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Augusto Escobar: La violencia: ¿Generadora de una tradición literaria?

La violencia política colombiana que tuvo lugar entre 1947 y 1965 fue, para la clase dominante, un
estigma que ha pretendido por todos los medios borrar. Esa clase propició el clima de conflicto y
desencadenó esa especie de guerra civil que se prolongó sin cuartel por espacio de casi veinte años y
produjo aproximadamente 200.000 muertes, más de 2.000.000 de exilados, cerca de 400.000 parcelas
afectadas y miles de millones de pesos en pérdidas (Lemoine, citado por Oquist, 1978-84).

Por los efectos que trajo, la Violencia ha sido el hecho socio-político e histórico más impactante en lo
que va corrido del presente siglo y, quizá, también el más difícil de esclarecer en todas sus
connotaciones, en razón de los múltiples factores que intervinieron en su desarrollo. Son numerosas las
explicaciones que se han dado, sin que pueda afirmarse que tal o cual responde a todos los interrogantes
propuestos. Las tesis que la explican van desde las económicas, sociales, históricas, hasta las
psicológicas, morales, culturales y étnicas. Todas ellas revelan, de un lado, la abundante literatura que se
ha producido al respecto y, de otro, que el fenómeno de la Violencia resulta más complejo de lo que
supusieron, en su explicación, cada uno de los estudiosos de la misma. Al margen de cuáles sean las
causas, los miles de muertos de ese tiempo apocalíptico son y siguen siendo víctimas, porque aún no han
sido reivindicadas sus muertes. No se ha hecho justicia a ese pueblo que se incitó a matarse entre sí, a
esa guerra fractricida que no comenzó para que se desarrollaran sin piedad en nombre de dos banderas
que, desde 1849, poco beneficio le ha reportado. Así lo testimonia, desde la literatura, la mayoría de las
setenta y más novelas sobre la Violencia.

Los autores se esa época cruenta siguen tan campantes desempeñando los mismo puestos de dirección
en todas las instituciones públicas y privadas como sin nada hubiera sucedido. Todos ellos, al unísono
reclaman hoy, como vindicaron ayer, la "unión nacional", la "concordancia", sabiendo de antemano que
la violencia es mejor negocio que la paz. Desde la historia republicana se confirma dicha práctica.
Durante la guerra civil de 1876, una de las cincuenta y nueve que hubo en el siglo XIX y que produjo
diez mil muertos, fue notoria la tendencia de convertir el conflicto en oportunidad para disponer en
beneficio de los victoriosos los bienes de los derrotados. Desde entonces, esta tendencia se ha acentuado
y, como señalara el presidente Rafael Núñez en 1886, "al juzgar por los varios disturbios locales, la vida
corre menos riesgo que la propiedad" (1886:108). "Se formó -sostiene Rodríguez Piñérez- una clase de
gente que negoció con la guerra y a quien aterraba la paz con todos sus horrores, puesto que acabaría
con sus medios de enriquecimiento a expensas de la sangre, sufrimiento e ignorancia de otros"
(1945:194-195).

Cincuenta años después, durante la Violencia, se conforma cómo el conflicto no afecta el capital ni
disminuye los beneficios económicos de las clases dominantes, por el contrario, se produce una sensible
concentración de capitales. Las sociedades anónimas, tanto nacionales como extranjeras, reportan
grandes utilidades, y algunas, el capital se multiplica por tres. Los grandes capitales declaran enormes
beneficios. Las utilidades de las sociedades anónimas extranjeras llegan a 161.89%

Durante veinte años de violencia se instaura el imperio del terror en los campos y poblados, se despoja
al campesino de la tierra y de sus bienes, o se le amenaza para que venda a menos precio. Se asesina
selectivamente o de una manera masiva, la sevicia o la tortura contra las víctimas no tiene límite, se
amedrenta a los trabajadores descontentos. Se produce un éxodo masivo hacia las ciudades, refugio
temporal de los desheredados que pronto engrosan la marginalidad y se convierten en problema social
por el abandono en el que se los deja. ¿Por qué, se pregunta el protagonista de El Cristo de espaldas,
tanto ensañamiento contra un pueblo que no generó tal estado de cosas?:

¿Qué les va ni les viene a los miserables...con que en las ciudades manden unos y gobiernen otros?
¿Para qué buscarlos y perseguirlos como a bestias feroces? ¿Por qué quieren los ricos resolver sus
problemas a expensas de los pobres, y los fuertes a costa de los débiles, y los que mandan, con mengua y
para escarnio de los que obedecen? (Caballero, 149-150).

