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"Ha hecho falta un cierto tiempo para darnos cuenta que nuestro lugar era
precisamente la casa de la diferencia, más que la seguridad de una diferencia en
particular(...) pasaron años para aprender a usar la fuerza que la supervivencia
diaria nos podía entregar, años para aprender que el miedo no nos tiene que
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incapacitar, y que podíamos apreciarnos unas/os a otras/os en términos que no
eran necesariamente los propios " (Lorde, 1982, p. 2261).
Este énfasis en la diferencia surge como una respuesta crítica a usos problemáticos de una
“igualdad” que ha operado invisibilizando relaciones de poder, homogeneizando a las
mujeres como grupo, ocultando tanto las dimensiones estructurales de la desigualdad
social como la materialización de las diferencias que encarnamos en nuestras relaciones
cotidianas. Sin embargo estas propuestas críticas se ha encontrado a su vez con fuertes
resistencias de parte de ciertos sectores feministas que insisten en la primacía de un sujeto
mujer en las luchas feministas y del patriarcado como sistema de poder primordial, a
diferencia de abordajes interseccionales que apostarán por “descentrar el centro” (Narayan
y Harding, 2000) y pensar en términos de una articulación más compleja de estructuras de
poder (un hetero-patriarcado capitalista colonial, por ejemplo). Acá podriamos plantearnos
una primera pregunta para la discusión : ¿De qué manera consideran que la complejización
de los enfoques feministas desde miradas interseccionales han fortalecido o debilitado la
construcción de memorias generizadas? ¿Qué tipo de memorias generizadas necesitamos
para movilizarnos colectivamente?
1 Traducción propia
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construir memorias feministas es relevante si afirmamos que las identidades y relaciones
de género construidas en torno a una diferencia sexual naturalizada (entendida en términos
binarios, dicotómicos, opuestos y jerárquicos) siguen operando como modos de relación y
creencias fuertemente arraigadas en las sociedades actuales, siendo su transformación,
desestabilización y desnaturalización un horizonte político clave para toda práctica
investigativa o interventiva que se reconozca feminista. Abordar la memoria como una
práctica social generizada y generizante implica entonces interrogar los procesos sociales
de hacer memoria, en vez de intentar develar memorias que tendríamos.
Preguntarnos por los modos en los cuales se constituyen sujetos, subjetividades, relaciones
y realidades en los procesos de hacer memoria, nos invita a pensar críticamente los modos
en los cuales las relaciones de poder en las cuales nos encontramos insertados nos han
moldeado de cierta manera, constituyéndonos ya sea en mujeres, hombres, lesbianas o
travestis en contextos sociales, históricos y culturales determinados. Nos partimos
preguntándonos por alguna esencia de un sujeto previamente constituido, sino que
buscamos ir más allá de las políticas identitarias (Lloyd, 2005). Esto implica que estas
memorias generizadas no vendrían a servir los intereses de un grupo pre-existente de ya
sea mujeres o feministas, sino que más bien estás prácticas de memoria serían en si mismas
constitutivas de aquellos sujetos que representan. El sujeto es en este sentido un “sujeto
en proceso” (Lloyd, 2005) un término que heurísticamente busca capturar la idea de una
subjetividad constituida por lenguaje, discursos y poder, una subjetividad inesencial y
permanentemente abierta a transformación. Tal como afirma Avtar Brah “si la identidad es
un proceso, entonces es problemático hablar de una identidad ya existente como si esta
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siempre estuviera constituida” (2011, p. 154). Al enfatizar entonces las dinámicas
generizadas y cargadas de poder del recuerdo y el olvido, podemos afirmar que no se trata
solo de ser recordadas/os, sino de cómo y de qué modos los sujetos generizados son
recordados (Chedgzoy, 2007). En esta misma línea de abordaje crítico y sospechoso de los
procesos de construcción de memorias generizadas Nelly Richard (2010) apela a una
práctica que no se remite sólo a revisar y discutir las huellas del pasado, sino que se
preocupe por descifrar silenciamientos, omisiones y negaciones, apuntando a cuestionar
relatos que caen en falsas pretensiones de verdades y significados absolutos o más
auténticos, una crítica atenta a los modos discontinuos y fragmentados de configurar el
pasado y a las intencionalidades de las memorias construidas.
Tener esto en cuenta lo anterior nos puede facilitar la tarea de prestar atención a tensiones,
contradicciones y resistencias presentes en los diferentes procesos de memoria, y a los
modos paradójicos en los cuales discursos, ideas y símbolos tradicionales de género pueden
permanecer, sin que sujetos generizados habitan estas expectativas de manera cómoda ni
estática, resistiéndose éstos/as muchas veces a las normas de género dominantes y
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aparentemente naturalizadas en sus vidas cotidianas (Sjoberg, 2014). Creo que este aspecto
es clave su queremos ir más allá de denunciar una memoria patriarcal y androcéntrica que
invisibiliza y victimiza a las mujeres, para prestar atención a como hombres, mujeres,
personas y colectivos trans, travestis y lesbianas se han rebelado históricamente ante estas
normatividades y disciplinamientos. Personalmente me he dado cuenta que a la hora de
realizar análisis feministas de memorias colectivas en un primer momento de análisis me
fijo más en aquello que es coherente con una crítica feminista más clásica, es decir, ver por
ejemplo de que manera las mujeres aparecen como sujetos secundarios , estereotipados o
invisibles, para luego en una segunda etapa de análisis intencionar otra lectura cuyo foco
sean las formas de resistencia a este orden tradicional del género, lo que me permite
complejizar y visibilizar tensiones y contradicciones en mi primer análisis. ¿En qué
elementos se concentran a la hora de realizar una lectura feminista de memorias colectivas
y qué les llama la atención y cómo han realizado esfuerzos por tensionar y problematizar
sus propias lecturas?
