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Domingo 2º del Tiempo Ordinario - Ciclo C

«Invitaron a Jesús a las bodas»


Isaías 62, 1-5; I Corintios 12, 4-11; Juan 2, 1-11. «Invitaron a Jesús a las bodas»
El Evangelio del II Domingo del Tiempo Ordinario es el episodio de las bodas de Caná. ¿Qué
ha querido decirnos Jesús aceptando participar en una fiesta nupcial? Sobre todo, de esta
manera honró, de hecho, las bodas entre el hombre y la mujer, recalcando, implícitamente,
que es algo bello, querido por el Creador y por Él bendecido. Pero quiso enseñarnos también
otra cosa. Con su venida, se realizaba en el mundo ese desposorio místico entre Dios y la
humanidad que había sido prometido a través de los profetas, bajo el nombre de «nueva y
eterna alianza». En Caná, símbolo y realidad se encuentran: las bodas humanas de dos
jóvenes son la ocasión para hablarnos de otro desposorio, aquél entre Cristo y la Iglesia que
se cumplirá en «su hora», en la cruz.
Si deseamos descubrir cómo deberían ser, según la Biblia, las relaciones entre el hombre y
la mujer en el matrimonio, debemos mirar cómo son entre Cristo y la Iglesia. Intentemos
hacerlo, siguiendo el pensamiento de San Pablo sobre el tema, como está expresado en
Efesios, 5, 25-33. En el origen y centro de todo matrimonio, siguiendo esta perspectiva,
debe estar el amor: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella».
Esta afirmación –que el matrimonio se funda en el amor- parece hoy darse por descontado.
En cambio sólo desde hace poco más de un siglo se llegó al reconocimiento de ello, y todavía
no en todas partes. Durante siglos y milenios, el matrimonio era una transacción entre
familias, un modo de proveer a la conservación del patrimonio o a la mano de obra para el
trabajo de los jefes, o una obligación social. Los padres y las familias eran los protagonistas,
no los esposos, quienes frecuentemente se conocían sólo el día de la boda.
Jesús, sigue diciendo Pablo en el texto de los Efesios, se entregó «a fin de presentarse a sí
mismo su Iglesia resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida». ¿Es
posible, para un marido humano, imitar, también en este aspecto, al esposo Cristo? ¿Puede
quitar las arrugas a su propia esposa? ¡Claro que puede! Hay arrugas producidas por el
desamor, por haber sido dejados en soledad. Quien se siente aún importante para el
cónyuge no tiene arrugas, o si las tiene son arrugas distintas, que acrecientan, no
disminuyen la belleza.
Y las esposas, ¿qué pueden aprender de su modelo, que es la Iglesia? La Iglesia se
embellece únicamente para su esposo, no por agradar a otros. Está orgullosa y es entusiasta
de su esposo Cristo y no se cansa de tejerle alabanzas. Traducido al plano humano, esto
recuerda a las novias y a las esposas que su estima y admiración es algo importantísimo para
el novio o el marido.
A veces, para ellos es lo que más cuenta en el mundo. Sería grave que les faltara recibir
jamás una palabra de aprecio por su trabajo, por su capacidad organizativa, por su valor, por
la dedicación a la familia; por lo que dice, si es un hombre político; por lo que escribe, si es
un escritor; por lo que crea, si es un artista. El amor se alimenta de estima y muere sin ella.
Pero existe una cosa que el modelo divino recuerda sobre todo a los esposos: la fidelidad.
Dios es fiel, siempre, a pesar de todo. Hoy, esto de la fidelidad se ha convertido en un
discurso escabroso que ya nadie se atreve a hacer. Sin embargo el factor principal del
desmembramiento de muchos matrimonios está precisamente aquí, en la infidelidad. Hay
quien lo niega, diciendo que el adulterio es el efecto, no la causa, de las crisis matrimoniales.
Se traiciona, en otras palabras, porque no existe ya nada con el propio cónyuge.
A veces esto será incluso cierto; pero muy frecuentemente se trata de un círculo vicioso.
Se traiciona porque el matrimonio está muerto, pero el matrimonio está muerto
precisamente porque se ha empezado a traicionar, tal vez en un primer tiempo sólo con el
corazón. Lo más odioso es que a menudo es el que traiciona quien hace recaer en el otro la
culpa de todo y se hace la víctima.
Pero volvamos al episodio del Evangelio, porque contiene una esperanza para todos los
matrimonios humanos, hasta los mejores. Sucede en todo matrimonio lo que ocurrió en las
bodas de Caná. Comienza en el entusiasmo y en la alegría (de ello es símbolo el vino); pero
este entusiasmo inicial, como el vino en Caná, con el paso del tempo se consume y llega a
faltar. Entonces se hacen las cosas ya no por amor y con alegría, sino por costumbre. Cae
sobre la familia, si no se presta atención, como una nube de monotonía y de tedio. También
de estos esposos se debe decir: «¡No les queda vino!».
El relato del Evangelio indica a los cónyuges una vía para no caer en esta situación o salir de
ella si ya se está dentro: ¡invitar a Jesús a las propias bodas! Si Él está presente, siempre
se le puede pedir que repita el milagro de Caná: transformar el agua en vino. El agua del
acostumbramiento, de la rutina, de la frialdad, en el vino de un amor y de una alegría mejor
que la inicial, como era el vino multiplicado en Caná. «Invitar a Jesús a las propias bodas»
significa honrar el Evangelio en la propia casa, orar juntos, acercarse a los sacramentos,
tomar parte en la vida de la Iglesia.
No siempre los dos cónyuges están, en sentido religioso, en la misma línea. Tal vez uno de los
dos es creyente y el otro no, o al menos no de la misma forma. En este caso, que invite a
Jesús a las bodas aquél de los dos que le conozca, y lo haga de manera –con su gentileza, el
respeto por el otro, el amor y la coherencia de vida- que se convierta pronto en el amigo de
ambos. ¡Un «amigo de familia»!
Padre Raniero Cantalamessa
Ordén de Hermanos Menores Capuchinos
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«Lo mejor está al final»
Isaías 62, 1-5; I Corintios 12, 4-11; Juan 2, 1-11. «Lo mejor está al final»
Comenzamos ya la segunda semana del tiempo litúrgico ordinario, pero seguimos percibiendo
los ecos de las pasadas fiestas navideñas y, concretamente, los de su culminación en la
Epifanía. De hecho, tradicionalmente la liturgia ha visto la manifestación de Jesús en los
tres momentos que se han sucedido desde el 6 de enero hasta este domingo segundo: la
adoración de los Magos de Oriente, el Bautismo de Jesús y la Boda en Caná de Galilea.
El Evangelio de Juan sitúa en el contexto de una boda a la que estaban invitados Jesús con
sus discípulos y su madre María (que, a tenor del texto, estaba invitada independientemente
de Jesús). De este modo, Juan retoma una imagen central del Antiguo Testamento para
expresar la relación de Dios con su pueblo Israel: la del amor esponsal. El amor entre el
marido y su esposa expresa el máximo grado de unión, intimidad y compromiso. Dios
experimenta continuamente las infidelidades de su pueblo, que muchos textos
veterotestamentarios reflejan en términos de infidelidad matrimonial. Está de triste
actualidad, por noticias que saltan con frecuencia a los medios de comunicación, los
durísimos y crueles castigos que aquellas sociedades (y algunas de hoy) reservaban para los
pecados de adulterio, aunque sólo si estos eran cometidos por la esposa.
En el lenguaje simbólico del Antiguo Testamento, el papel de la esposa lo encarna el pueblo.
