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]. MARTIN VELASCO, H. CAZELLES, ]. c.

SCANNONE,
L. MALDONADO, _]. M. LABOA, F. BARANDIARAN1
L. SCHEFFCZYK, ]. MARJTAIN

LA RELIGIOSIDAD
POPULAR

Revista Católica
Internacional
Año 9 Septiembre/Occubre V/87
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Charles Péguy, El dinero

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Swierzawski.
Revista Católica Internacional

Communio

Año 9 Septiembre/Octubre V/87

La religiosidad popular

Juan Martín Velasco, Religiosidad popular y evangelización... 388


Henri Cazelles, Piedad y teología popular en la Biblia .......... 401
juan Carlos Scannone, Religiosidad popular, sabiduría del
pueblo y teología popular...................................................... 411
Luis Maldonado, Inculturación y religiosidad popular ........... 423
Juan María Laboa, La religiosidad popular en la vida de la
Iglesia ........................................................................................ 433
Felipe Barandiarán Irizar, Religiosidad popular y creencias
del hombre ............................................................................... 446
Leo Schcffczyk, Sensus fideliurn: testimonio sustentado por 459
la comunión ..............................................................................
jacques Maritain, El apostolado de los laicos ........................... 475
Religiosidad popular
y evangelización
por
Juan Martín Velasco

Intrvduttio'n

La reflexión y el discurso sobre la religiosidad popular se ven amenazados


permanentemente por la ambigiíedad Por dos razones: por las dificultades que
comporta una definición estricta del sustantivo i<religiosidad>>, y, sobre todo,
por la ambigiiedad que acarrea el adjetivo :<popular». La superación de esa ambi-
giiedad impone que se precise de antemano el significado que se atribuye a los
dos términos. Sin pretender imponer nuestra definición, comenzamos por ex-
plicitar el contenido significativo que atribuimos a los dos términos para que
aparezca con claridad a qué hechos nos referimos con ellos.
Por <<religiosidad» entendemos aquí el hecho o el sistema religioso visto
desde una determinada perspectiva: su lado exterior, visible. La religión vivida
tal como aparece en el conjunto de mediaciones, sobre todo activas y rituales
características de unos grupos de personas o de un colectivo determinado. Nin»
gún elemento del sistema religioso existe completamente independiente de los
demás. Por tanto, a ese cuerpo expresivo de acciones rituales que llamarnos reli-
giosidad corresponde una forma particular de experiencias, sentimientos, re»
presentaciones racionales y unas actitudes de base que no dejan de hacerse pre—
sentes en la mediación ritual. Pero es esa mediación o ese conjunto de
mediaciones rituales lo que constituye el objeto inmediato de nuestra descrip-
ción cuando hablamos de la religiosidad popular.
Pero <:popular» puede entenderse de formas diferentes. Señalernos tres más
importantes: a) popular para significar lo propio del proletariado, de la clase
obrera, de la clase trabajadora. Como cuando hablamos de un barrio popular o
de la <<Iglesia popular» b) Popular puede entenderse en el sentido de lo que per-
tenece a la cultura y a la tradición del pueblo, como cuando hablamos de la sabi?

388
Religiosidad popular y evangelización

duría popular del refranero o de las danzas populares o de la música popular de


una región o de los trajes típicos de una zona. c) <<Popular», por último, puede
significar lo propio del hombre medio, del no especializado, del que no ha reci—
bido una formación especial ni ejerce especiales responsabilidades. Se llama po-
pular en este sentido al hombre medio, al alego» en oposición al culto en un de»
terminado sector.
Descartando el primero de los dos sentidos, vamos a hablar de la religiosi-
dad <<popular» tomando ese término en las dos últimas acepciones. Esto nos
conduce a dos tipos de religiosidad popular. Tipos, naturalmente, no puros y
cuyos rasgos se interfieren frecuentemente.

1. Religiosidad popular tradicional, es decir, el conjunto de mediaciones y


expresiones religiosas características de un pueblo determinadój surgidas en él y
de alguna manera de el; transmitidas con el resto de los elementos propios de la
cultura de ese pueblo. La religiosidad popular tradicional es un elemento de la
cultura de un pueblo.
2. Religiosidad <<popularizada». Es la religiosidad que tiene por sujeto al
pueblo en el sentido de las personas t<comunes» religiosamente hablando. Es de-
cir, las no dotadas de una especial formación, ni militancia, ni responsabilidad.
Religiosidad popular significa, en este segundo sentido, dentro del contexto
cristiano, la religión del cristiano medio, del cristiano de la masal.

A estas dos formas de religiosidad se refiere nuestra reflexión.

1. La religioridadpopular tradicianal

a) Descripción

Es una religiosidad cuyo sujeto es el pueblo. No es, pues, objeto de una de-
cisión o conversión personal. Cada persona singular nace a ella, como nace a
la propia tradición. La hereda, aun cuando los miembros de cada generación la
recreen al asumirla. Esta religión se transmite por los mismos cauces de la socia-
lización por los que se transmite la cultura. Basta ser miembro del pueblo en
cuestión para formar parte de ella.
La religiosidad tradicional es una religiosidad participada. Todos los miem-
bros del pueblo son en ella actores. Esta variedad de protagonistas es una de las

' Sobre esta terminología cfiz nuestro estudio Rell€in…tidadpnpular, rrl¡3io.ridadpnpulañzaday reli-
gión q/irial, uPastoral Misionera», 11 (1975), 46-66. Sobre el conjunto de la cuestión cfr. los exce-
lentes estudios de LLUIS DUCH, Df la fclígiá :: la religiópupulan Publicaciones de la Abadía de Mon—
serrat, l980, LUIS MALDONADO, lntmductiú'fz ¿: la religioiidadpopular, Santander, Sal Terrae, 1985, )!
jUAN A. ESTRADA, La 1ranr£m7zari6n de la religioridnd/Jaj/¡lan Salamanca, Sígueme, 1986,

389
_]uan Martín Velasco

razones de la variedad, el colorido, la riqueza expresiva de esas celebraciones


festivas tradicionales que son la fiesta patronal, la romería, etc.
La religiosidad popular se distingue, en cuanto al contenido de sus media-
ciones, por la riqueza imaginativa y emotiva y por la extraordinaria densidad
simbólica. Predominan en ella las mediaciones activas sobre las racionales, y lo
corporal desempeña un papel preponderante. Se trata de una religiosidad etni—
nentemente ritual. Por eso tiene tanta importancia en sus manifestaciones lo
cósmico en todos sus órdenes, lo espacial concretado en la referencia a unos lu»
gates precisos, lo temporal que genera un calendario extenso de fiestas y tiem—
pos de preparación y conmemoración de las mismas.
Esto no significa que las mediaciones racionales estén por completo ausen-
tes de la religiosidad popular. Pero sus formas más frecuentes no son la doctrina
conceptualmente expresada, sino los conjuntos de leyendas, relatos maravillo-
sos, que acercan a la mentalidad del pueblo los grandes temas míticos, transmi-
tidos por tradición oral y a través de coplas, romances y representaciones icono-
gráficas sencillas.
Todos estos rasgos dan a la religiosidad tradicional un valor eminentemente
compensatorio. En ellas se expresan y cobran su tributo unas necesidades reli-
giosas que no se ven satisfechas por la frialdad y la austeridad de las formas ofi-
ciales de religiosidad. Por eso no es infrecuente que en ellas aparezcan también
rasgos que manifiestan una sorda o expresa protesta contra la religión oficial y
sus representantes acreditados, con la <<opresión» que a veces suponen a la es-
pontaneidad de la vida del pueblo.
Las formas populares de la religiosidad corresponden perfectamente, dentro
del mundo de las religiones, a las llamadas cósmico-biológicas. En ellas se en—
cuentran, por tanto, sus manifestaciones prototípicas. Pero, además, esas formas
populares aparecen como un estrato, presente en todas las tradiciones religiosas
y matizado por los rasgos peculiares de cada una de ellas… Existe asi un budismo,
un hinduismo, un cristianismo y un islamismo populares que, cada uno a su
modo, realizan los rasgos con los que hemos distinguido a la religiosidad
popular.
La estrecha relación de ésta con la cultura de los pueblos que las viven hacen
de ellas un espejo en el que se refleja con extraordinaria viveza el alma y la his-
toria del pueblo. .

b) Origen

No es fácil responder unívocamente a la pregunta por el origen de estas re-


ligiones. Los procesos que han dado lugar a cada una de ellas dependen estre—
chamente de la historia de las respectivas religiones en las que surgen y de los
respectivos pueblos. En el caso cristiano, parece claro que su origen se debe a

390
Religiosidad popular y evangelización

ese proceso que algunos historiadores han denominado folklorización del cris-
tianismo 2. Con esta expresión se refieren en términos generales a ese proceso
de inculturación del Evangelio y la Iglesia en las culturas de las poblaciones pa-
ganas entre las que se extendió a partir de la oficialización del cristianismo que
surgió de su reconocimiento por el Imperio Romano. Tal inculturación fue el
resultado de la encarnación del cristianismo en la vida y la cultura del pueblo y
se produjo como consecuencia de una estrategia evangelizadora según la cual las
mediaciones más externas de la religión pagana: templos, santuarios, fiestas, en
lugar de ser eliminadas fueron sustituidas y puestas al servicio de una nueva in-
tención y actitud religiosa no siempre suficientemente educadas?
Por eso no es extraño que el proceso produzca una verdadera contamina-
ción del cristianismo con elementos paganos, que exigirá toda una serie de pro
cesos de corrección de los que nos han quedado numerosos ejemplos en los es-
critos de los responsables de la Iglesia“.
Si juzgamos por los resultados, el éxito de tales procesos parece haber sido
sólo relativo como muestra la configuración, llena de elementos paganos, mági—
cos y supersticiosos de la religiosidad popular de la edad media contra la que
reaccionan las reformas medievales y, posteriormente, la protestante y la
católica.

e) Situación actual

La religiosidad popular atraviesa una situación de crisis profunda que, con-


tra las previsiones de muchos, no está conduciendo a su desaparición.
Por una parte, la transformación rápida de la situación socio-cultural con la
que esa religiosidad se encuentra naturalmente asociada está poniendo en cues-
tiónsu existencia y su valor. La disminución del peso de la agricultura en la so-
ciedad industrial y postindustrial contemporánea ha llevado, por ejemplo, a una
disminución notable de la mentalidad rural a que daba lugar. En el mismo sen—
tido operan la transformación de las formas de trabajo con una muy honda
transformación de las mentalidades; la elevación del nivel de vida y la menor
dependencia de los condicionamientos naturales; el alejamiento del campo que
producen la urbanización y los movimientos migratorios; la extensión de los
medios de comunicación y su influjo. En resumen, el hecho de la desacralización

? El término ha sido empleado, por ejemplo, por historiadores como )… Delumeau y E. Le


Roy Ladurie.
' El culto a los santos, a la Virgen y los santuarios ofrecen numerosos ejemplos de esta estrate-
gia. Ejemplos de ella crrados en nuestro estudio Para wwr la zú'1wri0'r7 manana, en La]?gura de María,
Salamanca, San Esteban, 1985, p, 159, n" 43.
“ Recuérdense escritos como el Dr rowectiow mrtíw71¡m de S. MARTIN DE BRAGA.

391
juan Martin Velasco

y la difusión de un clima cultural secular y pluralista parecen imponer unas for-


mas de vivir y de pensar difícilmente conciliables con las expresiones religiosas
populares estrechamente ligadas a una cultura diferente.
Pero la crisis no ha supuesto su eliminación pura y simple y no faltan sínto-
mas de pervivencia e incluso de recuperación de la religiosidad popular como
parte de ese fenómeno más amplio de pervivencia de lo sagrado y de aparición
de nuevas formas, ajenas a las formas oficiales y que han sido designadas como
manifestaciones de lo sagrado en estado salvaje.
El hecho puede ser interpretado como la búsqueda de respuestas a necesida-
des humanas que la cultura-exclusivamente científico-técnica deja insatisfechas.
Se caracteriza por cierto sincretismo de elementos tomados de distintas tradi-
ciones y estratos y subraya los aspet:tos de reacción antiinstitucional y anti0fi-
cial. No faltan en algunos casos intentos de manipulación por la cultura oficial
de esos nuevos brotes de religiosidad popular con el fin de orientarlos de forma
secularizada, reduciéndolos a sus elementos culturales, a su poder de medio de
recuperación de la identidad regional o nacional. En algunos casos prevalece en
- la actual recuperación la necesidad de compensación social en los casos muy fre-
cuentes en que la nueva cultura ha privado al pueblo de todo protagonismo so—
cial y cultural y le mantiene —pensemos en el caso de los emigrantes sobre todo
de la primera generación— en estado de verdadera marginación social.

d) Religiosidad popular tradicional y catolicismo oficial


en la actualidad

La relación de estas dos magnitudes religiosas es extraordinariamente com-


pleja, pero nosotros nos reduciremos a dos aspectos.
En primer lugar, la reforma del catolicismo que ha supuesto el Vaticano II
ha influido en la crisis del catolicismo popular. En efecto, la purificación im-
puesta por el Concilio de elementos teológicamente menos importantes en el
seno de la liturgia y de la vida devocional no podría dejar de influir en la forma
popular de vivir el catolicismo muy influida por algunos de esos elementos. Re-
cordemos, por ejemplo, la reforma litúrgica del ciclo de los santos en beneficio
del ciclo temporal más claramente referido a los misterios de jesucristo; el tras-
lado de los acentos de lo devocional a lo teologal; la reconducción a la devoción
mariana hacia el predominio del culto litúrgico y a la ubicación de María en su
verdadero lugar en el seno del culto cristiano.
El influjo de esta reforma ha podido ejercer una influencia más negativa so-
bre las formas populares del catolicismo debido a la escasa pedagogía de los
agentes pastorales a la hora de aplicar esa reforma. Esto ha podido conducir en
algunos casos a la supresión pura y simple de lo que se trataba de reformar. Por
eso en la época postconciliar han aparecido intentos de reequilibrio de la situa

392
Religiosidad popular y evangelización

ción como el que representa la exhortación Mariali.t Cultur de Pablo VI sobre la


devoción mariana.
En los últimos años asistimos a una nueva uestrategia pastoral» del catoli-
cismo oficial en relación con la religiosidad popular Una evaluación excesiva-
mente pesimista de los costos de la reforma conciliar, el temor ala extensión de
la indiferencia religiosa y de una cultura de la increencia esta llevando al apoyo
por parte de las instancias oficiales del catolicismo de la tendencia a la recupera-
ción de la religiosidad popular. En esta misma dirección ha actuado la nueva va-
loración que la teología pastoral viene proponiendo de esta forma de catoli—
cismo. '
Pero a pesar de todo la crisis perdura. Se impone la impresión de que ha
cambiado más la valoración de los teólogos y pastoralistas que el hecho mismo.
El indicio más claro de la perduración e incluso el ahondamiento de la crisis está
en el hecho de que lo que algunos llaman el renacimiento de la religiosidad po-
pular subraya cada vez más los aspectos sociales, tradicionales, folklóricos, na-
cionales, turisticos del hecho por encima de su dimensión religiosa. Por eso
también en algunos casos sus manifestaciones tienden a separarse cada vez más
del conjunto del hecho cristiano y a cobrar una vida independiente en cuanto
fenómeno puramente cultural.

2. La religioridad papulan'zada

a) Descripción

Es la religión que tiene como sujeto al pueblo en el sentido de las personas


no dotadas religiosamente de una especial formación, militancia o responsa-
bilidad.
Su primera característica es el predominio en ella de la <<pfáctica religiosa».
La mediación fundamental en ella es la frecuentación de unos ritos tenidos por
obligatorios, la asistencia al culto, con diferentes grados de asiduidad que van
desde la práctica dominical a la ocasional y desde la frecuentación asidua de los
sacramentos a su práctica (<estacional», en relación con los sacramentos dotados
de significado social. En los grados de mayor intensidad esa práctica se ve acom-
pañada de prácticas devocionales añadidas: novenas, triduos, devociones priva-
das con sus correspondientes actos de peregrinación, visita a santuarios, etc., y
sus correspondientes objetos; imágenes, medallas, hábitos, etc.
Generalmente se observa en este tipo de religiosidad cierto interés como
motivación importante, que le confiere un sentido que podría llamarse funci0>
nal (: incluso utilitario 5. En estas prácticas el sujeto busca con frecuencia la ob-
º Funcional en el sentido que dan a ese término algunos psicólogos de la religión. Cfr. por
ejemplo, A. GODIN, Piyrbolagir del rxpín'mrer nligieure.r, Paris, Le Centurion, 1981, pp. 26—66.

393
juan Martín Velasco

tención y conservación de unos bienes espirituales o materiales o la salvación


vivida en los mismos términos utilitarios. Por eso predominan en esta religiosi—
dad la oración de petición y su reforzamiento con votos, promesas, ofrendas
y sufragios.
La religiosidad popularizada tiene una considerable densidad sacral. Abun-
dan toda clase de mediaciones: ritos, gestos, lugares, santuarios, ermitas, fiestas,
personas mediadoras, santos, intercesores y sus correspondientes imágenes. Esta
densidad conduce en algunos casos a una especie de <<cosificación» de lo sagrado
con el fin de disponer más fácilmente de ello. De ahí, la devocionalidad, es de-
cir, la multiplicación de las devociones a advocaciones de jesucristo, de María,
de los santos, y la multiplicación de actos concretos: novenas, octavarios, tri-
duos en su honor.
La religiosidad popularizada tiene como uno de sus componentes la necesi-
dad de seguridad para la vacilante condición humana y la búsqueda de ayuda de
lo sobrenatural para conseguirla. Por eso utiliza unas fórmulas sencillas, fácil-
mente repetibles; se atiene con rigor a unas normas que desea detalladas y pre-
cisas; recurre a las formulaciones racionales formalmente claras y a ser posible
memorizables como los catecismos; y es extraordinariamente reacia a los cam-
bios en las mediaciones incluso cuando los cambios culturales hacen que se pre—
senten como anacrónicas.
Todos los rasgos anteriores explican que este tipo de religiosidad sea vivido
de una forma notablemente individualista, incluso en los casos en que algunas
de sus manifestaciones congregan a masas numerosas de fieles. Se trata, en
efecto, de asambleas masivas en las que cada uno uva a lo suyo», entabla una rela—'
ción individual con el mediador y es guiado por el propio interés o la obtención
de algún beneficio para alguien de los suyos».

b) Origen

La hemos denominado popularizada porque, aunque está extendida entre el


pueblo, no ha surgido de el, sino que es con frecuencia el resultado de la estra-
tegia pastoral de una época determinada. En su origen se encuentra probable?
mente una situación que tiene uno de sus elementos centrales en la división de
los cristianos en diferentes clases 0 géneros: clero, religiosos y seglares. Dejado
el ideal de la vida cristiana centrado en el cultivo de la experiencia personal de
la fe para los religiosos y en el mejor de los casos el clero, se reduce la vida cris-
tiana de los laicos, de los no especializados, a la práctica de unas mediaciones so-
bre todo culturales y morales. La pastoral oficial de la Iglesia en esa situación
buscaba sobre todo la realización por el pueblo de esas prácticas, la purificación
de las mismas cuando se contaminaban con rasgos supersticiosos o paganos y la
sustitución de las formas menos perfectas de la religiosidad popular por devo-

394
Religiosidad popular y evangelización

ciones creadas por las congregaciones religiosas o los agentes de pastoral que
reemplazaban o acompañaban unas formas oficiales que resultaban excesiva-
mente alejadas del pueblo. Algunos de los rasgos menos positivos de este tipo
de religiosidad es posible que tengan su origen en los métodos pastorales ern-
pleados para inculcarla. La dificultad para mantener la práctica de tales media—
ciones: asistencia a la misa, frecuencia de la confesión y la comunión y recurso a
la unción de los enfermos sin cultivar con intensidad la experiencia de la fe y la
esperanza cristiana obligaba a esa pastoral a insistir en motivaciones más aefica-
ces» como el recurso a los premios eternos o el miedo a la muerte, el juicio o los
tormentos del más allá? ,
Probablemente algunos de los rasgos de la religiosidad que acabamos de
describir sean simplemente el resultado de la asimilación acrítica por el pueblo
de esas pastorales poco respetuosas de la religión y de las conciencias.

c) Situación actual

Las encuestas actuales sobre los comportamientos religiosos muestran sin


lugar a dudas la crisis profunda que está sufriendo esta forma de religiosidad.
Basten estos datos: El número de los católicos no practicantes se ha multipli-
cado por cuatro en los últimos quince años; y por lo que se refiere a la juventud
se ha pasado de en torno al diez por ciento de jóvenes católicos no practicantes
en los años sesenta al cincuenta y cinco por ciento en 19847. La crisis es todavía
mayor, incluso entre los católicos practicantes en relación con el sacramento de
la penitencia y no son necesarias encuestas para percibir el derrumbamiento de
la mayor parte de las devociones habituales hasta hace treinta años entre los jó-
venes de nuestros días.
Persisten tan sólo algunas devociones a imágenes o lugares a los que se
acude con frecuencia para pedir la solución de problemas y la satisfacción de de-
terminadas necesidades.
La misma idea de <<príctica religiosa» tal como es entendida en este tipo de
religiosidad ha entrado en crisis por numerosas razones. En primer lugar, por el
cambio social y cultural y su influjo sobre la mentalidad y los hábitos de vida y
los comportamientos. En segundo lugar, por la disminución de la eficacia de las
motivaciones debido a la extensión de la secularización y los principios de la
modernidad. Y en tercer lugar, por razones internas al propio catolicismo que a
partir del Vaticano II ha operado un desplazamiento importante en la presenta
ción del cristianismo y la acentuación de las motivaciones de la vida cristiana.
“ Cfr. los análisis de). DELUMEAU sobre la pastoral del miedo en Lepíc/¡z' et la pm: La cul/¡abili-
mtian M Ortizlent, Paris, Fayard, 1983, 369-623.
_' Como muestra de tales estudios cfr. JOSE JUAN TOHARJA, Larjóvmei )( la religión, en Funda?
ción Santa María, juventud E.rpañola, 1984, Madrid, S.M., pp. 247-287.

595
Juan Martin Velasco

Por último, es probable que también está influyendo en el desmoronamiento de


este catolicismo devocional la disolución del régimen de presencia del catoli»
cismo en la vida social, política y cultural que denominamos cristiandad.

5. Reflexionar partomler sobre la religioridad populax


Hacia una ¡mem evangelización del pueblo

El hecho de la religiosidad popular con su enorme variedad de manifestacio-


nes de las que los dos tipos propuestos no son más que polos hacia los que con-
fluyen la mayor parte de ellas nos sugiere una primera reflexión. Se refiere a la
gran variedad de demandas religiosas que nos dirige esa masa de personas que
denominamos el pueblo cristiano. A esta variedad de demandas la Iglesia no
puede responder con una acción pastoral uniforme que pretendía imponer las
mismas respuestas a situaciones y necesidades tan variadas y que desde luego no
se agotan en los dos tipos de religiosidad descritos. Una atención efectiva a esa
variedad exige imaginación, osadía y lucidez de los agentes pastorales ya que
una respuesta diferenciada debería introducir transformaciones en las mediacio-
nes de todo tipo en que se ha de encarnar el cristianismo para poder seguir
siendo vivido por el hombre cultural y socialmente pluralista de nuestros
días.
El fenómeno de la religiosidad popular no es el resultado de las perversio-
nes del cristianismo. Es la consecuencia —no siempre lograda— de la necesaria
inculturación del cristianismo que tiene que dar lugar a diferentes formas de vi—
virlo, de acuerdo con las peculiaridades psicológicas, históricas y culturales de
los diferentes pueblos. La Iglesia sólo puede ser efectivamente católica, verda—
deramente universal, pluriformizándose de acuerdo con las diferentes culturas.
La uniformidad cristiana en la que a veces queremos convertir la unidad, es el
resultado de la imposición a todos los pueblos, destinatarios legítimos del Evan
gelio, de la forma concreta: romana, occidental en que de hecho se encarnó el
cristiano en los primeros siglos de su historia. Deberíamos saber teóricamente y
respetar en la práctica que evangelizar no significa trasplantar el cristianismo ya
inculturado en un pueblo a otros pueblos diferentes; ni en hacer pasar a unos
hombres de la cultura que les es propia a la del evangelizador cristiano. Sino en
implantar, sembrar el cristianismo con todas las dificultades que eso conlleva,
en la variedad de las culturas de nuestro mundo que por fin comienza a respetar
su pluralismo de culturas. La encarnación del cristianismo en la tradición de los
diferentes pueblos no es pues una concesión, sino el resultado de una exigencia.
Las condiciones del hombre: ser corporal, sentimental, activo, histórico, miem»
bro de un pueblo y de una cultura, hacen necesaria una forma de vivir la reli-
gión que se exprese en todas esas dimensiones de la condición humana. No es
. posible reducir el cristianismo a ninguna de sus dimensiones: racional, ética, po-

396
Religiosidad popular y evangelización

lítica, sin empobrecerlo. El hombre solo vivirá humanamente la religión cuando


la encarne en sus sentimientos, gestos, hábitos, costumbres. No es bueno pro-
poner como ideal un cristianismo <<neutro», para conseguir un cristianismo más
puro. Las fronteras del valor del cristianismo no se sitúan en la utilización de
unas u otras mediaciones, sino en la autenticidad de la fe que se expresa en
ellas.
En algunas de las formas de cristianismo popular que hemos descrito se ma-
nífiestan las deficiencias de algunas imágenes y algunas realizaciones deficientes
de la Iglesia a lo largo de su historia. La religiosidad popular, en el sentido a que
se refiere el párrafo anterior, es algo perfectamente legitimo e incluso necesa-
rio. Pero no lo es tanto una religiosidad popular que sea el resultado de la divi-
sión en clases y grados de los cristianos. La llamada universal a la santidad y a la
salvación en el cristianismo y la participación de todos los miembros de la Igle-
sia en la condición de Pueblo de Dios, animado por el mismo Espíritu, excluye
cualquier división en su seno entre una clase de dirigentes o especialistas y un
pueblo sólo pasivo y receptivo Es talvez inevitable que a la legítima diferencia-
ción de ministerios y carismas en el seno de una Iglesia toda ella ministerial se
añadan diferencias de formación como consecuencia de las circunstancias so—
ciales. Pero esas últimas diferencias nunca deberán solidificarse y sancionarse
teológica o pastoralmente con el establecimiento de un cristianismo de menores
exigencias para el pueblo. Todos los cristianos somos igualmente llamados a la
conversión y a la santidad, aunque ésta sea vivida, por la diferencia de respuesta
de cada uno, de forma más o menos generosa —independientemente del lugar
que se ocupe en el seno de la IglesiaA y deba revestir formas social y cultural-
mente plurales.
Lo decisivo, pues, de la pastoral ante el fenómeno de la religiosidad popular
es la existencia de una auténtica evangelización. Esto supone, en primer lugar,
que en ningún caso la acción de la Iglesia de por supuesta la conversión de sus
fieles tan sólo por el hecho de que participen de algunas manifestaciones reli—
giosas tradicionales o devocionales. Permanentemente tendrá que ser anunciada
la buena nueva de la muerte y la resurrección de jesucristo como base para la
constitución de un nuevo pueblo de Dios en el que los hombres vivan con el es-
píritu de jesús los valores del Evangelio
Pero ¿qué lugar ocupa la religiosidad popular en relación con esa iiidispeir
sable evangelización?
Recordemos que el itinerario de la adhesión personal de la fe es largo y
complejo y su presentación debe sin duda acompasarse a las circunstancias de las
personas, a sus ritmos de crecimiento. Por ello los elementos de la religiosidad
popular, como otros muchos, deben ser tenidos en cuenta a la hora de poner en
marcha el proyecto de evangelización.
La religiosidad popular puede en determinadas circunstancias favorecer la
evangelizadón, en la medida en que puede colaborar a la apertura de quienes la

597
juan Martin Velasco

viven al evangelio. De varias formas. En primer lugar, porque el hombre de


nuestros días se encuentra inmerso en una cultura que comporta no pocos ele-
mentos que dificultan la captación del mensaje cristiano: el individualismo, el
enclaustramiento en la inmanencia, la unidimensionalización, el olvido de lo an-
terior, la incapacidad simbólica, etc. Y no pocos elementos de la religiosidad
popular pueden preservarle de algunos de estos peligros o ayudarle a superarlos
por la intensidad afectiva, la solidaridad y la participación, la densidad simbóe
lita, la atención al más allá de lo humano, el cultivo de la admiración que supo-
nen algunas de sus manifestaciones. Tal religiosidad puede originar una verda—
dera experiencia de lo sagrado que favorezca esa “ruptura de nivel» que
comporta toda conversión religiosa. Por otra parte, una experiencia religiosa ya
existente puede enraizarse en la persona cuando es vivida de esa forma intensa-
mente afectiva que caracteriza a las manifestaciones populares.
En el clima de desarraigo y soledad que con frecuencia envuelve la vida de
las sociedades actuales la participación festiva puede constituir una ocasión
única para ejercer la intersubjetividad que es una de las dimensiones humanas
más estrechamente relacionadas con la relación religiosa como muestra el tema
teológico del “sacramento del hermano». En términos generales, la evangeliza-
ción puede encontrar en el ejercicio de la religiosidad popular un caso de esa
praepamtz'a evangelica con la que un cristianismo preocupado por la evangeliza—
ción nunca ha dejado de contar.
También la religiosidad popularizada con su insistencia en la práctiCa reli-
giosa puede resultar un aliado valioso de una acción evangelizadora. Porque la
práctica religiosa supone actos, gestos, palabras que conservan algo del sentido
religioso que las originó; suponen una referencia más o menos viva ajesucristo,
su vida y su enseñanza; contienen a través de los recuerdos de María y de los
santos ejemplos de vida cristiana y todo esto puede convertirse en ocasión y
ayuda para despertar la fe o profundizarla en la persona.
Claro que para que la religiosidad popular pueda ser integrada en un pro—
yecto evangelizador será preciso establecer un cuidadoso discernimiento de sus
valores y sus distorsiones y llevar a cabo un proceso de crítica y paulatina elimi—
nación de estas últimas y de afianzamiento de los primeros. Para llevar a cabo
este proceso se requiere sin duda una cuidadosa pedagogía basada en una recta
comprensión de lo que es la vida religiosa y la vida cristiana y en un análisis de
las tentaciones más frecuentes a que se ven sometidos.
Enumeremos algunos principios de esta pedagogia. Convendrá reconocer
en primer lugar la necesidad de las mediaciones presentes en la religiosidad po-
pular para que el cristianismo pueda ser vivido efectivamente por una colectivi—
dad dotada de una historia, una cultura y una idiosincrasia concreta, al mismo
tiempo que la relatividad de esas mediaciones ordenadas al núcleo esencial que
es el reconocimiento de jesucristo como revelación del amor salvador de Dios.
Particular importancia tiene conseguir una articulación real de esas mediaciones

398
Religiosidad popular y evangelización

con el núcleo central, evitando las que resultan incoherentes con él o pueden
suponer un obstáculo para la promoción de los valores que contiene. Las media-
ciones deben, además, articularse entre si, sin privilegiar algunas hasta el punto
de que unilateralice la vida religiosa Esas mediaciones deberán ser coherentes
con la situación cultural de la comunidad y ser elocuentes para ella. El cultivo
de las mediaciones no deberá eximir en ningún caso de la insistencia en la inicia»
ción y la educación de la experiencia teologal que debería expresarse en ellas.
Cultivadas con todas estas cautelas, las mediaciones de la religiosidad popular
pueden constituir un apoyo muy valioso para la vida de fe.
Aludamos también desde este punto positivo a la ayuda que la religiosidad
popular puede prestar a la transmisión de la fe. De hecho ha sido el gran medio
para la socialización religiosa en tiempos de cultura uniforme impregnada de
cristianismo El cambio cultural ha hecho que en estos momentos no lo sea.
Pero parece claro que resulta extraordinariamente favorable contar con una re—
ligión inculturada para que la fe pueda ser transmitida de generación en genera—
ción. No porque la fe pueda transmitirse de forma inconsciente y amecánica», o
pueda heredarse como se heredan otros elementos de la cultura, sino porque
existen obstáculos de tipo social y cultural que una correcta inculturación de la
fe puede ayudar a superar.
La enumeración de algunos de los servicios que la religiosidad popular
puede prestar a la evangelización no debe hacernos olvidar algunos de los peli-
gros que pueden convertirla en obstáculo para la misma. Anotemos como más
importantes la absolutización de sus expresiones; la tendencia a convertirlas en
hechos estereotipados y rutinizados; la tentación de ver en ellas la obra que eli-
mina la gracia convirtiéndola en respuesta mensurable de Dios a los méritos
contraídos con las propias acciones; el peligro de sustituir la decisión personal y
la llamada a la conversión por el mantenimiento de una tradición o de una prác-
tica externa; el hacer de esa religiosidad una especie de ídolo que se interponga
entre el Dios único y el creyente; el construir con la religiosidad una corriente
paralela a la vida y que no la transforma en absoluto; y, por último, el disponer
con esa religiosidad heredada y por tanto rrconsabida» de una especie de uva-
cuna» contra la novedad inaudita del Evangelio cristiano. Esta enumeración de
posibilidades y obstáculos que la religiosidad popular contiene en orden a la
evangelización de las personas que viven en ella pone de relieve la necesidad de
un tratamiento cuidadoso de este fenómeno por parte de los agentes pastor
rales.
Una acción pastoral cuidadosa deberá evitar la eliminación pura y simple de
la religiosidad popular, por la falta de atención o por la crítica desconsiderada
de sus manifestaciones, eliminación que puede causar estragos en la vida reli—
giosa y hasta en la psicología y la cultura del pueblo. Pero tampoco parece
adecuado orientar la acción pastoral al mantenimiento puro y simple de estas
manifestaciones. Una pastoral de mantenimiento debe operar demasiados com?

