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EL VINO EN LA EDAD MEDIA.

A lo largo de la Edad Media el vino se convirtió en un elemento básico de la alimentación,


siendo su consumo una realidad que se generaliza en todos los niveles sociales, sin apenas
excepciones en cuanto a edad, sexo condición social, labora o económica. En cuanto al vino
como elemento nutricional, observamos que éste era necesario para la vida, a diferencia de lo
que sucedía con la cerveza o la sidra, ya que las normativas de los distintos gobiernos tienen en
gran consideración al vino como un elemento imprescindible, tan básico como el pan, en la
dieta medieval. Es por ello que las sociedades medievales no consideraban el consumo del vino
como algo transgresor, ni como algo perjudicial para la salud, aunque sí que se prescribía su
consumo con mesura.

Quizá este lugar relevante que el vino ocupaba se deba a su presencia en la liturgia cristiana,
ya que su presencia en la Última Cena lo convirtió en un alimento no solo del cuerpo si no
también del alma.

Sin embargo, y a pesar de esta bueno consideración del vino, también se entendía que en
exceso podía corromper al individuo, y muchos autores trataron en sus obras este tema. Uno
de ellos fue Eximenis, que decía que el vino corrompía al individuo en los aspectos éticos y
morales, así como a la salud corporal. A veces dificultaba el habla, por lo que la persona era
incapaz de expresar lo que deseaba, y en otras ocasiones la verborrea imparable hacía decir
insensateces y revelar secretos. En definitiva, el discurso oficial de la Iglesia era que la
embriaguez conducía a la ruina moral y física, ya que provocaba una enfermedad mental que
llevaba a la debilidad moral, cambios en la conducta y malos actos. Esta pérdida de control
sobre los actos de uno hacía que las personas quedarán a merced de acciones o accidentes
que podían llevar a la muerta tanto física como espiritual.

Pero volviendo a sus características alimenticias, el vino resultaba imprescindible en las


ingestas de todos los estamentos sociales, acompañando toda fiesta y celebración, tanto lúdica
como luctuosa. De hecho, el consumo de vino estaba tan generalizado que cualquier
intervención de tipo fiscal sobre éste provocaba los mismos efectos que cuando subía el precio
del pan: protestas y alborotos.

Dentro del ámbito privado, el vino servía como obsequio para las convecciones en distintas
celebraciones familiares, como eran los nacimientos, los bautizos o las bodas, así como para
reforzar las solidaridades grupales ante un dolor compartido como podía ser la muerte de un
ser querido. Dentro de las casas, el vino se bebía diariamente acompañada de otros alimentos
en la mesa familiar, alimentos y vino que se compartía de manera extraordinaria con parientes
que venían de visita o con otros invitados. De hecho, el vino tenía un componente social tan
fuerte que los testimonios y confesiones sobre el acto de compartir el vino en el beber y el
comer, fueron utilizados por abogados y fiscales, sobre todo, en tres direcciones: para destacar
relaciones prohibidas (entre personas de diferentes estatus, credos y condiciones), para poner
en evidencia la camaradería que podía existir entre maleantes y delincuentes y para ratificar
las malas relaciones entre cónyuges (si no compartían juntos el vino en su hogar se entendía
que no había cohabitación entre ellos).
Fuera de lo que era el ámbito privado del hogar, el vino se bebía en tabernas, hostales,
mesones y burdeles, lugares que se encontraban tanto en el ámbito urbano como en el rural.
Eran centros de relación social y de intercomunicación, donde el vino actuaba como un
catalizador que unía y detonaba la expresividad y el sentimiento. Además estos lugares se
convertían en lugares de abasto de un producto de primera necesidad, pero además estos
espacios de “desorden organizado” actuaban como una válvula de escape que seguía
reforzando el orden social establecido.

Además, junto con la clientela habitual de estos lugares, que compraban el vino para beberlo
en casa, o para beber, jugar, divertirse y compartir el tiempo de descanso y fiesta, se
mezclaban los forasteros que estaban de paso, que de nuevo compartían saberes y noticias
con el vino como mediador. Podríamos hablar de una “comunidad tabernaria” que decían los
poemas de los goliardos de los siglos XII y XIII en la que la embriaguez solía ser el detonante de
abundantes cosas buenas, pero también de males y desórdenes.

Aunque su consumo se retrotrae a la Antigüedad, es en la edad media cuando el vino adquiere


en tierras valencianas la importancia económica y la significación social que ha perdurado
hasta nuestros días. El vino forma parte de lo que se conoce como “la tríada mediterránea”,
junto con el pan y el aceite. La llegada de la sociedad cristiana medieval al territorio valenciano
comportó la introducción de un nuevo paisaje agrario. La viña, como el cereal, se extendieron
por todas partes, incluso también por las tierras de regadío.

Todas las familias de labradores cultivaban la vid, pero no todas hacían vino. Y es que el
proceso de transformación de la uva requería de una inversión económica en instrumental
agrícola que sólo estaba al alcance de las familias acomodadas. Se debía disponer de un lagar y
un follador, donde se pisaba la uva, o, mejor aún, de una prensa de vino. Una vez obtenido el
líquido, se introducía en jarras grandes de barro. Sí, al contrario que hoy en día, la mayor parte
del vino era almacenado eran grandes vasijas que se fabricaban en Paterna y en Castelló de
Rugat, que en época medieval era conocido como Castelló de les Gerres.

Lo que ya había en la edad media eran las denominaciones de origen. Obviamente no con ese
nombre pero sí es cierto que había vinos que gozaban de mejor consideración, de mejor fama
que otros. Es el caso del vino de Morvedre (Sagunto en la actualidad) que aparece referido
como un vino excelente en “La Celestina”. Se trataba de un vino tinto o rojo, como dicen los
documentos de la época. Más difícil resulta especificar la variedad. Y es que los documentos
medievales no suelen concretar la variedad salvo en algunas pocas ocasiones.

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