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DIARIO DEL TRADUCTOR.

VENTURAS Y DESVENTURAS DE LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Autor: 29 septiembre 2009

Pablo Anadón

I. Extraño destino el del traductor de poesía. En su tarea se conjuga, de manera admirable y


penosa, mucho de cuanto tiene de «esplendor y miseria» —utilizo la expresiva fórmula de Ortega
y Gasset— la creación literaria. Digo el traductor de poesía, en particular, porque en su oficio, si es
que puede hablarse de un oficio en su caso, se encuentran centuplicados los problemas que
plantea toda traducción literaria.

Comencemos por las penas y miserias de la traducción. Ya el título mismo de estas páginas nos
llama a la realidad: para cualquier lector puede ser apasionante asomarse al diario de un escritor,
asistir a los secretos vínculos o rupturas entre la vida diaria de un autor y sus obras; ahora bien, ¿a
quién puede interesarle espiar en el diario de un traductor? Vería allí a un hombre que por la
mañana elige un adjetivo y por la tarde lo tacha; que ensaya hacia la noche una traslación en verso
libre y por la madrugada descubre que el poema funciona mucho mejor en heptasílabos y
endecasílabos… Vale decir: un traductor casi no posee vida, sino por interpósita persona; su
función no es transfigurar su existencia y su experiencia del mundo en palabras, o, para decirlo
borgeanamente, «convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo». Su
cometido es mucho más modesto: consiste en tomar esa música, ese rumor, ese símbolo, que han
sido plasmados por otro con tan milagrosa perfección en el idioma original, e intentar que su
versión en la propia lengua no sea un ultraje al poema admirado. En este sentido, el diario de un
traductor me hace pensar en las anotaciones que podría haber llevado uno de aquellos monjes
medievales que pacientemente copiaban en un pergamino las obras que, sin su servicial
intervención, se habrían perdido para siempre en el tiempo.

Me he preguntado que a quién puede interesarle el diario de un traductor. Confieso que a pocos
lectores —pero agrego que yo estaría incluido entre ellos. La razón es que, como fue observado
por el mismo Borges en su ensayo «Las versiones homéricas», «ningún problema es tan
consustancial con las letras como el que propone la traducción». Vale decir: todo poema logrado
es un prodigio verbal, un misterio hecho de palabras, las mismas palabras de todos los días, pero
transformadas en un objeto mágico, un talismán sonoro. El traductor es aquel que busca indagar
en ese misterio, en la razón por la que ese conjunto de palabras ejerce su hechizo, y que intenta
recrear tal embrujo en la propia lengua. Como una vez me dijo el poeta, ensayista y traductor
Edoardo Sanguineti: «Cuando yo leo a Shakespeare entro verdaderamente en otro planeta,
históricamente lejano de nosotros, y trato de adivinar cuál podía ser su significado. Tiene lugar una
suerte de diálogo con los muertos. En fin, el traductor es un chamán: evoca imágenes de difuntos
para sus contemporáneos, y de esa manera vuelve a los muertos contemporáneos y vivos».

2. La traducción de poesía es difícil. Algunos piensan, incluso, que es imposible. El poeta


norteamericano Robert Frost, por ejemplo, definía la poesía como aquello que se pierde
irremediablemente en una traducción. Vladimir Nabokov, quien tradujo nada menos que el
Eugene Onegin de Pushkin al inglés, escribió dos sonetos tetrámetros, titulados justamente «Al
traducir Eugene Onegin», donde se lee (traduzco de mala manera): «¿Qué es la traducción? Sobre
un platillo / La pálida cabeza, escrutadora, de un poeta, / Un chillido de loro, el parlotear de un
mono, / Y la profanación de los muertos.»

Entre el diálogo chamánico con los difuntos y la profanación de los muertos (como puede verse,
nos hallamos entre el espiritismo y la necrofilia), hay posiciones intermedias. Pero ¿qué es lo que
hace tan ardua a la traducción poética? Fundamentalmente, creo yo, la delicada y precisa
conjunción, identificación, amalgama, del sentido y del sonido en todo poema que se precie de ser
tal. Si el traductor se concentra en el sentido, y desatiende el sonido, tendremos esas traducciones
literales, tan abundantes en el ámbito académico (y en los últimos tiempos, paradójicamente,
también en el medio poético), que pueden ser útiles como suerte de diccionarios para acercarnos
al texto original, pero que raramente producen un efecto estético por sí mismas. Si el traductor se
concentra en el sonido, en la recreación de la métrica, la rima y en general la musicalidad del
verso, se corre el riesgo de que la traducción fuerce demasiado el significado y vuelva
irreconocible la materia semántica del poema. Otro aspecto que dificulta la traducción es que la
poesía trabaja a menudo con la irisación connotativa de las palabras, ese halo de sugerencias que
posee un término o una expresión idiomática, y que no siempre encuentra su correspondiente
exacto en las palabras de la lengua a la que se traduce.

Por otro lado, está la distancia a la que aludía Sanguineti en la entrevista que mencioné
precedentemente. Puede ser una distancia de diverso orden: distancia temporal, distancia
cultural, distancia espacial… Por ejemplo, la resonancia que tenía en el siglo xvii, en un poema de
amor de John Donne, la alusión al Nuevo Mundo (el poeta invita a la amada a una exploración más
interesante que la de las nuevas tierras descubiertas), no es la misma que puede tener en nuestro
siglo; las evocaciones que puede traer la palabra «Abril», en el célebre inicio de La Tierra Baldía
(«April is the cruellest month…»), no es la misma que posee para los habitantes del hemisferio sur,
donde este mes no se relaciona con el inicio de la primavera, por supuesto, sino con el otoño. De
modo parecido, las sensaciones que puede generar la sola mención del ruiseñor, en la oda de John
Keats, es diversa para quienes, como nosotros, no podemos escuchar su silbo nocturno sino es en
el espacio encantado del poema (como se sabe, no hay ruiseñores en nuestras latitudes, salvo
aquellos que cantan inolvidablemente en el soneto conclusivo de La Urna de Banchs, y en otros
textos menos atentos a la ornitología circundante que a la literaria).

Hay otra distancia, incluso, que es igualmente problemática: la que surge de la evolución misma de
la lengua y de las connotaciones literarias o culturales en general de las distintas épocas. Esta
distancia es la que ha permitido que Pedro Salinas, por ejemplo, tradujera el Poema del Cid del
castellano del siglo xii al castellano del siglo xx. Otro ejemplo ilustrativo es el de aquel soneto de La
Vita Nuova de Dante que comienza: «Tanto gentile e tanto onesta pare / la donna mia quand’ella
altrui saluta…». Lugones, en su convincente traducción del poema, vierte: «Es tan pura y gentil mi
bien amada / que sólo al verla saludar cumplida / toda lengua enmudece estremecida / y no se
atreve a alzarse la mirada.» Pues bien, tanto en el italiano como en el castellano actual la palabra
«gentile» / «gentil» tiene un sentido semejante. Sabemos que los sinónimos no existen, y menos
aún en la poesía, pero una palabra próxima a tal sentido sería: «amable». Sin embargo, para los
poetas toscanos del siglo xii, aquellos que integraban esa suerte de escuela o secta poética que
recibió el nombre dantesco de Dolce Stil Nuovo, la «gentilezza» era algo mucho más complejo y
profundo que la mera amabilidad: era la condición íntima indispensable para vivir aquella
experiencia decisiva para el perfeccionamiento y la elevación de la existencia que llamaban
«amor». Quien no poseía tal innata gentileza (que determinaba una especie de nobleza del
espíritu, por encima de la de sangre, medios económicos o posición social), no podía sentir esa
«dolcezza» «ch’intender non la può chi non la prova». ¿Cómo salvar esa distancia en el significado,
ese verdadero abismo de comprensión que media entre el sentido del término para un círculo de
poetas del siglo xii y los lectores del siglo xxi? Imposible.

Con respecto a las opciones del traductor para afrontar la lejanía de espacio o de tiempo entre el
original y el contexto para el que traduce, pueden distinguirse dos alternativas extremas: o se
mantiene la extrañeza del original, de modo que el lector de la traducción perciba cuánto
diferencia el mundo del que se está hablando del mundo en el que él vive (que la Italia de
Francesco Petrarca, digamos, es una galaxia muy diferente de la Argentina de Leónidas
Lamborghini, desde una infinidad de puntos de vista), o se intenta allanar lo diverso, aclimatando
esa planta exótica al terreno que diariamente pisa el lector contemporáneo de la lengua de
destino.

Estas opciones se muestran particularmente significativas —y angustiosas— cuando la realidad


representada en el texto original incluye objetos, vegetales, animales, usos, instrumentos o
referencias culturales prácticamente desconocidas para el traductor o para el lector actual. El
poeta Alejandro Bekes, eximio traductor de Horacio, Virgilio, Shakespeare, Nerval, Hugo y
Baudelaire, entre otros, me contaba que cuando tuvo que traducir las Geórgicas para Losada,
visitó un museo de instrumentos de labranza para familiarizarse con utensilios que eran
nombrados y descriptos detalladamente en el gran poema virgiliano, y que aun así… El problema,
por cierto, no reside tanto en el nombre que corresponde en la lengua a la que se traduce, sino en
que ese nombre puede no tener resonancia alguna para los lectores presentes, como sí la tenía
para los lectores del original.