El uso de la noción de experiencia de mujeres como medio para acceder una mejor visión
de la injusticia social y así crear teorías más justas en el ámbito de epistemologías feministas
denominadas del punto de vista o standpoint (Brooks, 2007) , ha generado discusiones
reiteradas en torno a numerosos problemas que conllevan determinados abordajes de la
experiencia, reconociéndose ampliamente en la actualidad que las historias basadas en
experiencias pueden ser problemáticas, corriendo el riesgo de naturalizar categorías que se
encuentran ideológicamente condicionadas (Stone-Mediatore, 2000). Considerando la
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centralidad de las narraciones basadas en experiencias en el ámbito de los feminismos y los
estudios de la memoria es necesario repensar cómo aproximarse a éstas.
Desde la mirada empiricista las experiencias pasan a constituir un acceso a la verdad, una
experiencia que es presentada como no mediada por el sujeto que la vivenció, ni por la
cultura de la cual forma parte, ni por el contexto en el cual éste se encuentra inmerso. El
establecimiento de verdades basadas en narraciones de experiencia como acceso a la
realidad tal cual es, corre el riesgo de construir verdades a partir de ciertas experiencias de
sujetos en posiciones privilegiadas, invisibilizando relaciones de poder, diferencias entre
sujetos y diversidades de experiencias. Tal como establecen Mulinari y Sandell (1999), es
necesario problematizar la experiencia como acceso a la verdad, ya que toda experiencia se
encuentra mediada por cargas históricas y políticas. Las autoras agregan que es necesario
reconstruir la relación unidireccional creada entre experiencia, conocimiento y posesión de
verdad, ya que no se puede asumir que dichos conocimientos son necesariamente
inocentes, puros y verdaderos.
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Lo necesario es más bien una conceptualización de la experiencia en la cual ésta no opere
como evidencia, como fuente de autoridad, es decir, una conceptualización que sea
reflexiva en el sentido de poder analizar críticamente posiciones privilegiadas desde las
cuales potencialmente se impongan experiencias hegemónicas, a la vez que se asuman las
experiencias con su potencial de resignificación constante y evitando naturalizar
determinadas identidades, pero sin que las experiencias dejen de servir como prácticas de
resistencia, considerando que “las identidades se inscriben a través de experiencias
construidas culturalmente en las relaciones sociales” (Brah, 2011 p.153). La invocación de
la experiencia no sirve necesariamente a fines de dominación, como ha defendido bell
hooks (1994) quien afirma que son especialmente miembros de grupos marginados quienes
apelan a la experiencia como autoridad para hablar, por ejemplo, de racismo en la sala de
clases. La crítica a los esencialismos debe estar también atenta a cómo operan sistemas de
dominación que silencian las voces de sujetos marginados posibilitando sólo la apelación a
la experiencia como vía para ser escuchados/as, es decir, las prácticas discursivas que
posibilitan que se apele a la “autoridad de la experiencia” ya han sido previamente
determinadas por políticas de dominación de la raza, el sexo y la clase (ibid.).
La feminista india postcolonial Chandra Talpade Mohanty (2003) incorpora las críticas
surgidas desde feminismos posestructuralistas sin descartar la relevancia de experiencias
concretas de dominación que viven muchas mujeres, especialmente de aquellas que han
sido constituidas como pertenecientes al tercer mundo. Mohanty argumenta que es
necesario reconocer que las experiencias individuales suelen ser discontinuas y
fragmentadas y deben ser necesariamente contextualizadas históricamente si es que serán
generalizadas en visiones colectivas o formarán bases de luchas sociales (Mulinari y Sandell,
1999). Se debe pensar por lo tanto la experiencia no como algo dado, sino como un
producto histórico y una práctica social que se encuentra siempre en proceso y es siempre
contestada. Esto permite reconocer que las experiencias pueden ser importantes
elementos de resistencia a discursos hegemónicos, de modo que se pueden constituir en
claves que posibilitan desafiar aquellas ideologías que promuevan la naturalización de
determinadas identidades sociales. Los planteamientos de Mohanty facilitan una
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reapropiación feminista no esencialista de la experiencia, que mantiene su potencial como
herramienta de resistencia de la lucha feminista, sin invisibilizar la relevancia de trabajar en
base a experiencias de dominación concretas de mujeres u otros sujetos. Es decir, podemos
por ejemplo analizar críticamente como a partir de determinadas prácticas de memoria
hegemónicas las mujeres han ocupado el lugar privilegiado de la víctima y como esta figura
se asocia con características como pasividad e indefensión, pero esto no debería llevarnos
a negar que existen formas de dominación y victimización que afectan de manera particular
a quienes somos constituidas como mujeres.
Para lograr esto las narraciones basadas en experiencias deben ser no empiricistas, y así
contribuir a visibilizar contradicciones ideológicas y desestabilizar narraciones
hegemónicas. Esto permite, siguiendo a Mohanty (2003), destacar el potencial
transformador de la experiencia que radica en que se posibilita una reescritura de las
identidades, lo cual le otorga un potencial de conciencia política radical.
Quisiera cerrar con la siguiente cita para dejar abierta la discusión en torno al potencial
revolucionario de los procesos de memoria feminista y el recurso de la experiencia como
herramienta de politización de nuestro pasado:
“Si hoy podemos hablar de violencia de género en las dictaduras del Cono Sur es
porque desde el feminismo se ha creado el espacio de enunciación colectivo que
supone la existencia de un sujeto capaz de politizar su experiencia y abrir campos
de disputa con otros actores, acerca del sentido de esas experiencias.” (Celiberti,
2015, p. 292).
Referencias
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