Es, pues, de esperar que las infidelidades continuas a su alianza con Dios atraigan sobre
Israel castigos que pueden llegar a su total destrucción. Sin embargo, especialmente en los
textos proféticos, la cólera de Dios por la infidelidad de su pueblo no se traduce en una
voluntad de castigo y destrucción, sino que, paradójicamente, acaba siempre en palabras de
perdón, en renovadas y conmovedoras declaraciones de amor y restablecimiento de la
Alianza, en la promesa de un desposorio perpetuo que ya no se romperá nunca. El texto de
Isaías de la primera lectura de hoy es un ejemplo elocuente (y bellísimo) de esta especie de
“locura de amor” por su pueblo, que rompe con todos los estereotipos punitivos y
vindicativos propios de esa misma sociedad, de su ley religiosa (que mandaba lapidar a las
adúlteras). Desde luego, hay que decir que, al menos en esto, la experiencia religiosa de
Israel no es en absoluto una mera proyección de ideas o convenciones humanas, pues vemos
cómo las promesas de Dios hacen caso omiso de las mismas y no tienen empacho en
contradecirlas abiertamente.
Si la revelación no ha encontrado mejor modo de expresar el amor de Dios por su pueblo que
el del amor esponsal, quiere decirse que este género de amor, por su propia naturaleza, no
puede reducirse a un capricho subjetivo, a un mero contrato de conveniencia que puede
hacerse a la ligera y disolverse del mismo modo, con consenso de las partes o sin él. Existe
en estas relaciones una exigencia de responsabilidad en su punto de partida; y una semilla
de eternidad, incondicionalidad y fidelidad en su realización en el día a día.
Así pues, no es extraño que Juan, apelando a una larga tradición bíblica, elija el contexto de
una boda para situar en ella el comienzo de la actividad pública de Jesús, y narrar en ella el
primero de los “signos” que la jalonan. De hecho, los capítulos 2-12 de este cuarto Evangelio
se han dado en llamar el “Libro de los signos”, siete en total 1. En este primer signo se
afirma con claridad que el desposorio definitivo de Dios con su pueblo se cumple ahora, en la
persona de Jesús. Con Él se pone fin a la situación de provisionalidad, penuria, postración y
vergüenza en que se encuentra el pueblo de Dios. Ahora se hace verdad que “la alegría que
encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.” En definitiva, aquí y
ahora realiza Dios lo que prometió en tiempos remotos.
El aquí es Galilea, el lugar en el que Jesús inicia su ministerio, pero también el de la
manifestación a los discípulos después de la resurrección: “Él va por delante de vosotros a
Galilea; allí lo veréis” (Mc 16, 7). El ahora es “al tercer día” (o “tres días después”, aunque la
lectura de hoy no recoge estas palabras que abren la narración de todo el pasaje). El tercer
día es para Juan el día de la glorificación de Jesús (cf. Jn 12, 23), que para él significa
tanto la hora de la cruz y la hora de la Resurrección. Así pues, se pone desde el principio el
ministerio público de Jesús en relación con el misterio de su muerte y resurrección. Es
posible que la resistencia de Jesús a intervenir ante la petición de su madre esté en
relación con esto: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”.
El texto no dice quiénes eran los esposos, no da ningún detalle sobre la posible relación de
Jesús y María con esos anfitriones anónimos. El foco de atención está totalmente centrado
en María y Jesús. María interviene ante una situación penosa (vergonzosa y humillante, en lo
que debería ser la alegría del desposorio), que recuerda la indicada antes para el pueblo de
Israel (y, en él, de la humanidad entera). Ante la resistencia inicial de Jesús, María insiste y
ordena a los servidores con una confianza absoluta: “haced lo que él os diga”. Este texto es
el primero del Evangelio de Juan en que aparece María. Juan, que ha hablado de la
“encarnación” (la Palabra se hizo carne), no había hecho mención a la madre de Jesús.
Ahora, en cambio, se ve cómo Jesús “entra” en la historia, en el sentido de su actividad
pública, en su “hora”, por la mediación de María.
La acción de Jesús, entonces, se centra en las seis enormes tinajas de piedra (“de unos cien
litros cada una”), usadas para la purificación de los judíos. El número seis refleja una
ausencia de perfección (aunque está cerca de ella, que se representa con el número siete).
Tal vez se pueda entender en el hecho de que sean de piedra una referencia a la antigua ley
de Moisés, grabada tablas de piedra; una referencia que sí puede claramente descubrirse
en el hecho de que sean para las purificaciones de los judíos: la enorme cantidad de agua
habla de la enormidad del pecado humano. En una palabra, la antigua ley, orientada a la
purificación de los pecados, se revela como imperfecta e insuficiente, se trata de una
alianza no definitiva, que prepara pero no puede otorgar la plenitud de la salvación. La
penosa situación que se ha creado en lo que debería ser una fiesta también habla del
agotamiento de la ley mosaica y, probablemente, de la insuficiencia del Bautismo de Juan.
Pero es una insuficiencia que no implica un rechazo o una condena. Igual que Jesús se
somete al Bautismo de Juan y lo supera, bautizando con Espíritu Santo y fuego, ahora Jesús
realiza la superación de la antigua ley partiendo de ella.
Así, Jesús manda llenar las tinajas de agua y, sin más preámbulos, ordena llevarle un poco al
mayordomo. Se ve que la acción de Jesús no está dirigida simplemente a resolver un apuro
ocasional. En primer lugar, llama la atención la cantidad exagerada de agua y de vino: unos
seiscientos litros. En segundo lugar, se subraya su extraordinaria calidad. Ni una cosa ni
otra tienen sentido en relación con la situación creada: ni hacía falta tanto vino al final de la
fiesta, ni era necesaria esa alta calidad, dado el estado de los invitados. Es decir, Jesús
“dice” con su signo algo muy distinto: la superabundancia del vino es señal de que los tiempos
mesiánicos se han inaugurado, de que el Reino de Dios se ha hecho presente. Y esta nueva
etapa supera en mucho a la anterior. El vino nuevo y festivo de las bodas de Dios con su
pueblo es mucho más y mucho mejor que la vieja ley y los antiguos ritos de purificación.
Aunque, como ya se dijo, no haya de faltar el sufrimiento de la cruz. En el vino nuevo se
prefigura también la sangre derramada en la Cruz, con la que Jesús, el Cordero inmaculado,
sella una alianza nupcial nueva y definitiva. Con otras palabras, viene a decir lo mismo Pablo:
“donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20).
Ahora entendemos por qué los esposos de estas bodas de Caná no aparecen por ningún lado.
El verdadero esposo es aquí Dios, en el rostro de Jesús, nuevo Adán; y la esposa, la Mujer,
nueva Eva, es la madre de Jesús, que representa a todo el nuevo pueblo de Dios. Dios reúne
de nuevo a su pueblo, en el que la ley está escrita en el corazón y que hace lo que él les dice,
un pueblo que, como María, escucha y acoge la Palabra y la pone en práctica.
Todo lo que sucede en Caná de Galilea tiene el sentido de una Epifanía, de una revelación.
Por ello, los discípulos, primicias tras María, del nuevo Israel, sienten fortalecerse su fe en
él.
Por la fe, los discípulos se convierten en servidores del vino nuevo del Reino de Dios.
Realmente, es significativo el papel de los servidores de la boda. El texto dice que el
mayordomo no sabía de dónde venía ese vino, mientras que los servidores sí lo sabían. Esto
significa, tal vez, en primer lugar, que el vino del Reino de Dios es ofrecido a todos sin
excepción: a los que reconocen a Cristo y a los que todavía no lo conocen. Es decir, los
frutos positivos del Reino de Dios, el reconocimiento de la dignidad del hombre como imagen
e hijo de Dios, los valores del perdón y la misericordia, la solidaridad y la acogida del
extraño, y así un largo etc., son parte de ese vino nuevo que muchos beben sin saber de
dónde viene. Mientras que, en segundo lugar, los servidores del vino, los que lo recogen y
distribuyen, sí saben de dónde viene. ¿No hemos de ver en éstos a la imagen de los
discípulos y creyentes de Jesús, que hacen lo que él dice y sirven a los demás
desinteresadamente, dándoles de los frutos de la acción de Cristo, que inaugura una nueva
etapa en las relaciones entre Dios y los hombres?