La segunda alternativa, pues, prefiere favorecer la identificación del lector con el mundo del
poema, como si estuviera leyendo un texto escrito en su propio país y tiempo (una caricatura de
esta opción la tenemos en las malas traducciones de películas, cuando un londinense, por
ejemplo, refiriéndose a un extranjero, observa que éste no entiende lo que le está diciendo,
porque no habla… ¡español!). Robert Lowell, en la introducción a sus Imitations, expone esta
alternativa de manera paradigmática: «He intentado escribir en un inglés vivo y hacer lo que mis
autores hubieran probablemente hecho si estuvieran escribiendo sus obras ahora y en
Norteamérica». La primera, en cambio, elige preservar lo que hay de ajeno, de extraño, en el
original, de manera que el lector perciba que dicho texto fue concebido en un lugar y/o una época
muy distante de la suya (que Shakespeare —digamos por contrapartida del célebre libro de Jan
Kott sobre el autor de Hamlet— no es nuestro contemporáneo, ni por cierto nuestro coterráneo).
3. Me gustaría considerar ahora una cuestión que es particularmente problemática, y que
recientemente ha suscitado algunas polémicas en medios literarios de nuestro país. Me refiero a la
traducción de la música verbal, la música de la poesía. Con respecto a las mencionadas polémicas,
creo que podemos convenir en que cada cual traduce como puede y como mejor le parece, y cada
lector elige leer o releer las traducciones que más le complacen. También el eventual crítico
literario tendrá su derecho de examinar los logros y defectos de las traducciones de acuerdo con
su personal concepción del hecho estético (esperemos sólo que tal concepción esté cimentada
más en largas y atentas lecturas de la tradición poética, desde Homero a las posvanguardias, que
en las últimas elucubraciones teóricas francesas, y que su «balancín del gusto» —de que hablaba
Alfonso Reyes— tenga un fiel más confiable que el del verdulero de la esquina de mi casa.)
Sentado, pues, que es difícil, si no imposible, sentar un juicio universalmente válido sobre una
cuestión particularmente espinosa y resbaladiza, trataré aquí de aclararme cómo veo
personalmente esta problemática tan ardua cuanto apasionante.

Se ha dicho (Ezra Pound, por ejemplo, lo ha dicho) que la música de la poesía es intraducible. En
un sentido absoluto, es cierto. Dudo mucho de que en otra lengua pueda reproducirse
exactamente la conjunción de acentos y aliteraciones de versos como: «En el silencio sólo se
escuchaba / un susurro de abejas que sonaba…»; o: «el peludo cangrejo tiene espinas de rosa / y
los moluscos reminiscencias de mujeres»; o bien: «Localiza el impávido silencio / Un zumbido
concéntrico de mosca. / En la asoleada soledad vacila / El papelito de una mariposa.» En tal
sentido absoluto, los célebres versos de Ungaretti, «M’illumino / d’immenso», sólo podrían ser
traducidos… en italiano, y con esas mismas palabras (la transcripción, fidelísima, a «Me ilumino /
de inmensidad», como puede escucharse, convierte la magia extática de las consonantes dobles
italianas y del dividido ritmo heptasilábico en una prosaica constatación, más bien opaca, tristona
y prácticamente carente de gracia).

Ahora bien, está claro que, ateniéndonos a ese sentido absoluto, tautológico, la traducción en
general es imposible. Afortunadamente, el traductor tiene algo de devoto de una secta órfica, en
la medida en que siente la formulación verbal del texto original casi como palabra sagrada, y a la
vez algo de hereje, de profanador: necesita transgredir esa medida auditiva áurea del poema en
otro idioma, para encontrar en la propia lengua una medida lo más próxima posible a esa forma
perdida: será, pues, una forma diversa, pero equivalente, una metáfora sonora del poema
admirado.

En tal sentido relativo, la traducción de la música verbal es posible. Para ello, al menos tres
condiciones parecieran aconsejables. En primer lugar, que el traductor tenga oído y preste
atención a las minucias esenciales de las que depende la gracia sonora del texto en la lengua
extranjera. Luego, que posea suficiente creatividad y elocuencia en la propia lengua, para inventar
—recordemos la etimología de esta palabra— una formulación verbal que suene tan bien —al
menos casi tan bien— en el idioma de la traducción como sonaba la otra, la del poema original:
vale decir, que logre que el lector olvide por un momento que está leyendo una mera traducción y
pueda disfrutar del texto como un objeto estético autónomo, válido en sí mismo. Por último (last
but not least), me parece que una condición importante, y quizá indispensable, que conviene que
posea el traductor de poesía, es la destreza en la percepción y el manejo de las formas métricas.
Por un lado, entiendo que es deseable que el traductor conozca y distinga la tradición rítmica en la
que se inserta el texto original, ya se trate de un poema en verso totalmente libre, o en verso
blanco, o en verso medido y rimado. Pero por otro lado, me parece aún más importante y
aconsejable que el traductor conozca con suficiente profundidad la tradición métrica de la propia
lengua y sea capaz de utilizar con solvencia sus recursos, incluso en el caso de que opte por una
traducción en verso libre. No me refiero, por cierto, a un conocimiento meramente teórico de las
cuestiones métricas, sino a una práctica de años de lectura con el oído atento a lo que hace que
los versos suenen como suenan. No quiero decir con esto que el traductor, si es poeta,
necesariamente tenga que haber escrito también poemas en versos métricos; quiero decir que, si
el traductor es un poeta que escribe en versos libres, debe saber muy bien de qué se están
liberando sus versos, cuáles son los modelos trabajados a lo largo de los siglos de los cuales sus
versos puntualmente, por la razón que fuere, se desvían. Lo mismo vale para sus traducciones.

4. Me he detenido en la cuestión métrica, porque es un aspecto dejado un tanto de lado


últimamente en nuestras letras. Pero la problemática de la música de la poesía va mucho más allá,
por cierto, de la métrica. Creo que se pueden distinguir varias dimensiones en esa problemática.

Un primer nivel (el orden no es de importancia) consiste en lo que podríamos llamar la dimensión
fónico-morfológica. Se trata de la precisa conjunción de vocales y consonantes de las palabras que
componen un poema. Ya hemos visto un ejemplo de Ungaretti. Es el reino de la aliteración, entre
otros recursos iterativos fundamentales para que cuaje el empaste de un verso. Quizá sea el
aspecto más difícil de traducir sin pérdida. Cuando leemos en El cementerio marino de Valéry, por
ejemplo: «Comme le fruit se fond en jouissance / Comme en délice il change son absence / Dans
une bouche oú sa forme se meurt / Je hume ici ma future fumée…», comprendemos que ese goce
gustativo en que la fruta se transforma ha hallado su metáfora en la fruición con que paladeamos
tales sílabas, y parejamente comprendemos que esa milagrosa música verbal es prácticamente
intraducible.

Un segundo nivel es la dimensión que se podría designar como sintáctica, en cuanto que involucra
la disposición de las palabras en la frase. Es un aspecto que se vincula sensorialmente, por un lado,
con la musicalidad, y por el otro, con la configuración visual del texto en la página, al tiempo que
guarda indisoluble relación con el orden del pensamiento. Es el ámbito propio de recursos tales
como la anáfora, el hipérbaton, el paralelismo, el quiasmo, etc. Se trata, pues, de una dimensión
de gran importancia para la poesía que privilegia el arabesco conceptual, las simetrías y los
contrastes, como es el caso de la lírica trovadoresca, provenzal y estilnovística, del barroco y de
aquellos autores del siglo xx que se sintieron herederos de esa tradición. Quien lee a los poetas
metafísicos ingleses (por ejemplo la «Elegía: Antes de acostarse» de John Donne, preferentemente
en la versión de Octavio Paz, o «A la púdica amada» de Andrew Marvell, de ser posible en la
traducción de Silvina Ocampo), y a su discípulo moderno T. S. Eliot (por ejemplo, los «Cuatro
Cuartetos», en la magnífica versión de Juan Rodolfo Wilcock), percibe la función no sólo intelectual
que poseen esos juegos de espejos, sino también rítmica y armónica. Más aún, estaría tentado de
decir que en tales simetrías y retorcimientos sintácticos se manifiesta una emotividad que no halla
cauce en el puro lirismo, que por alguna razón —personal o epocal— se encuentra obstruida y
necesita recurrir a las oscilaciones y transposiciones de la dialéctica para no ahogarse en sí misma.
Escuchemos, como claro ejemplo de la sonoridad que le imprimen al poema no sólo la métrica y la
rima, no sólo la amalgama aliterativa, sino también los recursos de la dimensión sintáctica, esta
estrofa de «Byzantium» de William Butler Yeats:

At midnight on the Emperor’s pavement flit

Flames that no faggot feeds, nor steel has lit,

Nor storm disturbs, flames begotten of flame,

Where blood-begotten spirits come

And all complexities of fury leave,

Dying into a dance,

An agony of trance,

An agony of flame that cannot singe a sleeve.

Para percibir claramente lo que se conserva y cuánto se pierde, incluso en una buena traducción,
escuchemos ahora esta estrofa en la versión de Luis Cernuda:

Por el pavimento imperial van a medianoche

llamas que un leño no alimenta, ni un acero prende,

ni trastornan llamas; llamas engendradas en llama,

adonde acuden almas engendradas en sangre

que todas las complejidades de la furia dejan,

muriendo en una danza,

una agonía de trance,

una agonía de llamas que a una manga no queman.

