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La muerte del héroe

Ricardo Forster

1.
El héroe1 ha muerto, la historia se descompone en millones de
fragmentos que lejos de armar un rompecabezas lo único que
evidencian es el caos de una realidad estallada, de una
temporalidad que gira alocadamente sin ningún horizonte de sentido
ni ninguna posibilidad de orientación. La época de los grandes
relatos se dibuja desde una lejanía inalcanzable, apenas como un
trazo descompuesto de una travesía humana cargada de quimeras
monstruosas, de escrituras cristalizadas como barbarie e
irracionalidad. Des-orientados, fuera de los relatos cobijadores, des-
cubiertos de trascendentalismos sagrados o seculares, los seres
humanos se corren de una historia sin centro que creyó estar en el
centro, escapan a los reclamos de un destino inexorable fijado en la
interioridad de sus corazones por el mandato descomunal del deber
ser. Sin ejemplos absolutos, sin vidas ejemplares, aliviados de
padres omnipotentes, la pequeña humanidad de nuestros días sin
historia regresa sobre su cotidianidad, se afinca en sus acciones in-
trascendentes, en los filigranas insustanciales de una vida
desprovista de intensidades trágicas pero aliviada de dolores
insoportables, de reclamos morales inalcanzables para mortales
que sólo desean el sosiego de la repetición, la paz insulsa de lo
esperado, de aquello que alejado de todo sacrificio sirve para
transitar por la senda cuyo trazo escapa a toda interrupción nacida
de voluntades sin voluntad. Aliviados del peso de una historia
hinchada de sufrimientos e injusticias, los humanos de un tiempo en
el que ya no parece interesar la interrogación por las consecuencias
de nuestras acciones, simplemente exigen de los historiadores que
les relaten las peripecias de una historia sumergida para siempre en
el pasado remoto, o, mejor aún, exigen de ellos una nueva escritura
de esa historia que eleve al sitial del honor máximo ya no a héroes
e ideales, sino a las insignificantes aventuras de los sin rostro, de
los fantasmales habitantes de una cotidianidad olvidada por las
grandes gestas de la travesía histórica. 2 Cansados de las
mayúsculas, desinteresados de gestas cuyo sentido se les escapan
o que ocupan un lugar más esplendoroso en la industria del
espectáculo, los habitantes de este siglo que se inicia no desean
otra cosa que vivir sus vidas sin inquietudes, sin corrosiones
espirituales ni reclamos morales que vayan más allá de la
indignación altruista que encuentra su compensación en la caridad.
Hasta aquí los discursos de una posmodernidad cuya
impronta ha sido la de identificarse con los vientos de la época, con
las líneas maestras de un dispositivo montado sobre el gran
renunciamiento, festejo impúdico del fin de una historia arribada al
puerto de la vida muerta, del tiempo clausurado, de las promesas
reventadas en medio de la banalidad y la insignificancia de una
sociedad abrumadoramente agolpada en la cárcel de un presente
eterno, de un tiempo anclado en sí mismo y desprovisto de
cualquier referencia que no remita a su propia realidad. Y los relatos
de los pensadores profesionales, de los historiadores académicos,
de los estetas de lo fugaz, de los periodistas destripadores de
cadáveres, no han hecho otra cosa que amoldarse a las exigencias
de un sistema que, más allá de estallidos y descomposiciones, de
fracturas del sentido y de errancias planetarias, siguió y sigue su
curso dejando, tras de sí y alrededor suyo, el polvo de los sin
nombre, el olvido de toda memoria que sólo puede emerger allí
donde alguien la reclama desde algún sentido perdido, postergado,
añorado, soñado, quebrado o derrotado. Escribo “sentido” sabiendo
la prohibición que pesa sobre esta palabra, reconociendo que los
últimos veinte años trabajaron infatigablemente contra su
persistencia. Vuelvo a una escritura que desconfía del texto sin
texto, del margen del margen, de la glosa de la glosa, de la
interpretación sin finalidad alguna, que solo ve el vacío de una
pluma fantasmal que se desliza por una página en blanco sin que el
blanco de la página remita a nada, sólo al vacío de sí misma, a la
carencia de todo fundamento. Salvar un pensamiento de los
márgenes significa, entre otras cosas, impedir que el margen se
vuelva ausencia y que la memoria sea apenas una estética cuya
historicidad no radica en ninguna parte. Como si el reencuentro con
la saga quebrada de los vencidos no fuera otra cosa que el gesto
literario, individual y arbitrario del escritor, del artesano de palabras
que, en última instancia, no remiten sino a sí mismas esperando,
apenas, la voz cómplice del crítico, el momento del reclamo
académico a partir del cual adquiere su legitimidad y será
minuciosamente indagado como el lugar único y último de una
escritura apropiadora de una voz cuya presencia se vuelve
ausencia en el preciso instante en que es procesada por el
dispositivo de la des-significación.
Despojados de ideales, abrumados por un desplazamiento
anárquico del tiempo histórico que ya no responde a ninguna
orientación prefijada, bloqueados en el interior de una existencia
privada desprovista de vínculos sólidos con el afuera, los individuos
de la época se resisten a comprender el decurso de las cosas
desde otra sensibilidad que no sea la que ha tomado posesión de
sus vidas y que literalmente deshilacha el tejido de la memoria
volviéndolo claustrofóbica experiencia del presente. Al ausentarse el
relato de una historia que nos devolvía las complejas peripecias de
seres humanos atravesados por el deseo de la transformación,
activos agentes del cruce entre escrituras, ideales y acciones, lo
que ocupa la escena contemporánea es la minuciosa
reconstrucción de los infinitos actos individuales, de todas aquellas
formas, que olvidadas o silenciadas por la historia de las voluntades
transformadoras, se toman revancha e invaden las últimas teorías
festejantes del fin de las grandes narraciones. Quiero decir lo
siguiente: la tragedia de la historia ha sido reemplazada por la
enumeración extenuante de las pequeñas cosas de la vida, aquellas
que difícilmente hayan tenido o puedan tener alguna relación con
los gestos de la voluntad transformadora o simplemente con las
quimeras de una subjetividad en contradicción con el orden de la
dominación. Auyentada toda rebeldía, copada la plaza del discurso
crítico por los medios de comunicación de masas, lo que emerge es
un ejercicio que retrospectivamente coloniza el pasado con aquello
que hoy constituye nuestra devastada experiencia. Leemos lo que
ha acontecido, nos aproximamos a la tragedia de la historia,
desprovistos de sensibilidad y exclusivamente alimentados por las
percepciones de una época sin intensidades. Todavía más: el viaje
estetizante hacia los rincones insospechados de las invisibles
historias de lo cotidiano, ese periplo de turismo por el tiempo que
nos devuelve, multiplicada mil veces, las imágenes de seres casi
idénticos a nosotros mismos y que, como si nada ocurriera a su
alrededor, viven vidas comunes, desprovistas de cualquier otra
heroicidad que no sea la de reiterarse en lo que día tras día
constituye su horizonte de normalidad. El efecto es de lo más
interesante y, con disculpas de la palabra, ideológico. Contrastando
con las pavorosas escenas de una historia taladrada a fuerza de
grandes acciones y grandes discursos que, en última instancia, no
han llevado, pese a sus intencionalidades utópicas, a otro sitio que
a la destrucción; las escenas de la cotidianidad, los innumerables
relatos de la vida familiar, del amor, de los detalles de existencias
banales, comunes, humanas por insignificantes desde la dogmática
visión de los grandes ideales, desplazan aquellas historias que se
han vuelto inexplicables e ininteligibles para los actuales hombres y
mujeres.3 Abroquelados en su privacidad, encapsulados en su
intimidad que, aunque no lo sospechen, es igual a la de otros
millones de seres que pueblan el planeta, los actuales habitantes de
este tiempo sin historia prefieren la acogedora presencia de lo
semejante, de aquello que no cuestiona su inercia, su pesadez de
sujetos de la repetición.
