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Borges, los libros y los clásicos Basilio Belliard Plenamar

De las más tiernas y sabias definiciones del libro, ninguna como esta de Borges: “De los diversos
instrumentos, el más asombroso es, sin dudas, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El
microscopio, el telescopio, son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; luego
tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una
extensión de la memoria y de la imaginación”.

El libro, amén de ser el continente verbal de la memoria de la humanidad, posee la mágica función
de hacernos recordar el pasado, que es, en cierto modo, el tiempo del sueño. De modo que nuestro
pasado- o nuestros pasados- es una suerte de gran libro del sueño. La nostalgia del libro está
asociada a la nostalgia del pasado, y de ahí el culto que los hombres modernos tienen de este objeto,
y que es, como todos sabemos, depositario del conocimiento. El hombre moderno no profesa el culto
a la oralidad, sino a lo escrito, contrario al hombre antiguo, que era más dado al valor de la
conversación, y de ahí que los grandes sabios y maestros, y precursores de la teología, y aun del
cristianismo primitivo, fueron orales (Cristo, Buda, Sócrates, Pitágoras…). Acaso estos sabios
egregios no tenían la fe en la letra escrita que tuvieron sus continuadores, quizás porque rechazaban
quedar en la escritura, pues la creían profana. ¿Por qué? Tal vez porque tenían la creencia de que la
letra muere, ya que es material, y en cambio, la conversación, como es espíritu, voz, aire, es inmortal
e infinita. Quienes rescatan las parábolas de Cristo son los profetas y sus apóstoles, que las tomaron
de sus prédicas; igual haría Platón en la clasicidad helenística con Sócrates, que lo pone a hablar en
sus Diálogos; y Aristóteles que pone a Pitágoras a filosofar a través de los pitagóricos, y Homero a
los homéridas, en la Ilíada y la Odisea. Y así lo mismo hizo Buda, y también Mahoma con sus
iniciados. Estos sabios e iluminados no escribieron, pues querían que sus ideas y enseñanzas
trascendieran su vida terrenal, su cuerpo mortal, y quedaran en la mente de sus discípulos, como un
soplo verbal. Por eso, cuando los discípulos citan a sus maestros dicen: “Magister dixit”. En cambio,
los cristianos, al citar la Biblia de los profetas, no hablan así, sino que dicen, “Esto es palabra de
Dios”, y los feligreses responden, “Te alabamos, Señor”.

Borges refiere que Platón inventó los Diálogos como un género filosófico, y que escribió su filosofía
en forma de diálogo, para hacer que los libros dejaran su mudez y hablaran; este filósofo griego
comparaba los libros con las efigies y las estatuas, que no están vivas, y por eso no responden
cuando les preguntamos. De ahí que Platón creara personajes imaginarios o literarios como
Sócrates, Crátilo, Hipias, Ion, Menon, Protágoras, Teeteto, Fedón, Fedro, Gorgias, Timeo, etc.
Borges sostiene la tesis de que Platón creó a Sócrates como personaje para consolarse de su muerte,
para seguir conversando con él y creerse que estaba vivo, y que por eso solía decir, que Platón se
preguntaba ante un problema: “Qué hubiera dicho Sócrates de esto?”

Jesucristo, a quien veneramos los occidentales, por su prédica del amor y el perdón, tampoco
escribió, más que una sola vez, y lo hizo en la arena. Y, escribir en la arena como en el agua o el aire,
está condenado a borrarse.

Lo curioso y paradójico es que la misma mano que escribe o inventa el libro es también capaz de
inventar la espada, el cuchillo o el revólver. De ahí la imagen del libro como arma portadora de
ideas, que pueden ser armas ideológicas de destrucción o creación. Se pensaba en la antigüedad que
el libro podía ser peligroso en las manos de los ignorantes, como poner una espada en las manos de
un niño.

Los libros, como se ve, contienen cosas. Es deber de los hombres encontrarlas o revelarlas. O
ayudarlas a descubrir. De ahí que los libros sagrados, religiosos o aquellos de los grandes filósofos o
pensadores esotéricos, herméticos, cabalísticos y ocultistas, fueron escritos no para ser
interpretados hermenéuticamente ni comprendidos como los libros científicos.

En la antigüedad, los libros no tenían el valor mágico y simbólico, y casi sagrado, que tienen hoy. A