Como puede advertirse, se ha perdido casi por completo el ritmo insistente de la métrica y la rima;
algo se ha transpuesto de las aliteraciones, y lo que mejor se mantiene es la dimensión sintáctica.
De hecho, hasta en las traducciones menos logradas, hasta en las traducciones realizadas con fines
escolares o didácticos, es la música de la sintaxis la más fácil de conservar.
Vamos ahora a la tercera y última dimensión, la bestia negra de las traducciones y las discusiones
de poesía en la Argentina de las últimas décadas. Me refiero, claro está, a la métrica y la rima. Creo
que, para despejar equívocos, es necesario que nos planteemos algunas cuestiones preliminares.

La primera podría ser formulada así: ¿Es un aspecto importante del sentido estético total del
poema el sistema compositivo utilizado por el autor? Por ejemplo, ¿carece de significación, para el
efecto en la lectura, el hecho de que textos emblemáticos de la poesía moderna como el Canto a
mí mismo de Whitman, Galope muerto de Neruda o La Unión libre de Bréton estén escritos en
verso libre? O bien, de igual manera, ¿es indiferente el hecho de que otras obras, también
emblemáticas de la poesía moderna, como Navegando hacia Bizancio de Yeats, los Nuevos
poemas de Rilke, el Canto de amor de J. Alfred Prufrock de Eliot, El cementerio marino de Valéry,
En mi oficio o arte arisco de Thomas, Coloquio en Roca Negra de Lowell o La caída de Roma de
Auden, estén compuestos en versos rigurosamente medidos y rimados? Si la respuesta a ambos
interrogantes es que no posee mayor importancia que un poema esté escrito de una manera u
otra, en verso libre o en verso medido, con rima o sin rima, entonces toda ulterior discusión pierde
sentido. En cambio, si la respuesta es positiva, podemos pasar a la siguiente cuestión.

La segunda pregunta podría ser formulada así: si el poema original está escrito en verso libre,
¿tiene alguna importancia el hecho de que su traductor decida trasladarlo a una estructura
métrica? Por ejemplo, ¿cómo nos sonaría una eventual versión del Canto a mí mismo en forma de
octavas reales? ¿De Residencia en la tierra en rosario de sonetos? ¿De cualquier poema de e. e.
cummings en liras? Con el mismo criterio, si el poema original está escrito en versos medidos y/o
rimados, ¿carece de significación el hecho de que su traductor decida trasladarlo a versos libres?
Por ejemplo, sigamos conjeturando al azar: ¿cómo debería sonarnos una versión de La Urna de
Banchs, o de Luz de provincia de Mastronardi, o del Poema de los dones de Borges, en versos
libres? O bien, si hemos leído el original, escrito en sextetos de estricta y martillante métrica y
rima, ¿cómo debería sonarnos el célebre poema de Robert Lowell, Coloquio en Roca Negra, en una
versión en verso libre?

Vale decir, en síntesis: ¿sigue siendo el Canto a mí mismo el poema que es una vez que ha sido
traducido a octavas reales? E idénticamente: ¿siguen siendo El cementerio marino o Coloquio en
Roca Negra o Navegando hacia Bizancio los poemas que son cuando han sido traducidos en versos
libres? Sinceramente, creo que si respondemos negativamente a la primera pregunta, no hay
razón para que no contestemos de la misma manera a la segunda.

Podemos pasar, pues, a la tercera cuestión, que casi sólo tiene validez en las fronteras de la
Argentina (lo cual nos constriñe a restringir la discusión teórica a los límites de un cierto
provincialismo nacional), pero que, dado que estamos aquí, vale la pena debatir. Se ha instaurado
progresiva y arrolladoramente en nuestro país una imagen de la poesía moderna identificada
exclusivamente con el verso libre, identificación que ha ido acompañada, lógicamente, con la
convicción complementaria de que la métrica y la rima y las formas cerradas necesariamente
pertenecen a una concepción perimida, anacrónica, de la poesía, a un arte del pasado. Sobrarían
ejemplos de este presupuesto teórico.
Pues bien, sin menoscabar en un ápice la importancia del verso libre en la poesía moderna,
entiendo que este criterio es seriamente restrictivo y ocasiona arduos problemas para la
comprensión (y la valoración) de la historia de la poesía desde la segunda mitad del siglo xix hasta
el presente. Volvamos a plantearnos algunos interrogantes. ¿Debemos incluir en la noción de
poesía moderna a la obra de quien fuera llamado el padre de esta poesía, Charles Baudelaire? Si la
respuesta es negativa, no hay problema. Ahora, si es afirmativa: ¿debemos excluir de esta obra lo
que el poeta escribió en formas cerradas, con métrica y con rima, es decir, todo su libro Las flores
del mal? En tal caso, de ser también positiva la respuesta, tendríamos el extraño caso de que el
padre de la poesía moderna prácticamente carecería de obra, al menos en verso.

No importa, dejemos en paz al padre y sigamos con su larga prole. Preguntémonos de nuevo:
¿Debemos incluir en la noción de poesía moderna a la obra de poetas franceses tales como Paul
Verlaine, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Jules Laforgue, Francis Jammes, Georges
Rodenbach, Guillaume Apollinaire, Pierre-Jean Jouve, Paul Valéry, Paul Eluard, Louis Aragon,
etcétera? Si la respuesta es afirmativa, como pienso, se me ocurre que no podemos dejar de
considerar el hecho de que gran parte (en algunos casos, la totalidad) de la obra en versos de
estos autores posee métrica y rima. De la misma manera, y para no volverme prolijo examinando
literatura por literatura: ¿Debemos considerar poesía moderna la escritura en versos de
Konstantino Kavafis, Rainer Maria Rilke, George Trakl, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Else Lasker-
Schuler, Robert Frost, T. S. Eliot, Robert Lowell, W. B. Yeats, Edith Sitwell, W. H. Auden, Dylan
Thomas, Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Sandro
Penna, Alfonso Gatto, Pier Paolo Pasolini, José Martí, Rubén Darío, Antonio Machado, Leopoldo
Lugones, Ramón López Velarde, Juan Ramón Jiménez, Baldomero Fernández Moreno, Enrique
Banchs, Jorge Luis Borges, Carlos Mastronardi, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Boris
Pasternak, Marina Cvetaeva, Anna Achmatova, Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, etc. etc.? Pues
bien, si la respuesta es afirmativa, como supongo, creo que no debemos descuidar la constatación
de que la totalidad, o al menos buena parte, de la obra de estos autores (y a menudo, sus textos
capitales), fue escrita en versos medidos y casi siempre rimados. Constatación que nos lleva al
siguiente dilema: o nos aferramos a la identificación de verso moderno con verso libre, y
consecuentemente excluimos de la poesía moderna a una notable cantidad de sus más valiosos y
notorios maestros (la lista anterior es sólo indicativa), o incluimos entre las posibilidades de la
poesía moderna la escritura con métrica y rima, y consecuentemente mandamos la precedente
identificación al altillo de los prejuicios sin mayor fundamento histórico.

Afrontadas estas cuestiones preliminares, regresemos a la traducción y a la problemática que nos


planteamos antes en relación con la música de la poesía: ¿es traducible esta música? Ya aludimos
a las posibilidades y dificultades de los niveles morfológico y sintáctico; podemos ir ahora a la
dimensión estrictamente métrica de la escritura en versos. ¿Puede traducirse un poema con
métrica (y/o rima) en versos con métrica (y/o rima)? Antes que nada, me parece evidente que,
como frente a toda traducción, es imposible —y poco aconsejable— generalizar: no sólo cada
poema plantea diferentes desafíos, sino que también cada traductor posee competencias y
afinidades diversas, que pueden permitirle vencer o fracasar frente a distintos textos. Alfonso
Berardinelli ha señalado esta condición de las traducciones literarias con su habitual perspicacia y
sentido común: «Ningún traductor puede traducir a cualquier autor de las lenguas que mejor
conoce, así como ningún escritor ni ningún crítico pueden escribir sobre cualquier tema o libro o
cuestión literaria: si esto sucede, el resultado será una literatura y una crítica mediocre, una
traducción mediocre.»

Sentado esto, diría que en principio no hay razones de orden general que vuelvan imposible la
traducción en versos medidos y rimados, como si la métrica fuera intransferible de una lengua a
otra. Por el contrario, la fértil aclimatación de formas compositivas como el soneto, el terceto o la
sextina en literaturas de distintos idiomas nos demuestra que tal transferencia es perfectamente
posible. También una ojeada a la historia literaria nos demuestra que durante siglos la traducción
en versos medidos y/o rimados fue la manera habitual de trasladar obras con métrica y rima. En
nuestro país, hasta mediados del siglo xx podemos encontrar numerosas y a veces excelentes
traducciones realizadas de este modo (todos tendrán presentes las versiones de poesía clásica y
moderna de Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta, Carlos y Pedro Miguel Obligado, Jorge Luis
Borges, Silvina Ocampo, Alfredo Martínez Howard, Manuel Mujica Láinez, Juan Rodolfo Wilcock,
etc.). En la segunda mitad del siglo, y particularmente a partir de sus últimas décadas, se va
imponiendo progresivamente la traducción en verso libre, aunque también haya notables
excepciones (recuerdo ahora, entre otras, logradas versiones métricas de Raúl Gustavo Aguirre,
Horacio Armani, Rodolfo Alonso, Juan José Hernández, Ricardo H. Herrera y Alejandro Bekes). Pero
la norma omnipresente, casi obligada, hoy, en nuestro país, es la traducción en verso libre, incluso
de poemas que en el original ostentan métrica y rima de resonante musicalidad.

