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LA HISTORIA DE LA IGLESIA ES TEOLOGÍA E HISTORIA

Premisa
En su célebre obra De locis theologicis, el primer ejemplo de metodología teológica de la edad
moderna, el dominico Melchor Cano (muerto en 1560) dice: Nulli satis eruditi videntur, quibus res olim
gestae ignotae sunt: nadie puede ser realmente culto si no conoce el pasado. El conocimiento de la historia,
que entonces era concebido como historia de la redención y encerraba en si la historia de la iglesia, es según
Cano indispensable para todos, en particular para el teólogo, que debe ser considerado como un rudis, un
inculto, si la olvida (De locis theolgicis, lib. XI, cap. 2).
Yo sostengo que todavía hoy, y sobre todo hoy, el conocimiento de la historia y el interés por la
historia son el metro con el cual se mide el nivel de la cultura, y que la pérdida del sentido de la historia es
uno de los más graves signos de la inminente decadencia de la cultura; de hecho la historia es, como ha
dicho Droysen, el , la autoconciencia del hombre y de la humanidad1.
Afirmo aparte que la historia de la iglesia es el conocimiento de sí, la autoconciencia de la iglesia y
de los cristianos; que no solamente los teólogos, sino también los laicos -todos- deberían saber aprender la
historia de la iglesia, si quieren ser miembros de la iglesia maduros y conscientes de su responsabilidad, si
quieren trabajar en ella y con ella. Por eso he elegido como tema de esta lección la tesis: la historia de la
iglesia es teología e historia.

La historia de la iglesia es teología.

La historia de la iglesia es teología a causa de su objeto: la iglesia. La iglesia de hecho es objeto de


fe: Credo in unam sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam, como se dice en el símbolo apostólico. La
fe en la iglesia comprende dos aspectos diversos: en primer lugar su fundación por parte de Cristo, esto es
que él la ha querido (el anuncio del reino de Dios no contiene solamente el puro elemento escatológico) y
que ha delineado su estructura cuando ha elegido a los doce apóstoles, con Pedro como cabeza, y ha dado a
ellos la tarea de anunciar el Evangelio, de administrar el bautismo, de celebrar su memoria, y les ha
conferido el poder de atar y de desatar. En segundo lugar la fe en la iglesia comprende que ella, constituida
como comunidad de hombres, como “Pueblo de Dios”, no está abandonada a sí misma, sino que tiene el
sostén del Espíritu Santo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”; “el Paráclito, que
yo os mandaré, os introducirá en la plenitud de la verdad”.
Objeto de la historia de la iglesia es así esta iglesia fundada por Cristo y guiada por el Espíritu Santo,
que nosotros concebimos como tal en la fe. Esta iglesia no es una comunidad invisible, como sería el
conjunto de los “verdaderos creyentes” o de los predestinados, sino una entidad visible, y como
consecuencia una entidad histórica, que no tiene solamente un alma: el Espíritu Santo, sino que tiene
también un cuerpo. Por esto se debe decir que el fundamento teológico más profundo para que sea posible
concebir la iglesia como visible, histórica y sin embargo, trascendente al mismo tiempo, es la encarnación, la
encarnación de Dios en Cristo, por la cual el Dios invisible se hace un hombre visible y como tal entra en la
historia: Ante tempora manens, esse coepit ex tempore, como dice el papa León Magno (Sermo 2 de
Nativitate Domini). Jesucristo, Dios hecho hombre, en cuya persona están unidas las dos naturalezas, es el
“centro teándrico” que se prolonga en la iglesia. En este sentido ella es el Cristo que continúa viviendo.
Estemos seguros: a la iglesia le es necesario creer porque ha sido fundada por el Hombre-Dios y es
guiada por el Espíritu Santo; ella es histórica y tiene una historia, porque es visible, compuesta por hombres
y guiada por hombres. Ella es una iglesia de la fe y una iglesia de la historia.
¿Pero qué significa esto?
