá vaya yo.
Canto de Nezahualcóyotl. Versión de Miguel León-Portilla en Trece poetas del
mundo azteca

Mi corazón ha volado, hacia el lugar del misterio, mi corazón ha


llegado. Que no se marchite, que no muera. Que como flor de quetzal, como
pluma de quetzal, avance. Que salga de la región de la muerte o que venza los
misterios de la región de la muerte. Que la acompañe el recuerdo, la memoria
de los cantos, su belleza y su alegría. Que ahuyente la tristeza y la aflicción,
que se pierdan en la oscuridad y la niebla, que se disipen y vuelen. Que
apaguen el estropicio de los pájaros descarnados del señor de estos cielos.
Las guacamayas con rostro de huesos, riendo con sus plumas de hueso, que
se adelantan y vuelven a la región de la muerte. Aletean con sus plumas de
huesos y retornan a la casa preciosa donde el señor descarnado espera al final
de la vida. Que no haya fatiga. Que no haya cansancio. Que avance con
regocijo. Que allá donde no haya muerte, que allá donde la domine, que allá
vaya. Que se termine este sueño, que la niebla se disipe. Que a mis cantos me
respondan: ¿quién tejió mi destino, quién soñó mi destino? Que parta hacia
otra región, que abandone las tinieblas donde se vive en la muerte. Sus
máscaras y su risa, sus lechuzas, su agua de oscuridad y su frío, sus enfermos
y lamentos, son huérfanos del olvido. Que avance mi corazón, que avance
buscando el sol, como un compañero del sol. Que busque hacia el final de
esta noche qué le espera más allá. Que se cubra de flores, que regrese a la
vida. Acaso vuelva a vivir, acaso sea otro. Que llegue otra guerra florida, otra
batalla en el sueño. Que sea un muerto sagrado que logre derrotar la muerte.
Los ministros del miedo

La sombra de un eclipse se estancó sobre el país durante años. El prodigio


asombró a sus habitantes, fascinados con el curso equivocado de los astros y
el telón de una penumbra que avanzaba lentamente sobre ellos. A través de
negativos o admirando en la superficie movediza de recipientes con agua el
reflejo del fenómeno celeste, una multitud aprovechó la diversión y la
evasión a sus tragedias observando el crepúsculo temprano de un sol a
mediodía. En los centros de oficinas, en los techos de las casas, en los patios
de colegios y en escuelas o en los parques frecuentados por ociosos,
enamorados y vagabundos, se veían los rostros abotagados asomando a las
ventanas, abandonando a su suerte los manjares del almuerzo, atendiendo las
explicaciones de maestros orgullosos impartiendo a sus alumnos una clase
inolvidable mientras las parejas recostadas sobre el prado recordaban el
proverbio que hacía del amor un ente ciego y se abrazaban a escondidas en la
sombra, sin fisgones.
El asombro se tornó en desconcierto después de algunos días. El eclipse
continuaba, espesando su velo y la oscuridad de su velo. El país se convirtió
en el reino de los ciegos y el terror de andar a tientas causó estragos entre
aquellos que no sabían a ciencia cierta si sus ojos no eran más que una
gelatina reseca o soñaban un mundo alucinante del que no lograban escapar.
Una estrella en extinción, la silueta de un lunar oscuro y difuso en un cielo
oscuro, una luna falsa, las tinieblas que invadieron por completo el círculo
solar y cada recodo y rincón del país, fueron consideradas como las primeras
señales que anunciaban el fin de los tiempos o la cercanía del fin de los
tiempos.
Al hedor que despedían la peste y sus muertos, se agregaba este azote
que sumió en la nostalgia a los ancianos. Balanceándose en sus sillas al
vaivén de una demencia que ya era inevitable y murmurando a través de las
encías por las que se colaba un mal aliento que presagiaba el aroma de la
muerte, se podían escuchar, al fondo de las más oscuras tinieblas, sus letanías
y el ritmo hipnótico de sus letanías recordando los años de su infancia y el
brillo ya oxidado de una época feliz, despreocupada, cuando el único temor
era la furia y los disgustos de un Dios cruento y alabado.
A las puertas del Palacio de Gobierno durmió una multitud de
ciudadanos que aguardó por varios días una solución providencial a la
tragedia. La plaga proseguía borrando los perfiles de las cosas, perdiéndolas
entre la oscuridad, extraviando el recuerdo de los rostros queridos que
gemían hundidos en sus habitaciones, emitiendo un sonido que imitaba la voz
de los ausentes sufriendo en una tumba prematura. El rumor de los desfiles y
las marchas de protesta, de los pasos que avanzaban por las calles
acercándose al Palacio, apenas lograba romper el silencio fúnebre que
agobiaba al edificio. Tras sus muros y en sus habitaciones inundadas por la
penumbra, se repetían las reuniones de personajes que a la luz habrían
mostrado las telas raídas de sus uniformes o sus trajes ministeriales y la
banda presidencial trozada en jirones por la desgracia.
La locura no tardó en trastornar las mentes débiles y en estimular las
inteligencias morbosas. Los lamentos de familias, buscando entre la
oscuridad a sus parientes refundidos por una zancadilla del azar o porque
habían perdido el rumbo a sus hogares encontrando en los giros de una
caminata circular el rostro de la muerte, se multiplicaban al caer en las garras
de espectros que encarnaban la idea de una maldad sin concesiones.
La esperanza era un consuelo que brillaba, opacándose su luz con el
viento espeso y turbio que traía el olor de otras muertes. Los viejos enemigos
de tertulias, casadas tras litros de café negro y cargado y años de retórica,
coincidían en atacar los fantasmas que habitaban el palacio, ensartándoles
epítetos de ira y desconsuelo. Recordar que la figura de un ave de rapiña
vestida de realeza acechaba en la parte superior del escudo nacional, desató
una carcajada general, aliviando amargamente la tristeza. La muerte fue
entonces, como en otros tiempos de violencia y según sus cronistas acertados,
el verdadero presidente de la república. Y sus víctimas la habían reelegido, y
la sombra que anegaba las ciudades y los campos, bordeando las orillas de
dos costas que serían para siempre una de las tantas nociones elementales e
inútiles de la vanidad nacional, parecía proyectada por las alas desplegadas de
aquel ave que cubría con sus plumas el símbolo de una abundancia ilusoria
mientras ensartaba en su Pico, como si estuviera devorándola, una cinta en la
que se leían, como un chiste, dos palabras que cada cual interpretaba y
corrompía a su antojo: Libertad y Orden.
Diez años después, y después de mucho tiempo viviendo en el terror, la
sombra del eclipse se empezó a desvanecer. Pero el alma de sus hijos, de
doncellas que tendrían por el resto de sus vidas un idilio con la soledad y de
hombres que jamás se repondrían al recuerdo de un país cegado por tinieblas,
llevaría por siempre la mancha de un fantasma intolerable, rencoroso,
entristecido y casi derrotado.
IV
Comerás a tu prójimo

Todos los hombres son caníbales. En algunos funcionan las trabas impuestas por
la cultura, la moral, las religiones. Pero el impulso a devorar carne humana no
desaparece, queda latente. Resurgirá en el momento que menos se piensa. Esta
teoría, que sostienen ciertos especialistas, resulta chocante. Quizás sea falsa. Sin
embargo, la horrorosa lista de casos que aquí se relatan, ocurridos a todo lo ancho
del planeta y a todo lo largo de la historia, podría confirmarla. Pero más
probablemente se deba a un fallo de la biología de la especie. El hombre es un
animal enfermo.

El Archivo del Crimen presentaba así una serie de artículos sobre el


canibalismo. Abarcaba el tema desde la antropofagia accidental hasta el
hecho de ingerir a un semejante como hábito ritual, criminal o simplemente
gastronómico. A modo de ilustración traía un recetario en el que se mostraba
el cuerpo de una de las víctimas, señalado en sus partes más exquisitas según
el modo de preparación, real o imaginario, empleado en lugares como las
islas Marquesas o por tribus como la Papúa o por los cocineros indígenas de
la isla Rossel (nota 25). Su autor, con estilo burlesco y una gracia que les
daba a sus datos un aire de jugueteo antropológico, registraba platillos que
eran por sí solos placeres únicos. Ferneli leyó: “Cadáver a la Fidji. Manjar
exclusivo para los jefes de tribu y sus hijos. Sentar el cuerpo debidamente
limpio en sus cavidades pulmonar e intestinal. Asarlo a gusto. Los mejores
gourmets de Fidji lo prefieren poco hecho. El rostro se decora con pinturas
especiales, y una vez a punto, el plato se acompaña con plumas, hojas y
flores. La costumbre quiere que se le ponga un abanico en la mano”. El terror
hecho humor o el miedo que devora el alma como tema para un texto hecho
humor en el que a través de la risa se conjuraba una pesadilla ancestral. Nadie
quería ser devorado por nadie pero este era un ritual que se repetía con
frecuencia en la ciudad. La carne del prójimo era arrancada lentamente en
tertulias que invocaban una palabra en la cual se cifraba y descifraba la
monotonía del lugar. Todos se despellejaban entre sí y supuestamente todos
tenían razón cuando se tomaban una palabra que soportaba las formas más
estrambóticas de uso y abuso.
Y Ferneli había encontrado, en la misma página del recetario, un
fragmento que le confirmaba la actitud de un prójimo más que caníbal con
sus semejantes. Leyó: “Otros, como Erich Fromm, niegan que el hombre sea
una criatura movida por instintos. Refutan la teoría que la crueldad pueda
haber ayudado a la especie humana en tiempos remotos. Se trata de una
deformación que, precisamente, amenaza con extinguirla. A juicio de Fromm,
las tendencias destructivas brotan de una clase enfermiza de carácter, que ha
bautizado necrofílico. El canibalismo aislado, el que se registra en medios
sociales donde dichas actitudes contradicen las costumbres y la sensibilidad
de la gente común, provendría de una extrema patología necrofílica”.
No era la necrofilia epidérmica, la mandíbula batiente sobre los
miembros de un semejante. Se trataba de la disección morbosa y voraz de los
defectos que sepultaban toda virtud de un contrincante laboral, un adversario
amoroso o el producto de una envidia que no permitía treguas a quien la
padecía. Rencores almacenados, un afán de pasar por encima del otro o el
derecho a dar y sentar cátedra callejera impostando la originalidad o la
ausencia de humildad que abundaba entre los habitantes del lugar, obligaron
a Ferneli a retraerse en el mundo de Sara y ver el mundo a través de Sara. Y
era suficiente, ancho y jamás ajeno.
El tema del canibalismo, la noche anterior y el papel que jugara en ella
su dama, una dama de aire medieval que siempre revelaba con bondad sus
misterios, hicieron de él un vampiro angustiado bajo la luz de la aurora.
Se acercó al cuerpo que dormitaba en la cama con el padecimiento de un
mortal que ya se sabe atrapado en el mundo vampiresco y asiste a su último
amanecer en la Tierra. Aún se encontraba en la orilla de un mundo de
tinieblas. Su anemia enfermiza lo habitaría por completo al anochecer,
cuando fuera imposible que retornara por siempre jamás a su vida anterior.
Todo se transformaría y Sara estaría allí, por su propia voluntad o por la
voluntad de un Ferneli que la imaginaba en el centro de su trama.
Perturbando apenas un sueño que transcurría apacible, se deslizó a su
lado luego de abandonar el libro en el suelo. Las imágenes podían ser las
mismas, la oscuridad y la luz que hacía de ellas un presagio todavía confuso.
La vaguedad de unas formas entre las que podía vislumbrar su rostro o el
rostro de alguien que como él soñaba una misma anécdota. Sara podía ser una
invención de Ferneli así como él era un personaje real gracias a la fantasía de
Sara. Y nada era más cierto o real que escuchar la respiración de su dama,
confundiéndose con la suya, en un amanecer que haría resguardar por un
tiempo a los rufianes de la noche en sus tumbas. Guaridas que refugiaban
cuerpos intoxicados y almas intoxicadas por la pesadilla que observaban día
tras día retratada en el espejo, mostrando el rostro de la desgracia o de una
vejez prematura. Un mundo distante y borroso para Ferneli –más allá del
umbral de una razón dormida–, lejano en ese momento cuando era un dios o
se creía un dios posando su brazo en el costado de Sara, dejando que se
meciera al ritmo de un sueño tranquilo, sereno, conjurando las miserias de
una muerte que también en ese instante parecía imaginaria.

***

Jugar con los pies de Sara. Recorrer con el dedo del pie que Ferneli
acercaba a sus pies, su forma alargada y suave. Rozar apenas sus bordes
acariciando su piel, avanzando lentamente, como un caracol. Deslizarse por
sus dedos, enroscarlos y seguir el rastro ondulado que le indicaba su tacto.
Detenerse y reposar reconociendo el relieve que se formaba en las yemas,
surcándolas hasta la piel de otro dedo. Encontrar la cabeza de un duende
sobresaliendo entre otras; la superficie redonda que el caracol trazaba
adhiriéndose un instante para luego abandonarla, cayendo por el declive que
se formaba entre un dedo y el dedo que dejaba atrás. Variando de textura y
forma, jugando con el orden de un pie que se repetía así, encogiéndose en los
dedos, desvaneciéndose, reduciéndose al tamaño de un bulbo diminuto hacia
el final de la hilera o del racimo de dedos que terminaban en él. Con el
tiempo tal vez se esfumara. En otra generación, pero ahora estaba allí, y
Ferneli regresó después de dibujar los dedos de aquel pie con su pie.
Devolviéndose otra vez, a paso de caracol, por la base de las ramas, de los
tallos que brotaban, como cabezas de hidra, de la planta del pie. Encajar
entonces su pie contra el arco del pie de Sara, temblando levemente como el
arco de una medialuna en el sueño, una medialuna reflejada en el agua de su
sueño, agitada por el leve cosquilleo que la perturbaba un instante. Descender
al talón y avanzar otra vez. Subir por su cuesta, dirigiendo los cuernos de un
dedo hecho caracol, hacia otra superficie que para él era semejante a una
duna. Alcanzando el tobillo, ganando su cima, deslizándose por su falda,
demasiado suave y demasiado lisa, resbalando por la duna. Apoyando al final
el dorso del caracol contra el dorso del pie de Sara, abandonándolo en un
sueño que la imaginaba a su lado, dormida, como su pie y el contacto de su
pie con el pie de Ferneli, solitario y cansado.

***

“Durante el camino de regreso a Los Angeles no pasé de los ciento


treinta. Bueno, es posible que rozara los ciento cincuenta en algún momento.
Cuando llegué a la Avenida Yucca, metí el Oldsmobille en el garaje y abrí el
buzón. Como de costumbre, no había nada. Subí el largo tramo de escalones
de madera y abrí la puerta. Todo estaba igual. La habitación seguía tan mal
ventilada, desordenada e impersonal como siempre. Abrí un par de ventanas
y me serví una copa en la cocina. Me senté en el sofá y clavé la vista en la
pared. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que encontraría al
volver. Una pared vacía en una habitación vacía de una casa vacía”.
La prosa de Raymond Chandler brillaba en sus manos. Tenía el
resplandor del oro, la marca del genio que se despedía así de un mundo triste,
solitario y final. Un adiós escéptico y desesperanzado a su propia vida,
aterrado ante la decrepitud de los años y la decrepitud de la dama que por
siempre permaneciera a su lado, extinguiéndose como una luz que se hundía
en tinieblas. Su fuego era pálido y tal vez tibio. Y la ambición, de un amor, el
rigor y el talento que había tocado a sus libros como un homenaje a ese amor,
eran vanos e inútiles para intentar derrotar –o impedir– la decrepitud del
tiempo.
Aun así, la escritura seguía siendo la mejor de las drogas. Su situación
no era la de Chandler o la de Philip Marlowe. Ni siquiera se parecía a una
caricatura de Marlowe, Spade o el Agente de la Continental. Tratar de
compararse con ellos, en otro tiempo y bajo otras circunstancias, no sólo
hubiera sido absurdo. También sería un gesto arrogante, una salida sin mayor
sentido de su propia soledad, buscando compartir un fragmento de la vida
imaginaria de sus amigos fantásticos.
Ferneli no era un detective. Sólo un lector que amaba los detectives, las
historias de detectives y los juegos con la muerte a la que se veían
enfrentados por obra y gracia de sus autores. Personajes que trataban de
comprender, a través de individuos clásicamente rudos y en conflicto
permanente con una ley burocrática y corrupta, el malestar de una época. Y el
perfil que arrojaban las biografías de una legión de escritores policíacos,
mostraba invariablemente una clase de temperamento que ilustraba el hábito
de Jekyll y Hyde, el desdoblamiento al que se sometía todo escritor: mortales
de ánimo sosegado, asistiendo desde la serenidad de su habitación a las
peripecias y golpizas, la cuota de muerte y los mundos tóxicos que
frecuentaba un ser de ficción en el que proyectaban sus temores, cobardías y
rencores.
Pero las normas, según rezaba el proverbio, nunca serían tan atractivas
como las excepciones. Y un escritor como Hammett –el escritor que Ferneli
veía como el igual de Chandler en estilo y calidez, por la forma como habían
recreado ambos los vicios perpetuos de un poder en el que cada quien velaba
por su propia salvación e intereses–, siempre sería el ideal.
El detective hecho escritor, recordando en sus novelas un Pasado
policíaco convertido en el tema sobre el cual escribía. Su historia resumía
realidad y ficción de una forma que solucionaba los interrogantes de Ferneli
al respecto. Una vida dedicada a la investigación, en contacto permanente con
una jerga que luego sería el toque de distinción de sus novelas, conociendo de
primera mano un mundo imaginado por sus lectores o por la clase de
escritores que observaban el mundo desde el lado de acá de su máquina de
escribir.
“Dashiell Hammett...”, pensó Ferneli celebrando las palabras que para él
significaban una forma de vida única, guiada por una honestidad invulnerable
y a prueba de los peores chacales, aún por encima de la secta de trúhanes
moralistas que lo habían encarcelado en una época tildada por la amiga y
arcángel de Hammett como un tiempo de canallas. Cuando el malestar de una
democracia tergiversada en sus principios, mal entendidos y algo podridos,
desató una cacería de brujas contra todo aquel que hubiese mantenido una
actitud democrática –o apenas sospechosamente democrática o lo que
pudiera significar tal palabra– en los Estados Unidos de los años 50.
Otro tiempo, otras circunstancias, otro medio. Ferneli recordaba la
historia y comprendía a través de ella cómo en la ciudad, el mismo espectro y
los mismos canallas, deambulaban por sus calles. ¿Demócrata? Lo que se
respiraba entonces era una leve dosis de tolerancia, permitiendo que los
grupos marginales a una política ambigua presentaran su espectáculo,
liquidándolos en el momento en el que empezaban a tener una fuerza y un
sentido reales, más allá de los límites que les habían marcado.
De resto, todo era un chiste. Una broma amarga, olvidada una y otra vez
por una población amnésica. (nota 26). Ferneli recordaba las páginas finales
de ese Tiempo de canallas escrito por el arcángel de Hammett: “Somos un
pueblo al que no le gusta recordar el pasado. En los Estados Unidos, analizar
los errores pretéritos se considera poco saludable, pensar en ellos resulta
neurótico, y tenerlos presentes resultaría ya psicótico”.
Nadie quería ser en la ciudad un neurótico y mucho menos un psicótico.
Pero todos lo eran de una u otra manera, aun ocultándolo para sí mismos. Y
Ferneli comparaba la visión de aquellas líneas con la circunstancia por la que
atravesaba la ciudad. No importaba de dónde proviniera, una afirmación
inteligente siempre modificaba el panorama del lector que tuviera la fortuna
de encontrarla. Allí estaba, en ese libro, una página tocada por la verdad y la
agudeza de una ira lúcida. Una descripción, exacta y proverbial, de un estado
de las cosas que se repetía cíclicamente en el tiempo para desconcierto de sus
víctimas.
Ferneli cerró el libro de Chandler. Lo dejó sobre la mesa, estudió un
momento su carátula –la silueta de una pareja se recortaba en el centro de una
mira telescópica, ocultando a medias una placa en la que se leía: “Philip
Marlowe - Investigation”–, regresó poco a poco a la habitación desde la que
viajara en el tiempo, y se detuvo en la página que emergía como un fantasma
de su máquina. Se dio unos segundos antes de continuar, prolongando su
memoria personal de Hammett con el afán de un adicto que se niega a
suspender los efectos de una droga placentera. En uno de sus libros Ferneli
encontraría el punto de partida para escribir su aventura, así como Hammett
había encontrado en la historia de los Caballeros Hospitalarios de San Juan la
idea inicial para escribir la suya. Los personajes que perseguían la ilusión de
una joya, brillaban con luz propia a lo largo de la trama demostrando qué tan
turbios podían llegar a ser con tal de alcanzar sus propósitos. La
incertidumbre reinaba cuestionando en cada página la honestidad de una
moral incierta, encarnada en el detective que se ganaba la vida en un mundo
de bandidos, iconoclastas y ególatras. La única forma de obtener respeto en
tal medio, era aventajando al contrario con manipulaciones aún más siniestras
que las empleadas en contra suya. La lealtad, como una esperanza, podía
surgir fugazmente tocando con su nobleza a los personajes (“Cuando el socio
de un hombre es asesinado, se supone que debes hacer algo al respecto. No
importa lo que pienses acerca de él. Era tu socio y se supone que debes hacer
algo. Y esto sucede cuando eres un detective. Cuando alguien de tu
organización es asesinado, es mal negocio dejar que huya el asesino; malo del
todo, malo para cualquier detective en cualquier parte”). Una salvación
momentánea a una circunstancia sórdida, de giros imprevistos. Un rastro de
muerte dejado por un espejismo que demostraba el absurdo y la crueldad de
todo poder oscuro. Los criminales nunca serían derrotados. Mientras la
civilización que los había engendrado les propusiera negocios rentables,
tendría que contar con ellos. Y la aventura de Hammett, escrita a principios
de un siglo que tendría en el caos su rasgo principal, se mantenía tan fresca y
viva como en el momento de ser publicada en una revista supuestamente
barata. Sin disfraces o máscaras, la tragedia de la muerte según la literatura
policíaca era uno de los moldes más apropiados para registrar las relaciones
brutales de una especie. Relaciones que podían manifestarse al azar, como
advertencias que la suerte le prodigaba a quien supiera atenderlas. Ciertos
personajes de Hammett oían tales llamadas, comprendiendo que la muerte era
un sinónimo de azar. Y la realidad para Hammett, según uno de sus críticos,
era inestable e impredecible y cada cual debía estar alerta para reaccionar a
sus ironías (nota 27). Creer que el mundo permanecía estático, era tan
absurdo e incierto como la aventura de aquel grupo de criminales
ultrajándose entre sí por una joya falsa. El libro tendría vanas adaptaciones al
cine. Pero sólo en una de ellas, Ferneli hallaría la clave para escribir su
capítulo, para registrar su visión de una violencia que tenía tantos episodios
como víctimas. Luego de entregar a la vampiresa que durante el film ha
intentado reblandecer a Spade con un erotismo cínico (Ella: “Oh, querido,
humera vuelto a ti tarde o temprano. Lo supe desde el primer momento en
que te vi”. Él: “Bueno, si tienes suerte, saldrás de Tahatchapi en veinte años,
y entonces podrás regresar a mí. Sólo espero que no te cuelguen de ese dulce
cuello”), el detective Polhaus le pregunta mientras sostiene la réplica del
Halcón: “Es pesado. ¿De qué está hecho?”. La respuesta de Spade, tomando
el ave de plomo en sus manos, resumía, con su estilo lapidario, la farsa de
aquella historia: “Del material del que están hechos los sueños”.
No en vano, en una exposición de retratos, Ferneli besó a hurtadillas del
guardia un lienzo de Hammett, casi tan bello como el lienzo que tenía de él
en su estudio.
Entonces continuó.

***

... tener como finalidad asegurar que la muerte divina sería inmediatamente
seguida de la resurrección divina.
George Frazer, La rama dorada

Atrás ha quedado la región de la muerte, atrás he dejado al señor de la


muerte. En la oscuridad se perdió, donde habita, enmascarado y sonriente.
Las pruebas divinas, los juegos divinos, comienzan ahora. Sigo el rastro del
sol, marcho a su casa divina. Allí donde el sol combate y mata por fin a la
noche. Triunfa al final de la noche, brillando al final de la noche. Su luz de
obsidiana alegra su casa y es águila que vuela en su casa, tigre que ronda en
su casa. Muere y renace. Corre. El niño dorado que crece y es señor del
fuego, estrella de fuego en un día. Como él, yo puedo morir. Como él,
perderme en la noche y nacer al cruzar la noche. Avanzo, me regocijo,
celebro la estrella del día. Su luz siempre está, se mueve, corre en su casa y
me guía. La luna, su espejo humeante, primero ahuyentó al monstruo y señor
de la Tierra, después el sol ahuyentó la cabeza de muerte, sin ojos, sin rostro,
que brilla en la luna, como una muchacha que brilla y alegra la noche. Los
dioses celestes, jugadores de pelota, en su cancha celeste, hacen mover en el
cielo la oscuridad y la luz, la luna y el sol, permitiendo que también ellos
jueguen y triunfen cada uno una vez, al final y al comienzo del día. Avanzo
en la luz y me pregunto bajo el manto de luz: ¿será acaso este el último sol, el
sol que calienta la ciudad ruinosa y vencida a la que llego ahora? ¿Los
hombres ya han sido peces y nadan bajo la lluvia del último tiempo, del
último sol? ¿En este lugar, seré destruido, veré cómo cae la cara divina del
sol? ¿Temblará la tierra y el señor de la muerte, burlándose con su risa de
piedra, vendrá otra vez y sabré que este lugar, oscuro de sol, fue una ilusión?

***

El sonido de la puerta, el tintineo de unas llaves que podían colgar de un


llavero en forma de afarit y el aroma inconfundible de un tabaco espeso,
fueron los guiños que el azar, medianamente bondadoso y noble, le hacía a un
Ferneli preocupado por la ausencia de Sara.
Despertarse lentamente, entrar de nuevo en la dimensión de una ciudad
agobiada por la lluvia, humedecerse las branquias estirando el brazo hacia el
líquido que reposaba al lado de la cama y tantear a través de una mesa vacía,
sin una nota o una reconvención por el ensueño de Ferneli viajando en otro
mundo mientras ella lo veía dormir, fue al mismo tiempo la repetición de
unos gestos que cayeron en la nada cuando ni siquiera encontró un mensaje,
aunque fuera ridículo, de la clase: “Quiero que sepas... que te llevo en mi
corazón”.
En la luna del espejo que permanecía al frente como un testigo
impasible de la soledad de Ferneli, descubrió que abandonaba su aspecto de
rareza ictiológica recobrando la figura de un mortal de organismo saludable
exceptuando el par de branquias que se abrían en su cuello. Hundido en la
enormidad de una cama supuestamente abandonada por un personaje
supuesto, saliendo del sopor de un sueño al estilo de una trama policíaca,
despejando las tinieblas de una noche casi tan gélida como los personajes que
hicieron de ella una temporada literal en el infierno y el encanto de una
época, Ferneli exclamó al final de su metamorfosis, conjurando sus temores
con una frase resignada y simple: “¡Así estamos!”.
Palmoteándose las piernas, remató la frase con el sonido de sus manos
cayendo sobre las mantas. Adoptando la postura del indio mexicano
durmiendo en la calle polvorienta de algún film hecho en Hollywood, Ferneli
apoyó su barbilla en la superficie irregular de las rodillas. Se detuvo en el
marco del espejo, estudiando una fotografía que tal vez Sara había dejado allí.
Presionada entre el vidrio y el marco que contenía al espejo, la imagen le
mostraba, una vez más, el rostro sonriente que Ferneli exhibiera años atrás al
fotógrafo de un parque. Su cabeza se perdía –o resaltaba– en el centro de un
corazón entre los corazones que decoraban el papel, corazones que
ostentaban entre ellos manos entrelazadas al lado de rosas que intentaban
exaltar el sentido –y sentimiento– de una leyenda que quería ser apasionada,
romántica al estilo de una postal antigua, una frase absoluta y cierta cuando le
entregó la copia a Sara, quien llegó entonces, para fortuna de Ferneli,
retardada a una cita en el lugar donde el fotógrafo los miró como el padre de
sus sueños. “Separados nunca”, leyó Sara. Y desde entonces llevaba en su
cartera aquella imagen de la misma forma como otros utilizaban, a modo de
talismán, las postales del Divino Niño que tenía un santuario al sur de la
ciudad (nota 28).
Nunca imaginó que quisiera separarse de ella. Y encontrarla en el marco
del espejo, abandonada como una advertencia o como un gesto indiferente
ante la suerte que podía correr Ferneli en adelante, repetía la historia relatada
una y otra vez hasta el cansancio y la pérdida de brillo de la historia original,
del hombre que despertaba, teniendo a su lado un objeto que sólo existía en el
sueño y lo perpetuaba más allá de sus tinieblas (nota 29).
Ferneli se acercó caminando con cautela hacia el sitio donde estaba la
reliquia. Esperaba que al contacto de su mano con el trozo de papel, el
encanto se esfumara. Que el hechizo se perdiera cuando Sara, terminando con
la broma, saliera del lugar donde estaba su escondite.
Su reflejo lo contuvo cuando vio sus movimientos repetidos por el doble
del espejo. Era el mismo que se había entrometido en un mundo al que no
pertenecía, el intruso que viviera por Ferneli situaciones que su autor, más
allá de la ficción, jamás padecería –aunque nadie estaba exento de un asalto o
una muerte sorpresiva–. ¿Acaso no escribía proyectándose en su doble,
tratando de explicarse a través de un personaje que copiaba sus temores, la
violencia que azotaba a la ciudad? La trama era suya por completo pero el
hombre que veía en el espejo tenía la fortuna de ser el ideal para Ferneli,
alguien que asumía la violencia sin dejarse amedrentar por ella –por lo menos
no del todo–. Y Sara lo había involucrado en una historia en la que, sólo hasta
el momento de ver su imagen reflejada en el espejo, comprendió cómo
encajaba y qué papel jugaba en ella. Buscaba sus propias respuestas, trataba
de aniquilar sus peores engendros, se veía a sí mismo como uno de tantos
individuos que tenían la fortuna de escapar a través de la escritura y retornar
con un temperamento apaciguado y frío a una realidad que lo agredía. Ese era
su papel en la aventura. Palau, el gordo, Strasser o el cadáver de Strasser, el
símbolo de un monstruo que se iba expandiendo como el mal más allá de la
ciudad hasta abarcar el espacio de un país, no lo estaban utilizando a él.
Ferneli se servía de ellos involucrándose él mismo, proyectado en un
personaje como el doble del espejo, en el centro de una trama que narraba la
tragedia de un momento. Sin sentirse pesimista, abrigar un sentimiento de
derrota o cultivar el vicio de una impotencia estéril. Escribir era ya un hecho.
Y asumía con serenidad y hasta el fondo un juego cuyas reglas él mismo
había propuesto. Un juego que buscaba matizar, además del espectro de la
muerte, el tedio de una ciudad que apenas ofrecía como alternativa fantástica
y monumental a su realidad, el perfil de unas quimeras que se alzaban
orgullosas y distantes en el techo del Palacio de Gobierno. Animales
fantásticos que resultaban allí ilusorios como la fantasía de las calles sobre las
que atisbaban, vigilantes; como la tragedia que incendiara alguna vez la plaza
que ellas custodiaban.
Así que el juego proseguía y Ferneli continuaba observando cada regla.
Dejando que su doble avanzara en su historia, que tomara el mundo en blanco
y negro de una fotografía ante la cual se detuvo temeroso de palpar el frío del
espejo, el aire, el engaño aparente de una realidad en la que sí se hallaba esa
Imagen y en la que no pudo soportar por un instante la soledad que
únicamente Sara, con sabiduría proverbial, podría aliviar.
Después vendría Chandler, Hammett, el encuentro cotidiano con el
mundo de un rey ancestral, el sonido de la puerta, el tintineo de unas llaves
que podían colgar de un llavero en forma de afarit y el aroma inconfundible
de un tabaco espeso. La belleza singular de Sara asomando su rostro a la
puerta del estudio y lanzando desde allí, sobre la mesa, un periódico barato,
vespertino, abierto en una de sus páginas donde Ferneli aparecía con su rostro
deformado, sorprendido por el flash de un fotógrafo que no le permitió
escapatoria.