399
juan Martín Velasco

promisos con lot elementos distorsionados en relación con el cristianismo que


contienen muchas manifestaciones de la religiosidad popular y está además abo-
cada al fracaso dada la erosión de tales manifestaciones que suponen los inevitaf
bles cambios culturales.
Entre estos dos extremos se impone una acción pastoral que desde la aten-
ción y la simpatía a las personas y pasando por la paciencia ante los ritmos de su
posible evolución tenga presente la necesaria transformación de las actitudes
que posibiliten después el surgimiento de nuevas formas expresivas.
Tal transformación debería insistir en el cambio de las motivaciones, del in-
terés y el miedo ante los poderes superiores al reconocimiento, la adoración y la
alabanza del Dios único; en el cultivo de la experiencia personal de la presencia
de Dios en la propia vida y el reconocimiento de su paso por la historia hu-
mana; en la sustitución de unas formas paralelas a la vida real por otras surgidas
del amor de Dios experimentado en el centro de la vida; en el cambio de un
cristianismo masivo e individualista, por otro que aparezca como la vida de un
nuevo pueblo congregado por el Espíritu de Dios que se encarna en el mundo
para transformarlo de acuerdo con ese designio de Dios que llamamos su
Reino.
Para la realización de esa transformación son indispensables la mejora de los
procesos de iniciación y de formación en la fe. La adaptación cuidadosa de las
mediaciones litúrgicas y devocionales. Pero es sobre todo indispensable la exis—
tencia de comunidades cristianas vivas, que testimonien en medio del mundo la
experiencia de Jesucristo y los valores evangélicos.

400
Piedad y teología popular
en la Biblia
por
Henri Cazelles

Los pueblos del Antiguo Oriente viven inmersos en una intensa piedad po—
pular. Los modernos diccionarios de egiptología o asiriología no incluyen el ar-
tículo <<piedad» pues sus límites serían imposibles de precisar. Antes incluso de
que la invención de la escritura nos haya aportado testimonios escritos, esta pie-
dad ha dejado sus huellas en templos, capillas, restos de ofrendas animales 0 ve-
getales, estatuillas. La presencia de estatuillas de diosas de la fecundidad o de es-
tatuas de dioses con cuernos poderosos y <<ojos inmensos» (A. Spycket) no debe
llevarnos a pensar de forma apresurada en la idolatría. En los honores rendidos
a las imágenes divinas podía haber idolatría en quienes confundían la divinidad
y la imagen que la representaba, pero no era éste el fondo de su vivencia reli-
giosa. La imagen representaba o hacia presente (ahí estaba la ambigñedad) una
fuerza que intervenía en el curso de la vida del hombre y sobre la cual él no te—
nia control alguno.
Podía ser una piedra o una roca de formas sorprendentes, levantada a modo
de señal en las rutas del desierto, y de ahí el culto a las piedras en Arabia y a las
montañas en Anatolia. Podían ser los astros, ya fuese por su luminosidad, ya por
el ritmo de sus apariciones y desapariciones, y de los que dependía el propio
ritmo de la vida humana. Eran más a menudo las fuerzas ocultas que hacían ma-
nar una fuente o desencadenaban el viento y la tormenta. Eran las fuerzas que
daban fecundidad a la vegetación y a las cosechas, a los animales salvajes 0 do—
mésticos, a los hombres, a las mujeres y a las tribus. Eran los dioses protectores
de las dinastías y sus pueblos, cuyos ejércitos eran capaces de ofrecer su protec-
ción o de aniquilar al enemigo. Estos dioses protectores también podían brindar
su protección a un hombre o a una mujer determinados, iluminándoles con sus
consejos o castigándoles con cólera si no eran escuchados. En suma, la piedad
popular no se dirigía a un ser supremo, a un dios del cielo y la tierra», aún

401
Henri Cazelles

cuando se reconociera su existencia. Afrentado o fayorecido por estos múltiples


dioses entre los cuales debía vivir, el hombre del Antiguo Oriente era mucho
más politeísra que idólarra. Su piedad se dirigía a una u otra de estas fuerzas, be-
nefactoras o terribles, regentes de fenómenos cuya proximidad había experi-
mentado por sí mismo. Si benefactora, había que conservarla; si terrible, había
que ablandarla.
Esras divinidades no son ni buenas mi malas en sí mismas, sino más bien ca-
prichosas. No siempre se sabe cómo nombrarlas, cómo discernirlas. Son egoí5»
tas, pues ponen en juego su propio destino que escapa a los humanos. Además,
se contrarían con frecuencia, en particular las divinidades políticas, y el hombre
se siente el envite de sus luchas. La toma del poder no tenía el mismo impacto
que tiene sobre la mentalidad de las masas en nuestros días, pues el jefe, gene—
ralmente llamado <<rey», es a menudo más lejano que otros fenómenos de la na-
turaleza. El propio rey sabe que él mismo depende de los dioses, aún cuando
proclame que el dios de su dinastía () de su capital es más poderoso que todos
los otros. Los dioses de Babilonia, Marduk a la cabeza, deciden el rumbo del año
después de que el rey se haya humillado en la gran fiesta del inicio del año. Un
verdadero ejemplo de fiesta popular.
Hay, pues, una piedad privada y otra colectiva. Era natural que esta piedad
popular colectiva fuera sumida por los responsables de las ciudades, ya fuesen
llamados gran hombre», urey» o uvicario» (del dios de la ciudad). Con estas ciuf
dades aparece la administración y, con ella, los escribas y la escritura. No tene-
mos como únicos testimonios de esta piedad popular las estatuillas y las peque—
ñas capillas de Ur exhumadas por L. Woolley, sino también los ahirnnos y
plegarias», bien estén dirigidos a los dioses del antiguo Egipto» (A. Barucq y
F. Daumas, Ed. du Cerf, París, 1980) o alos dioses de “Babilonia y Asiria» (M. ]
Seux, Ed. du Cerf, Paris, 1975). Los escribas expresaban en ellos las aspiraciones
y los sentimientos religiosos tanto de sus reyes como de sus pueblos, pues reyes
y pueblos se sienten profundamente unidos en un destino común, ya sea de vic-
toria y felicidad, ya sea de derrota y desgracia.
Más que en los suntuosos manjares y en las deslumbrantes joyas ofrecidas a
los dioses por fieles necesariamente afortunados, es en las plegarias inscritas so-
bre arcilla por los escribas al servicio del clero donde se refleja la piedad popu»
lar. Si los asuntos de un hombre periclitan es porque su dios personal no está sa-
tisfecho c0n la conducta de ese fiel. Este dispondrá de uplegarias para calmar el
corazón de una divinidad». Y exclamará: <<Q_ue el corazón enfurecido de mi Se-
ñor se aplaque, que el dios (no sé cual) se aplaque, que la diosa (no se cuál) se
aplaque, que el dios, cualquiera que sea, se aplaque... ¡Oh dios! quienquiera que
seas, mis faltas son numerosas... La falta que haya podido cometer, no la co-
nozco… Busco sin cesar y nadie me toma de la mano; he llorado y nadie se ha
acercado a mi. Expongo mis quejas pero nadie me escucha. Dios mío misericor-
dioso, vuélvete hacia mi, te lo imploro... Que tu corazón, como el de una madre

402
Piedad y teología popular en la Biblia

carnal, se aplaque». Hay también “plegarias para reconciliarse con el dios irri-
tado». En sus incertidumbres sobre la persona y el carácter de los dioses —en las
incertidumbre teológicas, podríamos decir— la plegaria se tiñe con frecuencia
de magia y el esfuerzo va dirigido más a presionar a la divinidad que a implo-
rarle. Hay así plegarias a modo de conjuros contra los malos presagios o para ca—
sos de sueños funestos. Los escribas graban sobre sus tablillas de arcilla conjuros
contra sortilegios, contra maldiciones, contra los espectros (incluso un espectro
anónimo), y están vinculados a la invocación de un dios o una diosa: <<Como el
humo que (el espectro) sube a los cielos, como el tamarisco arrancado que no
vuelve a su lugar. A tu orden augusta que es invariable y a tu asentimiento
firme que es inmutable, es_lshtar quien es eminente, es Ishtar quien es reina, es
Ishtar quien es grande, es Ishtar quien puede preservar» (Seux, op. tit.,
pág 138).
La magia parece todavía más desarrollada en Egipto, pero hay también otro
enfoque de la divinidad. junto a himnos majestuosos, a menudo espléndidos,
puestos en boca de los reyes, como Akhenaton dirigiéndose a su padre Aten, el
disco solar (“tú habitas siempre en mi corazón; nadie te conoce sino tu hijo…
pues tú le has informado de tus designios y de tu poder». Traducción de
F. Daumas, L£J dieux de l'Egypta París, 1965, pág. 119), nos han sido transmiti-
das las plegarias de los humildes. En sus “llamadas a los vivos», los muertos pi-
den que se interceda por ellos. Un noble se dirige al dios Ptah de Memfis en dos
términos: <<Ptah, mi corazón está lleno de ti, mi corazón está ordenado con tu
amor como la marisma con capullos de loto. He levantado mi casa junto a tu
templo» (Barucq-Dumas, pág. 111), pero en Deir el-Medineh, en la necrópolis
donde son enterrados los trabajadores de las tumbas del valle de los reyes y del
valle de las reinas, éstos se dirigen a la diosa de la montaña tebana, Mert-Sager.
Un ciego le dice: <<Señora que se arrepiente para otorgar misericordia, tú has he-
d'10 que vea las tinieblas en pleno día. Pueda yo contar tu poder a los peque—
ños... ten piedad de mi en tu misericordia». Otro enfermo, ya curado, le dice:
(Yº era un ignorante, un insensato que no distinguía el bien del mal. Por haber
cometido una transgresión contra la Cima, ella me dio una lección. Estaba en su
mano noche y día. Estaba sentado sobre los ladrillos como una parturienta. Lla-
maba al hálito, más el no venía a mi. Entonces me humillé a la Cima... cuyo po-
der es grande y ante todo dios y toda diosa. Mira lo que voy a decir… Tened
Cuidado con la Cima, golpea como un león furioso, hostiga a quien ha pecado
contra ella… y yo he elamado a mi Señora. Y ella ha venido en un halito suave.
Ella tuvo piedad de mí…» (Ibid., pág. 167-169).
Estamos peor documentados respecto a los pequeños países de la costa me-
diterránea de lo que lo estamos sobre los grandes. La piedad popular se mani—
fiesta no solamente en los entierros de los muertos, a menudo en sepulturas co—
munes, sino también en las estatuillas de tierra cocida Estas representan con
frecuencia a Astarté o a una diosa desnuda, lo que se hará raro en el primer mi-

403
Henri Cazelles

lenio de la conquista israelita, La gran ciudad comercial de Ugarit, al norte de


Siria, nos proporciona una mejor información. Destruida hacia el 1.200 a. ]. C.,
poco después de la época del Exodo, es un buen testimonio de la civilización de
Canaán, el o<País Bajo». Entre los archivos de reyes y escribas se encuentran algu»
nas expresiones de la piedad popular que no podrían encontrarse en los templos
a los que tenían acceso los devotos; en un santuario retirado la estatua divina se
ocultaba a sus miradas. L. Cunchillos ha sabido poner de relieve el contenido re-
ligioso de las fórmulas de salutación de las cartas, en las que queda expresada la
fe y la piedad cotidiana de los habitantes de la ciudad. ¡(Según las afirmaciones
de los ugaritas, los dioses conservan la salud, las fuerzas, el vigor vital, prolon-
gan los días y los años, protegen al hombre de los peligros durante su vida te-
rrestre» (cf. Milange.r bibliquer…, M. Delcor, pág. 69). Uno de los más conmove-
dores testimonios de la piedad popular ucananea» es la splegaria de los ugaritas
en caso de infortunio», descifrada y publicada por A. Herdner: “Si un hombre
fuerte ataca vuestra puerta, un poderoso vuestras murallas, elevaréis los Ojos
hada Baal: Oh Baal, aleja al hombre fuerte de nuestra puerta, al poderoso de
nuestras murallas. Toros, oh Baal, te consagraremos; (nuestros) votos, Baal,
cumpliremos; los ptimoge'nitos (? según otra traducción: una cabeza de animal
macho), oh Baal, te consagraremos; nuestros votos, Baal, ascenderemos; por los
senderos de tu morada (?), oh Baal, caminaremos. Y Baal escuchará vuestra ora-
ción (?), alejará al hombre fuerte de vuestra puerta, al poderoso de vuestras
murallas».
Plegarias y ofrendas, tal es la religión popular que encontrarán los israelitas
en el país cuando allí penetren las tribus y conquisten las ciudades, cada una a su
tiempo y a su manera. Las más poderosas, como la de Efraím, conducida por jo-
sue, discípulo de Moisés, honraban entonces a su Dios, Yahvé, como un dios
guerrero (Núm. 21, 14) que les entregaría el país en que sus antepasados, como
Abraham, no habían sido sino extranjeros. Yahvé había venido del Sinaí al de-
sierto de Patín, cerca de Edom, y convocaba a sus tribus para que se reunieran
en los lugares santos como Guilgal para marchar al combate. En el momento
del establecimiento de las tribus, estas familias guerreras sólo representaban una
minoría de la población. Más minoritario todavía, el grupo que sabía que más
que un dios guerrero este Dios era el Dios personal de Abraham y sus descen-
dientes, el dios que les había hecho las promesas. Era el Dios de Moisés, el que
había dado sus <<Diez Palabras», los diez mandamientos, a la tribu de Levi que
arst0diaba los santuarios.
Fue en el nombre de Yahvé como tuvo lugar la gran reunión de las doce tri-
bus bajo Saúl, pero sobre todo bajo David, de cara al peligro amonita y al peli-
gro filisteo. Los conquistadores se constituyeron en Estado monárquico con ca-
pital (Jerusalén), ejército y administración. David instaló solemnemente el arca
de la alianza cerca de su palacio… Era un símbologuerreto (Núm. 10, 35—36; cf. I
Sam 4,3), pero en modo alguno se pensaba en cambiar la religión de los pueblos

404
Piedad y teología popular en la Biblia

sometidos. Un hijo de Saúl lleva por nombre lshbaal, en honor a Baal (l Cró 8,
35), y es sólo más tarde cuando la Biblia lo transforma en Ishboshet, teniendo
borbet el significado de wergiienzm David respeta las costumbres de los gabac—
nistas en sus altos lugares (Il Sam 21, 5), por bárbaras que fueran. Practica una
política de integración, dejando florecer los santuarios y cultos locales de Dan en
Bersabé. Salomón hizo otro tanto y fue el santuario de Gabaón antes de orde—
nar la construcción de su templo según el modelo de los templos fenicios y ca—
naneos. Incluso mandó construir otro sobre el monte de los Olivos en honor a
otras divinidades distintas a Yahvé (I Re 11, 4-7).
Esto no dejó de plantear problemas a los teólogos de la época, como Abiat—
har y Ahimas, levitas, hijos de Sadoc, encargados de la custodia del arca de la
alianza (ll Sam 15, 24—25). Al vivir próximos a la corte, concocían sus abusos y
no estaban dispuestos a favorecer las matanzas de sacerdotes de los santuarios
locales, como el ejecutado por Saúl en Nob. Vemos por los textos más antiguos
del Pentateuco (lo que los críticos denominan el estrato yahvista) que los pro—
blemas de sucesión dinástica fueron el centro de las preocupaciones de la época,
tanto del clero como de los escribas. Es muy probable por otra parte que en_]ev
rusalén, como en Egipto, la ecasa de vida» donde se formaban escribas y futuros
ministros estuviera contigua al templo. Es en función de la dinastía de judá
(Gén 19, 10; Núm 24, 7-17) como estos autores bíblicos han recogido las anti-
guas tradiciones de las tribus y la elección de un menor a expensas del
mayor.
Pero no están ahí la piedad y la teología popular. Para el pueblo, la palabra
del rey, de David (Il Sam 23, 1—2) ysus sucesores, es un oráculo (Prov 16, 10),
testimonio de una sabiduría divina (I Re 3, 28). Se celebra una fiesta nacional y
real en el atrio del templo construido por Salomón (I Re 8, 1 y ss.) y las fiestas
estacionales de cosecha y recolección continuaron celebrándose en los antiguos
santuarios locales, con ofrendas de primicias y rescate de los primogénitos (Ex
31, 18 a 19-22; 29, 11, 16—18). Los teólogos yahvistas se contentaron con consi>
derar a las antiguas divinidades locales, como Lahai-Rio (Gén 16, 14), como
mensajeros o ángeles de Yahvé que hablaba por su boca. Consideraron que
Yahvé, el Dios que invocaban desde Enós, nieto de Adán, el Dios al que Abra-
ham había construido sus altares, era el mismo que el dios supremo de los cana-
neos llamado El: El Elyon en (jeru)$alem, el Olam en'Beerseva, El Shaddai, El
Qanno, El Bethel... En Siquem, El, reconocido como Dios de Israel (Gén 33,
20), hizo de un Baal-Berit (Jue 9, 4) un El—berit (Jue 9, 46).
Es improbable que el pueblo haya visto bien la diferencia. Se constató que
en lugar de integrar se habia sido integrado y que el Yahvé de las promesas y los
mandamientos apenas era algo más que un Baal de fecundidad de las cosechas,
los rebaños y los hombres. Cuando las alianzas políticas entre Samaria y Tiro, en
tiempos de Acab y jezabel, hubieron introducido oficialmente en la corte el
Baal de los Cielos y su clero, un fiel yahvista estimó en solamente 7.000 el nú—

405
Henri Cazelles

mero de quienes no habían doblado la rodilla ante Baal (I Re 19, 18).


Es con Elías, hacia el 850 a. de ) C., cuando el movimiento profético roma
sus distancias y afirma en voz alta que es Yahvé y no Baal quien dispone la lluvia
benefactora (I Re 18, 38-41). Reconstruye el altar de Yahvé y, según 19, 9-18,
regresa al Horeb donde Dios se había manifestado antes de la sedentarización.
Recibió allí una reofanía, pero completamente despojada de fenómenos atmos-
féricos del tipo Baal que habían marcado la teofanía mosaica. El movimiento
profético no veía ninguna desviación en la identificación entre el Dios de Abra-
ham y el El cananeo; los textos uelohistas» del Pentateuco, marcados por el pro-
fetismo (Gén 20, 7; Núm 11,29; 12, 6-8), dan al Dios de los Patriarcas el nom»
bre de Elohim hasta la revelación en el Horeb Este mismo movimiento estima
que el culto de tipo Baal corrompe la piedad popular. Si en tiempos de Elías y
de Eliseo el conflicto tiene un aspecto político de lucha entre profetas de Baal y
profetas de Yahvé, entre la dinastía de Acab y la dinastía de _]ehu que masacra
fríamente en Samaria a la familia de Acab y sus sacerdotes (II Re 10, 11), en el
siglo VIII el cuestionamiento de la piedad popular toma un nuevo aspecto. Bajo
esta dinastía de Jehu favorable a Yahvé y hostil al Baal de Tiro, los profetas e
incluso los sacerdotes levitas se dan cuenta de que el mal es más profundo y de
que los cultos locales de los altos lugares no corresponden a la religión de
Moisés
Incluso los santuarios locales, en los que se veneraba el paso de los patriar-
cas, van a hacerse sospechosos. Amós tiene un altercado con el sacerdote de
Bethel, santuario real, y anuncia que alos altos lugares de Isaac serán destruidos,
los santuarios de Israel arrasados cuando (Dios) se levante con la espada contra
la casa de jeroboamn, decendiente de _]ehu (Am 7, 9). No sólo se apunta a Bet—
hel, lugar consagrado donde jacob había tenido su visión; Amós la emprende
también contra los santuarios del sur: el Beerseba de Abraham y el Guilgal de
Josué: “No busquéis en Bethel, no vayáis a Guilgal, a Beerseba no 05 dirijáis,
pues Guilgal será enteramente deportado y Bethel se volverá iniquidad» (5, 5).
El Dios de Israel proclama solemnemente por su boca que el pueblo, a cau5a de
sus dirigentes, ha transformado el derecho en veneno y ha arrastrado la justicia
por los suelos (5, 7; cf, 10). Dios detesta las peregrinaciones (las peregrinacio—
nes estacionales), rechaza holocaustos y cánticos: <<Las viñas selectas que habéis
plantado, no beberéis de su vino» (5, 11). Oseas, profeta nacido en el norte,
ataca con la misma fuerza la religión popular de su tiempo. “Israel, viña flote?
ciente, producía su vino en abundancia. Cuanto más se multiplicaban sus frutos,
más multiplicaba los altares. Cuanto más hermosa era la tierra, más embellecía
las estelas. Su Corazón es falso y pagarán por ello. El Señor demolerá sus altares
y destruirá sus estelas» (10, 142). “Efraim ha multiplicado los altares para borrar
el pecado, pero he aqui que estos altares se han convertido para el en ocasión de
pecar» (8, 1], traducción TOB). Es éste un culto de Baal más que de Yahvé:
<<Destruiré su viña y su higuera de las que (Israel) decia: 'Este es el salario que

406
Piedad y teología popular en la Biblia

me han dado mis amantes'. Las convertirá en maleza y los animales salvajes se
alimentarán de ella. Le haré rendir cuentas de los días de los Baales a los que
quemaba sus ofrendas: se adornaba con joyas, corría tras sus amantes y a mi me
olvidaba» (2, 14-15). Por no observar los mandamientos, <<el país está desolado y
todos sus habitantes desfallecen» (4, 2-3). Sin embargo, Dios recuerda su ley:
<<Aunque escriba para el mi ley de mil maneras, se la ve como cosa extranjera» (8,
12). Para Oseas, en lugar de prosperar, Samaria y su becerro desaparecerán
<<como astilla en la superficie de las aguas» (10, 7). En el sur, Miqueas no será
menos severo hacia la propia jerusalén: a causa de las prevaricaciones de sus je—
fes, sacerdotes y profetas: uSión será labrada como un campo, jerusalén se con-
vertira en un montón de escombros y la montaña del templo en una masa de
maleza». Se cree comprar a Dios con torrentes de aceite, con novillos de un año,
e incluso con la inmolación de un niño primogénito, mientras que <<lo que el Se-
ñor exige de ti: nada más que el respeto al derecho, al amor y a la fidelidad, la
vigilancia en el camino con Dios» (6, 8; tr. TOB).
Se imponía una reforma y llegó la reforma deuteronómica que se esforzó en
preservar el carácter gozoso de la religión popular con sus fiestas estacionales y
las ofrendas de sus primicias, pero no restableció los antiguos santuarios pa-
rriarcales. Concentró el culto en jerusalén, cerca del templo de la dinastía de
David y el arca de la alianza. Los ritos locales no fueron abolidos, sino puestos
bajo el control de los levitas depositarios de la ley de Moisés (21, 3—5). Sí fueron
abolidos los santuarios locales y sus sacerdotes levitas transferidos ajerusalén,
alugar escogido por Yahvé para hacerlo morada de su nombre». También las
primicias de los frutos de la tierra serán aportadas a esta morada de Dios; una
confesión de fe precisará que es un reconocimiento hacia Dios que <<ha entre-
gado esta tierra a su pueblo y le ha otorgado su bendición» (26, 9). Estas fiestas
no se explican por la fuerza fecundante de un dios de la naturaleza, sino por una
acción providencial y salvadora del Dios de Israel para con su pueblo. Igual-
mente, en el ritual del diezmo trienal, las primicias de la cosecha debían ser pre-
sentadas a Yahvé y no entregadas a un muerto en la impureza y en el duelo; este
muerto era probablemente el dios Baal, quien, según los cananeos, moría con la
sequía del verano (lamentaciones de Adonis) y reaparecía con las lluvias del
otoño. Finalmente, la fiesta de la luna llena de primavera no será ya la celebra—
ción de la espiga de la cebada, la primera de las semillas cosechadas, sino la re-
memoración de la salida de Egipto.
Los legisladores de la <<ley de santidad» (Lev 17-26), cuya primera redacción
se debe probablemente a los sacerdotes dejerusalén antes del exilio, toman pref
canciones semejantes para corregir la piedad popular sin sofocarla. Los bueyes,
corderos y cabras que se degiíellen no deberán ser ofrecidos a los sátiros del
campo sino a Yahvé ante su morada. La sangre no es el pago a una divinidad
cruel como Molok, al que se sacrifican niños, sino un don» que Dios acepta so»
bre su altar y que el <<da» para la vida (Kz]>per, a menudo mal traducido por <<e>c

407
Henri Cazelles

piar» en sentido de castigo) del oferente (17, 11). En el cicloestacional, aun


mencionando la Pascua, la ley de santidad preexílica insiste mucho más sobre la
ofrenda de la primera gavilla, antiguo rito campesino, aprimicias de vuestra co-
secha» (23, 11). Pentecostés es la fiesta de las primicias de la cosecha y la fiesta
del otoño se celebra con xhermosos frutos, hojas de palmeras, ramas de árboles
frondosos y de sauces de las riberas» en las chozas construidas con ramajes (Suk-
kót), evocando las tiendas de pieles en el desierto a la salida de Egipto (25,
40. 43).
Estas medidas no bastaron para preservar a Israel de la ruina del estado da—
vídico. Los exiliados, desarraigados de su tierra,,eran nobles u obreros especiali-
zados (II Re 24, 14; jer 59, 10), no campesinos, dejados en sus lugares por Na-
bucodonosor. Sintieron la necesidad de defenderse del atractivo de los cultos
babilónicos y de su fiesta del Primero de Año, en que se celebraba la renovación
de las fuerzas del país y del rey. En un país en que no se practicaba la circund-
sión, este ritmo vino a ser el signo de pertenencia al pueblo de Dios y se practi-
caba el octavo día. El sabbat se convirtió en la celebración colectiva en un calen-
dario de 364 días, múltiplo de 7: las fiestas se repetían cada mes en los mismos
días, independientemente de las lunaciones y el plenilunio.
La Pascua ya no se celebraba en el templo, lejano y destruido, sino en fami-
lia. Se preveía la celebración del primer mes (primavera) y del séptimo mes
(otoño) en el momento del regreso, pero desaparecía Pentecostés (Ez 45, 18-
25). Se reunían para escuchar la palabra de Dios por boca del profeta (Ez 33,
30) y para cantar los salmos de tribulación, de venganza y de esperanza en el re-
greso al país de los antepasados (Sal 137 sobre los ríos de Babilonia»).
La conquista de Babilonia por Ciro el persa aceleró el regreso. Llegaron las
primeras caravanas, pero chocaron con alas genres.del país» (Esd 4, 4). Estos
primeros repatriados (Is 56, 8) encontraron una piedad popular muy organizada
con sacrificios en los huertos (Is 65, 3, probablemente los huertos de Adonis),
pernoctación en los sepulcros y en las grutas (65, 1), comiendo carne de cerdo y
sangre (66,5), incensaciones a los ídolos, todo en una inmoralidad flagrante, que
llegaba a incluir inmolaciones de niños (57, 5).
Poco a poco, la nueva comunidad se implantó: restauración del altar con Ses-
bassar, del Templo con Zorobabel y de la ciudad santa con Nehemías. Se defen-
dió contra la corrupción circundante mediante leyes muy estrictas tendentes a
preservar la pureza en un espíritu de fidelidad a un Dios de justicia (Lev 19).
Pero supo dejar un espacio para la antigua piedad popular.
Los textos postexilicos supieron integrar los antiguos ritos en una teología
purificada por los profetas y en los rituales marcados por la tradición del Tem-
plo de ]erusalén y de su sacerdocio sadoquita, al que había pertenecido el pro
feta Ezequiel.
1) El ritual de la Pascua en EX 12, 1»14 es unánimemente atribuido por los
comentadores al <<código sacerdotal» exilico y postexílico. Se afirma solemne—

408
Piedad y teología popular en la Bilbia

mente que el año no comienza ya en otoño como bajo la monarquía, sino en pri-
mavera (R. de Vaux, Inrzitariom de l'A7zcim Terrammt, 1, París, 1958, págs. 2897
291) y la fiesta de la Pascua se considera una conmemoración de la salida de
Egipto. Pero R. de Vaux no es el único en poner de manifiesto (Lar ramfíter de
l'Arzcim Testament, París, 1961, págs. 7—15) que los elementos del ritual encuen-
tran la explicación de su simbolismo en los pastores nómadas (la víctima, el
tiempo, la forma de cocción, los panes sin levadura, las hierbas amargas, los ves-
tidos), y]. Henninger ha descubierto que la orden de no romper los huesos de
la victima pertenece a las creencias de los pastores del Asia central.
2) Con el rito de la ofrenda de la primera gavilla, ligado al de los ácimos,
nos encontramos con los ritos estacionales campesinos. Este rito se mantiene,
pero esta' unido a los sacrificios del Señor, umanjares consumidos y transforma-
dos en perfumes apaciguadores», antigua expresión que de nota la aceptación di—
Vina. El incienso, la oblación de la harina, la libación del Vino, de las que descon—
fiaran los profetas (Am 4, 4-5), e incluso los holocaustos que Dios, según
Jeremías (7, 22), no había pedido en el desierto, son ahora incorporados a unos
ritos en los que el verdadero Dios no corre ya peligro de ser confundido con
ningún Baal.
5) En el gran día de Kibpur, en que Dios perdona anualmente las faltas del
pueblo, el antiguo rito de la expulsión del chivo expiatorio queda integrado en
los sacrificios y aspersiones de sangre vivificante. Se insiste en que el macho ca-
brio no sea sacrificado, pues los sacrificios sólo se ofrecen a Yahvé. Pero “el mar-
cho cabrío carga Con todas sus faltas llevándolas hacia una tierra estéril» (Lev
16, 22).
4) De la misma forma se integra —en función en lo sucesivo de una teología
monoteísra muy exigente y a título de conmemoración de las acciones salvíficas
de Dios en beneficio del pueblo que ha hecho suyo? toda una serie de antiguos
ritos a los que estaba vinculada la piedad popular: la purificación de la mujer
que ha dado a luz (Lev 12), el vuelo del pájaro hacia el campo que simboliza la
purificación del leproso liberado de su enfermedad (Lev 14, 7), la consagración
de las aguas lustrales (la <<vaca alazana» de Num 19), las aguas <<arnar-gas» que
debe ingerir la mujer sospechosa de adulterio por un marido celoso.
Es con este ritual practicado por los sacerdotes aaronitas bajo la vigilancia
de los sabios (y de la escuela farisea muy Ligada a la moral estricta que constituía
el <<judaísmo») como vivió la religión judía en pleno desarrollo y en plena cx-
pansión en el mundo pagano hasta la destrucción del segundo Templo en el
año 70 de nuestra era. Los legisladores, tras la experiencia de los profetas, ha-
bían sabido preservar la expresión pintoresca y tradicional de la piedad popular,
evitando los cultos licenciosos y orgiásticos a Baal, o a un Yahvé considerado
como un simple Baal, en los altos lugares.
Sin duda, nuestra cultura no está hecha de costumbres pastorales ni siquiera
agrícolas. Pero ya el pueblo de la Biblia había debido asimilar culturas variadas;

409
Henri Cazzel.les

había conservado los ritos pastorales de la Pascua cuando se hizo sedentario. Su


Dios había querido que conservase los ritos estacionales de una vida agrícola in-
cluso también después de haber conocido la civilización urbana y comerciante
de una_]erusalén caída bajo la infiuencia de Tiro y posteriormente de la civiliza-
ción helena. Una cierra piedad popular quedó ligada a la tierra y a las antiguas
tradiciones, aunque la enseñanza teológica refleje la depuración de los conoci-
mientos en la fidelidad a la justicia del Dios de los mandamientos. Es en todo
caso lo que la Biblia parece haber consignado por escrito en el transcurso de
una experiencia de más de un milenio a través _de las crisis dolorosas por la que
debió atravesar el pueblo de Dios.

