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En busca de la forma

EL SIGNIFICADO DE LA FORMA

A grandes rasgos, lo que denominamos contenido se refiere a lo que un


poema dice, mientras que la forma hace referencia a cómo lo dice. La mayoría
de los críticos siempre insiste en que estos dos aspectos de una obra son inse­
parables. De hecho, esta doctrina está tan arraigada en los críticos literarios
como lo estaba para la Inquisición la existencia de las brujas. Llevada dema­
siado lejos, se vuelve ligeramente ridícula, como cuando los críticos afirman
que oyen el crujir de la seda en el sonido sibilante de las. Esto se conoce como
la teoría mimética de la forma, para la que la forma, en cierto modo, imita el
contenido que expresa. Alexander Pope nos advierte en su poemaAn Essay on
Criticism que en poesía «el sonido debe parecer un eco del sentido», aunque
a él ;Jgunos ejemplos de esto le resulten un poco ridículos. Como el alejan­
drino «That, like a wounded snake, drags its slow length along» [«que, como
serpiente herida, su lenta longitud arrastra»].
Si en cierta manera es verdad que forma y contenido son inseparables,
también es falso en otra. Es verdad, usando un término actual, «existen­
cialmente» -verdad por lo que a nuestra experiencia del poema concier­
ne-. Cuando leemos las palabras de Milton «Eyeless in Gaza at the mili
with slaves» [«Ciego en Gaza en el molino con los esclavos»], no oímos o
vemos una distinción entre forma y contenido. Sin embargo, reconoce­
mos una distinción conceptual entre el lucero del alba y el lucero de la
tarde, incluso cuando se trata, existencialmente hablando, de lo mismo
(el planeta Venus). Los filósofos se refieren a esto como distinción analí­
tica, no real. La forma y el contenido pueden parecernos inseparables en
nuestra experiencia; pero el mero hecho de que usemos dos términos di­
ferentes para ellos ya indica que no son idénticos. Las formas literarias
tienen su propia historia; no son sumisas expresiones del contenido.
W B. Yeats, teniendo esta dicotomía, junto con otras, muy presente,
preguntaba en un poema cómo podemos distinguir al bailarín del baile:
y resulta ciertamente difícil hacerlo cuando el baile está teniendo lugar.
Un bailarín es sólo alguien que baila, y un baile es sólo la forma en que un
bailarín se mueve. La afirmación de Yeats es incluso más pertinente para
el baile moderno que para las distintas variedades de los antiguos bailes
de salón. Es más pertinente para el baile que se improvisa sobre la marcha
que para los valses y los foxtrots, los cuales deben tener claramente una
existencia nocional distinguible de los propios bailarines. Si no la tuvie­
ran, nadie los podría haber aprendido.
La forma se ocupa de aspectos del poema tales como el tono, la altura,
el ritmo, la dicción, el volumen, la métrica, la cadencia, el modo, la voz,
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la distancia del lector, la textura, la estructura, la cualidad, la sintaxis, el


registro, el punto de vista, la puntuación y demás elementos afines, mien­
tras que el contenido comprende, entre otros elementos, el significado, la
acción, el personaje, la idea, la trama, la visión moral y el argumento. (La
«forma» a menudo se toma, en sentido estricto, como sinónimo de «es­
tructura» o «disposición», haciendo referencia a la manera en que los nu­
merosos elementos de la obra literaria se relacionan entre sí; pero no hay
razón alguna para restringir el término a esto exclusivamente.) Estas dos
dimensiones, la forma y el contenido, son claramente distintas. Así, po­
demos hablar, por ejemplo, de dos poemas que comparten la misma mé­
trica e incluso el mismo modo. O podemos observar que ambos emplean
los recursos de la asonancia o la aliteración, pero sin que esto signifique
que los dos poemas en cuestión sean el mismo. Lo que los dos poemas
«dicen» con la ayuda de esas estrategias es claramente distinto. También,
por ejemplo, en la ficción, es posible distinguir entre narrativa y narra­
ción; la primera se refiere a la trama, la segunda, a cómo se cuenta la
historia. La misma narrativa puede ser narrada de maneras diferentes.
La distinción entre forma y contenido es notoriamente imprecisa.
Modo y tono, por ejemplo, se pueden también considerar aspectos del
contenido semántico -de una determinada semántica-, del que, cierta­
mente, no pueden ser disociados. Pero, incluso así, la distinción puede
resultar útil. Podría escribirse una historia de las formas literarias -de las
clases de alegorías, por ejemplo, o del uso del coro en la tragedia, o de la
narración en primera persona- que no atienda de manera exhaustiva al
contenido de las obras comentadas, o bien podría elaborarse una historia
de la bicicleta en la literatura que recorra obras con muy distintas propie­
dades formales. Puedes comentar un poema en términos formales -por
ejemplo, cómo maneja la ironía, o la metáfora, o la ambigüedad-; o bien
puedes centrar tu interés en el significado que está en juego en la ironía,
la metáfora o la ambigüedad, en cuyo caso estarás ocupándote del conte­
nido. Comentar el personaje de Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio es
tratar el contenido (el que}, mientras que examinar las técnicas de carac­
terización de Jane Austen es un asunto de forma (del cómo). Puede que
haya quien encuentre estas sutiles distinciones muy académicas, pero ya
se sabe que hay a quien cualquier sutileza le resulta académica.
Sin embargo, la forma y el contenido son inseparables en el sentido de
que la crítica literaria generalmente supone captar lo que se dice en los
términos de cómo se dice. O, por decirlo de forma un poco más técnica,
captar lo semántico (el significado) en los términos de lo no semántico
(sonido, ritmo, estructura, tipografía y demás elementos). Por supuesto,
los lectores a veces estarán dispuestos a atender más a uno, y otras veces al
otro. Puede que estés más interesado por el momento en examinar la
pasión sexual en Cumbres borrascosas, que en términos generales es un
asunto del contenido, que en el uso que se hace en la novela de los llama-
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dos narradores no fiables como Lockwood y Nelly Dean, lo que en gran