La sociedad colombiana ha sido por tradición -impuesta-una sociedad olvidadiza: no se sabe si es por
falta de perspectiva histórica, de coraje, o por la incapacidad para asumir la verdad (Zalamea,88). El
olvido ha sido el mecanismo de defensa utilizado por la clase dominante para negar una historia de
explotación y atropellos. El olvido, la desmemoria, hacen parte de la filosofía con la que se monta el
Frente nacional (1958) para relegar al silencio el funesto pasado. Hay que "vigilar el ruido del corazón",
decía, ante el temor de que renaciera de nuevo la pugna partidista. Sin embargo, ese silencio forzado no
puso fin a la violencia; apenas logró desenfocarla de la atención nacional. De fenómeno político pasó a
ser considerado como un caso de policia, sin que, paradójicamente, nada sustancial hubiera cambiado en
la situación de guerra civil interna, diseminada, entre campesinos liberales y conservadores. Se aplicó
una asepsia, más no se extrajo el tumor. Pero esa violencia abierta, como lo señalara en 1964 uno de los
autores de La violencia en Colombia, cuyo retroceso puede quedar registrado en las estadísticas
oficiales, va dando paso a otra más sutil y peligrosa, por ser subterránea. En muchas regiones donde
parece muerta, la violencia sigue viva en forma latente, lista a expresarse por cualquier motivo, como las
brasas que al revolverse llegan a encenderse. Esta modalidad es peligrosa, por sus imprevisibles
expresiones... y sobre todo en la certeza parecida a la espada colgante de Damocles de que cualquier
acto imprudente o muerte de personas estratégicas en el pueblo, podría desencadenar de nuevo toda la
tragedia nacional (Fals-Borda, t.II, pág.10).

La desmemoria también germinó en muchos intelectuales. La adoptaron para eludir la realidad que se les
evidenciaba de mil formas y/o para evadir cualquier responsabilidad. Con el olvido, el país se quedó sin
historia o con una cortada a machetazos; historia desvirtuada o ignorada en las versiones oficiales y en
los textos escolares, donde se muestra sólo una colección de caricaturables superhéroes. Pero el pueblo
no ha podido olvidar lo ocurrido, ya que el tiempo de la muerte no ha dejado avanzar el tiempo de la
vida. El espectro de la muerte multiplicado le ha recuperado la memoria. Es ese el sentimiento que una
mujer del pueblo de La mala hora de García Marquez refleja límpidamente y se lo enrostra al teniente-
alcalde que ha traído el terror al pueblo, siguiendo "órdenes superiores":

- ¿Hasta cuándo van a seguir así?


- preguntó el alcalde. La mujer habló sin que se le alterara su expresión apacible.
- Hasta que nos resuciten los muertos que nos mataron (...)
- Este era un pueblo decente antes de que vinieran ustedes...No esperó el café.
- "Desagradecidos" -dijo. "les estamos regalando tierra y todavía se quejan". La mujer no replicó, pero
cuando el alcalde atravesó la cocina...murmuró inclinada sobre el fogón: -Aquí será peor (en los terrenos
del cementerio). Más nos acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio. (1968: 77-78)

La literatura colombiana, generalmente ausente del acontecer social y como producto mediocre de una
cultura dominada y dependiente -salvo unas cuantas excepciones-, no pudo marginarse del movimiento
sísmico de la Violencia. Esta se le impone y la impacta aunque de una manera desigual y ambigua. En
una primera etapa, la literatura sigue paso a paso los hechos históricos. Toma el rumbo de la violencia y
se pierde en el laberinto de muertos y de escenas absolutamente de la historia. Pero poco a poco, a
medida que la violencia adquiere una coloración distinta al azul y rojo de los bandos iniciales en pugna,
los escritores van comprendiendo que el objetivo no son los muertos, sino los vivos, que no son las
muchas formas de generar la muerte (tanatomanía), sino el pánico que consume a las víctimas.
Lentamente, los escritores se despojan de los estereotipos, del anecdotismo, superan el maniqueísmo y
tornan hacia una reflexión más crítica de los hechos, vislumbrando una nueva opción estética y, en
consecuencia, una nueva manera de aprehender la realidad. Lo que sorprende es que un país sin ninguna
tradición narrativa configurada, en menos de veinte años, es decir, entre "el bogotazo" en 1948 y 1967,
fecha de aparición de Cien años de soledad, publiquen tantas novelas sobre el tema. Nunca antes se
había escrito tanto y de tan heterogénea calidad sobre un aspecto de la vida socio-política
contemporánea colombiana. Desde el punto de vista de la historiografía literaria, este hecho marca un
hito y funda una tradición cultural que continúa hasta el presente (Véase anexo).