Concluida la historia, retirado el héroe de escena por
anacrónico e inútil, lo que queda, cuando los ideales se han
mudado hacia el país de nunca jamás, es la visita guiada al museo
del pasado perdido o la contemplación catártica de imágenes
producidas en la industria del espectáculo que remiten a una época
acontecida de una vez y para siempre. Una lógica de la
representación que se vuelve cómplice de la deriva por el páramo
de la insignificancia convertida en consumación no sólo de la
travesía de una generación extraviada, sino punto culminante de
aquello que viniendo de la historia concluye con la historia para
catapultarse al tiempo de lo post. Fuera del sentido, si alguna vez lo
hubo, lo que queda es representarse el pasado desde una
diversidad de miradas que cruzan lo estético, lo académico y lo
museológico sin otra intencionalidad que la de una construcción
despojada de cualquier otra aspiración que la cita erudita, el gesto
nostálgico del cine o la exposición momificada.
Este fuera de la historia, esta fuga de un tiempo de urgencias
y quimeras transformadoras, ha producido una extraña paradoja: los
héroes de esa antigüedad acaban volviéndose figuras míticas
reconstruidas en el interior de la industria del espectáculo en el
mismo momento en que su presencia real queda radicalmente
obturada. Ausencia de una memoria que sostenga el hilo, aunque
delgado, de la continuidad en el tiempo de aquellas experiencias
que literalmente sólo vuelven a cobrar presencia en el viaje
estetizante del cine o la literatura, pero que ya nada le dicen a
nuestras existencias concretas. El héroe ha quedado del otro lado
de la historia, o, sería mejor decir, el héroe, al desaparecer de
escena y al volverse mera representación espectacular, viene a
expresar el fin de la historia entendida como potencialidad y acción.
Cuando algunas décadas atrás se iniciaba la ofensiva contra
los grandes relatos y se decretaba, a poco de recorrer el camino de
las nuevas concepciones, su adiós definitivo, lo que en realidad se
estaba desmoronando a un ritmo que no imaginábamos tan veloz,
era la propia trama de la historia, la posibilidad misma de seguir
identificando nuestras vidas como deudoras de una temporalidad
trascendente, como integradas a un escenario atravesado por la
lógica del sentido. La demolición de aquellas venerables escrituras
que articularon la correspondencia entre lo individual y lo social,
entre lo particular y lo universal, entre lo privado y lo público, nos
dejó ausentes de nosotros mismos, solos frente a nuestros vacíos y
a nuestras insignificancias, preguntándonos cómo se constituye una
vida cuando se ha clausurado toda trascendencia, cuando ningún
dios queda como depositiario de alguna esperanza por más débil y
flaca que pueda ser.4 O tal vez el dios contemporáneo, dios del
mercado y el dinero, no represente otra cosa que la quimera de una
instantaneidad eternizada, una inmanencia absoluta deudora sólo
de si misma. Quien vive instalado en el puro presente, quien hace
del instante la referencia última de lo verdadero, está incapacitado
para representarse otra perspectiva de la vida que no sea la que
instituye su propia y asfixiante cotidianidad. El triunfo póstumo de
Narciso caracteriza el autismo de los habitantes de la
posmodernidad.
No se trata de esculpir un monumento a aquella figura del
héroe moderno como si efectivamente su paso por la historia
hubiera sido el máximo ejemplo de una humanidad entrañable cuya
ausencia pesa como el plomo sobre todos nosotros, los huérfanos,
que vagamos sin rumbo ni destino. El héroe fue el producto también
de una historia impiadosa, sus acciones estuvieron saturadas de
resultados arrasadores, sus sueños redencionales acabaron en
horribles pesadillas que, lejos de permanecer en el registro de lo
imaginario o de lo fantasmagórico, tomaron posesión de la escena
histórica y contribuyeron a destituir la esperanza nacida de los
grandes ideales, postergándola para otra lejana época del mundo.
El héroe, y ésta quizás sea la nota de su propia tragedia, al
consumar su destino no hizo más que acelerar el tiempo de su
enmudecimiento, acelerando su salida de la historia. Al reaccionar
contra esa imagen forjada en los talleres de una modernidad
henchida de propuestas transformadoras lo que resuena es,
precisamente, la revancha ante el abandono de escena, el repudio
encubierto del huérfano ante un padre ausente que lo dejó
desamparado. El héroe, su crepúsculo, representa la otra cara de
su terrible triunfo, la realización perversa de aquellos ideales que
febrilmente abrazaron la conciencia de una humanidad que,
abandonada de sus antiguos dioses, salió a la búsqueda de quienes
pudieran reemplazarlos. Los dioses ya no regresaron pero el tiempo
del mundo se convirtió, como producto de esa búsqueda frenética,
en la entrada a una nueva civilización caracterizada por el
arrasamiento de todo aquello que no remitiese a sí misma, deudora
únicamente de la ferocidad transformadora del hombre de la
técnica.5
El héroe de la modernidad intentó una tarea imposible:
sustituir a Dios llenando con su acción transformadora el vacío
dejado por su ausencia. No supo o no quiso saber que ese
reemplazo estaba, desde un comienzo, envenenado, es decir, que
desamarrados los hombres de los lazos divinos, liberadas sus
conciencias de las restricciones religiosas y sometido el límite del
tiempo a la ilimitada aventura secular, lo que se abría delante suyo
no era solamente la promesa de la realización plena de los ideales
sino, más grave y oscuro, su terrible perversión en el acto mismo de
su colonización de la historia de los hombres y de la tierra. El héroe
pagó el precio de su responsabilidad como figura arquetípica de los
sueños prometeicos de una humanidad lanzada a la conquista de
aquello que, hasta entonces, había permanecido vedado. Dos siglos
de travesía profana por el mundo dejaron a los hombres solos ante
una angustia de nuevo tipo, ante una inquietante carencia de una
gramática desde la cual escribir el sentido de su acción sobre la
vida. El héroe era portador de una escritura poderosa nacida de un
giro ontológico cuyo punto de partida puede ser buscado en el
relato cartesiano del sujeto racional que, solo, inicia el viaje hacia su
propia interioridad para rescatar, en el secreto de su cogito, la
legitimidad de su señorío sobre cuerpo y mundo. Pero el héroe
moderno también, aunque no lo dijera, llevaría, desde el comienzo,
esa otra marca donada por la figura de Hamlet; la marca de la
pesadilla y el fantasma, del sueño transmutado en realidad y la
realidad transmutada en sueño y, sobre todas las cosas, el destino
de una voluntad que no puede sustraerse a la violencia y la
irracionalidad allí donde más conscientemente cree poder intervenir
en la marcha de los acontecimientos. Fragilidad del héroe que es
desbordado por sus propias acciones, que es sacudido por la
violencia de una historia que se sustrae a los designios de una
razón que se quizo todopoderosa, heredera genuina de la
omnipotencia del Dios ausente. Al final de la época del héroe nos
enfrentamos a una constatación alucinante: el crepúsculo de los
dioses que hizo posible la irrupción de esta nueva figura culminaría
en su propio opacamiento, en su humillante retirada de la escena de
la historia para pasar a ocupar su sitio en el pedestal de los mitos
desactivados e inoperantes, referente último de una época en la
que la trama de las aventura humana estaba signada por la
presencia de un lenguaje poderoso y trascendente y concluyó en
hipostasiada nostalgia cinematográfica.6
Casi sin darnos cuenta el giro que nuestra civilización le ha
dado a la figura del héroe nos devuelve a las arcaicas estrategias
del mito. Mientras que el héroe moderno representaba el nacimiento
del individuo autónomo, de aquel que se había convertido en el
artífice de su propio destino al vencer a las fuerzas conjuntas de
dioses y naturaleza, el héroe de la actualidad nos devuelve al
registro de lo inconmensurable e incomprensible, expresa la
distancia infinita entre nuestras pequeñas e insustanciales acciones
y esa enigmática presencia de fuerzas intraducibles que, sin
embargo, son metaforizadas como el sustrato último de toda
verdadera acción. Nunca como ahora la civilización humana ha
logrado enseñorearse del mundo a través de los dispositivos del
arsenal científico-técnico, pero nunca como ahora se ha sentido tan
confundida ante sus propias acciones. Los héroes creados por los
medios de comunicación, héroes fugaces, apenas si representan el
ideal narcisístico de individuos autorreferenciales, figuras fabricadas
por la industria del espectáculo que necesita, día tras día, crear los
arquetipos que vengan a satisfacer la orfandad de ideales
sustantivos de una humanidad anestesiada y sin rumbo. Giro
copernicano del héroe atravesado por la convicción del creador de
lo nuevo al héroe mediático que dura apenas lo que la temporalidad
del instante le permite durar. El héroe moderno intentaba en su
fracaso desafiar el destino mítico, deseaba derrotar aquellas fuerzas
arcaicas y atávicas que sujetaban a los hombres a un dominio
trascendente e indescifrable; el héroe contemporáneo no desafía a
nadie ni experimenta un destino trágico que alcance a cristalizar
más allá de la fugacidad y el instante porque su esencia, si es que
la tiene, le viene dada por el lenguaje del mercado y los medios de
comunicación que necesitan elevarlo y destronarlo en continua y
perversa perpetuidad.