***

Sara se peinaba el cabello con un gesto que indicaba una furia apenas
contenida. Aspiraba el cigarrillo que alargaba su otra mano, tratando de
acabarlo de una sola pitada, larga y profunda. El humo se esparcía cayendo
en sus pulmones, viajando por el aire como un ciclón en miniatura. Sus labios
se torcían formando un semicírculo a través del que salía el chorro azuloso de
una nube de tabaco. Parecía un dragón atormentado defendiendo a una virgen
invisible que clamaba por la ayuda de san Jorge. Un dragón o el león de la
historia legendaria, iracundo por la espina enterrada en la almohada de su
pata. Ferneli jugaría al pastorcillo que aliviaba el dolor del animal,
extrayendo con cariño el aguijón, tratando de calmar la turbulencia que
asaltaba a Sara en ese instante.
“Vulgar y borracho”, rezaba el pie de foto. “La condesina se muestra
aterrada ante el comportamiento del escritor XX en su fiesta de bodas”.
La condesina era un gigante de grandes y hermosos ojos bovinos,
convertida en estrelleta de la crónica social, estrelleta de televisión con
aspecto de andar siempre en trance químico en la fiesta de disfraces de su
propia juerga. Y una estrella de televisión era cualquier estrella de televisión,
vanidosa, epidérmica y arrogante en el mejor de los casos, brillando con la
luz que le prestaba un público ingenuo y aburrido. Estrellas de televisión... La
etiqueta era una contradicción de términos en la ciudad cuando la mayoría
estaban pálidas o apagadas desde hacía mucho tiempo y se mantenían en la
pantalla por la inercia de un medio que no tenía cómo llenar su vacío
permanente. Animadores sin ningún componente visual –o cerebral–
agradable, eran sus reyes; doncellas semejantes a Barbie honraban a su igual
con reflexiones de plástico; galanes petrificados en los gestos repetidos a
través de diversos personajes y la forma impostada de hacer suya una
originalidad calcada entre todos, eran los representantes de un gremio en el
que los maricas parecían lesbianas y las lesbianas eran pesadilla y envidia de
gays sin dignidad que trataban de imitarlas. Y las excepciones, afortunadas y
hermosas, confirmaban con su talento, de forma casi escandalosa aunque no
se lo propusieran, la norma de una mediocridad que florecía en la actitud de
un grupo de supuestos nobles que apadrinaban el gusto bastardo de su
audiencia, pensando que estaban frente a cámaras cuando alguien se acercaba
a rozar su falta de humildad y su genio prescindible. Conocerlos, nunca jamás
era amarlos.
Un cilindro de ceniza se formó al final del cigarrillo mientras Ferneli
estudiaba la actitud “vulgar y borracha” de alguien que lejanamente se le
parecía. Una colilla que entre las manos de Sara se iba achicando,
manchándole los dedos con la misma tinta oscura que debía ennegrecerle los
pulmones. Pasando de su rostro en el periódico al rostro de Sara, Ferneli
aguardó su comentario, la frase que haría del ovillo de su historia un hilo
largo y delgado cuando fuera revelado su misterio. Antes de empezar a
deshacer como Penélope el tramado de un asunto que escondía, en el centro y
en el fondo de ese ovillo, el motivo de motivos de todas las razones que ya se
habían expuesto largamente, Sara espolvoreó un poco de ceniza sobre el
periódico, adelantando su brazo para mostrarle a un Ferneli impávido la
primera página de la edición.
“Atentado a periodista. Ignacio Palau en brazos de la muerte. Luego de
una serie de amenazas, etc., etc.”. El etcétera era el mismo y con el mismo
dramatismo de muchos otros casos que se habían registrado desde siempre en
la ciudad. Para Ferneli, la diferencia real y palpable era encontrarse con esa
noticia desde el lado de allá de la página, vislumbrando en su memoria el
recuerdo de un mendigo o de un predicador con rasgos semejantes al del
hombre que en la foto de un archivo del pasado –un pasado de apariencia más
alegre que el presente trágico de muchos–, sonreía desde la portada de aquel
vespertino.
Un rostro inteligente que espantó a Ferneli por la gracia de un Palau
disfrazado tras la máscara de otros personajes en otras circunstancias, y ahora
tras la máscara que copiaba levemente el rostro del lector que lo observaba.
El juego de los dobles continuaba como una celebración de Jekyll y Hyde, y
Ferneli era la víctima. La realidad, “inestable e impredecible”, proponía
nuevas reglas para el juego y su autor no estaba alerta. Padecía la
servidumbre de un azar irónico, transitando por su propio tablero imaginario.
Sara lanzó los dados y empezó a mover las fichas. Los vampiros podían
convertirse en ángeles, podían tal vez dejar de reflejarse ciegamente en los
espejos, el lado de allá y al lado de acá podían encontrarse y el misterio de la
trama resolverse mucho antes que Ferneli lo advirtiera. Apenas ordenaba la
vida de sus personajes. Era un simple espectador de sus propias decisiones y
estaba a su servicio. Buscó en el interior del vespertino el resto de la crónica.
“Se busca al sospechoso. Según testigos, un hombre de mediana edad,
bien presentado, se acercó al periodista, disparando a escasos centímetros de
su humanidad la carga de su ametralladora...”. –La moneda y el comercio de
los medios, pensó Ferneli. La imagen distorsionada de una realidad
distorsionada Para un lector desinformado–. “Según parece, el arma se
atascó, salvándose nuestro colega...” –¿Colega? En últimas, cada cual trataba
con una miseria que narraba sus historias a través de un redactor que las
manipulaba, según sus propios intereses y capacidad de juicio, de forma justa
o morbosa–. “El victimario se dio entonces a la fuga en un auto que tomó
rumbo desconocido hacia alguna parte en el norte de la ciudad. Las
investigaciones se han iniciado, y apenas se tienen pistas concretas sobre los
autores de este crimen...”.
Crimen execrable, crimen condenable, permitir su impunidad sería otro
crimen, bla, bla, bla... Ferneli conocía la oración que los diarios entonaban
implorando por la buena voluntad de una comunidad enferma. Una plegaria
que se había desprestigiado por su uso y abuso sin lograr el milagro necesario
para retornar al estado ideal de una paz en la que nadie creía. Desde tiempo
inmemorial estaba refundida en los anaqueles de las bibliotecas como un
vocablo reducido al diccionario, como una estrategia de campaña política,
como una sensación pasajera y momentánea mientras los encargados de darle
un sentido real a la palabra aprovechaban una confusión y un miedo que ya
eran habituales. El poder mantenía así un romance –nunca declarado– con los
espectros que condenaba públicamente, y la mansión palaciega donde tenían
lugar sus encuentros, era resguardada por una compañía de figurines militares
con aspecto de festín, encargados de ahuyentar a los curiosos atraídos por las
discusiones de ese matrimonio mal avenido o por los jadeos apagados que
seguían a los gritos de júbilo con los que celebraban sus convenios. Una
pregunta rondaba por las calles de la ciudad como un rumor insistente: el
poder, ¿para qué?
Para Ferneli se trataba de un juego de ruleta. Greenstreet señaló la
traición como un estigma, casi un seguro de vida, para sobrevivir en un
medio que se emparentaba cada vez más con el poder oficial, sin establecer
diferencias entre los supuestos bajos fondos del mundo criminal y un circo de
fenómenos que en el trono de gobierno se hallaban próximos a tocar fondo
entre su público, incrédulo y desconfiado. Vampirizaban una miseria a costa
de la cual también sobrevivían los matones de ciudades encerradas en su
propio callejón sin salida, prestándole un servicio a los dueños de un poder
que demostraba cómo el crimen, ciertamente, pagaba a todo nivel. Un juego
de ruleta en el que los nombres de personajes sentados a una mesa de
ministros, podían ser reemplazados por otros fácilmente intercambiables,
suplantados según las reglas de una traición veterana. Las fronteras entre la
celebridad de un bajo mundo y el teatrino de un gabinete donde podían
encontrar su lugar engendros brillantes, de historieta, como el Guasón o el
Pingüino, presididos por otro personaje de cómic, el desconcertante Acertijo,
se borraban por completo para un Ferneli admirador de Bob Kane y Bill
Finger –de sus cómics, sus secuaces y de la admirable estupidez de Batman.
La noticia de Palau fue otra respuesta que resolvió, en parte, las dudas
de Ferneli. En las páginas del vespertino –desde el atentado al periodista
hasta la fotografía de Ferneli abriendo su boca como un pez asfixiado–,
estaba la evidencia y el rostro múltiple de un miedo enfrentado a su modo por
cada uno de ellos. También representaba el dossier ocasional para iniciar la
investigación que tenía en Ferneli su principal sospechoso.
Sara encendió otro cigarrillo. No exhalaba el humo con la calma que
siempre demostraba saboreando lentamente un vapor sagrado y ritual para
ella. Aun así, el resuello que salía de su pecho acompañando los aros de
humo, se estaba apaciguando. Empezaba a opacarse tras el gesto concentrado
de su rostro, desplazando el nerviosismo o la ira. Ferneli la siguió desde la
mesa, con sus manos aferradas a la primera edición, fragmentaria y
escandalosa, de su capítulo. No podía controlar su publicación y ahora se veía
en esa foto, al otro lado de su propio umbral, como otra ficha más de su
Archivo del Crimen.
Vislumbrando una solución que fuera afortunada, Sara empezó a
reconstruir los hechos y sucesos desde el principio, tratando de evitar que la
historia de Ferneli fracasara en el momento clásico de la explicación del
misterio, siempre definitiva para Holmes, para Christie, incluso para
Hammett, mostrando y demostrando las razones por las cuales trajinaba con
un ambiente viciado por el enrarecimiento de sus personajes.
Tomándose su tiempo, restregó la colilla en el cristal de un cenicero
luego de encender con ella un nuevo cigarrillo. Se paseaba con el riesgo de
chocar contra la lámpara que colgaba del techo, rozando su cabeza de forma
amenazante cuando pasaba a su lado. Se detuvo en el centro de la habitación
recibiendo una luz que le caía sesgadamente. Proyectaba en su rostro las
sombras romboidales de un mimbre trenzado en el que Ferneli incrustaba
murciélagos, alacranes, arañas que convulsionaban con un temblor
permanente, esqueletos y toda la parafernalia de un horror de caucho que
podía conseguirse en los supermercados a través de las promociones
organizadas por revistas baratas que hacían del miedo una entretención
adolescente con el sabor de una hamburguesa– “sus amigos morirán de
envidia cuando lo vean con su camiseta de Texas Chainsaw Massacre 2 o su
saco de Evil Dead II. ¡Y cuando aparezca con una deslumbrante camiseta de
Predator o The Fly... bueno, no seremos responsables!”.
Recorriendo con sus dedos la textura de un esqueleto gelatinoso, Sara
estremeció la osamenta del muñeco con un pastorejo que indicaba su apatía –
o su leve simpatía– por esa clase de horror. El suyo no era el miedo de una
máscara de látex, de una jugarreta publicitaria diseñada para extender un film
mediocre a lo largo de una serie que podía ser interminable. Su horror era
real, sin el encanto del horror lírico que hiciera de Karloff y Lugosi las
criaturas despreciadas en el cine de los años 30 por una especie rutinaria en
sus costumbres, temerosa de la forma como seres que vivían en una oscuridad
utilizada en la pantalla para sugerir maldad o perversión, podían ser el retrato
animado del lado oscuro que reprimían los rituales de clan, las convenciones
gregarias o la vida en rebaño.
Su horror, y el horror que padecía Ferneli a pesar suyo, secaba el alma
de sus víctimas sometiéndolas a un miedo perpetuo. La ciudad no albergaba
criminales de salón. Y aquellos que estuvieran bendecidos por la suerte,
corrían los mismos riesgos de una tribu clandestina que ejercía su propia ley
condenando a sus culpables, persiguiendo a sus traidores, castigando a los
dueños de fortunas amasadas gracias a favores secretos que luego serían la
evidencia del crimen.
Greenstreet y Strasser... Sus modelos existían más allá de la ficción y
esta siempre se correspondía, de alguna forma, con la realidad. Los matones
no dispararon en vano y el equívoco con el gemelo de Ferneli –aunque esta
pareciera una estrategia narrativa para ajustar las piezas y las pistas de la
historia– tal vez los había colocado, a él y a Sara, en la mira de sus
perseguidores. Robar el cilindro fue una proeza sin sentido. “Es inútil... Está
cometiendo un error”. La advertencia de Greenstreet, pronunciada durante la
faena asmática que le hiciera padecer Ferneli, tenía la calidez de las
venganzas. Impulsado por un terror ciego, Ferneli escapó de la fiesta con el
mejor regalo, sin pensar en las razones de un hurto innecesario. Apenas se
trataba de una joya con valor sentimental para el gordo. Su embrión, el
artífice de su poder, permanecía a su lado como una reliquia consentida que
le hablaba de su genio criminal y su fortuna. Otros como él decoraban los
portales de su imperio con la momia de un avión petrificado recordándoles
por siempre un primer vuelo triunfal. Coleccionaban autos de gánsteres,
legendarios antes y después de su muerte; carretas provenientes de un mundo
de vaqueros y asaltantes; especies de faunas exóticas que paseaban en sus
jardines y ofrecían el espectáculo de un reino que sus dueños gobernaban sin
fronteras. Adornaban las mesas de sus salas con las piedras lunares extraídas
de las arcas del gobierno o llegaban al extremo de viajar hacia un
observatorio perdido entre las montañas europeas con deseos de comprar, a
precios realmente astronómicos, el brillo de una estrella que sería bautizada
con sus nombres. Un fragmento de universo era apenas un simple y vano
reconocimiento al esfuerzo de sus vidas y aumentaba al infinito y para
siempre el toque de una vanidad asombrosa.
La del gordo era una joya que inundaba su alma de cariño, traspasando
una capa de manteca que vencía únicamente tal criatura. Desataba en su
interior una pasión –y un rencor– de melodrama. Tal vez su reacción al robo
y al maltrato de Ferneli, llegaría a un absurdo difícilmente imaginable.
Acercándose a la mesa, deslumbrando a un Ferneli que observaba la
estatura de su dama elevarse al frente suyo mientras recorría con sus manos
los objetos, pasando de uno a otro, llevando entre sus dedos una tea
encendida y humeante, apoyando el tentáculo de un índice en la hoja superior
del manuscrito y trepando hasta alcanzar, como una araña, la cima del
montículo de hojas, caminando lentamente en el papel y estirando otra vez,
en el borde de las hojas, la pata alargada de otro dedo posándose en el frío de
la máquina, trayendo a su lado el resto de la mano, bajando por las teclas,
presionando levemente el escalón de cada una moviéndose a su paso,
despegando desde allí en un vuelo que llegó hasta la mejilla de Ferneli
estremecido al contacto de su rostro con la mano –suave y tibia como el
cuerpo de un conejo–, Sara interpretó, concluyendo en ese gesto, un nuevo
preludio de infinita comprensión y paciencia, anunciando así la continuación
de la trama y el cariño que en el resto de la trama sería para Ferneli –con todo
lo que esto pudiera significar– un sortilegio y un emblema para imaginarla
hasta el fin y asumir sus consecuencias al lado de su dama.
Pensar que aquellos eran sus años felices, una prolongación de la
infancia en un tiempo turbulento, a través de un juego que Amaban en serio
como ningún otro juego de la infancia, fue Para Ferneli un consuelo que
desdibujó por un instante los espectros con los que él mismo se espantaba.
Años felices en los que el temor o la melancolía hacían que Ferneli se
aferrara aún más al mundo que representaba Sara, un mundo que significaba
su propio antídoto para la desesperanza.
Una sensación de calidez permanecía en su rostro cuando Sara hojeó el
manuscrito. El filo de las hojas sonaba en su pulgar como una lluvia suave y
monótona. Doblándose levemente en el aire, pasaban como un mazo de
naipes gigantesco y blando. La imagen no era en vano. La suerte de sus
personajes, y de él con ellos, estaba allí cifrada. Y Sara, con la última versión
del manuscrito en sus manos y luego de mirar a Ferneli con el brillo de una
comprensión que en ningún momento era complaciente o resignada,
abandonó la mesa sentándose en un rincón del estudio a leerlo. El transcurso
y los giros que tomara la situación, serían mucho más claros para Sara
después de esa nueva lectura: la noticia de Palau, el rostro asombrado de
Ferneli y su vínculo con un mayor Strasser que podía involucrar a Ferneli en
otro asesinato, los pasos que debían seguir desde ese instante y que estaban
decididos desde siempre por el genio de un azar parecido a un ángel de la
guarda monstruoso, persiguiéndolos sin descanso, proyectando sobre ellos la
peor de sus sombras, obligándolos a actuar con cautela.
Leyó hasta que la masa de una nata oscura reposó sobre las hojas. El ala
del ángel o el vuelo de un vampiro acechando en secreto, volando sobre las
palabras que se perdían para Sara en un crepúsculo incierto, se esfumaron con
un ruido cada vez más apagado. Escondiéndose en las primeras tinieblas de
una noche que empezaba con presagios, tal vez aterrados con la luz de una
lámpara encendida por Sara al mismo tiempo que prendía la tea de su dedo
número once, el ángel y el engendro de alas membranosas fueron a sentarse
en los hombros de Ferneli. Su peso era ligero, casi flotante, pero suficiente
para que su víctima asistiera a la visión de otra pesadilla memorable.
Sentado en su mesa, veía cómo Sara anotaba con un lápiz, al margen de
las hojas, comentarios no exactamente a propósito del estilo de Ferneli o de
los posibles errores de construcción gramatical de los que nadie, nunca,
estaría exento. Su silueta era una sombra recortada en la ventana del estudio y
apenas lo alcanzaba el haz de luz que caía sobre Sara. El cabello de su dama
resplandecía como un milagro al fondo del estudio. Las páginas hacían un
rumor casi imperceptible cayendo una tras otra después de su lectura. Era
Sara vuelta a visitar. Su historia narrada otra vez en vísperas de un desenlace
que ninguno de los dos podía prever.
El sueño continuaba entrando lentamente en las sombras de la pesadilla.
Las criaturas arañaban rasgando suavemente los hombros de Ferneli.
Temblaban con la misma inquietud de dos niños fascinados al suponer el
grito de miedo de un adulto al que piensan espantar. Las paticas –o las
garras– del ángel y el vampiro, se clavaban apenas en su carne y Ferneli
aguardaba con ellos la reacción de Sara.
Adivinaba los personajes, comprendía los guiños, y la historia que se
hallaba tras la historia, era para ella un espejo en el que su imagen se veía
nítida y hermosa, salvadora para un Ferneli angustiado con el aliento que
soplaban en sus branquias las dos criaturas. No podía soportar, ni siquiera
imaginándolo, que Sara padeciera el rigor de una tragedia. Pero el sueño
transcurría y sus leyes eran parte de un destino inviolable e invariable.
Ferneli despertó definitivamente a la vigilia de su sueño luego de
escuchar, casi entre brumas, el sonido de la risa que causaba en Sara ciertos
pasajes de la historia en los que se reconocía como uno de los comodines
principales del juego. Extendió la mano hacia el teléfono que lo conectaba
con el-mundo-más-allá-de-su-ventana, y encontró bajo su mano la mano de
Sara levantando el auricular y atendiendo la llamada.
De sus hombros despegó un aleteo, aliviando a Ferneli de una opresión
que aturdía su cerebro y las sombras de su sueño. Con el timbre del teléfono
las criaturas se ahuyentaron escapando por el aire con un ruido similar a una
carcajada seca y solapada, dejando que el azar se encargara de la suerte de
Ferneli, prolongando el terror que ellas iniciaran, al fin y al cabo, ya se había
dicho, la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror (nota 30).
La voz de Sara actuó como un sedante para Ferneli. Sobre las páginas
del periódico se proyectaba su sombra larga y tenue obrando como un
conjuro que opacaba las noticias, velando el misterio de una imagen en la que
Ferneli parecía pronunciar un “¡Oh! No...” exagerado y teatral o alzando con
elegancia, en la fotografía de la portada, una copa en un brindis familiar antes
de partir la torta de una boda o de alguna celebración por el estilo. También
era Ferneli vuelto a visitar, observándose a sí mismo en dos Fernelis irreales
y a pesar de todo indelebles como dos pruebas decisivas que podrían
inculparlo. No era la víctima ni el asesino. Pero hallarse de tal manera en las
garras de un duende caprichoso, era un riesgo cuando en la ciudad, cualquier
paso en falso, traía como consecuencia un castigo a la torpeza de quien lo
cometiera.
Apoyando el auricular en su hombro, dejando que su cabello se
precipitara en el vacío al inclinar la cabeza, sosteniendo en una mano el
manuscrito y la estrategia de un plan que no podía fallar, Sara replicaba con
monosílabos a las instrucciones que una voz profunda y firme le impartía al
otro lado de la línea. Tomando una hoja, se agachó para escribir en ella un
nombre y una dirección. Ferneli se replegó en la silla, como un fantasma
sorprendido en la oscuridad, cuando Sara encendió la lámpara que estaba en
la mesa, sumando más luz a la luz que iluminaba el estudio. El resplandor
inicial que le cegara los ojos era el resplandor al que siempre estaría sometido
otro personaje de otra aventura, el director general, condenado a los destellos
de una fotofobia inclemente –“Félix tuvo dificultad en ubicar al director
general en la vasta penumbra del despacho sin ventanas, voluntariamente
sombrío, donde los escasos focos parecían dispuestos para deslumbrar al
visitante y proteger al director general, cuya fotofobia era bien conocida. Al
cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los anteojos ahumados, unos pince-
nez que sólo el Director General se atrevía a usar. Como que habían sido el
trademark del villano número uno de la historia moderna de México,
Victoriano Huerta. Pero el Director General tenía la excusa de sufrir
fotofobia” (nota 31).
Luego colgó, miró a Ferneli, y le dijo:
–No era necesario torear a Greenstreet como una vaca de faena, como
tampoco era necesario robarle su juguete.
Sara aspiró largamente el cigarrillo y dejó escapar el humo rociando sus
palabras con los restos que guardaban sus pulmones. Dejando que su rostro se
ocultara tras la nube azulosa de su cigarrillo, continuó hablándole a un
Ferneli en suspenso.
–La muerte de Strasser también se pudo evitar pero nos quita un peso de
encima... Además, ya es un hecho: se trató de un accidente que tal vez pase
como un simple y vulgar infarto.
Acomodarlo a un lío de celos entre las condesas de la fiesta, era
descabellado pero resultaba posible. Una posibilidad demasiado simple y
fácil para ser creíble. Y aun así, las paradojas más excéntricas eran posibles
en esa historia (nota 32).
–También parece –dijo Sara señalando el teléfono–, que Palau está fuera
de peligro.
Todos los Palau el Palau: el Palau de la prensa, el Palau de Greenstreet y
el Palau de Ferneli confundido.
–Nada más.
El Hammett de Ferneli imaginó que Sara, y él, lo sabrían todo si todo
estuviera escrito. Pero así la historia se convertiría en un juego matemático y
tedioso, sin sorpresas, anunciando su final como el resultado de una ciencia
exacta.
–Palau se puede esconder o viajar o pasar de incógnito y aguardar una
tregua. Puede tomar un avión, despedirse de la ciudad y anunciarlo en la
prensa, asegurando a los que crean la noticia que escribirá a una distancia
prudente, dentro o fuera del país.
Ferneli aceptó. Esconder a Palau por un tiempo mientras los ánimos, de
la clase que fueran y del lado que estuvieran, se apaciguaran un tanto.
Sara apagó el cigarrillo, revisó el manuscrito y concluyó su monólogo,
mientras Ferneli leía lo que había escrito en la hoja, con un “de resto, me
parece que está bien” que lo animó a proseguir.
***