La literatura que trata el fenómeno de la violencia se puede precisar, en un sentido, como aquella que
surge como producto de una reflexión elemental o elaborada de los sucesos histórico-políticos acaecidos
antes del 9 de abril de 1948 y la muerte del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, hasta las operaciones
cívico-militares contra las llamadas "Repúblicas Independientes" en 1965 y la formación de los
principales grupos guerrilleros aún hoy vigentes. En otro sentido, como aquella literatura que nace, en
una primera fase, tan adherida a la realidad histórica que la refleja mecánicamente y se ve mediatizada
por esos acontecimientos cruentos, para dar paso a otra literatura que reelabora la violencia
ficcionándola, reinventándola, generando otras muchas formas de expresarla.
Hasta ahora se ha llamado "literatura de la violencia" a toda la literatura que se ha escrito con relación a
dicho fenómeno sin establecer diferencia alguna en cuanto a la calidad estética ni a la manera de tratar
dicha temática en las novelas que se escribieron antes y después del Plebiscito Nacional en 1958. La
mayoría de las novelas que se publicaron antes de 1958, que coinciden de manera peculiar con la
aparición de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez en la revista "Mito", no van más
allá de la mera clasificación de novelas testimonio, llamadas "de la violencia". Una buena parte de las
que se editan luego abordan ese tema de una manera más crítica y reflexiva. Una y otra novelística
muestran, por medio literarios o paraliterarios, el testimonio vivo, la cosmovisión de una comunidad
desgarrada y la historia de sus protagonistas. Cuando decimos que es una literatura de la violencia y otra
que hace una reflexión literaria sobre ella, lo hacemos para distinguir su doble carácter:

Literatura de la violencia. La llamamos así cuando hay un predominio del testimonio, de la anécdota
sobre el hecho estético. En esta novelística no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los
personajes o la estructura narrativa, sino los hechos, el contar sin improtar el cómo. Lo único que motiva
es la defensa de una tesis. No hay conciencia artística previa a la escritura; hay más bien una
irresponsabilidad estética frente a la intención clara de la denuncia. Es una literatura que denota la
materia de que está constituida, es decir, relata hechos cruentos, describe las masacres y la manera de
producir la muerte. Basta con mirar ese "operardor de señalamiento" de novelas, como llama Barthes el
título (1980 1-10,74). Los nombres de la mayoría de esas novelas de la violencia enuncian la naturaleza
de su materia narrativa, están ligadas a la contingencia de lo que sigue: Ciudad enloquecida (1951),
Sangre (1953), Las memorias del odio (1953) Los cuervos tienen hambre (1954), Tierra sin Dios (1954),
Raza de Caín (1954), Los días de terror (1955), La sombra del sayón (1964), Sangre campesina (1965).

Cuando se dice "novela de la violencia" se pone de manifiesto de dónde viene esa literatura, su
pertenencia, es decir, que se desprende directamente del hecho histórico. Entre la historia y la literatura
se produce una relación de causa-efecto. Por eso la trama se estructura en un sentido lineal, en
secuencias encadenadas por continuidad, que conducen ordenadamente de la situación inicial a las
peripecias y de éstas al desenlace, sin alteraciones, coincidiendo artificialmente la extensión del relato
con la extensión temporal de los hechos, es decir, el tiempo de la historia es igual al tiempo de la
enunciación.

Entre 1946 y 1966 se pueden considerar tres etapas de violencia: la violencia oficial de origen
conservador entre 1946 y 1953; la violencia militar de tendencia conservadora entre 1953 y 1958; y la
violencia frentenacionalista de alternancia de los dos partidos tradicionales, desde 1958. En el siguiente
cuadro se aprecia el número de muertes en los diferentes gobiernos en la época de la violencia, y el
número de novelas que se publicaron durante cada periodo de gobierno.
Reflexión crítica de la literatura sobre la violencia. En esta novelística la experiencia vivida o contada
por otros, el drama histórico depende de la reflexión y mirada crítica sobre la violencia que actúa como
reguladora y a la vez como factor dinámico. Aquí no importa tanto lo narrado como la manera de narrar,
Interesa el personaje como "estrucgura redonda", en su estatuto semiológico. Lo espacio-temporal,
instancias en que se desarrolla el texto narrativo, está regulado por leyes específicas, algunas veces por
el proceso mental de quien proyecta uno o varios puntos de vista sobre el acontecer. Es el ritmo interno
del texto lo que interesa, que se virtualiza gracias al lenguaje; son las estructuras sintáctico-gramaticales
y narrativas las que determinan el carácter plurisémico y dialógico de esos discursos de ficción. Es lo
que se puede comprobar en novelas tales como: La mala hora (1960), El coronel no tiene quien le
escriba (1958) y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; Marea de ratas (1960) y Bajo
Cauca (1964), de Arturo Echeverri Mejía; El día señalado (1964), de Manuel Mejía Vallejo; El gran
Burundún-Burundá ha muerto (1952), de Jorge Zalamea; La casa grande, de Alvaro Cepeda Samudio.

