Conozco el dolor. Conozco el dolor de la enfermedad, conozco el dolor de la soledad,
conozco el dolor de la trición, conozco el dolor de la incomprensión (el peor de todos), conozco el dolor del pecado y conozco el dolor que uno estupidamente se provoca a sí mismo. Todas las veces que escucho un relato de la pasión, si lo escucho con apertura, si lo escucho con la disponibilidad, revivo en mi mente por la memoria todos los dolores de mi vida. Sobre todo me abruma el dolor por mis pecados porque me abruma saber que poco o tanto yo soy responsable del sufrimiento tanto de Cristo como de algunas personas en especifico. Por esto descubro en mi un instinto, una tendencia, un reflejo, un mecanismo no del todo consciente que me empuja a evitar no sólo todo sufrimiento sino también toda ocasión que me acuerde mis sufrimientos. Además vivimos en un contexto, en una época, en el cual está muy difundida la tendencia a hacer del propio dolor un instrumento de poder. Paradigmático es el caso de Marcela Aranda, víctima del p. Poblete, que gracias al poder y prestigio que el dio su estatus de víctima logró impedir que un académico no de su agrado fuera nombrado vicedecano de la facultad de teología. Lo que me hace con mayor razón querer evitar el dolor. La voluntad de no sufrir o la necesidad de transformar el propio dolor en instrumento de poder nacen, evidentemente, de un olvido, de la falta de experiencia del hecho que, por encima de cualquier otra define el cristianismo en cuanto tal: la resurrección. De hecho, dicho sea de paso, no es casualidad que se viva el dolor de esta forma en un contexto donde el domingo de ramos es más importante que el domingo de resurrección. Es necesario entonces experimentar la resurrección aquí y ahora. En este presente. En este tiempo en el cual estamos viviendo la tragedia de la pandemia todo anhela a la resurrección. Si la resurrección nos define como cristianos ¿por qué entonces la experiencia de ella no es tan límpida y evidente? Sugiero dos respuestas que vienen de mi experiencia, la primera es un paradojal apego al propio sufrimiento, la voluntad de no arriesgarse a la novedad de la resurrección para quedarse pegado al dolor: conocido y fuente de estatus; la segunda es el olvido: Cristo ha resucitado en mi vida, en nustra vida, la misma resurrección, un sinnumero de veces. Una falsa humildad a veces nos impide reconocer las numerosas victorias que Cristo ganó en nosotros. Cada uno de nosotro sabe bien cuales de que se trata: un límite superado, un vicio derrotado, un imposible perdón concedido o recibido, un inicio nuevo regalado, una amistad que nace inesperada… Superar el miedo a lo desconocido y hacer memoria, pero, son un trabajo. Algo que mi libertad ayudada por la gracia puede poner en obra, o, mejor dicho, pedir poner en obra. Superar el miedo y el apego al dolor y hacer memoria entonces hacen la resurrección actual presente, real. Desde este punto de vista podemos entonce concluir que la resurrección es un trabajo.