Ya Hipólito de Roma y san Ambrosio han usado la imagen de la iglesia como una nave2. Se ha
representado la historia de la iglesia como el viaje de la nave sobre el océano del tiempo, en el cual la iglesia
debe pasar a través de borrascas, para llegar por último, al final de los tiempos, al puerto de la eternidad. La
imagen es exacta bajo muchos aspectos, pero bajo un aspecto es insidiosa. Según ella la iglesia es
considerada como una estructura perfecta, completa, una nave bien construida con palo maestro y vela, que
si bien es amenazada desde el exterior, por ejemplo por tempestades, no puede sin embargo naufragar. Pero

1
I. G. DROYSEN, Historik, ed. Hübner, 3a. ed., Darmstadt 1958, 267.
2
Cf. H. RAHNER, Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 239 ss. Ya Jerónimo Aleandro el Joven ha publicado (Roma 1626) un
libro con el título de Navis Ecclesiam referentis symbolum in veteri gemma annulari insculptum.
en realidad la iglesia no está completamente formada como una nave que viaja sobre el océano de los
tiempos. Crece como un granito de mostaza; penetra en el mundo como su levadura; está edificada sobre una
piedra viviente (aedificatio corporis Christi). El concepto del desarrollo no solamente puede, sino que debe
ser aplicado a la historia de la iglesia. Ciertamente la iglesia no se desarrolla solamente como una institución
humana existente en la historia y por ello sujeta a transformaciones, ella se desarrolla también y
precisamente porque en ella sopla el Espíritu Santo, crece y penetra el mundo, se edifica como templo de
Dios, y esto porque es una iglesia de la fe. El desarrollo de la iglesia no es pues exclusivamente humano,
sino también divino. En ella la actividad humana y la divina se compenetran. Ella es, como justamente ha
dicho el historiador protestante Kurt Dietrich Schmidt, “toda obra de Dios y toda obra del hombre” 3. Por eso
la historia de la iglesia es una eclesiología.
En cierto tiempo se sospechó que la historia de la iglesia educaba en el relativismo, porque seguía
aquello que en la iglesia hay de mudable; se le ha hecho el reproche de que la crítica a la leyenda y el
descubrimiento de falsificaciones demuelen el sentire cum Ecclesia.
El buen Lanzoni y otros lo debieron experimentar amargamente. Por otra parte sabe bien que la
historia de la iglesia como materia de enseñanza ha sido introducida en las universidades católicas bastante
tardíamente, en los siglos XVII y XVIII, mucho más tarde que en las universidades protestantes, y que hasta
hoy en muchos seminarios ha sido tratada como una hijastra, porque es considerada peligrosa4. Si no me
equivoco, se perfila ahora un cambio. Se ha considerado que la eclesiología no se promueve con éxito si nos
contentamos con exponer el dogma sobre la iglesia, con explicar en cierta medida el plan divino y con
proyectar su imagen ideal sobre una pared; sólo la historia nos muestra la figura que ella ha asumido en el
curso del tiempo, como ella ha sido realmente. Frecuentemente he dicho a mis estudiantes en Bonn que la
iglesia no es solamente una idea, es un hecho. Quien quiere obtener una imagen exacta, quien quiere
ensimismarse en ella, debe conocer su historia. La historia nos defiende de un espiritualismo malsano y
también de desilusiones personales, justamente porque presenta en la iglesia lo divino y lo humano.
La historia de la iglesia es teología, esto es, precisamente eclesiología histórica. Ella presenta en lo
humano lo divino. Ella pues debe partir de lo humano, de la iglesia visible para buscar en ella lo divino.
Nosotros debemos dar todavía un paso más: en la historia de la iglesia, no solamente lo humano tiene su
puesto, sino también el pecado y la culpa de sus miembros. Sería una falsa apologética callar estas cosas o
también minimizarlas. Siempre ha habido malos sacerdotes y obispos, como también malos papas, pero ellos
no han podido destruir la iglesia. Ella jamás se ha arruinado completamente, ha atravesado períodos de
paralización y decadencia y siempre ha salido de ellos renovándose: reformada. Es propio de la imagen de la
iglesia peregrinante, que sus pies estén cubiertos del polvo de la tierra, que ella parezca temporalmente
fatigada, que también se enferme; sin embargo ella avanza siempre, está de nuevo vigorosa, supera sus
enfermedades, elimina los abusos morales y estructurales que perjudicaban su acción para la salvación del
hombre. Ella sigue siendo siempre una iglesia peregrina y en caso de necesidad se convierte también en una
iglesia combatiente, pero no se transforma jamás -aquí en la tierra- en una iglesia triunfante. Una historia de
la iglesia que quisiese indicar solamente las luces, pero dejase de parte las sombras, sería falsa, y encima
monótona. Justamente éste es el hecho estimulante, que en ella, como ha visto Agustín, combaten luces y
tinieblas.