Es una literatura que se interesa por la violencia no como hecho único, excluyente, sino como fenómeno
complejo y diverso; no cuenta como acto sino como efecto desencadenante; trasciende el marco de lo
regional, explora todos los niveles posibles de la realidad. No se funda en la explicación evidente, sino
en la certeza de que aquello (mundo, personajes, sociedad) que esté mediado por el conflicto, por lo
social, no podrá ser más que la representación de un mundo ambivalente, problematizado. Gracias a
mediaciones de tipo discursivo se dan en esas novelas espacios de contradicción que impiden la
aprehensión del texto en su primera lectura y obligan al lector a la relectura y a una contextualización
obligada con la historia y con el fenómeno de sociedad de la época que refleja. La ambigüedad y la
sugerencia invade el texto invitando al lector a su recreación.

El interés reside no en la acción ni en el drama que se vive al momento, sino en la intensidad del hecho,
en la secuela que deja el cuerpo violentado (la tortura, la sevicia) o en el rencor que se aviva al paso del
tiempo. Para lograr una perspectiva así, se precisa de un distanciamiento de los acontecimientos tanto
temporal como emocionalmente. Son precisamente los escritores que vienen después de los de la
generación "de la violencia", los que están mejor equipados técnica y estéticamente, y pueden escribir
sobre ella de una manera más crítica y reflexiva.

Ante una narrativa carente de tradición y sin condiciones adecuadas para fundar una, y ante una crítica
reducida al comentario periodístico, al amiguismo, "el primer drama nacional de que éramos
conscientes, el de la violencia, nos sorprendía desarmados", afirmaba García Márquez en 1959. La
hecatombe social dela Violencia adquiere tal relieve y sacude de tal manera que impide agarrarla en su
justa medida. Resulta demasiado grande y compleja para poder asimilarla literariamente y darle cierto
alcance universal. En algo más de medio centenar de "testimonios crudos, dimos -expresa Daniel
Caicedo en 1960- lo que podíamos dar: una profusión de obras inmaduras", obras donde se vuelca toda
pasión posible, donde se testimonia el dolor de un pueblo (Caicedo, 1970:71). Es la primera vez que los
escritores colombianos se ponen a par con la realidad y con los conflictos y la angustia del hombre
colombiano.
La mayoría de los escritores que viven la Violencia no tienen la suficiente experiencia para testimoniarla
con una cierta validez. El acontecimiento los seduce. Se quedan en la exhaustivo inventario de
radiografías de las víctimas apaleadas o en la descripción sadominuciosa de propiciar la muerte. Otros -
García Márquez lo indica- se sienten más escritores de lo que son y sus terribles experiencias sucumben
a la "retórica de la máquina de escribir. Confundidos con el material de que disponen, se los traga la
tierra en descripciones de masacres sin preguntarse si lo más importante, humana y por lo tanto
materialmente, eran lo muertos o los vivos que debieron sudar hielo en sus escondites, sabiendo que a
cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas" (García Márquez, 1959). El drama
está en la atmósfera de terror que genera tantos crímenes, en el alma de las víctimas como en la de los
victimarios; en las vivencias de los perseguidos como en las de los perseguidores.

No pocos ven en la Violencia el funcionamiento de un sistema bárbaro, semicapitalista, inhumano, pero


no atinan a descubrir los mecanismo de ese funcionamiento. En estos novelistas se produce una crisis de
identidad que no logran resolver. Esta se manifiesta en una práctica escritural que deja entrever el tipo
de mediaciones que la cruzan, particularmente de tipo socio-ideológico, donde se observan no sólo
visiones particulares de la realidad, sino también ciertas formaciones sociales que se interponen.
Conscientes de su complicidad -aunque sólo fuese la complicidad del silencio- de su clase de
mantenimiento de una sociedad basada en la explotación de otras clases, esos y otros escritores se alejan
de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y se solidarizan, por simpatía, con quienes van a
ser sus personajes, pero no logran, en compensación, identificarse con ellos: pertenecen a otra clase, a
otra mentalidad, a otra cultura cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a interpretar. Se quedan,
entonces, a medio camino, en una suerte de "tierra de nadie ideológica" que, sin embargo, resulta
pertenecer a alguien: a la propia mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (Adoum,
1981: 280).