Traducido por Maria Tabuyo y_Agustín López

410
Religiosidad popular,
sabiduría del pueblo
y teología popular
por
Juan Carlos Scannone 8.1.

La revalorización de la areligión del pueblo, religiosidad popular o piedad


popular» (DP 444, citando EN 48) 1 es un signo de los tiempos en la Iglesia de
hoy. No sólo se está dando su revalorización partoml —de enormes consecuen-
cias prácticas—, sino también su revalorización teológica, cuyos frutos teóricos
todavia no han sido suficientemente explicitados.
Esa revalorización teológica es doble. Por un lado se trata —en palabras de
Karl Rahner— de la usignificación creativa y normativa» que tiene la religión del
pueblo para la teología (y no sólo de la relación inversa) 2 y, por otro, de la cues-
tión de la así llamada <<teología popular». Pues la consideración del pueblo como
sujeto de religiosidad, religión y piedad, así como en cuanto sujeto de la cul-
tura popular en la cual se encarna la fe, y de la espiritualidad popular en que flo-
rece dicha fe encarnada en cultura y expresada en religiosidad, llevó luego a
plantear la cuestión del pueblo como sujeto del dirfuria desde y sobre la /¿ así si—
tuada en historia, sociedad y cultura y, por tanto, como sujeto de la reo—
logía.

' DP: Documento de Puebla (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano); EN:
Exhortación Apostólica Evangelii Nunliandí, de PABLO VI. ':
1 Cf. K, RAHNER, “Einlcitcndc Uebcrlcgungen zum Vcrh'alltnis von Theologie und Volksreli-
gion», en: K. RAHNER, u… a. (Hrsg), Volkrrflz£ían-Religzan de; Volka Stuttgart-Berlin-Kóln-Mainz,
1979, p. 12. Ver además mis articulos: (-R€ligión del pueblo y teología», CMS. wa'.r£a del Ce:zmv de
I:wer¡igaciorzes y Acción Spcial_. nº 274 (1978), 10-21; y rrSa¿idur/a ]Jop/zlary teología mmlz¡znzada», Stror
mata 35 (1979), 3-18.

411
juan Carlos Scannonc 8.1.

En este artículo abordaremos esa segunda cuestión, es decir, la relación en-


tre la piedad popular y una teología popular cuyo sujeto sea el pueblo, propo—
niendo la sabiduría popular como vínculo orgánico entre ambas. Pero, al mismo
tiempo, no podremos dejar de aludir a la primera cuestión arriba señalada:
acerca de la relación entre la religión del pueblo y la teología en general. Nues-
tro planteamiento será de carácter universal, pero, como es obvio, lo haremos te-
niendo sobre todo en cuenta la problemática latinoamericana.
Dividiremos el presente trabajo en tres partes: primero explicaremos el sen?
tido que damos a las palabras <=clave» que conforman su título: <<religiosidad»,
<<pueblo» (y <<popular»), <<sabidurfa» y <<teología». En segundo lugar trataremos de
la cuestión teológica de fondo planteada por el título mismo del artículo, según
la presentamos en el párrafo anterior. Por último, en un tercer paso, comple—
mentaremos dicha respuesta tratando de la relación entre la teología popular y
la teología científica () académica.

[ Los CU?2(EPZIJJ vic/dae»

1) uReligiosidad»

Como nuestro enfoque es teológico, y no primeramente sociológico, antro-


pológico o histórico, ya desde el principio de este trabajo hemos empleado la
expresión de Puebla: ureligión del pueblo, religiosidad popular o piedad popu—
lar», en la que se usan esos términos en forma equivalente, retomando el hilo
del discurso de EN 48, cuando Pablo VI dice: <<teniendo en cuenta esos aspectos
(señalados inmediatamente antes) la llamamos gustosamente 'piedad popular',
es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad». Por tanto, sin descono-
cer los aspectos espúreos que de hecho se dan en la religiosidad popular (por
ejemplo, en la latinoamericana: cf. DP 455 y 456), con todo nos fijaremos espe-
cialmente en lo que de hecho tiene verdadera piedad y religión —medida su au-
tenticidad religiosa desde el Evangelio—, pues lo haremos a los efectos de plan-
tear su relación creativa con respecto a la teología. En el caso de América Latina
afirmamos con Puebla que wla religión del pueblo latinamericano, en su forma
cultural más característica, es expresión de fe católica. Es un catolicismo popu-
lar» (DP 444).
En cuanto la religiosidad popular es auténtica piedad, implica una instancia
intrínseca de evaluación y de discernimiento: la .raéidun'a popular, de la que
luego hablaremos. Ella hace de mediación entre la religiosidad popular y la teo<
logía popular.

412
Religiosidad popular, sabiduria del pueblo y teología popular

2) “Pueblo» y “popular»

Estos dos términos, según son usados en este contexto, pueden referirse a
dos significaciones distintas, aunque íntimamente relacionadas: a) al pueblo en-
tendido como el conjunto de los sectores o clases de menos recursos en los ór-
denes del poder, del tener y/o del saber: en América Latina se trata ante todo
de las grandes mayorías pobres y empobrecidas; b) al pueblo entendido como
nación, pero no considerada a partir del estado, sino como el conjunto de quie-
nes comparten una historia, una cultura (o estilo humano de vida) y un destino
histórico comunes. (Pensamos que, cuando dentro de la Iglesia, se opone el
apueblo» o lo <Ap0pulat», al clero o a alo clerical» y /o <<lo académico», se está
usando analógicamente el primer significado mencionado).
Sin embargo, como lo dice L Maldonado, no se ha de hacer un planteo dile—
maítico, sino dialéctico—sintético, pues no se trata de “un término totalmente
equívoco, sino analógico», aunque así no se tiene cuidado puede dar lugar a mu-
chas equivocaciones“.
Según pensamos, dicho uso analógico se basa en el nexo semántico, histó-
rico y —probablemente— también ontológico entre ambas significaciones o, res-
pectivamente, las realidades a las que se refieren. Se da una correlación imántim
porque ambas acepciones se refieren a un sujeto colectivo y apuntan a lo que en
el es cºmunitaria y común. El nexo ¡Jirtárim que se da, por ejemplo, en América La-
tina, consiste en el hecho de que los pobres y sencillos (de los que habla EN 48)
son entre nosotros quienes mejor conservan la memoria histórica común y me-
jor condensan la cultura común, fruto del mestizaje cultural fundacional y de su
primera evangelización. Aún más, sus aspiraciones y su lucha por la justicia, la li-
beración, la comunión y participación, están en la línea del proyecto histórico-
cultural de la gran nación latinoamericana, históricamente influido por el sen-
tido cristiano del hombre. Por último, el probable nexo ontalo'gim entre ambos
significados se basa en que la sencillez de los sencillos es de suyo más tras-
parente para lo comunitario y común y —aunque no está a priori libre de alinea—
ciones— lo preserva más facilmente de la desfiguración que nace de los privile-
gios del poder, del tener o del saber. Además el sufrimiento de los pobres
tiende de suyo a abrirlos a la pobreza de corazón, a la solidaridad con los otros,
al ansia de justicia para todos y a la sed de Dios; y por ello sus legítimas aspira-
ciones y sus intereses objetivos coinciden con los del bien común de la na—
ción.
Por tanto, cuando hablamos de religiosidad o sabiduría “del pueblo» o upo-

-* Cf. L. MALDONADO, “Religiosidad popular», en (. FLORISTANJ.J. TAMAYO, Came¡itui¡ímda»


mentales de Pastoral, Madrid, 1983, p, 879. Hago precisiones sobre el concepto upueblo» en:ºVolk5>
religiosit'ai, Volkswcisheit und Philosophie in Latcinamctika», Tf.:eologirtlx szanalrrfmft, 164
(1984), 203-214.

413
juan Carlos Scannone S.l.

pulates», estamos pensando sobre todo en los pobres y sendllos como analogatum
printe¡>x del pueblo—nación y de su cultura, y en éste en cuanto —al menos en
América Latina—— conserva, condensa y transparenra mejor su cultura propia en
los sectores pobres. De ahí que, cuando se trata de la religión o la sabiduría de
los pobres y sencillos del pueblo de Dios, la cuestión de la relación orgánica y
constitutiva de su piedad y sabiduría cristianas con la teología plantea el pro-
blema dc la teología popular como teología inculturada.
Estimamos que también el Documento de Puebla reúne en unidad ambas
significaciones, pues, por un lado, dice de la religiosidad popular que <<se trata
de la forma o de la existencia cultural que la,religión adopta en un pueblo de-
terminado» (DP 444) y, por otro lado, añade que <<esta religión del pueblo es vi-
vida preferentemente por los “pobres y sencillos' (EN 48), pero abarca todos los
sectores sociales y es, a veces, uno de los pocos vínculos que reúne a los horn—
bres en nuestras naciones políticamente tan divididas» (DP 447). Asimismo,
después de hablar de la cultura latinoamericana surgida del mestizaje cultural
(DP 409) e impregnada de fe católica (DP 412 y 413), agrega: <<es una altura...
conservada de un modo más vivo y articulador de toda la existencia en los sec-
tores pobres» (DP 414).
Por ello en América Latina la opción preferencial por los pobres incluye un
momento de opción por los valores evangélicos y humanos de su cultura y reli-
giosidad populares ique son los de la cultura histórica latinoamericana—; y la
opción pastoral por la evangelización de la cultura implica en su núcleo la op-
ción preferencial por los pobres.

3) <<Sabiduri'a»

Cuando en este artículo hablamos de la sabiduría (del pueblo o popular) impli-


cada en la religiosidad popular, nos referimos al conocimiento de alguna manera
contemplativo e intuitivo (<<sapere») del sentido último y primer fundamento
de la vida, y al de todo lo demás a la luz del mismo, el cual estructura su aestilo
de vida» humano y su ít1::ar cultural y modo peculiar de relacionarse con Dios,
los hombres y las cosas. Teológicamente hablando, su carácter de auténtica sabi-
duría no estará medido sólo por criterios antropológico-culturales o filosóficos,
sino por Cristo, Sabiduría de Dios.
De ahí que, en el caso de América Latina, estemos de acuerdo con el Docu—
mento de Puebla cuando afirma: <<La religiosidad del pueblo, en su núcleo, es un
acervo de valores que responden con sabiduría cristiana a los grandes interro-
gantes de la existencia» (DP 448; cf. 413). El mismo Documento, después de
llamarla <<sapicncia popular católica» añade: <<esa sabiduría es también para el
pueblo un principio de discernimiento, un instituto evangélico por el que capta
espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacia

414
Religiosidad popular, sabiduría del pueblo y teología popular

y axfisia con otros intereses (cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural III, 6)»
(DP 448).

4) <<Teología»

¿Qué sentido damos a esta palabra y a su uso en la expresión <<teología po-


pular»? En primer lugar puede entenderse en un sentido amplio, etimológico,
como palabra () discurso (logar) de Dios, en tanto en cuanto habla acerca de El
como en cuanto expresa su Palabra (su Revelaión) en discurso humano. Tam—
bién si se usa dicho término para denominar el wintellecrus fidei» sin ulteriores
precisiones, abarca de suyo todo discurso inteligente hecho desde y sobre la
fe.
Pero, en un sentido más tertñngida y *según el uso actual más corriente, en
base a la historia— más erlritto, cuando se habla de <<teología» generalmente se
piensa ante todo (como analogatum princapr) en la teología como ciencia, aunque
sin negar su función sapiencial. Ultimamente la teología de la liberación ha ex-
plicitado una tercera función y tarea de la teología, como xreflexión crítica de la
praxis histórica ala luz de la Palabra» de Dios, función que subsume, conserva y
reintrerprera sus momentos de sabiduría y de ciencia.
Pues bien, de acuerdo a lo dicho se plantea el problema de una teología del
. pushlo (¡genitivo subjetivo!) en su relación con la religión del pueblo en cuanto
es expresión incultutada de fe cristiana, en especial en un pueblo pobre y cre-
yente como el latinoamericano.
¿Se trata meramente de otro nombre (sea impropio sea propio, pero deri-
vado y análogo) para el discurso religioso creyente? ¿Qué relación tiene con la
teología como ciencia? ¿En qué sentido el pueblo es sujeto de reflexión teoló-
gica? ¿Se trata quizá de un desplazamiento del <<analogatum princeps» en el uso
de la palabra ureología»? Por ahora baste decir que, al menor, estamos hablando
de ateología en sentido amplio considerandolo como un sentido pmpia, cuando
hablamos de <<teología popular».

11. Relación entre piedad popular ) teola¿úz popular

Esra relación se da por mediación de la sabiduría popular, tanto si a ésta la


consideramos desde abajo» como la sabiduría humana que estructura la religio-

" Sobre ésta cf., entre Otros, A. Eeri-1R-N. ME'ITE (Hrsg.), '1'/7£alogic du Volku, Mainz, 1978,
Lumíére el Vie, nº 140 (1978), dedicado a las <<Théologies populaircs»; y el debate entre A. FIERRO y
J:]. TAMAYO en: Iglrria vir/a nº 8990 (1980), 533-538 y n" 93 (1981), 85-91.

415
juan Carlos Scannone S.I,

sidad y la cultura populares, como si lo hacemos desde arriba», es decir, como la


sabiduría teologal implicada por la fe, en cuanto encarnada e inculturada en esas
religiosidad y cultura, proporcionándoles una dimensión de sentido específica-
mente nueva. Pues, en orden a la intelección de la fe y, por ende, a la teo-logía
(popular), dicha sabiduría es comprendida en el primer enfoque como (semilla
del Verbo» (DP 401, 451) y umanuductio» o instrumento que la fe ilumina, pu-
rifica y asume para buscar y encontrar su intelección inculturada. En el segundo
enfoque, en cambio, se la está considerando como <ifruro» del Verbo (DP 403)
en una religiosidad popular que, por haber sido evangelizada, “contiene encar-
nada la Palabra de Dios» (DP 450) y por ello Es también aactivamente evangeli-
zadora» (DP 396).
Para comprender el primer enfoque hemos insínuado el uso de la cupla
<<revelabile-manuductío», que Sto. Tomás emplea en la Suma Teológica para dar
razón del servicio instrumental que la filosofía da a la teología como ciencia,
preservando la unidad de su objeto formal (la luz de la Revelación: adivinitus
revelabilia» o <<divino lumine cognoscibilia»).5 El segundo enfoque evoca asi—
mismo la transignificación y transvaloración semánticas correspondientes, que
para el mismo Santo Doctor se da cuando la filosofía, iluminada por la fe y asu-
mida por y para la inteligencia de la misma, es comparada con el agua ttansfor»
mada en vino, sin haber perdido su carácter racional.
El Concilio nos orienta hacia ese paralelismo entre sabiduría filosófica y sa-
biduría popular cuando al propugnar enzid Gente; 22 una consideración teoló-
gica propia en cada gran región socio—cultural, piensa que así se verá más clara—
mente por qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la
filosofía o la sabiduría de los pueblos». El presente trabajo trata precisamente de
uno de esos últimos caminos, emprendido a partir de la religiosidad popular,
por mediación de la sabiduría de la vida que la centra.
Nos hemos inspirado en la cupla tomista <<revelabile- manuductio» porque
ella entiende la <<unidad noerica» entre fe y razón conforme al modelo calcedó-
nico (ainconfuse el indivise»), según la estructura encarnatoria y sacramental de
la Revelación de Cristo y, por ende, también de su intelección en la teo—logía.
Pero en nuestro caso se trata primeramente de racionalidad rapiencial.
Esta última afirmación puede servirnos para dar un nuevo paso. Pues en los
párrafos anteriores tratamos de la relación entre religiosidad y sabiduría (hu-
mana y/o cristiana) populares. Ahora deberemos plantear el problema de la re-
lación entre esa sabiduría mediadora y la teología popular. Primeramente seña»
larernos cómo aquélla implica logar Luego abordaremos'la relación de unidad y
ruptura entre ese logw y el de la teología romo cientia.

“ Cf. Summa Tl)ealongdl, q. 1, a. 3, yad 2um.; a. 4, nd lun]. (sobre la amanuducno»: a. 5, ad


2um.). Acerca de la mecionad a tupla cf M. CORBIN, Le f/Jemm de la tbe'nlogie chez Thamar d'Aquin
París, 1974, cap. 4.

416
Religiosidad popular, sabiduría del pueblo y teología popular

Pues la sabiduría popular —aún considerada sólo como humana— implica


sentido, intelección y, en consecuencia, también palabra y razón. Pues dichos
sentido y comprensión no sólo se expresan y articulan en símbolos, prácticas y
ritos significativos, sino también en discurso (narrativo, proverbial, poético, de
revisión de vida...), el cual tiene sus propias reglas de juego y su propia lógica. A
ellas corresponden tanto un tipo de r¿y?exio'n concreta y situada como un juicio
crílim enraizado en el sentido común y en el discernimiento sapiencial (por con-
naturalidad). Por tanto podemos calificar con propiedad a dicho lenguaje no
sólo como significativo sino también como lógico, racional y capaz de crítica,
pues no sólo se mueve en el mundo mediado por la significación, sino que ade—
más es capaz de verdad y de discernimiento de la verdad.
Si aceptamos la visión de B. Lonergan acerca de las diferenciaciones de la
conciencia humana 6, cabría decir que la piedad y sabiduría populares, y la teolof
gía popular, se mueven en el mundo del sentido común y (dada la conversión de
fe) en el mundo de la avida según el Espíritu», pero que en ellas se da también la
racionalidad humana, aunque no esté mediada por la teoría y la ciencia o por
una "conciencia explícitamente hermeneútica.
Dichas características cobran mayor relieve cuando se habla de una sabiduría
popular cñitiana. Pues la fe estrucruralrnente busca la intelecti6n de si y da razón
de su esperanza», lleva a la comunicación gozosa y al ¡ertimonio misionero, posee un
asentir de fe» dado por la unción del Santo y un “instinto evangélico» para dis-
cernir la verdad de Cristo, y lleva no sólo a confesatla y anunciarla, sino también
a articularla, enseñarla y defenderla.
Todo lo dicho adquiere mayor fuerza si recordamos que los pobres —por
gratuita disposición del Señor— no sólo son destinatarios preferenciales del
anuncio del Evangelio y dan lugar para conocer al Dios de jesús y su voluntad,
sino también que están llamados a ser sujeto activo en la Iglesia, también en el
orden de la inteligencia de la fe y de su anuncio inteligente. En relación con el
“potencial evangelizador de los pobres» (DP 1 147) jon Sobrino habla de su apo—
tencial doctrinal» (activamente doctrinal) y Gustavo Gutiérrez, de su apotencial
_'teologizador'»7. Este afirma también que alas Comunidades Eclesiales de Base
mismas son el sujeto de la reflexión teológica que se está dando en muchas par<
tes de América Latina: uno se trata solamente de una reflexión hecha en común,
'en iglesia', sino también iy especialmente— del sujeto_de la reflexión teológica:
sujeto comunitario colectivo»?

6 Cf. B. LONERGAN, aEinhcit und Vielfalt», en K. NEUFEI,D (Hrgs.), Pmblzme und Pm—
peéti1¡e á1gmatz'rc/yer Thealagie, Diisseldorf, 1986, 118-128.
7 Cf. ]. SOBRINO, “La 'autoridad dostrinal' del pueblo de Dios en América Latina», Concilium,
nº 200 (1985), p. 78; G. GUTIERREZ, aQuehacer teológico y experiencia eclesial», Ibid. nº196
(1934), p. 403.
“ Cf. G. Gutiérrez, xL'irruption du pauvre dans la Thc'ologic de l'Amcrique Latine», Comm-—
gente nº 172 (1981), p. 24.

417
_]uan Carlos Scannone S.l.

Esa cita de Gutiérrez nos obliga a distinguir dos niveles en la ateología pO-
pular»: el más espontáneo, primario e inmediato que se enraíza sobre todo en la
Palabra de Dios encarnada en la religiosidad popular; y, segundo, el que a partir
de ese :<humus» primero resulta de un contacto nuevo y renovado del pueblo
pobre y creyente con dicha Palabra de Dios, a través de una instancia organiza-
tiva popular como son las Comunidades Eclesiales de Base 0 los Círculos Bíbli»
cos, etc. Ambos niveles están íntimamente relacionados: no hay que dejar de se-
ñalar la novedad cualitaíi11a de este último nuevo encuentro del pueblo con la
Escritura y sus consecuencias para la teología popular; pero tampoco hay que
olvidar que esa nueva experiencia eclesial —espiritual y teológica? se enraíza en
la arriba mencionada encarnación del Evangelio en la religiosidad popular y, en
parte, se alimenta de ella (al par que la alimenta). Pues aún antes que se diera
ese grado mayor de organización, reflexión explícita y autoconciencia, ya la pie-
dad popular envangelizada era evangelizadora y también <(teologizadora» a su
manera. Aunque quizá la consciencia de esto último no hubiera sido posible sin
el nuevo paso cualitativo que se está dando. En éste no dejan de destacarse dos
momentos de enormes consecuencias para la teología popular y para la teología
a secas, que anteriormente no habían cobrado tanta relevancia, a saber, el con-
tacto dimío del pueblo pobre y creyente con la Biblia y la iluminación desde esta
de su vida y convivencia hirttíricar. Así es como se da entre Escritura y vida (in-
cluida la praxis pastoral y social popular) un fecundo círculo hermeneútico cuyo
fruto es un discurso teológico de articulación no científica sino sapiencial.
¿En que sentido, con todo, una teología popular así entendida es, propia-
mente hablando, teología? Aunque en parte se'trata de una cuestión de nombre,
también se trata de una cuestión de valoración. Así es como algunos adoptan la
distinción tajante que hace Cl. Boff en Teología e Práctica entre discurso reli-
gioso (profético, sapiencial, de revisión de vida, etc.) y teológico, entendido
como el de la teología como ciencia. ]. B. Libanio teme, sin embargo, que esa
distinción terminológica esconda cierto elitismo y privilegie de manera exclu-
siva al segundo; según el se trata de dos discursos tealágz'coi diferentes, no sólo
legítimos, sino legitimadores 9.
Aunque -—como dijimos— G. Gutiérrez afirma: <<esa reflexión de comunida-
des que evangelizan, que convocan en ercleiia (y que por ello son precisamente
eclesiales), es hacer teología, pensar la fe, la condición cristiana. Se trata del
ejercicio del derecho a pensar que tiene'el pueblo pobre», habla sin embargo
también de “aquellos cristianos que llamamos más estrictamente teólogos ('teó-
logos profesionales” se les califica en algunos ambientes)» “'. Pues bien, la pala-

“ Cf, respectivamente, CL . BOFF, Teºlogia ¿ Prátira. Teologia do Poli?ica : rua: media;ñfi, Petról
polis, 1978, yj. B. LIBANTO, ¡<Théologie populaire: legitimité et existence», Lumiére tt Viº, nº 140
(1978), 85-100. Con éste concuerda C, FLORIS'I'AN, uPovo de Deus e Teologia Cristi», Revitta Ecle-
iia'.rtira Braii1eim 45 (1985), 296-309.
'” Cl. su art. cit. en la nota 7, p.403.

418
Religiosidad popular, sabiduría del pueblo y teología popular

bra uestrictamente» implica la aceptación de la terminología corriente (como


analogado principal del vocablo uteología») pero de ninguna manera significa
una desvalorización del discurso teológico popular, sino por el contrario, el re—
conocimiento de su carácter propiamente teológico.
Por nuestra parte creemos que, con toda propiedad, pero analógicamente,
puede hablarse de dicho discurso como ateologío popular», aunque —según el uso
actual— parece que, cuando se habla de teología a secas, sin ulteriores precisio»
nes, se apunta principalmente a la teología como ciencia. Pero no afirmamos el
carácter de analogatum príncep…r de ésta como algo esencial, sino histórico, de
modo que podría darse un desplazamiento histórico del uso.
Tampoco se trata de una mayor (o menor) valoración, ya sea motivada por
un cierto cientifismo o racionalismo para el cual la ciencia es lo único que im-
plica o garantiza logo; y razón, ya sea por un entusiasmo romántico o anti—
ilustrado por solamente lo popular, que sería la otra cara de la misma moneda.
Simplemente reconocemos la específica validez de ambas teologías, cada una de
las cuales tiene su propio logoi y racionalidad.
Pues lo propio del discurso de la teología como ciencia no está en que tenga
reglas, lógica y capacidad crítica, pues ello es propio de todo discurso humano
en cuanto es humano, y por ende, racional. En cuanto es ciencia se caracteriza
por una triple nota: en primer lugar, se trata de un discurso teo'n'to, cuyo mundo
de significaciones ha sido teflexivamente objetivado, analíticamente explici-
tado, conceptualmente definido y sistemáticamente interrelacionado; en se—
gundo lugar, no sólo tiene reglas, sino que es un discurso reflexiva y crítica-
mente metódico y, por ello, azttocontmlada; y, por último, su articulación es
orgumeolatioa y autoconirientemente crítica: no sólo discurre, juzga y discietne ra»
cionalmente, sino que sabe por qué lo hace y puede dar razón de ello, en forma
metódica y sistemática. Evidentemente que tal tipo de discurso teológico no cof
rresponde a la conciencia popular en cuanto tal, que no se mueve en el mundo
de la teoría científica de la hermeneútica académica.

III. La teología popular y la teología como ciencia

De lo dicho se deduce que el modelo para pensar la relación entre esos dos
saberes teológicos de ninguna manera es el modelo de relaciones tales como
ignorancia—saber, opinión—verdad, doxaepisteme o ideología-ciencia.
Pero tampoco basta el paradigma (de corte dialéctico) saber implícito-saber
explícito o representación»concepto, pues no se trata de un saber anterior, in-
genuo, inferior e imperfecto que sólo se hace crítico, superior y perfecto en el
saber ulterior conceptualmente explicitado de la ciencia. Asimismo no es ade-
cuada la mera relación (de inspiración fenomenológica) (mundo de la vida» e
uideación», <<l0 vivido» y <<lo reflexionado» o <<facticidad» y <<eidos», pues en la

419
juan Carlos Scannone S.I.

teología popular no sólo hay vida y contenido, sino también forma, idea y refle-
xión , que a su modo alcanzan el sentido esencial y su verdad. Pues, aunque
tanto la exposición dialéctica como la reducción fenomenológica valoran la sa-
biduría popular no sólo como pre— sino también como intra-científica (respecti—
vamente, como momento de la ciencia, en cuanto saber inmediato, o como su
horizonte, en cuanto mundo de la vida), con todo la miden a partir y con la me—
dida de la ciencia, como si ésta fuera el pmtotipo (aunque no la forma única) de
racionalidad. Por ello tales modelos no son adecuados para pensar la relación
entre teología popular y científica
En cambio estamos de acuerdo con Cl. Boff en que el modelo para com—
prender la relación entre los saberes del pueblo y del intelectual“ (que aplica-
mos a nuestro caso) no debe ser unidireccional, sino que es el io!emzmbio mutuo
de saberes erperz]?cor, di.ttirztor, irreduetiáler entre sí y válida; cada uno en su género.
Así es como cada uno tiene su función insustituible en la teología como mo—
mento interno de la Iglesia y como tarea y carisma dados a ella, de modo que,
aunque se da un aporte específico de la teología como ciencia, también se da
uno propio de la teología popular tanto a aquélla como a la Iglesia.
Pero no se trata propiamente de una relación bipolar 0 Circular, sino tridi-
mensional, pues la fe —que busca la inteligencia— constituye una especie de ter-
cer polo prioritario y normativo entre ambos polos, que orienta, norma y dis-
cierne el intercambio de saberes mencionado, como instrumento manuductivo
de su propia intelección De ahí se deriva la insustituible función de discerni-
miento del magisterio de la Iglesia, como auténtico intérprete de la fe, en ese
diálogo teológico.
Aunque dicho intercambio tiene profundas raíces en las Sagradas Escrituras12
y en la historia de Iglesia y teología, con todo hoy existe una nueva toma de
conciencia del mismo, cuya explicitación, acentuación y profundización se de-
ben a un acontecimiento de doble faz: la “irrupción del pobre» en la conciencia
de la sociedad, de la Iglesia y de la teología, y la consecuente revalorización de
religión y sabiduría populares, acontecimiento que constituye un verdadero
signo de los tiempos.
En ese intercambio: ¿en qué consiste el aporte propio de la teología popu—
lar? No en que necesariamente esté más libre de desviaciones o de influjos ideo-
lógicos, sino sobre todo en lo siguiente: Enpn'mer lugar, en lo propio de la sabi-

” Cf. CL. BOFF, “Agente de Pastoral e Povo», Reoirta Ezleiiá11im Brarileira, 40 (1980), 216-242.
Sobre los modelos para pensar la relación de ambos saberes cf., además de ese artículo, C. CULLF.N,
“Sabiduría popular y fenomenología», cn ]. C, SCANNONE (ed.), Sabiduría popular, símbolo _yfr'losqña,
Buenos Aires, 1984, p. 30 s En ese mismo libro ver también mi trabajo: -<Sabiduría popular y pen-
samiento especulativo», 51-74.
” Sobre la relación entre el pueblo y el Nuevo Testamento, cf. H. FRANKEMOLLE, <<Zur
'Theologie des Volkcs' in Neucn Testament, Eine Problemskizzc», en A. EXELER-N. METT):, op.
cit. en la nota 2, 86-119.

420
Rel1giosrdad popular, sabiduría del pueblo y teología popular

duría espiritual como saber más primario y originario, es decir, más cercano a
las fuentes espirituales de la religión y de la fe (tanto las que nacen de la sed hu-
mana de Dios como las que provienen del don gratuito del Señor), sin tantas
mediaciones y cortapisas conceptuales. De ahí le viene un carácter más carismá-
tico, profético y escatológico. En regando lugar, aporta lo propio de la sabiduría
de la vida, a saber, su cercanía y conexión más íntima con la existencia humana
cotidiana, la cultura propia, la praxis y la realidad históricas. De ambos caracte-
res surge un tercer aporte: el continuo recuerdo crítico a la teología académida
acerca de lo elemental y fundamental humano y cristiano, gracias al sentido de
realidad, de humanidad y de fe que tiene el pu'cblo pobre y creyente.
En relación con ello podemos nombrar un cuarto aporte: su continuo testi?
monio de aquello que en la fe es irreductible a la razón, tanto la trascendencia y
gratuidad del misterio de Dios y su designio salvador como el papel insustitui-
ble para toda teología de lo contemplativo y de lo histórico, y por ende, del
símbolo y la narración (ante todo bíblica), a cuyo servicio deben estar la teoriza-
ción y la sistematización.
En otro orden de cosas se sitúa una quinta serie de aportes. Pues, por tra-
tarse de la teología de los pobres, aporta al teólogo profesional y a la teología
académica como disciplina e institución un lugar hermeneútico privilegiado
para conocer al Dios de jesús a través de una conversión evangélica, ética e his»
tórica a los pobres. Así, respetándose la autonomía de la teología como ciencia y
hermeneútica, se le proporcionan un horizonte y una perspectiva nuevos: más
evangélicos, más humanos y más históricos. En relación con el cambio de desde
donde» y horizonte, está también el del “cómo» (en una perspectiva incultu-
rada) y el “hacia dónde» o relevancia práctica: pastoral e histórica. Todo ello no
desfigura el ¿qué» de la fe, sino que abre su más profunda intelección, ni conta-
mina la razón teórica, sino que la libera y la sitúa.
Además, aun en un orden más directamente intelectual se da un texto aporte.
Pues la teología popular puede suscitar rsospcchas metodológicas» a una teolo-
gía académida demasiado separada de la vida espiritual, de la vida humana o de
la realidad histórica, así como positivamente puede ofrecerle no sólo preguntas
nuevas sino también nuevas pautas de respuesta, ciertas expresiones y aún care-
gorías y líneas de articulación, que la teología científica asumirá y elaborará crí-
ticamente según su propio método, al mismo tiempo que con ello aporta a la
teología popular sus contribuciones específicas (que ya sugerimos más arriba al
hablar de lo propio de la teología como ciencia).
Por último, se da un reptimo aporte, cuando el pueblo fiel da a la teología
académica que se le comunica, su retepcio'n según el modo de su propia teología
popular. Se trata primeramente del <<instinto evangélico» que le hace aceptar o
no, por connaturalidad, una cierta teología como concordante con la fe y la en-
señanza de la Iglesia. Pero también se trata de la recepción o no, de aportes de
una teología científica si lo hacen crecer o no en su vida (espiritual, humana, his-

421
_]uan Carlos Scannone S.l.

tórica) y en su piedad. Pues existen teologías perfectamente ortodoxas pero


poco relevantes, quizás por falta de espiritualidad, de inculturación o de mor-
diente histórica. Es una garantía para el teólogo profesional cuando su teología,
mediada por la hermeneútica y la teoría, vuelve al pueblo fiel —sobre todo al
pueblo pobre y creyente— y es atraducida» en su discurso, haciéndolo crecer en
fe, esperanza y caridad realmente encarnadas.
Notemos que dicho intercatnbio se da en la unidad del saber, tanto por la
continuidad de contenidos como por la del objeto formal: la luz de la fe. Aún
más: nuestro enfoque nos lleva a plantear la cuestión de la unidad del .wjelo de
teología popular y teología como ciencia. En la primera, como en la religiosidad
y sabiduría populares, se está hablando de un sujeto comunitario, colectivo,
aunque no por ello se niega, sino que se presupone, el_irreductible papel de las
personas. ¿Qué pasa en la teología como ciencia?
En primer lugar, el sujeto de ésta son los teólogos profesionales o la comu-
nidad de los mismos, debido a la ruptura epistemológica o metodológica entre
ambos saberes en intercambio. Sin embargo, se puede también afirmar que, de-
bido a la unidad del objeto formal (y quizás aun del horizonte hermcneútico
inculturado) se da una verdadera unidad de sujeto (comunitario y orgánico) en-
tre ambas teologías.
Tal unidad se deriva ante todo de la etlerialidad tanto de la fe como de la
teología, pues ésta es un carisma y una tarea dados a la Iglesia, en la cual hay sin
embargo diversidad orgánica de carismas y funciones. Pero, además, si el teó-
logo profesional cn cuanto tal ha llevado su conversión de fe hasta la opción
preferencial por los pobres y sus implicancias evangélicas, éticas e históricas, su
teología académica compartirá con la teología popular que haya hecho el mismo
camino, no sólo la luz de la fe y la fidelidad a la doctrina de la Iglesia (que basan
'la analogía intrínseca entre ellas como teo-logias), sino también el horizonte
hermeneútico, la raigambre cultural e internamente diferenciada del sujeto en y
a pesar de la ruptura epistemológica o metodológica y de la irreductible especi-
ficidad de ambas teologías.
Así como el mencionado intercambio de saberes teológicos es una experien—
cia intrínseca, una posibilidad real, una tarea y ya una cierta realidad, pero su
plena realización es estatológica (en la tensión del ya sí, pero todavía no), algo
semejante se puede decir de la plena unidad y comunión del sujeto de ambos.
Esta exige la superación de toda falsa división del trabajo basada en oposiciones
más o menos antagónicas de clase o cultura, hacia una diferenciación de caris-
mas, funciones, enfoques y tareas teológica's basada en la comunión y . la
part1c1pac1ón.

