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UNIVERSIDAD ABIERTA Y A DISTANCIA DE

MÉXICO
INGENIERÍA EN TELEMÁTICA
CONTEXTO SOCIOECONÓMICO DE MÉXICO
NOMBRE DEL ALUMNO: Iván Eduardo Gómez Romero
MATRÍCULA: ES1822035243
NOMBRE DEL PROFESOR: Lic. Yenyfer Alejandra
Fuentes Hernández
ACTIVIDAD. Autorreflexiones de la Unidad 3
FECHA DE ENTREGA: 8 de junio de 2019
Miguel de la Madrid (1982-1988)

El 1 de diciembre de 1982 de la Madrid tomó posesión del cargo con mandato


hasta 1988, en un momento de "emergencia" económica, según la expresión que él
mismo empleó. Así, el hundimiento en junio de 1981 de los precios internacionales del
petróleo, con mucha diferencia el primer producto de exportación de México, debido a
una saturación de la oferta en los mercados, había repercutido inmediatamente en
toda la estructura productiva y financiera nacional, y reventado el engañoso auge
desarrollista de los últimos años (merecedor en su momento del ditirambo de "milagro
mexicano"), que basaba la industrialización en el endeudamiento. Para apagar las
luces rojas en todas las cuentas públicas, detener la escalada de los precios y atajar la
evaporación de las reservas de divisas, López Portillo había optado por ampliar el
control estatal sobre la economía de tipo mixto mediante la nacionalización de la
banca privada (1 de septiembre de 1982) y la implantación del control de cambios
antes de fijar un tipo devaluado del peso.

Toda vez que estas medidas no dieron los resultados apetecidos, López Portillo
hubo de decretar la moratoria en el pago de la deuda externa. Cuando la transferencia
del mando a de la Madrid, el país se encontraba ya en recesión económica, la inflación
rozaba el 100% anual, la deuda externa, la mayoría a corto plazo, alcanzaba los
87.000 millones de dólares y el sistema financiero estaba al borde de la quiebra por la
caída de los ingresos de exportación y la fuga de capitales.

El flamante mandatario mantuvo por el momento el intervencionismo financiero


y monetario, y anunció un plan anticrisis de diez puntos que incidía en la austeridad y
la recuperación de la liquidez, y que postergaba la recuperación de la inversión, el
consumo y el crecimiento. En líneas generales, dicho plan consistió en recortes en el
gasto público, inversiones selectivas en actividades productivas y creadoras de
empleo, subidas de los tipos de interés con el objeto de atraer los capitales
financieros, alzas impositivas y tarifarias, y eliminación de subvenciones a productos
básicos de la cesta de la compra. Sin embargo, por talante personal y por su análisis
del problema, en la actuación de De la Madrid asomaron discrepancias con algunos de
los grandes rasgos característicos de la etapa lopezportillista. Una temprana y
vigorosa depreciación del peso con respecto al dólar se interpretó como el primer paso
para el levantamiento del control de cambios en el mercado monetario, y el presidente,
aunque aseguró que la nacionalización y la reestructuración del sistema bancario eran
irreversibles, solicitó al Congreso la apertura al capital privado de un tercio de los
activos de la veintena de entidades a que la reforma había dado lugar.

En añadidura, de la Madrid lanzó una campaña de moralización en la


administración pública que incluyó reformas legales para fiscalizar y perseguir a los
funcionarios corruptos. También, retomó el diálogo con los acreedores internacionales
para rescalonar el servicio de la deuda y obtener un empréstito de 5.300 millones de
dólares; a cambio, el Gobierno sistematizó sus medidas de ajuste con el denominado
Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE), presentado en enero de
1983. La cascada de iniciativas presidenciales incluyó la promulgación, el 30 de mayo
de 1983, del Plan Nacional de Desarrollo (PND), que, con el aval del FMI, sustituyó al
PGD de 1980 y supuso una confirmación de la fe en las políticas estatistas y
planificadoras como garantes del desarrollo a largo plazo.

Transcurrido el primer bienio de gobierno, de la Madrid presentó un balance


económico esperanzador en el que destacaban: la recuperación del crecimiento, un
3,6% anual frente al 4,2% de tasa negativa con que había cerrado 1983; la reducción
del déficit fiscal del Estado del 16,9% al 8,6%; la duplicación de las reservas
internacionales de divisas; un sensible recorte de la inflación hasta el 81% anual; y, el
regreso del superávit a la balanza por cuenta corriente, inclusive, tras muchos años de
dominio de las importaciones sobre las exportaciones, la balanza comercial. Además,
se había logrado renegociar la deuda en términos viables y el Estado había
amortizado el crédito de urgencia concedido en diciembre de 1982 por el FMI.

