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Resistencia e Integración.

Daniel James.

“La Resistencia Peronista: 1955-1958”

Golpe: CGT actitud de concordancia que no desentonó con la reacción fatalista de


Perón ante el golpe: Se instó a la clase trabajadora a permanecer en “calma”.
Gobierno de Lonardi: parecía promisorio un futuro acercamiento con la CGT.
El acercamiento con Lonardi y los dirigentes de la CGT convenció al ala tradicional y
liberal del gobierno de que solo el alejamiento de Lonardi y junto con él, la influencia
de los nacionalistas católicos –tendientes a la conciliación- aseguraría una aplicación
cabalmente antiperonista a la revolución realizada contra Perón.
El 13 de noviembre de 1955 asume Aramburu y con él se consolida el fracaso por
integrar los sindicatos peronistas a un Estado no peronista.
Ante la huelga general decretada por la CGT Aramburu interviene la CGT y los
sindicatos.

Factores determinantes en el transfondo de la ruptura: el surgimiento de las bases.

El ala nacionalista del anti-peronismo acordaba en buena medida con lo realizado por
Perón. Veía en su movimiento un baluarte contra el comunismo. El peronismo apelaba
al ideal de armonía y orden social. El problema para estos sectores era,
fundamentalmente, de límites y excesos.
Desde el punto de vista de los dirigentes sindicales el problema de la motivación y los
objetivos era más complejo. Estaban preparados para realizar sacrificios ante la nueva
situación socio-política prueba de lo cual, la oposición espontánea de las bases.
¿Por qué los dirigentes sindicales, una vez logradas ciertas concesiones, no cedieron
más para fortalecer las posiciones de Lonardi?
El autor destaca dos razones:
En primer término no creían en la capacidad del gobierno de poder llevar a delante
dichas concesiones.
En segundo término, un factor más decisivo refiere a la actividad de las bases
peronistas. La amplitud de la resistencia ofrecida por la militancia peronista de base al
golpe contra Perón y la dureza de la respuesta a esa resistencia contribuyeron en medida
importante a determinar los acontecimientos a esos meses.
La resistencia de las bases peronistas fue in crescendo. Al intensificarse la batalla por la
recuperación de los sindicatos, hubo huelgas no dispuestas por los dirigentes gremiales,
en protesta por los ataques de los comandos civiles y el creciente número de
detenciones.
Ya a principio de Octubre aparecen los embriones de lo que dará en llamarse luego, la
Resistencia Peronista. El rencor subyacente y el sentimiento de rebelión encontraron un
canal de expresión en el llamamiento no oficial a una huelga general lanzada por varios
sectores del peronismo ante el advenimiento del 17 de Octubre.
El ausentismo en los puestos de trabajo rondó al treinta por ciento, aunque la CGT había
exhortado que dicha fecha debía desarrollarse con normalidad.
Es oportuno decir que la índole de esa oposición de las bases fue fundamentalmente
espontánea, instintiva, confusa y acéfala. “No se veía de que forma podría llevarse a
cabo la insurrección pues no había ni sombra de organización ni se vislumbraba la
existencia de un grupo que tuviese cierta autoridad.
Aparecían formas de resistencia organizada, pero en general los canales más frecuentes
de reacción consistieron en iniciativas espontáneas y atomizadas que con frecuencia
asumían las formas de huelgas no oficiales. Cuando se acercaba una fecha más general
como el 17 de Octubre o la huelga proclamada por la CGT las bases las aprovechaban
como medio de mostrar su rechazo de todo el proceso que se operaba en la Argentina.
Sin embargo, la ausencia de una jefatura coherente y nacional las acciones no pasaban
de ser de protesta defensiva.
La resistencia ofrecida por las bases, que duró subyacentemente todo el período, agrego
una dimensión vital al proceso entero de negociación y compromiso entre el gobierno y
los líderes sindicales.
El corolario lógico de esta situación para los jefes sindicales se basaba en que por más
que personalmente favorecieran el compromiso, no podían en la práctica garantizar su
cumplimiento.
La interrupción del gobierno de Lonardi dejó a una clase obrera peronista derrotada,
confundida, pero que también había demostrado su disposición a defender
espontáneamente algo que instintivamente sentían que estaban perdiendo.