Los creyentes como servidores de la comunidad de hermanos, pero también de la humanidad
entera, según la diversidad de dones que cada uno ha recibido del Espíritu, es una imagen
paulina que expresa bien el núcleo de nuestra vocación cristiana.
Así que, hoy, en Caná de Galilea, Jesús empieza sus signos, crece nuestra fe de discípulos en
él, y esto nos da más fuerza para hacer lo que nos dice y servir mejor (el vino nuevo de la
filiación divina y la fraternidad) a todos los seres humanos, nuestros hermanos.

1 Juan no habla de “milagros”, sino de signos o señales de la presencia del Reino de Dios o del cumplimiento de
las antiguas promesas precisamente en la persona de Jesús. Estos siete signos son: la conversión del agua en
vino; la curación del hijo del funcionario real (4,43-54); la curación del paralítico junto a la piscina de Betesda
(5,1-9); la multiplicación de los panes (6, 1-13); Jesús camina sobre las aguas del lago (6,16-21); el ciego de
nacimiento (9,1- 12); y la resurrección de Lázaro (11,1-57).
José María Vegas
Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María
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HOMILIA
Los misterios celebrados y vividos en el tiempo de Navidad, han concluido con la fiesta del
Bautismo de Jesús que celebramos el Domingo pasado y ahora, en el tiempo ordinario,
asistimos al comienzo de su vida pública, y por lo tanto, al comienzo de su predicación y de
su actividad pastoral. El Evangelio de San Juan nos ha presentado un pasaje conocido, la
Boda de Caná donde Jesús comienza sus signos, comienza a manifestarse como el Mesías
esperado. En este relato utilizando el símil del vino, se nos presenta lo nuevo frente lo
antiguo, el vino nuevo es el mensaje de Jesús frente a las tradiciones de los judíos que es lo
antiguo. Con la presencia de Jesús se inicia una nueva época, la época de la presencia
salvadora de Dios como entrega de si mismo y como amor personificado del Padre; Dios ya
no está lejos, sino que se hace realidad en Él. A partir de ahora, este Dios presente en
Jesús es el que nos vamos a encontrar en sus dichos y hechos. Lo antiguo ha pasado, el
judaísmo queda atrás, se abre una nueva etapa, una nueva época en la que Jesús es
protagonista. Para comprender esa época tendremos que comprender y aceptar a Jesús.
Este cambio no es aceptado por todos, muchos siguen prefiriendo el vino viejo, frente al
nuevo, son aquellos que no aceptan la novedad de Jesús y se quedan con las viejas
tradiciones y los viejos ritos.
Siguiendo con el ejemplo de la boda, la primera lectura nos presenta la relación de Dios con
su pueblo. Es tan grande su amor hacia nosotros, que no tiene reparos en desposarse con
nosotros: “Ya no te llamarán abandonada, a ti te llamaran mi favorita, porque el Señor te
prefiere a ti. La alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios
contigo”. Esto acabamos de escuchar en la lectura del profeta. ¿Podremos entonces
predicar una imagen de Dios que no sea la del amor total y gratuito, intenso hacia nosotros?,
¿Cómo pensar que nuestro Dios nos puede guardar rencor?, sólo tiene una explicación,
porque nosotros trasladamos a Dios, nuestros propios sentimientos y nuestra propia manera
de actuar y de ser, pero nuestro Dios nos es así. Es verdad que esa relación con Dios, exige
que nosotros le devolvamos el amor que el nos tiene siendo fieles a nuestro compromiso, y
esto es lo que de verdad tendría que preocuparnos. Yo tengo que responder a ese amor de
Dios, amándolo a Él, y amando a las personas en las que el se manifiesta que son las que más
cerca tengo de mí.
La segunda lectura de la carta de San Pablo a los Corintios, nos introduce en el Octavario de
Oración por la Unidad de los Cristianos que comienza el día 18 y termina el día 25 con la
fiesta de la Conversión de San Pablo. Es esta una celebración que pasa muy desapercibida
entre nosotros, pero de una gran importancia para la vida de la Iglesia. A lo largo de la
historia, los seguidores de Jesús, han hecho cosas que no están bien, hemos hecho cosas de
las que hay que saber arrepentirse, hemos hechos cosas que nos responden a lo que Jesús
hizo, y sobre todo a lo que Jesús nos dijo que teníamos que hacer. Uno de sus discursos que
despedida que recoge el evangelista San Juan, pedía a los suyos que estuvieran unidos “Que
todos sean uno”. Este testamento de Jesús no hemos sabido llevarlo a la práctica. Los que
en la actualidad creemos en Jesús católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos no
estamos unidos, somos muchos los que lo seguimos, pero lo hacemos desde Credos y
confesiones distintos. Todos somos cristianos, todos tenemos como centro de nuestras
vidas a Jesús, pero lo hacemos desunidos, no aceptando todos lo mismo en lo que dice
relación con las verdades de fe. Por eso en esta semana se pedirá en todo el orbe cristiano
para que poco a poco se vaya superando lo que nos separa y se consigan dar pasos por la
unidad de todos, esto sólo se podrá lograr dejando de lado posiciones intransigentes.
Le pedimos al Señor, por todas estas cosas, para que el señor nos siga dando fuerzas a la
hora de la construcción de un mundo mejor, más humano y solidario, pedimos los unos por los
otros, especialmente por aquel que más lo necesite, pedimos por todos los que sufren, por
los pobres, por los que están solos, sin nadie que los ayude en su soledad, pedimos por todos
los que a nuestro lado nos necesitan y nosotros les damos de lado.
Autor: Antonio Pariente
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HOMILIA
(Is 40,1-5.9-11; Tt 2,11-14.3,4-7; Lc 3,15-16.21-22)
Con el domingo de hoy, Bautismo del Señor, cerramos el ciclo litúrgico de la Navidad. Vemos
en la primera parte del evangelio que Juan el Bautista, último profeta del Antiguo
Testamento, tiene como función preparar la llegada del Mesías; a partir de este momento,
Jesús, el salvador de toda la humanidad, será el centro de la historia. Juan el Bautista no
intenta usurpar un puesto que no le corresponde, ni tiene la pretensión de hacerse pasar por
el Mesías. Él era solamente la voz que preparaba el camino de quien es mucho más fuerte
que él (3,16). El Bautista, hombre humilde, reconoce que no es nadie en comparación con
aquel cuyo camino está preparando. Con una actitud humilde hacia Jesús, dice de él: yo no
merezco desatarle la correa de sus sandalias (3,16). Desatar las sandalias era misión propia
de esclavos. El Bautista ante el Mesías se siente siervo, esclavo. No es fácil reconocer que
no somos los mejores sino que hay otros mejores que nosotros. Para reconocer esto se
requiere de auténtica humildad.
La segunda parte del texto evangélico, más que centrarse en el Bautismo de Jesús, el
evangelista pone el acento en la manifestación de Dios; éste es el centro de la escena, no el
bautismo, sino los hechos que le acompañan: se abren los cielos, el Espíritu desciende sobre
él y se oye una voz que anuncia la identidad de Jesús. (3,22). El bautismo y la oración de
Jesús son simples circunstancias para encuadrar el hecho. Jesús se pone en la fila de los
pecadores, que habían acudido a bautizarse; se siente solidario con ellos. El bautismo de
Jesús es como la preparación inmediata a su vida pública, es la primera manifestación como
el Mesías, como el Hijo de Dios.
