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El Examen de Conciencia

o mejor

El Examen de la Toma de Conciencia


Un enfoque renovado

El examen de conciencia, bien entendido, es un acto muy


importante en la vida de un cristiano. A menudo se designa por ese
nombre la mera preparación de la confesión. No es que se deba
despreciar este examen de las faltas con vistas al sacramento de la
reconciliación. Al contrario, hay que mejorarlo.

Pero aquí nos referimos a una forma de oración más amplia, que
algunos han llamado “examen de toma de conciencia” y otros
“oración de vigilancia”. Sin este ejercicio, puede suceder que el
Evangelio no trascienda para nada, o poco eficazmente, a la vida real,
lo cual sería muy lamentable. Por otro lado, es cierto que, si
pasáramos todo el tiempo revisándonos, examinándonos, y
perdiéramos de vista que eso debe hacerse a la luz del Evangelio,
también se empobrecería mucho nuestra vida de fe. El examen sería
algo comparable con lo que hacen los ejecutivos de una empresa para
revisar y programar, un ejercicio práctico para una vida humana más
ordenada, pero no inspirado en la Palabra de Dios y no profundamente
cristiano. Podría ocurrir también que se transformara en una actitud
narcisista y nos volviera demasiado auto-referentes.

El examen es un método de discernimiento. ¿Discernimiento


de qué? No solo de la moralidad de nuestras acciones, como lo
hacemos antes de la confesión: tomamos la lista de los
mandamientos, o de las virtudes, o de los vicios, o de nuestras
relaciones, y rememoramos nuestras faltas, de las que buscamos el
perdón. En este caso, no nos preocupamos mayormente de la raíz de
nuestros pecados, aunque nos inquiete su repetición, ni prestamos
atención a los elementos más positivos de nuestra vida en Cristo.

Ahora bien, en el examen de conciencia al que aludo aquí,


uno puede calar más hondo y preguntar a Dios, más que a sí
mismo: ¿de dónde viene eso? O, en positivo, ¿de dónde viene que
esta semana haya estado mejor, más cercano a Ti, más caritativo,
etc.? En una formulación más tradicional, la pregunta sería: ¿qué
espíritu me mueve? ¿El Espíritu de Dios o el Adversario que san

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Ignacio de Loyola llama “enemigo de la naturaleza humana”? ¿Actúa
en este momento lo mejor de mí, bajo la acción de la gracia, o lo peor
de mí? Es en este sentido que el examen se vuelve una oración de
discernimiento, de “discreción de los espíritus” al modo que
aprendieron y enseñaron los Padres del Desierto, grandes maestros de
la conciencia cristiana.

Con lo que intuimos en nuestro examen, vamos donde nuestro


acompañante espiritual para que nos ayude a ver más claro, a
reconocer y, eventualmente, rectificar no solo nuestro
comportamiento, sino nuestras actitudes de fondo. Porque obviamente
hay una relación muy estrecha entre el examen de conciencia y
el acompañamiento espiritual. Si uno no hace este tipo de examen
¿de qué habla con su acompañante? De la “tincada” del momento, de
lo último vivido o de anécdotas sin importancia. Desgraciadamente,
suele ocurrir. Hay gente que dice que tiene acompañamiento
espiritual, pero sus diálogos son demasiado superficiales. Otros, desde
luego, no lo tienen en absoluto y se preocupan poco de ahondar en su
vida interior. No se conocen a sí mismos o no se conocen como sujetos
de vida cristiana: ¿cómo podrían tomar decisiones de fondo acerca de
su vida? Al contrario, el que practica alguna forma de esa oración de
vigilancia, que es una oración a partir de la vida, deja de dar por
sentado que es un buen seguidor de Cristo, sin conflicto..., o un mal
seguidor sin remedio. Las cosas no le son tan evidentes, le surgen
inquietudes, se le hace consciente la lucha interior de la que nadie
escapa. Ahora tiene tema para dialogar en serio con su guía espiritual.

Justamente, si yo voy donde mi padre espiritual desde un


examen bien hecho, no voy con un discernimiento terminado. Le
entrego elementos para que me enseñe a discernir. Le traigo lo que
vivo en profundidad: un conflicto interior, una tensión o, al contrario,
una experiencia de paz, de gusto espiritual, de alegría; y, sobre esta
base, me irá enseñando a reconocer lo que es regalo del Señor, lo
que es ambiguo o ilusorio, lo que necesito trabajar con
paciencia y esfuerzo. Es hermoso poder hablar con alguien
competente para que nos diga: ¿no ves ahí el dedo de Dios? O ¿no
recuerdas que ya viviste lo que te está pasando? ¿No percibes lo que
hay de engaño en esta tu ocurrencia? ¿No vislumbras la inclinación
peligrosa? Desde luego, allí hay que hablar con verdad, o sea no solo
haber hecho el examen, sino atreverse a decir lo que pasa. El ser
veraz con uno mismo lleva a serlo también con quien nos puede
ayudar.