El teatro pertenecía al distrito de la ciudad donde vivía Ferneli y podía


ser considerado como una de las tantas y falsas reliquias que reforzaban el
concepto antiguo, erróneo y presuntuoso, sobre sus nobles orígenes. Para un
predicador que viviera en la oscuridad de los siglos y apadrinara la vanidad y
beatería del fugar, este gozaba de un inmejorable ambiente “moral, religioso
e intelectual” que hacía de él un Versalles a este lado del mar (nota 33).
Ni Versalles ni reliquia. Aunque el tiempo y los conceptos del tiempo
parecían estancados en la ciudad, la afirmación del alucinado creyente
quedaba como otra más de las bromas europeas que intentaban dignificar –sin
que esto fuera necesario– un ámbito que no soportaba sus verdaderos
orígenes y padecía nostalgias prestadas y, en ocasiones, monumentales
cuando no versallescas.
Comparaciones risibles y blasones de un imperio inexistente, la
dirección anotada por Sara le recordó a Ferneli un edificio añejo pringado de
un aire mohoso. Como una excepción, las calles que lo cercaban –y en la que
se encontraba el teatro–, no estaban invadidas por una modernidad caótica
que también anhelaba estar a la altura de las grandes modernidades del
mundo, determinando el destino de una ciudad agobiada por un complejo de
provincia que no parecía cesar. Se trataba aún del barrio, de la ciudadela
habitada por vecinos que se reconocían –con o sin distancias–, de un
resguardo medianamente ajado por el tiempo donde el transeúnte,
imaginativo y memorioso, podía recrear la aldea o el caserío que vio pasar
por sus calles los carruajes de Gilede y Alford, los tranvías de mulas o los
carros tirados por bueyes que transportaban familias alborozadas en rumbo a
sus quintas de recreo y a la cacería de ciervos. El antiguo paraje recorrido por
caminantes almidonados que se hacían lustrar los zapatos con una mezcla de
manteca, trementina y ceniza de papel quemado debida al alquimista
Deutines y que haría brillar la elegancia en casonas donde la incandescencia
arrancada al cuero con tal betún, era un arma efectiva, si no imprescindible,
para el teatro amoroso y galante. Un lustre que no cesaría cuando aquel
caserío, aquella aldea o aquel barrio, aquel fragmento de ciudad, fuera
nombrado para siempre en memoria del arte y gracia de un fabricante de
chapines que protegía el esmerado trabajo de los emboladores y los pasos
melindrosos de los galanes, atravesando, tal vez a brinquitos, los barriales
que encontraban en el camino al castillo familiar donde vivían sus novias.
Recordar los chapines del gaditano mientras se recostaba en el taxi al
abrigo de un hombro siempre cálido y generoso como el de Sara, fue para
Ferneli una forma de distraer el miedo y las sombras de un miedo que podía
perseguirlo tratando de rescatar la joya robada al gordo.
Era un tramo corto, apenas unas cuantas cuadras, desde su apartamento
hasta el teatro. Pero el recorrido, a esa hora y en ese momento, estaba
poblado por los espectros que Ferneli ya conocía. Los tiempos plácidos y
tranquilos en los que estaban ausentes de su imaginación y su realidad los
personajes que perpetraban crímenes sin piedad, quedaban atrás –y él con
ellos–, Escribía con el terror atisbando por encima de su hombro las palabras
que salían de su máquina. Y ahora, cuando se acercaba lentamente al extremo
de una situación límite, la sombra de ese miedo no sólo miraba sobre su
hombro sino que le entibiaba el cuello con su aliento al mismo tiempo que
murmuraba, como si le dictara lo que debía escribir.
“Amor, humor, dolor, ira, heroísmo, miedo, disgusto, asombro,
tranquilidad. ¿Acaso las nueve fases de la danza hindú no reflejan el ánimo
de su protagonista en el transcurso de la aventura y en lo que resta aún de
ella?” (nota 34).
Antes de salir, contempló el trazo que el dotado y misterioso augur de
los Laboratorios Frankenstein daba a sus letras, alargadas y firmes,
permitiendo que Ferneli adivinara, a través del acertijo, lo que sucedería en el
momento que cruzara los límites de su apartamento.
“Amor...”, pensó Ferneli, ya en el taxi, aspirando el aroma que despedía
el cabello de Sara, confiando en su destreza para dirigir los rumbos de la cita
a la que asistía como un ciego felizmente guiado por ella. Se había dicho que
era lo único que importaba, que en el amor se reunían las facetas de una vida
o, por lo menos, se ennoblecían las peores facetas de una vida... Y todo esto
podía ser un valor sin importancia o relativo para aquellos que veían en él un
ideal lejano de una época lejana con un temperamento enfermizo, cursi o
amanerado. Para Ferneli, el ideal se mantenía y era afortunado cuando
comprendía que no era simplemente otra ficción más entre las ficciones que
lo asaltaban. Caballero y campeador, respetuoso de la tradición de Perceval,
Ferneli veía en Sara al Graal y apuraba el contenido de la copa sagrada como
un remedio para conjurar la muerte.
Sentir cómo Ferneli se abrazaba a ella evitando naufragar en una tristeza
repentina o celebrando que estuviera allí, sobresaltó a Sara cuando el gesto
coincidió con el vuelo, milagroso y sorpresivo, de un ángel apocalíptico
descendiendo frente al taxi. Una especie de payaso y saltimbanqui,
pronunciando su monólogo con voz ronca y furiosa. Un discurso que gozaba
de la misma coherencia que su imagen, recubierta por los trapos y la capa de
trapos que hacían de él, y de otros personajes como él, algo así como
alcachofas demenciales. Su plegaria retumbó en el cerebro de Ferneli con el
eco de cantos conocidos y entonados por otro predicador callejero.
–La Bestia anda suelta... Sodoma y Gomorra... He aquí a la Bestia...
Sodoma y Gomorra... Ya nadie le importa... Sodoma y Gomorra... Mensajes,
designios, celestiales o infernales A mí, a mí... Nada me importan... Y
ustedes –dijo señalando a los dos pasajeros y al taxista que trataba de
entender la situación, parqueado en mitad de la avenida, aturdido por las
trompetas de un juicio final sopladas por los conductores que aguardaban tras
ellos–, ustedes... Viviendo en la desgracia, en la vergüenza en el tedio de sus
almas... Condenados por Dios... O por el diablo... Mentes cómicas o
simples... Morirán antes de tiempo... Antes de tiempo... Arrepiéntanse,
supliquen, imploren la demencia del castigo... Llegará, sí, llegará... Con
Sodoma, con Gomorra... Un castigo infernal... ¡Ha!... ¡Lo digo yo!
El tráfico se congestionaba y Ferneli, abrazado aún a Sara, registraba
memorioso el discurso del profeta, disfrutando la visión del personaje frente
al taxi.
–Sí... Lo digo yo... Disfrutemos y gocemos que poco durará... Sin juicio,
sin prejuicio... ¡Oh! Queridas, aquí estoy... Compartamos en la gracia,
disfrutemos la desgracia... ¡Ha!... Sodoma... Gomorra... Recordémoslas...
¿Nos gusta?... Cómo no, claro que sí... Y además... ¿A quién le importa lo
que diga este profeta? Me han oído, han entendido... Mi mensaje... Gozar lo
indispensable, más allá de lo impensable... Disfrutar la perdición sin pensar
en redención... Disfrutar hasta la muerte... Por favor... No se vayan de este
mundo –dijo al mismo tiempo que trazaba en el aire sucio de la calle la señal
de la cruz– con deseos y con sueños que sólo fueron sueños... Ustedes, hijos
celestiales de un poder sin compasión... ¿Qué se creen?... ¿Los reyes de
Sodoma, los reyes de Gomorra?... ¡Sí!... He aquí a la Bestia... Que me
envidien... Es lo único que sé...
Luego introdujo una mano, con gesto napoleónico, en una de las capas
de alcachofa a la altura de su pecho. Se sumió en el mutismo de una esfinge
harapienta pero digna en su miseria. Tal vez su oración duró apenas un
instante en la mente de Ferneli sin que el hombre pronunciara una palabra.
Un segundo o el fragmento de un segundo, un chispazo que brilló con rapidez
frente al mendigo, y Ferneli alcanzó a vislumbrar, en la mano que salía de sus
trapos, la silueta de un arma tartamuda que habló con elocuencia, tronando
hasta apagar el ruido de los pitos.
Un viento helado, como la mano de un muerto, invadió el interior del
taxi. Los fragmentos del vidrio delantero, desgranándose y crujiendo,
rociaron el abrazo de Ferneli agachado junto a Sara en el asiento trasero.
Desde allí alcanzaron a escuchar un aullido sobrehumano estallando en el
asiento del chofer. Un grito simultáneo al ruido de unas llantas que frenaron,
rastrillando el pavimento y emitiendo un chillido que sonó y resonó en sus
oídos apagándose después en el fondo de la calle.
El aullido continuó por un instante, como un largo desahogo que
mezclaba la furia y el dolor. Ferneli, cauteloso, se aferraba aún a Sara. La
broma delirante del mendigo, pregonando y anunciando el caos de los
tiempos, y su forma de ilustrar un mensaje de la muerte, espantaron a Ferneli
cuando tuvo la certeza –en medio del silencio tenebroso que siguió a los
disparos, a los gritos del taxista extinguiéndose en el silbo persistente de un
gemido y al rumor que iba creciendo cerca al auto, atrayendo a los curiosos e
inocentes que nunca jamás tendrían nada que ver con las desgracias de
peregrinos extraños y desconocidos–, del poder y la franqueza de un poder
que empezaba a demostrarle la soberbia de su ira.
Sentir bajo su pecho la respiración agitada de Sara, resoplando entre la
mata de cabello que cubría su cabeza apretada aún contra el asiento,
tranquilizó a Ferneli. La trampa había fallado y alzando lentamente la cabeza,
atisbando sobre el borde del asiento, descubrió que el taxista se encontraba
más histérico Y rabioso que herido. Trataba de encender el automóvil,
maldiciendo y jurando que algún día, sobre todo desgraciado que viviera en
la ciudad, caería el fuego eterno. Cada cual interpretaba la visión de sus
propias escrituras, consolándose con ellas y aliviando de ese modo sus
tragedias.
Invocarlas fue un milagro. El motor ronroneó como un gato perezoso,
ordenándole a su cuerpo que empezara a caminar miembro por miembro. El
chofer aceleró y el minino expectoró, escupiendo los residuos de una cena
abundante y suculenta. Rugió un par de veces raspando como un fósforo el
aire que tenía en su garganta, mostrándole a su dueño que ningún otro felino
respondía a sus caricias de forma tan leal y oportuna, y arrancando con un
brinco se lanzó tras el rastro de su presa, siguiéndole las huellas, tan
profundas como el aire sobre el agua.
El viento terminó de esparcir y de tumbar los dientes de vidrio adheridos
al marco delantero del auto. Solamente una lágrima de bordes recortados,
colgando de un hilo sintético, se pegaba al metal balanceándose durante la
marcha. Podía desprenderse al menor soplo y en su fragilidad tenía la
apariencia inquietante de los símbolos funestos que Ferneli encontraba como
guiños secretos en su historia. Las calles y la oscuridad de las calles,
llenaban, como una pintura plagada de duendes escondidos, el panorama que
observaban frente a ellos. La lágrima de vidrio relumbraba por instantes,
emergiendo de la oscuridad a la que retornaba titilando como un punto de luz.
Ferneli trató de contener un miedo que aumentaba sin piedad, después
de la inconsciencia que produce un peligro momentáneo, que amenaza una
vida en segundos, sus víctimas advierten el riesgo encarnado en tal peligro,
sintiendo un terror que ayudado por los nervios y la frialdad de la razón,
crece luego del impacto y la sorpresa. Entonces se comprende que la muerte
nunca deja de abrazar el alma de los vivos y la enturbia por instantes.
Descubrir que Sara apenas se encontraba nerviosa o agitada, como si previera
el accidente, tranquilizó a Ferneli de la misma forma como lo tranquilizó
saber que habían escapado de la escena del crimen evadiendo la presencia de
sirenas y de autómatas que harían de ellos muñecos de práctica para
interrogarlos en las oficinas oscuras de alguna inspección de policía.
Sacudirse del vestido los vidrios diminutos que se clavaban a él, echarse
el cabello hacia atrás y darse unas palmaditas en el rostro como si estuviera
despertando de un sueño reparador y ligero, distrajo a Ferneli durante el lapso
de un fragmento de tiempo entre los fragmentos de tiempo vertiginosos que
abarcaban una sucesión no menos vertiginosa de acciones.
La camisa del taxista, con el viento, se inflaba como la carpa de un circo
cobijando a un artista único y furioso. La tela se abombaba o caía sobre sus
hombros con la flacidez de un globo del que se escapa repentinamente el aire,
cuando en un cruce de calles, obviando el parpadeo de un semáforo
cambiando al rojo, tenía que detenerse bruscamente y se encontraba con un
buen y tranquilo parroquiano conduciendo a su familia hacia algún
restaurante o al cine, estrechando con su auto la vía franca de una carrera
desesperada y vengativa. Al sonido, familiar para Ferneli últimamente, de las
llantas detenidas por los frenos, se sumaban los insultos de la tribu al volante.
El taxista rozaba con su auto el aura invisible de otros autos. Dejando
entre sus latas y las latas de otros dueños de la calle un espacio diminuto,
creaba una fricción que atraía, con la gracia de un imán, las neurosis
reprimidas de choferes no menos vengativos –tal vez más– que el mendigo
enloquecido.
La nariz de un avión sobrevolando el pavimento, engastada en la punta
de otro auto, empezaba a penetrar en el campo que abarcaba la visión de un
Ferneli remedando a Fitipaldi. Su ventana fue alcanzada por la trompa larga y
roja de un Ford que debía decorar la vitrina de un museo. Pero allí estaba, un
fantasma de otro tiempo, flotando sobre el aire de la calle, corriendo sin
esfuerzo junto al taxi.
Cuatro niños alentaban a su padre a ganar en la carrera. Sus cabezas, de
cabellos recortados al estilo y la moda de la época del Ford, exhibían un
copete en la cima de sus cráneos. En las sienes, la pelusa suave y tenue de un
peinado militar les rodeaba las orejas. Y los niños, llevados de la mano por
sus madres cariñosas –recordaba un Ferneli aterrado y nostálgico– esperaban
resignados, en la silla de un caballo de metal o leyendo algún libro de
historietas, la destreza magistral de un odiado peluquero que cortaba y
retocaba sus pelambres convirtiéndolos en ángeles horriblemente calvos.
Las cuatro cabezas se movían sobre cuellos parecidos a resortes. La
mujer que acompañaba al conductor –un hombre en cuyo rostro brillaban
unos lentes, sonriendo complacido con la risa de sus hijos–, trataba de
impedir, conversando y suplicando a su marido, que el Ford alzara vuelo,
arrastrado por las alas del avión desplegadas en su punta.
Rodeados por la bruma de los sueños, avanzaban por la calle de otro
tiempo, del recuerdo gaseoso que Ferneli conservaba de su infancia.
Señalándolo a su esposa y a sus hijos, el hombre de los lentes advirtió la
presencia de Ferneli. Los muchachos suspendieron su alboroto y la madre
enmudeció. El Ford, corriendo silencioso, surcaba el pavimento como una
aparición. Se empezaba a distanciar. Los muchachos y sus padres se fueron
despidiendo uno a uno con el gesto de unas manos cariñosas balanceándose
en el aire. Ferneli respondió y el muchacho más pequeño, un niño de rostro
alegre y sonriente, fue la última visión que apartó su mirada de la suya.
Parecía reflejarse en el rostro de Ferneli, incluso cuando el auto se adentró en
una oscuridad que hizo de él un milagro desvaneciéndose en la niebla de la
noche.
En sus ojos aún resplandecía el brillo plateado del avión, el sonido
imaginario de turbinas que giraban estallando como un trueno en su cabeza,
despegando lentamente, alzando el vuelo, chocando contra el muro de una
noche donde el llanto del piloto y la mano de un bombero o de Sara que
trataba de sacarlo de la silla, fueron una nueva sucesión vertiginosa y
simultánea de accidentes que serían conjurados para siempre por su hada
salvadora.
La rama de una palmera entraba por el marco delantero del taxi,
acariciando al vaivén de la brisa y el remezón del golpe, el rostro del chofer
inundado por un llanto inconsolable. Su tristeza podía convertirse en la furia
que aliviaba la ira de los desafortunados y los miserables, sin compasión por
aquellos que estuvieran a su lado asistiendo a su tragedia sin tener que
padecerla. Y Sara, con Ferneli siguiéndole los pasos, tenía contados los
instantes de esa noche y debía apresurarse hacia el teatro.
Con la gracia de una gata extremadamente elástica, evitando el
espectáculo culposo –y previsible– del taxista achacándoles a ellos la razón
de su infortunio, los movimientos de Sara fueron silenciosos y precisos.
Tomando de la mano a un Ferneli que se dejaba guiar, sujetando con firmeza
el bolso enorme que guardaba en su fondo los motivos del misterio o la
explicación de parte del misterio, pasando por el hueco que dejara una puerta
retorcida y entreabierta, sintiéndose en la calle con la noche a su favor,
empezaron a correr perseguidos por las maldiciones y el treno compungido
del taxista, condenándolos inútilmente con fórmulas de brujo y hechicero que
se fueron apagando en el aire tras sus pasos.
Desviándose de la avenida para volver a cruzarla cuando se encontraran
en frente del teatro, Ferneli observaba en su carrera las ventanas alumbradas
por las luces cálidas de cenas hogareñas, por el parpadeo histérico y azuloso
de un televisor distrayendo al vecino que aguardaba la hora de su muerte, por
las lámparas que iluminaban las tediosas visitas de parejas de salón o las
ventanas, mejor oscurecidas, donde tal vez se acariciaban los protagonistas de
un escándalo de barrio. Una paz aparente y rutinaria que apagaba la vida de
sus víctimas hasta que otros llegaran en reemplazo de sus predecesores.
Los pasos de Sara, largos y veloces, tratando de ser igualados por
Ferneli, le distorsionaban el paisaje y aquel barrio se fue convirtiendo en un
caleidoscopio por el que corrían como figuras borrosas.
Doblaban las esquinas orando por la ausencia de policías inquietos,
tomaban callejones trazados en diagonal, salían a calles que Ferneli convertía
a su antojo en el plano gigantesco diseñado en el gabinete de un doctor
expresionista, refundiendo en su cerebro los conceptos de perspectiva y el
dibujo geométrico de paralelas y verticales curvándose en su trayectoria.
Presión cardíaca o falta de oxígeno, el cerebro de Ferneli palpitaba al
ritmo de la carrera. Veía la ciudad en esa zona como un paraje de horror. Sus
habitantes se escondían tras las estrellas que encandilaban sus ojos, y
anhelaba, padeciendo de asfixia atlética, que la fachada del teatro lo
deslumbrara con sus luces, más alegres y radiantes que el manto lechoso de
un alumbrado público cayendo sobre los árboles de esas calles.
Sara, como Schahrasad benévola conduciendo los rumbos de otra noche
entre las noches, llevó a Ferneli hasta el teatro complaciendo sus deseos.
Saliendo a la avenida y escapando del silencio que en las calles laterales
podía quebrar la muerte agazapada, alcanzaron la puerta del teatro donde un
portero los miró con el tedio y el fastidio de un burócrata molesto.
–La función ya comenzó.
Sara no pensaba tolerar que un hombrecillo de alma diminuta,
acolchándose tras la fachada de un poder esgrimido para agigantar sus
carencias, les hiciera perder la función ni lo que posiblemente encontrarían en
el interior del teatro. Agarrando las solapas de su traje, estirando aún más su
estatura prodigiosa sobre el rey de un mundo a escala ridícula, clavando sus
pupilas incendiadas como un buitre en los ojos de su presa y alzándolo del
piso, le preguntó con voz firme y segura:
–¿Podría decirnos hace cuánto?
El hombre, sorprendido, empezó a mecer y remecer sus piernitas en el
aire. Aspirando con angustia el aliento que escapaba de su pecho y llevando
hasta su rostro la muñeca que rodeaba su reloj, respondió con el timbre de un
ahogado:
–Más o menos diez minutos.
–Eso quiere decir que nos sobra tiempo para entrar, ¿no es así? –dijo
Sara zarandeándolo.
El portero meneó la cabeza con esfuerzo, tratando de indicar que esa
clase de preguntas lo ofendían.
–Por favor –respondió sosteniéndose en el aire, señalándoles la puerta
con un gesto de elegancia–, ¿me permiten sus entradas...?
Bajándolo al piso, Sara le mostró las dos boletas cambiando las solapas
por el cuello de su traje. Obligándolo a seguir delante de ellos, los llevó hasta
la puerta. Franqueándoles la entrada y evitando que un muchacho requisara a
Ferneli con el juego de caricias de un joven solitario y enfermizo disfrutando
de su puesto, los guio hasta el recinto donde Sara, esgrimiendo las boletas, lo
empujó hacia un lado.
–Sabemos dónde quedan nuestros puestos –y acercando por última vez
su rostro al rostro de su amigo, le susurro con una mueca feroz–: No se olvide
de nosotros cuando pidan su cabeza en la administración.
La luz del exterior se esfumó tras el baile de la puerta balaceándose
sobre sus goznes. Sodoma, Gomorra, los símbolos fantásticos de un escritor
inspirado, las desgracias y el folletín cruel y patético padecido por el taxista,
la pobre humanidad del guardián y su amiguito, se opacaron, ahuyentando de
la mente de Ferneli la galería de personajes que gozaban de atributos
especiales para hacer suya esa época o la época trágica y maravillosa de
Sodoma y Gomorra.
Los rumores ancestrales de una danza acompañada por los trinos de una
música ritual y la presencia de dioses protectores honrados con incienso,
creaban en el teatro una atmósfera apacible, de templo antiguo, que trocaba el
tumulto de la ciudad por las formas y variantes de las formas que en el aire y
en el cuerpo femenino que dotaba de figuras a ese aire, encarnaba las
lecciones de un libro legendario de la danza.
Aquel providencial rey Schahriar de los Laboratorios, deslizando sus
mensajes por debajo de la puerta y obligando a una nueva Schahrasad, tal vez
por un acuerdo que Ferneli aún no conocía, a narrarle sus historias al testigo
que después escribiría la ventura o desventura del misterio, acertaba otra vez
augurándole con éxito el sitio en el que ahora se encontraban. Ferneli no
sabía cuántas manos escribían las sorpresas del destino al que estaba
sometido, pero el hecho era que la música, el incienso y las lámparas de
aceite, los giros de la bailarina, el teatro, ocupaban su atención y su suerte
dependía aún de Sara.
Afirmar que el ánimo de su protagonista se correspondía con las fases de
la danza presagiada por el dueño de los Laboratorios, no era cierto del todo.
Pero la serenidad que ahora respiraba junto a Sara en la penumbra del teatro,
podía palparla con sólo estirar la mano. Y la tranquilidad, como el estado
primordial prodigado por la euritmia hindú que observaba en el escenario, era
la recompensa a toda angustia, a todo pesar o gloria amorosa, al heroísmo o
al asombro, una contemplación que suspendía la incertidumbre mientras la
danza transcurriera con su nobleza y su gracia iluminando aquel lugar.
Se acercaron a sus sillas en medio de una lluvia de aplausos. Juntando
las palmas de sus manos en actitud de oración, la bailarina agradecía los
elogios de su público con venias delicadas y una sonrisa casi imperceptible.
A un lado del escenario, los músicos, sentados sobre el piso como monjes
vestidos de blanco, acariciaban sus instrumentos con la misma delicadeza de
su compañera retirándose.
Sara prestaba una atención distraída al ritual y Ferneli percibió que
aguardaba la llegada de un emisario o la caída milagrosa de algún mensaje
entre su bolso. Con la tensión felina de un lince acechando una cena
largamente esperada, tomó en la oscuridad una mano de Ferneli y empezó a
jugar con ella de la misma forma como alguien se entretendría con una
revista o bebiendo cerveza mientras espera la salida de su tren.
El público recibía otra vez los pasos de cierva de la bella entre las bellas,
el prodigio incomparable de la hija protegida de Ganesha, explicando con el
tono de una voz que apagaría un pellizco propinado a las cuerdas de la cítara,
el significado de los signos y los gestos que en su danza narrarían una historia
de amor triste y cómica, honrando los rigores de la ira o el temor, del
asombro, la tristeza y las fases que darían su silueta al ánimo y el
temperamento de la bailarina. Allí estaba el acertijo y la respuesta al acertijo.
Y el misterio se empezó a revelar desde el momento en que una mano golpeó
con precisión el parche de un mridanga, recordándole a Ferneli la destreza de
una Sara percusiva y versátil, musical al ritmo de su propia y plena rumba
rumbosa, redoblando en los cueros que sonaban complacidos por los pasos de
sus manos en otra tradición, otro momento y otra historia.
Las mismas manos que entraban ahora entre las manos de Ferneli,
colándose por entre sus dedos, subiendo encima de su mano o dejando que
quedaran recubiertas y entibiadas por su mano. Las manos alargadas por
dedos que colgaban como lianas, crispándose al notar la presencia de un
fantasma que clavaba su mirada en el rostro de Sara, en la fila paralela a la de
ellos, desde el otro lado del pasillo.
La cítara empezaba a perseguir los sonidos del mridanga, y el collar de
cascabeles que rodeaba los tobillos de la bella entre las bellas, tintineó con la
dulzura de sus pies. El gesto del fantasma era claro. Sara aprisionaba la mano
de Ferneli dándose tiempo, encontrando allí el apoyo a sus flaquezas. Miraba
de reojo al clásico matón de gabardina recorriendo con sus dedos los bordes
de un sombrero que dormía como una rata en su regazo. El público,
entusiasta y concentrado, se agrupaba en la parte delantera del teatro, hundido
en el silencio que llenaba la gracia de la bella entre las bellas. Con un grupo
de figuras, relató el desprecio de una amante por un dios que suplicaba su
perdón, reuniéndose en el aire el sonido de maíz del collar de cascabeles con
la risa que elogiaba el humor de los gestos explicados. Impasibles y
marmóreos, la risa del fantasma cuajó con hielo los rasgos de Ferneli y Sara.
Podía ser una risa brillante y fría o el gesto de un personaje que estaba de su
lado. Pero luego del suplicio del mendigo, no confiaban en nadie ni sabían
nada de nadie y la respuesta a un asunto que tejía su trama con hilos delgados
y frágiles, era protegida celosamente por Sara.
La bella entre las bellas desplegaba las serpientes de sus brazos por el
aire, dibujando con su cuerpo y los juegos de su rostro, los mil y un
personajes que podían encontrarse en la escena. Colocando una mano en el
lomo de la rata, el matón –o el cómplice, ¿quién sabía?–, levantó al roedor
unos centímetros. Su pelaje gris oscuro reveló el bulto amarillento de un
paquete. El brillo del papel que lo envolvía, resaltaba bajo el pelo de la rata,
sobre el negro pantalón del personaje, contra el fondo oscurecido de su
abrigo, una lona, vieja y larga, que colgaba de los bordes del asiento como el
resto marchito y quebradizo de una mariposa.
Los rasgos de Sara recuperaron su trazo dulce y oriental. Presionando la
mano de Ferneli, zanjó con una señal el trato o el negocio con el desconocido
o el que era hasta el momento un desconocido o un nuevo personaje que
servía tal vez de enlace con los otros personajes. Ferneli la acompañaba en su
historia como un testigo y ese era su papel real y verdadero. Podía
modificarla, sorprenderse con los giros que tomara, verse a sí mismo como el
centro de una aventura que sólo en parte le pertenecía, pero encontrarse del
lado oscuro del misterio teniendo en Sara un oráculo que se manifestaba
apenas por señales, sin decir ni ocultar nada, lo desconcertaba y trataba de
impedir que lo invadiera una pena similar a la que ensombrecía los ojos de la
bailarina, cayendo en el abismo al descubrir la traición de su ladino
enamorado.
A la tristeza reaccionaba con ira y su rostro se tornaba en la mueca del
orgullo y el rencor. Su cuerpo expresaba en el escenario un sentimiento
inflexible, al que sólo lograría conmover un acto inesperado, que
desvaneciera todas las furias. El collar de cascabeles sonaba y resonaba
acentuando el desespero. Ningún dios temeroso del rechazo y la pérdida de
una belleza terrena como aquella, podría soportarlo.
Ferneli se inclinó hacia adelante para observar al fantasma y al paquete
del fantasma, oscureciéndose cuando el sombrero cayó de nuevo sobre él.
Mirar sin disimulo al personaje, compartiendo con Sara un juego al que nadie
lo invitaba, lo llevó a cometer un acto de heroísmo o lo que él pensaba era un
acto de heroísmo para capturar el corazón de su dama y ahuyentar al intruso o
lo que fuera.
La historia proseguía en el escenario y la belleza del acto realmente
heroico narrado por la bella entre las bellas –nada bárbaro, absurdo o tocado
por la dosis de estupidez irracional que siempre ataca a los héroes
verdaderos–, sólo tenía en común con la proeza de Ferneli el impulso que al
par de personajes les daba lo que para ellos podía ser la defensa –o
salvación– de su amor, con todo el idealismo que aquello significara para el
mundo de la bailarina o de Ferneli.
Los asientos recogidos entre ellos y la silla del matón, permitían
desplazarse fácilmente. Pasando entre las rodillas y el espaldar del asiento
que tenía Sara en frente suyo, Ferneli se acercó hasta el puesto vecino al del
fantasma, midiendo cada paso y obviando el gesto de estupor que veló el
rostro de Sara. Acomodó un codo en el brazo del asiento que rozaba la
gabardina, cruzó las piernas como alguien que se dispusiera a disfrutar de una
charla al calor de una chimenea, y se recostó cómodamente a observar, al
lado de su amigo, el arte de la bailarina. Trasladando lentamente su mirada
del escenario al rostro del matón, Ferneli se encontró con un perfil tallado a
golpes, irregular pero anguloso, con más huesos que piel o con huesos
afilados que trataban de rasgar la piel. No parpadeaba, no transpiraba, apenas
sonreía. Acostumbrado a manejar y controlar toda clase de situaciones,
apenas advertía lo que para él podía ser simplemente un bulto de carne con
pestañas sentado al lado suyo. Aire en el aire, Ferneli podía ser incluso más
fantasmagórico que él.
El cascabeleo de la bella entre las bellas, bendiciendo con su gracia el
escenario, fue un anuncio que cambió la situación para Ferneli. Los ojos del
fantasma relumbraban con el frío que despedían, y su cuello, que giró al
compás de un traqueteo, colocó su rostro en frente del rostro de Ferneli
mirando a lo profundo de sus ojos. Era un hombre de nieve congelando en
sus pupilas el trazo más pálido de la calidez más tría.
El hielo recorrió la columna de Ferneli hundiéndolo en su asiento. Sus
branquias se secaban, moviéndose y casi aleteando con ritmo convulsivo. La
sonrisa del matón era más un gesto de desprecio que una bienvenida cordial.
Mirando hacia el fondo de la fila donde Sara se encontraba, el fantasma cruzó
un gesto con ella, esperando su respuesta. Para ellos, el cuerpo de Ferneli –y
tal vez su presencia–, no importaba más allá de su oficio de testigo y de
cronista del asunto. Era el hombre invisible cruzando con su transparencia el
aire invisible. Y el matón conversaba con Sara de la misma forma que la bella
entre las bellas con su público. Ferneli asistió al diálogo de sordomudos
cruzado entre Sara y el fantasma. Sordomudos o marinos sin bandera,
haciéndose señales que sólo ellos comprendían y que Ferneli captaba con
algo de sagacidad siguiendo los vuelos de las manos de Sara, manos
conocidas, reconocidas y queridas, que movían a su vez los hilos de las
manos del matón.
El golpe ligero que en el aire hizo Sara concluyendo con su mímica,
haciendo de su mano el remedo de un ala con sus dedos curvados hacia
arriba, imitando las manos prodigiosas de la bella entre las bellas, hizo que el
fantasma la mirara repitiendo también él un gesto similar.
Dejando el paquete en el asiento contrario al que se encontraba Ferneli,
colocándose la rata en la cabeza –enorme, gorda y fea–, ajustándola, tirando
de sus alas hacia abajo y observando con cariño a la bailarina, danzando
como si purificara el escenario, juntó las palmas de sus manos en gesto de
gratitud hacia ella, retirándose después y prodigando con la misma bondad
una venia a Ferneli. A su paso, los faldones de su abrigo aletearon. Ferneli,
volviéndose en la silla, pensó en un vampiro arruinado al escuchar el siseo de
la lona, condenado para siempre a su miseria, despidiéndose de ellos en
silencio, abandonando el teatro como otro espectador más, anónimo y
solitario.
La caja tenía el tamaño de un cerebro mediano, un cerebro tal vez
adulto, bien desarrollado y bien conservado, como los que veía Ferneli en
exposiciones dedicadas a la Ciencia y el Hombre o en películas dedicadas a
horrorizar al paciente con la trama que interpretaban científicos desquiciados,
tratando de implantar los cerebros de sus víctimas en hombres
inexplicablemente congelados dentro de neveras gigantescas desde tiempos
prehistóricos.
Manteniendo su posición sobre el asiento, petrificando su tronco y
tratando de pasar desapercibido, Ferneli estiró el brazo y alcanzó la caja con
el cerebro o lo que pudiera contener, llevándola a su lado. Una etiqueta
rezaba en su parte superior: “Frágil. Trátese con cuidado”. Sus manos se
convirtieron en algodones que acolchaban cualquier movimiento brusco que
pudiera quebrar el tesoro. Cuando estuvo en su regazo, protegida y
cuidadosamente tratada, Ferneli volvió su vista hacia Sara, aparentemente
concentrada en la nueva fase de la danza. La bella entre las bellas torcía su
rostro con la mueca del disgusto. El collar de cascabeles y la posición de sus
manos, indicaban su desagrado, su fastidio por alguna actitud estúpida que
nublaba la luz de su amante. Y el rostro de Sara –cuando Ferneli atravesó el
pasillo, pasó entre sus rodillas y el espaldar del asiento, y quedó de nuevo a
su lado–, repetía la mueca de la bailarina.
Ver su rostro, en ese momento, era temerle. No separaba sus ojos del
escenario y el mridanga retumbaba como el corazón de Ferneli aguardando
su sentencia. La caja pesaba en sus piernas como un objeto fuera de lugar,
incómodo, culpable de la situación, del rostro de Sara y del carácter de Sara,
frunciendo sus cejas como cimitarras que intentaban juntarse en el centro de
su frente. Su expresión era una sombra que acentuaba el reflejo de la bailarina
y el gesto de la bailarina, y Ferneli no era siquiera el dios que desataba el
fuego oscuro de su amiga.
Arqueándose sobre las piernas de Sara, Ferneli tomó el bolso que se
encontraba una silla más allá de aquella en la que el corazón de su dama,
literalmente, hervía. Lo atrajo sin prestar atención a sus bufidos.
Contentándose con el roce en su nuca del cabello de Sara y pasándolo a
través de la tormenta que despedía su cuerpo, se irguió otra vez en su asiento.
Equilibrando la caja en sus piernas, abrió la boca del bolso. Sujetándolo con
una mano y levantando el cerebro en la palma de la otra, introdujo el nuevo
misterio en el cofre mayor del misterio. Después colocó el paquete sobre los
muslos de Sara y acercándose a su oído –perfecto, circular y adornado con
los zarcillos dorados del día de su nacimiento–, le murmuró conteniendo sus
deseos de morderlo:
–Para Sara, con cariño.
Detenerse como un gourmet en la aceituna del lóbulo, considerar el
manjar de un fruto diminuto y brillante, y portarse como un lagarto
catapultando su lengua para atrapar a una mosca, fue otro gesto asombroso,
inesperado, Ferneli hecho un reptil lamiendo la piel de Sara que pareció
crepitar como un hierro al rojo vivo sumergido en agua.
Las cimitarras se alzaron arrastrando tras ellas los párpados y
agigantando, casi hasta reventar, los ojos de Sara. La bella entre las bellas, al
ritmo de los cascabeles resonando con sus pasos, describía su sorpresa ante el
arrojo del dios tratando de vencer la ira de su corazón o la mancha de fastidio
que hubiera dejado en él.
Apartando su oído del reptil hecho Ferneli, Sara lo miró como un animal
fantástico. Inclinándose a un lado, lo examinó verificando el prodigio.
Masajeando su lóbulo, aprisionándolo entre el pulgar y el índice, se
preguntaba si Ferneli era en realidad Ferneli o una visión de Ferneli,
asumiendo el papel de un consorte como el sagrado consorte –o el sagrado
amante– que se invocaba en la danza. El lunar que resplandecía como un sol
o una flor en la frente de la bella entre las bellas, formaba allí otro ojo
sumado a los ojos que expresaban el desamparo y la ingenuidad que como un
par de amigos acompañan al asombro. Y Sara, apoyando su mejilla en el
puño de un brazo acodado en el brazo de la silla, descendía lentamente de un
asombro similar al que causara el dios en su amiga y en trance de seducir a su
amiga.
“Las nueve fases de la danza hindú...”. El director de los Laboratorios
presagió a su modo el transcurso de aquella noche, las variantes y sorpresas
que reflejarían la aventura narrada por la bella entre las bellas apaciguando su
alma hacia el final de la danza. Su rostro era entonces la luna creciente
anunciada por un rey de otro siglo, rey sevillano que fuera un fantasma,
condenado a extrañar mientras deambulaba por jardines decorados con
fuentes, la imagen de un rostro que desvanecía su imagen en el aire de otra
noche y otro tiempo (nota 35).
Y la paciencia de Sara –¡Oh! Alá, Rey Benéfico– era infinita y sabia. Su
mano domó la garra del animal fantástico que era Ferneli, recuperando su
forma al ritmo sereno de la última danza. La bella entre las bellas giraba sus
ojos escondiendo las pupilas y dejando en sus cuencas el color blanco de una
quietud absoluta. La protección de los dioses, la bendición que salvaba
dificultades y obstáculos, obró en la historia de la doncella engañada que
derrotaba a su amante. La fatiga amorosa y la paz que transcurre después de
toda fatiga amorosa, dirigía los movimientos pausados y suaves de la
bailarina. El collar de cascabeles se escuchaba como un adiós susurrado
levemente por encima de la música y la bella entre las bellas trazaba en el
aire las últimas formas de un cuerpo a semejanza de esculturas antiguas,
sagradas.
Sus manos, juntando las palmas y agradeciendo a su público, quedaron
en la memoria de Ferneli como el último gesto de todos los gestos que
festejaron sus ojos. Asegurando el cerebro, pegándose el bolso al cuerpo,
levantándose y arrastrando a Ferneli tras ella, Sara inició una carrera hacía el
único lugar seguro que conocía en la ciudad para abrir el paquete.
Aprovechaba el embeleso del público aplaudiendo con fervor casi histérico la
narración de la historia y el viaje hacia el tiempo en el que sucediera la
historia: en otra o en ninguna ciudad, con otra jerarquía imaginaria y sagrada,
con un sentido de la belleza que en la ciudad, por ser de nadie y de todos,
permanecía escondida y se hallaba excavando en la basura reinante.
Correr, detenerse y tropezar contra la espalda de Sara, fue el acto de un
par de cómicos huyendo precipitadamente del teatro. Apenas se coló un rayo
de luz por la hoja de madera y Ferneli remedó una estatua tras la estatua de
Sara congelada en suspenso, transpirando con su respiración agitada.
–No podemos salir –le dijo a Ferneli mientras la salva de aplausos
disminuía y la bailarina, concluyendo con sus venias, se retiraba del
escenario.
Entreabrir de nuevo la puerta, observar que el joven de las caricias se
acercaba a recibir a su público y descubrir al fondo al pequeño y a
Gwymplane disfrazados de policías, conversando con el portero, desdibujó en
el aire del teatro la gracia de la bella entre las bellas y la tregua momentánea
de una ciudad que para ellos retornaba a su ritmo.
Sara, haciendo de su abrigo una colcha, convirtiéndose en ostra que
protegía con sus valvas el bolso y el cerebro en el bolso, replegándose como
un cangrejo que sujetaba a Ferneli en sus pinzas, imitando a Chaney o
Laughton haciendo de jorobados y doblando sus piernas casi hasta
arrodillarse entre la marea del público, se devolvió al escenario mientras
divisaba a lo lejos, como un soldado de plomo, al figurín del muchacho que
aún albergaba la esperanza de intimar con Ferneli.
Las luces de la sala, aún tenues, eran escandalosas y el ojo avizor de
fantasmas y espectros siguiendo su rastro, podía caer sobre ellos. La ciudad
no era amable, sus habitantes parecían vírgenes ultrajadas o nerviosas cuando
alguien contradecía sus costumbres, y los ¡caray! y ¡carachas! que se
escuchaban al en reversa de Sara y Ferneli, les alteraba los nervios.
Ferneli confiaba en ella, guía salvadora, y la siguió hasta el ala lateral
del teatro. El aroma del incienso pasaba de ser una nube vaga y ligera,
espesándose como un perfume de iglesia reconcentrado en su altar. No había
más sillas, más espacio, sólo un muro que detenía sus pasos y los obligó a
girar, a marchar invertidos a la marcha invertida del cangrejo con la que
habían retrocedido, trepando al escenario, perdiéndose tras sus cortinas sin
abrigar ninguna certeza de la miopía del muchacho y sí todas las sospechas
de su obsesión amorosa, el drama del hombre invertido.
Siguiendo el rumor de voces que hablaban en indi, sánscrito o jerga, sin
distinguir su lenguaje o escuchar entre los silencios de su lenguaje el lenguaje
de alguien que hablara como Sara y Ferneli, se acercaron tanteando en la
oscuridad, en el reino privilegiado de una oscura trasescena, hasta el lugar de
reunión de los monjes y la diosa que habían oficiado la danza. Imitando el
saludo de la bella ciertamente más bella entre las bellas ahora que se
aproximaban a ella, juntaron las palmas de sus manos y se inclinaron con una
reverencia profunda y una sonrisa ligera que intentaba romper el hielo y
disminuir la sorpresa por su llegada de intrusos.
Visnu los acogía en su seno. Su rostro era amable y conmovía su
belleza. Los invitaba a quedarse entre sus hijos y su hermosa bienamada,
respondiendo a sus venias con gentileza y bondad. Recibirlos era un don y un
gesto que honraba su casa. Y la melancolía o la desgracia jamás entrarían en
ella. Aplacaría sus temores, serían protegidos. Siva, el creador que destruye,
nunca enturbiaría la paz de sus huéspedes ni lograría dañarlos. Visnu,
divinidad bondadosa, tenía por alma un palacio.
Aventurar un saludo en prácrito, sánscrito o jerga, hubiera ofendido tal
vez a Visnu y sus bondades. Las frases que en árabe conocía Ferneli por obra
y gracia de Sara, allí no tenían sentido. “Dame un beso mi amor” o “Al
ladrón se le caen sus manos” serían tan comprensibles como el murmullo que
antecedió a su llegada. Apelando al indi oficial, el inglés, con todas sus
consecuencias y su aparente factura de esperanto universal, Ferneli, con las
palmas de sus manos entibiándose hasta formar una sopa que empezaba a
derretirse aceitándole la piel, habló con su estilo de barriada, con su jerga a lo
John Fante:
–Hya, Fellas... Good dance...
Los hijos de Visnu se miraron extrañados, con la expresión vacía de
aquellos que escuchan un lenguaje incomprensible.
–It’s what I call a nice and beautiful dance...
Un silencio abismal por el que rodaban las nociones más elementales de
comunicación y entendimiento, empezó a distanciar a los monjes y la diosa
que atendía los sonidos como si Ferneli estuviera roncando delante de ellos.
–And I really lika’t... Uh ya...
Ni sánscrito ni prácrito. Jerga. Y nadie lograba entenderla a cabalidad
cuando el lenguaje y las palabras del lenguaje eran de uso rápido y
desechable, palabras agobiadas por la rapidez de la imagen en el mundo de
las imágenes, triunfando sobre alfabetos, lecturas y oficios que ya parecían
medievales. Más allá de las fórmulas comerciales y los cursos por
correspondencia, el nuevo esperanto estaba hecho a medida de secretarias,
ejecutivos o azafatas, y su elegancia se ajaba como otros lenguajes reducidos
al esqueleto más funcional, poco plástico y menos gracioso, vampirizados
Quevedo o Shakespeare. Y Fante, recreando esa jerga en sus relatos
conmovedores, sencillos y herniosos aunque enfermizos, aún mostraba un
lenguaje personal que en la calle o en los guetos raciales, alcanzaba más
riqueza que en el abecé del momento.
–Uh ya, lika’t...
Ferneli no olvidaba al portero intercambiando impresiones con los
fenómenos. La sopa ya era un pantano donde podría ahogarse un insecto del
tamaño de una mosca mediana. Su frente brillaba con el lustre de un
nerviosismo sin límite. La serenidad de los monjes y la diosa, intercambiando
miradas de auxilio entre ellos mismos, averiguando por el hombre justo y
sabio capaz de aliviar la angustia de aquel par de hermanos, contrastaba, con
algo de salvajismo, con la rapidez y la decisión que colocaran, a favor o en
contra, los dones o la maldición de un azar que los tenía en sus manos.
Pero Visnu, el Preservador, el Omnipotente, tan grande como Alá en su
mundo, no abandonaría a sus hijos. La diosa, percibiendo en la expresión de
Ferneli la ayuda que reclamaba, se acercó como la imagen de un sueño que
flotara por el aire. Sus pasos eran tan suaves como en la danza y les rogó con
un gesto que la siguieran. Avanzaron por los corredores de un teatro
silencioso donde alguien, en esos momentos, podía murmurar su sentencia
mientras el rumor de los monjes se reiniciaba alejándose tras ellos.
De nuevo el olor a incienso se espesaba en la atmósfera de los
camerinos. El reflejo de un elefante con su trompa levantada, doblándose en
un espejo y sosteniendo en su lomo las varas ardientes, distrajo a Ferneli un
instante. El ambiente de catacumba y la humedad de los sótanos del teatro, se
camuflaban en esa versión reducida de un templo en Orissa o Konark. La
única escultura viviente era la diosa, desplazándose de los roperos a las sillas
desde las que Sara y Ferneli compartían su reflejo con aquel símbolo de
buena fortuna o piedad (nota 36).
Desear un milagro y asistir a él siguiendo los movimientos de la diosa y
el prodigio de sus manos, duró menos –¡Oh! Alá. ¡Oh! Visnu– que un
parpadeo de la bella entre las bellas. Y su arte hizo de Sara una igual y a
Ferneli lo convirtió en un monje entre los monjes que luego, mientras salían
del teatro, formarían un anillo en cuyo centro estaría él construyendo el
mandala perfecto, el mandala del lama, la cuadratura del círculo donde sería
protegido.
En la frente de Sara destelló un lunar y su indumentaria hizo de ella una
ilusión múltiple: La diosa doblada por Sara, situada en frente suyo, y otra vez
doblada en el espejo donde Ferneli vio a Sara sonriendo, inclinándose y
besando suavemente, agradecida, la mejilla de su benefactora, de aquella que
conocía el sortilegio para escapar del laberinto.
Al interior del espejo sus dobles se desvanecieron, quedando allí,
solitario, el animal que se acompañaba a sí mismo desde el lado de allá y de
acá de la luna del vidrio. Posiblemente, los personajes del espejo y ellos
mismos, tuvieran la misma ruta y, tal vez, el mismo destino. Pero hasta ahora
lo sabrían, por lo menos Sara y Ferneli caminando tras la diosa por un teatro
real o imaginario para ambos.
La bella entre las bellas regresó al lugar donde los monjes formaban un
círculo. Interrumpiendo el concilio, la diosa les enseñó la metamorfosis de
Sara y Ferneli. Provenían de un mundo que no se reconocía, un mundo que
cedía su imagen al mundo de la bailarina y los monjes que aplaudieron,
celebrando la magia del artificio.
Buscando la puerta, atisbando por la Salida de Artistas, descubrieron
que el desorden de la ciudad y su vida impuntual, se colocaban por esta vez a
favor de Sara, Ferneli y la procesión de enviados celestiales. La diosa y sus
monjes se encontraban sin guía, sin curiosos que merodearan a su alrededor,
aliviados de un asedio periodístico que, en la mayoría de los casos, daba
como resultado la clase de textos plagados de errores que ampliaban la
supuesta cultura de un supuesto redactor cultural equivocado de profesión y
lugar.
El mandala avanzaba protegiendo a sus huéspedes, acercándose al bus
donde roncaba un chofer aburrido, rozando al ritmo de su barriga la parte
inferior del timón. Su rostro era una masa flácida en la que se abría un
orificio negro y redondo, del diámetro de un sombrero como el sombrero
donde cabía la cabeza del matón que había dejado el teatro. El ruido llenaba
la cabina, los oídos del chofer, incluso parte de la calle donde se apagaba el
golpeteo suave y pausado de la mano de la diosa en los vidrios de la puerta.
Saliendo del mandala, Ferneli rodeó el bus. Acercándose a la ventana donde
descansaba la cabeza del durmiente, chocó el vidrio con su puño y logró
conmover al lirón. Los rasgos se congelaron en su rostro abotagado cuando
vio, a través del vidrio y más allá de la bruma que le dejaba su sueño, aquel
remedo de monje en la calle de una ciudad donde su disfraz sería admirado
en fiestas de yoguis, de artistas en vías de desintoxicación, cuando no de
borrachos excéntricos. Recordó lentamente los motivos para que el hombre
santo y la procesión que veía tratando de entrar al bus, se encontraran como
los figurines de un álbum infantil sobre las razas del mundo, tiritando en
medio del frío, aguardando su bondad.
El mandala siguió en formación permitiendo la entrada de Sara seguida
por la diosa, los monjes y Ferneli que alcanzaba otra vez la puerta para subir
y escapar. Al exterior de la cuadratura del círculo, alejado del centro del loto,
era vulnerable y perdía la seguridad que le brindaban los monjes. Los veía
acomodarse al mismo tiempo que el chofer encendía el motor y aguardaba
unos instantes escuchando el ronroneo de la máquina antes de arrancar.
Evitaba que el hielo y el frío atascaran su máquina, cayendo sobre sus
engranajes así como caían sobre Ferneli en la forma de una mano diminuta
que tiraba de su manto. El pie que alzaba hacia el estribo del bus quedó
petrificado en el aire mientras escuchaba una voz chillona, casi tan repulsiva
e insignificante como aquella manita.
–Disculpe –le preguntaba alguien que de abrir mucho la boca rozaría el
piso con la barbilla–. ¿No ha visto a un caballero y una dama rondando por
aquí?
El olor a esencias rancias que despedía su cabello le resultaba familiar.
Mirando por encima de su hombro hacia el fondo del abismo de donde
provenía la voz, dejando que la miniatura observara solamente sus ojos
velados por la oscuridad, le respondió con una declaración de amor que hizo
del árabe –o de su árabe– un idioma exagerado, de música estridente,
resonando en sus oídos con una frase predilecta en otro lugar y otra situación.
–Dame un beso mi amor.
Era la segunda vez en la noche que observaba un gesto de extrañeza ante
una lengua intrincada y desconocida, capaz de agotar la vida de quien
intentara descifrarla.
–No entiendo.
–Dame un beso mi amor –repitió Ferneli tratando de llamar la atención
de Sara sobre el canijo.
–Ni le va a entender, agente –dijo una voz que no era ninguna de las
voces conocidas que murmullaban el indi. Girando su cabeza, Ferneli se
encontró con el rostro del chofer inclinándose hacia la puerta y tomándolo del
brazo para que subiera al bus–. Sólo se entienden entre ellos, sólo mascan
pasto y huelen a un dulce revenido y jecho capaz de marear al más burro de
todos los burros. Así que no le va a entender, agente. Los días que llevo
trasteando a estas lindas criaturas, los llevo, los traigo y los dejo, todo por
señas. Y su caballero y su dama, los vi pasar hace un rato bajando por esa
calle.
El enano no dijo nada, no replicó ni preguntó nada más. Se alejó por la
calle que señalara el chofer, balanceándose a pasos cortos bajo su quepis.
Cuando el hombre cerró la puerta, arrancó y encendió la radio en la que
se escuchaba la canción de una banda de asaltantes que se movilizaban en un
carro rojo, miró por el retrovisor a Ferneli, le guiñó un ojo y le dijo:
–Nunca voy a delatar a nadie a ningún sapo, a nadie que lleve uniforme
verde y me pueda disparar después de obtener lo que quiere.
Guiñó por segunda vez el ojo y repitió:
–Nunca... Así que vayan tranquilos, el caballero y la dama.
Y subiendo el volumen del radio, hundió el acelerador acompañando la
música con un golpeteo rítmico que hacía girar el timón como un carrusel en
sus manos.
No conducía. Levitaba y se abría paso en el aire por encima de los otros
autos. Las calles y su multitud emergiendo de la tumba, se sucedían entre sí
como manchas borrosas. Pero Visnu resguardaba a sus hijos, abrigándolos
con su manto. O eso esperaba Ferneli. A lo largo de un muro, antes de cruzar
la avenida y aprovechando la interrupción forzosa de la marcha llegando
hasta un semáforo, descubrió un mensaje apropiado para la compañía de
Mahatmas en la que se encontraba. Un dibujo recalcaba el comentario del
chofer, renegando de los culpables que contribuían a la inseguridad y la
incertidumbre ciudadanas, y su lema podía ser el mismo que acompañaba al
dibujo.
Ilusos, ingenuos o rezagos pacifistas de los años 60, la imagen y el lema
fueron como un sedante que relajó la tensión de la noche. El artista anónimo
y callejero que se empeñó en el dibujo, conversó con Ferneli un instante,
mostrándole otro matiz del lado oscuro que los había sentenciado. Y la razón
o el origen de aquella silueta en el muro, no interesaban mientras el consejo
fuera entendido a su modo por lectores desprevenidos o decoradores con
ánimos de darles nuevas funciones a objetos de uso único que podían ser
girados para transformar su sentido. En realidad, no era la cosa lo que
importaba sino el ojo que podía descubrir un nuevo aspecto en la cosa. Y la
ceguera, en la ciudad, abundaba por pereza o simplemente por falta de
imaginación.
Nota 37.
Un chispazo en el aire, un cambio de luces en el semáforo, y el chofer se
precipitó a lo largo de la avenida como un viejo kamikaze. Los Mahatmas,
apelando a su gran serenidad interior, apenas se percataban. Todo podía ser
un sueño y era un sueño el edificio de Ferneli al que se acercaba el bólido. No
quería mirar pero la luz de su estudio, como la noche anterior, brillaba
iluminando a sus dobles. Y allí estaban, aguardándolo, esperando que
descendiera del bus, agradeciera la bendición de la bella entre las bellas y la
gracia de los monjes que hicieron de una flor la última ofrenda para Sara y
Ferneli; observando –desde el interior del espejo– cómo juntaba por última
vez en la noche las palmas de sus manos y se inclinaba con el gesto
respetuoso y humilde de una venia bondadosa ante “amigos cuya ausencia
sería causa de melancolía”; despidiéndose con lágrimas y entrando al edificio
donde el portero dudó en abrirle, sorprendido con su disfraz y el de Sara,
ascendiendo al piso de su apartamento donde encontraría la inevitable y
segura tarjeta de los Laboratorios descansando sobre la alfombra que
acolchaba el umbral y que leerían luego de abrir el bolso y el paquete en el
que se encontraba la siguiente advertencia:

Tratamiento contra infección bacteriana. Indicaciones: Puede potenciar


depresores del sistema nervioso central y producir agranulocitosis fatal, estados
asmáticos, depresión respiratoria, angina de pecho, hipertrofia prostática.
Posología: No se han establecido dosis. Riéguese sobre las heridas, pústulas o en
toda clase de inflamación dolorosa según criterio. Contraindicaciones:
Hipersensibilidad a los ácidos. Precauciones: No ejecutar sin control previo del
paciente. No ingerir licor ni otra clase de componentes químicos que alteren el
sistema nervioso. En caso de ingestión provóquese vómito inmediatamente.
Protéjase de la luz. Consérvese bien tapado, temperatura ambiente, y manténgase
fuera del alcance de los niños.

Sin firma, sin destinatario, solamente una hoja en la que se prescribía la


aplicación de un remedio –o lo que fuera la solución– que se encontraba
acompañando en la caja a un cilindro de acero, una clase de pistola que se
amoldaba a la mano, ni pesada ni liviana, de fácil manejo.
Ferneli, acostumbrándose como un pistolero a las caricias de su arma,
descubrió, como una broma adherida al cañón, otra nota igual o tal vez más
elocuente que el catálogo de instrucciones: “Lean el Buzón Astrológico”.
–Aquí dice que leamos el Buzón Astrológico.
Sara, con su rostro floreciente por el lunar que colocara en él la bella
entre las bellas, escuchó a Ferneli mirándolo con aire distraído, descendiendo
de la estratosfera en la que flotaba tratando de organizar sus ideas, de amoldar
a su voluntad la voluntad a la que estaban siendo sometidos.
–También dice “Frágil. Trátese con cuidado y manténgase fuera del
alcance de los niños” –le advirtió con suavidad mientras desprendía de sus
manos el arma y la devolvía, junto con la solución, al estuche que la recibió
como a una doncella en su cojín de espuma.
Ferneli parecía en realidad un niño al que le hubieran arrebatado el
juguete de sus sueños o el juguete con el que empezaba a encariñarse. Y que
alguien viniera a quitárselo en el momento más emocionante, cuando apenas
lo estaba descubriendo, le resultaba, si no intolerable, por lo menos
fastidioso.
Había soportado a un gordo monumental con una nata de aliento capaz
de privar a un caballo y asistido –y padecido– a la frivolidad de sus fiestas;
había recorrido la ciudad de un extremo a otro sin ningún sentido o con el
sentido caprichoso de una banda de personajes deformes que lo habrían
masacrado con una sonrisa en sus rostros; por sus venas corrían las
hormonas, los estimulantes o las vitaminas que le habían inyectado,
confundiéndolo con un periodista o un doble entre todos los dobles que eran
su doble y veía disfrazados para su buena o mala suerte; una virgen loca o
una adolescente con pretensiones de ángel –ángel infernal o ángel llegado
más allá del infierno–, lo había engañado o él la había engañado a ella o
ambos habían sido engañados y ninguno de los dos lo sabía, y su nombre era
usado por Sara y ninguna de ellas se conocía entre sí; su teléfono se había
enloquecido y por él escuchaba mensajes siniestros o simplemente cifrados
que Sara reservaba celosamente para su propio sumario; un amasijo, una
criatura, un pedazo de pantano y el cilindro que el gordo guardaba como un
tesoro y consentía como a un hijo obediente, y la confabulación con un
policía muerto, alguien que podía llamarse Strasser o como le viniera en
gana, eran tal vez –o tal vez no– la razón del asunto; incluso el uso frecuente
de la disyuntiva o y el famoso modo adverbial tal vez o aquel verbo bautizado
desde siempre como en la escuela cuando se recitaba el pretérito-imperfecto-
del-modo-indicativo-primera-persona podía, que resultaban inevitables en
toda esa historia debido a la duda permanente en que se hallaba Ferneli, eran
todos motivos suficientes para que Sara lo incluyera por fin en sus planes o
en los planes a los que él se enfrentaba sin saber cómo ni por qué; para que
destejiera los hilos de un misterio en el que todos tenían su papel, menos él o
incluso hasta él, testigo presencial, cronista o simple observador que en
ocasiones padecía todo el rigor de una trama en la que todos parecían burlarse
–o apenas usarlo–, cuando él podía ser el verdadero creador de todo ese
asunto. Y no daría un sólo paso ni sería el cómplice ciego de Sara hasta que
ella le indicara las razones y motivos de un misterio que podía llegar a ser
ningún misterio, algo obvio, pero que lo involucraba en el peor de los
Archivos del Crimen, desconociendo también por qué tenían que leer los
capítulos de un folletín hecho realidad para algunos como era el Buzón
Astrológico. Además, si todas aquellas razones no eran válidas,
descerebradas, sin razón, ni siquiera tenía que echarle un vistazo a la tarjeta
de los Laboratorios para conocer su mensaje y empezar a comprender parte
de su trama o de la trama de quien fuera: “En ocasiones, no se trata de
develar el misterio. Simplemente se trata de conocerlo o evidenciarlo. ¿No
recuerda ‘El hampa ya no está aislada, está en todas partes, es nuestro mundo
cotidiano’ o ‘El simpático detective no siempre resuelve el misterio. A veces
no hay misterio; otras, ni siquiera hay detective’?” (nota 38). Él lo hubiera
podido escribir, así como hubiera podido escribir la respuesta de Sara,
asombrada, escuchándolo.
No había misterio, ni siquiera detective. Simplemente un sueño dentro
de un sueño, un reflejo imaginario de una realidad patética, una vía de escape
que Ferneli recorría en sus dos sentidos, con tiquete de ida y vuelta a las
crónicas diarias que amoldaba a sus símbolos personales que utilizaba a
modo de guiños con su lector. Y ante la forma desparpajada y escueta como
un reportero podía escribir sus noticias sin preocuparse por bellezas o
refinamientos literarios, el viaje de Ferneli tal vez no tenía ningún peso. Aun
así, era su explicación y su modo de observar, a través de un catalejo que
aproximaba o distanciaba a los personajes, esa misma realidad filtrada por el
telón de un sueño. Una pobre ventaja ante aquellos que padecían ese mundo,
sin aderezos ni laberintos, como el reino de un monstruo creado por razones
enfermas, agobiándolos sin piedad.
Strasser, Greenstreet o Carmela, supuso Ferneli que le habría respondido
Sara en esa misma habitación o dejando caer sus palabras sobre una página,
eran los comodines utilizados para develar el misterio o simplemente
evidenciarlo. Podían ser cualquiera y de hecho lo eran. Reaparecían día tras
día en la pantalla de un televisor ante el cual su espectador renegaba
perdiendo con justa razón toda confianza en un poder que rebajaba de
categoría la dignidad clandestina del hampa. Ministros o generales que nunca
eran la excepción a la regla, estaban allí representados en el monumento
adiposo de un gordo y en la castrense virilidad de un personaje arrogante,
muriendo a manos de una conquista pasajera y lumpen, un patricio –con toda
la ambigüedad que en la época representaba el viejo y desprestigiado vocablo
latino– que podía delatar en cualquier momento al gordo, siendo entonces
desplazado por alguien que rebasara su falta de lealtad a sí mismo y
permitiera, con ceguera o miopía apenas disimuladas, toda clase de
transacciones oscuras y camufladas en ciudades industriosas dignas de sus
productos. Literalmente, carne de cañón. Y los diarios registrarían su deceso
como causa de una muerte natural mientras un doncel asesino se regocijaba
con el pago prometido por el gordo o por otro cualquiera. También podría ser
más dramático, algo así como un muchachito invitado a la casa del solitario
por el mismo solitario recogiéndolo en su auto, para después recubrir la
anécdota de un asesinato pasional como un simple robo o un simple infarto.
Pero así estábamos... Y Carmela... Un truco para distraer la atención del
lector presentándole en el juego una ficha equívoca, ambigua, el anzuelo que
atraía a Ferneli vislumbrando la ciudad a lo largo de sus viajes, siendo la
Carmela real y efectiva una Sara disfrazada tras un seudónimo que confundía
aún más al lector –y en un momento a Ferneli– por su aparente coincidencia
cuando no era más que la intrusión de Sara en el mundo de Strasser ganando
su simpatía y sus favores, atendiendo los movimientos de un monstruo que ya
bordeaba el mar de un país, escondido en el lugar señalado por el
reblandecido mayor. La Carmela ficticia, la Carmela que no se llamaba
Carmela ni se llamaba de ningún modo por ser también ella cualquier
Carmela o cualquier muchacha que podía marcar, como una masajista
guiándose por el directorio, su número de teléfono o cualquier otro y
engatusar a Ferneli, era el espejo donde él veía otra forma de violencia,
solitaria y nocturna, dotando a la ciudad de su personalidad y su estilo.
Strasser, Greenstreet –con el perdón del verdadero y querido Sydney
Greenstreet– y el cilindro con las inscripciones que resguardaban al
monstruo, eran entonces Padre, Hijo y Espíritu Santo de una trinidad maligna
que tenía en la criatura el resultado de una maquinación y un trabajo
violentos, simbolizados en ella, presentada por Sara como un personaje, ya se
había dicho, de cómic, y luego como un emblema de un estado maltrecho de
las cosas. Las voces enronquecidas, misteriosas, el fantasma, el matón del
teatro o como quisiera llamarlo Ferneli, pertenecían a los rostros invisibles de
personajes invisibles sin características definidas o con la característica de
confabularse contra la criatura. Y podían ser una multitud, el país, las
víctimas o los mortales que apenas eran capaces de tolerar otro ataque. Su
dimensión de personajes sin rostro era preferible para abarcar, de forma tal
vez amplia, diversa y sutil, el concepto de patria o el concepto de lo que
podía ser una patria asaltada y espantada con sus propios terrores. No se
presentaban ni se colocaban en evidencia, temiendo además la clase de
persecuciones que comandaban los dueños de un poder como Strasser o
Greenstreet. Y Palau, el señor Ignacio Palau, era entre aquellos rostros el
rostro visible. Jugaba con Greenstreet y Strasser un juego de equívocos. No
sembraba el miedo describiendo el miedo. Evitaba que el miedo fuera
desprevenido o ingenuo para un lector que podía ver, de forma sesgada o
cobarde, el terror de la ciudad. Y su juicio maduraba el juicio de un
parroquiano que condenara con dosis en bruto de ira o resentimiento, el
malestar que vivía.
El juego de Sara había sido entonces el mismo al que asistiera Ferneli
compartiendo de forma equilibrada el lado de allá y de acá del espejo,
atravesando el umbral de su máquina y compartiendo con ella no solamente
una ficción o las dificultades de una ficción, construida y reconstruida
visceralmente mientras los aspectos de una realidad la invadían
transformando su curso. ¿Y él, Ferneli, caballero de Sara que encontraba en
su dama la salvación a ese caos? Había comprendido su papel de cronista, de
escribano y testigo, y era suficiente y lo conmovía. Antes de proseguir
recordó que nunca o rara vez, una trama policíaca o pretendidamente
policíaca, se explicaba en el transcurso de un capítulo intermedio. Pero la
fórmula se había renovado y Ferneli con ella, y la nobleza del género
obligaba a su autor a todas las bondades y a la justicia en el juego con su
lector. Entonces continuó.

***

Moviéronse entre las cuatro luces; entre los cuatro niveles de estrellas. El mundo
no estaba iluminado. No había día, no había noche, no había luna. Ellos
percibieron entonces que llegaría el amanecer; el amanecer llegó.
Libros de Chilam Balam
Mi amigo, mi niño, mi niño precioso, aquel por quien todo vive, ¿acaso
tendré que irme, que regresar otra vez, que regresar a la tierra y al sufrimiento
en la tierra? ¿Cómo en el canto esperar que sólo tú me destruyas cuando yo
he de morir? Tu corazón es un libro, un dibujo, un canto precioso con
templos, con aves que enroscan sus plumas, con rayos de sol y de luna, un
libro que cuenta y que es mi designio, que anuncia y que narra el que es mi
designio. Y allí ya me veo, ya entiendo, ya avanzo otra vez, buscando la
guerra florida, la víctima o el amigo de la guerra florida, el nuevo guerrero
que caiga a la tierra y muera en la tierra cuando el puñal, en mi mano, gire en
su pecho y arranque el corazón de su pecho: Su muerte florida, su muerte en
la tierra, su muerte narrada en tu canto precioso... Y ya avanzo, ya voy, ya me
acerco... Tú lo has narrado, tú lo has contado, tú lo has dicho, como ahora,
como en el canto, “que aún por breve tiempo te dé yo placer”. Y que en mi
muerte, como en el canto, broten las flores, y broten en mi tiempo y sean las
doradas flores de mil pétalos... Que mi muerte sea un don, una ofrenda, que
de nuevo la sangre haga volar al sol y que mi sangre o la sangre de la víctima
o del amigo de la guerra florida, inunde de luz el sitio donde yo muera, que
sea para ti, mi amigo, mi niño, aquel por quien todo vive, el lugar donde
broten de la destrucción las flores.

***

Querida Marchita:
Cosmología es Magia, es Ley y Sabiduría. Por ella nos regimos y nos dirigimos
hacia nuestros seres queridos, amigos o enemigos. Es Magia y es Ritmo y su Ritmo
nos afecta y nos mueve o nos conmueve, y es debido a él que somos o no, tú bien
lo has dicho. Pero reflexiona y atiende, orienta tu vida: ¿Qué son para ti, qué
desearías y cómo las ves, la Felicidad o la Dicha? Cosmología es Universo y
Universo de Universos todo Universo se guía por ella. Y sus reglas, olvidarlas,
pueden causar sufrimiento, dolor, inalcanzables quimeras. Así que atiende, medita
y reflexiona antes de responderte a ti misma. Tu orientación es precisa y me
despido de ti como citaba un colega: “La siembra es libre pero la cosecha será
obligatoria” (nota 39).
Vomitar hubiera sido elocuente. Rasgar la carta del último de los
Buzones Astrológicos y hacer del folletín un rompecabezas que se hundiera
en la constelación del inodoro, girando en las cañerías, perdiéndose entre
otras estrellas por siempre jamás, no pasaría de ser un acto simbólico,
personal e inútil, cuando una multitud de lectores veía allí sus problemas
supuestamente resueltos, lloraba en público con seudónimos no menos
lacrimosos o interpretaba sus dramas o los dramas de una vida hechos a la
medida de quienes los padecían con dolor auténtico, pasión profunda y
plácido llanto. Además, Sara y Ferneli aguardaban, en una próxima entrega,
la frase o el guiño que en uno de tales Buzones decidiría sus destinos.
Saldrían en un viaje, no precisamente de placer, hacia el lugar donde se
encontraba la Bestia, la criatura, el embrión gordo y desarrollado del gordo
que dejara a su paso un rastro desolado y lúgubre. Acorralada ante el mar,
perseguida por una legión de reporteros –fantasiosos, justos o simplemente
chiflados y escandalosos– y por los rumores de una opinión pública que ya la
había sentenciado, imaginándola en algún lugar del país por los estragos que
siempre la acompañaban, sólo se tenía de ella un perfil incierto y difuso que
la describía como “un mal público”, una calamidad, un desastre nacional,
encajándole la clase de rótulos que explicaban de algún modo las tragedias
permanentes e imperturbables que asolaban a una nación. No era una criatura
como Cthulhu, como un primordial o un monstruo hundido y dormido en el
mar del tiempo, pero Ferneli, recordando esa clase de engendros, elaboró su
propia versión, al estilo de las masas repugnantes y babosas que
empantanaban los relatos de escritores venerados como artistas de lo
escalofriante. El suyo era así un espectro entre los espectros y no era una
aparición exclusiva de sus pesadillas: sus visiones hacían parte de un horror
colectivo, tolerado con la dificultad o la resignación de alguien condenado a
un vicio; un horror que asaltaba a una comunidad estafada en su buena fe por
una violencia sin límite. Y la escritura –exorcismo, conjuro o terapia–,
permitía aniquilar a los peores demonios o, por lo menos, colocarlos en su
sitio, aunque fuera en el mundo imaginario y real de los libros.
Así que la siembra era libre pero la cosecha obligatoria. La frase
resplandecía con el brillo de una máxima, destellando para Sara en la
columna que del drama hacía melodrama y comunicaba en secreto –a sus
interesados, a sus interesadas–, soluciones, consejos, respuestas, aliviando la
tristeza de almas solitarias, en pena, camufladas tras un seudónimo anónimo.
Y Sara, atendiendo la bondad y la prosa, la extrema sabiduría del gurú o la
gurú, de la matrona o la sicofanta psiquiatra, releía el proverbio intentando
capturar su sentido, la profunda reflexión que intentaba ser un aliento, un
estímulo, una compañía para esa agostada marchita.
No había misterio, ni siquiera detective, se repetía Ferneli mientras Sara
hojeaba el diario, siguiendo instrucciones previas. La entrega secreta del
mensaje en clave había seguido a la entrega del arma en la noche. Eficiencia
en una entrega inmediata que llevó a Sara de aquel Buzón Astrológico a
buscar y encontrar en el diario el siguiente mensaje:

Anunciador 11-02. Acabe con su soledad. La doncella arábiga agradece al


Espíritu Santo los favores recibidos y avisa que atenderá a sus amistades en el Club
de Masajes 21 de Noviembre. Hasta hoy en la noche. Viaje al Caribe.

Ferneli regresó al suspenso cuando vio a Sara leer el clasificado, repasar


la miscelánea de plegarias, agradecimientos y oficios varios (Al Divino Niño,
GRACIAS; a Santa Clara, GRACIAS; a la Madre Bernarda Engracia,
GRACIAS; a tu Eva de Fantasía siempre le darás las GRACIAS), recorriendo
con ojo avizor las miserias y apuros cotidianos de una ciudad representada en
la letra menuda de los diarios, tomando el teléfono –el aparato, el cordón
umbilical capaz de enturbiar cualquier paz, de captar las ondas oscuras de una
voz de ultratumba–, preguntando por Santiago, en su casa, no en el
restaurante, cerrado a esa hora.
–¿También él? –preguntó a Sara con un aliento tan frío y gélido como el
de esa mañana.
Suspendiendo una mano en el aire, indicándole a Ferneli que aguardara
un instante mientras hablaba al teléfono y le decía a Santiago cuándo, dónde
y por qué, despidiéndose de él con un beso, fue la respuesta que obtuvo al
último interrogante que lo podía asombrar cuando la luz del misterio se
empezaba a extinguir, tal vez, por qué no, a la sombra de su explicación.
–Santiago y el dueño del restaurante y el restaurante y el mendigo y el
predicador –los primeros, no su doble monstruoso, no el engendro de
anoche–, y tal vez Carmela o Sara o Ferneli, todos –dijo apagando su voz en
los labios de Ferneli–, todos ellos –mirando al fondo en sus ojos–, están en
esto –acariciando su pelo, besándolo, recorriendo con las manos su rostro–,
como sea –recostando su cabeza–, de cualquier forma –mordiéndolo en el
cuello como un enternecido vampiro–, así... –dejándolo sin aliento.

***

El resto de la mañana empacaron reponiéndose del juego, del simulacro


de ataque en el que fueron dos caballos asmáticos, corriendo y recorriendo
sus predios, mordiéndose suavemente, dejándose avasallar, tratando de
vencer al otro en una batalla dulce que no dejó vencedores, sólo el cansancio
de una placidez colmada, una tregua a la que cada animal cedió extenuado,
lamiendo las heridas del otro, aliviando el rigor de la lucha.
Ferneli, entusiasmado con la perspectiva de abandonar la ciudad, de ser
el espía que dejaba el frío, los vientos escarchados que oscurecían sus
ventanas en una sucesión interminable de madrugadas grises, padeció la
metamorfosis de un animal urbano en un turista de ciudad. Hizo del viaje otro
juego rellenando las maletas con el vestuario excesivo y la montaña de
objetos inútiles que hablaban por sí solos de una fraternidad de cómicos,
jorobándose y tambaleando en los aeropuertos por el peso de un equipaje
abultado, en exceso abullonado, casi ridículo. Sara, encargada de la parte
logística, dejó que Ferneli hiciera su voluntad, deshaciéndola después ella.
Redujo el volumen de las previsiones y las provisiones de Ferneli –
imaginando una temporada de placer larga y prolongada al lado del mar–, a
su justa dimensión, dimensión de Lilliput, dimensión de fácil manejo para
evitar toda clase de tropiezos. El único implemento que permitió en su disfraz
de turista, fue la cámara que empezó a funcionar con el retrato de Sara
duchándose poco antes de que llegara Santiago: Sara en la ducha, Sara
saltando fuera de la ducha, Sara inclinada secando su pelo, frotando su pelo,
peinando como un monumento su pelo; Sara y un repertorio de Sara
registrado en la cinta de interminable película que Ferneli pintaba con la
figura de Sara (nota 40).
Cuando escucharon el gruñido del citófono anunciando un envío del
restaurante, estaban dispuestos a salir cuanto antes. Ferneli cambiaba el rollo
a la cámara, el arma se entibiaba en algún lugar del equipaje, Sara fumaba
saboreando lentamente el tabaco, exhalando el humo al ritmo pausado de
alguien que aguarda con tranquilidad, y la luz del mediodía se espesaba en
los primeros minutos de otra tarde en la que empezaba a caer una llovizna
fina picoteando suavemente en los vidrios.
Sara reaccionó con calma al sonido del timbre. Se acercó a la puerta, la
abrió, saludó a Santiago y lo invitó a seguir, recibiendo de sus manos las
cajas en las que enviaban los pedidos a domicilio y una edición del primer
periódico vespertino.
–¿Es todo? –preguntó Santiago cuando apenas entraba, saludando a
Ferneli desde el umbral, para quedar sepultado otra vez en sombras cuando la
luz del exterior quedó tras la puerta.
Sara entró en la cocina, abrió una de las cajas que despidió mágicamente
un aroma a tomates macerados sobre un nudo de espaguetis, y revisó un
paquete que se encontraba bajo el papel de aluminio que protegía la comida,
un paquete envuelto en plástico, con dos tiquetes de avión señalados para un
par de horas más tarde. En el fondo de la otra caja encontró una cantidad de
dinero suficiente para un detective de regular calidad –“Honorarios más
gastos” diría Ferneli siguiendo la fórmula clásica– y una tarjeta adherida a su
parte superior, sin firma, en la que alguien se despedía saludándolos: “Buena
Suerte, Espíritu Santo. La Bestia está por dormir”. El trazo alargado de una
caligrafía gótica, formando un bosque de tinta, ahusado y espeso como los
bosques de miedo de un cuento infantil, terminaba en un par de moscas
volando una sobre otra y al frente de las últimas palabras que anunciaban al
supuesto remitente: “Una cortesía: Club de Masajes 21 de Noviembre”.
–¿Y el periódico? –preguntó Sara.
Santiago lo extendió desplegando la primera página. El titular
anunciaba, con letras de un rojo espectacular, al lado de la bomba carnal de
una modelo barata –“Mi único vicio: el sexo”–, la mejoría de Palau y sus
primeras declaraciones después del atentado, según las palabras y la no
menos pobre imaginación del reportero o de algún oscuro jefe de redacción:
“Me recupero y me voy. Ignacio Palau afirma que aquí está todo perdido.
Decide marcharse a Europa”.
–Bien –dijo Sara después de leer el diario y tirarlo a la caneca–. Gracias,
Santiago.
–Como siempre, señora Sara –respondió el hombre acercándose a la
puerta y agarrándose de ella antes de abrirla y luego de soportar la calidez de
un beso con el que Sara se despedía sin tener certeza alguna sobre su suerte o
la suerte de un amigo al que no sabía, como muchos otros amigos de
entonces, cuándo o cómo lo volvería a ver.
–Ciao, Santiago. Y gracias.
–Ciao, señora Sara –respondió Santiago con voz entrecortada–. Ciao,
señor Ferneli.
–Ciao –respondió una voz desde el fondo de la sala, comprendiendo que
las mejores despedidas siempre eran las más breves.
El silencio que siguió al rumor con el que Santiago cerró la puerta,
precipitó a Ferneli en una melancolía sin fondo, enorme, donde cabía
holgadamente y aún sobraba espacio para Sara y otros amigos. Una
melancolía que lo obligó a mirar su apartamento, la biblioteca, la mesa donde
reposaba su máquina de escribir, la ciudad, como si le doliera el título de un
libro que le había dejado una sensación no menos melancólica y triste, “sobre
un mundo a punto de desvanecerse”: Adiós a todo eso (nota 41). Recordaba
su trama de forma vaga y borrosa, un recuerdo difuso sobre un libro de
memorias –lo que no dejaba de parecerle irónico–, escrito por un autor que
declaraba sentirse feliz al considerar que no le había ocurrido nada que
pudiera ser de interés autobiográfico. Doble ironía... Pero allí estaba ese
título, entrando en la memoria de Ferneli como un lema que le permitía
explicarse ese momento, mientras abrazaba en silencio a Sara, viendo cómo
un personaje que le había resultado querido se marchaba tal vez para siempre
y sólo lo tendría a su lado otra vez, como a muchos otros personajes –
literarios o no– que vivían sin ajarse, en el tiempo o en la memoria, gracias a
oficios como la relectura o la remembranza memoriosa de textos entrañables
entre muchos otros textos no menos memorables.
Ahora sólo importaba el viaje, el destino y final de su propia aventura,
desvanecer todo rastro y toda pista sobre su rastro, sin pensar más en
Greenstreet, Strasser y sus queridos compinches, esfumándose, como
pensaban hacerlo, en el aire de un vuelo que los llevaría lejos de la ciudad,
hacia otros ámbitos y otras voces.
Sara fumó como nunca –o como siempre–, una interminable cadena de
teas que se encendían y morían en sus dedos, lanzando al aire figuras
aculebradas, aros de humo que ensartaba con aros más pequeños hasta
disolverse en una nube que ascendía hacia el techo; corazones y espirales que
fueron la entretención de Ferneli entre página y página de cualquier libro para
distraer el tiempo, respirando la atmósfera de una extraña tranquilidad
hogareña, como si el tiempo se hubiera atascado mientras esperaban la hora
de salida. Incluso podrían recordar, con la nostalgia de un primer encuentro,
cómo se habían conocido –una noche en la que Ferneli habló sin permitirse
siquiera tomar aliento, intoxicándose con un cargamento de café negro que
debió partir con un tenedor y que lo mantuvo despierto, sin parpadear,
enronqueciendo al ritmo de los cigarrillos encendidos por Sara, hasta
deslumbrarse como un vampiro atrapado en las garras de un amor verdadero
y auténtico, a la luz de un amanecer en el que moría dulcemente, quedando
atrás para Ferneli su vida de Nosferatu, pasando a ser desde entonces el
caballero que con su dama siempre vivía sus mejores tiempos.
Sara llamó por teléfono y un taxi los recogió cuando la luz de la tarde,
suspendida tras la lluvia, se empezaba a confundir con una oscuridad que de
nuevo albergaría las intenciones ambiguas de miradas torvas, el recelo de
transeúntes con los nervios alterados, la entrada una vez más en un nuevo
carnaval de la ciudad festejando sus propias tinieblas.
De nuevo Ferneli, hundiéndose temeroso en el asiento, buscando el
abrigo de Sara, veía pasar las calles de aquel ámbito paulatinamente lúgubre,
donde empezaban a girar en sus primeros vuelos toda clase de pájaros,
escapando de sus madrigueras los miembros de una hermandad trastornada y
nocturna, deambulando en un desfile de máscaras los rostros desapacibles y
ajusticiados por el ritmo de sus propias vidas. “Te vas a matar bebiendo así”,
le dijo ella. “No vine a durar sino a vivir”, le respondió él.
Y Ferneli, al abrigo de Sara, se creía afortunado al poder escapar de allí,
de la gelidez perpetua que encerraban sus montañas, de su soplo invernal,
sometiendo a sus habitantes –o a muchos de sus habitantes–, a una
imaginación que se resignaba a suponer lo que había tras el muro de la
cordillera.
De cierta manera, Ferneli estaba agradecido con Sara, con su historia,
con el relato que había enriquecido su visión de la ciudad eternamente
resplandeciente bajo la lluvia. Y siempre, claro está, la llevaría consigo. Pero
ahora, cuando llegaban al aeropuerto en medio de un crepúsculo que parecía
el umbral hacia otro destino, hacia otra clase de mundo tal vez con los
mismos monstruos –de hecho con los mismos monstruos–, se repitió a sí
mismo, con innegable placer pero también con el cariño y la tortuosa tristeza
de un amor difícil y escasamente correspondido, el título de aquel libro que
renacía en su memoria de forma sospechosamente coincidencia: Adiós a todo
eso (nota 42).
Archivo del Crimen

Con la sombra del eclipse esfumándose del sol, los hedores de la peste
empezaron a entibiarse y sus muertos, transportados por los deudos,
desfilaron en una procesión que parecía interminable por las calles del país.
Emisarios del gobierno, tratando de encontrar la ayuda necesaria para
restaurar en la república el orden perdido y aliviar la desolación de la
tragedia, aceptaron los trueques más descabellados y las condiciones más
ventajosas consignadas en contratos pergeñados para beneficio de sus
autores. Palabras como territorialidad con su música larga y farragosa o
soberanía, fueron manoseadas en los escritorios y desvirtuadas en los hechos
que demostraban las intenciones reales de los documentos, algunos de ellos
estudiados en pomposas y grandilocuentes reuniones presidenciales en las
que se hablaba de una buena voluntad dudosa.
Al interior del país, las viudas y los hijos de las viudas, los amigos
investidos de un luto que lograba impregnarlo todo, los soldados que en las
noches eran espantados por sus propios recuerdos, los dolientes de fantasmas
que tenían como único consuelo reaparecer noche tras noche con su cuerpo
translúcido a ajustar ya inútilmente las cuentas con sus asesinos, prolongaron
la ilusión del eclipse al ser ellos mismos sombras entre las sombras agobiadas
por el peso de los ataúdes.
El millar de funerales y la extravagante cantidad de entierros oficiados
por los ministros del miedo, trastornó las memorias más prodigiosas,
impotentes ante un fenómeno que rebasaba todos los cálculos, siempre
aproximados, sobre la real y estrambótica dimensión de la tragedia.
Una contabilidad macabra de hechos y sucesos, de cifras y censos, de
recuentos que resultaban ser nada ante un horror que destruía sin compasión
los rescoldos del alma de sus víctimas, pasó a integrar y a incrementar los
archivos más que extensos de un crimen inabarcable y hereditario como una
tara genética en la historia del país.
Un diario publicó, hacia el final de uno de los años del eclipse, la
estadística de la barbarie en los días transcurridos por aquel entonces: 365
días de muertos oficiales o muertos relegados a las listas de las fosas
comunes, muertos sepultados con o sin honras fúnebres, muertos memorables
o simplemente muertos olvidados bajo la incógnita y el misterio de ser
muertos desconocidos entre los muertos. Un conteo exhaustivo que jamás se
agotaría o que apenas agotaba el tema.
Luego de aclarar los juegos retóricos con los que el gobierno intentaba
explicar la situación, el autor de la columna sentenciaba a su lector,
concluyendo de forma salomónica, ácida y mordaz, con un comentario que
explicaba la tragedia y la forma como esta se asumía a lo largo y ancho del
país –del país que se consideraba el país oficial, vislumbrándose a través de
su ignorancia la existencia de un país secreto o remoto del que nadie, o muy
pocos, tenían noticia hasta el momento–. Al registro de las fechas, los lugares
y los muertos, agregaba el periodista: No sé qué lecciones se puedan sacar de
todo esto. Tal vez alguna lección de geografía (nota 43).
O tal vez, para algunos lectores, ninguna lección. Pero la sombra que
empezó a desvanecerse lentamente sobre un país ruinoso, aún permanecía en
sus habitantes y en los muertos que seguían acompañando a sus dolientes. Y
nadie, nunca, podría negar que aquella había sido otra generación entre las
generaciones que estarían condenadas en la historia a vivir bajo el estigma de
la muerte.
V (nota 44)

–Cuando un negro compra un vestido, se daña el vestido y se daña el negro.