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mi juicio, se debe a que no eran clásicos en su época, sino que, como es natural, adoptaron esa
condición, en razón de su trascendencia en el tiempo. Un clásico no es un libro, cuya cualidad la
otorgan las generaciones sucesivas de lectores. De modo que lo de clásico tiene un aire de
sacralidad, y a los autores clásicos se les respetaba, pero no se leían con la ceremoniosidad ni con el
sentido de sacralidad posterior. Así era el culto a los libros y sus autores, ese culto que, con el correr
de los tiempos, se volvió un rito sagrado. Antes no era un acto de herejía infravalorar a sus autores.
Más bien, la condición sagrada de los libros, con la excepción de la Biblia, provino de Oriente.
Concebir el libro, en efecto, era pensar que este era un sucedáneo de la oralidad. ¿Hasta qué punto
la escritura disipa la sacralidad del saber oral? Acaso era esa la creencia que tenían los antiguos, y
que es distinta a la de los modernos. El concepto del libro sagrado es oriental. La excepción en el
judeocristiano es la Biblia. Para los musulmanes, en cambio, el Corán es anterior a su lengua y a la
creación del mundo, y fue escrito, por tanto, según ellos, en el cielo, no en la tierra. De modo que el
Corán no le fue dictado a Mahoma, como ocurrió con la Biblia a los apóstoles y profetas, a quienes
los libros de la Biblia les fueron dictados por un arquetipo divino, por un Espíritu Santo. Este es un
fenómeno curioso: que la Biblia hebrea o Pentateuco fuera escrita no por una persona o autor, sino
por una constelación de autores, un conjunto de escritores o profetas. Así nació la Torá, que los
hebreos divulgaron como una obra escrita colectivamente, de diversas épocas, y donde se conjugan
obras diversas. De modo que el corpus de la Torá no es obra de un autor único e individual, según la
tradición hebrea, sino que fue obra de un Espíritu, no de un ser de carne y hueso. Se cree que los
libros sagrados y los grandes libros clásicos lo son porque fueron dictados por un espíritu celeste,
una voz que provino del espacio infinito. Son los libros absolutos, los textos arquetípicos, en los
cuales no interviene un autor material, concreto y real sino el azar. Nunca el cálculo, sino la
casualidad, por lo que estos libros son irrepetibles. De ahí que los antiguos creían en las musas como
arquetipos, o creación de las divinidades, que dictaban a los autores los textos literarios. Esas
musas, o seres imaginarios de la creación literaria, eran inspiraciones que impulsaban o soplaban el
espíritu creador del poeta. Pero las musas eran las inspiradoras de las obras literarias, y por tanto
no tenían la facultad que tenían los dioses, pues no se concebían como diosas, como un Dios o
Espíritu sagrado. Las musas eran, desde luego, seres más abstractos, en cambio, el Espíritu que
dictó, por ejemplo, la Biblia, era más concreto; no más carnal, sino más real. Para los antiguos
paganos, quien escribía no era un Dios sino un ser abstracto.

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Cuando no existían los países y las naciones, no había un libro que los representara. Había así un
concepto diferente del libro y del autor. En la clasicidad se inventó el concepto de los libros
representativos y de los autores de una cultura y de una lengua. Así pues, Shakespeare representa la
lengua inglesa; Cervantes, la castellana; Dante, la italiana; Goethe, la alemana; los franceses a
Montaigne, Rabelais o Víctor Hugo. Es decir, no tienen a un autor canónico.

Sabemos que leer a los clásicos hoy representa, a menudo, un imperativo ético, un esfuerzo
intelectual, pero esa dificultad no es un obstáculo para impedir la felicidad que depara la lectura de
los clásicos. Los libros pues seres hospitalarios, objetos cotidianos que nos ayudan a disipar el tedio
de las cosas. Nos despiertan del sueño, al abrirlos. Al leer un libro, sentimos la compañía de sus
autores, pues nos hablan, nos dictan consejos. Como la Biblia es un libro que contiene varios libros,
podemos abrirla en cualquier página; también, podemos hacerlo con las obras completas de ciertos
autores. A mí me sucede con los Ensayos de Montaigne: puedo abrirlo en cualquier capítulo o
página, y siento el espíritu de sus ideas, su tono, su dicción, su pensamiento, y la presencia
silenciosa de ese caballero galante que prefirió vivir, para leer y escribir, en un castillo o torre.

En los libros escuchamos la entonación de sus autores, aunque sean en traducciones, esa voz
interior de su autor, que es lo que captamos o percibimos, y acaso lo que nos transforma, deleita o
persuade.

Soy lo que sé por los libros que he leído y releído, y que sigo haciendo. Gran parte de mi vida
despierta la he pasado leyendo durante horas, y pocas veces, escribiendo. Mi mundo es el mundo de
las letras, que asumo como una expresión de la felicidad del acto de vivir. La lectura es así un
tiempo de alegría que nos depara la vida en la tierra. También una forma de mitigar el olvido y
mantener viva la llama de la memoria. Yo siempre he comprado libros como una manera de vida y
como una promesa de felicidad, de la vigilia y aun de la vida despierta. Los compro para leerlos,
releerlos y consultarlos, con la promesa siempre de leerlos. Espero que este acto siempre ocurra, y
si no ocurre, nada pierdo, pues me acompaña su presencia y el calor de su autor. Poseerlo siempre
será un acto voluntario de su lectura y una provocación. También, un desafío, y un impulso a
hojearlo o posponer su lectura. Oigo música, veo cine, veo pintura y escultura y, sobre todo, leo

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libros para estimular mi memoria y para aprender, pues el aprendizaje alimenta el espíritu, y es un
acto que solo se termina con la muerte, al igual que la educación. Siempre estamos aprendiendo,
pero el aprendizaje con los libros nos hace seres memoriosos. Al leer, tratamos de captar su sentido
sagrado y mágico, cuya experiencia no es la misma que la del cine, la música o la contemplación de
obras de artes visuales. Los libros existen cuando los leemos, o abrimos, no cuando solo los tocamos.
Viven solo cuando abrimos sus páginas, ilustradas o no, y las leemos. Cada gesto de lectura, cada
ritual, entraña un nuevo descubrimiento, una nueva recepción emocional, pasional, y cambia en cada
lectura porque nosotros, sus lectores, también cambiamos cada día, cada hora y cada año. Como los
libros están hechos de tiempo, es decir, de memoria del pasado, acaso por esa razón siempre están
cambiando. “Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido
desde el día en que fue escrito y nosotros”, dice Borges. Y acaso en eso resida su importancia y su
valor en la cultura. Esa experiencia es la que sentimos cuando leemos un libro clásico. Sentimos una
extraña devoción no tanto de lo antiguo como de la actualidad. De ahí que la lectura es una
experiencia trastemporal y un diálogo siempre con el pasado, remoto o mediato. Esa sensación de
sacralidad y sabiduría de los libros es lo que mantiene su culto vivo, su fuerza de atracción. Su poder
evocador, su divinidad o sacralidad no religiosa sino espiritual.

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Basilio Belliard es poeta, narrador y critico dominicano.

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