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Un modo práctico: los cinco puntos

¿Existe algún método o pauta para aprender el examen de toma


de conciencia? Concretamente, mucha gente desde el siglo XVI utiliza
la pauta propuesta por san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios
espirituales. Esto no es una obligación – pues se podría encontrar otra
pauta – pero reconozcamos que es muy práctica y por eso ha sido
adoptada por mucha gente. Verdad que se la puede interpretar en una
línea moralizante y voluntarista pero, desde que hemos redescubierto
cuán místico era san Ignacio, también hemos captado la intención
profunda de su pedagogía espiritual. Él plantea un examen en cinco
puntos. Entendidos como la oración que han de ser, forman una
especie de “mini-liturgia” personal y cotidiana.
El primer punto es dar gracias a Dios nuestro Señor por los beneficios
recibidos y el segundo pedir la gracia de conocer los propios pecados y
rechazarlos. Pero, como lo señaló hace años el P. George
Aschenbrenner, S.J., en un artículo que dio la vuelta al mundo, aun
para dar gracias es bueno pedir primero la luz del Señor. Por eso,
propone cambiar el orden de esos dos primeros puntos. Entonces
podemos tomarlos así:
-
----

1. Pido al Señor su gracia para ver claro en el día o el período corto


recién vivido.

2. Doy gracias por los beneficios recibidos en ese lapso: alguna gracia,
un encuentro favorable, algo que me salió bien, etc.

3. Examino lo que no ha estado bien. Aquí de nuevo el autor citado


aportó un matiz importante: antes de hablar de pecado, es bueno que
me fije primero en lo que Dios esperaba de mí para ver luego cómo he
respondido a su deseo.

4. Entonces pido perdón por mi respuesta mala o insuficiente.

5. Me propongo la enmienda que corresponde.

* Volvamos brevemente sobre los puntos 2º al 5º. Dar gracias, no ser


malagradecido ni verlo todo negro por falta de observación. (El cardenal
Martini propone que, incluso en el Sacramento de la reconciliación,

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comencemos con una confessio laudis, es decir, confesando que Dios
merece nuestra alabanza por los dones con que nos ha bendecido.) No se
trata de vanagloriarse, sino de alabar a Dios por los dones recibidos.
Como la Virgen María que dijo: “has hecho en mí grandes cosas” y no “yo
he hecho grandes cosas”. Algunos autores proponen detenerse algún
tiempo en ese punto del examen, sin pasar a los siguientes. De hecho,
puede ser muy útil hacer durante un tiempo relativamente
prolongado un examen de conciencia centrado en la acción de
gracias, por el paso del Senor por mi vida.

* En el 3er punto, trato de observar qué interpelaciones o


invitaciones del Señor me han llegado, sea mediante algún
acontecimiento externo (un servicio que prestar, una persona que
atender, una contrariedad que superar...) o por una moción interior
(deseo de orar, de trabajar fielmente, de algún desprendimiento...). En
mi falta de respuesta, no descubro entonces solamente pecados “de
catálogo” vagamente identificados y rutinariamente repetidos, sino
infidelidades o indelicadezas muy personales y concretas. No solo malas
acciones, sino tendencias mal orientadas, inclinaciones
desordenadas, señales del mal espíritu que resiste en mí a la
acción de Dios.

* En estas condiciones, el 4º punto y el 5º salen también de la vaguedad


de saberse pecador y de desear alguna enmienda. Cada uno descubre con
mayor exactitud y profundidad “dónde le aprieta el zapato” y cómo puede
en este preciso momento de su vida dar un paso adelante en el
seguimiento de Jesús y la obediencia a la voluntad del Padre.

* Cito ahora algunos ejemplos muy simples para mostrar cómo se puede
enriquecer el tercer punto y, a partir de allí, el 4º y el 5º. No basta con
decir: “Fui grosero con un compañero”, o: “comí demasiado durante el
almuerzo”. Naturalmente hay que pedir perdón por estas cosas, pero uno
puede también preguntar: “A ti, Señor, ¿qué es lo que te interesa?”. O
bien, “¿qué es lo que Tú hoy me has mostrado como Tu voluntad, no
escrita en letras mayúsculas en tu ley, sino en minúsculas en el desarrollo
cotidiano de mi vida actual?”. Si he percibido algo de esto, “¿cómo he

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reaccionado? ¿He querido hacer lo que Tú me mostrabas? ¿Lo he hecho?
¿O me he hecho la “mosca muerta” y no he respondido?”