A esta altura debo insertar una palabra sobre algunos conceptos importantes que son usados
frecuentemente. Nosotros hablamos de períodos de decadencia y de florecimiento; en el medioevo se ha
considerado por un cierto tiempo a la historia de la iglesia como un progresivo alejamiento de la condición
ideal de la iglesia primitiva, así a la edad áurea de ésta siguió una edad argéntea, más tarde una edad de
bronce y finalmente una edad de hierro. Nosotros sabemos hoy que estas “teorías de la decadencia” fueron
muy unilaterales, porque también en los así llamados períodos de decadencia la iglesia ha generado santos y
en los así llamados períodos de florecimiento existieron sombras. Hoy tropezamos frecuentemente con un
otro concepto, el de los desarrollos involutivos, errados (Fehlentwicklungen). Por ejemplo se ha considerado
como desarrollo errado el giro de la iglesia en los tiempos de Constantino, porque con Constantino el
Grande se introdujo la recíproca compenetración de iglesia y estado, y de esto en el medioevo ha salido el
Corpus christianum (la respublica christiana). ¿Fue en realidad un desarrollo errado? No, aquel fue un
3
Cf. Lexikon für Theolgie und Kirche, VI, Freiburg 1961, 210.
4
Aquí se habla exclusivamente de la historia de la iglesia en la enseñanza universitara, no de la investigación y de la actividad
historiográfica, que florecían. Para Italia falta aún, por lo que sé, una investigación exacta sobre la introducción de la historia
eclesiástica en las universidades; las “conferencias de los concilios” en Roma (desde el 1671 en adelante) de las cuales se ha
ocupado P. Paschini [Rivista di storia della Chiesa in Italia, 14 (1960) 371-382], eran una “Academia”. Para Alemania Cf. E. Cl.
SCHERER, Geschichte und Kirchengeschichte an den deutschen Universitäten, Freiburg 1927, 390 ss.
desarrollo condicionado por la situación histórica, del cual sabemos que ha tenido sus graves zonas de
sombras, pero que también ha hecho posibles éxitos, que solamente con dificultad se habrían podido
alcanzar de otro modo. El gran pensador Orígenes imaginó como imagen del futuro un imperio romano
cristiano; y debemos preguntarnos: ¿cómo habría sido posible de otro modo conservar en el medioevo la
antigua herencia cristiana, formar cristianamente a los pueblos eslavos y germanos convertidos al
cristianismo y hacer aceptar la escala de valores de la moral cristiana?5.
Similares a los del “giro constantiniano” son otros slogans, con los cuales se intenta indicar los
presuntos “desarrollos errados”: “clericalismo”, “centralismo”, “fin de la contrarreforma” y similares. Todos
contienen un núcleo de verdad, que indica expresiones de la iglesia condicionadas por la situación histórica
de aquellas épocas, expresiones que hoy son superadas, pero que no son precisamente desarrollos errados en
el significado propio del término. Quien los indica como tales usa el presente (y por lo tanto aún algo
condicionado) como unidad de medida de la historia. Juzga ahistóricamente, esto es, quien no tiene en
cuenta las situaciones históricas en las cuales de tanto en tanto se han producido los fenómenos recordados,
y da un juicio sobre los mismos, o mejor los condena, desde el punto de vista del presente. Nos erigimos
como jueces del pasado. Pero la historia no es un tribunal, y la historia de la iglesia aún menos que la
historia general.
A esta altura percibo una objeción vuestra: ¿todo lo que ha sucedido es entonces bueno y justo?
¿Debemos continuar la espiritualidad antiprotestante de la Contrarreforma, su polémica confesional? ¡En
absoluto! El estudio de la historia de la iglesia no educa para el tradicionalismo. Quien reconoce la
relatividad histórica de un fenómeno ya se pone en un plano superior y no se deja condicionar por él. Su
mirada está libre para el progreso. Aquiles Ratti había pasado gran parte de su vida haciendo investigaciones
de historia de la iglesia en la Ambrosiana, cuando se convirtió en arzobispo de Milán y después papa. Y
precisamente este papa, mucho antes del concilio Vaticano II, reconoció con gran claridad las exigencias de
nuestro tiempo: que se debían aplicar nuevos métodos a las misiones, que se debían crear un clero y un
episcopado indígena; que la iglesia del siglo XX no era más una iglesia europea, sino mundial, no solamente
de palabra, sino de hecho. Para no hablar de Juan XXIII, ex profesor de historia de la iglesia en Bérgamo, el
cual, antes de su viaje para el cónclave de octubre de 1958, pronunció ante los seminaristas de Venecia una
frase programática para su pontificado: “La elección de un nuevo papa no es una solución de continuidad,
sino un progreso en el seguir la juventud perenne de la santa iglesia”. Retornaremos aún una vez, en la
conclusión, sobre estos dos conceptos: tradición y progreso.