5. ¿A qué atribuir tal ecuménica ortodoxia versolibrista en las traducciones de poesía? Dejemos de
lado —pero no olvidemos— la primera razón que quizá a muchos les vendrá a la mente, aquella de
que pareciera más fácil, mucho más fácil, traducir en verso libre que en verso medido, aunque en
no pocos casos sea la explicación adecuada para entender por qué tantos poemas traducidos
suenan más a mala prosa —también la prosa tiene su ritmo— que a buenos versos. En realidad,
traducir en versos libres es aún más difícil que hacerlo en formas métricas, si se quiere que el
poema no recuerde a cada paso que «sólo es una traducción», desde el momento que hay que
encontrar sustitutos sustentables para la amalgama rítmica que las sílabas y los acentos
proporcionan de por sí.

Dejemos de lado también —pero no olvidemos tampoco— la razón histórico-literaria que hemos
señalado precedentemente, vale decir, la identificación de verso libre y poesía moderna, que
como hemos visto no es muy defendible si examinamos la obra concreta de los concretos poetas
modernos de diversas lenguas. Creo que ya hemos demostrado suficientemente que el verso libre
aparece, sí, con la poesía moderna, pero no la define ni sirve como criterio excluyente, a menos
que justamente excluyamos de la modernidad lírica a gran parte de sus mayores maestros.

Vayamos a una tercera razón: esto es, la elección del verso libre por una predilección previa del
eventual poeta-traductor, por concordancia con su propia poética. Tal es el caso, localmente
emblemático y de gran influencia, de las versiones de Alberto Girri. Pasando por alto las
traducciones de poesía italiana del siglo xx, realizadas en colaboración con Carlos Viola Soto, que
además de evidenciar problemas de conocimiento de la lengua, muestran una excesiva
incongruencia entre el estilo de la traducción y el de los textos originales, vale la pena detenerse
en sus traslaciones de la poesía norteamericana contemporánea. Su labor en este campo ha sido
amplio e intenso, y merece todo respeto su presentación de autores de esa literatura que eran
desconocidos o poco conocidos en nuestro medio. Similar reconocimiento se le debe a Enrique
Luis Revol, profundo estudioso y excelente ensayista, quien acercó al lector argentino una muestra
significativa de la poesía inglesa y de la poesía norteamericana del siglo xx en las célebres
antologías de Ediciones Librerías Fausto, así como una selección de la obra poética de Robert Frost
publicada por Corregidor. Puede decirse que, en gran medida, la imagen de la poesía moderna en
lengua inglesa fue conformada en nuestro país, en las últimas décadas del siglo pasado, por las
traducciones de Girri y de Revol. La diversa lección ofrecida por otros traductores de la lírica
inglesa y norteamericana, tales como los antes mencionados Rafael Alberto Arrieta, Carlos
Obligado, Silvina Ocampo y Juan Rodolfo Wilcock, casi no ha encontrado luego seguidores.

Tanto Girri como Revol optaron decididamente por el verso libre y por la literalidad. En la
«Introducción» a su importante antología Cosmopolitismo y disensión, Alberto Girri declara: «En
cuanto a las versiones en español de los poemas, confiamos en haber evitado algunas de las
tentaciones más corrientes en este tipo de labor. La de caer en la traducción «personal», especie
de interpretación que suele transformar el texto original en una caricatura; la de la recreación o
«imitación» poética, asiduamente practicada por los escritores del pasado, sobre todo con textos
clásicos; y la de intentar seguir el consejo de Pound, irrealizable y absurdo, de traducir empleando
el lenguaje que el autor original hubiera usado si su lengua hubiera sido la del traductor […]. Sin
exagerar lo literal, pero tampoco evitándolo sistemáticamente, hemos buscado la solución menos
brillante aunque quizás la más honesta: dar una aproximación al pensamiento poético de cada
autor, su tipo de lenguaje e imágenes, lo mismo que algunas modalidades en la estructura de los
poemas, a pesar de que los resultados corran el riesgo de ser calificados de impersonales, y aun de
sombras de las composiciones traducidas».

Desconozco la razón por la cual Girri juzga «irrealizable y absurdo» el consejo de Pound. Puede
quizá no coincidirse con la sugerencia del autor de los Cantos a su traductor italiano Carlo Izzo,
pero hay que convenir en que no es «irrealizable», desde el momento que no pocas traducciones
lo han puesto en práctica, en no pocos casos con buenos resultados, y menos aún «absurdo». Por
ejemplo, como recordábamos anteriormente, Robert Lowell, un poeta admirado y traducido por
Girri, lo adoptó para sus versiones de poesía en otras lenguas, e incluso lo defendió casi con los
mismos términos de Pound.

En cuanto a las dos primeras categorías que Girri denomina «tentaciones» del traductor, confieso
que no veo muy claro en qué consiste la diferencia entre una y otra: la traducción «personal»
suele definirse justamente como «imitación». Tampoco se distingue con nitidez en qué categoría
deberíamos incluir a las traducciones que, además de «dar una aproximación al pensamiento
poético de cada autor», a «su tipo de lenguaje e imágenes», intentan ofrecer asimismo una
aproximación a la dimensión musical de los poemas traducidos. Esta preocupación parece
completamente ajena a Girri, quien no la toma en cuenta ni siquiera para decir que no ha podido o
no ha querido tomarla en cuenta.

Lo llamativo del caso es que, en un rápido repaso de los autores y los textos incluidos en
Cosmopolitismo y disensión, comprobamos que más de la mitad de los poetas seleccionados sí
han tenido muy en cuenta tal dimensión para escribir sus poemas, en los cuales la métrica y la
rima tienen una evidente importancia. Y llama todavía más la atención el descuido de este aspecto
—que, a juzgar por su recurrencia, no ha sido un factor menor o indiferente en la composición de
sus obras— el hecho de que son algunos de los poetas con quienes el traductor muestra mayor
simpatía en las notas que anteceden a sus versiones, tales como Theodore Roethke, Elizabeth
Bishop, John Berryman, Robert Lowell, Howard Nemerov, Richard Wilbur, Robert Horan, John
Logan, James Wright, etc. (Por el contrario, se advierte una marcada antipatía hacia un poeta
experimental como Charles Olson, así como hacia los poetas informales de la beat generation,
como puede comprobarse en la «Introducción» y en las notas a Allen Ginsberg o Lawrence
Ferlinghetti). El hecho de que el traductor traslade los variados registros musicales de los textos (y
conste que nos ceñimos a cotejar aquellos que Girri ha seleccionado) a un único diapasón
versolibrista, confiere a la antología una uniformidad estética que no condice con la diversidad
tonal que ostentan los poemas originales que se leen en la página del frente.

Algo similar ocurre con las antologías de Enrique Luis Revol, con el agravante de que nuestro
admirado ensayista cordobés poseía una precisión verbal inferior a la de Girri. Las traducciones
que Revol presenta en su selección de Robert Frost son un ejemplo flagrante de cuánto puede
desfigurar el sentido poético total de una escritura —una escritura, justamente, como la de Frost,
de una modernidad voluntariosamente clásica— la programática desconsideración hacia la
musicalidad de esa obra.

Esto nos lleva a volver a las palabras que citábamos de la «Introducción» de Girri, y preguntarnos
si esa renuncia a representar en sus traducciones una dimensión estilística como la musical,
presente en los originales, no lo conduce necesariamente a la siguiente paradoja: huyendo de la
traducción «personal» y de la «imitación», cae sin embargo en ellas, cepillando las diferencias
rítmicas de los distintos estilos en la llaneza de su verso libre. En vez de leer, pues, a Robert Lowell,
leemos a Girri; en vez de leer a Theodore Roethke, leemos a Girri; en vez de leer a Richard Wilbur,
seguimos leyendo a Girri…

Por cierto, habrá quienes prefieran leer a Girri antes que a Wilbur, Roethke, Lowell o Eliot: están
en todo su derecho. También Girri estaba en todo su derecho, por así decir, de traducirlos a su
propia manera, como quien realiza obra personal a partir de la escritura de otros autores. Basta
que seamos conscientes de la diferencia.

Para concluir. Está claro que todo traductor deja en la propia versión sus huellas, como cualquier
otro criminal. La cuestión reside en el tipo de vestigios que abandona y en la mayor o menor
perfección de su crimen (volvemos al punto de partida: la «profanación de los muertos» y el
diálogo chamánico). Entiendo que, en cuanto a lo primero, la meta debería ser que las huellas del
asesino lleguen a confundirse con las de la víctima: si el occiso amaba el verso libre, tratemos de
traducirlo en un buen verso libre; si el desventurado sentía pasión por los pies y los acentos, las
asonancias y las consonancias, intentemos que después de muerto, en nuestras devotas y
profanadoras versiones, se conserve algo de esa su perversión. Y con respecto a lo segundo, se me
ocurre que la perfección del crimen ha de ser que el difunto, para quienes lo lean, ¡les parezca
vivo! Para eso, que es lo único que en definitiva cuenta, por supuesto, no es posible consultar
ningún manual del perfecto asesino: cada cual tendrá que vérselas, sílaba a sílaba, aliento tras
aliento, con sus propias fuerzas. ■ ■

Etiquetas: Pablo Anadón, Poesía, Traducción

El traidor de la poesía

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Autor: 1 enero 2009

Alejandro Bekes

Recuerdo que un día, conversando con un amigo a quien considero un buen poeta, le dije que una
de mis lecturas inolvidables de la adolescencia había sido la de Rubén Darío. Él me repuso que en
su adolescencia había leído a los poetas norteamericanos y que jamás se le hubiera ocurrido leer a
Rubén Darío. No le pregunté por qué rechazaba él a Rubén Darío, aunque después pensé que tal
vez la culpa de eso la tuvo algún profesor o profesora de literatura. Le pregunté en cambio si había
leído a aquellos poetas en inglés, y me respondió que no, que los había leído en castellano. El
detalle es que entonces él no había leído a Ezra Pound o a Robert Frost o a Conrad Aiken, sino al
traductor de esos y de otros poetas. Es claro, se me dirá, que con este criterio nadie ha leído a
Platón ni a Dostoievsky, salvo los contados que entre nosotros pueden leer de corrido el griego o
el ruso. Es una gran verdad. Y agreguemos a esa verdad esta otra: que si puede haber considerable
distancia entre lo que expresó un novelista o un filósofo y lo que su traductor nos hace creer que
dijeron, esto se multiplica hasta el escándalo cuando se trata de poesía.