Aramburu y la clase obrera. Primeros elementos de una política.

Desde el derrocamiento de Perón, surgió entre las bases peronistas una fuerte resistencia
a las nuevas autoridades.
La política del nuevo gobierno se basó en el supuesto de que el peronismo constituía un
mal sueño que debía ser exorcizado de las mentes que había subyugado. Concretamente,
la política del nuevo gobierno con la clase trabajadora siguió tres líneas principales.
Ante todo, se intentó proscribir legalmente un estrato entero de dirigentes sindicales
peronistas, para apartarlos de toda futura actividad.
Se llevó a cabo una persistente política de represión e intimidación del sindicalismo y
sus activistas en el plano más popular y básico. Finalmente, hubo un esfuerzo
concertado entre el gobierno y los empleadores en torno del tema de la productividad y
la racionalización del trabajo, proceso que marchó de la mano con un intento de frenar
los salarios y reestructurar el sistema de negociaciones colectivas.
La actitud de controlar y debilitar las comisiones internas estuvo íntimamente ligada a
una de las principales preocupaciones de la política económica preparada por el nuevo
gobierno: aumentar la productividad de la industria argentina. No se trataba de una
novedad para el gobierno y para los empleadores argentinos. La inquietud provenía en
gran parte de las crecientes tensiones surgidas entre empresarios y sindicatos durante los
primeros años del gobierno peronista. Para comprender la importancia de este punto en
la resistencia obrera es necesario atender a las tentativas realizadas en el lapso 45-55
para reestructurar el equilibrio en el nivel del taller y la planta y echar así las bases de
una racionalización eficaz. El mayor peso social alcanzado por la clase trabajadora y sus
instituciones en la sociedad de reflejó en el lugar de trabajo.
En términos económicos se estipulaba que aumentar la productividad del trabajo era
vital para alcanzar la acumulación del capital necesario con el fin de que la Argentina
avanzara hacia una nueva etapa de crecimiento económico, basada en la producción de
maquinaria pesada y bienes de consumo duraderos de tipo intermedio. En las
condiciones de recesión de los años sesenta-setenta, el aumento de producción no podía
ser logrado mediante la adopción de maquinaria nueva. Se entendía que al menos en el
corto plazo, la mayor productividad del trabajo debería originarse en un aumento del
producto por trabajador a partir de la maquinaria existente. Desde el punto de vista del
empleador o del Estado, el problema no era ni técnico ni económico, sino meramente
SOCIAL. Residía, precisamente, en el insatisfactorio equilibrio de fuerzas generado en
el plano del taller o la planta por parte de una clase trabajadora confiada en sí misma y
por un poderoso movimiento sindical que contaba con el apoyo del Estado.
Los empleadores se toparon con una gran resistencia cuando intentaron poner en
práctica la estrategia (mayor producción): esa resistencia, que poco se menciona en los
documentos oficiales, fue la que los llevó a buscar apoyo tanto en el Estado como en la
cúpula sindical y que fue la que condujo al lanzamiento de la campaña por la
productividad en 1955.
La resistencia de la clase trabajadora se cumplió en dos niveles: Uno consistió en una