Pero antes debemos ocuparnos aún de la segunda parte de nuestra tesis: la historia de la iglesia no es
solamente teología, sino también historia en el sentido estricto de la palabra, ciencia histórica. Ella puede
cumplir su función hacia adentro de la teología, como eclesiología histórica, solamente si es estudiada como
ciencia histórica.

La historia de la iglesia es ciencia histórica

La historia de la iglesia es ciencia histórica por su método. Ella trabaja precisamente con el mismo
método que la historia general. ¿En qué consiste este método histórico?
Consiste sobre todo en el hecho de que la historia de la iglesia, como toda otra historia, se siente
ligada a las fuentes, sean éstas fuentes escritas (documentos, actas, cartas, crónicas) o fuentes arqueológicas
y epigráficas (inscripciones, iglesias, fundación de monasterios). Ella puede decir solamente aquello que
puede documentar a través de las fuentes. Más allá de las fuentes comienza la novela histórica. Se debe
indagar sobre la autenticidad de las fuentes escritas, publicarlas y comentarlas en textos críticamente
exactos. Se ha reconocido cuán importante es esta edición de las fuentes sólo a partir del siglo XVI. Las
ediciones de los Padres de la iglesia, hechas por Erasmo de Rotterdam y por sus discípulos, fueron
sustituidas en los siglos XVII y XVIII con ediciones mejores, por ejemplo las de los maurinos. Los maurinos
y los bolandistas han contribuido más que todos los otros investigadores a hacer que el método histórico y
crítico fuese el instrumento indispensable de toda ciencia histórica. Esto hoy se debe repetir en voz alta: ¡el
método histórico ha sido descubierto y desarrollado por los historiadores de la iglesia! El De re diplomatica
de Mabillon fue la primera gran obra de crítica de los diplomas medievales.
El segundo paso que debe cumplir aún el historiador de la iglesia, como todo otro historiador, cuando
ha buscado con cuidado las fuentes y las ha presentado, es el examen de su veracidad y atendibilidad. No se
puede creer en todo aquello que Luitprando de Cremona refiere sobre los papas del siglo X, y también a
5
Cf. H. RAHNER, Die Konstantinische Wende, en Abendland. Reden und Aufsätze, Freiburg 1966, 186-198.
propósito del maestro de ceremonias pontificias Burckard de Estrasburgo, cuya credibilidad antes no había
sido nunca contestada, han surgido legítimas dudas sobre la verdad de cuanto él refiere sobre Alejandro VI.
Las decretales del Pseudo Isidoro, a las cuales también los teólogos y los Padres del concilio de Trento
apelaban sin dudar, fueron desenmascaradas sólo en el siglo XVII como un falso.
El tercer paso: sobre la base de las fuentes, cuya credibilidad ha sido verificada, el historiador de la
iglesia intenta reconstruir lo más precisamente posible los hechos en su sucesión cronológica. Para hacer
esto él debe frecuentemente preocuparse de datos aparentemente poco importantes y de particulares que al
historiador incompetente parecerían insignificantes, pero que en ciertas circunstancias pueden ser
extremadamente importantes. A propósito de la clausura del concilio de Trento en diciembre de 1563, es
importante conocer no solamente el día, sino también la hora en que el correo llevó de Roma a Trento la
carta de San Carlos Borromeo con la noticia de que el papa Pío IV estaba seriamente enfermo. Sobre esta
noticia se fundó de hecho la decisión de los legados conciliares de anticipar la conclusión del concilio6.
La elaboración y la interpretación de las fuentes y la reconstrucción de los hechos históricos sobre la
base de las mismas son, por decirlo así, el esqueleto de toda historia, y por ello también de la historia de la
iglesia. Para hacer esto son necesarios el conocimiento y la práctica del método histórico, no la fe en la
iglesia. La historia de la iglesia en este nivel de la investigación debe mucho, inmensamente mucho a
estudiosos que no han sido católicos y ni siquiera creyentes. La autorizada edición crítica de las actas de los
antiguos concilios fue llevada a cabo por el historiador de la antigüedad Eduard Schwartz, que era un
escéptico, y lo mismo vale para Paul Kehr, el infatigable investigador de material para la historia del papado
hasta el 1198, cuya gran obra fue ayudada por Pío XI. Ambos han trabajado mucho por la historia de la
iglesia, aún cuando no eran creyentes en nuestro sentido.