422
Inculturación y
religiosidad popular
por
Luis Maldonado

La cuestión de la Religiosidad Popular tal como se plantea hoy por teólogos,


pastoralisras, sociólogos, etc. e incluso por el Magisterio, es asunto reciente,
desde luego posterior al Vaticano II. El Concilio no se ocupó de ella porque aún
no había emergido en el horizonte de la conciencia eclesial, no era centro de in-
terés ni explícito ni implícito para los expertos y Padres conciliares.
No vamos ahora a hacer una historia de cómo alo largo de los últimos años
se ha ido despertando esta conciencia. Nuestro interés no es tanto histórico
cuanto teológico—pastoral. Teniendo en cuenta, eso sí, los datos básicos de esa
historia, nos proponemos reflexionar sobre la manera cómo se ha planteado la
cuestión de la Religiosidad Popular, el enfoque y la orientación que se le ha
dado para así percibir la comprensión, la interpretación que ha recibido. Nues-
tro hilo conductor serán algunos de los documentos magisteriales más significa-
tivos de estos años postconciliares.
Es mérito de la Iglesia latinoamericana el haber xlevantado la liebre» de
nuestro tema y haber planteado con toda explicitud a la conciencia de la Iglesia
universal la cuestión de la Religiosidad Popular. Pero sobre todo es mérito suyo
el haberlo hecho desde una intuición extraordinariamente certera, sugerente
y fecunda.
Tal intuición consiste sustancialmente en descubrir y presentar la Religiosi-
dad Popular de los paises católicos como la síntesis concreta histórica de la fe
cristiana y la cultura de cada pueblo, por tanto, como el resultado de una incul-
turación o, más exactamente, de una evangelización inculturizada.
Si se tiene en cuenta que el problema de la inculturación de la fe es una de

423
Luis Maldonado

las cuestiones centrales y candentes de la Iglesia hoy, se echaré de ver inmediata


mente el interés y la actualidad de nuestro asunto no ya para un sector sino para
la totalidad de la teología y la pastoral.

El momento histórico en que se hizo esta primera toma de conciencia a que


nos estamos refiriendo fue la Conferencia de Medellin celebrada en 1968. Con»
cebido como un Sínodo latinoamericano para la— aplicación del Concilio a escala
continental, fue convocada por Pablo VI y organizada por el CELAM. El tema
oficial de la convocatoria era: <<La Iglesia en la transformación de América La-
tina a la luz del Concilio».
El texto de esta Conferencia que ahora nos interesa se titula <<Documento
final sobre pastoral p'opular».
Justo al comienzo de su primer apartado nos da más que una definición, una
clave iluminadora cuando dice: <<La expresión de la Religiosidad Popular es
fruto de una evangelización realizada desde el tiempo de la conquista con carac—
terísticas especiales... Esta religiosidad más bien de tipo cósmico... puede entrar
en crisis... con el conocimiento científico del mundo que nos rodea».
Y prosigue a continuación:

<(Al enjuiciar la Religiosidad popular no podemos partir de una in


terpretación cultural occidentalizada propia de las clases media y alta
urbanas, sino del significado que esa Religiosidad Popular tiene en el
contexto de la subcultura de los grupos rurales y urbanos margi-
nados…
Sus expresiones pueden estar deformadas y mezcladas en cierta
medida con un patrimonio religioso ancestral... pueden ser sin em-
bargo balbuceos de una auténtica religiosidad expresada con los ele»
mentos culturales de que se dispone...
La fe llega al hombre envuelta siempre en un lenguaje cultural y
por eso en la religiosidad natural pueden encontrarse gérmenes de un
llamado de Dios.… La fe y, por consiguiente, la Iglesia se siembran y
crecen en la religiosidad culturalmente diversificada de los pueblos».

Concluye nuestro Documento esta exposición más teórica sobre la Religio-


sidad Popular con tres citas de tres Documentos conciliares muy hábilmente
combinadas entre si.

nLa Iglesia acepta con gozo y respeto, purifica e incorpora al orden


de la fe de los diversos <<elementos religiosos y humanos» (Gaudium et

424
lnculturación y religiosidad popular

Spes 92) que se encuentran ocultos en esa religiosidad como usemillas


del Verbo» (Ad Gentes 11) y que constituyen o pueden constituir una
“preparación evangélica» (Lumen Gentium 16)»'.

La primera cita se sitúa en la invitación que la <<Gaudium et Spes» hace al dia—


logo no sólo con las diversas confesiones cristianas sino con las religiones no
cristianas.
La segunda cita recoge un texto ya clásico de san Justino alusivo también a
las religiones y culturas que prepararon o rodearon la llegada de Cristo al
mundo. Y la tercera reproduce unas palabras de significado análogo atribuidas a
Eusebio de Cesarea.
A la vista de los textos anteriores parece claro que para Medellín, la Religio—
sidad Popular es el resultado de una síntesis peculiar entre la fe cristiana susci<
tada por la evangelización y la cultura propia de los pueblos evangelizados; o
también entre el cristianismo y las religiones indígenas, naturales, cósmicas
practicadas por las diversas etnias del continente latinoamericano.
Si tenemos en cuenta que la religión es, en cierto modo, una realidad cultu-
ral, realidad cultural suprema, por ser la expresión última del sistema simbó—
lico de los valores y significados de una comunidad, no veremos contradicción
ni desconnexión entre las dos afirmaciones, antes al contrario, coherencia y
unidad.
Religiosidad Popular es pues, según lo anterior, un hecho sincrético de en-
cuentro e interacción de dos realidades distintas pero convergentes. Es un he-
cho de encarnación de la fe. En realidad podemos llamarla catolicismo po-
pular.
Si a pesar de todo se le sigue llamando Religiosidad Popular es precisamente
para no olvidar este origen suyo que sigue siendo visible hoy en sus rasgos ac-
tuales, a saber la sincretización de fe, religión y cultura. (Nótese que no habla-
mos de sincretismo sino de sincrerización. El sincretismo suele tener un sentido
peyorativo. Alude a la unión o, mejor, mixtiñcación híbrida, poco feliz, de dir
versos elementos que quedan distorsionados y deformados en el resultado
final).

De todos modos hay que esperar a la III Asamblea General del Sínodo de
los Obispos celebrada en Roma a finales de 1974 y consagrada a la Evangeliza»
ción para hallar una mayor elaboración de las ideas anteriores.

' La Iglm'a en la actual lran.t/%matión df Amírzm Latina a la luz del Conti/io. Medellín. Conclu-
siones. Bogotá. Ed. Paulinas (CELAM), 1979”.

425
Luis Maldonado

Es entonces cuando Mons. Pironio, como presidente del CELAM, presenta


un informe sobre la situación de la Iglesia y su actividad evangelizadora en
América Latina en el que hallamos la siguiente notable delaración:

<<Cuando hablamos de Religiosidad Popular entendemos la manera


según la mal el Cristianismo se ha encarnado en las culturas y grupos
étnicos diferentes gracias a la cual se halla arraigado en el pueblo
como una vivencia profunda“.

Es sabido que este Sínodo culminará en la gran Exhortación de Pablo VI


<<Evangelii Nuntiandi» aparecida en Diciembre de 1975, un documento real-
mente <<epocal» por cuanto marca un avance decisivo incluso respecto del Vati-
cano II.
Ahora aparece con un perfil mucho más nítido y definitivo el sentido
evangélico-evangelizador de la fe cristiana y de la Iglesia. Se ahonda, por tanto,
su fundamental realidad mesiánica superando todo sesgamiento culturalista,
institucio'nalista, juridicista, moralizante, etc. que asemejaría la comunidad ecle-
sial a una r<sociedad establecida» o a una religión de corte helenístico, epifánico,
a-escarológico...
En lo que a nosotros respecta, esta Exhortación es también un paso adelante
cualitativo en relación con el Concilio por cuanto plantea la cuestión de la rela-
ción fe-cultura de una manera realmente concreta superando el enfoque un
tanto vago, abstracto o genérico de la <<Gaudium et Spes» (en su capítulo
II).
Ciertamente la (<Gaudium et Spes» tuvo el mérito, por un lado, de superar a
su vez los esquemas de Cristiandad que suponían una identificación absolutiza-
dora entre la fe y unas determinadas formas culturales periclitadas y, por otro,
de eliminar el rechazo integrista de la cultura moderna, reafirmando, entre
otras cosas, la justa autonomía de lo temporal (ver sus apartados 36 y 55) así
como la pluralidad legítima de las culturas fundada en su relación con la historia
y la pluralidad de sociedades, etnias, etc. (ver el apartado 53).
Sin embargo, como nota ]. C. Scannone, el Concilio no concibió todavía la
relación Iglesia-mundo como la de la evangelización de la cultura ni, por tanto,
como la inmlturación de la fe (tampoco en el Decreto <<Ad Gentes»). Fue una de
las razones por las que no trató de la Religiosidad Popularº.
Ese doble paso lo dio la <<Evangelii Nuntiandi» (nº 20) concretizando la rela-
ción general Iglesiamundo como la de la evangelización de la cultura, mejor, de

' Ver A. VERW1LGHEN , La rellgi05itf])0j7/llditf dam Zar (lacummtr rtrmtr du Magiriere. En: Nouve-
lle Revue Thcologique, 109, 4, 1987, 521640.
* _]. C. SANNONE. Evangelizacio'n de la cultura y la religio.ridad popular. En: CIAS, 357, octubre
1986, 490-501.

426
lnculturación y religiosidad popular

las culturas múltiples del hombre; planteaúdola en forma explícitamente posi-


tiva, sin renunciar a la reconocida autonomía de lo temporal.
Gracias a este nuevo enfoque la <(Evangelii Nuntiandi» asumió lo dicho en el
Sínodo de 1974 por Mons. Pironio y otros Obispos tanto latinoamericanos
como del resto del tercer mundo sobre la Religiosidad Popular. Este es el pri-
mer documento pontificio en que se aborda explícitamente la cuestión de la
Religiosidad Popular, se la valora positivamente, ciertamente reconociendo sus
límites, ambigíjedades, fallas y se la presenta como <<un nuevo descrubimiento
generalizado» en la Iglesia (nº 48).
Dentro del gran contexto de la Exhortación, a saber, evangelización y cul-
tura, la Religiosidad Popular queda situada como un caso concreto de esa evan»
gelización inculturizada, es decir, encarnada en las culturas populares.
Ahora bien, no se explicita bien ese nexo e incluso hay ciertas vacilaciones
curiosas o titubeos en la terminología. Me refiero a la frase que suena muy al es-
tilo dubitativo-hamletiano de Pablo VI y dice: <<teniendo en cuenta esos aspec—
tos llamamos gustosamente piedad popular, es decir, religión del pueblo, más
bien que religiosidad» (nº 48).
Efectivamente se nos dice aquí que es preferible hablar de piedad popular
más que de religiosidad popular. La afirmación es válida uteniendo en cuenta
esos aspectos», es decir, las afirmaciones inmediatamente anteriores del Papa, a
saber, que la Religiosidad Popular es una realidad profundamente interior en-
trañada en la vida del pueblo; una vida que implica e impregna sus mejo-
res sentimientos, sus actitudes más nobles, personales y evangélicas. Es lo que
viene a indicar el término piedad.
Sin embargo, creo es conveniente mantener el término Religiosidad Popuf
lar según se ha mantenido y se mantiene de hecho precisamente por lo que ve-
nimos exponiendo como tesis, a saber, porque así se expresa ese origen del Ca—
tolicismo popular que hunde sus raíces en religiones y formas culturales
precristianas. El vocablo reseña explícitamente ese hecho mayor que subyace al
Catolicismo popular, el hecho sincrético del mestizaje feliz realizado entre la fe
y una determinada religión o religiosidad, es decir, entre fe, ahistoria salutis» o
revelación y creacción o naturaleza.

Donde se llega a una más cabal exposición de todo este engranaje estructuv
ral propio de la Religiosidad Popular es en la Conferencia de Puebla 0 Tercera
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla a co-
mienzos (enero) de 1979.
Puebla conecta ya, de una manera explícita y amplia, evangelización de la
mltura y Religiosidad Popular, concretando dicha conexión en la realidad lati>

427
Luis Maldonado

noamericana (ver nº 386)4. Acaba pues de consumar el avance de la r<Evangelii


Nuntiandi» repecto de la :<Gaudium et Spes» en su acercamiento al análisis de la
cultura propia y de su historia, sin quedarse en la consideración conciliar de la
cultura humana tomada en general.
Siguiendo el comentario antes citado de Seannone podemos concretar la
aportación de Puebla a nuestra cuestión del siguiente modo. Sistematiza los dis-
tintos niveles de la cultura considerando a ésta como el (estilo de vida» de un
pueblo.
Parte, en un primer nivel, del centro nuclear de valores fundamentales que
animan a dicho pueblo o contravalores que lo perjudican. Estos valores (y con-
travalores) <<al ser participados en común por sus miembros, los reúne en base a
una conciencia colectiva» (nº 587 que cita a Evang. Nunt. 18).
En un segundo nivel señala las costumbres y la lengua
Finalmente en un tercer nivel registra las instituciones y estructuras de la
convivencia social que dan forma a dichos valores o contravalores (nº 387).
En otro plano ulterior, Puebla explícita la relación básica existente entre la
actitud <<con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios y
los demás órdenes culturales: el familiar, el económico, el artístico, etc». Explica
esta relación de la siguiente manera: los valores religiosos atienen que ver con el
sentido último de la existencia y radican en aquella zona más profunda donde el
hombre encuentra respuesta a las preguntas básicas y definitivas que le acosan»
(nº 589).
Por eso de ellos nace una inspiración positiva o negativa hacia los otros ór—
denes —menostadicales— de la cultura pues 0 bien <<los libera hacia lo transcen-
dente o los encierra en su propio sentido inmanente» (Ibid).
Parece claro que Puebla valora el hecho religioso, la vivencia religiosa y no
sólo la experiencia de fe. Percibe lúcidamente la estrecha relación existente en»
tre la religión y las otras dimensiones culturales, sin por eso lesionar su
autonomía.

Consecuentemente concluye: <<la evangelización que tiene en cuenta a todo


el hombre busca alcanzarlo en su totalidad a partir de la dimensión religiosa» (nº
390). No hay pues contraposición religión-fe ni realidad religiosocristiana- rea-
lidad cultural.
Se afirma y se busca la unidad a través de esta triple integración que injerta
la fe en la experiencia religiosa y, a través de ella, en la totalidad de la persona
(es decir, en todas sus restantes dimensiones humanoculturales).
Aquí se sitúa el hecho de la Religiosidad Popular 0 Catolicismo Popular
como la cristalización de la triple integración o simbiosis sincrética. Por eso
afirma nuestro Documento de Puebla:

** Documentos de Puebla, PPC, Madrid, ¡979.

47.8
lnculturación y religiosidad popular

“Por Religiosidad Popular entendemos el conjunto de hondas


creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convic—
ciones derivan y las expresiones que las manifiestan. Se trata de la
forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo
determinado. La religión del pueblo latinoamericano en su forma cul-
tural más característica es expresión de la fe católica. Es un catoli-
cismo popular» (nº444).

Si nos preguntamos, de un modo más particularizado, cómo entiende el Do—


cumento de Puebla la relación entre evangelización y cultura y, por tanto, la Re—
ligiosidad Popular del continente, podemos decir lo siguiente (de la mano del
excelente comentario de Scannone ya citado).'
Para Puebla la cultura latinoamericana surgida del encuentro de las culturas
ibéricas con las indígenas, al que luego se fueron sumando en distintas áreas las
aportaciones de las culturas africanas y de la inmigración posterior, es en su base
una cultura sellada por la fe, es decir, que ha sido evangelizada en su núcleo más
íntimo de valores, aunque tenga graves deñciencias y, como todo lo humano, ne-
cesite una continua evangelización.

Así el Documento habla del <<radical sustrato católico con sus vitales formas
vigentes de religiosidad» (nº 7 y 412) en una clara alusión a la Religiosidad
Popular.
De la cultura latinoamericana dice que asu evangelización fue suficiente-
mente profunda para que la fe pasara a ser constitutiva de su ser y de su identif
dad otorgándole la unidad espiritual» (nº 412).

<<Esta cultura impregnada de fe y con frecuencia en una conve-


niente catequesis, se manifiesta en las actitudes propias de la religión
de nuestro pueblo y se traduce en una sabiduría popular con rasgos
contemplativos que orientan el modo peculiar como nuestros pobres
viven su relación con la naturaleza y con los demás hombres—, en un
sentido del trabajo y de las fiestas, de la solidaridad, de la amistad y el
parentesco. También en el sentimiento de su propia dignidad que no
ven disminuida por su vida pobre y sencilla» (nº 415).

Más adelante añade:

<<La Religiosidad Popular no sólo es objeto de evangelización sino


que, en cuanto contiene encarnada la Palabra de Dios, es una forma

429
Luis Maldonado

activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo»


(nº 450). '

Con estas palabras se está reiterando la valoración de la Religiosidad Popu-


lar como inculturación de la fe (sin usar propiamente el término) y como pro—
motora de evangelización e inculturación.
Presuponiendo toda esa influencia evangelizadora, Puebla la hace extensiva
a los niveles sociales, políticos y económicos en cuanto clamor por la liberación
de las estructuras de pecado (nº 414 y 452).

_]uan Pablo II ha hablado en diversas ocasiones de la Religiosidad Popular,


de sus valores y tareas de ese carácter suyo de ser la encarnación cultural de la
fe. Puede verse, por ejemplo, su discurso a los campesinos indígenas del Cuzco
en 19855.
Pero quizá lo más interesante del Papa es su preocupación y su enseñanza en
torno a la relación fe-cultura. Yo señalaría ante todo lo que dice en su carta de
creación del Consejo Pontificio para la cultura:

<<La síntesis entre cultura y fe no sólo es una exigencia de la cultura


sino de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente
acogida, no totalmente pensada, ni fielmente vividaȼ.

Este principio lo aplica a la cultura popular en su discurso a los Obispos de


Lombardía. La define como aquel conjunto de principios y valores que consti-
tuyen el ethos de un pueblo». En el caso lombardo, como en tantos otros, se ha
dado, dice el Papa, una “historia de la progresiva penetración del Cristianismo
en la mentalidad y en las costumbres, en las cuales se han ido constituyendo ese
núcleo de valores esenciales en los que generaciones y generaciones han inspi-
rado su vida»7.
Esos valores configuran el ethos de la cultura de ese pueblo, constituyen su
cultura popular cristiana (sin que denominación o interpretación supongan la
recaída en una mentalidad de cristiandad pues se da por supuesta la autonomía
de esferas, el pluralismo, la libertad democrática).

> En A. VERWILGHEN… 536.


º L'Osservatorc Romano, nn 701; 6, 6, 1982.
7 L'Osscrvarorc Romano, nº 685; 14, 2, 1982.

430
Inculturación y religiosidad popular

Concluimos nuestra exposición con el testimonio notable de los Obispos


- españoles, más concretamente de los Obispos del Sur de España, que en el año-
1975 elaboraron un tempranero, madrugador pero a la vez denso y profundo
((Documento de trabajo para la reflexión práctica pastoral» titulado <(El catoli-
cismo popular en el sur de España».
Después de una serie de análisis sugerentes y certeros dicen los Obispos
andaluces:

<<La reflexión pastoral... debe llegar hasta el fondo de la cuestión.


Si bien es verdad que el Catolicismo no puede jamás identificarse con
ninguna cultura, para poder ser un Mensaje abiertamente universal...
no es menos cierto que no llega a la madurez de Iglesia arraigada en
un determinado pueblo, hasta que no se encarna en su cultura y la
asume tan plenamente como lo hizo jesucristo en su pueblo y en la
cultura judía de su época. En este sentido parece lícito usar la expre—
sión convencional de uinculturación» del Evangelio. La fe incorpora
hombres concretos al Pueblo de Dios sin desarraigarlos de su propio
pueblo y cultura ni embarcarlos, por así decirlo, en un medio eclesial
flotante y sin base firme cultural...
La Iglesia acoge en su seno a los nuevos creyentes para acompañar—
les por el camino que andan en este mundo con toda su comunidad
cultural, y para que sean precisamente sus miembros cristianos los que
señalen a todo el pueblo el horizonte final de la historia que hace en
común. Parece correcto reconocer en la Historia de la Iglesia una
constante reciprocidad entre evangelización de un pueblo e incultura—
ción del Evangelio.
Para que esta relación sea fecunda, han de cumplirse las debidas
condiciones de reciprocidad: por un lado, hay que hacer capaz a esa
cultura de expresar explícitamente los signos de la fe, y de aceptar la
ruptura con las tradiciones y formas que sean incompatibles, del todo
o en parte, con la penetración del Evangelio en todos los campos de su
vida colectiva; por otro lado, la Iglesia ha de hacerse a si misma capaz
de asimilar los valores de ese pueblo, de comprender cómo ve el desde
ellos el Evangelio y, capaz también, de renunciar a las formas adopta—
das en otros medios culturales.
En esas condiciones será posible comunicar el Mensaje evangélico
a un pueblo con toda la autenticidad de la Palabra de Dios, pero tam-
bién con toda la autencicidad de la realidad cultural y del mismo ser de
ese pueblo.
Cuando se logra establecer con recíproca lealtad aquella relación

431
Luis Maldonado

entre Iglesia y Cultura, convergen y crecen a compás la conciencia po-


pular de la propia identidad cultural y la conciencia popular de su
identidad eclesial cristiana. En la historia de nuestro pueblo encontra-
mos una espléndida muestra de cuanto venimos diciendo en el Siglo
de Oro. Pocas veces se ha encontrado a sí mismo y ha expresado con
más autenticidad popular'su fe y su ser cultural»?

º El catolicismo popular en el Sur de España. Documento de trabajo para la reflexión prescri—


tado por sus Obispos. PPC, Madrid, 1975.

432
La religiosidad popular
en la vida de la Iglesia
por
juan María Laboa

Para un historiador de la Iglesia el tema de la religiosidad popular debiera


constituir un componente esencial de su formulación histórica y de su com-
prensión global de esta sociedad nuestra. Sin embargo, la vida diaria del pueblo
cristiano, el origen de sus creencias marginales, la evolución de sus devociones,
las motivaciones inmediatas de sus aceptaciones o rechazos, han sido, en gene-
ral, poco estudiados. En realidad, las circunstancias, caracteristicas y actitudes de
nuestros pueblos a lo largo de los siglos nos resultan poco conocidas, ya que las
historias se han centrado más en la vida y acciones de reyes y papas, de batallas y
concilios, en general, de las instituciones, y han prestado menos atención a las
razones profundas de los sentimientos y movimientos populares.
Hoy nuestra sensibilidad ha variado considerablemente y queremos conocer
con minuciosidad la vida religiosa y social del pueblo, su influjo en la historia,
sus inclinaciones, las causas que han provocado estas preferencias. Resulta un
estudio difícil pero apasinante por las perspectivas que presenta, por las suge-
rencias y nuevos caminos de investigaión y reflexión que origina.
Hoy, también, constituye un tema polémico, sobre todo por los plantea-
mientos pastorales que comporta, y por el simplismo positivo y negativo de al-
gunas posturas. Probablemente, las pasiones se destacan en nuestros días con
más virulencia en América que en nuestro Continente debido a que en aquellos
países se presenta con mayor urgencia la necesidad de una opción, de una clarifi-
cación. Y, sin embargo, también entre nosotros tiene enorme vigencia el tema,
tal como aparece a lo largo de este número.
Quisiera reflexionar sobre la complejidad de las devociones existentes, in»
tentando comprender cómo, a menudo, responden a constantes humanas pre-
sentes en todos los tiempos.
La religiosidad del pueblo cristiano se presenta con unas características de-

433
juan María Laboa

terminadas y muy definidas. Para quien desconoce otras culturas y el proceso


histórico del cristianismo, las devociones, los sacramentos y sacramentales,
constumbres y tradiciones, forman un conjunto armónico que se identifica con
el mensaje de jesús. Este planteamiento simplista da lugar a crisis de identifica-
ción y me da ocasión para una primera reflexión. ¿Cómo se forma este conjunto
de aspectos que caracterizan la religiosidad cristiana a lo largo de los siglos?
¿Qué es primigenio y qué adquirido durante la larga historia? ¿Qué res—
ponde al núcleo original del mensaje de jesús y qué aspectos son propios de
todo grupo humano, de toda religiosidad y que, en realidad, constituyen la res-
puesta a las angustias e inquietudes más profundas, más intimas de todo
hombre?
En el siglo XVIII, en pleno siglo de las luces, en un momento en que se
multiplicaba la curiosidad por conocer otros pueblos, otras costumbres, otras
religiones, los estudiosos quedaron perplejos al comprobar las innumerables se—
mejanzas entre las creencias cristianas y las que constituían otras religiones y,
sobre todo, entre las costumbres y formas externas de la piedad popular cris-
tiana y la religiosidad popular de otras confesiones religiosas. Esto dio pie a in-
finidad de argumentos contra la originalidad y especificidad del cristianismo.
Hoy, lejos de esa problemática, volvemos a plantearnos el problema, ¿qué rela-
ción existe entre la religiosidad pagana y la liturgia y costumbres cristianas?
¿Qué convendría abandonar, en un intento de purificación, de las prácticas reli»
giosas y qué conviene mantener a pesar de los inconvenientes de que pueden ser
acompañados?
En una aproximación al tema, no es posible, naturalmente, tomar postura.
Tras rastrear en nuestra riquísima historia y vislumbrar temas y problemas, con
toda clase de matizaciones, sólo puedo ser consciente de la complejidad de la si-
tuación y de la absoluta necesidad de un conocimiento más profundo de la
historia.
El famoso exégeta modernista, Alfred Loisy, al describir los orígenes del
cristianismo, tiene esta frase tajante: <<el culto católico es el rescate pagado, a ex-
pensas del cristianismo puro, para la conversión de las masas paganas y las nacio-
nes bárbaras; de la misma forma que la Iglesia y el dogma han sido, a su manera,
el rescate pagado por la sociedad grecotromana».
¿Se trata de esto? ¿Es algo tan simple y tan tajante? Durante siglos y siglos, a
la sencilla doctrina que nos dejó el Señor ¿hemos añadido, hemos practicado y
hemos vivido de formas y fórmulas paganas adquiridas de los pueblos que se
iban convirtiendo a cambio del mensaje evangélico? ¿Sin más?
El problema es evidentemente mucho más complejo El cristianismo tal
como lo conocemos, se compone, ciertamente, del bagaje cultural, costumbrista
y folklórico que caracterizaba a los pueblos que a lo largo de 20 siglos han ido
introduciéndose en la Iglesia católica, pero ésta no ha sido la única aportación
importante. No podemos olvidarnos de las constantes que aparecen en todo

434
La religiosidad popular en la vida de la Iglesia

hombre, en todo pueblo, y que toda religión tienen que satisfacer de manera in-
mediata: el temor a la muerte, la necesidad de una presencia superior cercana,
muy cercana, la división del año en diversos períodos, la utilización de los pode-
res religiosos para superar peligros y calamidades. Estas inquietudes y necesida-
des son previas a toda forma organizada en religión. Y se dan incluso en nues-
tros días, en las sociedades supuestamente más secularizadas. Tengo que añadir
a estas dos constataciones el dato innegable, sobre el cual volveré, de una con-
versión frecuentemente masiva y realizada demasiado rápidamente, es decir, sin
tiempo de cambio de estructuras y presupuestos personales.
El cristianismo, al pasar de una minoría selecta“espiritual, preparada, a ser la
religión de una civilización esencialmente rural, disimuló más que suprimió, las
costumbres, ritos y tradiciones practicadas durante siglos El polipodio y la ver-
bena continuaron siendo para muchos, en tiempos de Luis XIV, hierbas mági-
cas, tal como lo habían sido para los contemporáneos de Virgilio. El P. Nobleta,
en el mismo siglo, descubrió que algunos bretones dirigían oraciones a la luna.
Del mismo modo, el comportamiento de los europeos de los siglos XVI y XVII
respecto a la sangre *en particular la sangre menstrual— el esperma, la saliva, la
orina, los excrementos e incluso respecto a deshechos tales como trozos de uñas
y cabellos caídos, responde a un nivel arcaico de la mentalidad colectiva.
Aquí nos enfrentamos con un tema, música de fondo de todo este pro—
blema: la influencia de la cultura y de las condiciones de vida en las formas de
captación del mensaje, de la religiosidad popular. ¿Es posible un espíritu reli-
gioso puro e incontaminado en una situación en que no está asegurado el pan
de cada día y en la que el miedo es la compañía habitual del hombre? ¿Qué otra
cosa hubiera podido ser popularmente el cristianismo de otras épocas sino ante
todo un conjunto de ritos destinados a obtener del cielo abundantes cosechas,
evitación de calamidades, retroceso de enfermedades y superación del temor a
la muerte?
Terminado el Medioevo, en la mayor parte de regiones vitícolas, por ejem—
plo las de los alrededores de París, existía la costumbre de llevar la Eucaristía a
las viñas para protegerlas de los gusanos e insectos malignos. ¿Cómo clasiñcaria-
mos esta costumbre, de paganismo, superstícción o deseo incontenible de ayuda
del Dios de los cielos y tierra que se encontraba tan a la mano?
Hace años, leyendo la Historia de la Iglesia en América Latina, me extrañó la
afirmación de Dussel de que en América estaban aún en un período de evange-
lización, tras cuatro siglos largos. Más tarde, leí las constituciones sinodales de
1683, de la diócesis de Anneoy, a la que hoy podría añadir muchas más, y com-
prendi la complejidad del problema. El párrafo que me dio que pensar dice
así: aunque el celo de los señores párrocos haya abolido las supersticiones que
la ignorancia de los pueblos habia introducido en esta diócesis, no por ello deja-
mos de exhortarles para que no quede ningún vestigio de éstas. Y ordenamos a
los pueblos, bajo pena de excomunión, que supriman y abolezcan completa-

435
juan Maria Laboa

mente los hachones y fuegos que se acostumbran a encender el primer domingo


de Cuaresma (…) y las mascaradas (…) que son un residuo vergonzoso del
paganismo». '
Esta persistencia de ritos, creencias y características, a veces más o menos
bautizadas, se debe en primer lugar a una íntima necesidad del hombre, y ten-
dríamos que reflexionar si es realmente pagano o simplemente humano, aun ad-
rnitiendo los diversos estudios culturales y sociológicos por los que puede pasar
el hombre y, en segundo lugar, su causa se encuentra en las condiciones y dispo-
siciones en que se dieron las conversiones.
Más de una vez la Iglesia cristiana sucedió sin solución de continuidad al
santuario pagano, de modo que la adopción del cristianismo no interrumpió la
continuidad en la vida del país. Las masas rurales habían sido influidas sólo su-
perficialmente por la cultura. antigua, un fenómeno esencialmente urbano. Su
vida religiosa había seguido alimentándose por las viejas raíces: culto a las fuer—
zas de la naturaleza, concretizando por fiestas y ritos tradicionales, asociados a
lugares en que los hombres sentían la presencia de lo sagrado, montaña, bosque
o árbol sagrado, fuente santa. Con esta diposición pasaron sin más complicación
al cristianismo.