medida es un asunto formal. No todas las declaraciones críticas tienen
que consistir en un qué en los términos de un cómo. Pero se puede afir-·
mar, sin embargo, que el acto prototípico de la crítica es exactamente ése.
Y esto es aún más cierto para la poesía, un género literario que se podría
definir como aquél en el que forma y contenido están íntimamente im­
bricados. Parece como si la poesía, por encima de todo, revelase la verdad
secreta de todo escrito literario: que la forma es constitutiva del contenido
y no un mero reflejo de éste. El tono, el ritmo, la rima, la sintaxis, la aso­
nancia, la gramática, la puntuación y el resto de los aspectos formales son,
en realidad, generadores de significado, no simples contenedores de éste.
Modificar cualquiera de ellos es modificar el significado mismo.
Pero ¿acaso no es esto igualmente cierto en el habla cotidiana? ¿Qué
tiene entonces de especial la literatura? El tono en que te digo «buenos
días», tanto si es glacial como si es lisonjero, puede cambiar tremendamen­
te el significado. Diálogos completos se han desarrollado repitiendo una
obscenidad un número de veces, en cada ocasión modulándola en un tono
diferente. Este tipo de cosas no tiene la grandeza de Guerra y paz, pero in­
cluso así sirven a sus fines. El tono, la viveza, el énfasis y el resto de los ele­
mentos afines ayudan a constituir el sentido de lo que quiero decir tanto en
la vida diaria como en la poesía. Te digo que son las seis y tres minutos de
una manera grandilocuente, desproporcionadamente enfática para así
transmitirte el hecho de que te considero un pelmazo que debería tener la
decencia de comprarse un reloj. Un tono sarcástico o irónico puede inver­
tir, de hecho, el significado de lo que digo. Comprender el lenguaje diario
implica el modo en que usamos signos que carecen de significado por sí
mismos siguiendo unas convenciones reconocidas, y esto es otra manera de
decir que el contenido de nuestra habla está determinado por su forma. Las
palabras individuales tienen una existencia puramente formal, como de­
muestra el hecho de que «cerdo» y cochon tengan el mismo significado.
No hay, por tanto, una separación nítida entre la literatura y la vida. Es
cierto que una importante porción de la poesía aprovecha los recursos del
lenguaje más intensamente que la mayoría de nuestra habla cotidiana, a no
ser que el que hable sea Osear Wilde. (Sin embargo, in.cluso en este punto
debemos estar en guardia: algunos poemas son austeros y llanos, mientras
que algunas expresiones diarias pueden ser profusas y pomposas.) Pero la
poesía pone de manifiesto lo que también le ocurre a nuestra habla, que, sin
embargo, pocas veces se señala. En el habla cotidiana también el «conteni­
do>> es el producto de la «forma». O, para decirlo de manera más técnica, los
significados (los sentidos) son el producto de los significantes (las palabras).
La realidad es que los significados son resultado de cómo usamos las pala­
bras, y no que las palabras transmitan significados que están formados de
manera independiente de ellas. No se me podría ocurrir la idea «Se debería
juguetear con los tigres en cualquier lugar» si no dispusiese de las palabras
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para tenerla. En la vida cotidiana, sin embargo, somos más bien analistas
del contenido, preocupados por los sentidos más que por la forma. Mira­
mos a través del significante directamente a lo que significa. Generalmente
no le indicamos al carnicero con un alarido de satisfacción que lo que acaba
de decir contiene dos aliteraciones y un anapesto.
Por lo tanto, la poesía nos concedería la experiencia efectiva de ver que
el significado toma forma como un proceso, en vez de presentarlo simple­
mente como un objeto acabado. O, si se prefiere, la experiencia de ver a
la forma convertirse en contenido, un proceso del que la mayor parte del
tiempo afortunadamente no somos conscientes. «Afortunadamente» ,
porque esta insensibilidad a la textura y el ritmo de nuestra habla es fun­
damental para nuestra vida práctica. No tiene sentido gritar «¡Fuego!»
[«Fire!»] en un cinc si el público sólo se detuviese a apreciar el encantado r
contraste entre la violentamente punzante Fy el alargamiento de la vocal
desvanecida que le sigue. (Aquellos entre el público seriamente perjudica ­
dos por una formación literaria anticuada podrían incluso detectar en esa
acción verbal una imagen mimética del propio fuego: la F representaría
su inicio repentino, y el sonido vocálico desvaneciéndose la premura y los
giros de su inexorable propagación.)
De igual modo que nos parece que el sol gira alrededor de la tierra, el
lenguaje común parece invertir las relaciones entre significantes y significa­