La diferencias empiezan apenas el historiador de la iglesia pone manos a la obra para conectar
causalmente los hechos históricos y para juzgar. De hecho a este nivel se manifiesta el punto de vista
religioso o filosófico del historiador, punto de vista que él no puede extraer de los hechos de la historia sino
que los introduce en ellos.
Ilustro mejor esta afirmación con un ejemplo: que san Francisco de Asís haya recibido los estigmas
es hoy día, sobre la base de las noticias de la época, bastante generalmente reconocido. Los puntos de vista
se diferencias solo sobre el problema del modo en que se deben explicar estos estigmas, si
sobrenaturalmente o por alguna forma de autosugestión. Quien contesta con motivos filosóficos la
posibilidad de todo milagro se atendrá a esta última explicación; quien cree en tal posibilidad no tiene en
cambio razones para rechazar la interpretación sobrenatural de los contemporáneos.
Sólo en esta última fase, la de la síntesis, se hace visible la diferencia entre el historiador de la iglesia
creyente y el no creyente y entre el católico y el protestante. A esta altura debo responder a una posible
objeción. ¿El historiador de la iglesia católica no está acaso ligado a su fe en tal modo que esté obligado a
explicar un hecho como los estigmas de san Francisco de Asís de éste y no de otro modo?
¿La convicción de fe del historiador de la iglesia católica no contradice el postulado que una ciencia
rigurosa no debe tener presupuestos (voraussetzungslose Wissenschaft)?
Por lo que respecta a esta última pregunta, yo debo responder con toda claridad: no existe ninguna
ciencia, sobre todo ninguna ciencia histórica sin presupuestos. El historiador de la iglesia que es protestante,
y el marxista aún más, llevan consigo presupuestos, así como nosotros. En esto nosotros no nos distinguimos
de ellos. Sobre todo no existe una historia objetiva, existe solamente una historia imparcial. El historiador se
debe esforzar en juzgar de acuerdo a la realidad de las cosas, es decir, así como lo exigen las fuentes, y
justamente, esto es según el principio: audiatur et altera pars. Debemos esforzarnos en comprender también
a aquellos que han sido juzgados como herejes por la iglesia, de ver a Lutero y Sarpi no a través de la lente
de sus enemigos. Sobre todo debemos juzgar conforme a la realidad de las cosas. ¿Y no es tal vez conforme
a la realidad que nosotros en la historia de la iglesia (que como institución se basa sobre la existencia de una
realidad trascendente) dejamos por lo menos abierta la posibilidad que este trascendente se haga operante en
la gracia y el milagro? Deben haber ciertamente pruebas, y las pruebas normalmente no son fáciles y
frecuentemente no son vinculantes. Pero nadie, por ejemplo, me convencerá que la superación de la crisis
más dura que la iglesia haya sufrido a lo largo de su existencia, o sea el cisma del siglo XVI, y la profunda
renovación de la iglesia nacida a partir del concilio de Trento, deban atribuirse solamente a factores
naturales. El mismo punto de vista vale para la irrupción de la reforma gregoriana en el siglo XI.
Por el contrario, debo reconocer que entre la convicción de fe del historiador de la iglesia y los
resultados de su investigación histórica pueden existir conflictos aparentes o reales. Conflictos aparentes
6
Cf. mi opúsculo: La conclusione del Concilio di Trento, Roma 1964, 122.
cuando se considera como dogma algo que no lo es. Por ejemplo, cuando Bernhard Poschmann demostró
que la iglesia de los primeros siglos no ha conocido como precepto una confesión privada ante el sacerdote,
sino solamente la penitencia pública para pecados graves, más de un teólogo vio en esto una contradicción
insanable con la formulación del decreto tridentino sobre el sacramento de la confesión (Ses. XIV, can. 6),
que el modus secreta confitendi soli sacerdoti ha sido observado en la iglesia ab initio semper. Hoy las
conclusiones de Poschmann son generalmente aceptadas; se ha comprendido que observaciones puramente
históricas en un decreto dogmático, como la mencionada más arriba, no son parte integrante de las
definiciones dogmáticas.