Tras la masiva cristianización, San Agustín se preguntaba por la identidad


de los cristianos. “Borrachos, usureros, defraudadores, jugadores, adúlteros, di-
solutos, gentes locas por el teatro, portadores de amuletos, magos, astrólogos, y
todo linaje imaginable de adivinos. Hombres que se llaman cristianos y gustan
de todo esto, lo frecuentan, lo aprueban, lo alaban y se dejan reducir a ello. Tal
es la masa de gentes que, por lo menos corporalmente, llenan las iglesias».
La Iglesia que luchaba contra las degeneradas fiestas antiguas y que logró fi-
nalmente suprimirlas por el poderoso brazo del Estado, halló algún sustituto-
rio, admitiendo provisionalmente las nuevas fiestas que habian surgido en algu-
nas Iglesias cristianas, es decir, las conmemoraciones anuales de los mártires en
su umemoriae», fiestas que estaban, naturalmente, bajo su vigilancia. Era una
contrapartida inevitable, o, como decían más enfáticamente otros obispos, un
triunfo visible de los santos sobre sdem0nes». Del mismo modo, antiguos ritos
referentes a las siembras, a la inauguración de una casa o de una obra, bendicio»
nes de los animales, de los establos, de los campos, de los granos que iban a ser
sembrados, de las cosechas, del alimento de los animales, etc., han sido adoptados
por la liturgia. En la misma linea las invocaciones ad repellendam tempestatem
ad petendam serenitatem y los exotcismos.
Es más fácil retirar de los templos los ídolos que expulsarlos del corazón y
de la fantasía, suprimir por decreto fiestas y costumbres que tendencias y segu-
ridades. Este problema se dio en Europa, en América y en otros continentes. La
división entre pueblo y élite, entre iglesia y doctrina oficial y prácticas religiosas
populares ha sido frecuente y duradera. Esta división, sus causas y sus efectos

436
La religiosidad popular en la vida de la Iglesia

debieran constituir motivo grave de examen general y de replanteamiento ge-


neral de estrategia.
La religiosidad popular ha empapado la vida de la Iglesia, tal vez no sus as—
pectos más llamativos, más historiados, más gloriosos, pero sí ciertamente, los
que han constituido la Vida de la inmensa mayoría de sus miembros. Se trata de
una religiosidad compleja, híbrida, intrincada, en la que vamos descubriendo mil
características del hombre y del momento histórico determinado. Voy a inten-
tar ahora describir muy someramente algunos aspectos determinados que com-
ponen esta religiosidad.

Temor a la muerta Todo hombre, todo pueblo, no desea, no quiere la


muerte, niega la muerte, intenta vencer a la muerte. Tienen miedo al más allá e
intentan vencerlo con cheques al portador: las indulgencias. No creo necesario
hablar de la importancia de este tema en la religiosidad popular, en la historia
de la Iglesia, en las historias de las aberraciones y exageraciones, ya que consi-
dero como uno de los más conocidos. Qué cambio el experimentado desde esa
idea que siempre me ha emocionado, de la posibilidad de echar mano, de valerse
del mérito de los mártires y confesores, y, naturalmente, de Cristo, merced a la
conciencia de común pertenenecia a un mismo Cuerpo Místico, y de su degene-
ración a menudo en un comercio indigno, o en una utilización mecánica de unas
no siempre bien comprendidas indulgencias.
_ Y, sin embargo, qué duda cabe de que la posibilidad de ganar, de coleccio-
nar, de amontonar indulgencias constituía un motivo de paz y tranquilidad
frente a la inquietud, el temor, la angustia religiosa que produce, y, de manera
especial en algunas épocas producía la muerte.
La inquietante multiplicación de su imagen traducía esta angustia a finales
de la Edad Media: a partir de 1450, más o menos, se impone la imagen del es—
queleto, la representación de la agonía domina el pensamiento y los sentimien-
tos. Es un núcleo alrededor del cual se multiplica el temor. Esta angustia pro-
voca una corriente de sensibilidad: el arte de bien morir orienta la vida e invita
al fiel a prepararse. La importancia concedida a las condiciones de una buena
muerte explica la multiplicación de las Confraternidades de los Agonizantes. La
finalidad esencial de estas piadosas asociaciones reside en la ayuda prestada a los
cofrades en su agonía. Desde el momento en que uno de ellos llega al final de su
vida comienza a sonar la campana de la parroquia invitando a los miembros de
la Confraternidad a reunirse en la Iglesia, donde recitan las oraciones de los
agonizantes La seguridad de contar con estas oraciones en momentos tan deci-
sivos fue la Causa de su multiplicación y división.
Se acumulan las fundaciones, las confraternidades, las indulgencias. Se bus-
caban santos protectores contra los males, se quería encontrar en los objetos sai
eros de las iglesias pruebas tangibles de salvación y se las exponía a la veneración
pública. Se multiplicaban los altares en las iglesias dado que se encargaban canti-

437
juan María Laboa

dades inverosímiles de misas por los difuntos. El número suplanta el sentido


profundo y la eficiencia del Sacrificio, dando origen a instituciones y situaciones
que durarán siglos, por ejemplo las ordenaciones de sacerdotes con la única fi—
nalidad de atender un altar, una fundación, de celebrar cada dia por un difunto
o los difuntos de una sola familia. No hace muchos años aún hemos conocido
los solemnes funerales, en los que se celebraban diez, doce misas al tiempo, es
decir, tantas cuantos altares contaba la Iglesia. Los amigos, los conocidos, los fa-
miliares, colaboraban con su óbolo para que el número de misas fuera sustan-
cioso. Tendríamos que apuntar también en esta linea las misas gregorianas,
ejemplo claro de este cómputo penitencia]. Según San Bonifacio una misa redi-
mi'a doce días de penitencia, diez misas cuatro meses, veintiocho meses y treinta
misas equivalían a la penitencia de doce meses.
Naturalmente, este desarrollo de la devoción dio pie a numerosos abusos
como el de los sacerdotes que celebraban la Santa Misa varias veces al día, pero
no comulgaban nada más que en una, o el de los fieles que mandaban celebrar
misas para que murieran sus enemigos.
Este temor angustioso que alcanzó grados sorprendentes en el siglo XV fa»
voreció la aceptación de la Reforma que daba y fomentaba la esperanza. En los
reformados el temor de la muerte está superado por la exaltación de la gracia.
Sólo Dios es potente. En los católicos encontramos tendencias diferentes: el in-
terés por las buenas obras, acciones que realizar, sufrimientos que ofrecer, dina—
mismo, voluntarismo, que impregnan la sensibilidad e influyen en la espirituali-
dad. El desarrollo de la doctrina del purgatorio dio una nueva luz a estas ideas
tradicionales y las da sentido y justificación.
Sería interesante comprobar el influjo de la predicación sobre el infierno en
tanto temor sobrecogido. En cualquier caso, parece claro que la descripción del
paraíso inspiraba mucho menos a los oradores sagrados que la descripción de los
tormentos del infierno.

Fe en lar milagmr. La búsqueda de lo extraordinario, la necesidad del milagro


caracteriza la religiosidad de los distintos pueblos y religiones. En la apologética
cristiana de todos los siglos se ha utilizado el argumento del milagro como
prueba de la verdad de la religión: en la vida del pueblo fiel los distintos mila-
gros han constituido apoyos firmes e indicios seguros de que podrían repetirse.
Los santos curanderos, las reliquias milagrosas, las Hostias sangrantes, las fuen-
tes de agua que tenían propiedades extraordinarias, las apariciones como Lour-
des, Fátima, la Salette, imágenes milagrosas y libros de milagros que relataban
las gracias concedidas constituyen una constante en la Historia del Cristianismo.
No todo es trigo limpio, naturalmente. Superstición masiva, milagrería, astrolo-
gía y fe en brujas crecen como la hierba aun allí donde se alardea del puro
evangelio.
A decir verdad, el pueblo no sólo se muestra crédulo, sino que busca y bus—

438
La religiosidad popular en la vida de la Iglesia

taba ávidamente los milagros. No lejos de cualquier lugar se encuentra un san-


tuario donde se amontonan reproducciones de órganos que han sido curados, se
conserva la casa de la Sagrada Familia en Loreto, trasladada milagrosamente, o
la escalera del Palacio de Poncio Pilatos, se alza una ermita con una santa espe—
cializada en facilitar el embarazo, o un santo que consigue maridos a bajo pre»
cio, o se propaga la devoción a la medalla milagrosa
El culto de la Eucaristía soportó deformaciones lamentables a causa de esta
necesidad de lo extraordinario. El respeto que los fieles manifestaban hacia la
Eucaristía se había cargado de motivaciones muy poco conformes con la santa
doctrina. Mirar el pan consagrado era el medio más seguro de no ser sorpren-
dido por la muerte súbita o de no perder la vista. Los milagros que aportaban
una espectacular confirmación de esta creencia, fueron numerosos al final de la
Edad Media. El más famoso se produjo en Alemania, en Wilsnack (1585) y sus-
citó controversias sin fin. Nicolás de Cusa criticó acerbamente a los que consi-
deraban auténticos tales prodigios. Se trataba por lo común de hostias que, a
consecuencia de algún ultraje, habían sangrado. El antropólogo Carmelo Lisón
ha descrito con toda claridad el ambiente y el comercio que rodea a imágenes y
manifestaciones de este tipo en la Galicia actual.
En este como en los otros puntos tendríamos que preguntarnos sobre la co-
laboración de los hombres de Iglesia, eclesiásticos, en la difusión y manteni—
miento de muchas de estas creencias. ¿Lo hacen por motivos pastorales, por ig-
norancia, por deseo de mantener al pueblo bajo su dominio, por motivos
económicos personales?

Culto a los mártires. Ya desde el siglo II, pero sobre todo, desde el siglo IV, con
motivo de la conversión de las masas que llevan a la Iglesia su sensibilidad for—
jada por viejas tradiciones, la piedad popular se caracteriza porla ilimitada vene—
ración de los mártires. Esta veneración se manifestaba en la fundación de capi-
llas o iglesias conmemorativas sobre sus sepulcros, y en la invocación de los
mismos en toda necesidad imaginable espiritual o temporal. La invocación po—
día tomar la forma de una sencilla oración, () de una peregrinación a las amemo-
riae», o de la compra de una sepultura junto a la tumba sagrada.
El motivo que inspira esta veneración es, indudablemente, específicmente
cristiano: la comunión de los santos, pero las formas bajo las que expresaban
esta creencia fundamental eran en gran medida las mismas con que los paganos
honraban a sus difuntos y especialmente a los que creían promovidos a la <<he-
roización». No debemos olvidar que ya San Agustín considera como una calum»
nia la aserción de que los cristianos habían sustituido a los dioses y héroes por
los mártires, señal de que se repetía esa acusación.
Y, sin embargo, qué duda cabe que esta veneración prolongada por el culto
a los santos, denuncia la necesidad de una religión más concreta, deseosa de ga-
rantías tangibles, de intercesores muy cercanos, fácilmente accesibles, formas de

439
juan Maria Laboa

piedad que caracterizándose por un fundamento novísimo demuestra una nece-


sidad y una fidelidad a costumbres ancestrales.

Sanm ] Reliquiar. La veneración por los mártires se prolongó en el tiempo


en el miro a los santos. Estimados oficialmente como modelos de virtud e in-
tercesores espirituales cerca de Dios, se convirtieron, y a menudo han permane-
cido así hasta nuestros días, en una especie de divinidades especializadas en la
curación de tal o cual enfermedad, o en la conjuración de alguna eventual
desgracia.
Este es un tema difícil al que hay que acercarse con respeto, con libertad, sin
prejuicio, dada la enorme importancia que ha tenido en la vida práctica de la
mayoría de los cristianos que en la historia han sido. De hecho, muy frecuente-
mente, el cristiano no ha querido dirigirse directamente a Dios, sino que se di-
rige a los santos cuyos restos conoce, puede ver y tocar, y cuyas vidas, frecuen—
temente falsas o anecdóticas, admira. Este ha constituido un grave peligro,
puesto de manifiesto en supersticiones de diverso género. Se llegóa la creencia
de la existencia de santos maléficos, reminiscencia probablemente de la religión
pagana que hacía a sus dioses responsables de sus desgracias. A menudo este
Culto supersticioso puede llevarnos a tiempos druidas o iberos. El culto a los
santos curanderos, San Roque o San Sebastián contra la peste, San Apolonio
para el mal de ojos, San Julián, contra la locura, San Lázaro para las enfermeda—
des de la piel o San Lorenzo para las quemaduras, Santa Clara para conseguir
buen tiempo, Santa Lucía, San Antón y tantos otros junto alas fuentes milagro-
sas nos recuerdan ciertamente antecedentes paganos y a la vez el deseo y la ne—
cesidad de contar con la ayuda de nuestros semejantes que han alcanzado un
puesto relevante en el ciclo.
También resulta sorprendente el origen y la mezcla de propósitos en algu-
nas fiestas cristianas. Ya San Agustín protestaba seriamente por los ritos paga—
nos que se celebraban en la fiesta de San juan Bautista. Siglos después, todavía,
la celebración en recuerdo del Precursor proporcionaba la ocasión para recoger
hierbas mágicas y encender fuegos para alejar los espíritus malos. Y puesto que
San juan había bautizado al Salvador, se creía por ejemplo, en la región de Metz
y en otros lugares, que quien se bañaba en la noche de Sanjuan antes de que sa-
liese el sol quedaba inmunizado contra la fiebre durante un año. Todavía hoy,
en Granada, en Guipúzcoa 0 en Galicia, ritos y ceremonias que acompañan esta
festividad cuya significación escapa a quienes las practican, tienen orígenes ante-
riores al cristianismo.
Esta mentalidad se expresa también con frecuencia en la veneración supers-
ticiosa e infantil por las reliquias. Se tenía una confianza ilimitada en el poder
milagroso de las reliquias, llegándose al robo o la fabricación fraudelenta de falv
sas reliquias. Frecuentemente, en lugares donde los paganos, germanos, francos
u otros veneraban una fuente o un árbol sagrado los cristianos encontraban el

440
La religiosidad popular en la vida de la Iglesia

cuerpo de un mártir o un santo que sustituia ventajosamente al objeto de culto


anterior. Queda la duda razonable , de todas maneras, de si los fieles no acudían
al nuevo santuario con la misma psicologia, con la misma mentalidad, con la
misma actitud con la que acudía al santuario antiguo Sólo había cambiado el
objeto de_su devoción, no los modos y la estructura de esta. Sólo había cambiado el
bién que Nuestra Señora de Guadalupe apareciese en la colina sagrada de Tepe-
yac, junto al Santuario de Tonantzin, la Virgen—Madre del panteón indio y uno
de los cuatro lugares principales de sacrificios de la América Central.
En América, decenas de años después de la conversión, los misioneros des-
cubrieron que los indios de diversas regiones veneraban bajo una advocación
mariana o de Santa Ana 0 San juan Evangelista, a diversos dioses anteriores.
En la Roma clásica, muchos recién convertidos oraban a Cristo para las cosas
importantes y a los dioses antiguos para los temas de cada día. La cercanía del
santo, su capacidad de mezclarse en toda clase de asuntos ordinarios le han dado
una indudable preponderancia en la religiosidad ordinaria. Hasta hace muy
poco tiempo, las novenas de los diferentes santos se celebraban durante la cele- _
bración del sacrificio eucarístico. Podemos fácilmente imaginarnos la conse4
cuencia práctica que los cristianos deducian de esta actitud. La pedagogía ecle-
siástica ha permitido esto, consciente de los problemas que ocasionaba, pero
consciente también de que estos pueblos inmaduros pueden ascender por me-
dio de esta piedad muchas veces peligrosa a una forma superior de piedad.
Por otra parte, en las épocas de mayor creatividad y esplendor de la vida de
la Iglesia, las nuevas canonizaciones, la vida-y los ejemplos de los nuevos santos
alimentaron y reforzaron la religiosidad diaria, común de los cristianos. Un
ejemplo patente, entre tantos otros, lo tenemos en la conversión de Ignacio de
Loyola, cuya causa inmediata fue la lectura de la vida de algunos santos. Tam-
bién hoy, en los medios más secularizados y agnósticos, la presencia de testigos y
representantes cualificados de sus doctrinas, junto a nuevas formas secularizadas
de culto es manifiesta. Para el mundo cristiano, San Pedro de Roms, con el gran
altar del sacrificio en el centro y con docenas de estatuas de santos a lo largo de
las paredes es el simbolo de esta vida religiosa. A menudo, para el fiel cristiano,
incluso en el altar central, el puesto de honor lo debiera ocupar el santo de su
devoción. Ahí podríamos colocar probablemente el límite entre una devoción
aceptable y una no tolerable.

Devacia'n ¿¿ María. Resulta fácil intuir el enorme influjo de la religiosidad popular


en el extraordinario auge de esta devoción. La condenación de Nestorio fue la
primera causa aparente pero indudablemente esta dulce figura femenina tenía
ya mil motivos que la unían a la religiosidad de los cristianos. Desde entonces,
escritos, sermones, cánticos y artes plásticas contribuyen a la extraordinaria ex-
tensión de esta devoción.
Con ánimo combativo, el pueblo católico defiende y protege esta devoción

441
juan María Laboa

contra los ataques de los reformadores, se extiende la devoción al rosario, la


Virgen Inmaculada aparece en los estandartes de la liga católica durante la gue—
rra de los Treinta Años, Maximiliano de Baviera la nombra patrona de su país y
lo mismo hace el nuestro. A partir de 1456 la campana de Angelus recordaba
mañana y tarde en la cristiandad la visita de Gabriel de María. Uno de los cua—
dros más deliciosos de pintura moderna, el de Millet, nos presenta una costum-
bre generalizada, el Angelus rezado en pleno campo; decenas de frontones en el
País Vasco interrumpen su juego al mediodía para recitar la salutación del ar-
cángel; durante mucho tiempo, en Castilla y Andalucía, los dominicos contaron
con la viva antipatía popular a causa de su aparente falta de entusiasmo por la
Inmaculada. En América los mitos paganos de la maternidad y fecundidad fue—
ron transfigurados, elevados e historiz"ados en María. La Virgen Mestiza de
Guadalupe constituye para los latinoamericanos la síntesis del cristianismo con
los valores de su historia y sus características más originales.
¡Cuántos ejemplos podríamos aportar de todos los tiempos, de todos los
países! Cuanto hemos dicho sobre la devoción de los santos podríamos repetir
con motivo de la devoción a María. No faltaron ciertamente los motivos menos
puros en la extensión de la devoción. Por ejemplo, parece ser que la consagra-
ción del mes de mayo a María fue probablemente una reacción contra la creen-
cia muy extendida de que este mes era un período nefasto durante el cual, entre
otras cosas, se evitaba el casarse por miedo a la desgracia, pero, en general, y con
todas las exageraciones posibles, el culto a María ha constituido uno de los cen-
tros, si no el principal, de interés de la religiosidad popular, el punto de referen-
cia en la vida de los cristianos. En 1790, en la diócesis de Nantes, existían 661u—
gares de peregrinación, de los cuales 25 bajo el patrocicio de la Virgen. Lo
mismo podríamos afirmar de innumerables diócesis. Cuánto se podría escribir
sobre la influencia de Nuestra Señora de Aránzazu en el País Vasco, de Montse-
rrat en Cataluña, de Covadonga en Asturias, de Guadalupe en Extremadura. Un
historiador que quiera plantearse todas las hipótesis posibles puede preguntarse
si se ha utilizado y propagado esta religión también por motivos menos religio—
sos y aceptables. Por ejemplo, la devoción a Fátima en función anticomunista o
la de Lourdes como presión al gobierno de Napoleón III para que ayudara más
eficazmente a Pio IX en el proceso de unificación italiana. Aunque estas hipóte-
sis no_ fueran atendibles el hecho de proponerlas indica la importancia socioló-
gica que se concede a la devoción.
Estos aspectos o características que acabo de presentar de manera resumida
y parcial marcan, ciertamente, la religiosidad cristiana; pero también están pre-
sentes en los diversos paganismos, en todas las religiones. La muerte, el temor a
la muerte, la veneración a los santos —e1díos cercano— y el deseo de lo extraor-
dinario, de lo milagroso caracterizan nuestra religión pero, a la vez, están pre-
sentes de mil maneras diversas en el interior de todo hombre.

442
La religiosidad popular en la vida de la Iglesia

Es decir, no hay duda de que en este tema concreto que hoy estudiamos te-
nemos que valorar también y fijarnos en parcelas, en influjos de otros campos
que no son los doctrinales o teológicos No cabe duda de que, de una manera u
“otra, los valores anteriores al cristianismo han influido en los conceptos estu-
diados hasta el momento. Mayor importancia e influencia han ejercido en la
vida de la Iglesia los distintos pueblos que invadieron el mundo romano y con-
formaron el occidente cristiano
Con esto quiero decir que, para una comprensión integral de la religiosidad
popular, tendríamos que estudiar la psicología religiosa, las prácticas y costum-
bres de los germanos, de los francos, de los visigodos, de los habitantes de Amé»
rica, etc. y comprobar cómo han influido en la vida diaria del catolicismo.
Qué duda cabe de que la idea que los germanos tenían del Dios Todopode-
roso, lejano, terrible, y de Cristo asimilado a un Gran Duque político influyó en
el culto exagerado a los santos y a las reliquias. Sería igualmente interesante es»
tudiar el lureranismo, jansenismo y humanismo católico, en relación a la idiosin-
_ crasia de los pueblos del norte o latinos, o insistir en la influencia de las distintas
psicologías en las diversas formas de piedad.
Concluyendo ¿qué diremos de esta visión rápida y a menudo superficial de
la religiosidad popular? Lo que caracteriza profundamente la vida diaria de los
cristianos son las devociones que responden, que solucionan de alguna manera
las angustias y preguntas fundamentales del hombre. Naturalmente que estas
devociones se nutren esencialmente de las grandes verdades cristianas, pero está
claro, también, que las formas que revisten conservan un paralelismo a menudo
sorprendente con las paganas, de cualquier época y continente.
Los rasgos fundamentales de esta religiosidad popular son los votos y pro-
mesas, las peregrinaciones de toda clase, las devociones, la necesidad de seguri-
dad, de ver y tocar lo divino, lo extraordinario. Esto supone de hecho una par-
ticipación casi nula en la vida cultural oficial. Es una religiosidad que responde a
un planteamiento elemental: Dios es respuesta a todas las incógnitas y necesida-
des del hombre. Y se quiere y se necesita experimentar este convencimiento.
Probablemente se trata más que de una fe en Jesucristo, de la creencia en Dios
creador, el Dios Todopoderoso y temible, cuya cólera hay que calmar por la ex-
piación, la purificación, el recurso a los mediadores. _
Por esta razón hay que granjearse la benevolencia de lo divino. Por ejemplo,
las expresiones cariñosas que los napolitanos utilizan para que San Genaro se
digne cada año licuar su sangre. Por eso también se da la religiosidad del nú»
mero y del esfuerzo. El católico que se considera cumplidor y ejemplar, a seme-
janza del fariseo de la parábola, contaba sus buenas obras, amontonaba sus rosa»
rios, misas e indulgencias, colocadas y contadas en largas listas. La piedad se
confundía con la aritmética. Terminaba apartindose peligrosamente de sus
fuentes cuando esperaba de tal ademán () palabra un efecto automático con te-
percusión en un aspecto muy determinado de la existencia. Se concedía tal im-

443
juan María Laboa

portancia a las bendiciones que los sacerdotes dedicaban a los animales y a los
campos que durante el Terror, mientras que los agricultores vivían y morían sin
ayudas religiosas, cuando se ehreraban de que existía un sacerdote escondido en
alguna parte le suplicaban que durante la noche bendijese sus campos y sus
animales.
Un ejemplo límite pero que puede ilustrar esta tendencia lo tenemos en la
novela Lar czj()mrer crm m Dior, de Gironella. El joven carlista que va al frente, que
ha cumplido con los nueve primeros viernes y cree firmemente en la prome5a
que acompaña a esta devoción, va a una casa de prostitución, convencido de que
estando en pecado no podrá morir en la guerra.
En este capítulo habría que apuntar ”también la familiaridad con lo sacro, tan
propio sobre todo de los pueblos latinos y estudiarlo que supone la práctica de
la blasfemia en pueblos creyentes y practicantes.
Las expresiones religiosas cristianas se mezclan y, naturalmente, se defor-
man con costumbres y necesidades que pertenecen al patrimonio ancestral. Esas
prácticas de religiosidad están influenciadas por supersticiones y prácticas mági-
cas. Se nota la necesidad de adoración y gratitud a Dios y a la vez un cierto te»
mor, por lo que se busca la intercesión de seres más próximos al hombre. Esta
necesidad de ayuda y cercanía frente a un Dios que se presenta como justiciero y
más lejano ha llegado a devociones aberrantes como la de presentar a María
como una defensora del hombre frente a la ira de Cristo. Intercesión que busca
contrapartida en la firme creencia de la presencia del maligno en todo, en todas
partes. La superstición, en sus múltiples formas constituyó la herencia más fu-
nesta del paganismo. Potencia oscura, por doquier presente, excrecencia de la fe
tanto como consecuencia de la incredulidad. Los obispos podían perseguirla
pero no agarrarla. Se les escurría. Pero ellos mismos veían en ella más bien una
realidad demoniaca que lentamente retrocedía que mera locura o insensatez
vulgar. El hombre expresa su fe con los elementos culturales de que dispone. Y
estos curiosamente son muy semejantes en todos los países cuando se trata de
acercarse a lo divino. Frecuentemente, el estudio de las actividades religiosas
populares nos producen una sensación de permanencia, de ausencia o de lenti-
sima renovación. Da la impresión, a menudo, de que los místicos, los teólogos,
los espirituales, las mismas instituciones oficiales forman un mundo aparte sin
que su pensamiento o experiencia llegue o influya en la masa de los fieles. se
que no siempre esto es verdad y, tal vez, ni siquiera en conjunto, pero no puedo
sustraerme a esta primera impresion.
La historia de la Iglesia presenta una constante en este campo… Se da una lu»
cha a tres niveles que difícilmente consiguen alcanzar una síntesis. Por una parte
el pueblo y sus devociones, con gran peligro de caer en supersticiones groseras,
pero con enorme aunque oscura intuición de que lo sagrado da sentido a su vida
y respuesta a sus inquietudes. Por otra los reformistas que ven claramente los
peligros y aberraciones de estas prácticas, pero que plantean frecuentemente el

444
La religiosidad popular en la vidad de la Iglesia

problema desde una postura de un cierto desprecio por las necesidades tal vez
elementales, pero ciertamente vitales del pueblo, y por consiguiente ofrecen so—
luciones, a menudo, muy teóricas y utópicas. Ver, por ejemplo, en este campo a
jansenistas, modernistas 0 al mismo Rosmini. Y finalmente la Iglesia institucio-
nal como un cómodo apego a lo ya adquirido y a unas tradiciones frecuente
mente sin valor y que difícilmente capta a un tiempo los planteamientos válidos
de los reformistas. Ver y comparar por ejemplo, el Sínodo de Pistoya y el Vati-
cano II, 180 años después.
En cualquier caso está claro que no se puede acercar a este tema sin tener en
cuenta la complejidad del problema histórico. Cuando se cree que se puede lle-
gar a una conclusión negativa es preciso matizar y subrayar los aspectos positi—
vos que van aflorando aquí y allí y, por el contrario, en aspectos que se presen-
tan como netamente positivos, hay que añadir observaciones que demuestran
desviaciones e incluso aberraciones. La realidad histórica religiosa es polifacética
y es preciso conocerla en su variopinta composición antes de juzgar, sacar con—
clusiones, tomar postura o decidir personalmente.

445
Religiosidad popular
y creencias del hombre
por

Felipe Barandiarán Irizar

Cuando hablo de ciencias del hombre, me refiero, concretamente a dos de


ellas: La Sociología y la Antropología. Pienso que ha existido, durante años, un
dominio casi absoluto de la teoría teológica pastoral que ha dejado de lado la
imprescindible colaboración de las Ciencias del Hombre Ello ha impedido la
relativización de planteamientos abstractos, cuando de lo que se trataba era de
aplicar la reflexión a grupos sociales con culturas diferentes.
Puesto que la brevedad del espacio me urge, debo prescindir de la enumera-
ción de citas entiesacadas de revistas, hojas homiléticas que desde editoras que
en ello se empeñan, se distribuyen en las parroquias, así como de sermones, de
conferencias, de conversaciones que nos situarían en la pista de una noción muy
cacareada, la de la <<religión sociológica». En muchas ocasiones, esta noción ha
servido de pretexto, o de justificación, para castigar con el destierro desde la
patria eclesial, en la que florecían muchas devociones, bendiciones, procesiones,
visitas a Santuarios, novenas, ritos y símbolos que han formado parte de lo que
ahora se llama “religiosidad popular». El lugar del destierro de toda esta reli—
giosidad ha sido, durante bastantes años, el País del Menos precio. Aquí ha ago—
nizado un mundo simbólico rico y variado de la vida religiosa de nuestras gen-
tes. No resisto al deseo de recordar unas frases del gran antropólogojulio Caro
Baroja que dicen lo que sigue: <<La religiosidad popular y todo el mundo tradi—
cional de la vida religiosa campesina han quedado prácticamente barridas, mu—
chas veces por el mismo clero Piénsese que el clero, en los últimos tiempos, no

446
Religiosidad popular y creencias del hombre

ha tenido una gran conciencia de lo que es la religiosidad popular-, eso, al menos


me parece a mi»1,
Es lamentable, para nosotros, que un antropólogo de su talla nos tenga que
recordar los errores que hemos cometido y que el esté más en la línea, que mu-
chos de nosotros, con lo que enseñó el Concilio Vaticano Hº.
Ya que debo prescindir de los datos concretos que justificarían mi análisis
acerca de lo que comprende esa noción de <<religión sociológica», me ceñiré a
exponer lo que se extrae del contenido de esos datos: (a) Existe una aplicación
de esta noción que comprende, primordialmente, un espacio limitado: el
mundo rural, preferentemente, y, luego, el espacio urbano de pequeña pobla-
ción; (b) Otra limitación corresponde a las Categdrías de edad, es decir, a las
personas que conocieron y vivieron dentro del mundo religioso tradicional. En
esta categoría caben, además, personas de ámbito urbano de ciudades más pobla»
das; (c) La categoría de sexo está más representada por el elemento femenino;
(d) La categoría social más a la vista es la de la clase baja (rural, obrera, etc.)
aunque sería incorrecto el excluir de la práctica de la religiosidad popular a gen-
tes de clase media—alta y clase alta; (e) El elemento cualitativo de esa religiosi-
dad sociológica vendría dado por la ausencia de una interiorización personal de
la Fe. Esta, entre esas personas, sería el efecto de una presión social, o socio-
cultural, que habría coaccionado a aquellas a la aceptación amecánica» de lo 50-
cialmente valorado y practicado. Por razones de su vida cotidiana y religiosa y,
también, debido a la ausencia de otras cosmovisiones en pugna con la católica,
no habría existido entre esas gentes, una <<opdón personal» sino una acomoda-
ción a lo dado; (f) Como se piensa que una religión así vivida es más bien cos-
tumbres que conciencia, se estima que esa religiosidad era y es <<rutinaria». Esa
suposición conduce a muchos sacerdotes y seglares que les rodean en ciertos
grupos apostólicos a desvalorizar ese tipo de religiosidad del común de los cre»
yentes cºn el pretexto de que ellos aspiran a vivir una Fe más ilustrada y <<más
personal»; (g) Los que hablan de <<religiosidad sociológica» señalan algunos con—
tenidos que configurarían la mentalidad y práctica religiosa de mucha gente.