Antes de pasar a hablar de esta última, demorémonos un poco en la prosa. Cierta vez, leyendo una
versión castellana de una novela de Dostoievsky, me sorprendió la cantidad de veces que aparecía
la expresión «no se sabe por qué». Esa expresión existe en castellano, pero no es normal hallarla
tres veces en el mismo párrafo. Solo sé dos palabras en ruso (las que significan «sí» y «no») pero
imagino que quizás exista en esa lengua alguna expresión idiomática muy común con aquel
significado, expresión que el traductor se creyó en la obligación de verter a cada paso y que resulta
abusiva en castellano. Por cierto, en todas las lenguas existen tales rellenos. Los españoles, antes
de decir «no sé», suelen decir «pues»; los argentinos, en el mismo caso, decimos «bueno».
Decimos muchas veces: «Bueno, no sé», en lugar de «No sé» a secas. No es imposible que una
traducción literal de esa frasecita al ruso resultara insoportablemente pesada, «no se sabe por
qué».
Recuerda Sábato que cuando él empezó a leer, todavía muy chico, a los novelistas rusos,
fatalmente atribuía al admirado Dostoievsky o al admirado Gógol verdaderos horrores estilísticos,
sin duda cosecha del traductor; horrores que, por supuesto, luego trataba de imitar. Pues como la
tarea del traductor es modesta, como su nombre a menudo no figura siquiera en cuerpo diez al
dorso de la portadilla, pocos lectores suelen recordar que el autor es inocente de tales engendros.
Tampoco se acuerdan, por otra parte, de agradecer la modesta pero necesaria tarea que dejo
dicha.

Se podría pensar, con juicio sereno, que en el caso de la filosofía los problemas de esta índole
pueden ser peores. Cicerón en su tiempo ya se vio en dificultades para trasladar al latín la palabra
griega «idea»; optó por «forma», a falta de algo mejor. La tradición, sin embargo, prefirió el
préstamo, y así es que «idea» existe en todas las lenguas que han abrevado en la cultura
grecolatina, aunque su significado hoy corriente esté muy lejos del que Platón le asignaba. Algo
semejante sucede con otros términos griegos, como «mito», «filósofo» «historia» o «categoría», y
latinos, como «esencia», «sustancia» y «accidente». Algunos se han desvirtuado hasta el absurdo,
como «entelequia» o «fenómeno». Otros no han podido aclimatarse, pese a ser insustituibles,
como lógos. De todas maneras, el problema está acotado, porque en general el buen lector de
filosofía tiene (o se supone que tiene) conciencia de él. De hecho, buena parte de los estudios
universitarios de filosofía están dedicados a dilucidar la terminología específica de los filósofos, a
rastrear la historia de esos términos y a seguir sus transformaciones. De tal modo, la traducción de
la filosofía, aunque problemática, tiene sus críticos y por tanto sus valedores.

Vengamos ahora a la traducción de poesía. Pondré al inicio algunos ejemplos de lo que me parece
peor, y al final uno que considero magnífico, y al medio algunos otros. Creo que todos nos
enseñarán algo sobre lo que sucede cuando se traduce poesía, y sobre lo que sucede cuando se
lee traducción de poesía sin conocer el original. Como antídoto, es muy útil leer poesía traducida
cuyo texto fuente sea castellano, para hacernos cargo de los detalles del traspaso. Pero ya la
palabra «traspaso», como la propia palabra «traducción» o «traslación» supone un escamoteo.
Pues no es posible en rigor «hacer pasar» (traducere) un significado de una lengua a otra sin
alterarlo. Esto se debe a que las palabras no son meros vehículos de un significado que pueda
considerarse independiente o a priori, sino que también el significado es producto de una
determinada lengua, y de ningún modo alguna cosa extraverbal que las lenguas puedan llevar y
traer. Si en efecto existen las «ideas», en el sentido platónico del término, los significados de las
palabras han de ser caminos hacia esas ideas, y no las ideas mismas. Las lenguas, escribe Eugenio
Coseriu, no son nomenclaturas para significados preexistentes, sino que son permanente creación
de significado. Esto es algo evidente para quien alguna vez haya reflexionado sobre el tema. Con
razón escribe Walter Benjamin que solo desde un ángulo meramente denotativo puede pensarse
que la palabra alemana brot y la francesa pain signifiquen lo mismo. Huelga decir que en la
literatura, y con más razón en la poesía, lo denotativo suele no ser lo más importante.

Agreguemos que si en los otros géneros pueden contar más la invención narrativa, descriptiva o
argumental, en la poesía es la invención verbal la que generalmente da la nota; recordemos la
respuesta de Mallarmé a su amigo Dégas, el pintor, quien cierta vez le dijo al poeta que se había
puesto a escribir versos «y que no le faltaban ideas». Mallarmé contestó: «Mi amigo, los versos no
se hacen con ideas, sino con palabras». Y las palabras con que hacemos los versos fatalmente
pertenecen a alguna lengua. Si no hemos leído a los clásicos de la nuestra, si solo hemos leído
traducciones, nos faltarán quizá palabras esenciales, sea para crear, sea para traducir poesía. Si no
nos hemos nutrido de aquellos poetas cuya obra nace de las entrañas de la lengua, tendremos que
conformarnos con las frases hechas y las palabras bastardas de los medios masivos, que influyen
inexorablemente en el habla y en el debate cotidiano.

Menciono estas cosas, un tanto obvias quizá, porque a menudo detrás de una mala traducción hay
una teoría apresurada, o incluso no hay teoría alguna, ni de la traducción ni del lenguaje ni de la
literatura. Y sin teoría, sin reflexión, vamos a tientas. Aunque la teoría por sí misma no garantice
ningún resultado, al menos quien la maneje tendrá un marco que podrá regular sus errores, que
podrá moderar o atemperar los disparates que la práctica, es decir, los problemas concretos de
cada texto, lo induzcan a perpetrar.

Veamos ahora nuestro primer ejemplo. Es una versión al inglés del poema inicial de Les fleurs du
mal, de Baudelaire. Es verdad que ya resulta algo chocante encontrar ese título convertido en
Flowers of evil, pero debemos saber que esto es una fatalidad de la traducción y no un problema
real del traductor. Vale decir, el traductor tiene que verter del francés al inglés, y no está en su
mano transformar el inglés para que suene francés. Hay que perdonarle esas Flowers of evil al
idioma inglés y no al traductor. No hace falta decir que también hay que perdonarle al castellano
que Une saison en enfer se transforme en Una temporada en el infierno, pues «una estación» o
«una estadía» serían todavía peores. Hay que perdonarle al latín, y no a San Jerónimo, que el
acariciante saludo de Cristo a sus apóstoles: eirene hymîn, se transforme en el durísimo pax
vobis… En todo caso, lo idiomático siempre sobresale en la traducción poética de poesía.

Vengamos al texto; el nombre del traductor no interesa, la edición es de la casa Dover, de New
York. Dicen así los primeros cuatro versos:

Folly, error, sin and avarice

Occupy our minds and waste our bodies,

And we feed our polite remorse

As beggars feed their lice.

Pero lo que Baudelaire escribió es esto:

La sottise, l’erreur, le péché, la lesine,

Occupent nos esprits et travaillent nos corps,

Et nous alimentons nos aimables remords,

Comme les mendiants nourrissent leur vermine.


El traductor no comete errores básicos, pues los equivalentes que encuentra son los apropiados. El
problema es que Baudelaire escribió cuatro alejandrinos con rima abrazada a-b-b-a, y esos
alejandrinos y esas rimas generan un ritmo característico, que es consustancial al poema y que
desaparece totalmente en la traducción, donde tampoco es compensado por algún otro ritmo que
al menos evoque la poesía. Se dirá que el traductor debía elegir entre mantener (o recrear) el
ritmo y mantener la literalidad del texto. Pero si es así, ¿por qué dispuso su texto en forma de
versos, si en realidad no lo son? Esto se ve claramente porque si los ponemos uno tras otro, es
decir, si los transformamos gráficamente en prosa, no se pierde nada. En cambio, sería imposible
poner en prosa el texto original, pues aunque lo escribiéramos todo seguido seguirían siendo
versos. Lo que le censuro a este traductor no es que haya traducido en prosa, sino que pretenda
hacerla pasar por verso. Siempre será preferible en tal caso una versión en franca y explícita prosa,
como el propio Baudelaire la hizo, y muy buena, de «El cuervo» de Poe.