No niego que puedan existir entre la verdad dogmática y la histórica, aparte de conflictos aparentes,
otros conflictos reales, aunque no objetivos -de hecho solo existe una verdad- sino más bien subjetivos, si el
historiador de la iglesia cree no poder más establecer un acuerdo entre los resultados seguros de su
investigación y de su fe. Hemos visto tales casos trágicos también en Italia. La iglesia debe después, para
evitar la confusión a sus fieles, juzgar y condenar; pero no pertenece a nosotros decidir que juicio ha dado
Dios sobre Lutero o sobre Buonaiuti. ¿Pero no existen también casos en los que los historiadores
protestantes se han encontrado del mismo modo en conflicto con los dirigentes de su iglesia, como Harnack
en la discusión sobre el símbolo apostólico al inicio de este siglo? No dudo un momento en decir: el
historiador católico de la iglesia no está impedido por su fe a aplicar el método histórico. Debe aplicarlo, si
la historia de la iglesia debe continuar siendo una ciencia.

Conclusión

De aquello que he dicho debería resultar claro esto: mi tesis de que la historia de la iglesia es teología
e historia, limita por dos lados las tareas de la historia de la iglesia. Al inicio del siglo ella fue concebida no
raramente como una parte de la historia general, que tenía una conexión solamente muy vaga y lejana con la
teología en su conjunto. Era la época del positivismo histórico y del historicismo. Entonces se había
pretendido incluso que la historia de la iglesia debía ser absorbida en la historia general (así Fester, 1908), o
que se debía convertir en historia de las religiones. Los tratados entonces más difundidos (por ejemplo los de
Funk y Knöpfler) estaban teñidos de esta concepción positivista, naturalmente no en el sentido de negar el
carácter sobrenatural de la iglesia, pero en cuanto en sus tratados se limitaban a elencar los hechos
históricos. Se debe agregar que este positivismo ha promovido en modo extraordinario las investigaciones
de historia de la iglesia. En aquel tiempo, en el 1900, el profesor Cauchie de Lovaina fundó la Revue
d’histoire ecclésiastique, que todavía hoy con su bibliografía es un instrumento indispensable para la
investigación en el campo de la historia de la iglesia. Pero no se puede del mismo modo negar que esta
concepción positivista de la iglesia se ha olvidado más de lo justo el fin teológico de la historia de la iglesia,
su significado eclesiológico. Actualmente este positivismo ha sido superado. Si estoy en lo cierto, mi
predecesor en Bonn, Albert Ehrhard, ha sido el primero en asignar nuevamente a la historia de la iglesia un
puesto en el ámbito de la teología, cuando la definió como “teología histórica”7. Desde entonces la
eclesiología ha tenido un gran impulso, con el resultado de que ella es imposible sin historia de la iglesia;
más aún, la eclesiología la exige para describir la iglesia como institución humano-divina. La constitución
Lumen Gentium ha extraído las consecuencias de este desarrollo8.
La primera parte de mi tesis, que la historia de la iglesia es teología, podría hoy difícilmente ser
controvertida en línea de principio; ciertamente es más fácil defender esta tesis abstracta que concretarla en
una narración de la historia de la iglesia. Nosotros nos esforzamos de hacer aquello en nuestra Historia de la
iglesia, que hemos publicado en la editorial Herder. Pero en el momento me parece casi aún más urgente y
más actual la segunda parte de mi tesis, a saber, que la historia de la iglesia es una ciencia histórica, que
trabaja según un severo método histórico. La fuerte tendencia en la dogmática actual hacia la historia de la
salvación y hacia la teología de la historia influye sobre la historia de la iglesia. En la enseñanza de la
historia de la iglesia en las escuelas medias, en parte también en las universidades, se prefiere no
entretenerse más en seguir el inaccesible y fatigoso camino de la investigación, que se rechaza a veces con

7
A. EHRHARD, Die historische Theologie und ihre Methode, en Festschrift Sebastian Merkle, Düsseldorf 1922, 117-136.
8
De esta función de la historia de la iglesi trato en mi artículo: La position de l’histoire de l’Église dans l’enseignement
théologique, en Seminarium (1967) 130-146.
un gesto de la mano como un pasatiempo erudito. Se prefiere una “teología de la historia”, en la cual pueda
ser absorbida la historia de la iglesia; se rechaza como “dualismo” el valor de una historia de la iglesia
separada de la Heilsgeschichte, que trabaje con sano método histórico; o bien se la desprecia, porque la
iglesia no ha evitado las escisiones, porque en el cumplimiento de su misión ha logrado ganar para Cristo
sólo una fracción de la humanidad, porque incluso en países antes cristianos gran parte de los hombres se
han alejado de ella, y nos presenta entonces la pregunta: ¿cómo se ha llegado a esto? La respuesta suena
habitualmente así: que la historia de la iglesia no es sino una suma de errores o de omisiones, de los cuales
no vale la pena ocuparse.