respuesta a los efectos concretos de la ofensiva patronal: oposición al aumento de la
carga de trabajo, a la disminución del tiempo de ejecución de las tareas, a la aceleración
del trabajo en línea o a la toma de medidas disciplinarias contra los delegados
gremiales. Esta oposición adoptó la forma de una negativa a cooperar, antes de la de una
abierta opción a huelga.
Con mayor fundamento, los proyectos empresariales sobre productividad y
racionalización chocaron con algunos supuestos decisivos de orden cultural y social
nacidos en el seno de la clase trabajadora por efecto de la experiencia peronista. Los
trabajadores cuestionaban en un sentido básico, la legitimidad de muchas de las
premisas de que partían los empleadores. Por ejemplo, los trabajadores cuestionaban la
legitimidad de los incentivos basados en el pago por resultados. Esta resistencia a la
incentivación y racionalización arraigaba en el desarrollo de una cultura de taller y de
planta que traducía la nueva posición social y política de la clase trabajadora en la
sociedad argentina. Para los trabajadores argentinos, la manera legítima de mejorar las
condiciones de vida consistía en actualizar los salarios básicos estipulados en los
contratos y congelados desde 1950. Salarios basados en pagas por hora, con beneficios
de antigüedad y asignaciones familiares introducidos en los contratos a fines de la
década del cuarenta y considerados por la clase obrera como un logro fundamental,
expresión concreta de lo que significaba la justicia social para la clase trabajadora:
ganar un buen salario sin estar sometidos a condiciones inhumanas dentro del ámbito
laboral.
La resistencia ideológica generalizada de los obreros a la estrategia de sus empleadores
era de índole a la vez limitada y ambigua. Nunca involucró una crítica de los criterios
subyacentes en las relaciones de producción capitalista. La crítica nunca estuvo dirigida
a poner en cuestionamiento el derecho de los empresarios de manejar sus plantas. La
aceptación general de las relaciones de producción capitalistas y las relaciones de
autoridad contenidas en ellas constituía un reflejo de ciertos principios básicos de la
ideología peronista.
Así como la conveniencia de armonía social pregonada por Perón encontraba eco
importante entre la clase obrera, puede pensarse que el reconocimiento de los intereses
respectivos del capital y el trabajo en colaborar mutuamente en el proceso productivo
formaba parte de la cultura de la clase obrera. Lo que implicaba no solo el
reconocimiento general del derecho de los empresarios a ejercer el control y la
autoridad sino también la aceptación general de un ideal ético según el cual la relación
entre empleadores y empleados debía ser concensual.
Lo que tornó este problema tan complejo fue que si bien pudo haber un acuerdo genuino
y abstracto sobre la necesidad del consenso y la armonía, la traducción de ese acuerdo a
la realidad concreta de las relaciones en el lugar de trabajo supuso versiones distintas de
lo que esa realidad debía incluir. No obstante la aceptación general de la autoridad del
empleador, en la práctica cotidiana de las fábricas la resistencia ofrecida por los
empleadores representó en efecto un táctico desafío a los conceptos fundamentales de la
producción capitalista.