Entre el héroe moderno y el resto de los sujetos sociales
existía una esencial identificación cuyo punto neurálgico se
relacionaba con la posibilidad misma de entrar en la historia
desatada por la acción del héroe. El lenguaje de las ideas se
correspondía, o al memos así se lo veía, con el proceso de
mutación de la historia, y el héroe era aquel que se ponía delante
en el camino hacia la construcción de lo nuevo. En este sentido, no
se trataba sólo y exclusivamente de una vida indescifrable y alejada
de la sociedad, inescrutable grafía de un destino cuya consumación
ya nada tenía que ver con la historia humana. El héroe, pese a su
endiosamiento, era efectivo como figura representativa de una
época, de su época, porque llevaba, aunque de un modo ejemplar y
único, las marcas y los sueños del conjunto de los hombres y
mujeres de su tiempo; era el que abría las posibilidades del futuro,
el combatiente de la esperanza, aquel que venía a llenar el vacío
dejado por la muerte de Dios. 7 El héroe mediático, la estrella
deportiva o televisiva, representa el puro presente, el sueño
imposible de una humanidad sin futuro y demandante del éxito de lo
inmediato y actual; de una humanidad que no acepta
postergaciones pero que sabe que su destino quedará eternamente
postergado, convirtiendo al héroe en su único y exclusivo
abanderado a la hora de redimir lo irredimible. El triunfo del héroe
moderno prometía el triunfo del conjunto; el triunfo del héroe
contemporáneo sólo expresa su aventura individual en contraste
dramático con la realidad terrible de la inmensa mayoría de la
humanidad. En la época de la presencia de lo sagrado, los seres
humanos esperaban el cobijo en un fin de los tiempos por venir,
sabían, creían mejor dicho, en que su propio itinerario era parte de
un itinerario mayúsculo; en la época del héroe moderno se trataba
de una confluencia entre aquel y las fuerzas profundas del cambio
histórico; en la actualidad ya no se trata de la creencia en la
salvación prometida desde las antiguas y sagradas escrituras ni en
la promesa secular revolucionaria. El desmoronamiento del sentido
se ha llevado consigo a la salvación y la revolución para dejarnos
solos ante nuestra propia desesperación que, paradójicamente, no
deja de impulsarnos hacia una transformación incomprensible del
mundo y de la sociedad en la que vivimos. Por eso al héroe actual
no se le pide otra cosa que espectacularidad, representación
majestuosa de nuestras propias imposibilidades.
Abandonados por dioses e ideales, los habitantes de este
tiempo de la técnica, dispuestos a lanzarse hacia el colosal
emprendimiento de un nuevo Génesis, carecen de aquellas figuras,
reales o imaginarias, sagradas o seculares, que pudieran ofrecerse
como foco iluminante de una marcha cuyo destino final nadie puede
prever pero que, a la distancia, nos devuelve las imágenes de un
futuro más próximo a lo siniestro que a lo maravilloso, no sólo por la
posibilidad cierta de un mundo de mutantes genéticos, sino,
también, por su radical incógnita respecto al para qué de lo que
estamos haciendo y gestando. 8 El siglo XIX, tiempo de expectativas
y narrativas del progreso indefinido, catapultó al hombre de ciencia
al pedestal del héroe de una época rabiosamente optimista respecto
a este nuevo sujeto instalado en la historia para orientarla hacia el
norte del conocimiento y hacia el milagro, ahora sostenido por la
razón, de la felicidad aquí en la tierra. Julio Verne, su anticipadora
imaginación literaria, expresó esa utopía arropada en el traje del
científico, atrincherada en las certezas exultantes del conocimiento
y de la técnica. Héroe capaz de utilizar la astucia del entendimiento
y el jeroglífico de la lengua matemática para desencantar los últimos
enigmas de una naturaleza convertida, gracias al ímpetu iluminante
de este personaje, en sirvienta sumisa de una humanidad
avasallante y dominadora. Inclusive, hasta no hace mucho tiempo,
la figura del científico (pienso en Albert Einstein como el último
arquetipo de esta especie forjada en los talleres de la modernidad
ilustrada) siguió representando la extraordinaria conjunción de genio
revelador y seguro orientador del camino a seguir en la conquista
del futuro. El científico como referente del conocimiento, pero
también, y fundamentalmente, como vanguardia moral, como
verdadero exponente de una nueva humanidad aliada, ahora sí, con
la potencia civilizadora de la razón científico-técnica. Ese héroe
también ha sufrido el agusanamiento de la época, su otrora figura
referencial carece, hoy, de ese gigantismo orientador para ser,
simplemente, un trabajador a destajo de las nuevas usinas de
riqueza dominadas, hoy como ayer, por aquellos que se sitúan en el
andarivel opuesto al de una sociedad más justa, solidaria e
igualitaria.
El científico, obrero sofisticado en el tiempo del post-
capitalismo salvaje, ha perdido toda ancladura ética, su práctica
carece de cualquier referencia a valores exacerbando aquella
tendencia que habitó desde los inicios a la sociedad burguesa. 9
Originalidad de un tiempo, el nuestro, que por primera vez libera a
sus fuerzas productivas y a los actores de esta marcha forzada
hacia las tierras infinitamente fértiles del futuro, de toda
responsabilidad ética, de cualquier función orientadora, alejándolos
de las anacrónicas inquietudes morales y políticas que todavía
asaltaban, de vez en cuando, a sus precursores. Esto es nuevo y no
deja de sorprendernos. Ver de qué modo a nuestro alrededor se
profundiza el proceso imparable de transformación del mundo
(aunque no en el viejo sentido de los utopistas sociales) asociado a
la pérdida de toda interrogación por el o los sentidos de este
proceso, nos retrotrae a la figura del héroe moderno allí donde éste
se lanzaba a la acción precedido por una profunda y esencial
inquietud respecto al por qué de esa búsqueda. Las preguntas
parecen haberse convertido en una fórmula vacía y de
circunstancias que esconden el plegamiento de la comunidad
científica a las exigencias desmesuradas del mercado (inclusive los
supuestos tribunales de ética que hoy pululan por doquier no suelen
hacer otra cosa que legitimar las prácticas hegemónicas, aunque
algunas voces aisladas se levantan para denunciar el actual estado
de cosas). El olvido de la pregunta (antiguo tema heideggeriano)
corre parejo a la destitución de todo sentido, representa el dominio
universal del saber técnico, el triunfo final de la lógica económica
que ha reducido a sus propios presupuestos el conjunto de la vida
social y natural.10 A partir de esta reducción lo que se volatiliza del
escenario histórico es la figura de aquel sujeto dispuesto a indagar
en profundidad por las condiciones de existencia y sus posibilidades
de transformación haciéndose cargo de las enormes dificultades de
toda empresa, sabiendo que su combate podía estar más cerca de
la derrota que de la victoria, pero insistiendo allí, precisamente,
donde su aventura interrogadora lo había lanzado desprovisto de
seguridades y garantías. Atravesar las oscuras comarcas de la
historia sin renunciar al uso crítico de la inteligencia y apelando a la
voluntad emancipatoria fue una de los rasgos principales del héroe
moderno que alcanzó a irradiar casi hasta nuestros días.

2.