La voz del taxista alcanzó a Ferneli con la ira de un racismo que no
apaciguaba la brisa del mar ni el paisaje que se vislumbraba a través de la
ventana, promocionado por las agencias de turismo como alivio para las
presiones cardíacas de animales citadinos agobiados por los climas gélidos de
las montañas y la falta de color –o de alegría– de tales lugares. Un racismo
que permanecía velado por los hombres de buena voluntad y peor criterio, de
la clase: “No se permiten animales ni mendigos en la vía. Por favor, no los
alimente”.
Y esa noche, las palabras del taxista llegaban hasta Ferneli como
sentencias a muerte de un personaje que no soportaba –mucho menos
toleraba–, compartir su aire con los que podrían ser los verdaderos dueños de
la ciudad a cambio de la cual Ferneli había dejado atrás a su ciudad.
Las náuseas del viaje, el temor pánico que experimentara en el
aeropuerto al cruzar por un detector de metales que seguramente explotaría
con el arma transportada por Sara –aunque un rinoceronte con cuerno de
plata hubiera pastado, dormido una siesta, retozado y paseado orgulloso ante
los guardias sorprendidos que no comprenderían el prodigio y le pedirían
excusas al dueño del animal o al mismo animal si llegara a dispararse la
alarma de una máquina obsoleta en ese instante–, y el malestar que le causara
la visión, casi la alucinación, de un Palau supuesto como los otros Palau,
copiando en el avión su rostro en el rostro de otro pasajero que podía ser él
mismo, exprimieron las últimas energías de Ferneli como hubieran podido
exprimir la paciencia y el buen genio de un parroquiano apacible sometido en
un bar a la tiranía de un borracho.
El taxista no cejaba en su empeño de considerarse la excepción a la regla
de una humanidad mediocre, reducida a un compendio de vicios y virtudes
opacadas por los vicios.
–No hay salud porque no hay trabajo y no hay trabajo porque no hay
poder capaz de obligar a esta gente a que trabaje.
Pronunciaba “gente” como algo extraño y ajeno, situado en los
extramuros de su amarga ironía con el tipo de universo que no lo merecía.
–Vivir para la diversión y el juego o para el juego y la diversión o para
el juego y el juego. ¿Me creerían si les digo que conozco esta ciudad como
nadie y como nadie quisiera abandonarla?
Un verbo prodigioso capaz de marear a cualquiera. Ferneli se adelantó
hasta rozar la cabeza del taxista, evitando vomitar. Conteniendo las arcadas
que enviaban a su boca un zumo agridulce, soplándole al oído el aliento de
los muertos, escupiéndole en el cuello el vaho –o la vaharada espesa y tibia–
de palabras que sonaron con una entonación pastosa, le juró que no vomitaría
en el vehículo si él cerraba el grifo de su boca y seguían en silencio.
Alcanzando un pañuelo, el hombre lo pasó por el rocío que dejara en su
piel la profunda exhalación de Ferneli. Pero nada era posible ante la ira de un
taxista. Al llegar frente al hotel, los atracos legendarios de un gremio que
tenía en sus manos a sus víctimas en el papel de clientes, se hicieron realidad
sin concesiones por ninguna clase de enfermedad, ni siquiera por la clase de
belleza única, también legendaria, que tocaba a Sara.
Ayudando a Ferneli a salir del auto, vigilando las maletas que el taxista
arrojaba del baúl y aguantando el precio, nunca la bondad, de un vástago de
Midas que terminaría persiguiendo los billetes que soplaba la brisa por la
calle, Sara despidió a otro personaje entre los personajes indeseados y
conocidos por ella y por Ferneli.
El hotel era un caserón medianamente clandestino ubicado en una calle
clandestina y angosta como muchas otras calles de la ciudad. Construidas
como una sucesión interminable de corredores entrecruzados a modo de
laberinto, entre sus muros se daba un juego permanente que mostraba el
transcurso de los días y seguía el transcurso de la luz y la sombra de los días,
variando en geometrías, perspectivas y contrastes donde se encontraban los
pozos de sombra con el trazo incandescente de una luz que al mediodía
calentaba el pavimento.
Ferneli, recostado en una silla, observaba el alto monumento que era
Sara acodada en la recepción, colocando en el registro su nombre, dirección y
profesión ficticios. Deslizaba suavemente la pluma en el papel y la muchacha
que los atendía, con una esmerada sonrisa, esperaba sosteniendo una llave
entre sus manos.
Un par de fugitivos en trance de esconderse o un matrimonio
acomodado en parajes invernales o europeos, atacados por la fiebre tifoidea
en el sopor del trópico, tendrían tal vez un aspecto más saludable o menos
lastimoso que Sara arrastrando a Ferneli hecho un muñeco.
Cerrar la puerta de la habitación a la que llegaron después de una
esforzada travesía, idolatrar el chorro generoso de una ducha que aliviaba las
penas y pesares de cualquier viaje, y caer sobre una cama dejando que el
cuerpo se amoldara a su cansancio, fue un ritual oficiado por Ferneli con el
rostro recubierto de un color indefinido, entre verdoso y violeta, un color que
se fue desvaneciendo de su piel mientras entraba en otra clase de sopor, sopor
más amable, sopor acogedor, el sopor del sueño.

***

El ventilador giraba en el techo como un aparato hipnótico. Acogedor o


apacible, el lugar le brindaba a Ferneli una seguridad que ya parecía perdida.
Escuchar el trote de los caballos arrastrando las carrozas que paseaban por la
ciudad, le resultaba extraño, como un viaje en el tiempo hacia un pasado que
descansaba en la memoria por las crónicas de historiadores que excitaban –o
dopaban– la imaginación de sus lectores. El silencio de una noche que
avanzaba más allá de la hora oficial de los vampiros, de un par de agujas
fosforescentes, con sus brazos levantados, marcando la medianoche al lado
de la cama de Ferneli, embalsamó los nervios alterados que limaba una
ciudad donde Sara, Greenstreet o Strasser fueron los fantasmas preferidos de
su historia.
“No me esperes”. El rastro conocido y reconocido por Ferneli de puño y
letra de Sara, descansaba como siempre en algún lugar del cuarto. Una nota
apoyada tal vez contra la cámara que podía tener o no las fotografías de Sara
tomadas en su apartamento, contra algún libro empacado para los momentos
de tedio o espera –ambos términos sinónimos–, contra una grabadora jamás
vista o que apenas recordaba en su maleta.
Jugó al marqués de apariencia flotante y translúcida mientras caminaba
por el hotel, por una de las tantas casonas de aquella ciudad antigua, de
marqueses pero también de piratas y aparecidos y leyendas propiciadas por el
ocio de sus habitantes y su historia, convirtiéndolas en un feudo de lo
imaginario que apenas permitía vislumbrar los aspectos más inicuos de la
realidad. Un lugar de muros visibles o invisibles, de calles desoladas a esa
hora, de arcos que encerraban en su túnel el ritmo de un mar acompasado,
perdido tras las piedras y el corral de piedra que rodeaba el tramado de las
calles, callejuelas y casonas.
Ferneli escuchaba sus pasos pensando que a sus pasos se sumaban los
pasos de su doble persiguiéndolo, buscando como él la playa, encontrando en
su camino –y conjurando el hechizo antiguo e interior de un fragmento de
ciudad resguardada por sus muros–, una avenida que avanzaba, como una
cinta de asfalto larga y reluciente, bordeando el mar y adentrándose en su
extremo en la zona impersonal y comercial de toda ciudad y cualquier ciudad
que albergara como moscas a un enjambre fatigante de turistas.
Apenas vislumbraba los chispazos de las luces en el fondo, la silueta de
las moles gigantescas que enturbiaban el paisaje, la tierra de nadie que era el
lugar de los hoteles, los cuidados predios de familias que encerraban a sus
hijas prohibiendo que asistieran a la playa y acabaran bajo el sol con el
orgullo de una herencia española o simplemente blanca.
Ferneli suspiró con alivio al tener a tal nobleza alejada en su propio y
provinciano Hollywood. Cruzando la avenida, se acercó a una caseta que
adornaba sus vitrinas con los dones pantagruélicos de frutas que podían ser, si
no descomunales, por lo menos únicas. Trepándose a una silla, se instaló en
seguida a un maniquí con la piel dorada al fuego lento de la playa, congelado
y pétreo en una misma posición, mirando y admirando como una estatua
viviente la botella vacía situada al frente suyo. “Llénala”, le dijo mascullando
la palabra a la mujer que atendía. Apenas abrió la boca, señaló la botella con
un dedo que parecía muerto y volvió a hundirse en su mutismo
imperturbable.
Ferneli pidió otra cerveza, acompañada, de forma casi increíble para el
maniquí y para cualquier borracho decente, de un sorbete de níspero. El
nombre respingó levemente con una mueca más de asombro que de asco.
Girando su cabeza lentamente, escuchó con no menos asombro la invitación
que le hacía aquel desconocido saboreando su sorbete. “Yo invito”, dijo
Ferneli señalando las bebidas y probando y comprobando las delicias de su
elixir. El maniquí tardó unos instantes en apoyar de nuevo la tristeza de su
rostro en la mano que servía de soporte a su imagen estatutaria. Encogiéndose
de hombros, no aceptó ni rechazó la gentileza de Ferneli, concentrándose de
nuevo en la botella y la burbuja que se inflaba en su pico. La brisa la
deformaba sin llegar a reventarla y Ferneli imaginó que podía cristalizarse
antes de rozar la boca de piedra o de mármol dispuesta algún día a saborearla.
No fue necesario que el hombre alcanzara la edad de un anciano o que
perdiera su figura de doncel estragado por la vida, para ver que reventaba la
burbuja con el dedo, empinaba la botella y mascullaba de nuevo, moviendo la
boca con la gracia de un autómata. Parecía recién salido del infierno, apenas
levantado de una enfermedad devastadora. Y luego de cruzar las palabras
necesarias para que Ferneli pudiera estudiar su rostro, los ojos vidriosos que
se coagulaban en su rostro, y la expresión desapacible recubierta por una
serenidad aparente y enfermiza, debida a cualquier trastorno químico de la
clase que fuera, inició un exorcismo presenciado por Ferneli en otro lugar y
otras circunstancias.
No se dirigía a nadie en especial, ni siquiera a Ferneli. Hilvanaba un
relato poco feliz, alucinado, refiriéndose a la Bestia escondida en algún lugar
de la ciudad. Bebía despacio o casi nada, lo que tal vez significaba que se
estaba entusiasmando. Avanzaba en su relato y tiraba, estiraba y retorcía su
cara con un gesto similar al de otro poeta, también a su modo pesimista,
también caído en desgracia, que anunciaba o repetía a este orador.
Ferneli suponía que el recurso era excesivo. Recalcaba la presencia de
oradores que anunciaban su propio apocalipsis callejero, sin decir ni aclarar
nada, hablando a través de gestos o símbolos. Cuando el hombre se golpeó
con un dedo en la sien, enterrándose una uña casi tan fantástica como su
discurso, abriendo los ojos como si se hubiera espantado, su delirio colocó a
Ferneli al borde del llanto. Siempre llevaría consigo a su ciudad y a sus
espectros. Era inútil rastrear la vía de escape absoluta a un mundo que él
mismo había diseñado, y la única forma de liquidar una obsesión que podía,
en ocasiones, resultar patética, era llevando a buen término su historia.
“¿De dónde viene o hacia dónde va? Nadie lo sabe... Tal vez planee
acabar conmigo... O con usted... Quién lo sabe... Lo único cierto es que se
trata de un personaje maligno”. Por la sien del maniquí empezó a correr un
hilo de sangre que reposaba en las profundidades de su uña, brotando del tajo,
diminuto pero suficientemente hondo, que dejara en su piel. Después bajaba
por su rostro y parecía lavar –o deformar– la risa cada vez más desquiciada
que torcía y retorcía el borracho, el maniquí, la estatua viviente. Sujetando el
dedo contra la cabeza, enterrándolo como si el dolor fuera el colmo del
placer, prolongaba su discurso a la luz y a la lógica de su locura.
Tal vez fuera otro mendigo gastando en el lugar las limosnas del día, un
parásito a la caza de turistas tratando de encontrar los beneficios de un
vicioso con dinero, simplemente un borracho sin remedio. Ferneli no quería
pensar en coincidencias. Tampoco escuchar los ecos más imperceptibles o
siquiera débiles de sus propios personajes. Quería huir y encontrarse a salvo.
Pero aquella nata gaseosa que lanzaban sus fantasmas sobre él, lo atrapaba y
resultaba irremediable.
Ferneli terminó su sorbete, pagó y se alejó de la caseta escuchando la
oración del maniquí castigándose allí a solas, sin que nadie lo escuchara.
Apenas tocó la cerveza y antes de pasar de nuevo bajo el arco y a la sombra
de la vieja ciudad, se volvió para echarle un último vistazo al demente o lo
que fuera, atrapando la botella, empinándola como un náufrago y
sorprendiéndolo al chocar de repente su mirada con la suya, bajando la
botella y diciéndole adiós con una mano de apariencia descarnada. Ni
siquiera se trataba de una coincidencia. El hombre tenía sus razones para
estar allí tras la pista de Ferneli y perseguirlo y dejarlo suponer que también
tenía un arete destellando en su oreja.
***

Escuchar en el silencio del hotel la respiración lenta y pausada de Sara,


fue algo más que un prodigio musical. A la luz de una lámpara que se
encontraba en la mesa, ordenó, como siempre lo había hecho, repitiéndose a
sí mismo en un oficio que jamás cesaba, las piezas del que era literalmente su
rompecabezas. Componía y recomponía el engranaje de una trama que se
había convertido en crucitrama, resolviendo las preguntas que tenían en la
charla del demente una pieza que encajaba exactamente en el resto de la
historia. Y Sara, dormitando allí a su lado, para envidia de su insomnio, sería
como siempre su dulce y sabia dama rescatando a Ferneli de su propio
laberinto, de días interminables, ayudándolo a salir, como Ariadna
traicionando al Minotauro, del largo y arduo encierro que había significado
su capítulo.
Era un nuevo laberinto el de aquella ciudad, un nuevo ámbito para
aquietar definitivamente no solo a sus demonios. Sus temores, sus delirios, la
suerte de encontrar a Sara y ver en ella la estrategia afortunada para conjurar
sus temores y delirios, también serían resueltos en el último escenario de su
historia. Y el sueño de Sara podía ser el sueño de Ferneli en ese momento.
Ella movía las piezas y parecía conocer el laberinto mucho más que el
creador del laberinto. El impulso de cada personaje, los negocios y los pactos
que llevaran a cabo, las transacciones fantásticas, los complots clandestinos o
el intento por liquidar un misterio que cada lector, a su modo, resolvería
luego de terminar la historia, tenían en Sara su eje y, en gran parte, su razón
de ser en una ficción donde era hada y salvadora de la misma. Al fin y al
cabo, también se había dicho, escribir con el duende del amor trepado a los
hombros del mortal dedicado a tal oficio, se convertía, tarde o temprano, en
un justo homenaje a ese duende.
Ferneli alzó la mano lentamente, apagó la luz de la lámpara dejando en
la penumbra a sus personajes, y habituándose a la oscuridad, antes de
tenderse al lado de Sara, se tranquilizó contemplando su figura, tratando de
olvidar al borracho.
***

Uno de los ojos de Ferneli veló durante toda la noche el sueño del otro.
Al malestar del insomnio se sumó el malestar de un día que anunciaba con su
sol la inclemencia de un tiempo caluroso, agobiando con su rayo a la ciudad.
Enrumbarse hacia la playa, convertirse en la pareja ideal de turistas, y
deambular con sus pieles blanquecinas y lechosas, curtidas por el clima que
encerraban las montañas sepultadas y lejanas bajo un diluvio permanente,
transformó aquella misión en las vacaciones más tradicionales y placenteras
que recordara Ferneli, por lo menos hasta el momento.
Confundidos en la masa de turistas, refugiados y escondidos entre rollos
y rodillos, gordos, gordas y mantecas, grasas y carnes calibradas en
gimnasios o echadas definitivamente a perder por la flacidez sedentaria de
horas de oficina, Sara y Ferneli pasaban casi tan anónimos como el resto de
bañistas entre aquel espectáculo de horror. La especie estaba allí, sin posturas
vergonzantes, exponiendo su fealdad o su deformidad, reflejando con lujo de
detalles el deterioro que dejaba el tiempo en cuerpos vanidosos,
prematuramente envejecidos, abandonados para siempre de una juventud
malgastada.
Un efebo como un oso, más que un úrsido, recostaba con orgullo su
figura de gimnasio en la base de la torre –esquelética y vacía– de un supuesto
salvavidas, siempre ausente. Mientras Sara entraba al mar, Ferneli lo advirtió
y lo miró, evitando intimidarse por sus músculos. Recostándose en la arena,
juagándose a chorros con un protector que resbalaba por su piel, alérgica y
sensible a casi todo, evitando procurarse la apariencia de un camarón llagado,
Ferneli observó disimuladamente –o eso fue lo que pensó– al Atlas de la
playa. El oso, el mamífero carnívoro y carnoso, observaba obsesivo la figura
alucinante de Sara sumergiéndose y flotando en el mar –para Ferneli, un
juego comprensible de miradas y buceos admirados ya que Sara siempre era
para él admirable monumento–, desviando por momentos, el oso, el
mamífero carnívoro y carnoso, su mirada de la figura de Sara hacia la figura
de Ferneli, aburrido de porteros y coquetos transvestidos.
Balanceando una lata de cerveza en el extremo de una garra similar a
una mano, el modelo se acercó hasta Ferneli. Caminaba suavemente, con el
tacto de un oso enfurecido y cojo, chispeando y salpicando con sus pasos la
arena que cubrió a Ferneli cuando el hombre estuvo a un paso. Escuchó el
golpe seco de la lata acolchándose en la playa, descendiendo de la mano de
aquel oso a la arena, alejándose después de recubrirla con el manto de una
camiseta que tenía, por supuesto, la figura de Snoopy escribiendo en su
perrera.
Sara conocía el laberinto y sus salidas, sus recodos y sus trampas.
Regresando de su baño, de su hermosa inmersión en un mar ahora sagrado,
despejó los enigmas de Ferneli. Si el final estaba cerca, la espiral vertiginosa
de la historia, sus últimos sucesos y sus hechos se estaban sucediendo con
más vértigo que en el resto de toda su aventura.
El oso se desvaneció en el aire, moviéndose con rapidez, como un
prodigio sin explicación y cuya explicación, en ese momento, ya no tendría
ningún sentido. La trama avanzaba y se destejía por sí sola, y los giros del
laberinto se iban estrechando cada vez más.
La lata pesaba de una forma extraña. Podía ser su contacto a través de la
camiseta. Pero aquella lata no tenía cerveza, no contenía líquido, casi no
pesaba y estaba cerrada pero encerraba un material distinto al que siempre se
encontraba en una lata de cerveza.
Sara recibió de manos de Ferneli el nuevo paquete entre todos los
paquetes de los que ya habían acusado recibo. Colocándolo en su bolso, una
versión más tropical de su bolso anterior, bolso playero, Sara continuaba,
llenando de confianza a Ferneli, avanzando en los pasillos de su propio
laberinto. Y allí podía estar –mientras Sara se secaba sentada en la playa, se
envolvía en una bata y levantaba la belleza de su cuerpo y su estatura–, el
mendigo del arete y la risa desquiciada, mendigo al que Sara no prestó
atención, fue indiferente como apenas podía serlo la vendedora de frutas que
trataba de escurrirse de su lado, de su aliento pestilente, de su risa y su
sonrisa enfermizas, opacadas por sus ojos coagulados, enturbiados por noches
como la noche anterior.
Saliendo de la playa, el mendigo saludó, no con sonrisas, con una mueca
extraña y a distancia, a Sara y a Ferneli abandonando el lugar, olvidando el
resplandor de su arete, la máscara que recubría el que tal vez fuera su rostro
oculto tras la máscara. Al volverse en el asiento de otro taxi, vieron cómo
mantenía la postura reverente de una venia dieciochesca, extraña en tal playa
donde el hombre parecía un ser de otro tiempo, abandonado a la peor de las
suertes.

***

–¿A dónde? –preguntó el taxista avanzando en la avenida. Ferneli


aguardó el lugar y el destino, la ruta enredada que Sara decidió sobre la
marcha. Limitado a su papel de escribano y de cronista, observó cómo
pasaban al frente del Castillo que por siempre protegía a la ciudad, siguiendo
desde allí hacia un estadio, estadio de pelota, estadio que Ferneli hubiera
anhelado para su propia ciudad dedicada a los deportes que espantaban el frío
de los días festivos, nunca los deportes que encerraban a sus hombres en
diamantes y en el mundo de un diamante donde siempre, de algún modo,
cada jugador inteligente era un mundo.
Regresando por las calles silenciosas que bordeaban las villas y
mansiones decoradas con calados de madera, filigranas de metal, anchos
jardines y el aspecto gigantesco de fantasmas que habían sobrevivido en su
tiempo a otros tiempos que tenían y disfrutaban el placer de admirarlos,
avanzaron nuevamente hacia el Castillo, despidiendo en su fachada al taxista.
Compraron las boletas y ascendieron a la cima de una fortaleza que
jamás dejaba de pasmar los ensueños de “Ferneli, sus deseos de contar allí
una historia honrando los espectros de almirantes y soldados en contienda
con ingleses almirantes, defendiendo los tesoros de un imperio que tenía en la
ciudad sus bodegas y reales, sus dineros de otros siglos.
Evitando por su vida a un guía que ofrecía sus servicios de erudito
historiador y cómico de traza y factura tragicómica, maestro de leyendas con
su risa puesta a un precio, advirtiéndoles no adentrarse en los caminos
subterráneos del Castillo con el riesgo de quedar como esqueletos olvidados
por milenios, Sara y Ferneli prefirieron esa suerte a soportar la gracia y la
desgracia de turistas guiados por el hombre comandando a su rebaño.
Caminar por el Castillo y descender a la vieja oscuridad donde aún se
presentían las presencias fantasmales del ejército al mando del lugar, era
siempre para el alma de Ferneli un artificio, adentrarse en un sueño y avanzar
por sus pasillos, hundirse en galerías similares a las de otros castillos como el
Castillo de Otranto, misterioso y lúgubre, sin llegar a preferir jamás Ferneli
aquel castillo al hermoso y proverbial Castillo por el que ahora deambulaban.
Más que ocultos, agazapados entre uno de los nichos laterales que
ocultaran en su siglo la presencia de soldados vigilantes, ubicados en un
punto al que en ese momento llegaban, como un maleficio y de forma
apagada, los gritos del guía y las expresiones de asombro de los turistas, de la
lata que hizo un ruido seco, no el ruido gaseoso de las latas que contienen
bebedizos gaseosos, siendo esta una ventaja para ellos que sabían y conocían
la acústica y los ecos del Castillo, delatando a todo aquel que intentara
invadirlo. Los muros servían así de máquina que enviaba resonando, a su
largo y a su ancho, cualquier clase de ruido, aún el más sordo de los ruidos.
Cubriendo con los dedos de la mano abierta el vidrio de la linterna, Sara
alumbró un mapa o un plano que indicaba otra ruta y otro rumbo, tal vez el
último destino de la historia que agobiaba a Ferneli. Dirigiendo la linterna
hacia su rostro, dejando que la luz escasa llenara de sombras su rostro,
Ferneli descubrió el resplandor que destellaba en los ojos de su dama,
mirando conmovida al personaje que tenía en frente suyo, acercándose hacia
él, murmurando en su oído el anuncio de un milagro al mismo tiempo que
guardaba entre su bolso la carta de navegación hacia el último misterio y
apagaba la linterna, disfrutando del silencio y las tinieblas donde apenas se
escuchaban ellos mismos.

***

“No olvide que le estoy apuntando al corazón, dijo Rick. Es mi punto


menos vulnerable, replicó Renault restándole importancia a la amenaza”.
El sonido del teléfono sobresaltó a Ferneli interrumpiendo su lectura. Le
pasó el auricular a Sara y aguardó. Apenas se escuchaba, como siempre, un
hilo de voz –de nuevo excesivamente gruesa, excesivamente gutural, jamás
reconocida como algo más que un eco lejano de un asunto que dejaba ya por
completo en manos de Sara.
Ferneli observaba su rostro sin descubrir sorpresa en él. Incluso el
misterio se había convertido en rutina y sólo aguardaba para concluir con él
antes de que él concluyera con ellos. Sara, limitándose a responder con
monosílabos, ni siquiera se atrevía a parpadear. Decir que una leve palidez
invadió sus rasgos, no hubiera sido exacto. Pero Ferneli percibió que aún
después de trajinar con una misma idea y un mismo personaje, no dejaba de
abrigar las dudas que por siempre, a ella y a Ferneli, les causaban los giros y
el destino imprevisible del azar.
Congelada en un silencio casi hipnótico, colgó sin despedirse, sin llegar
a pronunciar un hasta pronto o un adiós que resultaran dudosos. Ferneli
intentó soltar su mano del teléfono al que no dejaba de aferrarse, moldeando
con sus dedos el volumen tubular del aparato. Sentándose en la cama,
encogiendo los kilómetros de piernas que tenía, agachando su cabeza hasta
apoyarla en las rodillas y escondiendo el prodigio de su rostro tras la capucha
no menos prodigiosa de su cabello, se dijo a sí misma o a Ferneli, apagando
su voz entre los pliegues de su cuerpo recogido, que esa noche irían al
monasterio, entrarían en su capilla y pondrían por fin la palabra fin a su
historia. Luego se abrazaron tratando de pensar que no existía peligro alguno,
que aquello no era más que una farsa imaginaria y que en el centro de ese
laberinto construido por Ferneli para ella y también con ella, estaba el
fantasma o la criatura, la Bestia de la historia.
El misterio no existía, ni siquiera el detective, simplemente la evidencia
de un hecho o de un caso que tal vez ni siquiera tenía solución.

***

Desplegando la preciosa carta de navegación que indicaba la ruta y el


destino de esa noche, Sara le advirtió a Ferneli, señalando el monasterio, que
allí terminaba todo. Sentados en la cama, Ferneli atendía las instrucciones
que Sara le impartía, indicándole el curso y el transcurso de una trama
decidida de antemano, escrito su final desde el principio, cuando ellos se
embarcaran en tal trama.
Ferneli, lector de novelas policíacas, suponía que primero se escribían
sus finales y luego –su autor, su detective, Deus ex machina del crimen–,
empezaba a desandar el laberinto llegando del final hacia el principio,
conociendo de antemano las respuestas, devolviéndose a la luz de un capítulo
final que tejía y destejía cada paso, engranándolo en la historia y en sus fases
intermedias. Sospechosos, enigmas, acertijos, el autor los decidía en la
escritura, engañando en ciertos casos a un lector que jamás descubriría por
pistas obvias al real y verdadero asesino. Sólo atravesando con paciencia la
lectura, vería en la última página, en la última secuencia de la historia, a la
fiera con su máscara caída, atrapada desde siempre por la recta y ajustada
matemática del género.
Mientras Sara se dormía, enroscándolo en su abrazo, evitando que se
fuera hasta la mesa, Ferneli releyó un recorte ya viejo de prensa, el extraño y
auténtico caso que volvía a narrar su historia en esa habitación:

¿Quién o qué es el asesino?


Bogotá, 21.- No se sabe a ciencia cierta quién, quiénes o qué son los causantes de
las muertes que se han venido sucediendo con pasmosa frecuencia en un sector
residencial de la ciudad.
Como si se tratara de una organización criminal que ensancha geométricamente
su perímetro de acción, las víctimas vivían en residencias equidistantes del lugar de
habitación de la que hasta el momento es considerada la primera de ellas, el joven
David León, hijo de la también fallecida María Helena Enciso vda. de León, cuyo
cadáver fuera encontrado en circunstancias similares a las de su hijo: colgada de la
ducha de su propio baño, el mismo en el cual días antes aconteciera el primer
suceso trágico de esta serie de crímenes.
Las muertes se parecen entre sí. Se apreciaban manchas similares producidas por
una masa de textura gelatinosa, de color indeterminado, en extremo pestilente, que
mana de los cadáveres y los puede recubrir por completo. Pero el móvil de los
crímenes sigue siendo un misterio.
Según uno de los detectives encargados, una de las causas podría ser el hecho de
que las víctimas, con anterioridad a su deceso, se han comunicado con la policía
para informar en detalle sobre los trágicos acontecimientos. Por tal motivo, y
aunque el caso sigue aterrando a los habitantes del sector, los testigos han caído en
un mutismo absoluto. Esto dificulta obtener alguna pista sobre los criminales, cuyo
rastro es aún incierto.
“No queremos ser protagonistas de este tipo de noticias”, afirmó con recelo uno
de nuestros entrevistados, quien pidió ocultar su identidad.
¿Hasta cuándo estarán en libertad, nos preguntamos, los directos responsables,
gozando de una impunidad que sólo nos demuestra la inoperancia de las
autoridades?

Abandonando el recorte, Ferneli encendió la grabadora y la colocó en la


almohada registrando las frases y palabras, sueltas e inconexas, pronunciadas
por la cabeza parlante y dormida de Sara. Los pliegues de la sábana se
ajustaban a su cuerpo, flotando en un sueño que tal vez tenía en Ferneli su
imagen principal. Tal vez... Porque escuchó la que era para él una bendición
conmovedora, la confirmación de un sueño que era real porque allí estaba, a
su lado, hablando y conversando a solas con la imagen de su sueño.
Desenroscando suavemente el abrazo de Sara, Ferneli se acercó hasta la
mesa, enfocó el rostro dormido y se alistó a retratarlo luego de tomar y
colocar el flash ajustándolo en la cámara. Un último recuerdo de una historia
escrita y reescrita a cuatro manos.
Colocando en el visor, en el ojo de la cámara, su ojo atento y
asombrado, Ferneli asistió a una visión en la que Sara, tras el lente y entre el
lente, soportaba un enigma incomprensible. Padecía la peor y más extraña de
las muertes, atacada por una peste que cubría y recubría su piel de manchas,
acercándose a Ferneli, implorándole su ayuda, tendiendo hacia él un par de
brazos que caían en el aire como arena, apagándose el brillo de sus ojos cada
vez que pronunciaba, como una despedida tragicómica, la frase registrada en
la cinta.
Lo que vio entonces Ferneli fue el modelo de un terror contemporáneo:
la doncella atrapada en las garras y entrañas de un horrible ser viscoso.
Otro sueño, el sueño de un horror de pesadilla, convertido en realidad,
paralizándolo, dejándolo intrigado aquella imagen.
No lograba recordar si la cámara crujió cuando al fin tomó la foto. El
destello que hizo el flash espantó por un instante al demonio de los sueños,
obligándolo a volar como antes, en su estudio, cuando se espantaran las
criaturas que rasgaban sus hombros con las uñas.
Sara despertó impresionada, en la cama y en el rollo de la cámara. A su
malestar se sumaron el desconcierto y la sorpresa cuando vio agazapado a
Ferneli, de rodillas frente a ella, transpirando y ofreciendo el espectáculo de
su propia tragedia.
Zafando con cuidado la cámara de sus manos, Sara intentó tranquilizar a
Ferneli. Cargándolo como un lisiado hasta el baño, recostándolo en la tina,
dejando que un chorro de agua helada le sirviera de sedante, reconfortara sus
branquias y lo tranquilizara devolviendo a su conciencia la serenidad
trastornada por la clase de alucinaciones que inquietaban a su dama, Ferneli
retornó considerando los riesgos de su sueño, un sueño que por siempre
bordearía la pesadilla.

***

Si la Bestia andaba cerca, les estaba siguiendo los pasos y Ferneli no


podía suponer de qué lado estaba, a favor o en contra, cuando ya todo era
posible y previsible y lo dejaba al capricho y al antojo de la suerte que nunca,
jamás, los había desamparado. Debían tener un auto esperando en la puerta
del hotel, y allí estaba. El mendigo debía observarlos mientras se esfumaban
en el aire de la noche, y en el retrovisor, Ferneli descubrió que los estaba
vigilando. Atravesar la ciudad dejando atrás los fogonazos blancuzcos del
mar iluminando la oscuridad cuando las olas caían en la playa, también fue
una rutina de la trama, rutina del paisaje, ejercicio de estilo que avanzaba
hacia el final, intentando o imitando el estilo de un extenso trabalenguas, casi
un laberinto del lenguaje construido al interior del laberinto de la trama.
También debían seguirlos y una especie de centauro, centauro
monstruoso, Yegua de Magnesia instintiva y bicéfala, galopaba entre las
sombras tras el auto, iluminada fugazmente por los autos que venían en
sentido contrario. El ritmo de Sara al volante permitía que el ritmo del
centauro se amoldara, se acompasara al de ellos. Ferneli empezó a sentir el
aliento de la yegua aproximándose, empañando su ventana, moviéndose en el
aire o sobre el aire, estirando sus cabezas y estirando –¡Oh prodigio del
fenómeno!– otra pata entre las patas que movía aquella yegua arrastrándose
en el aire: Una pata similar a un muñón, estirándose en su pecho, saliendo de
su pecho, levantándose al nivel de su cabeza posterior, colocándose a la
altura del rostro y la cabeza de Ferneli.
Otro auto perseguía como un escolta los pasos de la yegua. Su imagen se
agrandó en el espejo donde Sara y Ferneli observaban su silueta
persiguiéndolos, marchando a paso firme tras la yegua. Una imagen
congelada en un instante, estancada por el miedo y el terror que en Ferneli
infundía la pata estirada ante su rostro.
Tropezando con el anca de la bestia, rezagando su galope del galope
apresurado que Sara le imprimía al auto, el escolta derribó al animal
precipitándolo en el piso, obligándolo a caer en medio de un estruendo que
escucharon cada vez más apagado mientras se iban distanciando de la yegua,
tal vez herida, con certeza monstruosa, golpeada por el auto salvador.
Ferneli hubiera escrito, concluyendo aquella escena:
“El auto se detuvo, se escucharon los disparos necesarios y piadosos que
calmaron los dolores del centauro, y de nuevo el motor de su escolta, su
escolta de ellos, no del monstruo, bramó hasta alcanzarlos.
”Jurar que el destello diminuto de un metal que podía ser oro, brillaba y
relumbraba en la ventana del chofer, podía ser riesgoso. Pero fue, de cierta
forma, un chispazo momentáneo que espantó por un segundo, del alma de
Ferneli, las tinieblas de esa noche”.
Concluir así o de otra forma. Al fin y al cabo, la historia proseguía y
avanzaba a su ritmo.