(1) Más que confiar en Dios-Padre remerían a un Dios—juez. Se podría con-


siderar por lo tanto como una religiosidad de temor más que de amor; (2) La
Providencia Divina sería conver'tida, o confundida, con la idea de un Dios tapa- -
agujeros; (5) No se trataría de una religiosidad fundada en el evangelio y en je-
sús resucitado; (4) Así se explicaría que, en vez de buscar a_]esús como Media-
dor Unico entre Dios y los hombres, hayan recurrido a otras mediaciones, como

' Dirqaiiíziaw Antmjalo'gicw, por _]Ull0 CARO BARO)A y EMILIO TEMPRANO, Ed. Itsmo, 1985,
p. 157. '
1 “Constitución "Lumen Gentium“n, Cap. VII, 52, en lo relativo al culto de los santos y sobre
todo Cap. VIII, 67, en lo que hace relación al culto a María, Léase también el documento
ºSacrosanctum Concilium» en Documento; del Vaticano [I, p. 168, Ed. BAC.

447
Felipe Barand1arin lrrzar

la de la Virgen, San josé y otros Santos; (5) Se comprende también la exuberan—


cia de novenas, meses consagrados a las distintas advocaciones, las peregrinacio-
nes a determinados santuarios, las procesiones, el rezo del rosario, las múltiples
bendiciones, la Práctica 'de los Primeros Viernes de mes, el uso de símbolos (p.
ej., escapularios), etc., que habrían acaparado la atención de los fieles en detri—
mento de lo esencial cristiano; (6) Al hablar de algunas de estas prácticas reli—
giosas populares se les etiqueta como elementos de piedad uritualistas», <<mágif
cas», etc; (7) La enseñanza moral recibida y la puesta en practica de la misma
habría conducido a muchos fieles hacia una concepción individualista de la vida
humana, pues no se habrían suscitado preocupaciones de solidaridad entre los
hombres, dejando la solución de las injusticias sociales a la resignación pasiva y a
la esperanza del juicio eterno; (8) Y, como colofón, no resisto a la tentación de
ofrecer algunas frases que han corrido. escritas y que, como testimonio de otras
muchas, sirven de pequeña muestra. Por ejemplo, <<… está comprobado que no
es evidente que los cristianos estén catequizados; antes bien: cada vez empieza a
ser más grande el abismo que se produce entre <<cristianos sociólogos» (sic) que
se mueven en un mundo no sólo de rutinas y de superficialidades, sino también
de deficiencias e ignorancias, de desconocimientos y carencias que llegan a asome
brar y hacer pensar como increible tal grado de <<ignorancia» (sic), y los cristia-h
nos que están preocupados por conocer en profundidad su fe, su comunidad, su
historia y su vidaȼ. Me reservo para otro trabajo, que ya lleva un buen trecho
caminado, el aportar citas y comentarios parecidos a los señalados. Lo mostrado
aquí es tan genérico, revela tanta falta de matizaciones de la realidad religiosa,
son tan absolutas las afirmaciones que se hacen que no encajan bien con los que
están acostumbrados a tratar los datos empíricos, sociológicos o antropológi-
cos, tan simples, a veces, en su apariencia, pero tan llenos de matices y de múlti—
ples relaciones con otras realidades con que, en principio, parecen estar ajenas a
aquellas. Por eso repetir sin cesar y para todos o casi todos los casos de religiosi-
dad popular, comenzando por la misma asistencia a la misa, <<eso es religión
sociológica», o sino, <<eso es religión de cristiandad» parece responder a una
obsesión. Son frases que tienen fundamento real, pero que por su uso indiscri-
minado pierden valor e ingresan en el mundo de los tópicos desmesurados.

Antes de proseguir con mi tarea me siento obligado a señalar las siguientes


observaciones: a) Prescindo de nombrar a teólogos pastoralisras que han in—
fluido, con su doctrina, al desprecio o, al menos, al desinterés por la religiosidad
p0pular. Me atengo ahora a lo que se ha escrito y dicho o quienes viven más di-
rectamente en el trabajo pastoral en sus pueblos, y sus mentores intelectuales
más populares. Son estos agentes de pastoral quienes, al fin, interpretan las doc-

-“ Se trata de una hoja homilética de la que daré estos datos: “XI, nº 42, ciclo B, 18 de Agosto
de 1985.

448
Religiosidad popular y creencias del hombre

trinas de los especialistas y las transmiten a sus feligreses o diocesanos; b) No voy a


responder, ni me es posible, a todas y cada una de las ideas analizadas al abordar
dicha noción de <<religión sociológica»; c) En esta sección mi empeño va dedi-
cado a aclarar dicha noción de <<religión sociológica» que, a mi juicio mal inter-
pretada, ha venido a ser la síntesis teórica <<facedora» y origen de tanto entuerto
en la pastoral. Ello no lo podré hacer sino muy ceñidamente, con el riesgo con-
siguiente de dibujar un pobre esbozo en vez de un Cuadro más aceptable.

II

No todo es erróneo en la noción de <<religión sociológica». Negar a la socie—


dad un poder <<coactivo» (Durkheim) o un fuerte <<control social» que sanciona
los actos de los individuos, sería ponerse vendas en los ojos. Para que el lector
vea que no le escatimo la verdad, expondrá inmediatamente algunas pocas ideas
relativas a la teoría sociologista de E.'Durkheim4 . En el pensamiento de este
notable autor se produce una evolución de su noción clave de la <<conciencia co-
lectiva». En 1985 había publicado su obra, De la dit/irian du mami]. En dicha
obra, al introducir en oposición a la noción de usolidaridad mecánica» la otra de
<<solidaridad orgánica» puso en peligro su noción de conciencia colectiva. Este
peligro fue atajado, a su juicio, con la idea de ucoacción social» (<<C0ntrainte so-
cia1e»). Dice Durkehi.m en sus Rígler de la met/ande sociologique: “El grupo piensa,
siente, actúa de otra manera al que lo harían sus miembros si estuvieran aisla—
dos... si se parte de estos últimos, nunca se podrá comprender lo que sucede en
el grupo. Al agregarse, al penetrarse, al fusionarse entre ellas, las almas indivi—
duales dan origen, si se quiere, a un ser psíquico, pero constituye una individuali-
dad psíquica de una nueva naturaleza» (pág. 127 de Régler...). Esto le conduci—
ría a hipostasiar la uconciencia colectiva». En la misma página se puede leer lo
que sigue: <<he aquí, pues en qué sentido y por qué razones se puede y se debe
hablar de una <<conciencia colectiva» distinta de las conciencias uindividuales».
Dejando de lado parte del hilo del discurso que prosigue Durkheim en la obra
citada, se observa que, al fin, llega a atribuir a esa <<conciencia colectiva» una
<<coacción» más o menos intensa en las conciencias individuales. Esta coacción,
por parte de la ueonciencia colectiva» sobre la aconciencia individual», puede ser
ejercida, y de hecho según Durkheim lo es, p. ej, por la acción de las organiza-
ciones, procedimientos jurídicos, ritos, rutinas, etc. Así, subjetivamente, el indi-
viduo siente en su interior una <acoaeción», como obligación. Objetivamente, esa
coacción es ejercida a través de la acción del grupo sobre el posible infractor de

" Para interpretar a Durkheim, el lector puede recurrir a dos grandes obras: la primera de G.
GURVITCH, Le problém¿ de la rar/irimw (allfrtzw dan; la Sarialagie de Durkheim en la nVocation actue-
lle de la Sociologie» cap. VI, pp. 551-407, Ed. ((PUF», 1950. La segunda obra es la tituladaLa Ermu-
mm de la Arci6n Social de T… PAR50NS, Tomo 1, cap. VIH y ss., Ed. Guadarrama, 1968.

449
Felipe Barandiarán Irizar

la norma social Así resulta que el individuo no emite voz propia sino que es un
eco necesario de la sociedad.
Sigo a Gurvitch cuando precisa que la <<conciencia colectiva, según Durk-
heim, actúa fuertemente desde el interior bajo la forma de <<corrientes libres»
que nos empujan, ya con independencia de nuestra voluntad, ya arrastrándose
por el entusiasmo o indignación que provocan en nosotros. Nada parece libe-
rarnos de esa presión, aunque parezca que participamos de buen grado, en las
diferentes acciones, gozos y tristezas del grupo al que pertenecemos. Los mis-
mos sentimientos, al parecer innatos, como el amor paternoffilial, los celos ori-
ginados en la sexualidad, el sentirniento,religioso, etc. ofrecen diferencias según
las distintas sociedades a las que pertenecen los individuos». La generalidad o
identidad que puede ser observada en las diferentes conciencias individuales
que participan en la misma sociedad, es efecto de su participación en con—
ciencias colectivas y no al revés. La presión ejercida por la conciencia colectiva
es la que explicaría lo general y la que provocaría la identidad en las conciencias
particulares. Con esto, Durkheim se fabrica un nuevo problema, el de la pro-
yección de la conciencia colectiva fuera de las conciencias individuales. A este
respecto, nacen espontáneamente las siguientes preguntas: ¿Qué naturaleza
tiene esa conciencia colectiva? ¿Dónde existe?. La primera pregunta se refiere
al aser», la segunda tiene una connotación especial. La solución de Durkheim en
relación con el <<ser» de la “conciencia colectiva» se dirige hacia la identificación
de dicha conciencia con el Espíritu. Así, dicha conciencia viene a ser de una na»
turaleza metaempírica.
Esta extremosidad durkhaimiana, a recurrir a entidades transcendentes para
resolver, teologizando, problemas de caracter meramente científico, le resta fia-
bilidad ala solución final; pero no a otros aspectos de su teoría. Durkheim tuvo
el mérito notable de cambiar el tipo comtiano de una sociología sintética en Otra
de carácter analítico.
Las observaciones de Durkheim sobre la naturaleza del <<hecho social» cons—
tituyeron una gran aportación del ilustre sociólogo para lograr lo que se proponía
definir: a) el objeto de la Sociología; y b) el método para analizar los fenómenos
sociales. Su gran intuición y sus análisis acerca de la aconciencia colectiva», de»
jando a un lado su identificación final con el Espíritu, conservan una buena
parte de innegable verdad, la de la presión social que nos acucia a todos los indi-
viduos y que no deja de molestarnos, en alguna manera de coaccionarnos.
El problema es saber si esa coacción es determinante de los pensamientos y
comportamientos individuales, o es, más bien conciliable con la libertad perso?
nal. Así, pues, aparece la parte de verdad que encierra la noción de <<religión so-
ciológica». El error consiste en dotarle a esa noción del caracter explicativo ab-
soluto de la misma realidad social.

450
Religiosidad popular y creencias del hombre

III

A esta visión sociologísta de Durkheim, se le pueden oponer algunos repa—


ros. Raymond Boudou, uno de los sociólogos más en viso hoy en Francia, es»
cribe lo siguiente: <<A veces los sociólogos dan la impresión de convertir a la
gente social como un sujeto pasivo. Verdad es que algunos de ellos hacen explí-
citamente de esa pasividad del agente social una especie de acto de fe… ninguno
de los sociólogos clásicos ha concebido nunca al sujeto social de otro modo que
como agente internacional, dotado de una autonomía variable en función del
contexto social en que se encuentraȼ. ,
Mis propias observaciones, realizadas a propósito de dos investigaciones an-
tropológicas llevadas a cabo por mi mismo en tiempos y lugares diferentes (<<Er—
goene» 1955—56 y en Pasajes de San juan, 1977—1982) º , me inducían a pensar
que la contradición entre algunos individuos republicanos de Ergoene y su gru»
po humano, en 1931-36, lo mismo que la existencia de <<liberales» a principios
de siglo, 0 de un pequeño grupo de urepublicanos» en tiempos de la 2“ Repú-
blica, en Pasajes de San juan, eran la expresión de un deseo? de ruptura con el
<<statu quo» existente en esos momentos y en esos lugares. Más tarde, en Pasajes
de San Juan, la política represiva respecto al País Vasco, por parte de Franco y
la concomitante postura de apoyo al Régimen Dictatorial por parte de la Iglesia,
fueron las condiciones que, de maneras muy diversas y de forma progresiva en
el correr de 30 años, provocaron, en esa localidad, un movimiento social diri-
gido por líderes de diversa calidad y autoridad, algunos'de ellos desde la penun—
bra y, otros, a la luz del día, que cambió el espectro político y religioso de este
pueblo costero cercano a San Sebastián. Quiero decir con esto que, dentro del
mismo grupo social, aunque soterradamente, corrían diferentes producciones
mentales que, en los años 6875, consiguieron una expresión pública. Existía,
pues, en ese grupo humano un espacio en el que cabían, y cupieron, primero va—
gamente y, luego, en concreto, nuevas formas de comprender la política y la re-
ligión que modificaron el <<statu quo» anterior. Hay por tanto, lugar para la ori-
ginalidad y pluralidad de valores y pensamientos aún en situaciones sociales al
parecer estáticas, como parecía ser el caso de Pasajes de San juan en los años 40-
70. Debo señalar que esa creatividad es conocida hasta en sociedades primitivas,
al parecer poco propicias'a la novedad y a la creacción individual. Ya Mali-
nowski, Kluchkon, Herskovits y otros antropólogos han señalado la existencia,
en esos pueblos, de grados diferentes de conocimiento y de conciencia entre sus
miembros. Así, pues, la identidad, que supuestamente sería propiciada por la
<<conciencia colectiva» no es absoluta, ni mucho menos.

5 Lzíg ira de lo Social, I¡, 2353, Ed. RialP , 1981.


“ Ergoene. síntesis de la investigación publicada en el Libm-Hammaje ¿¡ D.]ulio Cam Bamja, Ed.
<<Sociedacles de Esrudios Vascos», p, 967 y ss., 1986. La Comunidad dz Permdorer de Bajum de Parajes
de San]uan, 1982, Distribuidora Librería Manterola, calle Manterola, San Sebastián,

451
Felipe Barandiarín Irizar

El universo social que nos rodea, en parte es impositivo y en parte es esti-


mulador. Dentro de aquél caben respuestas de caracter conformista respecto a
lo dado, a lo tradicional heredado y respuestas revolucionarias que rompen el
marco estructural de la sociedad imperante. Si, por poner un ejemplo, nos fija»
mos en la personalidad social, atenazada por el entramado de estatutos y roles
que le corresponde representar y jugar, causa, a primera vista, la impresión de
un cauce que obligaría al rio de la existencia humana a hacer un recorrido deter-
minado; pero no se debe olvidar que estas limitaciones no son tan determinan»
tes como para ahogar el substrato del ser humano que le hace Capaz de recibir,
sobre todo en graves situaciones, acerca de su prºpio destino. Es conocido el
hecho de las interpretaciones personales que realizan los detentadores de tales
estatutos y roles. Eso se puede observar empíricamente.
En los comportamientos humanos de carácter religioso en contra de lo
que, presumó que inconscientemente, piensan muchos de los sostenedores de la
noción de la <<religión sociológica», existen pasividades y rutinas; pero también
además de posibles, son reales los gestos que revelan intención y elección dirigi-
das por una libertad creadora. A pesar del ambiente tradicional en que sus fac»
tores sociales hayan podido moverse. Al igual que, dentro de una clase social
obrera, cabe la movilidad vertical, que ya en menor grado, re conoció en e'pomr bar—
tante lejanar de norotmr, Hoy día, las perspectivas que se proyectan abren a la per—
cepción y conocimientos de los obreros de nuestras sociedades, éstos se proyec-
tan hacia arriba en un ejercicio de pensamiento y acción sostenidos, rompiendo
así las barreras de su condición cultural y social obrera del que parten. Es una
elección que realizan muchas gentes, eso si, siempre dentro del contexto social
en que se encuentran… Es un mundo de posibilidades en el que vivimos, que se
convierten en cºndiciones, pero sin rigidez determinista.

IV

Volvamos, pues, al universo de lo religioso, para señalar que en el mismo se


conocen contingencias y discontinuidades en relación con lo que, a primera
vista, aparece como necesario y continuo fluir de una vida espiritual encorse-
tada o determinada por su ambiente social, sobre todo por la sociedad tradicio-
nal. Me vienen a la memoria muchas observaciones, bastantes casos en los que
los individuos nos ofrecen ejemplos de Fe profunda en esos ambientes que lla-
man <<rutinarios». Sería necesario estudiarlos separadamente, dentro del con»
texto social y cultural en que se han producido y estableciendo las conexiones
necesarias entre las diferentes circunstancias que han provocado esos actos, que
juzgo profundos, e interpretarlos adecuadamente. No hay lugar para todo ello;
por eso me limitará a señalar algunos de estos casos.

432
Religiosidad popular y creencias del hombre

Era alla, hacia el año 1943, cuando en Rentería (Guipúzcoa) tropecé en la


calle con un hombre, nacionalista vasco, que había regresado a su casa después
de pasar un tiempo como prisionero en un campo de concentración franquista.
Era obrero, casado y con hijos, hoy excelentes cristianos. Iniciada la conversa—
ción sobre su experiencia en la guerra y motivos de su castigo, ni corto ni pere—
zoso le espeté esta pregunta (en euskera): ¿Cómo es que Ud. a pesar de los su-
frimientos padecidos, sigue asistiendo a misa y comulgando diariamente antes
de asistir a la fábrica?. Ustedes, los nacionalistas y gudaris vascos han sido acusados
por la]erarquía de la Iglesia española de haber hecho contubernio con los rojos
(entiéndase <<c0munistas») y 'han sido condenados por ella'. La respuesta del
hombre fue rápida y neta: <<Gauza bat da Eleiza, ta beste bat gizonak» = “Una
cosa es la Iglesia y otra los hombres» (que la dirigen», en el contexto de la con—
versación). Cualquier teólogo apreciará la hondura de esta respuesta. Y perte-
necía al mundo de la cultura tradicional. Considere el lector las circunstancias
que rodeaban a este hombre: vasco, nacionalista, obrero, encarcelado por
Franco, condenado (y el lo sabía) de alguna manera por sus obispos, en una Es»
paña oficial y eclesial que condenaba a hombres como este de rojo-separatistas,
etc. ¿Cuántas más condiciones hacen falta para que se reconozca a un hombre su
condición de creyente unido a su Iglesia y a Cristo que, como éste, a pesar de
todas las frustraciones, le recibía diariamente en la Eucaristía?
Se trata, ahora, de una mujer de Oyarzum (Guipúzcoa), labradora de buena
casa, a la que los franquistas, sin más, mejor dicho, porque no habían encon—
trado a su marido al que perseguían por nacionalista vasco, en venganza le
arrancaron de casa un hijo de 17 ó 18 años y, sin más, lo fusilaron. Esta mujer,
sobrellevó con paz el dolor de lalausencia del hijo, confiando y esperando en
Dios, y recibiendo, cada domingo, la Eucaristía.
Volvamos ahora a Pasajes de San juan, pueblo costero. Ya, muy anciana,
murió una mujer a la que asistí en su última enfermedad, auxiliándola con los
sacramentos de la Iglesia y que, como la mayoría de los habitantes ymuchas ma-
dres de este pueblo, huyó de los soldados de Franco hacia Vizcaya, juntamente
con su marido y cinco hijos. Experimentó en su corazón de madre las siguientes
desgracias: dos hijos muertos en el frente, defendiendo en Vizcaya al Gobierno
Vasco; los otros tres, estuvieron prisioneros en cárceles y campos de concentra—
ción. Ella regresó, por fin ,a su casa de este pueblo, sola con su marido. A] poco
tiempo éste falleció. Esta mujer no se rebeló contra Dios, sino aceptó con pa-
ciencia activa, no el ciego destino, sino la voluntad de Dios que le guiaba por
este Calvario. Esta mujer asistía a misa todos los días de labor y, por supuesto,
los domingos. Aquí en su iglesia parroquial, como el resto de las gentes que
iban volviendo de su huida hacia Vizcaya y, aún, algunos hasta Cataluña, tuvie—
ron que soportar las homilías de un sacerdote que en sus predicas atizaba a los
fieles con frases como: urojo-separatistas», <<asesinos», etc.
Una de las que, en la parroquia, se colocaba cerca de esta sufrida mujer me

453
Felipe Barandiar:in Irizar

comentaba el caso diciendo wen esos momentos sollozaba». Pero esta gran mujer
nunca abandonó a la Iglesia ni a_]esucristo, sino que lo recibía casi diariamente.
Esta, y otras muchas personas que viven aquí mismo, y que anduvieron, durante
la guerra, de un lado para otro, de Vizcaya a Francia, de Francia a su pueblo, so-
portando todo cuanto he dicho, y que siguen siendo fieles a la Iglesia de Dios y
a]esucristo, ¿no merecen el respeto y admiración por su Fe, no ilustrada en reu-
niones de catecumenado, pero experimentada y forjada a golpes de la desgracia,
a golpes de la adversidad?. Nada de eso les ha impedido el que hoy hayan ol»
vidado el pasado, hayan perdonado y se sienten a diario, o los domingos, en los
bancos de esta parroquia.
Bastante gente, jóvenes y padres de familia, fueron fusilados por sus ideales
nacionalistas vascos. Como josé Maria de Azkarraga, joven de 21 años a quien
aguardaba un porvenir brillante y que fue fusilado el 16 de Diciembre de 1957.
Escribió a sus padres y hermanos su última carta antes de morir y, entre otras
frases les decía lo siguiente: <<... con esa tranquilidad que proporciona la con—
ciencia limpia de falta alguna de las que me imputarán, voy ante el Supremo
juez, el verdadero. Agur» y, más abajo añade “…que hermoso!!! ya el sacerdote
ha confortado mi espíritu con el Pan de los Angeles». <<Y después de esto, escri—
bía ¡¡qué importa la muerte!!. Y añado la última voluntad de José María Azka—
rraga: uni una venganza quiero para mi muerte»7. Esta muerte y otras muchas
que se produjeron en las mismas circunstancias, ese estilo cristiano de morir
1 sólo se explica con un estilo cristiano de entender la totalidad de la existencia
humana. También “se conocieron rebeldías pero entre estos vascos, cristiana-
mente educados, no era esa la nota dominante, ni mucho menos. También ha
habido bastantes personas que, después de un tiempo de alejamiento de la Igle-
sia, por la desconfianza que les originó su conducta, hallaron en algún religioso
o sacerdote el impulso que les reconcilió, a pesar de todo, con Aquélla.
Estos casos, hasta ahora señalados, son un muy pequeño reflejo de lo que era
la cultura vasca, transida de un pensamiento, de un proyecto de vida fundado en
el reconocimiento de Dios, de Jesús y de su Iglesia. Así se ha vivido, casi genera-
lizadamente, hasta los años sesenta en los que la crisis se apoderó de la concien—
cia de los vascos. El fenómeno vasco, el de su religiosidad profunda, el de su
desconcierto ante aquella Iglesia, el de su larga fidelidad y su actual situación
bien merece, más que frases lapidarias y despectivas, la atención de sus historia-
dores, sociólogos y antropólogos.
Aún hoy dia en muchas parroquias vascas, como en la que celebro la misa
diariamente, se puede ver a muchas personas de cierta edad, sobre todo muje-
res que en los años de la vorágine del cambio político (años 6875, de especial
gravedad en el País Vasco), en los que muchos hombres y mujeres (incluidos
muchos de nuestras f11as clericales o de seminarios), se alejaron de la Iglesia o se
7 Diario de un gudan' (omlenada ¿z muerte por RAMON DE GALARZA, p. 108, Ed. Ediciones
Vascas, 1977.

454
Religiosidad popular y creencias del hombre

olvidaron de sus obligaciones, siguen, con una finalidad extraordinaria, los ca-
minos de Dios. No han necesitado de grandes reflexiones teológicas, sino que
se han dejado conducir, fundamentalmente, por su sentido de Fe. Y, eso, a pesar
de que, siguiendo la moda de la pastoral de esos años, les desp0jaron de las no-
venas a la Virgen, a San José, a los Santos, de los primeros Viernes de mes, de
los cultos de los meses de mayo y octubre, del via—crucis cuaresmal, de casi todas
las procesiones, hasta de lo que en el País Vasco tenía tanto arraigo y significa-
ción cultural, como era lo relativo a los ritos funerarios y, en concreto, a la se—
pultura de las familias en su templo parroquial. Creo que se debiera considerar
que esa sencilla fidelidad es más que pura rutina y superficialidad, algo mas que
religión no personalizada. ¿O es que no significan nada tanta prueba pasada y
tantos hechos eclesiales escandalosos que les turbaron y a los que fueron some—
tidos tan gravemente?

Al lector le agradaria, seguramente, que tratara de interpretar adecuada y


científicamente el contenido de los casos señalados. Comprenderá que eso es
tema para un libro, no para un artículo. Pero sí expondrá, bastante escueta-
mente, mi postura teórica, que puede servir tanto para el sociólogo como para
el antropólogo: a) La orientación última de la persona, digmos su cosmovisión,
es la que otorga a aquélla su unidad interior, y, a sus comportamientos, una con-
figuración que la hace inteligible como persona. Sin esa unidad la vida humana
se dispersa en actividades que son meros hechos, sin interconexión ni jerarqui-
zación relacionadas con un proyecto rector exigible a un ser racional libre. La
búsqueda, por el sociólogo y antropólogo, del significado de destino de la per-
sona humana dentro de la estructura de la sociedad es tarea importante; b) Por
eso, en contradicción con otros sistemas teóricos, como el del materialismo—
cultural del antropólogo Harris Marvin o del, también antropólogo marxista
Godelier, me inclino a pensar que las normas ideales, si bien pueden ser trata?
dos como fenómenos empíricos, y gozan de una característica y es que, para los
individuos que actúan, son tale; noma; y tale; ¡dealer que guían eficazmente su
conducta. Las relaciones de los hombres con las normas ofrecen un aspecto vo-
luntarista y creador» (T. Parsons). Resumo mi pensamiento afirmando que, en
la teoria de la cultura es crucial el papel del propósito humano (Goodenugh);
c) Todo esto implica que al elaborar las hipótesis me dirija, preferentemente,
hacia la interpretación sociológica o antropológica de los fenómenos objeto de
investigación; d) Asi se comprende que en los casos aducidos más arriba, como
en otros muchos que se pueden aducir, haya tenido presente, de alguna manera,
la preocupación de llegar, dentro de la correspondiente situación socio—cultural,
a la idea o al motivo que dirigía, en sus actitudes, a esas personas; e) Al serme
imposible, ahora, descender a más detalles creo que en parte responderé a algunos

455
Felipe Barandiarán Irizar

interrogantes de mi lectores, diciendo que lo hasta ahora afirmado no evita el


que dentro de una sociedad o de una cultura se produzcan entre sus miembros
inconsistencias lógicas, o que se dé una gama de comportamientos personales en
desacuerdo con lo socialmente establecido. En nuestro caso, con las normas re-
ligiosas vigentes en un tiempo, en el pueblo vasco. Tampoco se puede evitar el
pensar que, en muchos comportamientos que llamamos costumbres, aparezcan
como rutinas en las que la conciencia juega escaso papel. Mas, es necesario insis»
tir, otra vez, en que lo tradicional no todo era ¡(¡la costumbres, ni todo rutina; f)
He hablado tan solo del País Vasco. Invito a otros sociólogos o antropólogos a
que investiguen en sus propias regiones o nacionalidades. Sólo monografías
bien armadas teórica, metodológica y técnicamente pueden darnos a conocer lo
que encierra la realidad. Esto nos obligaría, según espero, a evitar el uso de fra-
ses que, por la extensión que implica su contenido y por la supuesta fuerza de
las mismas, nos conducen a dormir tumbados sobre tópicos como el de mo se ha
evangelizado», ano se ha catequizado», <<se ha sacramentalizado», <<tenem05 hom-
bres religiosos y no creyentes en el Evangelio», etc,, etc.; g) Quisiera recordar
que, contra esas y otras frases dogmáticas, cabe el recurso legítimo a un relati—
vismo cultural. Euskadi no es Cataluña, ni Galicia es Andalucía, ni Extremadura
es Valencia, y así sucesivamente. Los fenómenos“socioculturales, entre ellos el
religioso, se producen <<aquí» (aspecto espacial) y <<en este tiempo» (aspecto tem—
poral). Quiere decirse con esto que esos fenómenos están enraizados en el suelo
propio de cada región o nacionalidad y se produjeron hace un tiempo o se están
produciendo ahora. La historia, la economía, la estructura familiar y social, la
política y el proceder de la misma Iglesia en cada lugar o zona, condicionaron y
siguen condicionando notablemente la vida religiosa de nuestras gentes. Todos
esos elementos señalan un carácter, una hondura y una existencia social diferen»
tes en cada región. La misma práctica actual de la asistencia a misa en toda Es-
paña es suficiente para hacernos ver que, debajo de eso, hay un mundo cultural
y religioso, unos ideales y unas normas entendidas de diferentes y múltiples ma-
neras. El hombre es naturaleza por su entendimiento, voluntad y consiguiente
libertad. Pero en su integridad existencial está históricamente condicionado,
culturalmente orientado juntamente con su entorno físico y social.
La consecuencia que yo derivaría de cuanto acabo de decir es que interesan
monografías de diferentes regiones y nacionalidades de España que nos den una
visión de la cultura que dirige el pensamiento y la práctica de las diferentes 50-
ciedades. Es lamentable que en algunos Seminarios no consten en el “Ratio
Studiorurm ni la Sociología (no tan sólo Sociología de la Religión) ni la Antro—
pología. Esto parece no entenderse cuando se sabe que los futuros sacerdotes
han de tratar no sólo con individuos, sino con éstos viviendo en grupos sociales
determinados y orientados por una cultura específica que es la que les imprime
su significación. La pastoral se va haciendo a pulso en conformidad con lo que
piden, cultural y socialmente, las distintas comunidades y diócesis. El servicio

456
Religiosidad popular y creencias del hombre

adecuado a los fieles requiere una interpretación de sus raíces culturales.

VI

Tetminaré este trabajo con un ejemplo en el que ha tenido que ver la pastoral
y en el que también tenía que ver la Antropología. Se ha solido repetir hasta la
saciedad que las gentes vivían la Cuaresma y Pasión de Cristo con intensidad;
pero que no se festejaba la Resurreción de Cristo. No puedo negar, ni mucho
menos, que la Sagrada Pasión, aquí mismo, en el País Vasco, ha concitado entre
las gentes una emoción extraordinaria. Cierto es también que aquellos Sábados
de Gloria, celebrados por la mañana y con escaso concurso de fieles, era un es-
pectáculo deplorable.
Verdad es que eso parecía dar a entender que se olvidaba la principalidad de
la Fiesta de Pascua. También hay que añadir que la Teología actual, sin paragón
con la del pasado, destaca hoy día, al par con la Liturgia, la importancia central
de ese Misterio de nuestra Fe. Pero lo que ya no es tanta verdad es decir que esa
festividad fuera subestimada por el pueblo en todas partes. Así, otra vez, nos
encontramos con que la realidad no coincide con lo que se dice.
En los años 40, en Rentería, el Domingo de Pascua, y antes de la misa so»
lemne, el clero parroquial, revestido con sus ornamentos sagrados, acompañaba
al Párroco en una procesión muy simbólica. El Cura portaba en sus manos la
custodia con el Santísimo y todos procesionalmente se dirigían, en la plaza del
ayuntamiento, al encuentro de la Virgen. Esta era traída, en andas, desde una es-
condida calle, rodeada de gente. Al encontrarse ambos, sonaba la música y, así,
todos juntos se adentraban en la iglesia, yendo por delante la imagen de la Vir-
gen. Todos los que asistían, y aún la gente que no asistía a la procesión, sabían la
significación de la misma: el encuentro de la Virgen con su hijo Resucitado
En Pasajes de San juan (Guipúzcoa) ocurría tres cuartos de lo mismo. Co-
piaré de mi obra antropológica, ya citada más arriba, lo que ocurría en este pue-
blo: <<El día de la Pascua de Resurrección tenía lugar la Procesión que llamaban
(enkontrada) o (el encuentro)». Esta ceremonia se divide en varios momentos:
a) La Virgen, o mejor, la imagen de la Virgen Dolorosa, vestida de negro y cu-
bierta su cara con un velo, era llevada sin ceremonia especial hasta la plaza del
pueblo; b) Antes de iniciar la Misa Mayor salía de la Parroquia la Procesión. A
esta asistían largas filas de hombres, con cirios encendidos en sus manos; detrás
' el clero, uno de cuyos sacerdotes llevaba bajo palio la custodia. Detrás iban las
mujeres; c) La Virgen, que había sido llevada anteriormente, solía estar situada
en el extremo opuesto a la pared del frontón, más o menos donde hoy esta el
kiosko; d) Llegada toda la comitiva a la plaza y dejando un espacio amplio en el
centro, un muchacho ataviado con ropas que ¡miraban las de San Miguel que
está en el retablo parroquial, se acercaba desde la pared del actual frontón al ex-

457
Felipe Barandiarín Irizar

tremo contrario, haciendo repetidas reverencias a la Virgen; e) Llegado el Ar-


cangel San Miguel junto a la Virgen, aquel, que llevaba en su mano derecha una
especie de espada, con la punta de ésta arrancaba el velo a la Virgen y, luego, sin
volver la espalda a la sagrada imagen, caminaba andando, hacia atrás hasta su lu-
gar en la procesión; f) Acto seguido se iniciaba el regreso del cortejo procesio-
nal al son de la música de la banda del pueblo. En esta procesión de regreso, la
imagen de la Virgen precedía al Santísimo Esta ceremonia procesional quería
recordar el encuentro de jesús resucitado con su madre María. Con esta cere»
monia se terminaba con los oficios, procesiones, rezos y emociones de la Semana
Santa. Parece innecesario decir que la gente entendía muy bien el significado de
este misterio y lo vivía jubilosamente, sobre todo, con la Misa Mayor ya que se-
guía a la procesión con el templo repleto de personas y el coro parroquial can»
tando a voces la misa correspondiente.