dos, o las palabras y sus sentidos. En el habla diaria, la palabra parece ser un
obediente transmisor de significado. Es como si se evaporase en éste. Si el
lenguaje no ocultara su proceder de ese modo, podríamos quedar tan exta­
siados por su música que, como los lotófagos, nunca llevaríamos nada a
término, de modo similar a lo que consideraba Nietzsche: si fuésemos cons­
cientes de la horrible masacre que dio origen a nuestra civilización, nunca
saldríamos de la cama. El lenguaje diario, como la historia para Nietzsche o
el ego para Freud, funciona gracias a una saludable amnesia o represión. La
poesía es el tipo de escritura que, de nuevo, vuelve relevante esta inversión
de forma y contenido, o de significante y significado. Hace realmente difícil
que podamos simplemente ignorar las palabras para llegar a los significa­
dos. Establece claramente que el significado es el resultado de una comple­
ja interrelación de significantes. Y, al hacer esto, nos permite experimentar
el medio mismo de nuestra experiencia.
Esta idea podría expresarse del siguiente modo: los ejecutivos de empre­
sa, los tecnólogos y todos los que se pueden considerar grupos prácticos
tienden a observar el mundo a través del cristal transparente del lenguaje;
por el contrario, los poetas son esas extrañas criaturas, socialmente disfun­
cionales, siempre fascinados por las mínimas concavidades y convexidades
del cristal mismo, por el frescor que transmite a la frente y por la sensación
resbaladiza que transmite a las yemas de los dedos. Sin embargo, esta ima­
gen es engañosa. Ciertamente, hay poetas de este tipo, formalistas o simbo­
listas para los que lo que importa del arte es investigar el medio y no tanto
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el sentido. Esto implica despegar las palabras de sus significados para que las
texturas y los sonidos puedan apreciarse más intensamente. Pero si quisié­
ramos aplicar la imagen de la ventana a la inmensa mayoría de los poetas,
tendríamos que mostrar cómo la densidad y la refracción del cristal, sus
desperfectos y sus marcas, le dan forma a lo que se ve a través de él. Pero la
metáfora de la ventana no se sostiene porque los objetos que vemos «a tra-­
vés» del cristal, a pesar de su aparente solidez, son en realidad creados por
éste. Un poema constituye las cosas mismas de las que trata. En este senti­
do, todo poema se curva sobre sí mismo. La palabra que define este proceso
es «ficción». Wallace Stevens, en Opus Posthumous, habla de un poema
como «Parte de la cosa (res) misma y no sobre ella»; pero sería más exacto
decir que cada uno existe en tanto en cuanto el otro lo hace.
En realidad, el lenguaje no tiene nada que ver con una ventana; para
empezar, porque una ventana separa claramente un interior de un exterior,
que sería la última cosa que se puede decir que haga el lenguaje. Por el con­
u·ario, estar en el «interior» de un idioma es una manera de estar «fuera» de
él también. Es un modo de estar situado entre las realidades del mundo. La
engañosa imagen espacial, por lo tanto, se derrumba. La poesía es una ex­
presión de la certeza de que el lenguaje no nos separa de la realidad, sino
que nos ofrece un acceso más profundo a ésta. Así que no se trata de elegir
entre estar fascinado por las palabras o preocupado con las cosas. La esencia
misma de las palabras es señalar más allá de sí mismas; de forma que perci­
birlas como valiosas de por sí es también adentrarse más profundamente en
la realidad a la que se refieren. No comprender esto es como afirmar que no
puedes cavar con una pala porque la parte metálica del extremo del mango
no hace más que interferir en el proceso.
Percibir el «qué» del contenido en los términos del «cómo» no signifi­
ca necesariamente verlos como una unidad harmoniosa. La doctrina de la
indisolubilidad de la forma y el contenido es tan sagrada para algunos
críticos como la creencia en la indisolubilidad del matrimonio lo es para
el papa. Pero considerar la forma y el contenido en términos de mutua
reciprocidad no significa necesariamente verlos como uno. Igual que los
miembros de un matrimonio, pueden llevarse francamente mal. De he­
cho, es una suerte que sea así, pues, de lo contrario, toda una gama de
fascinantes efectos poéticos quedaría suprimida. Son ese tipo de efectos
que se consiguen enfrentando forma y contenido, provocando tensiones
y ambigüedades entre ambos.

fORMA CONTRA CONTENIDO

Un ejemplo palmario del contraste de la forma con el contenido es el


siguiente fragmento de diálogo, bastante mediocre, que sitúa a los nazis
en una ambientación shakespeariana:

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