En el relato aparece –como hecho fundamental– toda la Trinidad actuando y revelando quién
es aquel personaje que se bautiza: Es el Hijo de Dios, el ungido, el Mesías, el siervo de Dios.
Sobre él testifica el Padre afirmando quién es su Hijo para Él, y afirmando de Él que es el
amado y en quien se complace. Es Dios mismo, no el Bautista, quien diseña los rasgos de su
Hijo. La paloma es símbolo del Espíritu de Dios que invadió a los profetas, pero que ahora
viene en plenitud sobre el Mesías; sirve para indicar que con la venida del Señor se da una
presencia total de Dios, y que consagra a Jesucristo para su misión salvífica. Ya el profeta
Isaías había afirmado del Mesías: Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido, en quien
me complazco. He puesto mi espíritu sobre él. En este siervo vemos la figura de Jesús, el
preferido por Dios, porque con sus sufrimientos, salvará a su pueblo. (Is 42,1). Y en el
prefacio de la misa rezamos: Hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo
creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en
forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en Él al
Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres.
La Palabra de Dios nos invita hoy, como comenta S. Agustín, a contemplar el rostro de
Jesús: en aquel rostro nosotros llegamos a entrever también nuestros trazos, los de hijo
adoptivo que nuestro bautismo revela. El Evangelio no es algo de ayer que ya no nos afecta,
ni algo que ocurrirá en un futuro lejano. El Evangelio es hoy, es actualidad, es ahora. Dios
nos engendra como hijos suyos siempre, nunca deja de ser Padre. La filiación es una
constante, porque la salvación ocurre en el presente de cada persona. Y porque el Padre
tiene complacencia en su Hijo nuestro salvador, también los creyentes somos aceptados
como hijos suyos y si aceptamos a Cristo como nuestro salvador, también el Padre tendrá su
complacencia en nosotros.
Autor: Vicente Martín
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«La alegría de la familia de Dios»
La celebración de una boda es uno los momentos más gozosos en las familias. Supone en la
vida de la familia el comienzo de una nueva etapa. Un chico y una chica dejan sus familias
para formar una nueva. No es motivo para estar tristes sino lo contrario. La familia se
agranda y, lo más importante, se abre a la vida. El casamiento de uno de los hijos o hijas
significa que vendrán nuevos miembros a enriquecer la vida de la familia. Al casarse uno de
sus miembros, la familia entera celebra que la vida no se termina sino que se abre al futuro
con esperanza. El apellido familiar seguirá vivo. La vida sigue y se recrea.
Un matrimonio también supone una promesa de amor entre los que se esposan. Es un amor
para siempre y para todo. Sin límites. Hecho de total generosidad y entrega mutua. Gratuito
y sin pedir nada a cambio. Es un amor capaz de crear vida. Los demás miembros de la familia
quizá han vivido más, tienen más experiencia, saben que ese amor a veces pierde fuerza,
comete errores, no siempre es fiel al impulso primero. Pero la promesa de los esposos es un
signo de que vale la pena seguir persiguiendo ese ideal tan difícil de conseguir. Por esto para
todos los que participan en una boda, ésta es siempre una celebración de la vida y el amor.
No es casualidad que Jesús comience su vida pública participando en una boda y alargando
sin límites la alegría de los participantes. No otra cosa puede significar la exorbitante
cantidad de agua que Jesús convierte en vino. Además, según la opinión del mayordomo, es el
vino mejor. La presencia de Jesús trae a la boda –la fiesta humana por excelencia, la fiesta
de la vida– la presencia del vino mejor. Es la mejor bendición para la vida y el amor que
celebraban aquellas familias. El vino mejor es el signo de que la vida que nos trae Jesús
vence a la muerte.
Las bodas, la alegría, el vino mejor, todos son signos que nos hablan de que el encuentro
entre Dios y la humanidad que se produce en Jesús es el encuentro con la verdadera Vida,
con la que no se termina; es el encuentro que dará lugar a la familia definitiva, en la que
todos nos reconoceremos como hermanos y hermanas reunidos en la mesa del padre de
todos, Dios, allá donde no habrá más muerte ni tristeza. Como en las bodas, esta celebración
no es más que el comienzo de una nueva familia. No es todavía más que una promesa, pero
una promesa de vida en plenitud. Vivir en cristiano es vivir en esperanza y en alegría.
Para la reflexión
¿Vengo a misa cada domingo con la alegría de encontrarme con mis hermanos y hermanas
para celebrar la vida que Dios nos da? ¿Ser cristiano es para mí motivo de gozo? ¿En qué se
me nota? ¿En qué se nota en mi familia?
Autor: Fernando Torres
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Homilia
Hoy se comienza la primera parte del tiempo Ordinario del Año. Como su nombre lo indica,
se trata de un tiempo menos fuerte, en el que los cristianos nos dedicamos a poner en
práctica todo el vigor obtenido después de los tiempos preparatorios de Adviento y
Cuaresma, y las grandes fiestas de Navidad y Pascua.
Este tiempo quedará interrumpido con el comienzo de la Cuaresma, y continuará luego, hasta
el final del año litúrgico, al siguiente día de la fiesta de Pentecostés.
Si bien la primera semana del tiempo ordinario comienza al día siguiente de la fiesta del
Bautismo de Jesús, ésta toma el lugar del primer domingo. Por eso hoy estamos celebrando
el segundo.
El mensaje de cada domingo lo dan la primera lectura y el evangelio, a los que se suma,
ordinariamente, el salmo responsorial. La segunda lectura es continuada de algún libro de la
Escritura, por lo que no coincide, como no sea accidentalmente, con el mensaje propio de
cada domingo.
El de este domingo tiene que ver con el matrimonio, al que hace referencia san Pablo al
decir: Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Efesios 5,32). El apóstol
está hablando en dicha carta de que los esposos deben amarse como Cristo ama a la Iglesia,
que estuvo dispuesto a derramar su sangre, dar su vida, por amor a ella.
El símbolo del desposorio entre Dios y la humanidad, representada en el Antiguo
Testamento por el pueblo de Israel, lo trae también la primera lectura: Como un joven se
casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con
su esposa, la encontrará el Señor contigo (62-5).
Así como Dios nos ama y nos demuestra su amor tanto en lo material como en lo espiritual,
así también debe ser entre los esposos.
Dios actúa constantemente en el mundo para darnos lo necesario para la vida. Hablando en
el Areópago de Atenas, Pablo explicaba a los paganos sobre el “Dios desconocido”,
diciéndoles: “... pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28).
Si nosotros tenemos que responder al amor de Dios con nuestra decisión de poner nuestras
vidas en sus manos, y tratar por todos los medios de cumplir su voluntad, también los
esposos tienen como especialísima misión el ayudarse, agradarse y hacerse felices el uno al
otro. Esta sería como la característica especial de los esposos. Un hombre puede ser muy
bueno en su profesión, pero si no es capaz de hacer feliz a la esposa, como esposo dejaría
mucho que desear. Y lo mismo vale para la esposa.
El problema estriba en cómo lograr que los dos esposos puedan vivir felices como tales, sin
ser ninguno de ellos causa de infelicidad para el otro.
La respuesta estaría en el amor. Si una pareja va al matrimonio sin estar realmente
enamorados el uno del otro, podríamos asegurar que aquella unión terminará en fracaso.
Con todo, sabemos de muchas parejas que han llegado al matrimonio muy enamoradas, y
después de algún tiempo se separan porque han agotado el vino sabroso que era su amor. La
vida se les ha hecho agua.
Hacer agua, en lenguaje marítimo, es cuando por algún lado entra la misma al barco
poniéndolo en peligro de naufragar. Pero aquí lo relacionamos con el evangelio de hoy. Jesús,
a sugerencia de su amada Madre, hizo su primer milagro cambiando agua en vino, para evitar
que los novios de Caná pasaran por el bochorno de que, en medio de la fiesta, se quedaran
sin vino que brindar a los convidados.