En estos días posthistóricos (no porque la historia haya concluido
como lo quería Fukuyama en los años ochenta, sino porque se ha
desactivado su esencial carácter trágico al reducirla a mera
narración de fuerzas incomprensibles o al relato de lo minúsculo) lo
que se privilegia ya no es el arduo ejercicio de la interrogación
crítica ni tampoco se acepta la presencia de aquellas voces que
insisten en reclamar la necesidad de reinstalarse en la huella de los
nombres propios y de las biografías sustantivas. Giro hacia el
pasado para convertirlo en estética de la nostalgia, en visita guiada
al museo en el que las figuras de cera constituyen el recordatorio de
lo que yace definitivamente muerto (principalmente el gran ausente
de nuestra actualidad es el héroe moderno, aquel que creía poder
tomar el pulso de su época con sus propias manos 11) o gesto de
anacronismo retrospectivo en el que se escribe la trama de la
historia a partir de lo que hoy se acepta como legitimo y verdadero
en términos de conductas sociales e individuales. De este modo, el
peregrinaje del héroe, su esencial carácter trágico, es reducido a
ceguera e irracionalidad, prisionero de acciones incomprensibles en
las que la absurda violencia desgarra todo aquello que se le
enfrenta. El héroe ya no es el portador de ideales y valores
irradiables por los que ordena el decurso de su vida, sino apenas
una especie de superhombre que se despliega por la historia
desatando furias y tormentas destructivas, promotor de brutalidades
sin nombre en el nombre de valores e ideales altruistas. La
violencia, experiencia fundante de lo humano en sus más amplias
diversidades culturales, quedará dogmáticamente representada por
la figura del mal radical, lo puramente salvaje y bárbaro, lo que sólo
conduce al dolor y el sufrimiento entendidos como aniquiladores de
toda vida social. O, en el mejor de los casos, se buscará reducir el
sentido de la praxis histórica, las motivaciones de su elección, a su
biografía más íntima, al cotilleo minúsculo de sus circunstancias
personales e intransferibles para destacar que en última instancia lo
que ha motivado a los seres humanos a seguir el camino de la
intervención pública no ha sido otra cosa que alguna circunstancia
puramente privada. Extraño giro en el que la sensibilidad de nuestro
presente acaba colonizando la totalidad del tiempo pasado,
trasladando hacia atrás aquello que constituye nuestra actual visión
del mundo. Simplemente resulta casi imposible reconocer la enorme
distancia que nos separa de aquella otra manera de concebir la
existencia, no alcanzamos a comprender que el individualismo
contemporáneo no puede ser la llave que abra todas las puertas de
la interpretación de las acciones humanas. El intimismo artificial de
nuestra época se ha convertido en un verdadero obstáculo que nos
impide comprender la diferencia, aceptar la experiencia del otro
como autónoma de la nuestra y atravesada por otra lógica.
Con Benjamin sabemos que la relación con el pasado está
siempre determinada por las fuerzas que desde el presente intentan
convocarlo o rechazarlo, pero también sabemos que el pasado se
cuela en nuestra actualidad modificando, aunque no lo percibamos,
sensibilidad y comprensión. El pasado, al regresar, instituye nuevas
relaciones, funda otras perspectivas que van cuajando con lo
contemporáneo. El pasado puede regresar sin pedir permiso o
puede ser el producto de una operación político-cultural. El primero
de esos regresos suele conmover nuestros cimientos quebrando las
negaciones social e individualmente construidas (esos regresos
suelen ser profundamente movilizadores y disparadores de nuevas
y potentes fuerzas históricas); cuando el pasado regresa como
política-cultural, como parte de la artificialidad de la memoria y del
gesto grandilocuente de la efeméride, lo que produce es saturación
por exceso y reduplicación de la distancia entre el presente y
aquello que es convocado desde la lejanía de los tiempos. La
memoria histórica se desfonda cuando el vínculo con el pasado es
mistificado o desplazado a una trascendencia por completo extraña
a lo que se vive y experimenta en el tiempo actual. Allí donde es
convertido en monumento desaparece todo intercambio, toda
posibilidad de identificación o de interpelación crítica. Literalmente
se vuelve incomprensible.12
Una de las consecuencias del pasaje de la historia del héroe a
las historias de lo privado y cotidiano es que lo que acaba
volviéndose borroso es la posibilidad misma de interpretar los
acontecimientos históricos por fuera del paradigma minimalista.
Políticamente este efecto ha acompañado el proceso de ruptura del
espacio público y de la confianza, moderna, en la correspondencia
entre ideas y praxis, devolviéndonos la imagen de una sociedad
atrincherada en una privatización generalizada de todas las esferas
de la vida, incluyendo en esa privatización a la propia memoria
histórica que pasa a identificarse con nuestro imaginario de época.
Por eso el lugar del héroe no puede ser otro que el de la industria
del espectáculo o el de la efeméride desactivada.
Pero decía también que esta construcción de la historia
depurándola o adaptándola a nuestra sensibilidad proyecta sobre
nosotros la sombra de lo indiscernible asociada con la reducción de
la acción heroica a circunstancia individual y a aventura personal,
perpetuando, de ese modo, la percepción actual que hace del hacer
social un filigrana incomprensible en el interior de fuerzas históricas
indescifrables. Los jóvenes, particularmente, o hacen el pasaje a la
mitificación o juzgan lo acontecido desde su propia experiencia
personal que, a todas luces, está capturada por el intimismo y la
autorreferencialidad. Una de las paradojas sorprendentes de la
actualidad es que siendo este un tiempo en el que se reivindica lo
privado, lo personal, lo cotidiano, lo individual, nunca haya sido
mayor la distancia entre esas esferas de la existencia y el poder en
sus múltiples facetas. En verdad, la dimensión de lo íntimo también
está sujeta por modelos exteriores cuya lógica es ofrecerse como
únicos y personales. De ahí que al toparse con la figura del héroe,
el sujeto contemporáneo no pueda hacer otra cosa que reducirlo a
su propia percepción, incapacitado para reconocer que las
peripecias de la historia y de las sociedades no se dejan replicar por
un presente colonizador del tiempo y el espacio. Recogidos sobre
nosotros mismos permanecemos ciegos ante la diferencia. 13

3.
En los comienzos de los años ochenta, José Nun escribió un
ensayo cuyo título era: “La rebelión del coro”. En aquel momento
resultó un texto iluminador que venía a corregir un profundo déficit
de la izquierda: su incapacidad y hasta su negación para dar cuenta
de la historia menuda, de las biografías de aquellas voces anónimas
integrantes del coro que, en el último siglo y medio de prácticas y
teorías revolucionarias, habían sido sistemáticamente olvidadas
privilegiando la Gran Historia del sujeto de la revolución. Nun
inauguraba, de ese modo, una tendencia que se volvería aluvional
hasta invertir el polo de los privilegios y desplazar hacia la
insignificancia la venerable saga del héroe catapultando hacia el
nuevo escenario a las voces del coro. Lo que en aquellos años de
revisión crítica del legado marxista significó una entusiasta
reformulación de oscuras formas dogmáticas, una liberación de la
teoría para adentrarse en las tierras desconocidas de lo cotidiano,
acabó siendo, con los posteriores recorridos que de crisis inicial
terminó siendo sepultura, una elegante manera de sortear los
grandes dramas de la historia en beneficio de las nuevas liturgias
de la privacidad y la interioridad. Al final de los noventa poco queda
de esa rebelión del coro que presagiaba supuestamente el
advenimiento de una era democrática y participativa al calor de la
superación de los antiguos conflictos de una historia de violencias y
sustantividades fagocitadoras. El coro encontró otros dispositivos a
los cuales cantar, dispositivos rutilantes del mercado y el consumo.
Mientras que veinte años atrás la “rebelión del coro” venía a
expresar una colisión con el paradigma dominante, una suerte de
liberación teórica del dominio discursivo del vetusto corpus
marxiano, grito de batalla contra la construcción de un concepto
único y cerrado de historia; ahora, cuando con el fin de siglo poco
queda en pie de las antiguas creencias e ideales, ese
descubrimiento extasiado de las menudencias de la existencia
cotidiana y anónima, esa espera ingenua de una democracia
purificadora, se ha vuelto expresión resignada, coro que viene a
acompañar el vaciamiento de la escena pública y a coronar la
definitiva desdramatización de la historia en el tiempo final del
reinado de la mercancía. El coro parece que sólo se rebela allí
donde se le cierran las puertas del consumo; las masas, liberadas
de esas ideologías arcaicas y utópicas, sólo vuelven a pedir, como
en aquellos días de la antigua Roma, pan y circo. Quizás José Nun
no imaginaba el cierre de esa rebelión proclamada como giro
iluminante de época, probablemente su escritura no iba ni podía ir
más allá de la puesta en evidencia de lo que acabaría volviéndose
realidad asfixiante y clausura de cualquier intento, por parte de ese
mismo coro, de interceptar el curso de los acontecimientos
históricos. Paradojas de una actualidad que gira en el vacío de sí
misma: liberarse de los dogmatismos ideológicos (que al menos
suponían una adscripción a valores, una lógica de la identidad y de
la pertenencia) acabó por abrir las compuertas a la más
aniquiladora de las alienaciones que el tiempo del capitalismo supo
construir. Ausentado el héroe y sus relatos de un tiempo de
promesas por venir, lo que quedó es el puro instante, el dominio
arrasador de la metafísica de la mercancía y el consumo
(parafraseando a George Steiner y su metafísica del periodismo).