Por otro lado, la campaña anticorrupción se cobró dos notorias víctimas. A la


cabeza, Arturo Durazo Moreno, alias El Negro, el todopoderoso y gansteril jefe de
Policía y Tránsito del Distrito Federal entre 1976 y 1982, quien además había sido
amigo desde la infancia y hombre de confianza de López Portillo. Durazo vio el final de
su imperio personal con el tránsito a la nueva Administración y el 30 de junio de 1984
fue detenido en Puerto Rico por el FBI a requerimiento de las autoridades aztecas, que
le procesaron por tráfico de drogas, tenencia de armas, extorsión, homicidio en
múltiple grado y otros cargos por delitos presuntamente cometidos durante el sexenio
lopezportillista, en el que amasó con escandalosa impunidad una colosal fortuna;
extraditado en 1986, El Negro recibió una condena de 16 años de prisión, de los que
sólo cumpliría seis.

El otro preboste de la etapa precedente caído en desgracia fue Jorge Díaz


Serrano, antiguo director de Pemex, destituido en 1981 por López Portillo por
discrepancias en torno a la política de precios del petróleo. Díaz fue desaforado como
senador y terminó también entre rejas por las ilegalidades cometidas durante su
gestión al frente del monopolio energético, entre las que destacó, en pleno boom
petrolero, la venta de crudo en el mercado abierto de Ámsterdam por un valor
sustancialmente superior a los precios oficiales establecidos por la empresa; Díaz y
sus colaboradores descontaron estas transacciones del balance oficial de cuentas y
las divisas obtenidas habrían terminado en sus bolsillos.

Mientras la situación interior tendía a estabilizarse, de la Madrid se desenvolvió


en la política exterior sobre la base de los principios tradicionales de la diplomacia
mexicana, cuales eran la no injerencia en la soberanía nacional de los estados, la
defensa de la libre determinación de los pueblos, la defensa de la democracia y el
respeto de los Derechos Humanos, la confianza en la solución pacífica de los
conflictos y la promoción de la cooperación entre las naciones en el sentido más
amplio. Las administraciones de Echeverría y López Portillo habían jugado a fondo la
carta de la independencia nacional en política exterior, y la singular posición del país
norteamericano, que tenía el estatuto de observador en el Movimiento de los No
Alineados, había permitido a México explorar unos interesantes cauces de diálogo
entre el Norte y el Sur.

En el sexenio delamadridista se apreció una reducción del interés de México en


el activismo internacionalista y tercermundista, y una concentración del mismo en las
problemáticas latinoamericanas, sobre todo en los conflictos centroamericanos. Así, el
presidente mexicano se convirtió en un actor clave del Grupo de Contadora, foro
informal de concertación política creado el 9 de enero de 1983 en esta isla panameña
por los cancilleres de México, Colombia, Venezuela y Panamá, con el objetivo de
promover una salida pacífica para las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y
Guatemala a través de negociaciones multilaterales.

De la Madrid y sus colegas situaron los conflictos armados que afligían la


región en sus contextos autóctonos, caracterizados por profundas fracturas políticas,
sociales y económicas, y rechazaron como simplista la visión de Estados Unidos, que
los inscribía en la dialéctica global de la Guerra Fría y en el plano de confrontación
Este-Oeste: para la Administración de Ronald Reagan, las guerrillas triunfantes en
Nicaragua e insurgentes en El Salvador y Guatemala eran sobre todo expresiones del
expansionismo comunista soviético en esta parte del mundo. Washington encontraba
particularmente repudiable la actitud de México hacia el régimen sandinista de
Managua, que le parecía complaciente, si no amparadora, a pesar de los fuertes
déficits democráticos de la Junta de Gobierno que había derrocado a la dictadura
somocista. Los trabajos del Grupo de Contadora resultaron instrumentales para el
arranque, tras la adopción de los Acuerdos de Esquipulas II (agosto de 1987), que se
basaban en el proyecto de paz firme y duradera en Centroamérica elaborado por el
presidente costarricense. Si los esfuerzos fructificaban, Centroamérica debería quedar
libre de los asfixiantes niveles de violencia política, tras décadas de represión,
insurgencia y guerra sucia, y muchos miles de muertos, en las postrimerías de los
ochenta.