Los sostenedores de tales opiniones se consideran muy modernos. Ellos no se dan cuenta que no se
trata sino de un retorno a una concepciones que por un milenio fue la prevalente, pero que luego fue
abandonada, que debió ser abandonada, porque era inadecuada. Es verdad que Eusebio de Cesarea redactó
su historia de la iglesia en tiempos de Constantino el Grande. Pero con dificultad encontró seguidores en el
medioevo: la Crónicas universales, las Historiae Veteris et Novi Testamenti no fueron otra cosa que
“historia sagrada”, siguieron la división ya usada en la antigüedad cristiana según los seis días de la creación
y la tripartición agustiniana de la historia del mundo: ante legem, sub lege, sub gratia. El abad Joaquín de
Fiore sólo ha desarrollado esta concepción. Los pocos trabajos históricos del medioevo, que se indican como
historia de la iglesia (por ejemplo Hugo de Fleury), en realidad son tales: nos detenemos en el concepto de
historia universal como historia sagrada. Pero esta renuncia a la historia de la iglesia en el significado
propio de la palabra se demostró desastrosa cuando Martín Lutero reprochó a la iglesia romana de haber
abandonado el Evangelio, y cuando las primeras historias protestantes de la iglesia, las Centurias de Flacio
Ilírico y de sus colaboradores, intentaron probar que Lutero había sido el primero en descubrir el Evangelio.
La iglesia católica se vio obligada a demostrar su legitimidad histórica y su continuidad. El cardenal Baronio
inició sus Anales eclesiásticos, y sobre sus huellas han avanzado los grandes historiadores de la iglesia de
los siglos XVII y XVIII: la historia de la iglesia surge como ciencia histórica, alejada de la historia sagrada9.
Ella tiene su origen en la necesaria defensa de la iglesia, deberíamos decir: como un postulado, una
exigencia de la eclesiología. Es verdad que la separación de la historia de la iglesia a partir de la historia
sagrada ha promovido la secularización de la historia, el nacimiento de la así llamada “historia profana”, y
ha provocado el dualismo entre historia profana y la historia de la iglesia; pero ninguno hasta ahora ha
sabido decirme cómo se habría podido hacer de otro modo. La historia de la iglesia debía transformarse en
ciencia histórica en el sentido más fuerte de la palabra, si quería cumplir con su objetivo teológico. Y ella
debe permanecer exactamente así hoy como entonces y así también debe recurrir con aún mayor vigor al
método histórico y seguir su perfeccionamiento, si quiere ser eclesiología. Si trabajamos así, el “dualismo”
entre historia sacra e historia profana perderá toda importancia.
Os debería quedar claro ahora porqué en esta lección he elegido justamente este tema. Sois
estudiantes de una universidad católica, de la Universidad Católica italiana. Estaréis más tarde
comprometidos con la economía, con la enseñanza, tal vez con la política, y asumiendo responsabilidades,
cada uno en su puesto, cooperaréis en la aedificatio corporis Christi. La historia de la iglesia, vuestra iglesia,
pertenece en modo esencial a vuestra formación religiosa; no podéis considerarla como un privilegio de los
futuros sacerdotes, como una materia que se enseña en los seminarios, de la cual el laico católico no necesita
ocuparse. Si queréis realmente aprender a conocer la iglesia, en la cual vivís y según cuyos principios
queréis orientar vuestra vida, debéis conocer algo de su historia. El gran historiador de la iglesia Johann
Adam Möhler ya ha dicho hace cien años: “Nosotros no comprendemos el presente de la iglesia si no hemos
comprendido todo su pasado”10.