Racionalización y represión al nivel de la planta: la Revolución Libertadora llega a los


lugares de trabajo.

El gobierno de Aramburu dirigió su atención fundamentalmente al problema de la


productividad. Después de dar un aumento de emergencia del 10 por ciento, se estipuló
que los demás aumentos otorgados estarían sujetos a circunstancias relacionadas con la
productividad. Como reacción a estas medidas y sus significados – concretamente en
términos de peores condiciones de trabajo y debilitamiento de la condición gremial en la
fábrica y en el nivel nacional, importantes sectores de la clase obrera se embarcaron en
la larga lucha defensiva que llegaría a ser conocida como “la Resistencia”.
Constituyó una respuesta defensiva a la franca represión y al hostigamiento de los
trabajadores en el sitio de trabajo. También era frecuente el hostigamiento al interior de
los sindicatos. La nueva relación de fuerzas al interior de la planta o del taller fue una
condición vital para la aplicación de la política de productividad ideada por el gobierno.
Debilitado el poder de las comisiones internas, los deseos de los empleadores se
convirtieron en la práctica común, lo que disminuyó las garantías de juicio imparcial
que el trabajador individual pudiera tener en caso de disputa con el poder patronal.

Organización de la Resistencia en las fábricas.

Fue precisamente para defenderse contra el revanchismo apoyado por el gobierno que
los trabajadores emprendieron en las fábricas un proceso de reorganización que
apuntaba a mantener las conquistas logradas bajo Perón. Las agrupaciones semi-
clandestinas que a menudo se reunían en casas privadas, basaron su actividad en
cuestiones muy concretas. No todas las luchas tuvieron el mismo éxito, pero hacia
mayo-junio de 1956 había cada vez más signos de la creciente confianza obrera y la
mayor cantidad de comités semi-clandestinos. La organización de dichos comités fue
dándose planta por planta. Para 1956, la corriente adquirió mayor impulso y esto
significó que las autoridades militares designadas a la intervención de los sindicatos les
otorgaran reconocimiento de hecho. Este reconocimiento significó para los militares la
admisión de no haber acertado, en vistas a la reacción de la actividad obrera, en eliminar
efectivamente las comisiones internas o erradicar de ellas la influencia peronista.
El gobierno de Aramburu y Rojas significó, para las bases peronistas, la encarnación de
ese “algo” que se perdía. El “revanchismo” general en los lugares de trabajo, la ofensiva
contra las condiciones de trabajo, etc. explicaban claramente qué era lo que se perdía y
señaló el contraste con la era peronista. La política del nuevo gobierno y de los
empleadores reforzó directamente la identificación de Perón y el peronismo con esas
experiencias concretas y cotidianas de los trabajadores

(Pág. 101) El significado de la cuestión de los salarios bajo Aramburu residió más en la
esfera de lo que se percibía y o pensaba que en el hecho fáctico del aumento o caída de
los salarios reales. A fin de cuentas, los salarios reales habían declinado también bajo el
gobierno de Perón, a principios de los años 50´. Lo que agregó después otro significado
al problema fue la intensidad del antagonismo social y la animosidad existentes.
La declinación de los salarios reales y la insatisfactoria redistribución de la renta no eran
efecto de una crisis económica general ni de una creciente desocupación. Las mismas
estadísticas de huelgas testimonian la capacidad de los trabajadores para defender sus
salarios en puros términos de mercado laboral. La declinación de los niveles de vida
resultaba más bien de una derrota política, es decir, la caída de Perón, antes que de
circunstancias económicas adversas.
Las luchas salariales de fines del 56´ ayudaron a consolidar el fuerte movimiento de
resistencia. La huelga más grave desde el punto de vista gubernamental fue el paro
metalúrgico de fines del 56´.
La ira ante la ferocidad de la represión y el orgullo por la resistencia obrera perdurarían
como parte decisiva de la cultura militante que nació en ese tiempo.

El autor trata el período de la resistencia haciendo eje en las luchas obreras y


sindicales, pero no hace referencia a la resistencia de otros sectores militantes dentro
del peronismo como fue el levantamiento de Valle. Tampoco refiere a la guerrilla
peronista Uturuncos, que fue impulsada por los sectores combativos del peronismo en
éste período y también constituye un ícono de la Resistencia Peronista.

(Pág. 107) Comandos y sindicatos: surgimiento del nuevo liderazgo sindical


peronista.
Viejos y nuevos líderes sindicales.

1956: surgimiento de la Intersindical, organizada por algunos de los gremios


normalizados con el fin de reestablecer los sindicatos, normalizar la CGT y las
condiciones gremiales anteriores al golpe. Esta instancia organizativa permitió alcanzar
cierta coherencia en la organización de las luchas peronistas en el ámbito gremial. El
movimiento peronista clandestino pasó a tener una estructura institucional de la que
carecía después de la proscripción. Solo gracias a la aparición de la Intersindical,
empezaron a llegar las directivas de Perón a los dirigentes gremiales y, a través de ellos,
a las bases.
El progreso en el plano de la Estructura se materializó al fundarse las 62
Organizaciones. El surgimiento de las 62 fue un acontecimiento importante pues no solo
confirmó la dominación peronista en los gremios sino que también proporcionó una
entidad totalmente peronista mediante la cual podrían actuar y presionar sobre el
gobierno una vasta esfera sindical y política. También confirmó que los sindicatos
constituían la principal fuerza organizadora y la expresión institucional del peronismo
en la era posterior a 1955.
Las 62 Organizaciones adoptaron una política muy militante que se tradujo en las
huelgas declaradas en protesta contra las políticas económicas y gremiales del gobierno.