Serias divergencias de criterio aparte, el caso fue que la Administración


delamadridista desarrolló las relaciones bilaterales con Estados Unidos a medida que
los intercambios comerciales y la cooperación en diversos capítulos ganaban
importancia. Como botón de muestra estuvieron las seis cumbres presidenciales
celebradas por de la Madrid y Reagan a ambos lados de la frontera. También, se
estrecharon las relaciones con España, país históricamente hermanado con el que la
anterior administración había restablecido las relaciones diplomáticas coincidiendo con
el regreso de la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco.

Otro sí, de la Madrid fue el anfitrión, el 29 de noviembre de 1987 en Acapulco,


de la I Reunión de presidentes del Mecanismo Permanente de Consulta y
Concertación Política, o Grupo de Río, que entonces recibía el nombre de Grupo de
los Ocho y que provenía de la fusión en diciembre del año anterior del Grupo de
Contadora y de su Grupo de Apoyo. Los ocho presidentes participantes adoptaron el
llamado Compromiso de Acapulco para la Paz, el Desarrollo y la Democracia,
documento básico de un organismo concebido por sus fundadores como un foro
regional de diálogo y concertación política, y como el interlocutor autorizado de los
estados latinoamericanos con terceros países.

Los sacrificios económicos encajados en 1983 y 1984 por los mexicanos, que
sufrieron una considerable pérdida de poder adquisitivo, no fueron suficientes para
conjurar las repercusiones negativas de un año tan infausto como 1985. El pago de la
siempre atosigadora deuda externa obligó al Estado a hacer fuertes emisiones de
moneda que generaron desconfianza en el peso y por lo tanto inflación, mientras que
la continuación de las penurias financieras situó al PIRE en la picota. El deterioro se
vio acelerado por la tendencia bajista de las cotizaciones internacionales del petróleo,
la debilidad también de los mercados de las materias primas no petroleras que México
exportaba, y la carrera alcista del dólar.

En el ecuador de su mandato, de la Madrid, calificado a menudo de hombre


gris y falto de visión, se sintió impulsado a adoptar otra hornada de medidas de
inequívoco sabor liberal: nuevas y vigorosas podas de gastos y de personal en la
vastísima administración federal; desaparición de departamentos y oficinas
gubernamentales; clausura de fideicomisos; suspensión de proyectos de obras
públicas; venta al capital privado de empresas no emblemáticas del Estado; remoción
de barreras proteccionistas a las importaciones; más recortes en los programas y
subsidios sociales; y, nuevas alzas también en las tarifas de los servicios públicos. En
agosto de 1986 México suscribió el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio
(GATT), con lo que se montó en la tendencia librecambista en boga.

El terrible terremoto del 19 de septiembre de 1985, además del coste en vidas


humanas (entre 10.000 y 40.000 muertos, balance impreciso que sigue sin
esclarecerse), cargó a las apuradas cuentas públicas los gastos de la reconstrucción
material en el devastado Distrito Federal. La actitud inicial de la Presidencia de
rechazar cortésmente los ofrecimientos internacionales de socorro porque, según ella,
el país ya contaba con medios suficientes para las labores de rescate y desescombro
fue objeto de duras críticas. Sin embargo, el PRI ganó con la contundencia habitual las
elecciones legislativas del 7 de julio al Congreso y a las asambleas de los estados, no
sin recibir las impugnaciones de la oposición por el concurso de los tradicionales
mecanismos de fraude.

En 1986 retornó el saldo deficitario a las cuentas federales, las reservas de


divisas descendieron a un nivel peligroso, el peso entró en caída libre con respecto al
dólar y el crecimiento para el conjunto del año fue ampliamente negativo: el retroceso
alcanzó el 3,8% del PIB. México experimentó por enésima vez las consecuencias de
tener su estructura económica atada al ciclo perverso del petróleo, que obligaba a
endeudarse y a desequilibrar gravemente las balanzas de pagos y comercial para
adquirir unos capitales y unas tecnologías de explotación de los que el país carecía.
En el arranque de los Mundiales de Fútbol de México, el 31 de mayo de 1986, el
presidente, desde el palco del Estadio Azteca, hubo de soportar un monumental
abucheo del público presente mientras realizaba la alocución inaugural. Los pitos y los
insultos a de la Madrid, retransmitidos en directo por las televisiones de todo el mundo,
fueron el signo más evidente del gran descontento social existente en el país.