Casi veinte años después de ese ensayo de Nun podríamos
preguntarnos qué hemos ganado con la rebelión del coro y los
funerales festivos del héroe moderno. 14
Del héroe moderno al coro democrático, del sujeto constructor
de un tiempo nuevo a la fragmentación posmoderna, de la escena
revolucionaria a la escenografía artificial de la industria del
espectáculo, de la alienación como deshumanización al festejo del
consumo, mutaciones en el seno de una historia impiadosa que
parece haber condenado al pasado más remoto aquello que
constituyó su punto de partida. Desde esta perspectiva de una
historia acontecida y sepultada en lo más profundo de una memoria
adormecida es que destaco ese hiato entre aquel tiempo de
inauguración y este tiempo de incertidumbres y desasosiegos, un
hiato que vuelve, para la sensibilidad reinante en el presente,
incomprensible e ininteligible esa saga de una modernidad
convertida en lejanía radical. Una época del mundo y sus actores ha
quedado transformada, gracias a este distanciamiento, en
espectáculo artificial, en claroscuro de la memoria que apenas si se
intuye en aquellas escenas olvidadas de su propia biografía. La
rebelión del coro festejada en el comienzo de los ochenta, que para
nosotros significó el regreso a la democracia, el aparente final de
los años del terror y la impiedad, significó también la tachadura de
esa otra historia ligada a las intervenciones poderosas y violentas, a
pasiones e ideas que habitaron la historia desde la convicción de
las herencias revolucionarias. Quiero decir: la nueva historiografía
de lo privado y cotidiano, el giro teórico de los sujetos ejemplares a
la rebelión del coro, inauguró no sólo el tiempo democrático sino
que habilitó, a su vez, una nueva lectura e interpretación
retrospectiva de aquella historia rechazada y negada. En este
sentido, lo que en un comienzo surgió como una profunda
renovación de los saldos teóricos y de las matrices ideológicas,
genuino intento de comprender lo sucedido, se metamorfoseó en
lógica del prejuicio y la obturación de un tiempo histórico que
literalmente quedaba ubicado fuera de todo registro y como mera
expresión de un pasado atormentado por la barbarie y el
dogmatismo.15
Lo que no alcanzamos a imaginar fue que esa desactivación
de la memoria histórica travestida en exaltación del aquí y ahora, en
el patético plegamiento de las conciencias críticas a la resignada
aceptación de lo dado, prepararía el terreno para el surgimiento de
una nueva forma de la subjetividad alejada de pasiones y
convicciones, ajena, por completo, a identidades refugiadas en
escrituras de la nostalgia o convertidas en esperpentos mediáticos.
Despedida del pasado que vuelve incomprensible la marcha hacia
el futuro, regreso a un tiempo mítico en el que los actos humanos
quedan oscurecidos por la presencia de fuerzas primordiales cuyas
intencionalidades van más allá de todo posible desciframiento. Al
perder el pasado, como diría Steiner, también perdemos el futuro. El
héroe de la modernidad al menos confiaba en el gesto supremo de
la voluntad para intervenir en el decurso del tiempo, su fracaso no
invalidaba ese arrojarse al ojo de la tormenta; los humanos de este
principio de siglo van por el mundo sin preguntar por el sentido de
su caminar, simplemente son llevados por fuerzas extrañas y
extraordinarias, como si las antiguas criaturas que poblaban la
imaginación mítica hubieran retornado de la noche oscura del
comienzo para enseñorearse de los hombres en la época del fin de
los ideales. ¿Se avecina, acaso, otro combate contra el mito pero
sin poder ya apelar a las certezas de la razón? ¿Constituye el
ostracismo del héroe la culminación del derrotero histórico de una
humanidad soñadora o es la señal de acontecimientos por venir que
aún somos incapaces de intuir y comprender? En la bruma de una
época extraña queda, sin embargo, el arduo trabajo de la memoria
como brújula orientadora hacia un tiempo incierto. La apagada saga
del héroe de la modernidad seguirá siendo, hoy más que nunca,
indispensable presencia en la travesía por el desierto.

4.
El discurso de la derecha siempre ha sabido qué hacer con el mito.
La izquierda, en cambio, intentó erigirse en su contrincante más
feroz para terminar aceptando su derrota en toda la línea pero sin
saber cómo resolver, de cara a su propia crisis que parece terminal,
su desgraciada relación con el mito. Ha sido un lugar común del
pensamiento político del siglo que se cerró homologar mito a
irracionalismo entregándole su custodia a cuanto discurso fascista
se enhebró en las escrituras y las prácticas políticas de todas
aquellas sociedades que intentaron fundar un ‘nuevo orden’, una
‘comunidad organizada’ o un ‘destino ejemplar’ alrededor,
fundamentalmente, de las figuras, también míticas, del pueblo, la
nación y la raza. Desmontar esta visión, desarticular un prejuicio
que hunde sus raíces en el legado emancipatorio de la Ilustración,
no ha sido ni es cosa sencilla. Leer e interpretar desde otro lugar la
relación entre mito y razón exige ir contra un modo hegemónico de
construir aquello que intentando liberarse del fondo mítico no ha
hecho otra cosa que profundizar y potencializar su continuidad. En
el tiempo de su supuesto ocaso el mito, y ésto lo han mostrado
ejemplarmente Adorno y Horkheimer16, renace con una vitalidad
inusitada ocultando, de ahí su extraordinaria astucia, su
permanencia. Pero, y ésta es quizás la principal falla del discurso
antimítico, al otorgarle su custodia al fascismo o a las diversas
formas de totalitarismo que se desplegaron en el último siglo, lo que
se logró fue restarle al mito toda pregnacia liberadora, amputándole
su importancia decisiva en la configuración de cualquier política
emancipatoria (aunque esa política haya sido construida en nombre
del racionalismo ilustrado); simplemente se lo arrojó al fondo oscuro
del irracionalismo totalitario, otorgándole a éste el señorío sobre una
de las dimensiones más esenciales y vitales de lo humano.
