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Acto analítico

  Por Juan Bautista Ritvo
   
 

Cuando Lacan introduce la expresión “acto analítico”, la construye apelando a conceptos


ya antes elaborados, particularmente los de significante, objeto y repetición. Entonces,
cabe la pregunta inicial e indudablemente decisiva, porque ordena lo que sigue: ¿qué
aporta de específico el vocablo “acto”?
Responderé con dos proposiciones: a) El término “acto” es el correlato de la noción de
alienación; b) La alienación conduce al sujeto al sitio irreductible de un “salto”, que es, en
rigor, una decisión; de este modo, el sujeto deja de ser una mera materia inextensa, una
suerte de soporte o de agente de la estructura, para convertirse en algo diverso, cuyo lugar
todavía es incógnito.

¿Estoy introduciendo un retorno a la psicología más tradicional? ¿Se trata de una


pendiente que nos lleva a las viejas aporías del libre albedrío? Todos conocemos los
esquemas de la alienación expuestos en el seminario 11; mas es preciso reconocer que la
fórmula elemental y problemática del concepto proviene del seminario dedicado al
Hamlet de Shakespeare y muy especialmente de la pregunta más famosa (y degradada) de
la literatura universal: “¿Ser o no ser?” El sujeto está forzado a elegir y sin embargo, el
Otro guarda silencio, un silencio que pertenece al registro de la imposibilidad y no al de la
impotencia; constreñido a decidirse no sólo por uno de los términos, sino también a
otorgarles sentido a ellos, el que sea. Desde luego, elija lo que elija, hay una pérdida;
empero (y esta reserva es primordial) las pérdidas no son equivalentes entre sí: hay una
pérdida que permite la vida y otra (u otras) que la socava.

El sujeto tiene siempre que interpretar una ley inconsistente (“Me dice ‘A’, pero ¿qué
quiere decir ‘A’?”) y al hacerlo pone en juego un margen de libertad que no deriva –a
diferencia del pensamiento clásico– de la consistencia del sujeto sino de la inconsistencia
del Otro.
La decisión de interpretar (siempre se trata de eso, incluso en los casos extremos de “la
bolsa o la vida”) no proviene mecánicamente de una causa antecedente exhaustiva y
categórica, sino de un juego lacunar de disyunciones con respecto a las cuales no hay
respuesta del Otro.
Si llevamos la cosas a este punto, ya puede advertirse hasta qué extremo conceptos
centrales, los que afectan a la psicopatología, los que moldean lo que llamamos “función
paterna” –sin advertir, quizá, que el sentido matemático de “función”, tan tranquilizador,
está totalmente ausente de esta expresión–, suelen entenderse, en realidad, no desde el
psicoanálisis mismo sino a partir de ese fondo positivista, cientificista, que el discurso
universitario no cesa de transmitirnos. Es que, para tomar un ejemplo nada casual,
“función paterna” no refiere a una suerte de sello que viene a grabar una materia amorfa
según la simple norma de presencia o de ausencia, sino a una exigencia lacunaria, que
posee líneas de fuerza a la vez firmes y borradas –una borradura, se sabe, es inolvidable–,
y que interpela al sujeto llamado a la paternidad obligándolo a decidir en la certeza y en la
oscuridad: en la oscuridad de la certeza.

En cuanto a la psicopatología, si ha llegado a un alto grado de desprestigio –¡cuántos la


consideran un mero subproducto de la clínica y de la metapsicología, un subproducto que
debe usarse sólo de un modo provisorio!–, es porque aún hoy se la continúa juzgando
como un ejercicio pedagógico y taxonómico, como si se tratase de una nomenclatura
botánica o zoológica, en lugar de considerarla desde el punto de vista del par constituido
por la alienación y el acto, la alienación que es matriz del acto, el acto que es salto
decisorio, salto conjetural. La psicopatología, si no la reducimos a esquema psiquiátrico,
nos proporciona el orden y la trama de las distintas respuestas posibles a la demanda del
Otro, orden y trama aptos para diagnosticar hasta dónde ha llegado en determinado
momento el sujeto, momento que es tiempo de vacilación, de anticipación y de retorno,
indesglosable de la alienación, y cómo se sitúa con respecto a las alternativas posibles del
acto, de sus antecedentes y de sus consecuencias que escapan, desde luego, a sus
intenciones pero no a su responsabilidad.

En este punto, es oportuno recordar la lección del “Aserto de certidumbre anticipada”


sobre la relación entre decisión y verdad: la verdad no es ni “objetiva” ni “subjetiva”, sino
un cruce entre las condiciones de la situación, las constricciones que se ejercen sobre los
sujetos implicados, y las decisiones que éstos toman. En el aserto, la verdad de los
prisioneros depende menos del color y cantidad de los discos que llevan en las espaldas
que de la validez del proceso en el cual todos a una, pero cada cual firmemente por sí,
llegan a una misma conclusión en el único instante que la justifica: la verdad es solidaria
del tiempo de la enunciación y de la decisión

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