***

El monasterio, como otras construcciones de la ciudad y como la misma


ciudad, parecía estancado en otra época. Surgía como un fantasma,
fulgurando con palidez inaudita sobre las tinieblas que lo rodeaban. Una
carretera no menos espectral bordeaba la colina, ascendiendo hasta la cima
donde se encontraba aquella aparición lechosa, de muros incandescentes. El
silencio era irreal, el bosque que acechaba sobre la carretera, la calma falsa y
aparente. Incluso Sara, conduciendo lentamente por tal paraje de ensueño,
tenía para Ferneli un aire extraño y distante.
No eran pocas las historias retorcidas que agobiaban los muros y la vida
interior del lugar. Aventuras de espanto, concilios y juergas de miedo,
jolgorios satánicos debidos a supuestas sectas vinculadas con un más allá
siniestro, llevaron a los sacerdotes de un tiempo supersticioso y cruel a
construir la misión para exorcizar un rastro de cultos malignos y orgías
cimarronas. Leyendas que nunca sucumbieron a la soberbia de un poder de
milenios, a una visión sacra que protegía desde siempre, con caballeros
cruzados y vasallos serviles, su reinado en el mundo.
Un misterioso suicida al que hallaron descompuesto, colgando de un
árbol, con la piel como un pellejo curtido por el tiempo que el hombre llevaba
insepulto calcinándose en el aire, balanceándose solitario y oculto por la
espesura del bosque, reavivó el patrimonio de espanto que se le atribuía al
precioso lugar por el que Sara y Ferneli se encontraban merodeando.
Confiando en la ceguera de ojos vigilantes y tal vez ocultos entre los
árboles, abandonaron el auto a un lado de la carretera. Un camino avanzaba
hasta el monasterio y por él se llegaba, después de cruzar la reja que
resguardaba la paz y la santidad de sus monjes, hasta una puerta que parecía
puerta falsa o excusada, monumental y maciza, que dividía los trajines y
asuntos del mundo, de los trajines y asuntos divinos. Hasta allí llegaba el caos
y más allá de ese punto el caos era sólo interior, en conflicto con vocaciones
que podían ser virtuosas.
Sara violentó sin prisas los candados del misterio y avanzaron por una
construcción que seguía pareciendo imaginaria en la memoria de aquellos que
conocían sus leyendas. Su patio claustrado, el aljibe que se abría como el ojo
oscuro de un tuerto en el centro del mismo, la capilla ubicada al fondo de una
galería que abrigaba el recogimiento y la tristeza de los fieles, a solas con sus
culpas, tenían la apariencia de una ilusión suspendida en medio de la noche.
En la segunda planta del edificio sólo estaban los arcos vacíos como las
cuencas de un muerto, las galerías recorridas por un viento engañosamente
apacible. Ningún monje sin cabeza o de tez pálida desprendida de su tronco o
de hábito flotante, paseaba por el lugar. Pensando que la peor fantasía, la más
barata o la más sublime, podría tejerse allí como en el Castillo, Ferneli
caminó tomando la mano de Sara para serenar su ánimo y no dejarse
espantar. Tal vez, de haber salido la luna, sufriría la maldición de todo ser
licantrópico, impotente y condenado a su transfiguración. Entonces, de haber
tropezado con algún fraile insomne, este invocaría el nombre de algún santo,
de algún mártir al que no tardaría en unirse, desgarrado por la horrible
criatura que hubiera sido Ferneli.
Se arrastraban en silencio en medio de la selva que con primor habían
cultivado los hermanos de la orden. Las ramas de helechos monstruosos,
agitadas por la brisa, les recorrían el rostro con una caricia áspera, con la
caricia de un ser regresando de ultratumba, dotado de múltiples brazos. El
fundador del santuario, viviendo en la soledad de un desierto, escucharía las
voces de criaturas que en el aire sólo eran visibles a un santo. Alucinado, el
monje escapó de la aridez de un paraje en el que poco faltó para acabar
sucumbiendo a la enfermedad de su siglo, una melancolía creciente que
producía trastornos en su ánima, su ánimo y su sistema auditivo agobiados
por la súplica de construir la misión. Con el tiempo, después de peregrinar
como un judío extraviado, tocaría a las puertas de esa ciudad con la esperanza
de realizar en ella una obra para servicio y gloria de legiones de marinos que
llegaban a la costa y dirigían sus rumbos gracias al monasterio y a su palidez
macabra, erigida como un faro de aspecto descomunal. Para algunos, fue la
salvación al naufragio. Otros encontraron la muerte al enloquecer con la
aparición momentánea de una ballena blanca elevándose en el aire, rebasando
todo pronóstico o vaticinio de las más descabelladas fábulas náuticas. En
memoria del fraile, del hermano fundador, de su penitencia extrema aliviando
los rigores de la carne y las artes y las magias del demonio acechando en el
desierto, los monjes que perpetuaron su obra convirtieron aquel patio en
belleza floreciente, en jardín espeso y selvático, construyendo un recinto por
el cual deambulara, bendita en su eternidad, el alma de un mortal que por
siempre jamás gozaría de dicha eterna y tocaría con sus manos –
transparentes, frágiles– las artes que en el jardín eran alabanza a Dios.
Para Ferneli, cada baldosa podía esconder una sorpresa: un tobogán
excavado en el piso que arrojaría al intruso en las mareas del mar, una
máquina accionada a presión rebanando con un giro de espada al ingenuo y
desprotegido caminante, el secreto de un resorte que lanzaría una red o una
jaula sobre el invasor, toda clase de milagros y artificios divinos que
protegían el descanso y la reflexión de sus hijos. Y desde la Inquisición, toda
maquinaria y todo ingenio debían o podían colocarse al servicio de Dios,
sufriendo sus tormentos quienes no creyeran en bondades, milagros o
fantasías.
Conmovido por tales pensamientos y guiado por el alma inextinguible
que era Sara, Ferneli se vio ante la puerta de la capilla, saliendo –o
penetrando aún más– en el último sueño de su largo sueño.
Antes de escuchar el rumor de las hojas de madera, abriéndose y dando
paso al aire reconcentrado que se respiraba en el interior del templo, Ferneli
imaginó que abrazaba como un galán a su dama, despidiéndose de ella en el
último momento con la confesión de un amor indestructible a pesar de lo que
vieran o encontraran refugiado en el santuario. El aroma que se desprendía
como una esencia invariable del pelo de Sara y la mirada con la que trató de
infundir confianza en Ferneli, apretando su mano mientras sonreía con gesto
triunfante, aumentaron su melancolía.
Penetraron en el recinto iluminado tenuemente por la luz de unas
veladoras que temblaron con el viento. En el altar, consagrado a la Virgen, las
sombras se proyectaron al vaivén de un aire incierto creando figuras tétricas,
dotando al lugar de una atmósfera espantable donde podía suceder un milagro
diabólico. Las bancas vacías, la penumbra permanente y espesa de los
confesionarios, el esqueleto de los reclinatorios y los rostros de las imágenes
sacras –petrificadas en un gesto eterno de compasión por sí mismas, por el
dolor que en vida tuvieron que soportar para ser canonizadas y por la argucia
de artesanos que trataron de complacer a una procesión suplicante–, cada
objeto y cada sombra, parecían respirar tocados por un aliento divino. Ferneli
supuso que absorbían la energía de los fieles y recordó, para su malestar, la
maldición de aquel templo. En el silencio del edificio se encerraban los
símbolos, hábitos y costumbres a los que apelaban creyentes y supersticiosos
buscando una paz siempre turbia. Un misticismo que en tal sitio enmascaraba
y conjuraba otra clase de creencias cuyo origen más oscuro se remontaba a
dioses de piernas negras, escamas verdes, alas azules y cabeza roja. El
instinto, el deseo, la pasión carnal, las artes mágicas y negras, el desorden y
la perversión, respiraban aún, de alguna forma, condenados en la oscuridad
de los cimientos que sostenían la capilla. Todo lo que fue y sería condenable
para jueces aún más ambiguos y equívocos que los honestos y confesos
amigos del Diablo; jueces que paladeaban en secreto los vicios y pecados de
los que abjuraban en público, contradiciendo en la perversión del poder a una
doctrina abnegada y generosa que supuestamente aliviaría las miserias del
prójimo.
Reptar, arrastrarse o caminar de puntillas por la nave lateral de la iglesia,
era igual para un Ferneli rozando con su mano la mano de Sara, tratando de
permanecer lo más cerca posible de ella. A sus pasos vigilantes se sucedían
las columnas que se estiraban en arcos y ocultaban, con una frecuencia exacta
en el rumbo de Sara y Ferneli, el mar de tinieblas donde alumbraban las
velas. Ferneli, ictiólogo, supuso a un pez dorado nadando entre un estanque
de lodo. Un pez dorado que emitía destellos suaves, relumbrando fugazmente
en una oscuridad donde sus escamas fueran como aquellas luces que se veían
en el templo, llamas jamás perpetuas que confundían su luz con la luz oscura
de la noche, con toda tiniebla que resguardara, burlándose de la llama, a un
personaje inmóvil, con apariencia de piedra, una figura sentada en una banca
inmediata al altar donde Ferneli atisbó la silueta ritual de su rey, estampada
allí como un glifo que aguardara por su autor.
Sara no parpadeó con el terror de Ferneli. Sus fantasmas, sus visiones,
sus presagios que ya anunciaban la presencia fatal de la cosa, más que una
alucinación, brillando a la lúcida luz de una razón trastornada, era otro
símbolo entre los símbolos, símbolo ya explicado, símbolo que podía estar o
no, convirtiéndose en un emblema de otro tiempo –ya se había dicho– y otra
época, otro temperamento, contrastando con el temperamento de esta. Allí
estaba esa visión de la muerte, ese mensajero del tiempo, viajando en el
tiempo, trayendo la luz y la claridad, la suprema liberación, sirviendo a
Ferneli de referencia sobre el tema de la muerte, sobre los mitos de un
hombre enfrentado a la muerte, viajando en la muerte, llegando en su muerte
a conocer otra muerte, la muerte de un poder corrupto, muerte entendida en
su mundo como una ofrenda divina. Una muerte tal vez cruel pero siempre
inteligente, que comprendía aquel viaje como un enigma sin fin. No era la
muerte del crimen. Era la muerte ritual. Y el crimen, la vergüenza de una
raza, era así considerado como una transgresión religiosa.
Con un gesto, Sara despertó a Ferneli y lo obligó a proseguir.
Abandonando la nave, hasta el momento un refugio, un rincón que le ofrecía
el panorama amplio y negro de aquel recinto en penumbra, Ferneli avanzó
con ella acercándose al altar. El rey se había evaporado, moviéndose de
repente, con más rapidez que el ojo. Un espejismo, un fantasma o una visión,
su presencia acechaba a Ferneli. Y en el altar, el rostro gracioso y sin
mancha, rostro piadoso de una Virgen que miraba al cielo, implorando la
bondad de otra ficción, otro símbolo apreciable, no logró distraer, ni siquiera
entretener, el miedo ancestral de Ferneli a la noche, los espantos o al porvenir
de su propia historia.
Los escapularios que colgaban de las manos de yeso de la Virgen se
balanceaban al ritmo de una brisa malsana. La atmósfera se impregnaba de un
olor nauseabundo, el olor de una tumba abierta o profanada, el hedor, tal vez,
de los cadáveres enterrados en las bóvedas, danzando para subir a atraparlos.
La estructura de madera en la que estaba la Virgen, su belleza colonial,
enorme, se remecía, haciendo tambalear la imagen de forma grotesca en su
nicho. Sólo faltaba que desplegara su manto, saliera volando y convirtiera en
testigos de un milagro inconcebible a Sara y Ferneli observando, literalmente,
al Ave María.
Un hecho sobrenatural o un nuevo prodigio, un prodigio más que tal vez
no hubiera deslumbrado al par de arqueólogos situados en frente del altar de
la Virgen donde empezaba a correr, por sus columnas doradas, una sustancia
viscosa avanzando como un manantial espeso, deslizándose lentamente,
formando un coágulo rugoso del cual parecía salir un lamento.
La pintura se estropeaba. Una extraña combustión incendiaba la madera,
quemando la superficie con sonido crepitante, adhiriéndose a su talla como
un pegante grumoso o una goma envejecida, como una costra de goma. Se
bordaba en los relieves dando la impresión de un cuajo que aumentaba de
tamaño gracias a sus propios desechos. La cabeza de la hidra renaciendo y
multiplicándose cuando la cercena la mano de algún héroe ocasional,
alimentándose de su propia muerte, del rastro espantable que deja tras ella,
vengándose doblemente de todo intento en el que se hubiera empeñado
cualquier enemigo, afortunado o no, para intentar liquidarla. Monstruo que
ofrecía una imagen particular y diversa según cada cual se hubiera enfrentado
a él. Presentándose en el rostro cadavérico que ya dormía la paz de su sueño,
oculto bajo una sábana, en el cajón de una morgue; en la crónica de un suceso
convertido en espectáculo por la extraña y singular presencia de una muerte
violenta; en la morbosa emoción de una multitud curiosa, apiñada en el lugar
de algún crimen, fascinada con un hecho que negara y renegara de la
condición humana, rebasando toda prohibición o cualquier límite de un
comportamiento extremo; en el nuevo estrellato de una muerte que superaba
cualquier lógica. Un engendro encumbrado como el símbolo de un terror
aparentemente ficticio pero asentado, como toda ficción, en los aspectos
fantásticos de una realidad increíble.
El bulbo de apariencia blanda, de apariencia amorfa o deforme, se
expandía recubriendo el altar y poseyendo a la Virgen, ocultando a la Virgen
y su hermoso decorado, su bondadosa –y ahora inútil– piedad. El hedor se
hizo más fuerte y el asombro de Ferneli fue admiración y fue pasmo, tocó
fondo cuando la cosa, la gran baba, se mostró, exhibicionista, saliendo de su
escondite. Era una estrella marina o un pulpo de brazos carnosos agarrándose
a los bordes de aquel gigantesco altar, voluptuoso, girando circularmente,
pélvicamente –si acaso tuviera pelvis–, contrayéndose y dilatándose al ritmo
de un jadeo creciente. Ferneli pensó que era un monstruo desnudo, un
monstruo de piel opaca y desnuda abriendo en su centro el ojo deforme de un
cíclope. Lanzó un chisguete de zumo o de algo que bien podía ser jugo ácido,
jugo gástrico o un jugo que cayó cerca de ellos destruyendo las baldosas
cercanas. Al retraerse el esfínter su color era rojizo, un párpado que cayó y
escondió el ojo emitiendo aquella vulva escarlata un chillido de placer. El
aroma de su aliento era un perfume asqueroso, penetrante, capaz de causar
visiones. La membrana, la estrella o el pulpo, segregaba un humor que
embotaba los sentidos, un tufo en exceso agrio que se esparcía en la
atmósfera mientras alcanzaba el éxtasis.
Ferneli se hallaba en otra dimensión, en presencia del gran misterio que
era ningún misterio, sintiendo apenas la mano de Sara en un mundo
inexplicable donde observó que tal párpado, tal ojo, se curvaba en un rictus
que remedaba una risa. Su ironía lo espantó, su fealdad, el cinismo
sospechoso a Ferneli, abrigando la certeza de un monstruo coqueteando con
Sara, con deseos de poseerla, de incorporarla a su baba.
Un vapor tóxico, corrosivo, se elevaba del charco donde el piropo
monstruoso, piropo del monstruo a Sara, quedó expandido en el suelo. En el
cuello de Ferneli sus branquias eran dos llagas. Su aliento era un brasero que
hacía arder su garganta. El resplandor del cilindro que tenía Sara en sus
manos, levantándose en las sombras, suspendido en el extremo de sus brazos
paralelos a las baldosas del piso donde escupiera la cosa, fue el aviso de
alerta.
Ferneli advirtió un brote que manchaba de escarlata el interior de la
masa. Un brote de ojos que Ferneli trató de hallar con su ojo asomado al ojo,
al visor de la cámara. Oprimir el obturador y observar la línea de solución
que había disparado Sara atravesando el espacio para caer sobre el monstruo,
fue una misma acción grabada efectivamente por la máquina colgada en su
hombro, un registro del sonido emitido como una micción por la Bestia, la
estrella, el pulpo de brazos carnosos.
El aullido que salió de su boca, las convulsiones o las contorsiones
pélvicas ahora exageradas que hacían girar el esfínter, el sonido peculiar,
lastimoso, que se escuchó en la iglesia, dejaron en la retina, en el alma, en el
centro del oído de Ferneli, una imagen indeleble de una cinta monstruosa, un
ruido de otro mundo, el de un amante llorando por despecho y por traición,
por el disparo de Sara.
El motor de la cámara hizo avanzar la película. Registraba los matices
que había tomado la masa, formas diversas y amorfas, formas de molusco
informe. Ferneli estudió de nuevo el perfil de su excepcional modelo. La
silueta de Sara, entre las sombras y el vapor del monstruo, aguardaba con
postura expectante. Ferneli tomó una nueva secuencia de fotos viendo cómo
la cosa se convertía en una harina aguada de colores y dimensiones variables,
despidiendo un aroma a la vez estimulante y embriagador, irritante, que
producía taquicardia y hacía del corazón un caballo, destruía las fosas nasales
y alteraba toda percepción normal de un momento anormal.
Llegando a un estado de perturbación única –“No ingerir licor ni otra
clase de componentes químicos que alteren el sistema nervioso”–, Ferneli
sufrió, experimentó y padeció, lo que muchos otros como él, en otros
momentos que podían ser incluso más plácidos o más angustiosos,
soportaban o disfrutaban extremando la percepción sensorial en medio de un
sopor, un mareo o un éxtasis químicos. Sintió que alguien lo tomaba del
brazo, lo empujaba hacia un lado obligándolo a trastabillar y pasaba adelante,
acercándose al altar, a participar de la fiesta. Su visión era una nebulosa,
polvo de estrellas entre el cual alcanzó a ver a su chamán personal, a su rey,
al personaje dispuesto a consumar el rito final de su aventura en el tiempo.
Soportando la fiebre y los giros del mareo, Ferneli se apoyó en el aire y se
dispuso a apreciar la escena de su propio apocalipsis.
El sacerdote empuñaba el cuchillo de los sacrificios, el pedernal cuyo
mango tenía las serpientes entrelazadas que Ferneli confundiera como trazos
de un alfabeto hebraico que protegían el cilindro del gordo; las serpientes
entrelazadas del cielo y la tierra, lo superior e inferior, la serpiente domada y
la serpiente salvaje. Avanzaba decidido a gozar del sacrificio, a extraer el
corazón de una criatura sin alma que subiría al firmamento, al infierno, a
cualquier otro símbolo. Poco antes de alcanzar su propósito, Sara disparó de
nuevo. La solución alcanzó al fantasma sin hacerle ningún daño. Tenía un
aspecto translúcido, una textura etérea. Ferneli se confundió al descubrir que
su invención era real, que alcanzaba el altar, introducía la hoja y se perdía en
la masa, mimetizándose en ella, como si perteneciera a ella, entablando una
lucha de fuerzas contrarias, necesarias entre sí para poder existir. Ninguna de
ellas tenía el poder. Sólo una parte y un papel en el caos.
Ferneli estaba agotado, a punto de caer. Sus branquias convulsionaban
con el ritmo de un asmático. Intentó llegar hasta Sara pero sus pies se
hundían en el suelo, jalonándolo hacia el centro de la tierra o incluso hacia el
más allá. Aun estando a su lado, su dama parecía inalcanzable. Miró de
nuevo el altar sosteniendo unos párpados plúmbeos. Su personaje, su rey, su
chamán, se deshacía entre el otro personaje y su masa; se disolvía entre el
mar de gelatina que perdía consistencia, se pulverizaba y acababa siendo un
polen esparcido por la brisa. La oscuridad del lugar, tal vez las tinieblas que
invadían su cerebro, un silencio que aturdía, le indicaron a Ferneli el retorno
de la calma, de una paz real o aparente. Después flotó en un estado de
inconsciencia plácida, ligera y tranquila. Se había desmayado y caía en
brazos de Sara.

***

Podía estar levitando. Veía las estrellas y casi podía tocarlas. Se movía
con ligereza, respirando con sus pulmones llenos de un gas que lo hacía sentir
como un globo a punto de alzar el vuelo. Los vapores tóxicos se habían
disipado en la atmósfera. Sólo quedaba la noche y un frío que humedecía la
piel. Nadaba en un letargo que suspendía sus sentidos, lo hundía en un sueño
plácido, le permitía disfrutar la paz de los muertos. Era una momia de vuelta
al sepulcro, cargada por los arqueólogos que habían tenido la suerte de
perturbar su descanso. Apenas abría los ojos y se dejaba llevar escuchando el
golpe de su cuerpo contra el suelo helado de una tumba. Un intenso
escalofrío lo revivió parcialmente. El mundo giraba avanzando en el marco
de una ventana. A sus oídos llegó una conversación que no era del todo
extraña. Reconocía las voces. Por lo menos una de ellas. Giró con dificultad
su cabeza descubriendo un punto de oro que relumbraba, prendido como un
arete al lóbulo de una oreja. Su resplandor se apagaba por la que era o podía
ser la caricia de una mano. La ventana se inclinaba. Descendían rápidamente
por una curva infinita que se perdía en el camino. El auto se niveló. Entraron
a una avenida. Viajaba acostado en el centro de un caleidoscopio móvil. Sus
luces brillaban con una frecuencia exacta y hasta sus ojos llegaba la luz
amarilla de los focos de la ciudad. Tenía una visión más nítida. Más allá del
parpadeo de los postes, el cielo palidecía. Veía amanecer en el trópico. El
auto se detuvo y el nombre del arete bajó, abrió la puerta trasera y acomodó a
su invitado, sentándolo como si fuera un borracho, imitando a un borracho.
Sufrió un ligero vértigo. Regresaba de la nada y había resucitado. Transitaban
de nuevo por una vía a la orilla del mar. Había pasado por ella en una vida
anterior, en un instante perdido en el pozo de una memoria oscura, confusa.
Recordaba a grandes rasgos la ciudad y su playa. Recorrieron un largo tramo,
avanzaron entre una jungla de hoteles, se detuvieron de nuevo y el hombre se
esfumó llevando en su oreja el arete, despidiéndose con un incomprensible
hasta pronto. El auto giró en la avenida, se devolvió por la playa y penetró en
la ciudad. Pasaron por un arco que vislumbró vagamente, adentrándose en las
calles antiguas que resguardaban murallas recordadas también vagamente.
Frenando ante una casona, colgando sus restos de un hombro al que apenas
alcanzaba por una cuestión de centímetros y una estatura perceptiblemente
diferente, caminó con dificultad, tropezando a través de kilómetros, llegando
hasta un lugar donde un sonido metálico y un comentario burlesco,
antecedieron la marcha hacia su habitación. Poco antes de que el sol brillara,
el cuerpo de Ferneli se hundió en la suavidad de un lecho mullido, acogedor,
tibio, cayendo esta vez, definitivamente, en un sueño profundo, dorado, un
mundo en el que todo era posible.

***

De nuevo un mensaje, de nuevo en la mesa al lado de la cama, de nuevo


los buenos días de Sara, misteriosos como siempre, desconcertantes, escritos
con una caligrafía segura que Ferneli hubiera reconocido a leguas.

No hubo misterio, ni siquiera detective. ¿Lo desciframos? Creo que seguimos en


él y, posiblemente, él en nosotros. Tal vez... Su sombra ha hecho de este un mundo
que no es acogedor. Pero hay que vivir en él. Cada cual a su modo, según su
experiencia –o su imaginación, de acuerdo–. Sin embargo, aún los mejores
símbolos, los sueños o las visiones, tienen un piso real. Que lo compruebe esta
trama. Puede ser una muestra, afortunada o no, de aquella otra trama, la trama
imaginaria basada en hechos reales publicada a diario por sus propios redactores y
con sus propios personajes. El riesgo, sin mayor sentido, se convierte entonces en
una norma de vida. El tedio, también. Todo puede ser una solución. También nada,
el olvido, puede ser una solución.
P.D.: El mendigo del arete no fue otra visión. Era Palau... o cualquier otro.
Su máscara había caído pero su revelación mostraba un rostro extraño,
ajeno. Maldecirla no tenía sentido. Nada tenía sentido. Era su dama y lo sería
para siempre. El rencor no tenía sentido. El escribano, el cronista o el chivo
expiatorio, se habían refugiado tras él para narrar tal historia. La coartada
perfecta: Todos los personajes son imaginarios. Cualquier coincidencia es
puramente accidental. Otra aventura dentro de las aventuras que se habían
narrado en el mundo. Otros personajes que encarnaban esa aventura. El
reportero los había espiado o lo había espiado. Nunca dio un paso en falso,
nunca faltó a su ética o perdió la dignidad. El señor Palau –o cualquier otro
como el señor Palau–, siempre estaría allí, atisbando y describiendo el lado
oscuro de una realidad oscura. Para Ferneli, todo podía ser terso, sencillo y
transparente. La trama era suya y siempre sería suya o de algún lector. Cada
circunstancia tenía ahora su propio significado. Encajaba. Sugería las razones
por las que estaba tendido en ese cuarto de hotel, sosteniendo entre sus manos
una nota que luego sería la prueba verídica de un sueño. No se trataba de
resolver el misterio sino de seguir en él. Y ella, tendiendo un puente entre el
lado de allá y el lado de acá, entre el mundo exterior y el mundo interior, se
convirtió en la cifra, en la luz al final del túnel, la salida del callejón. Ningún
sueño era perfecto. Pero todos anhelaban el suyo edificando sobre la miseria
de sus propias vidas o sobre la miseria a secas. Un universo al borde de su
propia destrucción o un universo que anhelaba una destrucción por lo menos
decorosa. Un lugar que tenía sus vías de escape casi siempre cerradas, que
hundía a los que intentaban salir por ellas. Así, no eran muchas las
alternativas. Sara había sido una de ellas. La solución ofrecida por un destino
inesperado, presentando al mismo tiempo el esplendor y la miseria, la luz y la
oscuridad, los sótanos de una vida en agonía y los rasgos de nobleza que aún
quedaban en ella. Un rastro que nunca sería en vano.
Ferneli adoptó una actitud fría, encajando el golpe con serenidad.
Guardó el mensaje entre las páginas de su libreta. Encontró la grabadora. No
había sido un olvido. Tampoco era una prueba. La cinta seguía allí. Empacó
sin prisa pero sin demora. Quería abandonar el hotel, la ciudad, la habitación
de la ciudad y el hotel. Nadie reparó en Ferneli. Habían cancelado la cuenta.
En el registro, una firma que podía ser cualquier firma o un guiño: Helen
Grayle.
La playa seguía igual. Sin mendigos ni atletas misteriosos. Sólo
mendigos y atletas acechando a los turistas, sin entregar mensajes secretos o
realizar profecías. Tal vez ambos hubieran sido uno mismo. Palau... Todo era
posible pero ya no importaba. Le echó un último vistazo a la ciudad y al mar
que se perdía por la ventanilla del avión donde antes de empezar a escribir
advirtió una hoja amarillenta deslizándose hacia el piso. La alzó y leyó un
poema:

... entonces se irguió, lloró,


tomó sus atavíos,
se puso sus insignias de plumas,
su máscara de turquesas.
Y cuando se hubo ataviado,
entonces se prendió fuego a sí mismo,
se quemó, se entregó al fuego...
Y se dice
que, cuando ya está ardiendo,
muy alto se elevan sus cenizas.
Entonces aparecen, se miran,
toda clase de aves
que se elevan también hacia el cielo,
aparecen el ave roja,
la de color turquesa,
el tzinitzcan el ayocuan y los loros,
toda clase de aves preciosas.
Y cuando terminó ya de quemarse Quetzalcoátl,
hacia lo alto vieron salir su corazón
y, como se sabía,
entró en lo más alto del cielo.
Así lo dicen los ancianos:
se convirtió en estrella,
en la estrella que brilla en el alba.

Después Ferneli empezó: “Noticia. Uno de los casos tal vez más
desconcertantes que se hayan dado nunca entre la comunidad cinéfila de
Bogotá...”.
El gran sueño

La ciudad recibió con su abrazo frío, su gris espectacular y su lluvia


persistente, a un Ferneli que copiaba con su ánimo un clima viejo y conocido.
La humedad lo abrazó en su bienvenida recubriéndole las branquias. Por la
ventana del taxi reconoció un paisaje desolado: edificios manchados, rostros
torcidos en muecas desesperadas, parroquianos que veían en la alegría un
artículo de lujo que apenas lograrían comprar a plazos y adquirir en la hora de
su muerte. Un ambiente festivo que conmovió a Ferneli produciéndole
nostalgia por el resto del planeta y por todos los parajes que estuvieran a
kilómetros de allí. Aun así, era su ciudad y tenía que conformarse con la idea
de escribir en ella, definitivamente, la historia que él mismo y sus fantasmas
iniciaran en un pasado que ya parecía inmemorial.
Cuando llegó al estudio, reconoció un crepúsculo que parecía invariable.
Una bruma que podía ser sólida rodeaba las montañas. Sobre el asfalto
mojado se iniciaban los reflejos de las primeras luces nocturnas. El aire se
espesaba mientras iba oscureciendo. No era el escenario ideal pero sí el
apropiado para su gran entusiasmo.
Recorrió el apartamento, las habitaciones vacías, el espacio ancho y
aparentemente ajeno al que poco a poco iría retornando y aceptando otra vez
como suyo. Sumergiéndose en la tina, sepultándose en el agua y acomodando
su cuerpo para un descanso sin fin, veía el techo del baño quebrándose en
múltiples formas, cada vez más distantes mientras se hundía y dejaba su
mente en blanco –o por lo menos lo intentaba–.
Alcanzó a ver la silueta de un brazo tanteando en la mesa. Una mano
que encendió un aparato, permitiéndole escuchar, más allá del agua y como
un pez atento a una sombra sobre el agua, la frase que anunciaba o precedía,
como una maldición, los sonidos guturales registrados en el resto de la cinta.
Tal vez la figura, la silueta alta y delgada, perteneciera a uno de los tantos
fantasmas que ya había conjurado. Pero allí estaba, inclinando su rostro sobre
la superficie del agua, observando a Ferneli con una expresión desdibujada
que podía ser de dulzura, pronunciando de nuevo, con voz tenue, casi
inaudible, las palabras que dijera en su sueño, un gran sueño, a la vez reciente
y distante:
–No siento nada por ti, sólo te amo.
Ferneli vuelto a visitar

Los siguientes son algunos de los textos de la cartelera de Ferneli con base en
los cuales él escribió su novela. Según el director de los Laboratorios
Frankenstein, vecino del autor y quien le ayudara a corregir el borrador
definitivo, la publicación a modo de apéndice de esta selección de artículos,
recortes y noticias, ayudarán a comprender al lector los motivos por los que
El capítulo... fue escrito. Así pues, aquí empiezan, Showtime!

Nota 1. Nuestro cartel, cartel que anuncia nuestro primer tiempo de


show, presentando la película –o El capítulo...– que con Ferneli protagonizan
él y sus amigos. Cartel que aclara además la razón y las razones por las cuales
el Capítulo se ha llamado también “novela ilustrada y policíaca de los
últimos tiempos”. Un diseño basado en este Frankenstein original,
Frankenstein que, como Ferneli, también construyó su monstruo.
Nota 2. Ferneli libresco, Ferneli afecto a citar las citas de sus libros y
personajes queridos, Ferneli que ve un juego en el juego de escribir, propone
al lector un juego o malabar literario que entretenga su lectura. Y la primera
pregunta, pregunta del juego Adivine el personaje, se encuentra entonces
aquí, en un fragmento tomado de la página anotada:
“Con los brazos contra la pared, la cabeza entre ellos y el cuerpo
inclinado en dirección del agua, Ferneli se vio a sí mismo como un detective
clásico trabajando en un caso clásico recordando los gestos y el aroma del
edificio de carne que podía haber entrado en una oficina también clásica y
también imaginaria, sin anunciarse, abriendo la puerta sin ningún preámbulo
y diciendo con voz chillona al inicio de un ejercicio de estilo escrito alguna
vez por Ferneli parodiando a Kinsey Millhone y su serie de novelas...”
Kinsey Millhone y su serie de novelas iniciada con la A de Alibi –
coartada–, serie planeada por su escritora –Adivine el personaje– como una
serie que alcance desde la A a la Z, iniciándose la primera: “Me llamo Kinsey
Millhone. Soy investigadora privada con licencia expedida por las
autoridades del estado de California. Tengo treinta y dos años, me he
divorciado dos veces y no tengo hijos. Anteayer maté a una persona y el
hecho me preocupa. Soy simpática y cordial y tengo muchos amigos. Mi piso
es pequeño, pero me gusta vivir en espacios reducidos”.
Advertencia: Procure el lector que Adivine el personaje y se entusiasme
con él, evadir a su traductor español, Antonio-Prometeo Moya, el hombre es
un follón.

Nota 3. “Allí estaban las gráficas que acompañaban las noticias de


diarios sensacionalistas o supuestamente objetivos. ‘Documentos. La
explotación del hombre por la bomba y por el hombre’, ‘Un relato de Vitey.
La pólvora antes de Jesucristo’, ‘Aquí no hay derecho a la vida'. Habla joven
estudiante, hijo de una de las víctimas’”. Archivo del Crimen.