En el sacramento del matrimonio, que lamentablemente tantos que se llaman cristianos
pasan por alto, perdiéndose así las gracias que hubieran recibido, Jesús, al igual que en las
bodas de Caná, cambia agua en vino, pero en el sentido de que santifica el amor de los novios
que se transforman en esposos, y se compromete a estar con ellos para que su amor nunca
perezca.
La gracia del sacramento, con todo, no es un antídoto contra el desamor. Se supone que los
esposos cristianos, al contraer matrimonio, se comprometen a cooperar con la gracia divina,
haciendo que el amor que tienen siga creciendo sin fin, pues no hay límites para amar.
Esto significa también que ambos están comprometidos a buscar la ayuda de Dios por medio
de la oración y de una vida realmente cristiana. Cuando dos que recibieron el sacramento,
después dejan de asistir a la Eucaristía dominical, se retraen de la práctica de la fe, pasan
por alto la oración y se vuelven paganos prácticos en su vida, nada podrá detener el
deterioro, y aquel vino sabroso de la gracia se convertirá en un vinagre que amargará sus
vidas y terminarán por romper su compromiso sagrado.
Esto llevará consigo tambien el dolor de los hijos y la destrucción del hogar. No se puede
jugar ni con el amor ni con la gracia de Dios. Los que se casan deben estar seguros de su
amor. Si hay dudas es mejor posponer el matrimonio que entrar en una lotería del desastre.
Pues nada bueno puede esperarse de algo que comienza mal.
Padre Arnaldo Bazan
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«POR AMOR DE SIÓN, “POR AMOR A JERUSALEN»
Fuera ya del tiempo de Navidad, la liturgia de hoy todavía se detienen a saborear algo de lo
que en ese tiempo se nos ha dado. El Evangelio nos habla de un misterio nupcial: «había una
boda». Cristo aparece como el Esposo que celebra el festín de las bodas con la Esposa, la
Iglesia, cuyo modelo es María –«la mujer»–. En efecto, la liturgia de Navidad nos ha hecho
contemplar el misterio de la encarnación como los desposorios del Verbo con la humanidad.
A la luz del evangelio, la primera lectura expresa este amor apasionado de Cristo por su
Iglesia, a la que anhela embellecer y adornar con su propia santidad: “por amor a Jerusalén
no descansaré, hasta que irrumpa su justicia como una luz radiante y su salvación, como una
antorcha encendida”. La Iglesia, antes abandonada y devastada, ahora es la “Desposada”. El
amor de Cristo, lavándola y uniéndola consigo, la ha hecho nueva: “tú serás llamada con un
nombre nuevo, puesto por la boca del Señor”. Más aún, la ha engalanado, depositando en ella
sus propias gracias y virtudes, la ha colmado de una gloria que es visible para todos los
pueblos.
El salmo 95 –típico del tiempo de Navidad– canta estas maravillas obradas en la Iglesia
Esposa, invitando “Canten al Señor un canto nuevo, cante al Señor toda la tierra”, es una
invitación a unirse a su alabanza. Es un himno exultante: “Anuncien su gloria entre las
naciones, y sus maravillas entre los pueblos”, pues la gloria de la Iglesia le viene de su
Esposo. “Canten al Señor un canto nuevo”, pues la Iglesia que ha sido renovada por la gracia
de la Navidad es capaz de cantar de manera nueva.
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
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«Tú eres mi Hijo, el amado»
La Iglesia sigue bautizando a los niños. Sigue fiándose de los padres que piden el bautismo
para sus hijos, sin exigir una demostración de la fe de los padres. Basta con que ellos se
declaren creyentes que quieren que sus hijos también lo sean. A la Iglesia le basta esa
palabra y el compromiso de que los padres educarán cristianamente a los hijos. Pero eso es
sólo un comienzo. Con el tiempo, y a lo largo de toda la vida, cada uno de los bautizados tiene
que ir asumiendo plenamente el significado del propio bautismo. Pero eso es verdad también
del que se bautiza de adulto. Durante toda su vida tiene que tratar se asimilar lo que
significa haber sido bautizado en Cristo Jesús.
El bautismo es un sacramento, un gesto profético, que expresa una realidad de gracia divina.
Hoy día desgraciadamente el signo bautismal ha quedado reducido a echar un poco de agua
sobre la cabeza del niño y no se ve claramente lo que queremos expresar. El bautismo de
Jesús en el Jordán o el de los adultos en la Iglesia primitiva en una especie de piscina
manifestaba claramente su contenido. Con la inmersión en el río, Jesús hacía suyo un gesto
de algunos grupos judíos y en especial de Juan Bautista. Se trataba de un gesto de
conversión, y por tanto, de ruptura con el pasado. En las aguas del río quedaba sepultada una
manera de vivir. Del agua salía una persona nueva, transformada por el Espíritu de Dios (Lc
3,15-22). Todos los que habían experimentado esa transformación formaban la comunidad
de los salvados.
Hasta entonces Jesús había vivido al lado de su madre en Nazaret dedicado a su profesión
de artesano. Llamativamente no se había casado, sin duda porque intuía que algo nuevo
estaba ocurriendo que iba a cambiar totalmente su vida. Cuando oyó a Juan Bautista hablar
de la venida del Reino de Dios, vio claramente que su vida tenía que estar al servicio del
Reino y que no podía dedicar su tiempo a una familia y a una profesión.
La venida del Espíritu Santo sobre Jesús inaugura la llegada de los tiempos definitivos y
hace de Jesús el profeta de esa nueva era, marcada por la venida del Reino de Dios. Jesús
se hace el mensajero de esa Buena Noticia, de ese Evangelio, que anunciaban ya de antiguo
los profetas (Is 40,1-5.9-11). Se realiza así la promesa de la irrupción de Dios en la historia.
El Señor viene con poder a ejercer su realeza, su dominio sobre Israel y sobre todos los
pueblos. Él va a instaurar la justicia y el derecho. Jesús, ungido con el Espíritu, tendrá una
fuerza especial para poner su vida al servicio de la causa del Reino.
También el bautismo cristiano es un gesto profético, pero ahora cargado de un sentido
cristológico. Al sumergirse en el agua, el creyente se sumerge en la muerte de Cristo. Se
muere con Él a todo lo que significa el mundo del pecado y del mal. En el bautismo lo
expresamos mediante las tres renuncias, formuladas de manera tradicional como el mundo,
el demonio y la carne. Renunciamos a todo lo que es opuesto al Reino de Dios. Pero sobre
todo el bautismo nos hace experimentar la resurrección de Jesús. Al salir del agua somos
una criatura nueva, ungida con el óleo del Espíritu Santo que hace de nosotros, como gusta
decir el Papa Francisco, “discípulos misioneros”, miembros de un pueblo de profetas,
sacerdotes y reyes. Se nos vistió un vestido blanco para significar esa vida nueva, la vida
misma de Jesús, la vida de Dios. Hicimos la profesión de fe, a través de la cual, acogíamos a
Dios en nuestras vidas.
A través del bautismo acogemos la bondad de Dios y su amor al hombre manifestados en el
acontecimiento de Cristo Jesús (Tit 2,11-14;3,4-7). Nosotros no habíamos hecho nada para
merecerlos. Ha sido un regalo de su misericordia. De la misma manera que la vida es un don
de Dios, este segundo nacimiento, realizado en el bautismo, es el don por excelencia que
Dios nos hace, es el don de su Espíritu que renueva todas las cosas. Renovemos hoy con gozo
nuestras promesas bautismales, que comportan un compromiso a favor del Reino de Dios y
una lucha contra todo lo que se opone a él.