Tal vez una de las paradojas del nihilismo contemporáneo, un
nihilismo que ha consumado la invisibilidad del sentido, su estallido
en la conciencia individual y social, sea el resultado de la
consumación, mítica, de la radical deshumanización de lo humano
que ha contribuido, como ninguna otra ‘verdad incuestionable y
misteriosa’, a la efectiva destrucción de cualquier horizonte
emancipatorio en la travesía hacia un futuro colonizado por la
potencia desestructuradora del nihilismo científico-técnico. Como
una fuerza prodigiosa nacida en las regiones oscuras de una
historia incomprensible, el despliegue actual del sistema arrastra en
su paso avasallante cualquier intento, humano, por interpretar su
sentido o, más ilusorio, por apostar a su transformación. El mito de
lo inexorable funciona a pleno en las conciencias desamparadas de
los integrantes de una sociedad que ven de qué modo el cambio de
la vida es inversamente proporcional a su posibilidad de
comprenderlo y de incidir en él. Como en los tiempos arcaicos en
los que los más esenciales terrores de una humanidad incipiente
sólo podían ser frágilmente domesticados por el mito, la humanidad
de nuestros días regresa, sin saberlo, hacia esas prácticas pero
despojándolas de su fabuloso fondo sagrado. 17
El intento de Manfred Frank, plasmado en sus conferencias
sobre “El Dios venidero. Lecciones para una nueva mitología”,
busca reinstalar en el debate actual la importancia decisiva del mito
en el horizonte de cualquier renacimiento político. Y para ello no
duda en regresar a la fuente primaria, el ámbito de gestación de lo
que en la modernidad se ha denominado una ‘Nueva Mitología’, es
decir, al romanticismo. Frank es claro y terminante en su
formulación: no es posible eludir el desencanto propio del nihilismo
despojándonos, también, de la figura del mito como momento
esencial de la construcción de una nueva ‘comunidad’ que sea, a su
vez, deudora de un ‘Dios venidero’. Roberto Esposito señala que
con Frank “la inversión del clásico esquema contrastativo mito
nihilista/razón humanista es llevada a su total cumplimiento: no sólo
el mito es reconducido a la razón de la cual constituye, por decirlo
de algún modo, el necesario ‘suplemento de alma’; sino que está
indicado como la más sólida defensa para el hombre contra el
nihilismo encarnado en la ratio tecno-analítica y por sus derivados
políticos (el Estado-máquina hobbesiano-weberiano).” 18 Todo el
esfuerzo de M. Frank está dirigido a ‘rescatar’ al romanticismo del
prejuicio racionalista, que al decir de Ernst Bloch (en quien se
inspira en gran parte Frank), le entregó al nazifascismo la
extraordinaria fecundidad mítico-narrativa generada en el mundo
alemán de principios del siglo XIX, reduciendo la política de
izquierda (tanto socialdemócrata como comunista) a un mero
lenguaje sin vida y sin alma, exclusivamente articulado desde la
razón analítica. En los años treinta esa ceguera del discurso
progresista termino siendo suicida, en nuestro comienzo de siglo
representa la nulidad de la tradición emancipatoria ante el triunfo,
en toda la línea, de los dispositivos de la dominación. La desilusión,
el conformismo, la apatía, el nihilismo moral, constituyen, según
Frank, la prueba evidente de lo que significa el abandono, por parte
de la sociedad, de todo relato mítico o, lo que es peor, el predominio
de un discurso, míticamente fundado, que afinca su poderío en la
multiplicación del desencanto y la inexorabilidad de la ratio técnico-
analítica aliada al Estado-máquina. Volver al romanticismo significa,
entre otras cosas, apuntar hacia una ‘nueva mitología’ que sea
paridora no de una nostalgia por un pasado perdido sino de una
apuesta por el ‘Dios venidero’ (en el ‘Principio-esperanza’ blochiano
encontramos una clara teorización de esa espera utópica que se
contrapone a la hegemonía del nihilismo). Salir de la trampa
sutilmente montada por los dominadores de ayer y de hoy supone
reencontrarse con aquellas tradiciones que buscaron, con diversas
suertes, proyectar una narrativa liberadora por fuera de la oposición
razón iluminista/romanticismo nihilista. Al recuperar la figura del
‘héroe’ moderno intento inscribirme en esa misma perspectiva,
entendiendo que una construcción crítica del pasado exige
reinstalar, en nuestro oscuro presente, la dimensión original de ese
personaje que definió en gran medida el itinerario de la modernidad.
Pero, y siguiendo en esto la hermenéutica frankeana del
romanticismo como territorio de emergencia de una nueva mitología
y como fundamento indispensable para una reinvención de la
política, considero que salirse del paradigma minimalista, sustraerse
al asfixiante dominio del cotilleo historiográfico, representa un
momento vital a la hora de imaginar otros posibles derroteros
civilizatorios, sabiendo, sin embargo, que nada está garantizado,
salvo la continuidad de lo mismo, es decir, de la opresión y la
barbarie.
Sabiendo también que a lo largo del siglo veinte fueron las
derechas, y sobre todo los fascismos, quienes desplegaron con
especial virulencia el lenguaje del mito, es que aparece como
indispensable asumir el riesgo de compartir un mismo caudal de
tradiciones sin por eso decir y hacer lo mismo. Consumado el
tiempo del nihilismo cuya figura contemporánea es la fragmentación
y la apatía, la pérdida del sentido y la incomprensión del acontecer,
no queda otra alternativa, si es que intentamos seguir apostando a
una ‘política emancipatoria’, que salirnos del prejuicio iluminista
respecto al mito. En este sentido, el héroe moderno, su fallida
búsqueda de un nuevo horizonte humano ligado a la libertad, su
profunda convicción en la posibilidad cierta de la conjunción entre
ideas y acción, vuelve a presentarse como una imperiosa
necesidad, quizás en una perspectiva más intensa aún de lo que
fue en el tiempo de su advenimiento. Junto a la muerte del héroe lo
que también desaparece es la idea misma de transformación y, con
ella, se quiebra toda esperanza de marchar hacia un futuro distinto
al presente. La mitologización del héroe moderno implica una
apuesta, de riesgo, contra el definitivo reinado del Gran Mito. El
festejo posmoderno de una retirada en toda la línea de los ideales
emancipatorios que estuvieron ligados a la figura del héroe, no
representa otra cosa que la eterna repetición de lo mismo: la
continuidad de la dominación.
Así como el héroe moderno constituyó el punto de encuentro
entre el ideal transformador y la historia concreta, la ‘Nueva
Mitología’ de la que habla Frank recogiendo su material de la
tradición romántica del ‘Dios venidero’ (que está sobre todo en
Hölderlin y Schlegel) supone un desafío de primer orden contra un
discurso que atrincherado en los dispositivos de la razón
instrumental se planta en nuestro presente como el verdadero
heraldo de la lucha contra el mito. Detrás de ese conflicto, de esa
persecusión racionalista de los estratos narrativos que han venido
fundando el resto de esperanza de la humanidad desde los más
lejanos tiempos, lo que se despliega con particular virulencia es la
consumación del nihilismo allí donde se abandona cualquier
referencia a un sentido fuerte y decisivo, para insistir en la
fragmentación y la relatividad de valores, ideales y prácticas. Al
erradicarse la dimensión mítica lo que se pierde es aquello que
garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad a partir
de un valor supremo, reemplazándolo por la más radical
precariedad disfrazada de progreso científico-técnico. 19
Nuestra orfandad lejos de paralizar la recurrencia del mito
como terapéutica de una humanidad desorientada, no hace otra
cosa que exacerbar el dominio de aquellas fuerzas arcaicas que
desde siempre han emergido como paliativos ante la oscuridad de
la existencia. Pero, y hacia eso apunta Manfred Frank siguiendo la
huella trazada por los autores de Dialéctica del Iluminismo, el
regreso triunfal del mito se entrelaza con la proliferación de un
orden malsano fundado en la ‘minoría de edad’ de individuos
despojados de cualquier alternativa crítica a la eterna repetición de
lo mismo. Se trata, por eso, de sustraer al mito de su función
reaccionaria, de impedir que siga representando ese caudal de
barbarie cuya nomenclatura contemporánea ya no es la que
diseñaba el fascismo, sino que, ahora, asume los rasgos blandos y
seductores de la sociedad de consumo. En todo caso, al mito de la
inexorabilidad y de la repetición, hay que oponerle el mito de la
redención cuya cristalización moderna encontró en el héroe trágico
su particular exponente. Resulta inimaginable impedir que la
travesía del presente hacia el futuro se vuelva mera duplicación de
lo actual, sin echar mano de una sensibilidad que sólo puede
encontrar su vitalidad en el antiguo lenguaje de los mitos. No hay
posibilidad alguna de proyectar, tanto hacia el futuro como hacia el
pasado, una luz liberadora, abandonando, por inservible y
reaccionaria, la narración mítica.
Benjamin desconfiaba del mito, aunque como atento lector de
George Sorel sabía que era indispensable, en el interior del
movimiento revolucionario, proteger de la embestida del fascismo
los restos redencionales que habitaban el lenguaje del mito. Adorno
y Horkheimer mostraron que el principal adversario de las fuerzas
arcaicas no hizo otra cosa que reproducir las potencias
reaccionarias del mito pero negando de cuajo su persistencia en la
época del reinado de la razón analítica. Ernst Bloch supo muy
pronto que la tragedia de la izquierda alemana era el resultado de
su ceguera ante la imbatible utilización que el nacionalsocialismo
hizo de aquellas narraciones tan indispensables para proyectar la
esperanza en medio de la desolación. No hay utopía libertaria que
pueda escindirse, como sueño redencional, del caudal tumultuoso
que se arrastra por el antiguo manantial del mito. Olvidar ésto
significó, en los años treinta, abandonar a las fuerzas del fascismo
aquellos sueños que desde la lejanía de los tiempos vienen
persiguiendo los dolores de una humanidad empobrecida y
sufriente. Perder de vista en nuestro presente lo qué significó ese
abandono es reiterar los errores del pasado, dejando que los
nuevos fascismos se hagan cargo de una herencia dolorosamente
dilapidada por una izquierda desvanecida en el interior del discurso
hegemónico, aquel que se funda en la dicotomía insalvable entre
razón analítica y narración mítica, poniendo todas sus fichas en la
adoración del progreso científico-técnico como verdadera fuerza
liberadora. Por eso en su tesis 11, Benjamin confrontó el discurso
positivista de la socialdemocracia, que había abandonado la
tradición soñadora de la utopía, con las teorías de Fourier:
“Comparadas con esta concepción positivista demuestran un
sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia
han dado para ridiculizar a un Fourier. Según éste, un trabajo social
bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas
iluminasen la noche de la tierra, que los hielos se retirasen de los
polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales
feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un
trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de
hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su
seno.”20 Sospechando de una izquierda ciegamente adherida a los
ideales del progreso indefinido, cuyo lenguaje reproducía la frialdad
del lenguaje de las ciencias, Benjamin regresó sobre una tradición,
la utópica, que enhebrada con las imágenes aportadas desde
tiempos inmemoriales por la narración mítica, podía constituir el
único muro de contención ante el avance del fascismo.