El buen sociólogo y profesor, Víctor Pérez Díaz, en su obra “Estructura So-


cial del Campo y Exodo rural» º , habla de algo parecido que ocurría en Camino
Viejo, nombre supuesto que el aplica a un pueblo real de la provincia de Guada—
lajara. La descripción que el hace se encuentra en la página 129 de dicha obra y
varía algo en relación con las que aquí acabamos de describir. La diferencia es—
triba en que en lugar de la Custodia, en Camino Viejo se llevaba la imagen de
Cristo con la Cruz a cuestas.
Esta forma de religiosidad, teatral y simbólica, inducía al creyente al re-
cuerdo emotivo de esa verdad fundamental de fe. En Pasajes de San juan esa
procesión y ese día solemne venía a ser la culminación gozosa de un tiempo de
oración y penitencia (rosarios, via-crucis, vigilias bien observadas, ayunos cua-
resmales, procesiones de la Semana Santa). Con imágenes se hacía presente un
suceso ocurrido hace veinte siglos, al mismo tiempo que interpretaban el gozo de
una Madre ante su Hijo triunfante. Lo que los Evangelios no narran, el pueblo
lo intuyó como real y así lo plasmó con esta procesión popular. Hace unos años
desapareció dicha costumbre, y con ello se mató una expresión popular. Nada
más me queda por decir sino que, asi como esa costumbre, otras muchas de
gran valor educativo han desaparecido. Cosa curiosa es que andamos buscando
nuevos símbolos para expresar lo que las gentes habían manifestado tan bella»
mente, tan sentidamente, y con tanta intuición de la Fe.

Nota biográfica

Felipe Barandarián, sacerdote, estudió en el Seminario de Vitoria y en el Instituto Católico de


París, y Ciencias Humanas y Antropológía con Gabriel Le Bras en la Soborna. Entre sus trabajos
científicos destacamos La comunidad de Pe.tmúre…r de Ba]um de Paraje5 de San juan. San Sebas-
tián, "1982,

“ Ed, Tecnos, 1972.

458
Sensus Fidelium:
testimonio sustentado
por la comunión
por
Leo Scheffczyk

Una nueva reflexión sobre el JE7IJZIJ o comemwjidelium, el sentido de la fe


en la comunidad de los creyentes, parece adolecer hoy de un cierto anacro-
nismo; pues la orientación de los intereses no se fija en nuestros días tanto en
los aspectos de la Iglesia que contribuyen a la uniformidad y la unidad manto en
los que se refieren a la pluralidad, la multiplicidad y el amplio espectro de la
doctrina y de la vida. Por otra parte, resulta difícil prescindir del principio de
unidad intrínseco al 5mmr]9delium, puesto que el legítimo pluralismo debe te-
ner en la unidad su origen, su norma y en definitiva también su última
finalidad.
De hecho, se acude de nuevo inadvertidamente al serum ]?de/iu7lz o al prin-
cipio de consenso cuando se trata de legitimar una doctrina o praxis determi-
nada en la vida de los creyentes; aunque no p0Cas veces sucede esto con una in»
tención diametralmente opuesta a la que en sus orígenes tenía este concepto.
Así se apela al sentido o instinto de la fe de los cristianos, para confrontar ula
doctrina moral de la Iglesia» con la <<sabiduría de las convicciones fácticamente
vividas por los cristianos» y oponerla a la nacionalidad de la argumentación
teológico-ética»*. Y sin embargo, el sentido de la fe del pueblo de Dios o de los
laicos, si se le comprende adecuadamente, e incluso aunque suponga una testifi-
cación relativamente autónoma de las verdades de la fe, desarrolla precisamente
una tendencia a la <<conspiración», a la armonía entre los órganos de la Iglesia:
“Ambas, la Iglesia docente y la que es objeto de enseñanza, actúan juntas como
un testimonio doble y, con todo, único. Se interpretan recíprocamente y no es
lícito en ningún caso separarlas»º. Una apelación contemporánea al sentido de la
' Así entre otros D. MIETH, Mnm/¿ázétrirz aufKailm der Mamí?; Kathnli…rclye Kin/¡t - wobz'n? Wid¿7
dm Ver—mt am Kanzi/ (hrsg. von N. GREINACHER y H. KUNG), Miinchen, 1986, 1721 182.
2 _]. H. NEWMAN, Úber dai Zeugm'r :z'e7 Laim in Fragen der Gian/¡en.tlcbrex Polemirthf .Y/Ji1j/im,
Mainz, 1959, 268.

459
Leo Scheffczyk

fe, igualmente ilegítima, sucede allí donde se exige que el carácter vinculante de
un dogma dependa de que <<sea aceptado por toda la Iglesia como expresión
adecuada, justa e infalible de su fe»3. También aquí, el criterio de verdad que
presenta el Sentido de la fe aparece utilizado en contra de la doctrina de la
Iglesia.
No cabe duda de que en la actualidad no es posible prescindir del lugar teo?
lógico <<sentido de la fe», incluso cuando es empleado en contra de su intención
genuina. La posibilidad de una utilización desafortunada muestra por su parte
que este concepto va acompañado de una cierta problemática inmanente, que
debe ser tenida en cuenta y elaborada. Peto más allá de todas las posibilidades
de incomprensión o de utilización errónea que lo amenazan, su significado posi-
tivo debe ser considerado y subrayado. En una cuestión tan agitada hoy día
como la del puesto y significación de los laicos, de todo el Pueblo de Dios, el
concepto ejerce la función de una llave que abre el misterio de la Iglesia y asigna
en el un significado inconfundible en la vida de fe también a los laicos, a quienes
no detentan un ministerio; significado tan fuerte, que la separación (que se
suele entender siempre peyorativamente) entre <<Iglesia jerárquica» e <<lglesia de
los fieles» (hoy estrechada con frecuencia a una <<Iglesia de la base») choca contra
él y pierde su contenido. A ello alude el Vaticano II con las palabras: (<La univer-
salidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1,_]n 2, 20-27) no puede
fallar en su creencia, y ejerce esta su peculiar propiedad mediante el sentido so-
brenatural de la fe de todo el pueblo, cuando 'desde el obispo hasta los últimos
seglares” manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de cos-
tumbresȼ.

1) La herencia irrmumialale

No existe por parte teológica una presentación histórico-genética del sen-


tido de la fe como principio doctrinal y epistemológico, que se puediera equipa-
rar por ejemplo con el tratamiento del concepto, importante en el contexto so»
ciopolítico, del umm populi» 5… Sigue siendo un anhelo abierto, aunque desde
luego existen ya algunos puntos de partida para hacerlo realidadº. Estos ponen
" En esa directión apunta R, P. MC BRIAN, WM Kathalikm glaltben, Eine Buzamlraufmbnze, I,
Graz, 1982, 67.
¡ Lumm Gmlimn, 12.
5 Sobre la Cuestión del valor jurídico de la adhesión de la nobleza o el pueblo a las decisiones
reales, cfr. _] HANNIG, Canrmrw fidelium, Fri¿hfzudale Inz¿-q>ntatimm (la Verhdlmiuer wm K5nigtum
und Adel am Bei.rj7í£l del Frankmrei£lzer, Stutt art, 1982.
º Y. CONGAR, Der Laia. Einrumj riner bealogie ¡lei Lazmtum1. 5…¡¡g…, 1956, 530.533; K.
OEHLER, Der C077_ÍE7UILÍ Omnium al; Krítmum der Wa/7rheit 171 (¡rr an£ikm Pbilom]lhze rma' Patrirtifc, en:
<wAntike und Abcndland», 1961; W. M, THOMPSON, Smiur I"idelium ¿md Injalli/7ility, en: uThe Ame-
rican Ecclesiastical Review» 167 (173), 450-486; A… Dulles, Sensus Fidelium, en: America, Nov. 1
(1986), 240-242; 265. '

460
Sensus Fidelium: testimonio sustentado por la comunión

nítidamente de manif1esto que la fe común de los cristianos es un criterio de co-


nocimiento y una instancia de verificación de la verdadera revelación, así como
representa un momento importante en la Tradición de toda la Iglesia, que
como es patente no depende sólo del Magisterio, sino también de los fieles, de
tal manera que no es acertada la distinción entre función activa de la jerarquía y
recepción pasiva por parte de los creyentes. Tengamos en cuenta que el fondo
del asunto es ya percibido incluso allí donde todavía no se emplea el concepto
de Jemu.f/9delium. Así Vicente de Lerin (1— antes de 450) alude, en su conocida
formulación del principio de la Tradición (ase ha de mantener lo que ha sido
creído siempre, en todas partes y por todos») al valor de la aunanimidad» (<<con—
sensio»): nos adhetimos a las decisiones de todos o casi todos los sacerdotes y
doctores»7. En esta manifestación de unanimidad están incluidos también los
fieles, aunque continúen remitidos a los sacerdotes (esto es, los obispos) y doc-
tores. Por supuesto, aquí (lo mismo, en el fondo, que durante toda la época pa-
trística) se acentúa con menos fuerza la autonomía del testimonio de los fieles
que la vinculación de su testimonio al del ministerio episcopal. Pero la auto—
nomía relativa aparece en otros Padres con mayor claridad, como lo muestran
las palabras de Paulino de Nola (“|—431): <<Dejémonos colgar de la boca de todos
los fieles, porque el Espíritu de Dios sopla con su aliento a cada fiel»º.

Ya antes, en el siglo IV, el lenguaje de los hechos contribuyó a que la impor-


tancia del testimonio de los fieles para la verdad de la Tradición fuera destacado
a la luz de la historia: pues durante las controversias arrianas, la mayoría de los
obispos se apattaron de la Tradición, mientras que ésta fue mantenida y trans—
mitida por el pueblo. Esto proporcionó a Hilario de Poitiers (1—367), que se ha-
bía mantenido del lado de la ortodoxia, la ocasión de constatar: <<Los oídos de
los fieles están más limpios que los corazones de los obispos»º. Un clásico del
sensus fidelium, j. H. Newman, pudo consolidar y explicar más tarde, apoyán-
dose en la elaboración dogmática de estos datos, su punto de vista sobre el sig—
nificado del sentido de la fe: <<Yo veo en la historia del arrianismo un caso ejem-
plar de una situación en la Iglesia'en la que nosotros, para conocer la Tradición
Apostólica, debemos acudir a los fieles... Lo que a mi me anima y fortalece de
nuevo (en la confusión de las circunstancias contemporáneas) es, tal como lo
enseña la histórica fe del pueblo...»'º. Y para no escandalizat con esa inequívoca
interpretación de un caso histórico, añade con ánimo de tranquilizar y dar una
nota bondadosa para su época, que no piensa que tales tiempos como los de los
arrianos hayan de regresar jamás»” (cosa que nosotros hoy no tendríamos por

” Commanitan'um, c. 2.
* Ep. 23, nº 75 (PL 61, 281),
9 Con…: Arianai 1/1fl AJ¿XE71/ÍI¿7IZ, 6.
'º _] H. NEWMAN, Ú/75r dar Zezzg7n'i der Laim, 272.
“ lb., 290.

461
Leo Scheffczyk

tan segura). En ello ve Newman también el fundamento de que el sentido de


la fe haya pasado a un segundo plano en su tiempo. Pero una tal regla de fe no
puede perder básicamente nunca por completo su valor y su eficacia.
Esto se comprueba también por la continuación de la cuestión del sentido
de la fe en la Escolástica, que por supuesto no trata el problema tanto bajo un
aspecto eclesiológico cuanto desde un punto de vista subjetivo individual, y por
ello habla de una iluminación interna de los fieles y de una capacidad casi instin-
tiva que les pone en condiciones de captar y juzgar las verdades de la fe. Tam»
bién Tomás de Aquino ('|' 1274) concentra su mirada sobre todo en la virtud de
la fe en el fiel individual, en el que el Espíritu Santo produce una conformidad
entre el sujeto y el objeto de la fe”. Pero esa actuación interior del Espíritu
Santo se encuentra en correspondencia con la Iglesia universal, a la que el Espí—
ritu Santo otorga igualmente su asistencia de tal manera que la Iglesia en su
conjunto no puede errar ”. Pero quien se aparte de esta communirfider, se con-
vierte en hereje l**; pues la Iglesia, que no puede concebirse sin el triple ministe
rio, es un popular spiñtualír en el Espíritu Santo, que anima y une invisiblemente
a la Iglesia. Cierto que en estas reflexiones no se toca al Jenrurfdelizzm en su re—
lativa autonomia, pero la idea está incluida en ellas ”.
Tal línea de Tradición, ininterrumpida en la Escolástica, hubiera debido en
realidad experimentar un esfuerzo con la Reforma, si se tiene en cuenta la acen-
tuación del estado laico llevada a cabo por los reformadores y el significadc
asignado por éstos al sacerdocio universal de los bautizados. Así el ministerio
específico en la Iglesia llegó casi a ser identificado con la comunidad de los fie—
les. Pero no se debió sólo a esta exageración del valor del sacerdocio universal
el que la verdad del rmrwfídelium, que aparentemente depende de una ten-
sión viva respecto del Magisterio y de un equilibrio entre ambos, no fuera más
desarrollada. Un obstáculo mayor para el reconocimiento de una regla de fe ob-
jetiva, vinculada a la comunión de los creyentes, se dio en el principio de la sola
Scriptura y en la doctrina, malinterpretada subjetivamente, del terzimanium in—
temum Spiritw Sancti. En cuanto momento interno de la transmisión de la fe,
tenía que perder significado, habida cuenta de la crítica reformada a la Tradi-
ción; ello constituye una vez más una prueba de la unión esencial entre el sen-
tido de la fe del pueblo y la Tradición viva en la Iglesia. A esto corresponde que
Trento apela numerosas veces al ¡mrw erclerz'a (DS 1657; indicium eccleriae: DS
1726).
Por ello resulta comprensible que en el transcurso de la reforma católica la

” Cf. M. SECKLER, Inrtínkt ¡md Glaul;enrwille nach Tbmarz 11, Again, Mainz, 1961, esp. 166-170
M. D. KOS'1'ER, Der Glaubmm'nn d:7' Hin'en und Glán/7igm, en: Neue Ordnung, 3 (1949), 230 ss
'3 S. Th.ll. ll. q. 1 a. 9; M. GRABMANN, Die Lebr¡ d€J bl. Tb0ma1 z'. Aquin 121757 die Kin/ye ali Gar
¡rrwcrk, Regensburg, 1903, 168 ss.
"* 171 IV Smt. d. 13, 2, 1, c…
” Cf. W. A. THOMPSON, o. c., 456

462
Sensus Fidel_ium: testimonio sustentado por la comunión

cuestión sobre las fuentes de la revelación y de la fe fuera afrontada de nuevo


teológicamenre y elaborada con una metodología más rigurosa. El mayor influjo
a este respecto lo tuvo el trabajo de Melchor Cano OP (+1560) “De locis theo-
logicis»m, en el que presenta como tercer camino para establecer la Tradición
apostólica la <<in ecclesia communis ñdelium consensio»“. Por este camino se
hace patente entonces la tradición vinculante de la fe a partir de la fe actual del
pueblo. Tal incorporación sin reservas del sentido de la fe del pueblo a los prin-
cipios de la captación de la Tradición no carecía de problemas en aquel tiempo.
Pues con anterioridad, la gran autoridad teológica de un cardenal Cayetano
(+1534) había establecido con visible lucidez que el rewwfídelium es inapro-
piado como medio para la averiguación de una verdad de fe, porque de acuerdo
con su opinión, sólo a dos sabios» (es decir, los teólogos) es a quien esto corres-
ponde“. Este argumento se unió en aquel tiempo a la tosca objeción (que desde
luego hoy sigue haciendo cierta impresión) de que el establecimiento de la fe no
se debería dejar en manos de <<sastres y zapateros» o del <<pueblo iletrado»'º.
Pero Cano en su postulado programático (que el no elaboró ulteriormente) ha-
bía tenido de alguna forma en cuenta este reparo, cuando señalaba la restricción
de que cuando se tratara de cuestiones de fe difíciles, que superaran la capacidad
de comprensión del pueblo, habría que recibirla doctrina delos pastores y doc-
toresºº. Pero más importante resulta la advertencia (que apunta a una tarea per-
manente de la teología en la determinación más concreta de la forma de actua-
ción del sentido de la fe) de que la fuerza probatoria definitiva de una verdad
aceptada por el remurfidelium sólo puede ser comunicada por medio de la in-
fabilidad de la Iglesia, de tal manera que de nuevo se recuerda la conexión nece-
saria entre el sentido de la fe y el ministerio jerárquico de la Iglesia“.
En la época siguiente esta doctrina conoció sucesivas elaboraciones, entre
otras, las de Belfarmino (—|-1621) y Suárez (-1— 1619). Pero su <<período clásico»
no se inició, sorprendentemente, hasta el siglo XIX, cuando se despertó en la
teología una profunda comprensión del misterio de la Iglesia. Tal compren—
sión se alimentaba de diversas fuentes: en el católico tubingués _]. A. Móhler
(+1834), de un concepto romántico-organológico de la Iglesia; en los represen-
tantes de la escuela romana 22- (Perrone, Passaglia, Francelin, hasta Scheeben), de
una nueva conexión con la teología positiva y los Padres; en Newman ('I—1890),

““ 1: edición, 1565; tf. A/. LANG, Die lori tbeolagiti de; Melchºr Cano z¿m£die Mezbodz de; dogmati1-
then Beweirer, Miinchen, 1925.
'7 III, (. 4; cf. A. LANG, 117.
'“ Cf. U. HORST, Die Diréurrion ¡un die Immaculata Conte]tia im Dominiéa7zemrden, Ein B:itmg zm"
Gerrbit/ate der Tbmlagircben Methode, Paderborn, 1987, 27.
'9 lb., 99…
zº Lori t/7f0/ogír1, IV, c. 4.
º' A, LANG, 117.
” Cf. W . KASPEK, Die Lnéfe zion der Tradition in der nímircbm Sr/mle, Freiburg, 1962. ,

463
Leo Scheffayk

de un pensamiento histórico-existencial de fuerte imposición espiritual.


Para Móhler, en su obra temprana, La unidad de la Igleria, surgida bajo el
influjo de la doctrina romántica del espíritu del pueblo, equivalente del Jm;ur
]?delium es la conciencia universal de los fieles, producida por la acción del Es—
piritu Santo, que coindice prácticamente con la Tradición; pues esta es la expre-
sión permanente en el transcurso del tiempo, viva en cada momento, pero al
mismo tiempo hecha carne, del Espíritu Santo que vivifica a la totalidad de los
fieles»”. En una opinión tardía más diferenciada se identifica al sentido de la fe
con la Tradición subjetiva que por supuesto incluye siempre en si un elemento
objetivo en el terreno de los contenidos.»De acuerdo con ello la tradición es “el
sentido cristiano peculiar, existente en la Iglesia y transmitido por la educación
cristiana, que con todo no es pensable sin su contenido, sino que por el contra-
rio ha sido conformado por medio de y a través de su contenido, de tal manera
que puede ser llamado un sentido pleno. La Tradición es la palabra que vive pe-
rennemente en los corazones de los fieles»“.
Esta vinculación orgánica entre la Tradición viva o el sentido de la fe y la
Iglesia, que deja en un segundo plano el aspecto autoritario del concepto de
Iglesia, es desarrollada fuertemente a partir del Magisterio (especialmente del
pontificio) por representantes de la escuela romana, especialmente por G. Pe-
rrone (+ 1876) ”, llegando así al modelo de una reciprocidad polar, diferenciada
y cargada de tensión, en la que se asigna al Magisterio el papel de forma. Consi-
guientemente, el testimonio de la Iglesia docente y el de los fieles no quedan sin
más entrelazados el uno en el otro, sino que son distintos entre sí. Son dos
fuentes de las que se puede recibir una verdad de fe: de la manera de actuar los
pastores y de la manera de actuar los fieles»“. El testimonio de los fieles, que
surge de la doctrina de los pastores, y consiguientemente no puede ser separado
de ésta, es expresión y sedimentación de la Iglesia docente y en cuanto tal, signi-
ficativo para el reforzamiento y sanción de la autoridad doctrinal.
Estas ideas, que fueron desarrolladas en el contexto de la definición de la
Inmaculada Concepción (motivo por el que el concepto fue asumido también
en los preparativos de la definición27 y posteriormente se introdujo en la ense—
ñanza de la Iglesia”), fueron profundizadas y llevadas a su culminación espe-

35 _]. A, MÓHLER, Die Ein/yeit in der Kirrhe oder das Prinzip dar Kat/:alz'zirmu5 (hsrg. vonj. R. Gei-
selrnann) Kóln, 1957. 50 s.
“ ]. A, MÓHLER, Symbolik oder Dari/ella71g der dogmatirfbm Gegenrízlze der Kat/¡aliken uml Pmte_t-
ta7zlen (hrsg, von j. R, Geiselmann), Darmstadt, 1958, 415, s.
" W. KASPER, o. c., 140.
15 G. PERRONE, De immumlalo Canreptu, I, Mailand, 1852, 59.
37 Aqui se empleó la fórmula <<sentimienro della Chiesa», cf. G. Sóu., MARIOLOGI]
(HDG III, 4), Freiburg, 1978, 214.
7" Así en la bula uIncfabilis Deus» se alude a la adoración y amor del apucblo creyente»
A. ROHRBASSER, Heilrl/yrre der Kiwbe, Freiburg/Schw. 1.955, 320.

464
Sensus Fidelium: testimonio sustentado por la comunión

culativo-sistemática por M..) Sheeben (1— 1888)ºº. Pero la aplicación más viva y
original fue la llevada a cabo por]. H. Newman (—|-1890), que como consecuen-
cia de itinerario de su propia fe y de una comprensión de la Iglesia de carácter
místico e interiorizante, reservó al remwjizíelz'um una estima tan alta que al cof
níienzo incluso suscitó escándalo, porque estaba unida (en un articulo del
<<Rembler») con la opinión de que “En los preparativos de una decisión doctri-
nal los fieles son preguntados (consulted), como sucedió hace poco a propó-
sito de la cuestión de la Inmaculada Concepciónxºº.
Este aprecio se fundamentaba en el hecho de que da comunidad de los fieles
es uno de los testigos de la realidad de la transmisión de verdades reveladas, y
porque su aunanimidad» (consensus) en la cristiandad universal es la voz de la
Iglesia infalible» “. Newman desarrolla detalladamente el contenido interno y la
eficacia viva de ese sensus (o consensus): <<Su consentimiento (el de los fieles)
debe ser considerado: 1) como un testimonio del hecho del dogma apostólico;
2) como una especie de instituto o p/mnema, que vive profundamente en el co—
razón del Cuerpo Místico de Cristo; 3) como orientación del Espiritu Santo; 4)
como respuesta a sus plegarias; 5) como muestra de preocupación ante el error,
que siente inmediatamente como un escándalo»”. La graduación ascendente en
el significado del remar fidelium que aqui se expone Se apoya sobre todo en
que tal capacitación de los fieles es contemplada en su relativa autonomía y en
su inmediatez al Espíritu de Dios; y en que no es considerada un órgano pasivo
de la recepción de la fe, sino también como principio activo, que precede a la
proclamación magisterial de la Iglesia, cuyo significado es reconocido, y contrif
buye a su desarrollo, manreniéndola incluso en el auténtico camino en caso de
fallo de la ecc/fria dorenr, ?

2) Elfundammto mí5ti[o

Los testimonios de la historia de la Teología, que llegan hasta nosotros


como una corriente cada vez más ancha, no sólo prueban la existencia del sen-
tido de la fe, sino que proporcionan también una perspectiva (aunque con in—
tensidad variable) sobre las peculiaridades, el carácter y la naturaleza de este
don propio de la comunidad de los fieles. Su naturaleza y su valor no se encuen-
tran en la superficie. Es cierto que una observación emprendida desde fuera po—
dría establecer paralelos con la vida social de los hombres y aducirlos para expli-

º M. ]. SCHEEBEN, T/Jealagir£hf Erkmntnirlebre (Hdb. der Karh. Dogmatik l), Frieburg, 1959,
97 ss.; 159 ss.
“' _]. H. NEWMAN, Úf7cr dai ngm'r der Lainz, o. c., 225.
3' la, 262.
'“ la,, 270.

465
Leo Scheffczyk

car la realidad eclesial. En esa direción apunta el paralelo sugerido por el joven
Mobler respecto del romántico <<espíritu del pueblo», cuya originariedad, vitali-
dad y fuerza creadora podrian ser trasladados también al “Pueblo de Dios», Pero
este afan de paralelismos ha sido denunciado con razón como un <<naturalismo»,
es decir, como una forma de pensar naturalista. Presupuestos actuales podrian
favorecer una interpretación tal que buscase una correspondencia con el prin-
cipio político-estatal del reparto del poder, según el cual las funciones son dis-
tribuidas entre disrintas instancias como protección frente al abuso de autori-
dad. Pero la imbricación entre autoridad doctrinal y sentido de la fe, entre
<<cuerpo docente» y <<cuerpo creyente» no tiene paralelo alguno en la vida estatal.
Por ello el buscar una explicación apelando a principios de democracia, en la
que los <<súbditos» son al mismo tiempo detentadores de la autoridad y la auto-
ridad brota desde abajo» es infecundo e inadmisible.
En la situación actual se podría pensar respecto del imeridilium que esta
participación de los fieles, teniendo en cuenta la estructura jerárquica de la Igle—
sia es de suyo algo secundario y marginal, lo que en la práctica serviría para va-
lorar un poco más a los laicos y proprocionarles la impresión de que significan
algo. ). H. Newman expone al fin de sus reflexiones teológicas también tal sig—
nificado práctico de la acentuación del sentido de la fe, pero su pensamiento
surge más bien desde las intenciones y anhelos de los obispos, es decir, a partir
de la Iglesia docente, y dice; <<Esta debería considerarse dichosa si es que en-
cuentra entre quienes reciben su doctrina “seguidores entusiastas”, que aportan
su propia comprensión y sensibilidad, y no se dirige solamente a aquéllos que se
dan por satisfehcos con una mera fides implicita» (esto es, con una fe que in-
cluye en su afirmación todo lo que la Iglesia dice)”. Pero todas estas y parecidas
fundamentaciones prácticas se mantienen sólo (en su limitada fuerza probato-
ria) si están enraizadas en datos y verdades más profundas. Pues bien, el enraiza-
miento más hondo se da en el misterio de la Iglesia, y mas en concreto en su
esencia como comunidad de los creyentes.
Por ello, la explicación y fundamentación del sentido de la fe se ha de dedu-
cir del misterio de la Iglesia, así como el Vaticano II añade significativa e inme-
diatamente a su declaración sobre el sentido de la fe la explicación sobre la ac-
tuación del Espíritu Santo en la Iglesia “. Pero no se percibe la esencia de la Iglesia
si, de acuerdo con las ideas racionalistas y naturalistas hoy reinantes, se la en
tiende como institución humana para la conservación del proyecto de Jesús en
el mundo, o como un agrupamiento religioso de personas que comulgan en las
mismas ideas, impresionadas por el evangelio, o como una corporación para la
promoción del bienestar de la humanidad, caracterizada por las implicaciones
políticas del mensaje de Jesús.

” H., 292,
” Lumen gemmm, 12.

466
Sensus Fidelium: testimonio sustentado por la comunión

Es posible encontrar muchos de esos elementos en la Iglesia, pero no tocan


la esencia del asunto. Esta reposa en la fundación de jesucristo, que se ha creado
un <<cuerpo» como prolongación de la encarnación (cf. 1 Cor 10, 17; Col 2, 19),
cuya cabeza es el mismo y cuyo principio vital interior es el Espíritu Santo como
“gracia y verdad» (cf. jn 1, 14). Esta <<cabeza» y este <<Espíritu» son principios de
unidad, que crean una comunidad y sociedad de irrepetible densidad y concrec—
ción, tal como no se ha conocido otra igual en el mundo. Por ello, ni la piedad
ni el pensamiento cristiano han tenido reparos en designar a la Iglesia como un
organismo viviente, incluso como sujeto unitario y caso como persona: como el
ugran Cristo» de Agustín 0 el <<jésus Christ répandu et communiqué» de Bossuet
(sin perder de vista la forma análoga de hablar, que mantiene sobre todo la di-
ferencia de que los miembros de este sujeto u organismo son personas li-
bres).
Este organismo dirigido por la cabeza de Cristo y animado por el Espíritu
de Cristo posee por supuesto, como toda unidad viviente, una multiplicidad; no
sólo la de las muchas personas que forman el cuerpo, sino también la de los dis-
tintos órganos, de los diferentes estados, servicios, prestaciones y capacidades,
que conservan la vida del organismo y le hacen crecer. A la forma plural del or-
ganismo pertenece sobre todo la diferenciación incluida en la imagen del
cuerpo, de cabeza y miembros, que es una imagen del orden salvífico instaurado
por Dios en Cristo, en el que la salvación está mediada por uno (originaria
mente y que se aproxima a la problemática de los fieles y del ¡enrwfidelium: la
rencia que se pone de manifiesto aqui en la communio estructurada jerárquica—
mente y que se aproxima a la problemática de los fieles y del sensus fidelium: la
diferenciación (no separación) entre el ministerio autoritativo de salvación, y el
de los receptores de la salvación , teniendo en cuenta que <<recibir» no debe ser
equiparado en modo alguno con la pasividad. Pero antes de reflexionar sobre
esta diferenciación y esta multiplicidad de los órganos, debería mantenerse la
vista fija en aquella unidad y organicidad del cuerpo de Cristo, que supera a to—
das las diferencias, que es más importante y mayor que todas las diferencias y
que las relativiza.a todas, esto es, que las contempla en su relación-recíproca y
con el conjunto.
Para la comprensión de esta diferenciación fundamental, que da a conocer la
articulación social de la Iglesia en su condición de jerárquicamente estructurada,
hay que tener en cuenta desde luego la categoría ya sugerida de imagen que, es?
trictamentc considerada, es la categoría de lo sacramental. La Iglesia debe ser
reconocida en su relación con Cristo como el <<sacramento de jesucristo», tal
como jesucristo, el hombre Dios, es el sacramento del Padre. Por ello la rela—
ción invisible entre la cabeza (Cristo) y los miembros (los creyentes) se expresa
también en la Iglesia en una dimensión de signo sacramental: en la ordenación
de ministros que <<actúan en nombre de la cabeza» y en el Pueblo de Dios, que
recibe la fe pero también la testifica vitalmente. La diferenciación de Iglesia dor

467
Leo Scheffczyk

cente y discente, de cuerpo enseñante y cuerpo creyente resulta de esta forma el


carácter visible y significante de la Iglesia como sacramento total de jesu-
cristo.
Pero la corriente de vida que actúa en la comunidad de Cristo y del Espíritu
es la gracia, y ante todo la gracia de la fe. La fe es la luz que interioriza conscien-
temente en los hombres la palabra y la verdad de Cristo y le deja penetrar en los
corazones, de tal forma que Cristo pueda vivir en los corazones (cf. Ef 3, 17) e
inicie con ellos una unión que el Espíritu Santo como fuerza del amor humano
conduce a la más profunda unidad con el espíritu del hombre. De esta fe hay
que tener en cuenta que concierne a todos los miembros vivientes del cuerpo y
les es propia. Esta íntima y subjetiva fuerza de vida de la Iglesia no tolera nin—
guna separación entre la jerarquía y los fieles, como si alos unos les tocara un fe
mayor y distinta que a los otros.
Esto hay que afirmarlo también de las antenas específicas del instinto espiri-
tual o de la capacidad creyente de juicio, que una fe viva, fecunda en el amor,
crea por razón de la campimtio del Espíritu Santo con el espíritu humano. De
aqui que siempre haya sido posible constatar que el juicio de personas de fe sen?
cilla puede ser más acertado que el arte de los teólogos. Pero cuando esa capaci-
dad de juicio de los fieles se une para constituir un juicio global (moral), cuando
por tanto el sentido de la fe del individuo crece hasta convertirse en un juicio
del conjunto, se produce un testimonio de fe que debe ser reconocido como ex-
presión global de la fe de la Iglesia y ejerce la función de criterio y regla de la fe.
Es lógico que en consecuencia se haya reconocido al ¡mm: o comentar de los'
fieles el carácter de inerrancia e infabilidad, y esto no sólo por respecto a la es-
cucha y aceptación de la fe libre de error (in credendn, como se suele decir),
sino también en la testificación, verificación y transmisión de la fe, que no se
debe eliminar de un concepto dinámico de fe. Por ello los creyentes son tam-
bien, desde muchos puntos de vista, maestros de la fe, cosa que el Vaticano II
subraya en una declaración con tal fuerza, que los reconoce como Válidos pro-
clamadores de la fe»55 y les concede una participación en <<el ministerio sacerdo—
tal, profético y real de Cristo», aunque por supuesto <<a su manera»36 y no a la
manera del ministerio.
Aquí se hace patente por otra parte un problema siempre presente, que se
agudiza en la cuestión: ¿córnd hay que concebir la relación mutua de ambos ór—
ganos, del cuerpo docente y del cuerpo creyente? Se trata de una unidad sin re—
servas, de una síntesis natural de ambos, que finalmente tendría que dejar que el
Magisterio se extinguiera en el nivel de los creyentes? ¿O se trata en último tere
mino de una división entre quienes ordenan y quienes obedecen, que ningún
pensamiento positivo sobre el sentido de la fe y su testimonio lograría suprimir,

“ [fi… 357
"' ¡b.. 31.

