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Crónicas de la peste

Por Jorge Bafico

Capítulo uno

Una pandemia ha estallado, una que porta un nombre vinculado a la realeza, y todos nos hemos
inclinado ante ella, pero no por respeto o devoción, sino por el miedo y el exceso de información.
Apareció como un tsunami, con una fuerza mediática arrasadora que nos obsesiona, nos aterra
y, aunque no sea mortífera al cien por ciento, sí se ha convertido en una enemiga terrorífica en
nuestro imaginario.

En la clínica psicoanalítica observamos como esto traumático resuena de distintas maneras en


nosotros. Cada uno va a intentar enfrentarlo como pueda, es así que algunos van a ritualizarse
aun más en sus manías diarias, otros se pondrán más evasivos en sus fobias, otros podrán
delirar con teorías conspirativas, y algunos menos trasgredirán las medidas que se aconsejan. 
No hay medida cuantificable para homogeneizar el impacto de las tragedias comunes y
apocalípticas. Cada uno de nosotros hará lo que pueda con su propio virus, no el de la
pandemia, sino el de la fantasmática singular, esa que agobia y que estas catástrofes no hacen
más que potenciarlas.  

Este virus pasará como tantos otros, pero lo que perdurará serán las consecuencias subjetivas
que produjo. Lo más letal y contagioso de esta pandemia no es la transmisión del virus, sino la
del miedo. Ese que se propaga por las redes, por la televisión, por la radio, pero también en
forma de chiste o meme. El miedo angustiante con disfraz de virus mundial es fundamentalmente
el temor a lo desconocido, a eso que nos saca del confort al que estamos acostumbrados,
(aunque pueda ser doloroso y sufriente). Se trata, por tanto, de una emboscada fatal donde
perdimos el lugar que teníamos en la queja de nuestra vida diaria.
Como pasa en las guerras, la cotidianidad de los sinsabores y de algunos placeres ha sido
arrasada, dejándonos a merced de este gigante virulento que parece no tener medida ni freno, lo
cual lo convierte en nuestro imaginario, con necesidad de respuestas inmediatas, en un rival
invencible y mortífero donde todos somos inocentes y víctimas por igual. Porque no hay que
desconocer que esta pandemia no tiene distinción social en el contagio. 
Otro de los efectos colaterales que trajo esta peste fue la de la cuarentena obligatoria y como
consecuencia la disponibilidad del tiempo y del ocio de otra forma. Tenemos tiempo para hacer
otras cosas, aquellas que siempre añorábamos. Sin embargo, algo que parecería del orden del
placer se convirtió en pesadilla. Muchos se dieron cuenta que no saben cómo vivir con este
tiempo disponible y en familia. Una verdadera paradoja.
La pandemia parece traer algunas cosas buenas como la preocupación por el otro, por ejemplo,
profesionales que ofrecen sus servicios de forma gratuita a los traumatizados por el encierro, o
los que se proponen para cuidar a los vecinos más desvalidos. Pero también aparece la
contracara feroz como la desconfianza y el odio respecto del prójimo: el vecino, el amigo o el
familiar que inflige la norma, convirtiéndose en el enemigo a denunciar. Todos inocentes pero
todos culpables al mismo tiempo. 
El miedo a lo desconocido refuerza los lazos virtuales pero satura de información, como si el
poseerla nos permitiera controlar la angustia. Los grupos de whatsapp se multiplican
exponencialmente en sus mensajes (como el virus) y suben informaciones de todo tipo, desde
audios donde médicos y científicos, que no sabemos a ciencia cierta quiénes son, dan
testimonios y consejos, donde muchas veces se contradicen.
Un enjambre de conocimiento sin norte y a la deriva, que lo único que genera es darnos cuenta
de que no sabemos nada y que ese trauma que nos impacta no puede ser cercado ni marcado, y
mucho menos controlado. 
En el tiempo donde las incertidumbres reinan, un virus vino a reclamar el trono y a mostrarnos lo
más ominoso: que poco sabemos del futuro inminente y menos aún de quiénes somos.

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