El repudio popular al gobierno militar y sus políticas recurrió a canales de expresión que
estaban al margen de la esfera específicamente sindical. El término “resistencia” que
llegó a constituir un punto de referencia decisivo en la cultura política peronista, tenía
connotaciones más amplias que las correspondientes al proceso de defender las
condiciones de trabajo organización en las fábricas. En el folklore del movimiento –
folklore que integró la ideología de la clase obrera después de 1955- la resistencia en las
fábricas estuvo indisolublemente ligada a la resistencia en otros terrenos, lo que
involucró una heterogénea gama de actividades de distintos tipos. En la conciencia
popular peronista, la Resistencia incluyó un variado conjunto de respuestas que iban de
la protesta individual en el plano público hasta el sabotaje individualmente efectuado y
la actividad clandestina, sin excluir la tentativa de sublevación militar. Todas estas
respuestas tendieron a mezclarse en una serie muy confusa de imágenes que, tiempo
después, serían encapsuladas por una nueva generación de peronistas en frases tales
como “guerrilla popular”, “resistencia popular nacional”, etc. connotando una mitología
de heroísmo, abnegación, sufrimiento, camaradería compartida y lealtad a un ideal.
Mitos que serían decisivos para la evolución de la ideología de un sector importante
dentro del movimiento.
La primera y más importante respuesta a los actos del gobierno provisional adoptaron la
forma de lo que podría denominarse un terrorismo espontáneo (realizado por
particulares, se realizaban pintadas, incendios, etc.). En la primera mitad de 1956
cundió una ola de tentativas de sabotaje, que también se daba al interior de las fábricas.
También, desde principios de 1956, existían los gérmenes de una organización muy
caótica y basada en grupos locales. En muchas zonas, grupos de trabajadores empezaron
a reunirse regularmente y a planificar acciones.
También existían células clandestinas que se conformaban por amigos que vivían en el
mismo barrio, y cuya influencia y acciones estaban mucho más circunscriptas. Las
células se consagraron, fundamentalmente, a la pintura de consignas y la distribución de
volantes puesto que se trataba de una actitud ilegal nombrar siquiera a Perón. También
se dio el caso de que muchas de éstas células no estaban constituidas por trabajadores
agremiados. Muchas contenían una especie de muestra representativa de clases sociales.
En 1956 también se intensificaron los empleos de bombas en edificios públicos y contra
objetivos militares. La mayoría de las bombas consistían en rudimentarios artefactos
hechos de sustancias químicas básicas alojadas en cascos improvisados. Se las conocía
como “caños” y llegaron a formar parte de la mitología de la resistencia.