Por supuesto, a veces nos encontramos con desastres irreparables y cómicos. Así, un ignoto
traductor leyó Thou art en un poema de Poe y lo tradujo como «tu arte»… Pablo Anadón recuerda
algo semejante en una versión de un texto de Ungaretti, donde los traductores confunden ancora,
‘todavía’, con áncora, ‘ancla’, con los resultados que son de esperar. Peor todavía es una
traducción que un joven de veinte años llamado J. L. Borges hizo del poeta alemán Wilhelm
Klemm. Al parecer por una mala lectura de la letra gótica, cuya «s» se parece a una «f», aquel
Borges incipiente inventó una «colocación de los anos» (sic), donde el texto dice «el orden de
extinción».

A veces no nos reímos tanto, pues la traducción implica también interpretación y por tanto
sentido. La Biblia nos ofrece de esto ejemplos incomparables. Veamos solamente uno, el pasaje de
Lucas 17.33, que se repite con variantes en Juan 12.25. El primero dice, en el original griego: Hos
eàn zetéseˉi tèn psychèn autoû peripoiésasthai, apolései autén. kaì hòs eàn apoléseˉi, zoogonései
autèn. San Jerónimo tradujo de este modo al latín: Quicumque quaesierit animam suam salvam
facere, perdet illam, et quicumque perdiderit illam, vivificabit eam. La dificultad es la versión al
castellano de la palabra griega psyché, en latín anima. Esta palabra, en general, se traduce como
«alma», y así lo hacen los traductores de la Biblia en todas partes. Pero en este caso, Dios sabe por
qué, la traducen como «vida». Queda entonces: «Todo el que procure salvar su vida, la perderá, y
el que la perdiere, la salvará». El delito es aún más flagrante si vemos el pasaje equivalente de
Juan, pues allí se lee: Qui amat animam suam, perdit eam, et qui odit animam suam in hoc mundo
in vitam aeternam custodiet eam. Vale decir que el evangelista emplea claramente dos palabras,
anima y vita, pero el traductor traduce ambas como una sola: «vida», y escribe: «Quien ama su
vida, la pierde, y quien aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna». Pero si
nos atenemos a que psyché y anima en todas partes se traducen como «alma», nos queda, del
pasaje de Lucas: «Todo aquel que intente guardar su alma, la perderá, y todo aquel que la
perdiere, la vivificará.» Esta interpretación hace juego con la parábola del hijo pródigo, del mismo
Lucas (capítulo 15) y da lugar a una novela como Los Karamazov, de Fiodor Mijáilovich Dostoievsky
y a un poema como «Lucas XXIII» de Jorge Luis Borges. Es decir, es una interpretación del
cristianismo que pone el énfasis en la entrega, en la aventura de vivir, en la inocencia del pecado, y
castiga en cambio la pacata y farisea pretensión de salvar la propia alma, dejándola a salvo del
mundo. Es comprensible, pues, que las versiones autorizadas de la Biblia se desliguen en este caso
de toda literalidad y traduzcan vida por alma. Es cierto, por otra parte, que es difícil saber qué
entendían los antiguos por anima; probablemente lo mismo que por spiritus, o sea, el soplo vital.
En todo caso, de la forma en que interpretemos esta palabra depende también lo que entendamos
o no entendamos por religión cristiana.

Vemos así cuáles son los riesgos de la traducción. En el siglo xvi, sostener su propia teoría de la
interpretación y traducción de los textos bíblicos le costó a Fray Luis de León cinco años en las
mazmorras de la Inquisición. Pues el fraile agustino, desde su cátedra de la Universidad de
Salamanca, sostenía lo siguiente: «Cuando en el original hebreo las palabras o el sentido sean
ambiguos, de modo que puedan interpretarse en sentidos diversos, y de estas diversas
significaciones el autor de la Vulgata ha elegido una, esta no siempre es tan certera como para
descuidar las otras, e incluso a veces aquel sentido y significado que la Vulgata no expresa no es
menos apto y correcto que el que ella expresa y elige». Estas consideraciones, en el ambiente
reaccionario y altamente suspicaz de la Contrarreforma, resultaban peligrosísimas para quien las
enunciaba, como lo prueban con violencia los hechos.

Solo en apariencia me he desviado del tema. Pues también la Biblia es poesía, y de la mejor. No
obstante, haré penitencia ahora, volviendo a mis humildes versiones de poesía profana. Quiero
mostrar otro ejemplo, cuya intención es que veamos más de cerca las dificultades del oficio, así
como los riesgos de leer la traducción sin conocer el original. Se trata de un poema de Borges, «El
mar», que fue traducido al italiano y al francés por manos anónimas, y publicado en la prestigiosa
revista El correo de la Unesco, que como se sabe circula en más de veinte idiomas. El poema de
Borges (incluido en El otro, el mismo, de 1964) es así:

El mar

Antes que el sueño (o el terror) tejiera

mitologías y cosmogonías,

antes que el tiempo se acuñara en días,

el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento

y antiguo ser que roe los pilares

de la tierra y es uno y muchos mares

y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira lo ve por vez primera,


siempre. Con el asombro que las cosas

elementales dejan, las hermosas

tardes, la luna, el fuego de una hoguera.

¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día

ulterior que sucede a la agonía.

Il mare

Prima che il sogno umano (o il terrore) tessesse

Mitologie, cosmogonie e amore,

Prima che il tempo coniasse la moneta dei giorni,

Il mare, il sempiterno mare, già esisteva: era.

Chi è il mare? Chi è quell’essere violento,

Violento e antico, che rode le fondamenta

Della terra ? È al contempo uno e molti oceani ;

È abisso e splendore, caso e vento.

Chi lo guarda lo vede per la prima volta,

Ogni volta, con lo stupore che trasudano

Le cose elementari — le belle

Serate, la luna, la fiamma di un fuoco.

Chi è il mare e chi son io ? Il giorno

Che seguirà la mia ultima agonia lo dirà.

(Sin nombre de traductor – Il Corriere dell’Unesco, 1991)

La mer

Avant que le songe (ou la terreur) ne tisse

Les mythologies et les cosmogonies,

Avant que le temps ne batte la monnaie des jours,

La mer, la mer depuis toujours, déjà existait.


Qui est la mer ? Quel est cet être violent

Et ancien qui ronge les piliers

De la terre, qui est une seule mer et beaucoup d’autres ?

Qui est l’abîme et l’éclat, le hasard et le vent ?

Qui la regarde la voit pour la première fois,

Toujours. Avec la stupeur que donnent les choses

Élémentaires, les belles après-midis,

La lune, la flamme d’un feu.

Qui est la mer et qui suis-je ? Je le saurai au

Lendemain de l’agonie.

(Sin nombre de traductor- Le Courrier de l’Unesco, 1991)

Muchas son las cosas que podemos discutir a estas dos traducciones. Pero antes, digamos que
traducir este poema de Borges es ya un desafío mayúsculo. Lo es por varias razones. Quizá la más
evidente es que el texto original es un soneto, vale decir, una forma estricta, sujeta a leyes
métricas muy definidas, leyes que a veces no es posible siquiera imitar en la lengua de llegada.
Esto es válido para el francés, lengua cuya prosodia es esencialmente diversa de la del castellano.
En cambio, no habría sido difícil imitar la forma externa en italiano. Sin embargo, ni uno ni otro de
los traductores ha tomado en cuenta este aspecto. Digo que no lo han tomado en cuenta, porque
si así fuera al menos hubieran buscado alguna forma que por lo menos perteneciera a la tradición
métrica de sus respectivas lenguas y de este modo transmitiera al lector esta intención del
original. Observemos que si el autor decidió escribir un soneto, y nosotros «traducimos»
solamente, mal o bien, las palabras que lo componen, hay algo esencial que desaparece. Desde
luego, nada nos impide hacer eso, pues la legislación no prevé pena alguna para la mala
traducción. Pero ¿por qué los editores de una revista como El correo de la Unesco, tan cuidadosos
en otros aspectos, dejan en manos tan chapuceras algo tan delicado como la poesía? Aventuro
una hipótesis: habrán pensado que alguien que traduce bien la prosa no tendría problemas con el
verso. Porque aun en ámbitos de alta cultura se ignora casi siempre qué cosa es el verso, o en qué
se distingue el verso de la prosa, y mucho más se ignora por qué el verso debe distinguirse de la
prosa.

Además del aspecto métrico, que es fundamental, hay cuestiones idiomáticas. Así, el cuarto verso
del poema: «el mar, el siempre mar, ya estaba y era», plantea dos grandes dificultades a estos dos
traductores. La primera es que se apoya precisamente en una distinción propia del idioma
castellano y de muy pocos más: la distinción entre ser y estar. La segunda es que presenta un uso
absolutamente nuevo, en los filos de la incorrección gramatical, del adverbio siempre, usado aquí
como adjetivo: «el mar, el siempre mar…» Sábato recuerda que Pedro Henríquez Ureña solía
repetir: «Donde termina la gramática, empieza el arte». Sería difícil hallar mejor ilustración de esa
máxima que este verso de Borges. «El siempre mar» podría ser un uso incorrecto del adverbio, y
en cambio es un hallazgo de estupenda y directa poesía. Hallazgo que puede bien ser la pesadilla
del traductor. Y sin embargo, aunque ambas sutilezas, junto con muchas otras, se pierden en las
versiones, no está allí el principal pecado de estas. Dejando de lado algunas libertades curiosas (el
traductor italiano agrega allí amore, y más adelante repite el adjetivo violento, «no se sabe por
qué»), el pecado original de estas versiones es, una vez más, que son prosa disfrazada de verso. Y
el disfraz les queda espantoso. Leyendo esto, uno recuerda aquellos versos de Nabokov que citaba
George Steiner:

What is translation? On a platterA poet’s pale and glaring head,A parrot’s screech, a monkey’s
chatter,And profanation of the dead.