Autor: P. Lorenzo Amigo
sacerdote marianista
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BENEDICTO XVI –ÁNGELUS-
Plaza de San Pedro Domingo 17 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo se celebra la Jornada mundial del emigrante y del refugiado. La presencia de
la Iglesia al lado de estas personas ha sido constante en el tiempo, alcanzando objetivos
singulares a principios del siglo pasado: baste pensar en las figuras del beato obispo Juan
Bautista Scalabrini y de santa Francisca Cabrini. En el mensaje que envié para la ocasión
llamé la atención sobre los emigrantes y los refugiados menores de edad. Jesucristo, que
recién nacido vivió la dramática experiencia del refugiado a causa de las amenazas de
Herodes, enseña a sus discípulos a acoger a los niños con gran respeto y amor. En efecto,
también el niño sea cual sea su nacionalidad o el color de su piel, debe ser considerado ante
todo y siempre como persona, imagen de Dios, que se ha de promover y tutelar contra todo
tipo de marginación y explotación. En especial, es necesario poner el máximo cuidado para
que los menores que viven en un país extranjero tengan garantías a nivel legislativo y, sobre
todo, se les acompañe en los innumerables problemas que deben afrontar. A la vez que animo
encarecidamente a las comunidades cristianas y a los organismos que se dedican al servicio
de los menores emigrantes y refugiados, exhorto a todos a mantener viva la sensibilidad
educativa y cultural hacia ellos, según el auténtico espíritu evangélico.
Hoy por la tarde, casi veinticuatro años después de la histórica visita del venerable Juan
Pablo II, me dirigiré a la gran sinagoga de Roma, llamada Templo mayor, para encontrarme
con la comunidad judía de la ciudad y abrir una nueva etapa en el camino de concordia y
amistad entre católicos y judíos. De hecho, a pesar de los problemas y las dificultades,
entre los creyentes de las dos religiones se respira un clima de gran respeto y de diálogo,
atestiguando cuánto han madurado las relaciones, y el compromiso común de valorar lo que
nos une: la fe en el único Dios, ante todo, pero también la tutela de la vida y de la familia, la
aspiración a la justicia social y a la paz.
Recuerdo, por último, que mañana comienza la tradicional Semana de oración por la unidad
de los cristianos. Cada año, para cuantos creen en Cristo, constituye un tiempo propicio para
reavivar el espíritu ecuménico, para encontrarse, conocerse, orar y reflexionar juntos. El
tema bíblico, tomado del evangelio de san Lucas, recoge las palabras de Jesús resucitado a
los Apóstoles: "Vosotros seréis testigos de esto" (Lc 24, 48). Nuestro anuncio del Evangelio
de Cristo será tanto más creíble y eficaz cuanto más estemos unidos en su amor, como
verdaderos hermanos. Por tanto, invito a las parroquias, a las comunidades religiosas, a las
asociaciones y a los movimientos eclesiales a orar sin cesar, de modo especial durante las
celebraciones eucarísticas, por la plena unidad de los cristianos.
Encomendemos estas tres intenciones —nuestros hermanos emigrantes y refugiados, el
diálogo religioso con los judíos y la unidad de los cristianos— a la intercesión maternal de
María santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia.
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HOMILIA
Jesús comienza sus milagros cuando empieza a predicar, no lo hace como signo de poder o
de sometimiento a los demás sino como un servicio de la presencia de Dios. El primer milagro
del Señor sucede, y no por casualidad, en una boda.
La Biblia varias veces y de distintas maneras, se pregunta qué amor humano es el más
parecido al amor que Dios nos tiene. Si todo amor por sí mismo es señal de la presencia de
Dios, el matrimonio es la referencia más clara de este amor divino que está en las personas.
¿Por qué el matrimonio se utiliza una y otra vez como una relación referida a Dios con su
pueblo y a su pueblo con Dios? Veamos algunas de las características de lo que debe ser un
auténtico matrimonio:
º Entregarse en plenitud desde la intimidad y la exterioridad al otro.
º Donarse al otro.
º Fortalecer la fidelidad como en ningún otro tipo de relación humana.
Podemos citar muchos otros elementos de la auténtica vida matrimonial, pero todo queda
resumido si decimos que amarse no significa mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la
misma dirección. Ese es el amor que Dios nos tiene; así es el amor de Dios en nosotros. Vivir
con Dios es mirar hacia la dirección que Él mira.
La escena de la Palabra de hoy es como un breve manual de milagros donde se nos indica el
papel que Dios hace y el del ser humano que recibe y se deja hacer.
María es la primera que se da cuenta de la falta de vino y es la primera que intercede ante
Jesús. En el camino del cristiano la Virgen está siempre atenta a nuestras carencias y
necesidades, fijándose en nuestras cosas para presentarlas ante el Señor. Sólo ella sabía
cuál era el problema y quién lo podía resolver.
En nuestra vida hay muchas personas que son como María, que interceden ante Dios por
nosotros y por nuestras indigencias. Seguro que en nuestro camino de fe hemos tenido y
tenemos a personas que le hablan a Dios de nosotros y de nuestros problemas y
dificultades. Tenemos que preocuparnos de las necesidades y problemas de los demás, de
nuestros amigos y de los que no lo son tanto. Nuestra jornada diaria tiene que tener
siempre un buen rato de charla íntima con el Señor para susurrarle al oído las carencias de
los que nos rodean.
La respuesta de Jesús es un tanto desconcertante; es como si el Señor dijese "qué tengo
que ver con esto. Esto no es de mi incumbencia..." y le da la razón de su respuesta: "Mi hora
aún no ha llegado". María le invita a que haga algo, pero Jesús esperó al final para hacerlo,
cuando ya se había acabado el vino. En la vida nos pasa otro tanto. Muchas veces sólo al final
de nuestro recorrido y dificultades es cuando vemos la mano de Dios.
Un aspecto importante es la respuesta que da María: "Hagan lo que Él les diga". Quienes
esperan un favor o un milagro de Cristo han de estar dispuestos a cumplir sus órdenes.
Muchos milagros no se realizan en la vida de las personas porque viven más que sordos a las
indicaciones de Dios. El hacer lo que Él dice es mostrarnos el camino para llegar al buen
resultado de nuestra vida.
La fidelidad de Dios es la garantía de que no nos dejará nunca solos. Quienes cumplieron
fielmente sus indicaciones fueron los que colaboraron en el milagro.
Una de las primeras problemáticas sociales de nuestro tiempo son las surgidas de la vida
matrimonial. Muchas veces los matrimonios se convierten como aquella boda en Caná de
Galilea. Se comienza con el entusiasmo inicial pero con el paso del tiempo ese amor primero
se consume o se acaba y llega incluso a faltar. Cuando esto ocurre, ya no hay nada que
ofrecer ni a los hijos, ni a los amigos, ni a los familiares, ni siquiera a sí mismos... El
matrimonio se convierte en una rutina que nos deja bien claro que somos infelices. ¿Qué
hacer cuando se ha llegado a este vacío?
Siempre le digo a los novios que inviten a Jesús a su boda, o lo que es lo mismo: que Dios
tenga en el matrimonio en puesto de honor en la mesa, en la mente, en el corazón. Una vida
matrimonial con Dios es garantía plena de felicidad. Pero teniendo los pies en el suelo
sabemos que muchas veces uno de los dos contrayentes no es cristiano, puede que incluso no
sea ni creyente, ¿Qué hacer entonces? Pues el que cree que plantee al Señor la petición de
María: "Señor, no te tiene a Ti..." y esperar y hacer lo que Jesús quiere para que se obre el
milagro.
Muchas personas llegarán a la fe no por la catequesis ni los catecumenados sino por la
persona con la que se casaron. Sabemos que esto fue lo que ocurrió en los primeros siglos de
nuestra fe. El esposo o la esposa cristianos fueron un Evangelio que interrogó al otro hasta
conducirles al Señor. Puede ser que en tu casa, a pesar de las dificultades y los desalientos,
hoy Dios esté diciéndote "llena de agua estas tinajas", o lo que es lo mismo: "pon en práctica
lo que te digo", y así comenzará el milagro: Dios poniendo de su parte y tú de la tuya; sin
este equilibrio no puede darse ningún milagro ni ninguna felicidad.