El proceso de la Resistencia llegó a ser simbólico pues sintetizó una serie de virtudes
asociadas al no profesionalismo, la participación de las bases (gente común) y carencia
de una elite burocrática que centrara la organización.
La confianza en la búsqueda de militantes que encabecen la Resistencia en pos del
regreso de Perón disminuyó considerablemente con el derrocamiento del levantamiento
de Valle. Junto con él, se frustró también la perspectiva cortoplacista. Al mismo tiempo,
con el acaecer de los acontecimientos fue operándose un proceso de selección: de las
diferentes células y grupos surgidos espontáneamente, sólo sobrevivirían aquellos mejor
organizados, quienes habían aprendido sobre táctica y seguridad. Desde mediados del
año 56´, los activistas de base (trabajadores) intentarán recuperar –o contribuir a ello-
las comisiones internas y después, los sindicatos. El sector decisivo de la resistencia
peronista tenía que ser el que se relacionara en forma más directa con la vida de los
peronistas pertenecientes a dicha clase. Pero las restantes formas de actividad centradas
en torno a los comandos continuaron y la línea que separó a unas de otras fue difícil de
trazar. El propio Perón había contemplado desde el principio la adopción de una
estrategia general que incluyera los distintos niveles de actividad, conjunto al que dio el
nombre de Resistencia Civil. De acuerdo con Perón, las estrategias que el movimiento
debía adoptar eran “la guerra de guerrillas” dónde la resistencia civil debía desempeñar
un papel importante. Se debían evitar todas las tentativas para hacer frente al régimen
militar allí donde era más fuerte, es decir, en el nivel puramente militar. Mucho más
eficaces, según el líder, serían millones de pequeñas acciones que desgastasen
gradualmente al régimen y socavasen su voluntad de mantenerse en el poder. En el
terreno social, la resistencia debía mantener a los trabajadores en permanente estado de
conmoción, mediante huelgas, trabajo a desgano y baja productividad. En el plano
individual, se debían desarrollar acciones tanto activas como pasivas. La resistencia
activa podía incluir el sabotaje y la pasiva podía consistir en difundir rumores distribuir
volantes y pintar consignas. Toda esta miríada de actos de resistencia terminaría por
sumir al país en una situación de ingobernabilidad que desencadenaría una huelga
general revolucionaria que, a juicio de Perón, daría la señal para la insurrección a escala
nacional. En esta etapa decisiva, los comandos tendrían un rol esencial dado que, junto a
sectores de las fuerzas armadas, garantizarían el éxito de la insurrección. Para éste fin,
los comandos debían entrenarse mediante acciones tales como ataques contra
instalaciones militares y gubernamentales.
La noción básica de resistencia civil tomaba en cuenta los distintos niveles de
compromiso y actividad. Más aún, esas instrucciones tuvieron para el movimiento el
positivo efecto de poner el sabotaje y la acción clandestina en una perspectiva menos
cataclísmica, de verlos como una forma de actividad paralela a la sindical y de objetivo
similar: el desgaste del régimen.
En la práctica, sobre todo desde mediados del 56´, hubo una creciente diferenciación
entre los comandos empeñados en el sabotaje y otras actividades clandestinas y el
movimiento de resistencia en los sindicatos. Se entendía la necesidad de recuperar los
gremios pero al mismo tiempo, todavía quedaban recuerdos de la inercia demostrada
por el movimiento sindical al caer Perón. Un activista de éste tiempo, describió la
situación de la siguiente manera:
“Todos pensábamos que los gremios tenían que ser recuperados en la medida que esos
dirigentes sirvieran a los intereses de la Revolución. Pensábamos que los gremios se
tenían que jugar íntegramente a favor del movimiento revolucionario, porque sino no
tenía sentido ocuparse de los gremios que querían integrarse al sistema. Recuperar los
gremios tenía valor para trabajar a favor de la revolución, pero tenerlo por tenerlo
carecía de sentido”
Quienes en la práctica tenían nexos estrechos con los comandos eran los viejos líderes
sindicales. Sin embargo, en forma general y mal definido, los hombres de la resistencia
de base gremial consideraban la insurrección y la huelga general para traer de vuelta a
Perón como su objetivo último de sus acciones sindicales. En muchos casos, se
rechazaron las posibilidades de realizar huelgas generales con otros propósitos políticos.
Solo se justificaba si tenía como meta el retorno del líder. Se consideraban a sí mismos
tan justos e intransigentes como los de la resistencia armada y combatían tan
enérgicamente como éstos a los políticos neoperonistas recién surgidos, que buscaban
capitalizar a los trabajadores a sus propias filas sin hablar de la vuelta del líder. En
definitiva, se confirma que los caminos estratégicos de ambas formas de resistencia eran
de órdenes fundamentalmente distintos. Esto se tornó cada vez más patente en el curso
de 1957 y si bien permaneció oculto mientras duró el régimen militar, los más sagaces