Aproximaciones

De la lectura de las novelas escritas entre 1949 y 1967 que abordan la violencia de diversas maneras,
podemos sacar ciertas conclusiones estadísticas susceptibles de mayor precisión. De las setenta novelas
conocidas que tratan de la Violencia: 54 (77%) implican a la Iglesia católica colombiana como una de
las instituciones responsables del auge de la violencia; 62 (90%) comprometen a la policía y a los grupos
parapolíticos (chulavitas, pájaros, guerillas de la paz, policía rural) del caos, destrucción y muertes
habidas; 49 (70%) defienden el punto de vista liberal y se atribuye la Violencia a los conservadores, 7
(10%) novelas reflejan la opinión conservadora y endilgan la Violencia a los liberales; 14 (20%) hacen
una reflexión crítica sobre la Violencia, superando de seta manera el enfoque partidista. De los 57
escritores, 19 (33%) habían escrito por lo menos una obra antes de su primera novela sobre la Violencia,
38 (67%) se inician escribiendo sobre ella.
BALANCE PROVISORIO

Concluyendo de manera tentativa, porque aún no se ha agotado toda la bibliografía que


presumiblemente exista sobre el tema de estudio, se puede afirmar que, con la Violencia de mediados de
siglo en Colombia: Se produce por primera vez una literatura con particularidades propias, entendidas
como:

Un sistema de obras ligadas por denominadores comunes, que permiten reconocer las notas dominantes
de una fase. Estos denominadores son, aparte de las características internas (lengua, tema, imágenes), de
ciertos elementos de naturaleza social y psíquica, aunque literariamente organizados, que se manifiestan
históricamente y hacen de la literatura un aspecto orgánico de la civilización. Entre ellos distínguese: la
existencia de un conjunto de receptores...sin los cuales la obra no vive; un mecanismo transmisor (un
lenguaje traducido en estilos) que liga unos a otros . El conjunto de los tres elementos da lugar a un tipo
de comunicación interhumana...y de interpretación de las diferentes esferas de la realidad (Cándido,
1969:293).

Es la primera vez que se da una respuesta unánime y masiva de parte de los escritores por plasmar, casi
de inmediato, dicho fenómeno. Se produce un número considerable de novelas sobre una misma
problemática: la Violencia. Entre 1949 y 1967 se publican setenta novelas y centenares de cuentos.
Incluidas las novelas que se han publicado hasta el presente, éstas pasan del centenar. En un corto lapso,
menos de veinte años, cincuenta y siete escritores se dedican a escribir sobre un tema común que los
afecta de alguna manera, contribuyendo así, consciente o inconscientemente, a despertar al país del
aletargamiento cultural en el que había vivido por siglos, liberándolo, en algo, de un pesado sentimiento
de frustración cultural. Nunca antes un motivo socio-cultural. Nunca antes un motivo socio-histórico
estimula a tantos escritores a recrearlo, escritores de todos los sectores de la sociedad (políticos,
militares, médicos, sacerdotes, periodistas, guerrilleros, intelectuales y otros que se comprometen en una
misma labor: escribir sobre la historia política contemporánea, desde su propia óptica del mundo y con
las herramientas literarias de que disponen.

También por primera vez la literatura colombiana se integra plenamente a la realidad que la circunda; se
toma conciencia de lo que implica el oficio literario y la necesidad de ahondar sobre la realidad histórica
en la que se vive; urge acercarse a la corriente universal de la cultura sin relegar la propia, por el
contrario, se la incorpora y profundiza; se estudian e internalizan los problemas inherentes al lenguaje y
el manejo de las diversas técnicas narrativas. Se reconoce el oficio del escritor como una actividad
exigente y exclusiva.

Una nueva generación de escritores deja de mirarse en el espejo europeo o estadounidense como único
parámetro de la cultura, para nutrirse de todas las vertientes y particularmente, para mirarse en su propio
espejo cultural. La literatura colombiana toma las armas que le pertenecen para reivindicar la historia de
un pueblo, sus luchas, agonías, nostalgias y contradicciones. La literatura colombiana se levanta contra
una cultura burguesa señorial, ficticia y simulada.

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