Traduzco en prosa: «¿Qué es la traducción? En una bandeja, la pálida y rutilante cabeza de un


poeta, el chillido de un loro, el parloteo de un mono, la profanación de los muertos».

Hablaré ahora un poco, para no quedar yo solo libre de vergüenza, de mi propia experiencia como
traductor de poesía. Pues para juzgar los pecados ajenos, nadie más autorizado que un pecador
empedernido. Pero si empecé mostrando los riesgos y las miserias del arte de traducir, trataré de
hablar ahora de los intensos y arduos goces que depara. Si la poesía es como el amor, la
traducción puede ser un acto de posesión que primero colma hasta los íntimos rincones del ser, y
que luego nos deja un vago sentimiento de insatisfacción, de despecho. Pues así como los
amantes, luego del divino momento de la unión carnal, se ven forzados a separarse y vuelven a ser
cada uno un ser distinto, y vuelven a sus diferencias de opinión, a sus maneras acaso
incompatibles de ver la vida, de soportar el dolor o de educar a los hijos…, del mismo modo, digo,
luego del acto de la traducción, el traductor comprende que lo que ha dado no es sino un desvaído
y penoso reflejo del texto original, y que este queda allí, intacto, en su maravillosa y dolorosa
belleza ajena.

Si no recuerdo mal, mis primeros intentos de traducción de poesía datan de mis épocas de
estudiante. Nos propusieron traducir una oda de Horacio, la oda a la fuente de Bandusia (III.13).
Tuve la fantasía de ponerla en verso y me encontré entonces, cara a cara, ante el prodigio de un
texto de Horacio. Pues el principal beneficiario de la traducción de poesía es el que la perpetra: él
entra así en comunión con ese texto, logra penetrar en sus entrañas y de algún modo siente un
poco el sabor incomparable de esa poesía en el propio cuerpo de su idioma, más allá de que su
versión sea buena o siquiera legible. Me encontré, pues, con estos versos (III.XIII.9-16):

te flagrantis atrox hora Caniculae

nescit tangere, tu frigus amabile

fessis uomere tauris

praebes et pecori uago.


fies nobilium tu quoque fontium

me dicente cauis impositam ilicem

saxis, unde loquaces

lymphae desiliunt tuae.

Y los traduje como sigue:

La hora implacable de la ardiente Sirio

no te sabe tocar; tu amable frío

dedicas a los toros que el arado

fatiga y al ganado vagabundo.

Serás también famosa entre las fuentes,

pues yo canto esa encina que aprisiona

las rocas huecas de donde locuaces

se despeñan tus aguas.

Quien examine el original y mi versión descubrirá que varias sutilezas del texto desaparecen en
esta última. Ante todo, yo había renunciado a reproducir la métrica del original en cuanto a
recuento silábico; es cierto que los principios métricos del latín clásico y del castellano no son
compatibles, y que todo intento de imitarlos no pasará de allí. Pero aquí aparece una decisión
importante: ¿traduciremos a partir de nuestra lengua, respetando sus propias leyes prosódicas, o
la forzaremos siguiendo ahincadamente el original, a expensas incluso de que el resultado sea
inteligible, y más todavía, legible y bello? Dura cuestión. El traductor lee el original, advierte sus
maravillas, y por un momento, deslumbrado por la pasión, cree que podrá hacerle decir en
castellano lo mismo que dijo en latín. Ilusión que se desvanece no bien uno pasa del amoroso
deseo a la paciente y modesta labor de escribir.

En fin: Horacio usó aquí la estrofa llamada «quinto asclepiadeo», que consta de dos versos de doce
sílabas, uno de siete y uno de ocho, pero además con cesuras y tiempos fuertes y débiles bien
pautados. Yo en mi versión empleé el endecasílabo sin rima y un heptasílabo al final. Fue lo que
encontré, no digo que sea lo más aconsejable. Esta decisión me indujo a ciertas elecciones en
cuanto al vocabulario: atrox se vierte por «implacable», aunque hubiera podido ser también otras
cosas; Canicula, la estrella del Can Mayor, pasa a su nombre propio de Sirio. La construcción
pasiva: fessis vomere tauris, literalmente «a los toros fatigados por la reja» pasa a ser activa: «a los
toros que el arado fatiga». En latín, hay dos palabras para «ganado»: pecus, que se refiere al
ganado menor, y armentum, que designa al mayor. La distinción se pierde en mi versión
castellana. En el hermoso final de la oda: saxis, unde loquaces /lymphae desiliunt tuae, el sonido
de las palabras no es menos importante que el significado. Renuncié pues a buscar un equivalente
de lymphae, que es en latín un sinónimo poético de aquae, y puse llanamente aguas, porque
hacen resonar el ruido gutural de locuaces. Traduje desiliunt, que significa literalmente «saltan
desde arriba», o «caen saltando», por «se despeñan». ¿Logré dar, como lo había logrado Horacio,
la visión directa de la bella cascada saliendo de la roca hueca, entre las raíces intrincadas de la
vieja encina que se mezclan con ella? No lo sé. Creo que no. Pero por suerte no alcanzo a verlo del
todo, porque no leo mi traducción como texto independiente sino como una suerte de derivado
del original. Esa ilusión en general preserva a los traductores de caer en la desesperación, pero
también suele ser el principal obstáculo para que sus versiones sean legibles y sobre todo para que
resulten aceptablemente poéticas.

Desde aquellos primeros intentos, muchos de ellos fracasados, siempre me interesó traducir la
poesía que amaba en otra lengua y siempre me preocupó buscar equivalentes métricos de lo que
traducía. No siempre di con las mismas soluciones. Por ejemplo, en mi esfuerzo por traducir las
Quimeras de Gérard de Nerval, opté en general por una versión con metro y rimas. Las Quimeras
son una colección de sonetos a la manera francesa, es decir, en alejandrinos con rimas
«masculinas» y «femeninas». Por cierto, esta última distinción no debe reproducirse en castellano,
lengua en que el verso terminado en aguda suele dar un efecto casi cómico que no existe en
francés. Bien, transcribo ahora el soneto Delfica de Gérard de Nerval.

Delfica

La connais-tu, Dafné, cette ancienne romance,

Au pied du sycomore, ou sous les lauriers blancs,

Sous l’olivier, le myrte, ou les saules tremblants,

Cette chanson d’amour… qui toujours recommence?

Reconnais-tu le temple au pérystile immense,

Et les citrons amers où s’imprimaient tes dents,

Et la grotte, fatale aux hôtes imprudents,

Où du dragon vaincu dort l’antique semence?

Ils reviendront, ces Dieux que tu pleures toujours!

Le temps va ramener l’ordre des anciens jours;

La terre a tressailli d’un souffle prophétique…

Cependant la sybille au visage latin

Est endormie encor sous l’arc de Constantin


—Et rien n’a dérangé le sévère portique.

Intenté primero la versión rimada; luego, hice otra sin rimas, y advertí que la segunda, en contra
de mi propia teoría, era quizá preferible a la primera. Pero todo el resto del libro estaba hecho ya
sobre la base de reproducir las rimas del original. ¿Qué hacer entonces? Opté por poner las dos
versiones, una en el texto y la otra en una nota al pie. He aquí ambas:

Délfica (versión rimada)

¿La conoces tú, Dafne, esta antigua romanza,

al pie de los sicómoros o los blancos laureles,

bajo el olivo, el mirto o el sauce en los vergeles,

esta canción de amor… que repite su andanza?

¿Reconoces el templo de inmenso peristilo,

los limones amargos marcados por tu diente,

y la gruta, fatal al viajero imprudente,

que el semen del vencido dragón tiene en sigilo?

¡Volverán esos Dioses que estás siempre llorando!

Retornarán las aguas del antiguo venero;

bajo un soplo profético la tierra está temblando…

No obstante la sibila de semblante latino

duerme aún bajo el arco que erigió Constantino

—y nada ha perturbado su pórtico severo.

Délfica (versión en verso blanco)

¿La conoces tú, Dafne, esta antigua romanza,

al pie de los sicómoros o los laureles blancos,

bajo el olivo, el mirto o los trémulos sauces,

esta canción de amor… que recomienza siempre?

¿Reconoces el templo de inmenso peristilo,

los limones amargos que marcaron tus dientes,


y la gruta, fatal al huésped imprudente,

que guarda la simiente del vencido dragón?

¡Volverán esos Dioses que tú lloras sin pausa!

Repondrá el tiempo el orden de los antiguos días;

bajo un soplo profético la tierra se estremece…

No obstante la sibila de semblante latino

duerme aún bajo el arco que erigió Constantino

—y nada ha perturbado su pórtico severo.

Algo semejante me sucedió con el soneto xlix de Shakespeare. Copio el original:

XLIX

Against that time, if ever that time come,

When I shall see thee frown on my defects,

Whenas thy love hath cast his utmost sum,

Called to that audit by advised respects;

Against that time when thou shalt strangely pass

And scarcely greet me with that sun thine eye,

When love, converted from the thing it was,

Shall reasons find of settled gravity:

Against that time do I ensconce me here

Within the knowledge of mine own desert,

And this my hand against myself uprear,

To guard the lawful reasons on thy part.

To leave poor me thou hast the strength of laws,

Since why to love I can allege no cause.