Distanciándose de Sorel que opuso el mito a la utopía, destacando
que la segunda era cosa de intelectuales diletantes incapacitados
para comprender las verdaderas fuerzas que habitan en el seno de
las masas, Benjamin, como Bloch, volvió sobre la carga
emancipatoria de la utopía pero reconociendo que sin el mito
quedaba desactivada y girando en el vacío.
Hacer del héroe moderno una figura fantasmal y lastimosa, o,
peor aún, convertirlo en el responsable de cuanta barbarie asoló a
la humanidad en los últimos dos siglos, para proclamar que la
muerte de los ideales abre un genuino espacio de libertad, lo único
que hace es reduplicar el discurso dominante. Proyectar
retrospectivamente hacia ese tiempo de formidables
potencialidades e infinitas contradicciones el caudal de nuestros
prejuicios, no genera otra cosa que la eternización de un presente
que sabiéndose miserable se quiere destinado a la grandeza de lo
que no concibe ningún final ni ninguna muerte anunciada, pero que
ha sabido descargar hacia atrás todas las ruindades de una historia
que sólo se vuelve maldita en ese pasado felizmente abandonado.
Quizás uno de los mitos más formidables de esta época sea aquel
que surge de la absoluta convicción de haber abandonado de una
vez y para siempre los fantasmas persecutorios de un pasado que
apenas si vuelve a ser representado en las salas de los museos o
en las imágenes producidas en el seno de la industria del
espectáculo. Apenas si queda como restos de una pesadilla que
sólo nos asalta por las noches y cuando nuestras defensas están
bajas.

1
Utilizo aquí el concepto de héroe desde una perspectiva abarcativa
que incluye tanto a la personalidad única como al colectivo social,
tratando, precisamente, de expandir su significación por fuera de los
límites del dominio individual o del gran personaje, destacando la
posibilidad de referirme en esos términos también cuando hacemos
alusión a un movimiento social. El héroe, en todo caso, será aquel
que intente hacer corresponder ideas, valores y acción.
2
Lo que en un principio significó un saldo de cuentas crítico
respecto a una interpretación del pasado determinada por el
monumentalismo, un agudo rechazo de un relato histórico
hegemonizado por la mitificación del gran héroe o exclusivamente
centrado en los avatares de los poderosos, terminó siendo un
desplazamiento ya no hacia el rescate de los vencidos sino a una
profunda y esencial desactivación de la historia como escenario de
potencialidades transformadoras. Lo que finalmente acabó por
imponerse fue una historia del cotilleo, una prolífica escritura más
atenta a las menudencias de las biografías privadas que a los
acontecimientos de un pasado vuelto insignificante y ausente.
3
Leída retrospectivamente, la historia abierta por la Revolución
francesa puede ser reducida a un montón de escombros que, como
diría Benjamin, se elevan hasta el cielo sin que el ángel pueda
regresar al pasado para redimir a las víctimas. Pero, y creo que es
de suma importancia hacer esta diferenciación, la historia que ha
concluido en catástrofe no puede vaciar, de un sólo golpe, los
sueños, los sufrimientos y las gestas, de generaciones de
explotados convirtiendo sus luchas en meros apéndices de la
barbarie política que asoló el siglo veinte. El fracaso del socialismo,
su caída en el horror concentracionario o en la estupidez
burocrática, constituye una tragedia en el itinerario de las masas
oprimidas, una postergación, quizás por varias generaciones, de los
ideales igualitarios, pero no debe consumar otra derrota quizás más
grave y definitiva: la de la memoria histórica de los vencidos que no
puede ser arrastrada por la caída de aquellos sistemas político
sociales que habían nacido para liberar a los seres humanos de las
cadenas de la opresión y no hicieron otra cosa que construir otras
más duras y dolorosas.
4
No resulta ocioso recordar que el desbarrancamiento de los
grandes relatos no debe ocultar las tragedias de sus diversas
consumaciones en el pasado reciente. No se trata de nostalgia por
esas cristalizaciones que precipitaron el estallido de los ideales
revolucionarios; se trata, por el contrario, de impedir que el
naufragio se lleve de una vez y para siempre la memoria histórica.
Aquellas voces que sólo se alzan para recordar, una y otra vez, de
qué modo esos relatos culminaron en horrorosos sistemas políticos
de opresión, dejando a un lado, por insignificantes, los incontables
combates de los explotados contra la injusticia, confluyen, aunque
no lo digan, en la narración histórica de los vencedores de ayer y de
hoy.
5 Más allá de la caracterización nietzscheana de nuestro tiempo
como una época nihilista, se impone destacar la distancia entre el
hombre de la técnica, ciego en su marcha transformadora de
sociedad y naturaleza, y la fracasada intención del héroe moderno
que intentaba llenar de contenidos su acción sobre el mundo. Si
bien la época del nihilismo abarca a uno y a otro es necesario
profundizar en lo que significa la ruptura de esa relación, la nueva
época del mundo como determinada, ahora sí, por una escisión que
parece insuperable.
6 El saldo de la saga del héroe moderno se vende en el mercado
del espectáculo a un precio irrisorio. Una historia dramática ha sido
desactivada en el interior de la industria cultural favoreciendo los
mecanismos de catarsis y la percepción, por parte de los actuales
espectadores, de la insalvable distancia que los separan de
aquellos acontecimientos fabulosos de una época perimida. Es
fundamental no confundir memoria histórica con recreación
cinematográfica que no hace más que profundizar la extrañeza que
hoy sentimos ante aquel pasado.
7 Uno de los síntomas de la posmodernidad es precisamente el que
nos confronta con la insustancialidad de nuestras acciones;
sencillamente descubrimos que entre los oscuros acontecimientos
planetarios y nuestras pequeñas existencias no parecen existir
ninguna posibilidad de intercambio en términos de actividad
consciente. El marasmo de sucesos que hoy pueblan nuestra
cotidianidad pasan entre nosotros dejando una estela de misterio y
de indescifrable comprensión. Es alrededor de este viraje que
podemos localizar la mayor distancia entre las peripecias del héroe
moderno, arrojado a su propio destino confiando en su capacidad
transformadora, y la actualidad de una humanidad que se deja
llevar por los vientos de la época hacia parajes desconocidos
evitando, en la mayoría de los casos, interrogar por el sentido de
esa marcha.
8 Quizás más grave que las consecuencias imprevisibles de la
revolución biotecnológica sea la falta de interés por escrutar
críticamente el destino de nuestro hacer. Una de las características
del dominio planetario de la técnica, ya señalado por Weber,
Simmel y Heidegger entre otros, radica en la escisión cada vez más
profunda entre desarrollo técnico y cuestionamiento moral. Si bien
este rasgo es propio de la modernidad, lo cierto es que todavía en
las inquietudes de los pensadores centrales de ese tiempo histórico
esto constituía un problema central y adquiría, a sus ojos,
dimensiones trágicas. Para el hombre contemporáneo, sumergido
en una cotidianidad asfixiante y crédula, esa escisión ya no es
motivadora de su inquietud interrogadora.