468
Sensus Fidelium: testimonio sustentado por la comunión

sino en todo caso suavizar algo, por el hecho de que la testiñcación de los laicos
es reconocida como un apéndice 0 anexo del Magisterio?
Ambas soluciones contradirían la comunión fundada objetivamente por
Cristo en el Espíritu Santo y establecida subjetivamente (esto es, por parte de
los fieles) en la fe. Se ha de pensar más bien en una relación orgánica recíproca,
en una referencia de dos capacidades diversas, que actuando juntas llevan a (nbo
un orden y realidad más altos (puesto que una unidad diferenciada siempre es
más elevada).
En todo esto no se puede ignorar, por supuesto, los poderes, la autoridad, la
competencia de orientación del magisteio, unidos con un especial carisma jerár-
quico, para la prolongación de la mediación¡de jesucristo en la palabra y el men»
saje. Asi como tampoco el testimonio de fe que le acompaña, que en casos deci—
sorios ejerce funciones de constatación, ¡emite juicios y sentencias. En ello, el
testimonio de fe del Magisterio se halla frente al testimonio de los laicos y le es
superior Sin embargo no está separado de éste, así como tampoco esta situa-
ción constituye una degradación de la testificación de los laicos; pues hay que
caer en la cuenta de que los miembros de la jerarquía participan, como bautiza—
dos y creyentes, en la misma fe y en el mismo sentido de la fe que ha sido d07
nado a toda la Iglesia y en consecuencia, a todos los fieles. A partir de aquí es
posible comprender cómo el testimonio creyente de ambos no se diferencia ni
en su contenido ni en su naturaleza, sino que se encuentran respectivamente en
niveles distintos y se realizan en diferentes dimensiones: el laico lo lleva a cabo
en el nivel de la vida, el miembro de la jerarquía en el nivel de lo oficial, de lo
autoritario y jurídicamente vinculante (que por supuesto tendrá que tomar
siempre en consideración las demandas que proceden de la vida).
Dado que es propio del ministerio la precedencia en la fe, sobre todo en la
primera transmisión de ésta en una Iglesia misionera, y que esta precedencia se
mantendrá también en la predicación ulterior, se podrá abrigar la opinión de
que la fe y el sentido de la fe de los fieles se deben deducir del ministerio, de tal
forma que no gozan de entidad propia. Entonces el consenso de los fieles, por
ejemplo con ocasión dela proclamación de un muevo» dogma sería sólo una es-
pecie de refuerzo y resonancia de la predicación del magisterio. El que esto no
es así lo muestra ya el hecho de que con ocasión de las dos últimas definiciones
(Inmaculada Concepción y Asunción de María) el más alto exponente del Ma-
gisterio interrogó a los obispos sobre el estado de la fe de su clero y sus fieles a
este respecto”. Con ello se expresa aquella ordenación fundamental, según la
cual pertenece al testimonio de fe dclremmfidelz'um un significado relativa-
mente autónomo como medio de averiguación de la Tradición viva de la Iglesia.
La relativa autonomía se deduce en último término del postulado de la fe de los

“ Pl() IX, Encíclica <<Ubi primum» de 2. 2. 1849; HQ XII.:uDeiparae Virginis» de 1. 5.


1946…

469
Leo Scheffczyk

creyentes, recibidos por el bautismo en el “Cuerpo de Cristo» y en la ahabita-


ción de Dios en el Espíritu» (cf. Ef 2, 22), son vivificados y plenificados inme—
diatamente por el Pneuma, de tal manera que su testimonio ya no es un mero
reflejo del Magisterio. Pero por último el testimonio de los fieles sigue siendo
sólo relativamente autónomo, porque obtiene del Magisterio su orientación de—
finitiva, su convicción y su solidez. La relación recíproca, que asigna alos fieles
su significado inconfundible e insustituible en el conjunto de la communio, apa—
rece como una <(conspiratio» de ambos órganos, como un <<testimonio doble y
con todo único»: ambos órganos ase interpretan recíprocamente y no deben ser
separados en ningún caso»”.

5) Don )! miiízín

A pesar de esta alta cualificación y valor que se concede al remwfídelz'um y


con ello también a los fieles en la vida de la Iglesia, advierte Y. Congar en al-
guna ocasión (más bien de pasada) que no se debería uatribuir demasiado» al
sentido de la fe”. Al opinar así no está pensando tanto en la naturaleza y la
forma interna espiritual de este sentido, sino en su expresión concreta y su rea—
lización práctim. Pues es muy posible que ésta no alcance su configuración y de-
terminación tal como Dios las ha querido. No hay don divino alguno que no sea
deteriorado en las manos de los hombres. Así el sacramento de la Iglesia puede
resultar inválido y estéril, y la palabra de la predicación puede ser falseada por el
predicador. Si más arriba decíamos que la Iglesia docente de los obispos falló du-
rante las controversias artianas, también se puede constatar tales fallos por
parte de los fieles a lo largo de las peripecias de la historia (por ejemplo en la
Reforma). Por lo que respecta a la actualidad, en que también se perciben tales
procesos desorientados, se ha sugerido por ello que el remw]?dalium debería pa-
sar a un segundo plano, para sustituirlo por el rmrurjidei. Este se rerfiere al con-
tenido objetivo y al espíritu interior de la fe, porque no se ha inculcado simple-
mente a los fieles, sino que es previo a ellos y a él tienen que adherirse.
Pero no es posible negar ni sustituir por algo distinto el hecho de una espe-
cial actuación del Espíritu en los fieles, y de una capacitación para la testifica»
ción de la fe. Lo único que es necesario es, teniendo en cuenta las desorientació-
nes en la vida de los miembros de la Iglesia, establecer con el mayor cuidado las
distinciones. Es preciso constatar: el sentido de la fe no coincide con la <<opinión
pública» de la Iglesia, que en nuestro tiempo de los medios de comunicación
puede ser tan manipulada como la de la sociedad. Por ello tampoco se debe

*“ j. H. NEWMAN, Úáfr dai Zeagwi.¡ der Lawn, 268.


” Der Law, 469 s.

470
Sensus Fidelium: testimonio sustentado por la comunión

equiparar el sentido de la fe con las tendencias dominantes en la Teología y en


el pensamiento cristiano. Tampoco se deduce de acuerdos de la mayoría o de ci—
fras obtenidas de análisis demoscópicos. Se trata —aquí ocupa su lugar el len—
guaje—— de la capacidad de juicio y realidad de Cristo y de su Espíritu, de los que
viven conscientemente en la comunión de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo
y el lugar peculiar de la presencia del Espíritu. Quienes se adhieren sólo a creen-
cias privadas, quienes representan un vago cristianismo o están dispuestos sólo
a una identificación parcial con la Iglesia, no pueden relizar el temurfidelium.
Esto no es una consecuencia de un pensamiento elitista (que no tiene puesto al—
guno en el ámbito de la gracia), sino una deducción objetiva de la naturaleza de
la fe.
Esta fe es la permanencia en la verdad de jesucristo, la adhesión a su palabra
y a su persona, el captar y ser captado por aquél que es <<el camino, la verdad y la
vida» Un 14, 6). Es comprensible que sólo una tal fe viva, verdadera e interiori-
zada (aunque pueda seguir siendo un bien a alcanzar y consolidar) puede crecer
hasta aquella madurez, aquella sagacidad espiritual y aquella fuerza de juicio que
están incluidas en el ¡mm; fidelium.
Pero la fe sólo alcanzará este florecimiento y fecundidad si se realiza en la
comunidad de los creyentes La fe está apoyada desde sus raíces, si es que ha de
ser viva, en la comunión de la Iglesia, y por eso el sacramento fundamental de la
fe, el bautismo, aporta al mismo tiempo la admisión en la Iglesia; pues la fe es
esencialmente el abandono del sentido propio y la transformación en el sentido
de Cristo que se hace real en la comunidad. Sobre todo el sentido específico de
la fe, al que se alude como ¡mrw jide/¡um, no es resultado y fruto del individuo
y de sus esfuerzos. Es más bien el sentido conjunto de los creyentes, que surge
de la comunicación y conspiración viva de todos los fieles así como de la armo—
nía de todos los órganos, y sobre todo del consenso entre los pastores y los fie-
les. Como conciencia total de la Iglesia, el sentido de la fe recibe su origen, su
fuerza de juicio y testificación sólo en el medio de la Iglesia, en la totalidad de
su vida. Sólo porque procede de la armonía de una comunión puede ponerse al
servicio de una unificación más profunda, pero también ofrecer un fuerte testi-
monio ante el mundo de la unidad en la verdad.
En las circunstancias actuales no resulta inoportuno recordar que la verdad
a la que nos referimos, a la que el sentido de la fe sirve en último término, es
una verdad configurada por sus contenidos objetivos, y que por tanto abarca
también el aspecto doctrinal y no un sentimiento humano de solidaridd o una
edificación pietista.
Si hablamos de esta manera sobre los presupuestos y condiciones del creci—
miento y robustecimiento del sentido de la fe, no pretendemos con ello apartar
o excluir a ciertos cristianos de esta testificación, sino despertar la responsabili-
dad y la caracterización de la misión que se dirige a todos. El sentido de la fe no
es una posesión de la que se pueda disponer ni una propiedad estable, sino un

471
Leo Scheffczyk

capital vivo, que sólo puede ser formado y conservado en su realización viva.
En esta realización se integran también las manifestaciones del corazón, de la
piedad y de la fe vivida en oración. Puesto que el sentido de la fe no es una ca-
pacidad meramente intelectual, sino el fruto de una actitud de fe que engloba al
hombre entero, puesto que según Móhler es <<la palabra que vive en los cora-
zones de los fieles», tiene que ser sustentado también por la fuerza de los
corazones.

Traducido por josé j. Alemany

472
El apostolado de los laicos*

por
_]acques Maritain

1. No me referiré aquí a la misión temporal de los laicos en la socie-dad civil ni


tampoco a la instauración de esa <<política cristiana» a que antes aludía. La im-
portancia capital de esta misión temporal es evidente. Estas anotaciones tienen
por objeto un tema distinto: la misión expirz'tual de los Jaim; en la Igleria. A decir
verdad, Prefiero la expresión emisión espiritual» al término <<apostolaclo». Pues
la expresión <<apostolado de laicos», por correcta que sea, tiene algo de ambiguo
y se corte el riesgo de que sea entendida únicamente como la participación de los
laicos en la misión propia de la jerarquía o en el apostolado del clero.
Me pregunto si este problema del papel de los laicos en la vida del Cuerpo
místico no se ha desarrollado desde hace una treintena de años de una forma
excesivamente empírica y desde perspectivas demasiado parciales, bajo la pre-
sión de circunstacias y necesidades prácticas, sin que haya sido pensada en sí
misma de manera suficiente y en toda su amplitud
* Este memorandum dirigido al Papa Juan Pablo VI en 1965 fue redactado por
jacques Maritain después de un encuentro con monseñor Macchi (secretario particular
de Pablo VI) yjean Guitton. La personalidad de los dos interlocultores da a entender
que su gestión era una consulta para el Papa durante el Concilio. Estas páginas son,
pues, posteriores a la promulgación de la Constitución dogmática “De Ecclesia» (Lu-
men Gentium) del 21_de noviembre de 1964, cuyo capítulo IV trata de los laicos.
El tema del apostolado, () más exactamente de la emisión espiritual de los laicos»,
fue constante en los Maritain, a la vez sujeto de experiencia y objeto de reflexión. En
la época en que redactaba este memorandum, Maritain trataba este tema en su Carnet
de mm (que el cita), en su Advertencia al Dian'o d: Raira, y más tarde en sus reflexiones
de El mmperi7za de la Gamma.
Communio quiere agradecer vivamente al Círculo de Estudios jacqucs y Raissa
Marítain, de Kolbshcrn, por habernos permitido publicar este memorandum.

473
_]acques Maritain

Es cierto que acaso pueda estar mal informado. No he leído el libro del Pa-
dre Cougar sobre la teología del laicado. Sin embargo, he asistido a numerosos
debates sobre este tema y he sacado la impresión de que necesitaríamos un estu-
dio global del problema, en el que se contemplasen no sólo el testimonio y la mi»
sión espiritual (la acción apostólica) propios de los laicos, sino también las mo-
dalidades específicas de su vida interior, de sus pruebas espirituales, de su
oración (litúrgica y privada) y de su camino hacia la unión con Dios y la perfec-
ción de la caridad, que es, evidentemente, lo más importante, pues a todos es
prescrito el progreso hacia la perfección: estate per]?cti…
Pero dejemos esta disgresión. Me parece (para volver a lo que antes sugería)
que se ha considerado el papel de los laicos ¿¡ partir de algo que, siendo eviden-
temente bueno y necesario, concierne únicamente a una parte del laicado; me
refiero a la Acción Católica y organizaciones similares, de manera que se ha per-
manecido continuamente —y no siempre con una conciencia suficientemente
clara de ello— en la perspecúva de una parlicáóacián ti el apostolado pmpz'o del (lem,
perspectiva que se ha ampliado progresivamente (como si en última instancia
pudiera llegar a abarcar al conjunto del laicado), pero sin salirse nunca de ella y
contemplando siempre las cosas desde el ángulo de visión inicialmente adop-
tado. En el limite, se tendría como resultado que la misión espiritual y el apos»
tolado de los laicos 720 podría ser má.r que una participación el la misión y el apos—
tolado propios del clero, lo que vendria a constituir, sin pretenderlo, una
concepción xclerical» de la misión del laicado en la Iglesia.
Me explico asi la enorme y casi exclusiva importancia que se concede hoy en
día (y de lo que quizá no se tarde mucho en quedar desilusionado) a las cuestio—
nes de organización, mientras que gran parte de las necesidades profundas del
alma cristina quedan insatisfechas.
No se puede olvidar, sin embargo, que el papel principal del sacerdote no es
organizar a los laicos, sino transmitir la Palabra de Dios. No se puede olvidar
tampoco que una cohorte jamás ha creado un espíritu. '
2. Quede bien entendido quela Acción Católica y las agrupaciones análogas
organizadas por el clero son completamente neman'ar y responden a una necerz'dad
urgente del momento presente. También yo afirmo esta necesidad. Lo que, no
obstante, añado, es que esto incumbe más a una pamº, a un rector del laicado cris—
tiano y a una misión espiritual que le corresponde en tanta que auxiliar del clero. A
este sector del 1aicado le son encomendadas actividades que lindan, por decirlo
así, con la jerarquía eclesiástica, saliéndose, por consiguiente, de la condición co-
mún de los laicos, puesto que ello implica una panirijmcio'n m el aportalado pmpi0
de la jerarquía y un mandato recibido de dic/M jerarquía. De aquí se deduce que esta
perspectiva no es aplicable al laicado en su conjunto ni a su misión en la Iglesia,
ya que no se adapta a lo que constituye la condición común del conjunto de
los laicos.
En otras palabras: conviene distinguir en el laicado el trabajo inrnanente al

474
El apostolado de los laicos

Cuerpo místico realizado por algunos de sus miembros según sean romirionaflor
o delegado; por el clero iy que son en un grado u otro auxiliares del clero— y el
realizado por quienes ¡in /mber recibido del ¿lem una miriáfz 0 mandato para una acti-
vidad erpecrfira, que configura simplemente la inmensa mayoría del <<pueblo fiel»,

Hay sin duda en esta inmensa mayoría vastos sectores infieles más o menos
descristianizados o incluso completamente descristianizados. Pero hay también
sectores verdaderamente llenos de vida y fidelidad, en los que se cumple de
forma auténtica el ideal del laicado cristiano: gran pueblo animado por la fe y
comprometido en las actividades vitales del Cuerpo místico, polarizadas todas
por la gracia y la caridad. »
El laicado cristiano tiene como tal —independientemente de su participa-
ción en el apostolado propio de la jerarquía dentro de determinado marco— un
tertimarzia que ofrecer y una miri0'n er_piritual que realizar en la Iglesia. Y esta mi-
sión no corresponde a los integrantes del común del laicado cristiano en virtud
de una llamada o un mandato especial de la jerarquía, sino en virtud de su bau-
tismo y su confirmación, dicho de otra forma: por el mero hecho de ser miami
17m; de Cri…rta.

][

5. En mi opinión, habría que distinguir diversos planos en cuanto al testi-


monio y la misión espiritual del común de los laicos. Sobre este punto no puedo
proponer más que algunas refiexiones incompletas.
Hay un plano muy especial, pero de una gran importancia cultural, que es
del intelecto creador y la palabra o, de forma más general, el del tertimanio inte-
lectualmeme manfermdo. Pienso en los hombres que componen la <<intelligentsia»:
escritores, artistas, pintores, poetas, místicos, filósofos, sabios; pienso en el gran
testimonio que va de Chrétien de Troyes y Dante a Pascal, Zurbarán, Bach
0 Rouault.
Aquí las expresiones aacción apostólica» o “apostolado de laicos» no son en
absoluto adecuadas. Entre hombres que han ejercido una acción tan profunda
como Chateaubriand, joseph de Maistre, Baudelaire, Verlaine, Tolstoi, Dos
toyevsky, Léon Eloy, Péguy, Claudel, Bernanos, Papini, Chesterton o_T. S. Eliot,
habia algunos que tenían intenciones que podrían calificarse de r<apostólicas»,
mientras otros carecían por completo de ellas En cualquict caso, cada uno de
ellos ha hablado en su propio nombre, según su particular inspiración y su ex—
periencia personal, sin haber recibido misión ni mandato alguno de la jerarquía
(y éste es justamente el motivo de que su testimonio haya tenido tan vasto al-
cance). Todos eran esencialmente inorganizables y, sin. embargo, su influencia y
su acción sobre los espíritus de cara a una aproximación a Cristo, ha sido nota-

475
]acr¡ues Maritain

blemente más profunda que la ejercida por muchos batallones de <<cristiani5mo


de choque».

III

4. Aquéllos que acabo de citar son un número reducido que se sitúa, por
decirlo asi, en el vértice del común de los laicos. En la bare de la vida del pueblo
fiel lo que fundamentalmente importa es la familia cristiana y el matrimonio
cristiano. Se habla mucho del matrimonio, pero a mi modo de ver no se insiste
como sería preciso en lo que desde ell punto de vista del Evangelio y la vida
eterna es la verdad más importante, a saber, que el matrimonio es una comuni-
dad sagrada en la que los esposos deben ayudarse mutuamente para tender hacia
la perfección de /a caridad, y que en medio de los problemas materiales, a menudo
agobientes, y de las dificultades de todo tipo que pesan sobre la comunidad fa-
miliar, la misión principal de ésta es el progreso de sus miembros en la santifica—
ción personal. Sin duda, no es elevado el número de personas casadas que están
en condiciones de otorgar a esta verdad el lugar primordial que le corresponde;
sin embargo, son ellos los que, por su propia vida y por su simple existencia,
ofrecen el más profundo e irradiante testimonio.
En el pleno de la obra de la carne y de la perpetuación de especie humana,
dar testimonio de la función a que el matrimonio y la sociedad doméstica están
especialmente llamados en relación a la vida eterna —a la vida eterna iniciada ya
aquí abajo—, ésa es, en mi opinión, la misión primordial que contra viento y ma-
rea debe asumir el laicado en tanto que cfirtiano, en tanto que parte esencial del
Cuerpo místico. Es ésta una misión ejercida por el hecho mismo de ser, un testi-
monio que no se manifiesta en palabras, sino en la acción y en la vida: el testi-
monio de quienes <<hacen la verdad». Los que wan a la luz», como dice el Evan—
gelio, conduciendo al mismo tiempo a los demás a la visión de la luz. Es a partir
de tales hogares cristianos como la masa será poco a poco ganada, si es que
puede serlo, con la ayuda de las organizaciones de Acción Católica (y, si se trata
del mundo obrero, con la ayuda de esos hogares a la acción principal realizada
por grupos misioneros como los del Padre Loew).
5. Un lamentable fenómeno sobre el que la experiencia de la vida me ha lle-
vado a reflexionar, es el hecho de que frecuentemente hijos de padres profun—
damente piadosos no conservan al salir de la infancia, aunque hayan recibido
una educación cristiana, más que hábitos religiosos pobremente superficiales o
incluso se vuelven decididamente contra la religión. En general, así ocurre en
aquellas familias en que, por fervientes que sean los padres, hay muy escasa
apertura o comunicación entre ellos y sus hijos en lo que atañe a las cuestiones
del alma. Por el contrario, he observado que alli donde esta apertura o comuni—
cación se ha establecido desde un principio de forma libre y total, la anomalía en

476
El apostolado de los laicos

fícil su puesta en práctica; pero todo es difícil para el cristiano en la vida del
mundo. Es igualmente cierto que, de hecho, la gran masa permanece ajena a es-
tas verdades. Pero en lo que concierne a la misión del laicado en la Iglesia, como
en general a toda la obra del Señorjesús entre los hombres, es en pequeños gmpar
donde comienzan a desarrollarse los aspectos más importantes para extenderse
poco a poco a continuación. De manera que lo que en primer lugar y antes de
todo se requiere, es que esos pequeños grupos no descuiden nada de lo que de
ellos depende para el bien común de la Iglesia y la expansión del Reino de
Dios.

IV

6. Un último punto sobre el que quisiera detenerme tiene por objeto las
iniciativas del laicado en el orden espiritual, para el servicio de las almas y la
Iglesia.

No pienso aquí en ejemplos como los de Ozanam o Paulinajaricot, cuya obra


(Sociedades de San Vicente de Paúl, propagación de la fe) se ha visto enseguida
adoptada y, en uno u otro grado, institucionalizada por el clero. Pienso más
bien en ejemplos como los equipos sociales de Robert Garric, las diversas inicia-
tivas de ayuda a los países subdesarrollados, los grupos de estudiantes america-
nos que con riesgo de sus vidas van actualmente a los estados del sur para luchar
contra los prejuicios racistas, la iniciativa tomada por Etienne Gilson (con una
intención incontesrablemente apostólica) de fundar en Canadá un Instituto de
Estudios Medievales; pienso también en grupos de estudio como los que hemos
formado en Meudon, en ashrams como el de Lanza del Vasto, en gmpor de amigo.r
como los que se han desarrollado en torno a Mounier y la revista Erprit, en co-
munidades artesanales como la que Eric Gill ha animado durante varios años, en
las casas de hospitalidad y las granjas colectivas de Dorothy Day… Que en todo
ello pueda haber abundante mezcla (como en el testimonio ofrecido en su obra
por intelectuales, artistas y poetas) es inevitable, tanto más cuanto que todos es-
tos misioneros son forzosamente nself—appoionted missionaries»; pero poco im-
porta, la propia experiencia se encargará de hacer cada vez las distinciones
oportunas.
Algo sobre lo que quisiera insisitir es que cuando aquellos problemas que
afectan al bien de las almas mz propio; de la vida laica en cuanto tal, su resolución
será normalmente incumbencia del propio laicado (pues se le supone suficiente
madurez). He señalado al principio que lasactividades que implican una partici-
pación en el apostolado propio de la jerarquía y un mandato recibido de ella
—como las correspondientes a las diversas formas de Acción Católica— son cier—
tamente indispensables, pero constituyen un caso aparte que, en razón misma

477
jacques Maritain

cuestión no Llega a producirse o se produce con una frecuencia mucho menor.


Es éste un punto sobre el que, en mi opinión, sería importante llamar la aten-
ción de los padres cristianos.
En lo que concierne a la experiencia del mundo y de los <<facts of life», el
universo psicológico de los hijos está separado del de los padres por un abismo
infranqueable y el mundo de los adultos es para los niños un mundo de tinieblas
ajenas, incomprensibles y hostiles. A decir verdad, el niño jamás penetrará en el,
pues cuando abandone el mundo de la infancia poco a poco se ira construyendo
su propio mundo de adulto a partir de las experiencias y reacciones de su ado-
lescencia. Si, en efecto, los hijos se encuentran con que la religión de sus padres,
junto con su propia experiencia del mundo, está encerrada en ese universo
adulto, ajeno, tenebroso y hostil a que acabo de hacer referencia, no resulta ser
prendente que el joven se aparte 0 tome partido contra ella, como hará igual—
mente con la totalidad de ese universo, una vez haya atravesado el umbral
de la adolescencia.
Pero precisamente (y cuántos padres cometen la falta de desconocer esa rea—
lidad) las cuestiones que atañen al alma, a la religión, a la vida espiritual no e5tán
entre los ufacts of life» y es un grave error, debido a la negligencia o a las cos»
tumbres sociales de rigidez, rudeza o timidez injustificadas, que los padres cris-
tianos dejen que su vida religiosa se encierre en un universo ajeno al de la infan-
cia. Normalmente, las cosas del alma, de la religión, de la vida espiritual, surgen
de por si de un universo psicológico común a la edad adulta y a la infancia, de
manera que," una vez pasado el umbral de la adolescencia, el hijo debería, en lo
que a ello concierne, cultivar su vida y su desarrollo en el mismo universo psi-
cológico que sus padres.
Varios son los puntos que deberian recalcarse aquí; por una parte, la
trascendencia del Padre celestial es tal que frente a ella, y frente a la misericor»
dia divina, padres e hijos están poco más o menos en un mismo plano. Por otra
parte, se ha dicho a los adultos que para alcanzar la salvación deben hacerse se-
mejantes a los niños. Finalmente, la intuición propia de la infancia hace que ésta
tenga fácil acceso a la oración contemplativa y que respecto a los misterios de la
fe goce a menudo (sin conceptualización refleja) de luces sorprendentes que
hasta los adultos pueden envidiar. Consecuencia de lo que acabamos de decir es
que entre padres e hijos no sólo debería mantenerse de forma continuada un in»
tercambio de pensamientos y sentimientos, una apertura y una comunicación
recíproca, sino que incluso deberia establecerse entre ellos una rima igualdde
—imposible en cualquier otro ámbito? en el camino hacia la unión con Dios y la
perfección del amor.
Creo que las verdades que más o menos torpemente he tratado de exponer
aquí, han sido terriblemente descuidadas en demasiadas familias cristianas, in-
cluso entre las mejores. Me hago cargo de que las obligaciones y preocupaciones
que agobian a los padres y madres de familia y que devoran su tiempo hacen di-

478
El apostolado de los laicos

de esa participación en una función propia de la jerarquía, nos colocan en alguna


medida fuera de la condición común del laicado.
Retomando lo que he escrito en un libro actualmente en prensa1 , podemos
afirmar que:

4<Dejando a un lado el caso particular de formaciones específica»


mente destinadas a ser auxiliares del clero o a participar en el aposto-
lado de la jerarquía, es del propio laicado cristiano de donde normal—
mente2 deberian surgir las diversas formas de organización, cuya
necesidad se hará sentir a los laicos por la exigencia de resolver sus
propios problemas y por su preocupación por el bien de las almas en
el seno de la miseria del mundo.
A decir verdad, dichas formas exigen una tan escasa institucionali-
zación que la misma palabra 'organización' parece excesivamente
fuerte. Habitualmente, se trata sobre todo de asegurar el progreso de
alguna iniciativa tomada por un individuo o familia, mediante la ac-
ción espontánea de un grupo de amiga.t. Pues igual que un individuo o
familia tienen necesidad de la ayuda de los amigos para encontrar su ca-
mino, también ocurre normalmente y precisamente a la vista de la
ayuda recibida, que ellos mismos se deciden (y espero que esto ocurra
cada vez con mayor frecuencia) a brindar su ayuda a una empresa co—
lectiva en colaboración con quienes se sienten unidos por una volun-
tad de acción común o unas“ aspiraciones determinadas. Es natural que
estos grupos de iniciativa laica gocen de una especial flexibilidad con
objeto de poder adaptarse a las necesidades de un momento cultural o
de una generación dada. Y es natural también que deban pagar este
privilegio con el precio de una existencia particularmente efímera. Tal
como escribía en otra parte3 , 'el Espíritu Santo no sólo actúa en las
instituciones perdurables que atraviesan los siglos; su acción se mani-
fiesta igualmente en las aventuras sin futuro que comienzan de nuevo
a cada instante'.
7. Siempre ha habido faunque nunca serán suficientes— lugares de paz e
irradiación donde los hombres encuentran un cierto silencio para escuchar a
Dios, para unir sus fuerzas con vistas a las tareas que el eventualmente pueda
inspirarles y que son como puertas por las que los ángeles del cielo se deslizan
invisiblemente entre nosotros. Durante siglos han sido monasterios y conven-
tos los que han cumplido esta función y los que seguirán cumpliéndola; todo
cuanto pueda hacerse en lo sucesivo, deberá siempre volver ahí para beber en

' Camet de Nata (cap. V). Paris, Descléc de Brouwer, 1965.


¡ Digo normalmente, no .wmz]¡n'.
* Avmimmem del ujournal de Raissa», pág. 13.

479
_]acques Maritain

esas fuentes. Mi previsión es que con la toma de conciencia operada en nuestros


días por el laicado cristiano —toma de conciencia que marca un giro decisivo en
la historia de la Iglesia— es en el seno del mundo laico, o al menos de algunas de
sus 'minorías proféticas', donde esta función se ejercerá también en el futuro.
Dios quiera que se multipliquen de esta forma los centrºs de irradiación espiri-
tual y que dispersos en la oscura noche de la común miseria humana puedan ser
sobre esta pobre tierra unas nuevas constelaciones de amor y de fe.
Conocida es la violencia con que la gran masa del mundo laico es arrastrada
hacia el ateísmo práctico por el movimiento de una civilización materialista y
tecnocrática. Es ante todo a la Iglesia docente, a la jerarquía, y a aquéllos que,
clérigos o laicos, hayan recibido la misión de participar en su apostolado, a quie-
nes incumbe la inmensa tarea de anunciar a estas masas la palabra de Dios y de
intentar abrirles a los caminos de la gracia. Sin hablar de aquéllos que, clérigos o
laicos, religiosos o seglares, habiendo dejado a un lado todo lo que no sea la
ofrenda de si mismos en la contemplación y en la caridad fraterna, no tienen
más misión que la de hacer presente entre los hombres ese Amor que constituye
'el verdadero rostro de Dios'.
Lo que en el provenir, tal como yo lo concibo, atañerá ante todo al laicado
cristiano, alli donde éste quiera ser verdaderamente discípulo del Salvador, es,
en mi opinión y si lo que he adelantado en estas páginas es correcto, la irradia-
ción producida en razón de la misteriosa solidaridad de las almas, a. partir de
esas nuevas constelaciones de que acabo de hablar, no sólo bajo la influencia de
las actividades específicas de los diversos centros de energía que las componen,
sino también por la virtud, en la que tanto insistía Bergson, del ejemplo heróico
y por la de la oración y el sufrimiento unido a la persona de Cristo.
En el mejor de los casos, esos hogares dispersos, centros de irradiación espi-
ritual, serán un dia, si la libertad humana no se sustrae en demasía, como la leva-
dura que hará fermentar la masa.
En el peor de los casos, serán una diáspora más o menos perseguida, gracias
a la cual la presencia de jesús y de su amor habitará, a pesar de todo, en un
mundo apóstata».

Traducido por Maria Tabuyo y Agustín López

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