* Una vez arrepentido y habiendo pedido perdón, paso al 5º punto que


consiste en prever modestamente cómo, en el día o el breve período que
tengo por delante, voy a rectificar mi actitud de fondo y mi
comportamiento concreto, en el campo que he visto deficiente. Ahí es
donde cabe un propósito preciso y adecuado. En un libro de oraciones,
método inspirado en el sistema sulpiciano. Al no conocer directamente la
fuente, solo puedo decir cómo lo implementaba él. Decía que al final de
toda oración había que recoger como un ramito de flores. El ramito de
flores designaba precisamente unos propósitos finales. Pues bien, me di
cuenta con el tiempo que ese modo de proceder – salvo que lo haya
entendido mal – atomiza la vida espiritual, porque un día veo: tengo que
ser más generoso, al día siguiente digo: tengo que ser más caritativo,
otro día: tengo que orar más, y así sucesivamente. ¡Nadie progresa así,
dispersando sus energías! Hemos de concentrar nuestros esfuerzos
en responder a lo que el Señor nos indica desde una mayor
profundidad.

El examen particular

En los Ejercicios espirituales, se distingue el examen general y el


examen particular. El examen general es el que acabo de describir,
con sus cinco etapas. Practicándolo, percibo a veces un punto más
álgido en el cual el mismo Señor me atrae la atención, algo que no ha
estado bien durante algún tiempo. Entonces, varios días seguidos y
dentro del examen general, prestaré especial atención a ese punto.

Veamos un ejemplo. Lo tomo de mi propia experiencia. En una


época me di cuenta que era constantemente impuntual para comenzar
algunas actividades y que eso me hacía perder tiempo y luego me
sentía descontento. Apliqué el examen particular durante unos diez o
quince días. Recuerdo que me concentré en el comienzo de la tarde:
limité a veinte minutos mi lectura del diario después del recreo.
Aprendí a acortar la lectura en vez de prolongarla, porque de lo
contrario se me desorganizaba toda la tarde. A los pocos días
desapareció el descontento que me tenía tenso. Para poder avanzar
mejor en el punto particular, san Ignacio propone que uno alerte la

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conciencia desde temprano en la mañana poniendo en manos de Dios
el buen propósito que Él mismo inspiró. Durante el día, si uno falla,
usa una pequeña señal secreta que ayuda a registrar el hecho, y al
mediodía y en la noche repasa las horas recientes diciendo algo así:
“Señor, a pesar de mi buena voluntad, fallé dos veces, te pido perdón.
Dame tu gracia para que el próximo medio día, mi esfuerzo resulte
mejor”. Mi experiencia es que, si el punto ha sido bien elegido, el
cambio se produce, tal vez no definitivo pero por bastante tiempo.
Habiendo aprendido, uno se anima a renovar la experiencia, porque
comprueba que Dios no nos abandona en nuestros defectos si somos
un poco ingeniosos para luchar contra ellos. La caridad sale ganando.
Se encuentra frecuentemente a gente que dice: “Siempre me confieso
de lo mismo y sin avance. ¿Para qué continuar?”. Experimentan un
descontento permanente o ceden finalmente a una resignación
demasiado pasiva. Pienso que muchas veces lo que falta es
determinar cuál es exactamente el problema para atacarlo en
su raíz. El examen particular ayuda para ello. No logra cambiar un
temperamento, pero sí lleva a aprovecharlo mejor para bien y no para
mal, o por último a ser más paciente con uno mismo pero no tan
consentido con el primer impulso. Vale la pena no solo aprender sino
enseñar esa forma de examen; pero ¡cuidado! no solo como una
táctica hábil sino como un modo de oración fecundo. No se
trata de autodisciplina sino de sumisión a la acción de Dios.