***
1. ¿Qué es para ti un milagro?
2. ¿Qué milagros ha realizado Dios en tu vida?
3. ¿Qué condiciones son necesarias para que se dé un milagro?
4 ¿Cómo nos habla Dios hoy?
5. ¿Cómo podemos interceder ante Dios por los demás? ¿Qué condiciones son necesarias?
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HOMILIA
Imagínense que el programa "Corazón Corazón" comenzara, un día, así:
Les presento a Rubén y Carmen. Llevan diez años casados y tienen dos niños muy felices.
Van a la iglesia todos los domingos, son voluntarios en actividades parroquiales, aman a sus
padres y ayudan a sus hijos con sus deberes.
No se han pegado nunca. No han tenido aventuras extramatrimoniales. No tienen ninguna
adicción.
Una pareja feliz que no se está recuperando de nada y no necesita de ninguna terapia.
"Rubén y Carmen, ¿cómo es que ustedes son tan "anormales? ¿Les gusta una vida así"?
"No tenemos ninguna queja. Cada día estamos más felices y más fortalecidos y más
bendecidos".
Según el evangelio de hoy, esta es una pareja a la que no le falta el vino porque lo encuentra
en el Señor, en la fe.
Otras muchas parejas buscan el vino en mil adicciones.
Las palabras de María, en el evangelio de hoy, me recuerdan una conversación que tuve con
un niño de cuatro años. El pequeño vio que tenía una herida en un dedo y me preguntó: "¿Ya
se lo has enseñado a mi papá?. Él te lo puede curar".
Me conmovió la confianza de aquel niño en su papá, que podía curar las heridas.
María vio una necesidad, en la boda, y con confianza se dirigió a su hijo y le dijo: "No tienen
vino".
Nosotros ya sabemos lo que sucedió: el agua, es decir, el aburrimiento, la vergüenza, el
sufrimiento, la tristeza... se convirtió en vino: alegría, animación, abundancia, vida...
"No tienen vino". Se convierte en un gran símbolo. El símbolo de un mundo roto. El símbolo
de una vida rota.
Miramos a nuestra vida o a la vida de las personas que conocemos; miramos a nuestras
pérdidas necesarias e innecesarias. Nos miramos en el espejo y nos oímos decir: "Ya no
tengo vino". ¿Lo has dicho alguna vez? Seguro que sí.
Ya no tengo paciencia. Ya me he quedado sin fe. No tengo dinero. Ya no confío ni en mi
mujer. La luna de miel se acabó. La vida es insoportable. Cuando dices alguna de estas cosas
estás afirmando que te has quedado sin vino.
El problema no está en que te hayas quedado sin vino o que tengas una herida en el dedo o
en el corazón. El problema es éste: ¿hay una madre o un niño de cuatro años que se dé
cuenta y te ofrezca ayuda o te indique donde puedes conseguir una buena ayuda, un buen
consejo...? Aquí viene en nuestra ayuda el evangelio de hoy. Jesús quiere entrar en nuestra
vida con su poder para transformar nuestra miseria en el vino del crecimiento y de la
realización.
Jesús contó con la ayuda de aquellos sirvientes y necesita también nuestra ayuda para
seguir realizando nuevos signos.
Jesús no resolvió los problemas del mundo: la educación, la guerra, la seguridad social, las
drogas, la pena de muerte... Aquel día Jesús era un simple invitado en el banquete de bodas
pero su presencia hizo una gran diferencia.
Con la ayuda de los sirvientes cambió el agua en vino y cambió la tristeza en alegría.
María dijo a Jesús: "No tienen vino" Y dijo a los sirvientes: "Haced lo que Él os diga".
Y el vino nuevo no estaba en esas tinajas de piedra, -corazones de piedra-, Jesús era el vino
nuevo, el milagro nuevo, el nuevo rostro de Dios, la nueva bendición para todos los que nos
hemos quedado sin vino en algún momento de nuestra vida.
Nosotros, los que venimos a la iglesia, al banquete de la boda, a la Eucaristía, nosotros
sabemos quién es el nuevo vino y qué dulce es. Mientras mucha gente sigue
emborrachándose con el vino malo y viejo.
Tenemos que decirles que el mejor vino ha sido guardado para ellos y que es el amor y el
perdón de Jesús.
Ustedes tienen maridos, hijos, amigos, vecinos que se han quedado sin vino. Por favor llenen
sus copas con el vino de la amistad, invítenles a saborear la bondad del Señor, anímenles a
participar en el banquete del Señor, díganles que traigan su agua para ser transformada en
vino, en alegría, en sentido para su vida.
Hay parejas anormales a los ojos del mundo que son la mar de normales vistas con los ojos
de Dios.
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LOS MEJORES PRODUCTOS DEL MERCADO -EL FESTÍN DE
BABETTE-
Dos jóvenes viven en un pueblecito de Jutlandia con su padre, un pastor protestante muy
austero y sombrío, creador de su propia religión.
En su religión todo es pecado, todo está prohibido, no hay placer humano por inocente que
sea, hasta una comida sabrosa, que no esté prohibido.
Las dos jóvenes renuncian al matrimonio y rechazan dos pretendientes.
A la muerte de su padre, en lugar de dar un giro a sus vidas, deciden continuar su tarea.
Un buen día uno de los pretendientes les pide que den cobijo a Babette que huye de la
guerra. Sólo quiere una cama y comida, tranquilidad y silencio, a cambio de hacer todos los
trabajos de la casa. La acogen y abraza los sacrificios, el aburrimiento y la rutina de sus
vidas.
A Babette le toca la lotería, nuevas posibilidades se abren en su vida, pero decide quedarse
y ofrecer a las dos hermanas y a los 10 habitantes del pueblo una cena para la que ha
encargado los mejores vinos, los mejores pescados, todos los productos más caros del
mercado.
Los invitados, escandalizados creen que es una invitación del mismísimo demonio, hacen voto
de silencio, no alabarán ninguno de los manjares consumidos.
Sólo el general, antiguo prometido de una de las hermanas, se maravilla, alaba y goza ante
semejante y loco dispendio.
La religión del pastor y de las hermanas había empobrecido la vida de esas gentes, había
castrado todo sentimiento, reducida a sacrificios, ascesis y noes, había matado el amor, la
alegría, el sexo, la belleza…
Babette, en una comida, les descubrió la grandeza de Dios, la bondad de los sentimientos, el
calor de los abrazos, la expresión de la palabra y la alegría del amor.
No hay que renunciar a las alegrías de esta vida porque ya tendremos alegría en la vida del
más allá. No hay que quemar este hoy para preparar el mañana.
Cuando leí esta historia, tiene también su versión en cine, sin pensarlo ni quererlo, me vino a
la mente mi infancia, mis días de seminario, mi religión con sus miles de noes, sus cilicios,
sus pecados, sus infiernos y sus tristezas. Todo tan lejano y ajeno al evangelio de Jesús, el
comilón y el borracho, el que se rodeaba de pecadores y prostitutas y el que asistió a algo
tan secular y festivo como unas bodas.

Tenemos que estar agradecidos al evangelista San Juan que en este evangelio nos narra el
primer signo de Jesús. Con su presencia se inaugura el tiempo nuevo, la religión nueva y nos
trae el vino nuevo de la alegría.
La vieja religión, la del AT, está muy presente en este relato.
Las seis tinajas de piedra. Seis es el número de la imperfección, de la creación del hombre,
siempre esperando la séptima tinaja, el séptimo día, el de la plenitud y perfección de la
creación, de Dios.