¡Comprender el presente de la iglesia! Se necesitaría una lección sólo para aclararos con ejemplos
cuán indispensable es para esta finalidad el conocimiento de la historia de la iglesia. Elijamos solamente
uno: ¿cómo podéis comprender la liturgia sin conocer algo sobre su origen y su historia? ¿Porqué el canon
de la Misa era hasta ahora excluido de la traducción en lengua vulgar? Porque en él es visible la continuidad
del opus Dei, porque se remonta a la gran plegaria eucarística que podemos reconstruir hasta Justino Mártir,
en el siglo II. ¿Porqué la liturgia ambrosiana que celebráis en Milán, no ha desaparecido con la
centralización de la liturgia del sacrificio, que fue efectuada por Pío V después del concilio de Trento?
Porque ella se remontaba a mucho más que los doscientos años que eran el mínimo requerido por Pío V para
la conservación de las liturgias propias y particulares de las diócesis y de las órdenes religiosas.

9
Cf. en este vol. el ensayo ¿Historia de la iglesia como historia de la salvación?
10
J. A. MÖHLER, Gesammelte Schriften und Aufsätze, ed. J. Döllinger, II, Regensburg 1840, 287.
Otro ejemplo es tal vez aún más convincente. Milán está justificadamente orgullosa de sus dos más
grandes obispos, san Ambrosio y san Carlos Borromeo; ninguna otra sede episcopal del mundo puede
exhibir dos santos obispos de semejante talla. Pero yo me permito preguntaros: ¿Qué sabéis de ellos, de sus
personalidades, de sus obras y de sus acciones, de su influencia en el seno de la iglesia universal?
No se puede, como dijo Möhler, comprender el momento presente de la iglesia si no se ha
comprendido todo su pasado. Cuando el papa Juan hubo anunciado el concilio Vaticano II se demostró
indispensable informarse sobre la historia de todos los concilios; de hecho el nuevo concilio era anunciado
como el eslabón de una larga cadena que se remonta al concilio de Nicea. Por eso yo escribí entonces, en el
año 1959, mi Breve historia de los concilios, que ha sido después traducida a seis lenguas; ella no fue el
único libro del género, lo siguió otra media docena de historias de los concilios de inspiración similar, dado
que se era consciente de que se debía interrogar a la historia de los concilios para estar preparados al nuevo
concilio. Se debía primero aprender a conocer la tradición de los concilios, para poder estructurar el nuevo
concilio.
Tradición y progreso: estos dos conceptos se han hecho ya durante el concilio consignas, y casi nos
sentimos tentados de decir “slogans de partido”. En realidad no existían partidos, sino corrientes que se
enfrentaban: tradicionalistas y progresistas. Yo no tengo la intención de enrolarme en una u otra; de hecho,
como historiador de la iglesia sé que los conceptos de “tradición” y “progreso” no pueden separarse uno del
otro. Ellos forman una pareja homogénea; tradición sin progreso sería cristalización, progreso sin tradición
sería revolución. La lucha en torno al significado del “aggiornamento” no habría podido comenzar en
absoluto si se hubiese interpelado la historia de la iglesia, porque se habría comprendido entonces que en la
iglesia existe lo divino, lo inmutable, y lo humano, lo mudable; se habría considerado que la Traditio sacra,
de la cual habla la constitución sobre la divina Revelación, debe ser preservada como legado fiel e invariable
del Señor; y que, al contrario, las traditiones humanae, en cuanto condicionadas por el momento histórico,
se pueden y se deben cambiar.
Vosotros tenéis la fortuna y al mismo tiempo la suerte de vivir un cambio histórico, tal como tal vez
la humanidad no ha atravesado jamás en el testimonio histórico escrito. La iglesia se encuentra en este
cambio histórico y habla a los hombres de nuestro tiempo. Si quiere ser escuchada, ella debe hablar en modo
que los hombres de nuestro tiempo la entiendan, Ella debe orientar su mensaje de fe, su culto, sus métodos
de cura de almas, hacia los hombres de hoy que quiere ganar para Cristo. Esto es “aggiornamento”. Pero la
iglesia no debe nunca olvidar que está edificada sobre la roca de la verdad divina, que es agitada por las olas
de los sucesos del mundo, pero no puede ser arrollada por estas olas, porque tiene la promesa de Cristo de
que las puertas del infierno no prevalecerán. Si estudiáis la historia de la iglesia, si la comprendéis como
teología y como historia, veréis su basamento áureo resplandecer a través del cambio de los tiempos y de los
hombres: Cristo heri, hodie et in saecula.

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