El atentado a Maza Márquez


“NO VOY A LLORAR A MI MAMA”.
“AQUI NO HAY DERECHO A LA VIDA”.
Habla joven estudiante hijo de una de las víctimas.
LA SEÑORA SE DIRIGIA A SU TRABAJO
Bogotá. (Vía RCN). Un joven estudiante de Educación Física que iba a presentar
un parcial en la Universidad Pedagógica, fue el encargado de reconocer a una de
las víctimas del atentado contra el general Miguel Maza Márquez.
Se trata del joven Luis Hernando Reyes, quien vistiendo su sudadera, traje
deportivo, llegó hasta el lugar donde yacía el cadáver de su señora madre.
Tembloroso, levantó un plástico amarillo y en segundos la identificó. “Es mi
mamá”, dijo a un agente del DAS.
Luis Hernando Reyes relató a la cadena RCN que su madre le ayudaba en su
carrera universitaria, a la medida de sus críticas condiciones económicas. “Aquí no
hay derecho a la vida”, exclamó.
Reyes dijo que la señora Francia Helena Sarmiento, de 40 años de edad, había
salido temprano a trabajar.
Del trabajo llamaron porque era muy cumplida. Eran las 7:30 y no llegaba.
“Además, pusieron una bomba y estamos preocupados”, dijeron a uno de sus
hermanos que le avisó a la universidad, indicó. “Qué democracia... no hay nada...
guerrilla, narcotráfico, paramilitares, los mismos militares..." ¿En qué andamos?
¿Yo qué saco con llorar a mi mamá? ¿La ve allá tirada? No puedo desesperarme,
dijo el joven Reyes.
La señora que resultó muerta tras la explosión era madre de cuatro jóvenes. Su
esposo salió temprano a trabajar. Solo después del mediodía se enteró de lo
ocurrido.
El siguiente es el texto del reportaje concedido a RCN por el joven Luis
Hernando Reyes en el escenario de los hechos:
–¿Usted cómo se enteró de esto?
“Ella se suponía que entraba al trabajo a las 7 y eran las 7 y 30 y no llegaba. Ella
trabajaba en el Instituto Médico Personal que queda a una cuadra. Ella trabajaba en
servicios generales. No llegó y me llamaron a la casa a contarme que había
estallado una bomba, que viniera a ver qué había pasado”.
–¿Usted estaba en su trabajo?
“No. Estaba estudiando porque tengo un parcial hoy. Estudio Educación Física
en la Universidad Pedagógica. Ella me ayudaba en algo. Yo trabajé un tiempo, y
ahorré y con eso pagaba mis estudios. Ella me ayudaba en un libro, en cualquier
cosa”.
–¿Cómo está su familia?
“Somos cuatro hermanos. Mi papá salió a trabajar esta mañana”.
–¿Él ya sabe?
“No sé, porque yo salí y no sé si le habrán avisado. Mi hermano se quedó en la
casa, la otra es casada, me imagino que ya se enteraría”.
–¿Usted qué piensa de todo esto?
“Ya que me da la oportunidad pues el país está dividido en dos partes. Izquierda
y Derecha. Maza Márquez es una ficha que defiende la derecha. No le conviene a
la izquierda y a ellos les convenía eliminarlo. Y los paganos son los del pueblo,
que lo único que hacen es luchar por una cosa y de un momento a otro todo lo que
han luchado se va. Uno no tiene derecho aquí a la vida. ¡Qué democracia! ¡Nada!
¡Guerrilla, narcotráfico, paramilitares, los mismos militares, las fuerzas armadas,
policía, aquí lo joden a uno, hermano! ¿En qué andamos? Yo que saco llorando a
mi mamá. ¿Sí la ve allá tirada? Para qué. Qué desespero ni que nada. Toca tomar
las cosas con calma y tratar de buscar unas soluciones. Por uno mismo. Uno qué va
a cambiar a todo este pueblo. Si no cambia uno mismo no cambia nada”.
–Lo sentimos y admiramos su sangre fría en este momento...
“Se debe tener sangre fría porque aquí lo que pasa es que la tensión, que es lo
que tiene jodido al pueblo, no lo deja hacer nada, no lo deja pensar. Tras de que el
sistema no le da medios de educación sino que antes lo jode a uno y no le da
medios para que uno mire más allá de sus propias narices. Aquí es donde vamos.
Así seguiremos. Si no cambian los de arriba que son los que tienen el poder, las 20
familias que dominan el país, ¡el pueblo seguirá en las armas, sufriendo las
consecuencias, esto!”.

Nota 4. “La fantasía hecha verdad, la Otra Parte de la que hablara en


otros tiempos un autor de literatura fantástica descendiendo hasta el peor de
los infiernos y simbolizándolo en una ciudad imaginaria que ahora, tal vez,
era real para Ferneli”.
Otra Parte, reino de pesadilla y fantasmas debido a un dibujante que
conjuró sus demonios escribiendo sobre ellos, describiendo sus terrores,
recordando en su aventura al Señor Absoluto de los Sueños, el señor Claus
Patera. Adivine el personaje.

Nota 5. “Ferneli se tambaleaba. Pisaba una superficie inclinada y su


cabeza era un horno. Le vitaba en una embriaguez que le parecía enfermiza y
lo hacía sentir eufórico. Estaba bajo el volcán, tratando de sostenerse. ‘Allí
ardía un cerebro intoxicado’ ”.
De un artículo de William Gass sobre un borracho preferido por Ferneli,
venerado, borracho entre los borrachos, el santo de los escritores borrachos.
Adivine el personaje. Acá hay otra pista, el inicio del mencionado artículo,
artículo que viene al caso: “El tiempo no pasa en las cantinas. Están en
penumbras como está en penumbras una iglesia, muchas veces iluminada por
velas y, ocasionalmente, por inesperadas partículas de luz procedentes de
grietas abiertas en sucias e incalificables paredes, y no falta el frecuente
murmullo de los sacerdotes al oficiar ni los fieles que acuden aún a horas
misteriosas a la cripta de este o aquél santo extravagante –la Virgen en el
caso de quienes no tienen a nadie, por ejemplo–, santuarios con nombres
extraños pero expresivos: El Bosque o el Bella Vista Bar, el Salón Ofelia, El
Petate, El Farolito...”. No podemos decir más.

Nota 6. “Ferneli sentía que regresaba de la tumba. Su cabeza se


despejaba lenta pero efectivamente. ‘¿Estamos de guasasa?’, le preguntó al
Buitre mientras lo inyectaba”.
Cambios en el lenguaje, cambios de jerga, cambios en el significado de
un lenguaje que en la calle –y en el tiempo– se transforma. Guasasa, aquí
usada por Ferneli como relajo, como fiesta y diversión, casi como pachanga –
no la musical, decimos aquí la pachanga del relajo–; Guasasa que fue
consignada en su tiempo por don Esteban Pichardo en su Diccionario
provincial casi razonado de voces y frases cubanas y en el año de gracia para
el léxico americano de 1836, de la siguiente manera, entre las palabras
Guasanga y Guasca: GUASASA.- N. s.f. -Voz ind. -(Díptero) - Especie de
mosca mucho más chica que la común, que frecuentemente y en gran número
se ven juntas y fijas en las paredes y lugares húmedos.

Nota 7. “Las historias del Hombre Elefante, de Frankenstein, del


Hombre Tortuga o la Mujer Tatuada, de las Hermanas Siamesas, Violet y
Daisy Hilton –encadenadas por la cadera y condenadas, como tantos otros, a
la morbosa curiosidad de una especie que no soporta sus propias
deformidades si no es en una pista de circo o en un parque de atracciones–, se
repetían allí”.
Las Hermanas Siamesas, Violet y Daisy Hilton, las protagonistas de un
film no menos escabroso que sus propias vidas, vidas difíciles, vidas
rápidamente felices, permanentemente tristes. Chained for Life, el film,
dirigido en los años 50 por Harry Fraser, fue descrito así en The Psychotronic
Encyclopedia of Film por otro ser encadenado de-por-vida a esta clase de
films, Michael Weldon, de la siguiente manera, presentada aquí de modo
facsimilar:

Chained for Life, 1950, Classic Films (B&W)


Producer: George Moscov
Director: Harry L. Fraser
Screenwriter: Nat Tanchuck
Violet and Daisy Hilton, real Siamese twins who appeared in Freaks, sing and
dance in this exploitation drama in which one of them is accused of murder. It’s
nothing compared to their real story. Born in England in 1908, they were sold by
their barmaid mother to a woman who treated them little better than slaves and
became rich by showing them off at freak shows in America. In the 30’s they were
taken to court by a woman who named them as correspondents in a divorce suit!
The spectacular trial ended with the dismissal of their suit, and long-awaited
freedom. By the time they made Chained for Life, they were owners of a hotel in
Pittsburgh. By the ‘60s, the money was gone and they operated a fruit stand in
Florida until they died in 1964. The nearly plot-less film contains endless ordinary
novelty acts for padding. With Allen Jenkins, once a popular member of the
Warner Brothers stock company. Originally shown in adults-only theaters.

Nota 8. “Un caos que, de cierta manera, se había perpetuado, fiel a la


tradición que consignara un cronista legendario de la ciudad, testigo de una
época cuyo terror agobió a sus habitantes”.
El cronista legendario de la ciudad, el cronista entre los cronistas, el
cronista admirado con fusilamientos, sucesos y aventuras, cuyo nombre hoy
se asocia a otra hermosa cronista, tan legendaria como él, prologuista de una
edición completa de las crónicas del cronista. Adivine el personaje.

Nota 9. “Una cita que ocupaba un lugar de honor en la cartelera de


Ferneli y que definía con exactitud la corrupción del sistema legal y el estado
de las cosas por el que atravesaba la ciudad. Una muestra de agudeza literaria
que podía ser nada cuando alguien padecía en carne propia incluso la más
suave de las violencias”.
Cita citable, cita citada por muchos que, como Ferneli, se han
entusiasmado con el verbo, la prosa, el estilo y el genio de este dueño de la
ficción policíaca. Adivine el personaje.

Nota 10. “Vivir con él era someterse a un espectro amplio y variable de


cambios repentinos, de bandazos entre aquel par de extremos que de forma
deslumbrante y sin establecer ninguna diferencia, definían a Ferneli. Recorría
con él un laberinto imaginario o real que abarcaba desde una seriedad
típicamente adulta a la seriedad infantil con la que un lector podía creer en el
reino de Alicia en el país de las Maravillas o en las tramas diseñadas por
James Barde. Su definición la encontraría Sara en una entrevista realizada a
uno de sus amigos, más que imaginario, entrañable, aludiendo en un video al
sentido del juego, un juego comprendido de la misma forma como siempre lo
asumía Ferneli, en términos que Sara recordaba así: ‘El mundo de lo lúdico,
una de sus ramas más hermosas...’”.
Amigo entre los amigos imaginarios de Ferneli, el mejor amigo, amigo
que siempre emprendió y comprendió el juego de escribir como gran juego,
jugando al juego literario a lo largo de su obra, jugando desde siempre con las
fichas que a su modo mueve Ferneli en su juego, las fichas del lado de allá y
el lado de acá, escribiendo con nostalgia en la hora de su muerte, refiriéndose
a su ausencia, sobre el “juego de ultratumba en el cual el papel de espectros
lo interpretan los mortales del lado de acá de la tumba y no los que
plácidamente descansan en la eternidad de su tumba”. Adivine el personaje.
Nota 11. “Días antes, en un restaurante cercano a ese, un maniático
exhibiría lo peor de su locura militar disparando contra la concurrencia que
estaba reunida allí, recordando la jungla donde transcurrieran sus pesadillas
de guerra, el hombre mostraría con orgullo un rifle al que con seguridad no
dejaría de hacerle el amor un sólo día, para luego disparar sacando a flote a
un Hyde que opacó del todo al Jekyll bonachón con el que lo identificaban
sus vecinos”.
Archivo del Crimen: Diciembre 4. 1986. Masacre al norte de Bogotá.
Sicópata asesina a 23 personas en el edificio donde vivía y en un restaurante.
Ayer, en horas de la noche...

Nota 12. “Nada puede ser más entretenido que el hecho de sentir miedo.
De ahí el éxito de las novelas y los films de terror”.
De un libro para algunos apócrifo, para otros bíblico, libro de libros
debido a un erudito en toda ficción de horror y su historia, gran libro de
horror. Adivine el personaje.

Nota 13. “Era el momento apropiado para repetir las palabras con las
que finalizara su relato un cronista legendario de la peste: ‘Cien mil almas se
llevó/ ¡Pero yo sobrevivo!’ ”.
Cronista legendario de la peste, el cronista de la peste entre las pestes del
siglo XVII en Londres. Además de su libro sobre la peste, siempre tendremos
en él al creador y recreador de una historia que ha mostrado en el tiempo las
venturas y desventuras’ del hombre civilizado retornando al mundo salvaje,
la civilización por hacer. Un relato también legendario como aquel de la
peste, relato respetablemente honrado en novelas no menos honrosas como
La piedra lunar de Wilkie Collins. Adivine el personaje.

Nota 14. “Sacó una libreta y la deslizó a través de la mesa, abierta en


una hoja en la que se leía: ‘El espectro de la violencia es particularmente
aterrador e intolerable para nosotros cuando lo vivimos a sangre fría...’”.
Cita citable, cita de Roland Penrose en Violence in Contemporary Art,
colocada como cita y epígrafe de un libro sobre el cine de horror, otro libro
sobre el cine de horror, clásico, auténtico y para nadie apócrifo. ¿Su autor?
Adivine el personaje.

Nota 15. “Ferneli leía la descripción de la indumentaria de aquel dios


tratando de encontrar una semejanza con la imagen que tenía de su personaje.
Aunque no era exactamente una divinidad, pensaba que su sacrificio le había
otorgado una dignidad sagrada. El retrato, tal vez imaginario, que mostraba
en su cartelera la figura de un rey de belleza incomparable –y algo europea
por la delicadeza de sus rasgos–, era una aproximación casi perfecta. Dueño
de una gracia y un aire de nobleza que se habrían diluido en el tiempo de no
ser por el ilustrador de un manuscrito ahora preservado en un santuario
libresco, aparecía con una manta y un taparrabo –un maxtlatl, tal y como
anotara el autor de un volumen precioso para Ferneli por la sorpresa que le
deparara–, decorados con dibujos geométricos. Adornaba su cabeza con un
tocado de plumas y orejeras, además de un collar y brazaletes, y tenía en una
de sus manos un abanico y en la otra un ramillete de flores. Sus pies estaban
calzados con sandalias y la expresión de su rostro –ajustado por Ferneli a su
memoria arqueológica como un rostro de frente inclinada, nariz prominente y
labios salientes– mostraba una serenidad reflexiva. La disposición de su
cuerpo era de relajamiento, imprimiéndole a su pose una fragilidad y una
suavidad en las formas que podían transformarse en cualquier momento,
cambiando el ramillete por un cuchillo de piedra para manipular en los
sacrificios”.
Un grabado precioso en un volumen precioso –La vida cotidiana de los
aztecas en vísperas de la Conquista de Jacques Soustelle–, que muestra el
perfil, la idea o el molde, de un personaje para Ferneli precioso. Aunque el
personaje no es exactamente el rey, no es exactamente nuestro rey de
Texcoco, Netzahualpilli, algún maya o algún azteca en particular, su imagen
contribuyó para que Ferneli perfilara la silueta de su personaje que, más que
un personaje, es un símbolo.
Nota 16. “Durante su lectura se repetía incesantemente una oración
sencilla, de fácil recordación, debida a un sacerdote de aldea que entusiasmó
con su lenguaje escueto, poco fantasioso y excepcional si se tiene en cuenta
que muchas plegarias son fragmentos de historias fantásticas, a un infante
que sería con el tiempo especialista en toda ficción criminal y presentador de
un volumen sobre el cine criminal. ‘Queridos hermanos’, anotaba recordando
la letanía del sacerdote. ‘Yo moriré, tú morirás, todos nosotros
moriremos...’”.
Autor célebre y volumen célebre, de los primeros volúmenes sobre el
cine criminal, sobre el cine negro visto en panorama, desde la A a la Z.
Adivine el personaje.

Nota 17. “Doblándose sobre el brazo de un asiento, se veía el fragmento


de un artículo –‘El club del fuego infernal’– copiado con tintas de varios
colores. Ferneli recordó a su autor, un periodista querido que siempre
promulgaba por el placer de las horas nocturnas (‘Tengo una teoría: la verdad
nunca se dice en el horario de nueve a cinco’) y la necesidad de ir incluso
más allá del fondo de las cosas...”.
Hells Angels, Fear and Loathing in Las Vegas, Generation of Swine –
Tales of Shame and Degradation in the 80’s–, personaje entre los personajes
de Ferneli, catador de la africana ibogaina, su mundo periodístico es el
mundo no-oficial del periodismo, el lado nocturno, si se quiere oscuro, del
periodismo, la política, el poder y ciertos mundos marginales. ¿Por qué el
periodismo? “Prefiero beber con periodistas... No hay que levantarse
temprano... Es un oficio que me permite aprender y obtener dinero por ello”.
Adivine el personaje.

Nota 18. “Un profeta había escrito que todo era fantasía, un sueño, un
mundo de vastas emociones y pensamientos imperfectos”.
Ferneli reconoce sus deudas, alaba sus influencias, las agradece. Un
mundo de vastas emociones y pensamientos imperfectos debido, no
exactamente a un profeta, a un escritor que ha hecho del género policíaco un
género que muestra, según afirmación de un crítico, a la fiera sin la máscara
de las fieras. Mandrake, Morel, Lucia McCartney, Lima Prado, Guedes,
Delfina Delamare, El Cobrador, como ecos, a su modo y su manera de
Raymond Chandler; la literatura policíaca y el molde que permite describir la
violencia que padece, no sólo en la página libresca, su lector. Adivine el
personaje.

Nota 19. “¿El lenguaje como juego malabar? Sí, como juego malabar
jugado y conjugado por acróbatas únicos en un medio donde la artritis
parecía virus”.
Su juego malabar es juego único. Su lenguaje, una guaracha –¡qué gran
guaracha!–. Y en El lenguaje como juego malabar, título de una entrevista
concedida con su gracia malabar, sin par, declaró cómo “toda literatura es una
peleada suma de veces y de voces consumidas y consumadas con el propósito
de continuar el acuerdo o continuar el desacuerdo”. Su suma, su verbo, es
entonces juego, juego que gusta por su sabor, siendo el verbo, en sus manos,
el verbo hecho gracia como éxito fenomenal, musical, gran verbo y gran
guaracha. Adivine el personaje.

Nota 20. “–La reina de los malditos –dijo Ferneli citando”.


Cita citable, cita vampiresca de Ferneli, cita de una dama que logró
entrevistar a un vampiro, escribir la saga del vampiro Lestat, realizar una
serie de crónicas que han quedado como grandes crónicas de los vampiros del
siglo. Adivine el personaje.

Nota 21. “Además –concluyó Ferneli con una actitud flemática–, ¿no
recuerda usted quién dijo: ‘Sólo lo difícil es estimulante’?”
Cita de un personaje monumental, monumental en su prosa, en su verbo
y en su físico, monumental en los grandes y grandiosos tabacos que ensartaba
en su boca, monumental en sus novelas, novelas de gran peso, novelas y
ensayos de un peso pesado, monumental en sus relatos barrocos. Personaje
querido por la amistad que mantuvo con ese otro gran personaje de Ferneli,
su gran amigo imaginario, el mejor amigo. Adivine el personaje.

Nota 22. “Greenstreet tomó una llave que colgaba de su leontina, se


inclinó para introducirla en la cerradura del objeto que tenía la forma y el aire
de santidad de un sagrario, y sacó de su interior un cilindro, manipulándolo
como si fuera el cuerpo de Cristo. Lo protegía con sus manos con el mismo
embeleso de una madre acariciando por primera vez a su hijo. Después de
colocarlo en la mesa, lo desenroscó lentamente por su parte superior,
dividiendo los signos de una inscripción incomprensible y extraña. Un
músculo o un corazón de color cambiante, el embrión de una criatura que
irradiaba una luz variable, se retorcía entre un cofre funerario que
representaba una calavera sonriente, una muerte feliz tallada en cristal de
roca, celebrando con gesto armonioso los dones de un más allá plácido, sin
tinieblas. No era una muerte común, no era la muerte funesta o trágica. En
ella no existía el temor y su alegoría era un símbolo del jolgorio. Su universo
era la fiesta y su transparencia acababa en la masa que parecía respirar al
interior de tal rostro”.
Sobre el simbolismo de las cajas entre las cajas al estilo de la Caja de
Pandora, Ferneli se guía según Juan-Eduardo Cirlot y su Diccionario de
símbolos encontrándose allí la explicación de este símbolo.
Caja
Como todos los objetos que sirven fundamentalmente para guardar o
contener algo, símbolo femenino, que puede referirse al inconsciente o al
mismo cuerpo materno. Nos referimos a los objetos de forma no esférica, que
son simbólicos de totalidad y principio espiritual. El mito de la caja de
Pandora parece aludir al significado del inconsciente, aunque particularizado
en sus posibilidades inesperadas, excesivas, destructoras. Diel asimila el
símbolo a la “exaltación imaginativa”. De otro lado, quisiéramos señalar la
analogía, el parentesco, entre la caja mencionada y el “tercer cofre” que
aparece en muchas leyendas. El primero y segundo contienen bienes y
riquezas; el tercero, tempestad, devastación, muerte. Este es un claro
simbolismo de la vida humana, del ciclo del año (dos tercios favorables, un
tercio adverso).

Nota 23. “Aparte del título de un libro que dudosamente habría cruzado
por los ojos, la existencia y el mundo de Greenstreet (‘El cerco se estrecha, el
poder sagaz de los sabuesos y de la mente amenaza de hora en hora’), no
sabía a qué se estaba refiriendo el gordo nombrando un par de emblemas
perseguidos como una ilusión por muchos y alcanzados en realidad por
pocos”.
Otro poder y otra gloria, el poder y la gloria –aquí ya se dijo todo– de un
lector que encontrará, en este y en otros libros, el mundo de un escritor que
conjura con su oficio sus fantasmas personales –su otro yo, la religión, el
amor el miedo o la mezquindad, y un etcétera que abarca otros fantasmas–,
encontrando además el autor, en la redacción de sus libros, las vías de escape
que luego recuerda Ferneli, a su modo, en su Capítulo..., prolongando en él
esta idea: “Escribir es una forma de terapia; a veces me pregunto cómo se las
arreglan todos los que no escriben, componen o pintan para escapar de la
locura, la melancolía, el terror pánico inherente a la situación humana. Auden
observó: ‘El hombre tiene tanta necesidad de escapar como del alimento y el
sueño profundo’”. Adivine el personaje.

Nota 24. “Nadie entrará en tu fortaleza y serás el señor de tu castillo”.


De la Biblia sobre el lado oscuro del infierno; Biblia sobre ángeles
caídos, malditos y desposeídos; Biblia que describe un mundo agraciado o
desgraciado, según lo vea el lector; Biblia descreída y profana; Biblia
escondida y prohibida por siglos, perdida y recuperada; la Biblia apócrifa del
Diablo del siglo XIII, traducida del hebreo al español por Genfief S. Hakim.

Nota 25. “A modo de ilustración traía un recetario en el que se mostraba


el cuerpo de una de las víctimas, señalado en sus partes más exquisitas según
el modo de preparación, real o imaginario, empleado en lugares como las
islas Marquesas o por tribus como la Papúa o por los cocineros indígenas de
la isla Rossel”.
Canibalismo a la carta, canibalismo exquisito, canibalismo para
gourmets especiales; para Ferneli, el Archivo del Crimen se convirtió en
tesoro caníbal y muestra de diseño caníbal como muestra el siguiente diseño.
Nota 26. “Otro tiempo, otras circunstancias, otro medio. Ferneli
recordaba la historia y comprendía a través de ella cómo en la ciudad, el
mismo espectro y los mismos canallas, deambulaban por sus calles.
¿Democracia? Lo que se respiraba entonces era una leve dosis de tolerancia,
permitiendo que los grupos marginales a una política ambigua presentaran su
espectáculo, liquidándolos en el momento en el que empezaban a tener una
fuerza y un sentido reales, más allá de los límites que les habían marcado.
“De resto, todo era un chiste. Una broma amarga, olvidada una y otra
vez por una población amnésica...”.
Chiste o broma amarga, el asunto no es de chiste. Y Ferneli, memorioso,
recuerda otro aparte, otro fragmento, otra idea de su Capítulo...: “Aunque las
circunstancias no podían ser peores, más allá de las tragedias y el caos,
resultaba más aterradora la reacción de un ciudadano anónimo que padecía la
nostalgia de un espectro militar sentado en la silla presidencial o defendía la
pena de muerte sin hacer ningún tipo de análisis, sin preocuparse por
relacionar los posibles factores que permanecían escondidos en un medio del
todo corrupto, absurdo hasta bordear los límites del humor más siniestro; un
ciudadano que respondía de forma emotiva y furiosa a la situación del país,
basándose en sus propias neurosis o alimentándose de una información mal
leída y filtrada –o manipulada– por los medios. Esperaba entonces que otros
decidieran por él, cayendo en la resignación y el lamento, en la miseria
anímica de la que se culpaba a un engendro social que parecía invisible y
desprotegía a sus huérfanos”.
A esto, Ferneli agrega una semblanza de la estupidez –o la bajeza de
espíritu– de una parte de la población del país, conocida y reconocida como
otra aventura de horror; una aventura escuchada “de viva voz”, en una de las
tantas mañanas cuando se sucediera uno de los tantos atentados de entonces;
una serie de llamadas telefónicas que por efecto de magia o misterio, entraron
y penetraron en la onda de su radio mientras buscaba noticias, registrando –
no se aterre el lector– la concepción, apreciación y dimensión que, tal vez,
gran parte del país tendría de aquella tragedia que pudo ser otra tragedia
cualquiera. Escuche pues el lector, o imagine, mientras lee, que escucha:
Y qué.../ No hermana, grave esa vaina.../ Sí, se tiraron todo, se tiraron el
día de la secretaria.../ Se lo tiraron pero tirado porque ahoritica me imagino
que habrá ley seca.../ Ay, sí, claro.../ Y esta noche que el guaro iba a estar
más bueno.../ Sí, claro.../ Y esto oritica se pone todo feo.../ Y dígame, ¿el
doctor ya llegó?/ Sí, ya llegó.../ ¿Le ha dicho que lo he llamado?/ Sí, yo le
dije, espere que aquí sale... ¡Doctor! Doctor Vergara, tiene una llamadita... …
… Uy, pero limítese a contestar, hágame el favor.../ Aló.../ Hola... No me
grite que no estamos peleando, ¿o sí?/ No, no, mamita, ni más faltaba... Qué
más de nuevo.../ No, yo aquí como loca llamándolo pero siempre que lo
llamo no lo encuentro.../ Ah, terrible, no se da cuenta.../ Y después dice que
yo soy una ingrata, que yo no sé qué, que yo si se más.../ Mejor dicho, y
cuando yo llamo usted no suelta ese teléfono... /Risas/ Qué más.../ No
señor.../ ¿Ni pensarme?/ Pensarlo porque si no lo pensara no lo llamaba.../
Ah, mejor dicho, esas son las cosas que lo reconvienen a uno con esta vida
tan trágica... Qué más.../ No señor, trabajar.../ Tan juiciosita.../ Para que
vea.../ Esas son de las cosas que te admiro, ve... /Risas/ Pues sí... /Ambos/
Qué más.../ ¿Ya me mandó el ramo de rosas?/ Claro mamita.../ ¿Sí?/ Sí…/
Ah, bueno, siquiera... ¿Y a mi hermana ya le dieron algo?/ No, pero le vamos
a dar.../ ¿Qué le van a dar?/ Esa es una sorpresa…/ Mejor dicho, secretaria
como ella no hay, o qué…/ No, no, claro que no, imposible, sólo la iguala o
la supera la hermana.. /Risas/ Qué más.../ No señor... Ahí, escuchando las
noticias… Es que la situación está terrible.../ Grave la cosa.../ A dónde
iremos a parar.../ No, pues así vamos a quedar muy poquitos... /Risas/ Claro
que eso en el fondo sirve porque es una selección natural, o no digamos que
natural, o sí, digamos que natural porque es del mismo ser humano... Qué tal
que no se muriera toda esa gente, cómo haríamos para repartirnos lo poco que
hay.../ Uy.../ No alcanzaba la comida.../ Uy, tan egoísta.../ No alcanzaba la
comida, el techo, ¿sí o no?/ Sí, claro.../ Grave la cosa... No, fuera de charlas,
realmente la situación es tremendamente lamentable, tremendamente
lamentable… … Y qué, ¿muy regalada?/ No... Mejor dicho... No muy muy
pero ahí... Regular... ¿Y a mi hermana qué le han dado?/ Yo le di un par de
picos.../ No, eso no vale.../ Cómo que no... ¿Usted se va por las cuestiones
materiales o por las cuestiones espirituales, del corazón?/ Es que se supone
que los picos son para mí, o no.../ Es que los de ella son en la mejilla... En
cambio los otros son más especiales... /Risas/ Qué más, qué hizo el viernes...
Yo me quedé aquí esperándola... ¿No dijo que iba a salir temprano?/ Sí, pero
salí tarde y estaba llena de gente, entonces.../ Grave la cosa.../ Grave grave…/
¿Y mañana... sale temprano?/Parece que sí... O eso creo.../ ¿Me llama?/
Bueno.../ Que me piense.../ Bueno señor.../ Chao.../ Chao... *** Hola
señorita, cómo está, qué hay de esa nena.../ Bien, si señora, gracias.../ Toda
traviesa.../ No, qué va...¡Impresiones!/ Mire, es que yo la llamaba para
molestarla.../ Señora.../ Resulta que no voy a ir a la cita porque, pues con esto
que pasó.../ Sí, ya mucha gente empezó a cancelar.../ Es que le da a uno
miedo.../ Sí, ya todo el mundo empezó a cancelar.../ Imagínese... Entonces
dije, voy a llamarla para ver cuándo hay tiempo después.../ Sí, le agradezco,
así empiezo a llamar a los que no me han llamado a ver qué pasó... Porque
esto se pone horrible, póngale cuidado que hay desde Ley Seca y seguro
hasta toque de queda porque imagínese con quién se metieron.../ Y por
ejemplo ahora decían en una emisora que en el hospital ya se presentaron
disparos.../ Imagínese.../ No, esto se pone terrible... ¿Entonces, cuándo sería,
para la otra semana?/ Sumercé me llama la otra semana porque no sé si el
doctor venga la otra semana.../ Bueno, entonces yo la llamo.../ Que esté muy
bien.../ Bueno, buen día... *** ¿Aló?/ Quihubo.../ ¿Sí vio lo que pasó?/
Siiiii… Yo te iba a llamar ahora sino que estaba ocupado el teléfono.../ Y qué
tal está por allá.../ No, por aquí no ha pasado nada... Ahora no más que
escuché cuando estaba haciendo mercado allá abajo, que no me había dado
cuenta, cuando toda esa gente de allá empezó a decir que mataron a no sé
quién y yo, cóooomo así que mataron a quién, que a tal, y yo cóoooomo así, y
me puse a escuchar en el radio y claro, y sí.../ Sí, se acabó de morir.../ Sí,
hace poco.../ Hace diez minutos.../ Imagínate… …Pero no, por aquí no ha
pasado nada.../ De pronto más tarde.../ Más tarde se pone terrible.../ Sí,
imagínate, qué pesar.../ ¿Cierto?/ Pero cómo no lo iban a matar si le estaba
yendo bien por allá en Cartagena, en Santa Marta, que estaba haciendo, por
allá.../ Lo habían nombrado senador de no sé qué vaina, ¿no?/ Sí, allá ocupó
el segundo puesto en unas encuestas que hicieron y entonces, cómo lo iban a
dejar, tú crees que lo iban a dejar subir de ahí si con el ejército persiguiéndolo
como veinte años por allá para matarlo y no lo pudieron matar y ahorita que
lo pueden coger lo van a dejar subir a la presidencia? Eso lo quebraban
porque lo quebraban... De todas maneras.../ Pobrecito, qué pesar…/
Imagínate.../ Pesar porque tan joven también…/ Lástima.../ Más joven que
aquel otro que iba para los treinta, ¿cierto?/ No, ese tenía como treinta y cinco
y este tendría por ahí veintipico…/ Eso.../ No, estaba joven, para qué.../ Qué
pesar.../ Y esto oritica se pone maluco porque imagínese, eso vuelven a tomar
la armas y toda la vaina.../ También estaba pensando en eso, que de pronto se
alboroten o alguna cosa.../ Esto se pone maluco porque vuelven a tomar las
armas... No, mejor dicho.../ ¿Tú desde qué horas escuchaste eso?/ Uuuuuuh,
desde que empezaron.../ ¿Sí? Porque yo no escuché sino cuando empezaron a
decir en la plaza porque yo escuché que sí sé fijó que mataron a no sé qué,
que mataron a no sé quién, y yo pregunté, ¿a quién mataron? ¿A quién le
dieron? Y cuando me dijeron, yo, cóooomo así... Claro que me dijeron que no
era grave, pero yo dije, cóoooomo así.../ ¿Y mucho trabajo?/ Sí.../ ¿Sí? Y con
esta llovedera.../ Claro, por eso por aquí está como solo, con esa llovedera.../
Sí... Tan terrible que está.../ No, mejor dicho.../ Aquí está solo y está que me
da el aburrimiento, y para colmo, llego y el radio estaba dañado y me tocó
arreglarlo otra vez para poder escuchar bien... ¿Y ya saliste a almorzar? Ah,
verdad que no son las doce todavía.../ Pues sí, yo te llamaba para avisarte,
para contarte eso.../ Sí, porque yo me había enterado, porque si no, ni me
habría dado cuenta si no hubiera estado en la plaza, porque allá fue donde
empezaron a decir... Por eso siempre es bueno escuchar noticias de vez en
cuando... De pronto uno no se entera quién mató a quién... /Risas/ ¿Cierto?/
Nos hablamos.../ Oye, ¿vas a salir a almorzar?/ Sí.../ ¿Me puedes llamar antes
de que vayas a almorzar? ¿Sí?/ Sí.../ Bueno.../ Chao, juiciosa pues... ***
(Otra llamada, otro personaje) ¿Aló? ¿Berenice? Mire, ¿me hace un favor?
Esté pendiente del teléfono porque de pronto llaman del colegio de los niños,
para ver si dicen que van a traer los niños temprano que fue que mataron a
ese señor.../ Ah.../ Entonces esté pendiente, yo no me demoro, hasta luego.../
Hasta luego... *** ¿Aló?/ ¿Quién habla? ¿Irene?/ Sí.../ Irene, ¿mi mamá
está?/ No señora, ella salió con don Juan Carlos y no han llegado.../ ¿No han
llegado?/ No... Y quién sabe dónde estarán.../ Mire, si llaman o si llegan
ahora, dígale a Mauricio que no se vaya a ir para la universidad, que si él ya
oyó las noticias.../ Sí, él las estuvo oyendo esta mañana.../ Ah, bueno, Irene.../
Sí, señora.../ Bueno pues, hasta luego... *** (Consultorio) ¿Aló?/ ¿Quién
habla?/ Me pasa a mi hermana por favor?/ Un momento.../ ¿Sí?/ Quiubo.../
Qué hace.../ Que el doctor la manda invitar a almorzar.../ ¿Quién?/ Que el
doctor Vergara la manda invitar.../ Ay bueno, voy a ver qué hago.../ Bueno,
chao.../ *** /¿Sí? ¿Gladys?/ Un momentico.../ ¿Aló?/ Aló.../ Hola Gladys.../
Con quién.../ Con María Lucero.../ Ah, sumercé, como le va.../ Bien gracias...
Gladys, ¿por ahí estará mi mami?/ Acabó de irse.../ Ah, carambas... ¿Y Juan
Manuel?/ También ya se fue.../ Ah carambas... Y yo que tenía que conversar
con él... Bueno... Entonces hagamos una cosa, a Juan Manuel a qué horas lo
encuentro.../ Pues no le sé decir, sumercé, porque con lo que pasó no sé si
vengamos esta tarde.../ ¿Verdad?/ Verdad.../ ¿Tan grave está la cosa?/
Grave.../ ¿Siempre se murió ese señor?/ Uh hace ya media hora se murió.../
Qué vaina... Bueno, yo lo llamo mañana.../ Bueno señora.../ Chao mi niña.../
Bueno.../ Váyase rápido para la casa.../ Bueno señora.../ Chao.../ Chao.