9 El siglo XIX proyectó la imagen del científico no sólo como
portador de un saber prodigioso sino, más importante aún, como
exponente de una nueva humanidad capaz de fusionar
conocimiento y transformación del mundo. El paradigma del hombre
de ciencia ocupó gran parte del imaginario de un siglo en el que se
confiaba ciegamente en el progreso indefinido que acabaría
entramando los ideales emancipatorios con las consecuencias
extraordinarias de la revolución científico-técnica. Desde esta
perspectiva dominada todavía por los ideales de la razón ilustrada
se trataba no de un desplazamiento mítico fecundado por un
lenguaje incomprensible para la mayoría de los seres humanos,
sino de un crecimiento civilizatorio que se proyectaba hacia un
futuro emancipado de supersticiones y horrores arcaicos. La ciencia
aparecía como exponente de fuerzas antimíticas. En nuestro fin de
siglo, cuando los dispositivos científico-técnicos se han convertido
en dominantes, cuando ningún acto ni experiencia social puede
escaparse de su prodigiosa presencia, cuando los últimos secretos
de la naturaleza están al caer y las posibilidades parecen volverse
infinitas e inimaginables, regresa sobre la conciencia de los
habitantes de esta época el peso de lo mágico, la absoluta distancia
entre los portadores del conocimiento superior y las masas de
usuarios incapacitados para comprender por qué y cómo funcionan
la mayoría de las cosas sin las cuales sus vidas se volverían
imposibles. Una nueva forma de mitificación, como ya lo habían
señalado Adorno y Horkheimer, se despliega con toda intensidad en
el escenario de la sociedad contemporánea.
10 Siguen siendo ejemplares las reflexiones del último Weber:
“Tratemos de ver claramente por de pronto, qué es lo que significa
desde el punto de vista práctico esta racionalización intelectualista
operada a través de la ciencia y de la técnica científicamente
orientada. ¿Significa quizás, que hoy cada uno de los que estamos
en esta sala tiene un conocimiento de sus propias condiciones de
vida más claro que el que de las suyas tenía un indio o un
hotentote? Difícilmente será eso verdad. A no ser que se trate de un
físico, quien viaja en un tranvía no tendrá seguramente ni idea de
cómo y por qué aquello se mueve. Además, tampoco necesita
saberlo. Le basta con poder ‘contar’ con el comportamiento del
tranvía y orientar así su propia conducta, pero no sabe cómo hacer
tranvías que funcionen. El salvaje sabe muchísimo más acerca de
sus propios instrumentos. Si se trata de gastar dinero, podría
apostar a que, aunque se encuentren en esta sala algunos
economistas, obtendríamos tantas respuestas distintas como
sujetos interrogados si se nos ocurriera preguntar por qué con una
misma cantidad de dinero podemos comprar, según las ocasiones,
cantidades muy distintas de la misma cosa. El salvaje, por el
contrario, sabe muy bien cómo conseguir su alimento cotidiano y
cuáles son las instituciones que le ayudan para eso. La
intelectualización y racionalización creciente no significan pues, un
creciente conocimiento general de las condiciones generales de
nuestra vida. Su significado es muy distinto; significan que se sabe
o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede
llegar a saber que no existe en torno a nuestra vida poderes ocultos
e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado
mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente
que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje,
para quien tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir
ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a
piedad. Esto es cosa que se logra merced a los medios técnicos y a
la previsión. Tal es esencialmente el significado de la
intelectualización.” Max Weber, “La ciencia como vocación”, en El
político y el científico, Madrid, Alianza ed., 1972, pp. 199-200. Lejos
de haber superado este diagnóstico que Weber hizo en 1919, no
hemos sino profundizado sus consecuencias.
11 Se me disculpará que insista, pero conociendo la sensibilidad de
la época no es exagerado volver a remarcar lo que ya se dijo: no se
trata de un rescate acrítico de la figura del héroe moderno, de un
giro nostálgico hacia un pasado ejemplar perdido, la intención es
pensar nuestro propio tiempo apropiándonos de una experiencia
cuya significación ha sido oscurecida, destacando los rasgos de esa
travesía trágica por la historia como un modo de ejercer la crítica del
presente.
12 Remito a mi ensayo “Los usos de la memoria” (Confines, n.º 3,
1996) en el que analizo más a fondo este problema crucial.
13 La crisis del espacio público representa el proceso de
vaciamiento de los ideales políticos gestados en la modernidad; la
privatización de la vida constituye una extraña paradoja: por un lado
los individuos se vuelven sobre sí mismos alejándose del espacio
público con el que establecen una relación puramente arbitrada por
los medios masivos de comunicación, y, por el otro lado, los
controles que desde el poder se ejercen sobre las existencias
privadas son hoy más generalizados y de un alcance mayor que el
de cualquier otro período anterior de la historia de Occidente. El
repliegue hacia el ámbito privado, la reivindicación de la libertad
individual, aparecen como la contracara de un orden mayúsculo que
es capaz de extender su dominio hacia los rincones más recónditos
de la sociedad. No se trata, por lo tanto, de una nueva forma de
libertad fundada en el individualismo posmoderno, sino de una sutil
y eficaz variante de la dominación.
14 Aquel ensayo renovador de Nun se sostenía, principalmente, en
una concepción democrática radical, emergía como una crítica del
vanguardismo de la izquierda y consideraba a las masas como los
actores privilegiados del drama de la historia. Y sin embargo, con el
abrupto giro iniciado en la segunda mitad de los años ochenta y
profundizado en los noventa, esa idea de democracia radical fue
rápidamente suplantada, en el propio Nun y en muchos otros, por el
apegamiento acrítico a la formalidad burguesa. La propia idea de
democracia fue adquiriendo todos los rasgos de la tradición liberal
que, como se sabe, poco y nada tiene que ver con la presencia de
las masas populares (el coro según la terminología de Nun) en el
centro de la escena política. Lo que en el comienzo apareció como
una rebelión acabó siendo un abandono de las tradiciones
revolucionarias para adscribir al discurso de la democracia liberal.
15 Se ha vuelto un lugar común denostar ese pasado a partir de la
buena conciencia de época; se rechaza la violencia convirtiéndola
en un mero instrumento de una barbarie abstracta, perdiendo de
vista la vasta y profunda significación que la violencia ha tenido
desde los comienzos mismos de la experiencia humana. Pero lo
más grave es la actitud de juzgamiento fundada en un presente que
se quiere mejor que aquel pasado que se ha vuelto, para esta
conciencia bienpensante, intolerable; como si en nuestro giro de
milenio, sobrecargados de deudas de todo tipo y habiendo liquidado
gran parte del sueño emancipatorio nacido a partir de la Revolución
francesa y prolongado durante dos siglos, hubieramos dejado atrás,
bien atrás, la barbarie de la dominación.
16 Véase Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1970, caps.
1 y 2.
17 Véase de Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre una
Nueva Mitología, Barcelona, Ediciones del Serbal, segunda lección.
Siguiendo en esto a Adorno y Horkheimer, Frank señala la recaída
en una segunda minoría de edad producto de la “transformación de
las ansias humanas de emancipación en una minoría de edad de
otro tipo. Si la primera minoría de edad tenía lugar respecto a la
naturaleza y las fuerzas míticas, esta nueva inmadurez, mucho más
peligrosa, se da frente al totalitarismo de la racionalidad que, en
tanto que técnica ajena a los fines del hombre, ha emprendido
desde hace tiempo nuestra instrumentalización, nos está
convirtiendo en sus siervos e incluso, y cada vez en mayor medida,
en sus sangrientas víctimas. Una racionalidad que simplemente se
limita a reprimir y a esconder su dependencia respecto a lo que
antes se llamaba Dios y en el siglo XIX se llamó Naturaleza, sigue
conservando la marca de su origen, aunque sea inconscientemente,
y el peligro está precisamente en el hecho de negarlo, de relegar el
sentimiento de dependencia al inconsciente y compensar su
impotencia con la esperanza de poder llegar un día tan lejos en el
dominio de la naturaleza -gracias a una cadena de irresistibles
saltos del progreso- que, finalmente, la hipótesis angustiosa llamada
‘Dios’ sea superflua, al haber sido absorbida por el poder soberano
del género humano (suponiendo que consiga sobrevivir, hasta ese
día).” M. Frank, op. cit., p. 54.
18 Roberto Esposito, Confines de lo político, Madrid, Trotta, 1996,
pp. 96-97.
19 Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre una Nueva
Mitología, p. 17.
20
Walter Benjamin, “Tesis de Filosofía de la Historia”, en Discursos
interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 185.

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Pensamiento de los confines, n. 9/10, agosto de 2001 / Págs. 74-
90.

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