De este soneto hice también dos versiones. No las hice porque pensara que podía superar las de
tantos otros, en particular la excelente de Pablo Ingberg. Sino que las hice por lo mismo que hice
las otras: por amor al original, por el deseo de traer ese texto a mi lengua, de sentirlo en mí
hablando mi idioma, aun a riesgo de profanar la memoria del más grande de los poetas. Porque
ese soneto de Shakespeare expresa algo muy íntimo de mí mismo, algo que no encontré nunca en
ningún otro poema, y necesitaba vitalmente apropiármelo, siquiera en forma precaria e
imperfecta. Así que escribí estas dos, ambas en versos endecasílabos, una con rimas y la otra sin
rimas.

XLIX (Versión rimada)

Contra ese tiempo, si ese tiempo llega,

cuando muestres tu ceño a mis defectos,

y ya tu amor, sumando lo que allega,

rinda cuenta ante lógicos respectos;

contra ese tiempo, cuando ajeno vayas

y el sol de tu ojo apenas me salude,

cuando el amor, tornado hacia otras playas,

tras razonable gravedad se escude;

contra ese tiempo aquí yo me resguardo

en el saber de lo que yo merezco

y tu razón legal contra mí guardo

y por ti alzo esta mano y comparezco.

Ley te asiste, ay de mí, para dejarme,

sin causa que yo alegue para amarme.

XLIX (Versión en verso blanco)

Contra ese tiempo, si ese tiempo llega,

cuando muestres tu ceño a mis defectos,

y ya tu amor sumando cuanto ha hecho

rinda cuenta ante lógicas razones;

contra ese tiempo, cuando ajeno pases


y el sol de tu ojo me salude apenas,

cuando el amor, mudado de lo que era,

tras razonable gravedad se escude;

contra ese tiempo aquí bien me defiendo

en el saber de lo que yo merezco,

y guardo, alzando contra mí esta mano,

las legales razones de tu parte.

Fuerza de ley para dejarme tienes

pues para amar no puedo alegar causa.

Voy a cerrar mi ensayo con lo que considero un ejemplo magnífico de traducción poética. Es la que
hizo Giuseppe Ungaretti del celebérrimo soneto de Góngora: Mientras por competir con tu
cabello. Leamos (o releamos) primero el original y luego la versión.

Soneto X

Mientras por competir con tu cabello

oro bruñido al sol relumbra en vano;

mientras con menosprecio en medio el llano

mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello,

siguen más ojos que al clavel temprano;

y mientras triunfa con desdén lozano

del luciente cristal tu gentil cuello;

goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue en tu edad dorada

oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o vïola troncada

se vuelva, mas tú y ello juntamente


en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Sonetto X

Finché dei tuoi capelli emulo vano,

Vada splendendo oro brunito al Sole,

Finché negletto la tua fronte bianca

In mezzo al piano ammiri il giglio bello,

Finché per còglierlo gli sguardi inseguano

Più il labbro tuo che il primulo garofano,

Finché più dell’avorio, in allegria

Sdegnosa luca il tuo gentile collo,

La bocca, e chioma e collo e fronte godi,

Prima che quanto fu in età dorata

Oro, garofano, cristallo e giglio

Non in troncata viola solo o argento,

Ma si volga, con essi tu confusa,

In terra, fumo, polvere, ombra, niente.

Podemos ver que Ungaretti tradujo por endecasílabos italianos los endecasílabos de Góngora, que
renunció a reproducir las rimas, que pese a esto recupera de modo impecable la música, o en todo
caso, crea otra música no menos hermosa, no menos estremecedora que la del original y que imita
con suprema elegancia la de este; que se toma alguna libertad que los lectores celebramos, como
poner avorio, ‘marfil’, en lugar de ‘cristal’, en el verso octavo, aunque luego pone cristallo en el
undécimo. La verdad sin embargo es que, ante el milagro cumplido de una versión que no
desmerece del original, que nos enseña a leerlo mejor (sobre todo en el penúltimo verso, donde
con essi tu confusa resalta con grueso trazo el sentido de «juntamente»), que lo planta y lo
renueva no solo en otra lengua, sino en nuestro propio tiempo, sin romper ninguna de delicadezas
que lo hicieron grande en el suyo… Ante este milagro, las consideraciones técnicas quedan algo
nubladas por la emoción. La obvia moraleja es que solo un poeta puede traducir dignamente a un
poeta, y que solo un gran poeta puede traducir dignamente a un gran poeta.

Diré para cerrar que la auténtica traducción de poesía, aquella que se intenta por necesidad íntima
y no meramente por cumplir con un contrato (sin desmerecer esta, que puede tener también su
mérito), es realmente un gesto de amor, y que en ella, como en todo amor, hay una terrible e
insoslayable cuota de traición. El traidor de la poesía es el amante de la poesía. Muchas cosas
podrán decirse siempre contra ese traidor amoroso. Repetiré aquí solamente las que al respecto
dijo don Quijote de la Mancha, en el capítulo 62 de la Segunda Parte de su historia, porque no creo
que haya algo más exacto en ninguna teoría de la traducción habida ni por haber: «Pero, con todo
esto, me parece que el traducir de una lengua en otra […] es como quien mira los tapices
flamencos por el revés; que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no
se ven con la lisura y tez de la haz […]. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio
del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le
trajesen». ■ ■

Jesús Aguado (selección, traducción y prólogo)

No pasa nada. Los poetas beat y oriente

El Bardo, Barcelona, 2008

Probablemente ningún movimiento cultural haya sabido aunar en una única búsqueda
libertad, felicidad y conocimiento de forma tan armoniosa como lo hicieron los poetas
beat. El término surgió durante una conversación entre Kerouac y John Clellon Holmes en
1948 (este último lo popularizó en un artículo aparecido en el New York Times a finales de
1952), pero hasta 1959 Kerouac no aclaró en qué pensaba cuando lo usó: no en «ritmo»
ni en «vencido», como habían sugerido algunos, sino en «beatitud». Ginsberg aporta
otros posibles significados: «acabado», o «abierto» en el sentido whitmaniano de
«apertura a la humildad». Todo muy «oriental»…

Muy pronto esa búsqueda de la libertad y la liberación de la conciencia hizo que los beat
miraran a Oriente. El primero en hacerlo fue el maestro de todos ellos, Kenneth Rexroth (a
quien Gadir por fin ha editado en castellano: ojalá alguien se atreva pronto con su
maravillosa An autobiographical novel), que no solo tradujo lo mejor de las literaturas
china y japonesa, sino que, y esto es lo más importante, supo captar su espíritu más
profundo. Donde Ezra Pound solo fue capaz de ver pagodas doradas y asuntos más o
menos palaciegos y mings, Rexroth vio un espejo en el que se reflejaba no la imagen
exterior, sino lo más hondo y espiritual de nosotros.

Ya en los primeros años cincuenta, Ginsberg y Kerouac (con la ayuda de Gary Snyder, en
quien Kerouac se basó para escribir Los vagabundos del dharma), cada uno en una
costa, expandían el interés por el budismo y la cultura oriental en general. En realidad, no
partían de la nada, y eran muy conscientes del nexo que había entre Emerson y Thoreau
y esa cultura oriental: una base muy sólida que les ayudaba a ver en la tradición china y
japonesa no un divertido exotismo, sino un desarrollo (aunque más antiguo) del
pensamiento propio. En realidad, estaba naciendo Oriente tal y como hoy lo entendemos
en Occidente.

No pasa nada. Los poetas beats y Oriente es una antología de otra antología: la de Carole
Tomkinson Big sky mind. Eso no le resta ningún valor a la selección de Jesús Aguado,
que (además de tener la honestidad de reconocerlo) nos regala un conjunto de
traducciones perfectas: exactas y convertidas en poemas que parecen haber nacido en
castellano.

No es raro: Aguado es uno de nuestros mejores poetas de ahora, y él mismo se ha


acercado con inteligencia y sutilidad a las tradiciones orientales. 15 son los poetas
incluidos en esta antología. Kenneth Rexroth es el primero que consigue ver en la poesía
oriental algo más que exotismo y jades, comprende su sensibilidad sin imitarla, y la funde
con la propia. El puñado de versos aquí incluidos son un buen ejemplo: prácticamente su
obra completa lo es. Pocos poetas de la naturaleza como Gary Snyder, que pasó doce
años en Japón aprendiendo a meditar y traduciendo sutras budistas. Snyder sigue en
activo y mantiene sus principios poéticos: su último libro, Axe Handles, parte de un
axioma de Lu Ji: «Al hacer el mango de un hacha cortando madera con un hacha el
modelo está bien a la vista». En España solo tenemos la brevísima antología que Nacho
Fernández preparó para Árdora, titulada La mente salvaje, que nos pone ante lo más
parecido que tenemos a un Wang Wei que hubiera nacido en el siglo xx y leído a Thoreau
y Whitman.

No faltan tampoco los beats más conocidos (los enormes Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti)
y abundan los rescates de otros menos leídos por estos pagos que invitan a continuar la
lectura. Este es uno de los libros más hermosos que se han publicado en mucho tiempo.
Y es un espejo raro, perspicaz y preciso: nos enseña cómo somos por dentro sin deformar
la imagen ni cambiar la izquierda por la derecha. Una lección verdadera de sabiduría vital
y vitalista. Los beats descubrieron, entre otras muchas cosas, aunando la filosofía del
Este y el Oeste, que no es necesario renunciar al placer para evitar el dolor, que es
posible acercarse a la libertad plena. Buda, de haber nacido en el siglo xx, hubiera sido
poeta beat.

Martín López-Vega

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