no dejaron de advertir sus implicaciones. Uno de ellos fue Cooke quien a comienzos de
1957 se encontraba exiliado en Montevideo, dónde actuaba como principal delegado de
Perón. Sus cartas a Perón testimonian una preocupación siempre presente por el futuro
estratégico del movimiento peronista. A Cooke lo inquietaba lo que juzgaba como una
disonancia entre el proyecto estratégico fundamental peronista – que según él tenía que
ser la toma del poder mediante una insurrección para llevar a cabo una revolución
social- y los ajustes tácticos que los cambios de la coyuntura política imponían al
movimiento. Cooke y el mismo Perón sostenían que la única estrategia válida para el
peronismo era la de una insurrección popular. La meta propia de esta era una revolución
social. Por esta razón, el movimiento debía mantener su intransigencia. Las
circunstancias propicias para el levantamiento se abstuvieron de materializarse. Durante
todo 1957 las probabilidades de que se concretaran se alejaron de manera determinante.
El éxito mismo de la Resistencia, especialmente en los sindicatos, modificaba el
contexto en el cual debía operar el movimiento. El gobierno retrocedía y dejaba
posibilidades de desarrollar, dentro de las estructuras existentes, actividades semi-
legales o incluso plenamente legales. Cooke reconocía que el movimiento no podía
ignorar las nuevas posibilidades tácticas que se le ofrecían y retirarse a un purismo
revolucionario que solo conduciría a desviarlo hacia el lodazal de la política tradicional.
Sin embargo, el problema no consistía en que los elementos “blandos” ganaran terreno,
más bien se trataba de lo que la realidad social podía imponer a aquellos elementos que
se mostraban intransigentes. En forma más concreta, el problema terminó planteándose
al interior de los sindicatos. Acrecentada la confianza en si mismos, los trabajadores
buscaban canales de expresión al margen de la esfera gremial. Esto es lo que vieron, por
ejemplo, en la Intersindical. Para Cooke, el problema residía en que la intersindical
llegara a ser considerada como un fin en si misma y no como un simple instrumento de
lucha.
Para los comandos, la solución del problema era simple. Equivalía a lo que Cooke había
denominado una retirada al purismo: mantener una negativa intransigente a toda
relación con aperturas al sistema institucional. Cooke entendía la necesidad de crear
para el movimiento nuevas estructuras semilegales. Estas permitirían desarrollar una
actividad práctica que culminaría, cuando las circunstancias resultaran apropiadas, en la
insurrección. El plan de Cooke estaba expuesto a objeciones. Sin embargo, evitaba el
problema de las índoles fundamentalmente distintas de los sindicatos y de los comandos
y por tanto, de sus diferentes posibilidades estratégicas: Mientras los sindicatos eran
fundamentalmente instituciones sociales arraigadas en la existencia misma de una
sociedad industrial y como tales tenían que cumplir un papel funcional intrínseco a esa
sociedad, con cierta inmunidad a los cambios de la situación política y cierta capacidad
para durar y resistir al ataque político; los comandos eran organizaciones
eminentemente políticas, cuya existencia y perspectivas dependían mucho de un
conjunto específico de circunstancias. A diferencia de los sindicatos, no respondían a
ninguna necesidad social o económica intrínseca de la clase obrera. En ausencia de ésta,
a los grupos clandestinos les era imposible procurarse una base duradera de
supervivencia. Necesitaban una posibilidad de acción concreta y éxito práctico. Existía
un límite para la posibilidad de mantener en reserva a los sectores clandestinos sin que
se osificaran, hasta terminar por subordinarse inevitablemente a los sectores legales del
movimiento.
La tensión entre los sectores legales y clandestinos al interior del movimiento existía,
aunque en muchos casos latentes. Se advirtió durante todo el debate por las elecciones
de 1958 –que consagran a Frondizi-
El grito de batalla de los comandos y grupos clandestinos fue el mantenimiento de la
intransigencia y la necesidad de votar en blanco. En ausencia de toda posibilidad de
organizar una rebelión armada aquella afirmación no podía ser más que un gesto de fe,
una reafirmación de valores y un rechazo del statu quo.
Del voto por Frondizi, en cambio, podían derivarse ventajas concretas. Existía la
posibilidad de reafirmar, a demás, el poder gremial mediante la reconstitución de la
CGT. También existía el problema de la legislación implantada por los militares para
debilitar la central sindical.
Sin duda alguna, un candidato como Frondizi, que prometía realizar elecciones libres en
todos los gremios dónde no se hubieran efectuado, restablecer la CGT y reconstruir un
poderoso sistema de negociaciones colectivas similar al existente contra Perón, no podía
menos que ejercer una importante atracción sobre el sector sindical del peronismo.
A los peronistas, sobre todo a las bases, les costó asimilar que Perón pudiese dar orden
de votar a un candidato como Frondizi, fuertemente antiperonista hasta 1955.

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