Los tiempos para hacer examen


Como hemos dicho, el examen de conciencia es un ejercicio de
discernimiento. Y eso exige cierta regularidad. En los Ejercicios, se
sugiere que le demos al examen de conciencia un cuarto de hora al
final de la mañana y un cuarto de hora por la tarde. Ahora bien, creo
que todos tenemos tiempos mentales distintos. Francamente, para
mucha gente dedicar media hora a este ejercicio es mucho. Pero sí
tiene que existir la clara decisión de hacerlo aunque cueste, y tomarse
una o dos veces al día un tiempo suficiente. Algunos días, estaremos
más espontáneamente vigilantes y el examen será más fácil y breve.
Otras veces, nos sentiremos menos lúcidos y deberemos detenernos
más. Deberemos evitar tanto la superficialidad como la obsesión por
algunos aspectos a expensas de otros campos de nuestra vida. A
veces, le diremos al Señor: “¡Hoy no veo claro en mí! Siento que algo
no va bien, ayúdame a ver qué pasa”. Entonces podrá ser útil
detenernos algo más y tal vez escribir. Hay ocasiones en las que se
recomienda escribir. En efecto, los santos – o los no tan santos – que
han escrito autobiografías espirituales, no lo hicieron a modo de
memorias para justificarse. Para ellos fue un método de examen. El

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libro sobre su vida escrito por santa Teresa de Ávila, a petición de
su director espiritual, ella lo llama Libro de las mercedes, es decir, de
las gracias recibidas. La Autobiografía de san Ignacio es una
relectura de su vida, porque lo urgieron en un momento dado a que
diera a conocer por qué camino lo había llevado el Señor hasta fundar
la Compañía de Jesús. Más frecuente que las autobiografías
publicadas, un diario de vida es una forma de examen conservado
para poder releerlo oportunamente. En esos escritos es posible
advertir también el tema del tiempo y los varios momentos de la vida:
allí hay días en que el autor escribió tres páginas y otros en que
escribió tres líneas. Nuestros días, semanas y meses no tienen todos la
misma densidad.

Permítanme contarles que en una oportunidad, teniendo un


trabajo abrumador o más bien un exceso de ocupaciones distintas que
hacían que siempre andaba con algo pendiente, siempre preocupado,
terminé por estar completamente volcado hacia fuera, en detrimento
de la vida interior. Notaba que mi actividad no me nacía desde dentro.
Le dije a mi Provincial: “Si sigo cinco años así, seré un estropajo y no
serviré para nada”. Recuerdo que poco después fui a otra ciudad a dar
ejercicios a unas religiosas. Como no absorbían demasiado mi tiempo,
dediqué largas horas a repasar cómo funcionaba mi vida, y por qué me
encontraba mal. No fue un examen de un cuarto de hora, sino de una
semana entera. En esa ocasión, en el diálogo con el Señor, comencé a
vislumbrar por dónde podría haber alguna salida, qué cosas podría
dejar por ser menos urgentes; vi que podía y debía negarme a atender
más gente por respeto a los que ya atendía; de lo contrario no iba a
hacer ningún bien a nadie.

El examen, pues, es una cosa extensible o reducible. Es bueno


hacerlo cotidiano. Pero hay que reconocer que los cinco puntos
cumplidos ritualmente cada día pueden ser pesados para algunos
temperamentos. Hay que probar y saber variar: dar énfasis a la acción
de gracias durante un tiempo; o dar énfasis en pedir la luz del Señor
para ver dónde están las fallas, mirarlas y pedir perdón; o dedicarse
más a prever el día siguiente o la actividad apostólica que toca el fin
de semana, etc. No digo prever en el sentido de redactar una
catequesis o una pauta para no sé que cosa, sino disponerme
interiormente a enfrentar yo eso desde dentro, desde la cercanía al
Señor. Si alguien se da cuenta que al terminar el día, lo único que
quiere es dormir y abandona el examen, le recomiendo que busque
otra hora, por ejemplo, que postergue el examen para la mañana del
día siguiente y comience la oración de la mañana con el examen del

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día anterior, sin olvidar no obstante la oración con la Palabra de Dios.
Otro puede hacer el examen –por ejemplo, el día que tiene actividad
apostólica fuera – en el bus o el tren, mientras vuelve a casa. El
asunto es no dejar esto totalmente a la improvisación, porque ni la
rutina muy mecánica resulta, ni la improvisación tampoco.

Podemos establecer un vínculo entre Eucaristía y examen de


conciencia. Pues si queremos en la Eucaristía realmente celebrar el
don de Dios y celebrarlo no en general sino desde nuestra realidad
concreta y actual, si queremos agradecer, ofrecer e interceder
concretamente, la toma de conciencia previa es insustituible. Traigo mi
vida a la Eucaristía y llevo las actitudes de la Eucaristía (esencialmente
la acción de gracias, pero también la intercesión, la ofrenda, etc.) a mi
vida, en particular gracias al examen. Y entonces puede darse de
nuevo un diálogo entre la palabra de Dios escuchada en la misa y mi
vivencia cotidiana; entre el sacramento y la experiencia. De ese modo,
el examen bien hecho llega a ser como una extensión del sacramento,
en el sentido de acoger el don de Dios de manera efectiva y
responderle de manera efectiva.

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