De piedra. La ley, escrita en las tablas de piedra, tiene que ser escrita en el corazón. Os
arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Están vacías. El agua ya no purifica. Hay que llenarlas con el vino nuevo del amor. Sólo el
amor es vida y da vida.
La religión vieja, la del No, la de pensar y vivir sólo para un más allá desconectado del hoy,
del mundo en el que vivimos no es la religión de Jesús. Es el yugo insoportable del que
tenemos que ser desuncidos.
Muchos cristianos y muchos católicos se han dado de baja de la religión porque siguen
viendo la religión como algo viejo, como el ámbito de lo prohibido y de la infelicidad.
El evangelio de las bodas de Caná nos presenta a Jesús ofreciéndonos los mejores
productos del mercado: el amor joven de los novios, el gozo de la fiesta, la alegría del vino,
la amistad de los encuentros familiares…nos ofrece los mejores dones de Dios.
“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Jesús no puede consentir que
nos quedemos sin vino, sin aceite, sin pan.
Vida es TODO. Vida del cuerpo y del espíritu, vida aquí y vida en el más allá, vida para los
hijos y para los que no lo son, vida sin depresiones, sin ansiedades, vida en paz y alegría.
Vida que no se mide por los números.
La vida aguada es la vida remansada, no compartida. Es la abundancia maldecida por no ser
compartida, por no ver la falta de vino de los hermanos, por no dolernos las carencias de los
demás.
No tienen vino. Oportunidad para examinar nuestras vidas y nuestra complicidad en el
empobrecimiento de los demás y del planeta.
Vivimos el amor de Dios en cada una de las elecciones que hacemos con las que podemos
acumular nuestro vino y quitárselo a los otros.
Todo lo que somos y tenemos es don de Dios.
¿Vivimos y gozamos estos dones solos?
¿Los compartimos con los que nos pueden pagar?
¿Los damos y repartimos a todos los que los quieren acoger?
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HOMILIA
El evangelio de Juan es una gran tinaja de la que podemos sacar agua que no es agua, vino
que es más que vino, la hora de ayer adelantada al hoy, ser viejo y volver a nacer, las piedras
convertidas en carne, la Ley con mayúscula convertida en minúscula…un pozo profundo y
lleno de Signos que nos dirigen hacia nuevas direcciones.
Jesús realizó en Caná, no en el Templo de Jerusalén, en una Fiesta de Bodas, su primer
Signo, dice el evangelio de Juan.
Dejemos hoy la alegoría y el simbolismo del texto que nos puede llevar por caminos piadosos,
marianos, místicos o teológicos y centrémonos en lo obvio, lo que salta a la vista y nos
sorprende: Jesús, un invitado más, en una Fiesta gozosa, bullanguera, festiva y
desmesurada, de Bodas.
¿Creen ustedes que Juan Bautista, el de la dieta del desierto, el hombre que blande el
hacha, habría aceptado la invitación?
El evangelio de las Bodas de Caná no es un evangelio para los ascetas, para los amantes del
cilicio y los enemigos de toda desmesura, propia de los hombres super- religiosos.
Jesús, hombre libre y lleno del Espíritu, amigo de pecadores, comedor y bebedor, aceptó la
invitación y se sumergió en la alegría de la Fiesta.
Estoy seguro que alguno de sus discípulos le preguntaría, ¿pero no vas a ir a predicar? Como
si predicar fuera coger un micrófono y subir a un púlpito.
Hoy vamos a celebrar la Fiesta de las Fiestas, la del Amor, la del “sí quiero”, la Fiesta
eterna de Dios con sus hijos, le respondería Jesús. Hoy no toca predicar.
En la Fiesta de Bodas, en la alegría desbordante de los amantes, siempre está Dios. Jesús
no podía no asistir a la Fiesta, Él era el Signo de Dios, Él estaba llamado a ser mucho más
que un mero invitado, era el multiplicador de la alegría, del vino viejo y nuevo, que nunca
falta en sus Fiestas.
¿Son las Fiestas en los templos aburridas? Sí, muy aburridas porque no multiplicamos,
restamos.
En un sermón del Rev Rusell B. Smith comentando este evangelio encuentro la siguiente
historia que ilustra mejor que cualquier sermón teológico al uso el espíritu de la Fiesta del
Amor, del Evangelio Eterno.
Tony Campolo, predicador y escritor, viajó a Honolulu para dar unas conferencias. El jetlag
le mantuvo adormilado durante el día y despierto durante la noche y decidió dar un paseo
nocturno. Entró en un bar vacío y pidió un café y un donut. Poco después entraron en el bar
unas diez prostitutas dando voces y haciendo comentarios obscenos.
Tony oyó a una de ellas que decía a sus compañeras: Mañana cumplo 39 años. Una compañera
le contestó: ¿Y qué quieres? ¿Quieres que te celebremos una fiesta de cumpleaños?
Agnes le dijo: Nunca he tenido un party y tampoco lo espero de vosotras.
Cuando las chicas salieron Tony se acercó al hombre detrás del mostrador y le preguntó:
¿Vienen aquí todas las noches? SÍ, le contestó. ¿Por qué no le hacemos una Fiesta, un Big
Party?
El hombre llamó a su mujer y los tres decidieron preparar la Fiesta de cumpleaños de Agnes.
Ellos pondrían la tarta y las bebidas y Tony se encargaría de la decoración.
El día siguiente a las 3’15 de la madrugada el local estaba magníficamente decorado con
signos que decían Happy Birthday Agnes. La esposa del hombre había corrido la voz por el
barrio y el local se llenó de prostitutas. Cuando Agnes hizo su entrada, sorprendida, dio un
gran grito, titubeó, sus ojos se humedecieron y todas entonaron un estruendoso Happy
Birthday.
Antes de cortar la tarta Agnes preguntó si podía llevar la tarta a casa y enseñársela a su
familia.
Agnes salió y se hizo un silencio incómodo, entonces Tony preguntó: ¿Qué les parece si
rezamos? Rodeado de prostitutas Tony oró por Agnes para que Dios la bendijera y fuera
bueno con ella.
Aquella noche, a las 3’30 de la madrugada, aquellas muchachas, prostitutas como la
Magdalena del evangelio, oyeron, en medio de una Fiesta maravillosa e inesperada, hablar de
Dios, del Dios que multiplica el vino de su Amor y de su misericordia. Así son las Fiestas de
Dios, siempre Fiestas de Bodas y de extravagante abundancia.
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«El agua se convirtió en vino»
San Agustín (354-430)

obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia -Sermones sobre San Juan, 8,1

El signo por el cual Nuestro Señor Jesucristo cambió el agua en vino no sorprende a los que
saben que Dios es el autor del prodigio. Él es quien, en las bodas, convierte el agua de las
seis jarras en vino, él mismo que cada año renueva este prodigio en las viñas. Aquello que los
servidores vertieron en las jarras ha sido cambiado en vino por la acción del Señor; del
mismo modo, la lluvia que cae de las nubes es cambiado en vino por la misma acción del
Señor. No obstante, no nos extrañamos de ello porque se repite cada año. La costumbre
hace desaparecer el asombro. Es más sorprendente lo que pasó con el agua en las jarras.

¿Quién es capaz de considerar la acción de Dios que gobierna y conduce todo el universo?
¿No nos lleva a un asombro aplastante ante tantos milagros? Si uno considera la fuerza que
está contenido en un solo grano de la primera especie, descubrirá una realidad tan grande
que deslumbra al que lo observa. Pero los hombres, ocupados en otros asuntos, se han vuelto
insensibles al espectáculo de las obras de Dios y olvidan la alabanza divina del creador. Así,
Dios se ha reservado el hacer algunos prodigios extraordinarios para despertar a los
humanos de su sopor y conducirlos a su alabanza.

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