Nota 27. “Y la realidad para Hammett, según uno de sus críticos, era
inestable e impredecible, y cada cual debía estar alerta para reaccionar a sus
ironías”.
En su biografía de Hammett, Julian Symons recalca la agudeza que ha
convertido a este crítico en uno de los críticos más inteligentes de Hammett.
Adivine el personaje.

Nota 28. “Presionada entre el vidrio y el marco que contenía al espejo,


la imagen le mostraba, una vez más, el rostro sonriente que Ferneli exhibiera
años atrás al fotógrafo de un parque. Su cabeza se perdía –o resaltaba– en el
centro de un corazón entre los corazones que decoraban el papel, corazones
que ostentaban entre ellos manos entrelazadas al lado de rosas que intentaban
exaltar el sentido –y sentimiento– de una leyenda que quería ser apasionada,
romántica al estilo de una postal antigua, una frase absoluta y cierta cuando le
entregó la copia a una Sara que llegó entonces, para fortuna de Ferneli,
retardada a una cita en el lugar donde el fotógrafo los miró como el padre de
sus sueños. ‘Separados nunca’, leyó Sara. Y desde entonces llevaba en su
cartera aquella imagen de la misma forma como otros utilizaban, a modo de
talismán, las postales del Divino Niño que tenía un santuario al sur de la
ciudad”.
Ferneli, admirador de B. Traven –guardada toda proporción–, intenta
aquí camuflarse en esta foto decorada y chusca. Aprecie el lector.

Nota 29. “Nunca imaginó que quisiera separarse de ella. Y encontrarla


en el marco del espejo, abandonada como una advertencia o como un gesto
indiferente ante la suerte que podía correr Ferneli en adelante, repetía la
historia relatada una y otra vez hasta el cansancio y la pérdida de brillo de la
historia original, del hombre que despertaba, teniendo a su lado un objeto que
sólo existía en el sueño y lo perpetuaba más allá de sus tinieblas”.
Ejercicio de estilo o boceto del cuaderno de apuntes de Ferneli:
Un hombre sueña que su hijo le compra un bombón de chocolate. En el
sueño, el papel de celofán que lo envuelve se encuentra estampado con una
pareja que baila. El hombre viste tuxedo y la mujer un vestido de noche, con
un escote profundo en la espalda. El sueño prosigue con la caminata del
muchacho a lo largo de una avenida lustrosa por la lluvia. En la puerta del
edificio, el portero acciona el mecanismo automático para que entre el
muchacho. En el sueño se ve cómo sigue al ascensor luego de un “Buenas
noches” cordial. Sube a su piso, abre la puerta del apartamento donde todas
las luces están apagadas y hay un hombre soñando en una de sus habitaciones
que su hijo le deja en una mesita, al lado de su cama, el bombón. Cuando el
sueño llega a este punto, el hombre es despertado por el timbre del teléfono.
Escucha entonces una voz trasnochada que le informa de la muerte de su hijo
hace algunas horas. El hombre, sumido en el estupor, trata de asimilar la
noticia y se dirige a la ventana de su habitación observando el brillo de la
avenida lustrosa por la lluvia. Al volverse, descubre en su mesa de noche, al
lado de la cama y relumbrando en medio de la luz pálida del amanecer, un
bombón envuelto en papel celofán, estampado con una pareja que baila. El
hombre viste tuxedo y la mujer un vestido de noche, con un escote profundo
en la espalda.

Nota 30. “De sus hombros despegó un aleteo, aliviando a Ferneli de una
opresión que aturdía su cerebro y las sombras de su sueño. Con el timbre del
teléfono las criaturas se ahuyentaron escapando por el aire con un ruido
similar a una carcajada seca y solapada, dejando que el azar se encargara de
la suerte de Ferneli, prolongando el terror que ellas iniciaran, al fin y al cabo,
ya se había dicho, la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror”.
Borges, Dante, Shakespeare, Poe, Wordsworth y muchos otros, supieron
del horror y de la opresión del horror en el sueño. En una de las noches de sus
Siete noches, Borges se refiere a este aspecto del mundo imaginario. Adivine
el personaje.

Nota 31. “El resplandor inicial que le cegara los ojos era el resplandor al
que siempre estaría sometido otro personaje de otra aventura, el director
general, condenado a los destellos de una fotofobia inclemente –‘Félix tuvo
dificultad en ubicar al director general en la vasta penumbra del despacho sin
ventanas, voluntariamente sombrío, donde los escasos focos parecían
dispuestos para deslumbrar al visitante y proteger al director general, cuya
fotofobia era bien conocida. Al cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los
anteojos ahumados, unos pince-nez que sólo el director general se atrevía a
usar. Como que habían sido el trademark del villano número uno de la
historia moderna de México, Victoriano Huerta. Pero el director general tenía
la excusa de sufrir fotofobia’”.
De una novela dedicada, por estricto orden de desaparición, a la
memoria de Conrad Veidt, Sydney Greenstreet, Peter Lorre y Claude Rains.
En ella encontraría Ferneli un guiño para comprender su historia: “–Para ti, se
inició de veras en un taxi, ¿recuerdas?, ese fue el momento del vuelco, Félix,
ese paso insensible de la realidad a la pesadilla, esa rendija por la que se cuela
cuanto parece cierto y seguro en tu vida para volverse incierto, inseguro y
fantasmagórico. ¿Crees que puedes regresar impunemente a la situación
anterior, recobrar la realidad que perdiste para siempre, volver a ser el oscuro
burócrata, tenorio y marido que se llama Félix Maldonado?”. Adivine el
personaje.

Nota 32. “Acomodarlo a un lío de celos entre las condesas de la fiesta,


era descabellado pero resultaba posible. Una posibilidad demasiado simple y
fácil para ser creíble. Y aun así, las paradojas más excéntricas eran posibles
en esa historia”.
Toda paradoja, gran paradoja, contraria a la común opinión, a la sensata
opinión; extraña físicamente a ley natural o principio demostrado. Y una de
tantas, paradoja entre las paradojas, la que se dio en la ciudad, paradoja sin
fin, interminable paradoja, juzgue el lector.

Invitado Pablo Escobar Gavina a las extras del Congreso


Por un equívoco causado por la desactualización de las listas de congresistas, una
circular enviada por el ministro de Hacienda para pedir asistencia a la sesión
extraordinaria de hoy del Congreso sobre el Fondo Nacional de Garantías fue
enviada al representante suplente Pablo Escobar Gaviria, quien es prófugo de la
justicia sindicado de narcotráfico y de participar en el asesinato del ministro
Rodrigo Lara Bonilla. La misma circular fue enviada también al principal de
Escobar, representante Jairo Ortega, así como a un parlamentario ya fallecido, el
doctor Alberto Mendieta Castiblanco.
Copia del mensaje enviado por el ministro a Escobar Gaviria, dice así:
“Doctor Pablo Escobar Gaviria. Diciembre 16 de 1985. Cámara de
Representantes Cordialmente invítolo asistir martes 17 plenaria Cámara, en
sesiones extraordinarias para proyecto Fondo Nacional de Garantías. Transporte
puede asegurar con doctor Jaime Garay, en los teléfonos 864196 y 855510 del
Ministerio de Hacienda. Agradezco su atención, Hugo Palacios Mejía, ministro de
Hacienda”.

Nota 33. “Para un predicador que viviera en la oscuridad de los siglos y


apadrinara la vanidad y beatería del lugar, este gozaba de un inmejorable
ambiente ‘moral, religioso e intelectual’ que hacía de él un Versalles a este
lado del mar”.
Sacerdote chiflado, beato adorado, su versallesca visión, diríamos más
bien su miopesca visión, se halla graciosa y verbosamente escrita en su libro
de nombre verboso, algo más que farragoso, titulado Guía geográfico-
religiosa de los pueblos que componen el Estado de Cundinamarca en
defensa del clero español y americano y guía geográfico-religiosa del Estado
Soberano de Cundinamarca, por el señor doctor... Adivine el personaje.
¿Quiere otra pista el lector? Su libro fue impreso en la imprenta “La
Ilustración”, 1882.

Nota 34. “Amor, humor, dolor, ira, heroísmo, miedo, disgusto, asombro,
tranquilidad. ¿Acaso las nueve fases de la danza hindú no reflejan el ánimo
de su protagonista en el transcurso de la aventura y en lo que resta aún de
ella?”.
The Basic Nine Moods of the lndian Classical Dance, explicadas por el
rostro y la gracia proverbiales de Sanjukta Panigrahi.
Nota 35. “Las nueve fases de la danza hindú...”. El director de los
Laboratorios presagió a su modo el transcurso de aquella noche, las variantes
y sorpresas que reflejarían la aventura narrada por la bella entre las bellas
apaciguando su alma hacia el final de la danza. Su rostro era entonces la luna
creciente anunciada por un rey de otro siglo, rey sevillano que fuera un
fantasma, condenado a extrañar mientras deambulaba por jardines decorados
con fuentes, la imagen de un rostro que desvanecía su imagen en el aire de
otra noche y otro tiempo”.
Rey-poeta de Sevilla, salvador de El Halcón Gris, famoso bandido de la
vida sevillana en el siglo XI, escritor y descriptor del sueño amoroso:

En un sueño viniste a mi cama de amor. Parecía que tu suave brazo me sirvió de


almohada.
Parecía que me abrazaste, que sufrimos del amor y el desvelo.
Parecía que te besé los labios, la nuca, las mejillas, y que logré mi propósito.
¡Por amor tuyo! Si no me visitara tu imagen nocturna, jamás podría conocer el
sabor soñoliento.
En la traducción, Miguel José Hagerty. Adivine el personaje.

Nota 36. “De nuevo el olor a incienso se espesaba en la atmósfera de los


camerinos. El reflejo de un elefante con su trompa levantada, doblándose en
un espejo y sosteniendo en su lomo las varas ardientes, distrajo a Ferneli un
instante. El ambiente de catacumba y la humedad de los sótanos del teatro, se
camuflaban en esa versión reducida de un templo en Orissa o Konark. La
única escultura viviente era la diosa, desplazándose de los roperos a las sillas
desde las que Sara y Ferneli compartían su reflejo con aquel símbolo de
buena fortuna o piedad”.
El elefante según Juan-Eduardo Cirlot: “El simbolismo de este animal
tiene cierta complejidad y determinaciones secundarias de carácter mítico. En
el sentido más amplio y universal, es un símbolo de la fuerza y de la potencia
de la libido. En la tradición de la India, los elefantes son las cariátides del
universo. En las procesiones, son la montura de los reyes. Es muy interesante
que, por su forma redondeada y su color gris blanquecino, se consideran
símbolo de las nubes. Por los cauces del pensamiento mágico, de esto se
sigue la creencia en que el elefante puede producir nubes y de ahí la mítica
suposición de la existencia de elefantes alados. La línea elefante, cima de
monte, nube, establece un eje del universo. Probable derivación de estos
conceptos de clara impronta primitiva, el uso del elefante en la Edad Media
como emblema de la sabiduría, de la templanza, de la eternidad e incluso de
la piedad” (Diccionario de símbolos).

Nota 37. Acerca del grafiti que se ve en tal página, y sobre otros grafitis,
recordemos la palabras, palabras imaginarias, palabras de ficción o palabras
reales, escritas por Lou Reed y John Cale en su disco-homenaje a su amigo
Andy Warhol, Songs for Drella; palabras que dicen en “Trouble with
classicists” (The trouble with a classicist he looks at a tree/ That’s all he sees,
he paints a tree), refiriéndose a los artistas anónimos y callejeros después de
hablar de los clasicistas, los impresionistas, los surrealistas, así:

I like the druggy downtown kids who spray paint walls and trains
1 like their lack of training, their primitive technique
I think sometimes it hurts you when you’re afraid to be called a fool
The trouble with classicists is...

Al fin y al cabo, el problema con los clasicistas también puede ser su


imitación fiel de un objeto o una cosa, de una realidad tal-y-cual. En realidad,
no es la cosa lo que importa sino el ojo que puede descubrir un nuevo aspecto
en la cosa.

Nota 38. “Además, si todas aquellas razones no eran válidas,


descerebradas, sin razón, ni siquiera tenía que echarle un vistazo a la tarjeta
de los Laboratorios para conocer su mensaje y empezar a comprender parte
de su trama o de la trama de quien fuera: ‘En ocasiones, no se trata de develar
el misterio. Simplemente se trata de conocerlo o evidenciarlo'. ¿No recuerda:
‘El hampa ya no está aislada, está en todas partes, es nuestro mundo
cotidiano’ o ‘El simpático detective no siempre resuelve el misterio? A veces
no hay misterio; otras, ni siquiera hay detective’”.
Cita citable, proveniente de “destacado novelista francés
contemporáneo” y amigos, citados por él en una buena y negrísima historia
de la novela policíaca. Blaise Cendrars el primero, Marcel Duhamel el
segundo. Misterio digno –o casi– de una román noir. ¿Quién es el autor?
Adivine el personaje.

Nota 39. “Querida Marchita: Cosmología es Magia, es Ley y Sabiduría.


Por ella nos regimos y nos dirigimos hacia nuestros seres queridos, amigos o
enemigos. Es Magia y es Ritmo y su ritmo nos afecta y nos mueve o nos
conmueve, y es debido a él que somos o no, tú bien lo has dicho. Pero
reflexiona y atiende, orienta tu vida: ¿qué son para ti, qué desearías o cómo
las ves, la Felicidad o la Dicha? Cosmología es Universo y Universo de
Universos todo Universo se guía por ella. Y sus reglas, olvidarlas, pueden
causar sufrimiento, dolor, inalcanzables quimeras. Así que atiende, medita y
reflexiona antes de responderte a ti misma. Tu orientación es precisa y me
despido de ti como citaba un colega: “La siembra es libre pero la cosecha será
obligatoria”.
Buzones femeninos, buzones masculinos, correos sentimentales y
dramas emocionales. Folletines reales o folletines teatrales, como en el libro
de Reynaldo González, Llorar es un placer, una dicha que jamás desdicha.
¿Y los ejemplos? Los ejemplos cunden, pertenecen al ritmo, al universo y la
dicha de diarios espectaculares. Un ejemplo que sirvió a la Querida Marchita
para reforzar su consejo, para exhibir su sapiencia, ejemplo de donde ella
tomó su exquisita cita:

Buzón de orientación cosmológica


Profesor Armando
Debido a que periódicamente me llegan cartas a Buzón Esotérico, cuyas
respuestas no encajan dentro de las pautas que nos habíamos trazado al iniciar esa
columna, me vino la idea de abrir este Buzón de Orientación Cosmológica, para
darles respuesta adecuada, abarcando más amplias posibilidades de servir a mis
lectores.
Cosmología quiere decir el estudio de las leyes que rigen el Universo y podemos
decir sin temor a equivocarnos que gran parte de nuestros actuales sufrimientos,
dolores y problemas, se derivan por la transgresión de estas leyes.
Quienes deseen una orientación específica, o mejor, quienes necesiten respuestas
lógicas y razonadas para las situaciones de “aparente injusticia” que hoy
atraviesan, pueden escribir a Diario del Caribe o al Apartado Aéreo 53033 y con
seudónimo si así lo desean, pero anotando también su nombre y dirección.
Escojo pues una de las varias cartas que tenía archivadas: “Tengo quince años y
estoy terminando el quinto año de bachillerato. Me encuentro desesperada pues en
mi casa me hacen la vida imposible. Me controlan hasta la exageración y no me
permiten tener amigos ni mucho menos novio. Vivo con mi abuela y unos tíos,
pero parece que ellos nunca fueron jóvenes o si lo fueron lo olvidaron por
completo. Si enciendo el radio en los programas que a mí me gustan me lo apagan
y si prendo el televisor en horas en que no está permitido también me lo cierran.
Pero todo esto lo hacen con gestos imperiosos y muchas veces usando expresiones
obscenas y humillantes. Estoy aburrida y desesperada y muchas veces he pensado
en largarme de la casa pues pienso que cualquier cosa sería mejor que esta
permanente humillación”. C.M. Barranquilla.
RESPUESTA: Mi querida C. M.: No sé si te servirá de consuelo saber que tu
caso no es único sino por el contrario muy frecuente. Es verdaderamente
lamentable la incomprensión de algunos adultos que olvidaron sus años de niñez y
juventud, aunque se presenta con frecuencia que ellos recibieron ese trato y hoy se
desquitan innoblemente haciéndoselo padecer a otros. Pero puede ser también que
en el fondo no haya ese deseo de mortificarte, sino que actúan así pensando
equivocadamente que lo hacen en bien tuyo. Sin embargo quiero invitarte a que
reflexiones en los siguientes puntos:
1. El próximo año, si todo te sale bien, terminarás el bachillerato y te prepararás
para ingresar a la universidad. Esta es una experiencia importante en tu vida ya que
te ayudará a prepararte para una futura independencia. Además es posible que este
paso produzca un cambio en la mentalidad de tus parientes.
2. Una vez terminada la carrera que hayas escogido, o antes, cumplirás también
tu mayoría de edad y de acuerdo a la ley serás libre para orientar tu vida como
mejor te parezca.
3. La lucha por la vida es difícil y llena de peligros para las jovencitas que
abandonan sus hogares en busca de un mejor entorno o simplemente en busca de
aventuras. Casi siempre son víctimas de lobos y lobas con piel de oveja, quienes
muy sutilmente las van conquistando con regalos y zalamerías hasta conducirlas
por caminos tortuosos aprovechándose de su ingenuidad e inexperiencia.
4. Me dices en tu carta que tienes una tía en los Estados Unidos y que varias
veces te ha ofrecido llevarte a ese gran país. Esta es una oferta que no debes
desdeñar por satisfacer tu orgullo o tu vanidad. Es una proposición que deberías
meditar cuidadosamente, pues esa es una nación donde hay leyes especiales sobre
el trato a los niños y a las mujeres, y principalmente que allá sí se cumplen las
leyes. Podría significar el cambio de entorno que estás buscando, pero antes se
hace necesario una amplia comunicación con tu tía, exponiéndole con franqueza
tus aspiraciones y analizando todas las posibilidades en pro y en contra.
Una de las leyes universales es la Ley de Causa y Efecto, también conocida
como la Ley de Karma que dice que todo efecto tiene una causa. Sin embargo no
podemos aplicar a esta ley todas nuestras vicisitudes y fracasos, pero si una gran
parte de ellos.
Por lo general la familia, en cuyo seno nacemos y nos desenvolvemos, está
ligada a nosotros con determinados vínculos de atrás –de otras vidas–; cuyo fondo
real no conocemos.
Es posible que en una vida anterior nosotros fuéramos unos seres duros y
egoístas con los que hoy se comportan así. Hay un axioma esotérico sacado de esta
Ley de Causa y Efecto que dice: “La siembra es libre pero la cosecha será
obligatoria”. O sea que gran parte de nuestros sufrimientos actuales son producto
de nuestra siembra de ayer, y lo que estamos sembrando hoy será lo que tendremos
que recolectar mañana.
Pero nosotros podemos influir para que esta ley sea menos dura, con nuestro
buen comportamiento ético y moral y sobre todo siguiendo aquel gran precepto de
Jesús, haciendo a otros lo que nos gustaría que hicieran con nosotros y no haciendo
a los demás lo que no quisiéramos para nosotros mismos. Si soportamos sin
murmurar las pruebas a las cuales nos hemos hecho merecedores y ejercitamos el
amor, la tolerancia y la benevolencia con aquellos que nos hacen sufrir, haremos
más cortas y benignas estas pruebas.

Nota 40. ¿La viva imagen de Sara? Una imagen de Sara, un fragmento
de la imagen de Sara, oficiando el rito que el lector, fácilmente, reconoce, a
imagen y semejanza de Sara.
Nota 41. “El silencio que siguió al rumor con el que Santiago cerró la
puerta, precipitó a Ferneli en una melancolía sin fondo, enorme, donde cabía
holgadamente y aún sobraba espacio para Sara y otros amigos. Una
melancolía que lo obligó a mirar su apartamento, la biblioteca, la mesa donde
reposaba su máquina de escribir, la ciudad, como si le doliera el título de un
libro que le había dejado una sensación no menos melancólica y triste, “sobre
un mundo a punto de desvanecerse”: Adiós a todo eso.
Adiós a todo eso no un clásico como otros –sus mitos griegos–, pero el
autor reconoce que tal título se convirtió en una locución proverbial, “y
constituye mi única contribución al Diccionario de citas familiares de
Bartlett”. Su gramática poética, su lunatismo y su amor a la Diosa Blanca,
han colocado por siempre a la poesía –y al mito poético– de su lado, como
sinónimo de su nombre. Adivine el personaje.

Nota 42. “De cierta manera, Ferneli estaba agradecido con Sara, con su
historia, con el relato que había enriquecido su visión de la ciudad
eternamente resplandeciente bajo la lluvia. Y siempre, claro está, la llevaría
consigo. Pero ahora, cuando llegaban al aeropuerto en medio de un
crepúsculo que parecía el umbral hacia otro destino, hacia otra clase de
mundo tal vez con los mismos monstruos –de hecho con los mismos
monstruos–, se repitió a sí mismo, con innegable placer pero también con el
cariño y la tortuosa tristeza de un amor difícil y escasamente correspondido,
el título de aquel libro que renacía en su memoria de forma sospechosamente
coincidencial: Adiós a todo eso”
Primero el crepúsculo, de nuevo, según Juan-Eduardo Cirlot y su
Diccionario: “Tanto en el matutino como en el vespertino, corresponde a la
escisión, a la grieta que une y separa a un tiempo los contrarios. Frazer cuenta
una curiosa estratagema mítica: Indra jura que no matará al demonio Namuni
ni de día ni de noche; le mata de madrugada, entre dos luces. El crepúsculo se
distingue, pues, por esa indeterminación y ambivalencia, que lo emparenta
con la situación espacial del ahorcado y de lo suspendido, entre el cielo y la
tierra. Respecto al crepúsculo vespertino, se identifica con Occidente (el lugar
de la muerte). Por ello dice Donteville que no es por azar que Perseo va hacia
el Oeste para apoderarse de la cabeza de Gorgona; y Hércules para llegar al
jardín de las Hespérides, pues, el lugar (y la hora) del ocaso, por ser el
extremo terminal de un proceso (asimilable al signo zodiacal Piscis) es
también el origen de un ciclo nuevo. Según la leyenda, Merlín enterró al sol
en Mont Tombe; en Occidente cayó herido el rey Arturo, donde fue curado
por el hada Morgana (de Morgen, mañana)”.
Ahora una cita que place y complace, un poema ya clásico y más que
clásico, de Constantinos Cavafis –¿lo adivinó ya el lector?–, celebrado por
Lawrence Durrell en su Cuarteto y que en palabras de una traductora para
siempre cortazariana, Aurora Bernárdez, dice para ilustración de lo que dice
Ferneli sobre su ciudad, a la que siempre, claro está, llevará consigo:

La ciudad
Te dices: Me marcharé
a otra tierra, a otro mar,
a una ciudad mucho más bella de lo que esta
pudo ser o anhelar...
Esta ciudad donde cada paso aprieta el nudo corredizo,
un corazón en un cuerpo enterrado y polvoriento.
¿Cuánto tiempo tendré que quedarme,
confinado en estos tristes arrabales
del pensamiento más vulgar? Dondequiera que mire
se alzan las negras ruinas de mi vida.
Cuántos años he pasado aquí
derrochando, tirando, sin beneficio alguno...
No hay tierra nueva, amigo mío, ni mar nuevo,
pues la ciudad te seguirá,
por las mismas calles andarás interminablemente,
los mismos suburbios mentales van de la juventud a la vejez,
y en la misma casa acabarás lleno de canas...
La ciudad es una jaula.
No hay otro lugar, siempre el mismo
puerto terreno, y no hay barco
que te arranque a ti mismo. ¡Ah! ¿No comprendes
que al arruinar tu vida entera
en este sitio, la has malogrado
en cualquier parte de este mundo?
Nota 43. “Un diario publicó, hacia el final de unos de los años del
eclipse, la estadística de la barbarie en los días transcurridos por aquel
entonces: 365 días de muertos oficiales o muertos relegados a las listas de las
fosas comunes, muertos sepultados con o sin honras fúnebres, muertos
memorables o simplemente muertos olvidados bajo la incógnita y el misterio
de ser muertos desconocidos entre los muertos. Un recuento exhaustivo que
jamás se agotaría o que apenas agotaba el tema.
Luego de aclarar los juegos retóricos con los que el gobierno intentaba
explicar la situación, el autor de la columna sentenciaba a su lector,
concluyendo de forma salomónica, ácida y mordaz, con un comentario que
explicaba la tragedia y la forma como esta se asumía a lo largo y ancho del
país –del país que se consideraba el país oficial vislumbrándose a través de su
ignorancia la existencia de un país secreto o remoto del que nadie, o muy
pocos, tenían noticia hasta el momento–. Al registro de las fechas, los lugares
y los muertos, agregaba el periodista: No sé qué lecciones se puedan sacar de
todo esto. Tal vez alguna lección de geografía”.
En El Espectador, diciembre 18 de 1988:

Memorándum
De Antonio Caballero

Este año que termina ha sido para Colombia el año de las matanzas. No
hablemos de los millares de asesinatos individuales de civiles, ni de los cientos de
choques armados entre guerrilla y Ejército. Es el año de las matanzas colectivas: 65
con más de cinco víctimas, para un total de 569 muertos. No se cuentan los
heridos.
Va la lista:
Envigado, Antioquia, 8/1/88: 8 muertos.
San Pablo, Bolívar, 11/1/88: 6 muertos.
Puerto Nare, Antioquia, 21/1/88: 8 muertos.
Puerto Sogamoso, Santander, 1/2/88: 9 muertos.
Cuatro Bocas, Santander, 3/2/88: 6 muertos.
Bajo Putumayo, Casanare, 16/2/88: 7 muertos.
Pinialito, Meta, 21/2/88: 14 muertos.
Sierra Perijá, Cesar, 25/2/88: 8 muertos.
Bucaramanga, Santander, 28/2/88: 5 muertos.
Sierra Nevada, Cesar, 1/3/88: 8 muertos.
Chigorodó, Antioquia, 2/3/88: 6 muertos.
Currulao, Antioquia, 4/3/88: 20 muertos.
Mejor Esquina, Córdoba, 3/4/88: 38 muertos.
Villanueva, Casanare, 4/4/88: 5 muertos.
Coquitos, Antioquia, 11/4/88: 25 muertos.
Villanueva, Casanare, 11/4/88: 6 muertos.
Rosas, Cauca, 18/4/88: 5 muertos.
Chaparral, Tolima, 18/4/88: 5 muertos.
Valledupar, Cesar, 24/4/88: 5 muertos.
Bogotá, 10/5/88: 5 muertos.
Yarí, Caquetá, 10/5/88: 6 muertos.
Arboledas, N. Santander, 17/5/88: 5 muertos.
Itagüí, Antioquia, 22/5/88: 5 muertos.
La Fortuna. Magdalena Medio, 24/5/88: 6 muertos.
Medellín, Antioquia, 26/5/88: 5 muertos.
San Vicente, Santander, 29/5/88: 12 muertos.
Belén de los Andaquíes, Caquetá, 6/6/88: 5 muertos.
Andes, Antioquia, 7/6/88: 5 muertos.
Bucaramanga, Santander, 10/6/88: 13 muertos.
San Rafael, Antioquia, 14/6/88: 18 muertos.
Paniquita, Cauca, 24/6/88: 7 muertos.
Bogotá, 1/7/88: 6 muertos.
Puerto Parra, Santander, 4/7/88: 6 muertos.
Otanche, Boyacá, 4/7/88: 11 muertos.
El Castillo, Meta, 5/7/88: 17 muertos.
Pivijay, Magdalena, 6/7/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 11/7/88: 5 muertos.
Ciénaga, Magdalena, 11/7/88: 6 muertos.
San Vicente, Santander, 20/7/88: 12 muertos.
Chaparral, Tolima. 21/7/88: 5 muertos.
Puerto Libertador, Córdoba, 22/7/88: 8 muertos.
Yacopí, Cundinamarca, 22/8/88: 9 muertos.
Saiza, Córdoba, 23/8/88: 11 muertos.
Medellín, Antioquia, 28/8/88: 5 muertos.
El Tomate, Córdoba, 30/8/88: 16 muertos.
Puerto López, Meta, 30/8/88: 6 muertos.
Olaya, Nariño, 9/9/88: 5 muertos.
San Andrés, Córdoba, 9/9/88: 5 muertos.
Cali, Valle, 15/9/88: 6 muertos.
Villarrica, Tolima, 27/9/88: 5 muertos.
Turbo, Antioquia, 30/9/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 14/10/88: 7 muertos.
Cubaral, Meta, 18/10/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 19/10/88: 5 muertos.
Rionegro, Antioquia, 20/10/88: 5 muertos.
El Guarne, Antioquia, 22/10/88: 5 muertos.
El Peñol, Cundinamarca, 23/10/88: 5 muertos.
El Castillo, Meta, 6/11/88: 5 muertos.
Barranca, Santander, 10/11/88: 6 muertos.
Segovia, Antioquia, 11/11/88: 43 muertos.
Los Córdobas, Córdoba, 13/11/88: 7 muertos.
Barranca, Santander. 17/11/88: 5 muertos.
Granada, Meta, 21/11/88: 5 muertos.
Canalete, Córdoba. 25/11/88: 5 muertos.
Puerto Valdivia, Antioquia, 5/12/88: 7 muertos.
En total, ya se dijo, sesenta y cinco matanzas. De tres de ellas los responsables
han sido los grupos guerrilleros (las Farc en Puerto Nare y Villanueva, y el EPL en
Saiza); de cuatro (Envigado, Medellín, Cali, El Guarne), la mafia del narcotráfico.
De las 58 restantes, esas “fuerzas oscuras” de que habla a veces al presidente
Barco, y que el general Guerrero Paz acaba de reconocer finalmente como grupos
paramilitares.
No sé qué lecciones se puedan sacar de todo esto. Tal vez alguna lección de
geografía.

Nota 44. Capítulo V. En algunos pasajes –léase “Ferneli escuchaba sus


pasos pensando que a su pasos se sumaban los pasos de su doble
persiguiéndolo” o “La lata pesaba de una forma extraña. Podía ser su
contacto a través de la camiseta. Pero aquella lata no tenía cerveza, no
contenía líquido, casi no pesaba y estaba cerrada pero encerraba un material
distinto al que siempre se encontraba en una lata de cerveza”– y otros
similares, Ferneli, a modo de advertencia, nunca como una excusa, advierte
que tal capítulo está escrito como un trabalenguas ligero, juego entre el juego,
no tan grande como otros trabalenguas, escribiendo él mismo que tales
pasajes son “una rutina de la trama, rutina del paisaje, ejercicio de estilo que
avanzaba hacia el final, intentando o imitando el estilo de un extenso
trabalenguas, casi un laberinto del lenguaje construido al interior del laberinto
de la trama”. Recuerda entonces un trabalenguas querido y que dice en
lengua que se presta mucho a los juegos de la lengua, la lengua inglesa,
traducido por ese gran y amable traductor de trabalenguas, Jaime de Ojeda,
de la siguiente manera en su versión española que aquí cotejamos con la
versión del poema en lengua inglesa:

Galimatazo Jabberwocky

Brillaba, brumeando negro, el Twas brillig, and the slithy


sol; toves
agiliscosos giroscaban los Did gyre and gimble in the
limazones wabe:
banerrando por las váparas All mimsy were the borogoves,
lejanas; And the mome raths outgrabe.
mimosos se fruncían los
borogobios Beware the Jabberwock, my
mientras el momio rantas son!
murgiflaba. The Jaws that bite, the claws
that catch!
¡Cuídate del Galimatazo, hijo Beware the Jubjub bird, and
mío! shun
¡Guárdate de los dientes que The frumious Bandersnatch!
trituran
y de las zarpas que desgarran! He took bis vorpal sword in
¡Cuídate del pájaro Jubo-Jubo hand:
y Long time the manxome foe he
que no te agarre el frumioso sought...
Zamarrajo! So rested he by the Tumium
tree,
Valiente empuñó el gladio And stood awhile in thought.
vorpal;
a la hueste manzona acometió And, as in uffish thought be
sin descanso; stood,
luego, reposóse bajo el árbol The Jabberwock, with eyes of
del Tántamo flame.
y quedóse sesudo Came whiffling through the
contemplando... tulgey wood,
And burbled as it came!
Y así, mientras cavilaba
firsuto. One, two, One, two! And
¡¡Hete al Galimatazo, fuego en through and through
los ojos, The vorpal blade went snicker-
que surge hedoroso del bosque snack!
turgal He left it dead, and with its head
y se acerca raudo y He went galumphing back.
borguejeandoü
«And hast thou slaw the
¡Zis, zas y zas! Una y otra vez Jabberwock?
zarandeó tijereteando el gladio Come to my arms, my beamish
vorpal! boy!
Bien muerto dejó al monstruo, O frabjous day! Callooh!
y con su testa Callay!»
¡volvióse triunfante He chortled in his joy.
galompando!
Twas brillig, and the slithy
toves
Did gyre and gimble in the
wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.

Trabalenguas estos que Carroll, honrando el título de Alicia a través del


espejo, lleva al extremo al presentar la primera estrofa de su verso,
originalmente impreso en uno de los libros de su reino, como si se viera en un
espejo:
Adivine el personaje – Solución

Literatura circular, historia circular, el lector descubrirá los personajes


presentados a modo de guiño a través del Capítulo girando el libro y
completando con su giro los 360° que esta novela corre y, literalmente,
recorre. Las respuestas plantean entonces otro juego: acomodar a las
sucesivas adivinanzas y suponer que su elección es correcta. ¿Quiere otra
pista el lector? Siga la flecha.

De la última tarjeta de los Laboratorios:

En un film titulado La dama del cine de Shangai, la trama giraba alrededor del
relato de Chuang Tzu acerca del hombre que soñaba ser mariposa y la mariposa
que soñaba ser Chuang Tzu, sorprendiéndose ambos al despertar ya que no les era
posible averiguar si era Chuang Tzu quien soñaba ser mariposa o era la mariposa
que soñaba ser Chuang Tzu.
Luego de la proyección del film, Ferneli releyó la anécdota de Tzu y otras
historias y enseñanzas del Tao según Tzu. El filósofo descifraría entonces, con un
texto proverbial, la historia de Ferneli, entre el sueño y la realidad.
Decía Chuang Tzu:
“Los que sueñan que están bebiendo en un banquete, al despertar al amanecer,
lloran de pena. Al contrario, los que sueñan que están llorando, al amanecer se
encuentran que están divirtiéndose en una cacería en el campo. Cuando sueñan no
saben que sueñan. En el mismo sueño tratan de interpretar y comprender sus
sueños. Al despertarse ven que no ha sido más que un sueño. Sólo con un gran
despertar se puede comprender el gran sueño que vivimos. Los estúpidos se creen
despiertos. Presumen ser una vez reyes y otra pastores. Ciertamente, Confucio, y tú
con él, los dos estáis soñando. Yo, que digo que vosotros soñáis, sueño también.
Esto tiene por nombre misterio”.
(Agradecemos los servicios prestados en la traducción a Carmelo Elorduy en Lao
Tse y Chuang Tzu. Dos grandes maestros del taoísmo).
Y como en el viejo pregón
aquí me voy,
aquí me despido,
aquí digo adiós...
O hasta pronto...
Y mañana, sí, mañana,
a gozar...
Este es el punto final.

Bogotá, junio de 1989 - julio de1990

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