A lo largo de 1987 el equipo presidencial dio pábulo al optimismo con la


recuperación de las exportaciones no petroleras gracias al valor competitivo del peso y
a la firma de importantes acuerdos crediticios con la banca internacional. Además, se
produjo una recuperación del precio del barril de crudo, lo que llenó de golpe el
agujero en las reservas de divisas y elevó su nivel hasta el valor histórico de los
15.000 millones de dólares. El 5 de octubre de 1987 la Bolsa Mexicana de Valores
(BMV) vivió una jornada de euforia, pero en el lapso de unas breves horas las
dinámicas especulativas actuaron con crudeza y se activó un proceso incontrolado de
ventas que hasta el día 28 hizo perder al parqué bursátil el 50% de su volumen de
capitalización. El desfondamiento, coincidente con el Lunes Negro (19 de octubre) de
la Bolsa de Nueva York, sólo pudo ser detenido con la entrada urgente de la Nacional
Financiera (Nafinsa) en las operaciones de compra.

El 18 de noviembre el Gobierno dispuso una devaluación del peso del 55% y


fijó el tipo de cambio intervenido en las 2.278 unidades por dólar, haciéndolo coincidir
con el tipo de cambio libre; al principio de sexenio, el dólar se había cambiado a 150
pesos, lo que da una idea del grado de depreciación sufrido por la moneda mexicana
en estos años. Entre enero y diciembre de 1987 el peso perdió el 192% de su valor y
la inflación para los doce meses registró la tasa del 160%. En diciembre de 1988 la
moneda iba a acumular una devaluación del 3.270% desde diciembre de 1982.

El 15 de diciembre de 1987, urgido por las circunstancias, de la Madrid


suscribió un Pacto de Solidaridad Económica (PSE) con los actores sociales para
consensuar las medidas de contingencia antiinflacionaria y repartir cargas de
responsabilidad y sacrificio. Sin embargo, el pujante sindicalismo independiente del
PRI optó por las movilizaciones de protesta, asumiendo la portavocita de un profundo
malestar social que se nutría tanto del interminable ajuste económico como de los
excesos demagógicos de los responsables políticos, las endémicas redes de
corrupción y clientelismo, la inepcia burocrática y, en definitiva, todos los vicios e
inercias de un sistema que ya no daba más de sí sin profundas transformaciones tras
más de medio siglo de vigencia.
De hecho, con de la Madrid se cerraba una época, pues el mandatario, a
diferencia de sus predecesores, renunció a incrementar el presupuesto federal como
fórmula para contener las presiones sociales; ahora, esas presiones, impelidas por el
crecimiento demográfico, la industrialización, la urbanización y la mejora del nivel
educativo, sumaban a las preocupaciones materiales de siempre unas exigencias sin
precedentes de mayor apertura y pluralismo políticos, reflejando la emergencia de una
sociedad civil más compleja y madura. El hundimiento de la BMV se produjo un día
antes de designar de la Madrid a su candidato para las elecciones de 1988. La
codiciada distinción recayó en, antiguo alumno suyo en la UNAM, protegido desde
largo tiempo y factótum de la nueva política económica como responsable de la
Secretaría de Programación y Presupuesto, la misma que había desocupado de la
Madrid en 1982. No obstante estar bregado en las labores ideológicas del PRI, Salinas
encarnaba las nuevas generaciones de cuadros tecnocráticos impregnados de
pragmatismo economicista.

El destape de Salinas suscitó profundo descontento en la vieja guardia priísta


por el perfil del elegido y también, por el método utilizado, en un sector renovador que
tenía como capitanes a Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, hijo del presidente Lázaro
Cárdenas del Río (1934-1940) y ex gobernador de Michoacán, y a Porfirio Muñoz
Ledo, ex presidente del CEN, el cual venía propugnando una profunda reforma interna
para que el partido se desprendiera de sus estructuras autoritarias y se abriera a la
sociedad civil. Cárdenas y Muñoz articularon la Corriente Democrática en el seno del
PRI, y cuando el primero lanzó su aspiración presidencial contra las advertencias del
CEN los rebeldes quedaron formalmente excluidos del partido. La escisión del ala
izquierda del PRI era irreversible.

Con vistas a los comicios de 1988, el Gobierno Federal aprobó una serie de
reformas institucionales y electorales por las que la Cámara de Diputados del
Congreso fue aumentada de los 400 a los 500 miembros, y la cuota de elegibilidad por
el sistema proporcional de 100 escaños a 200. También, se introdujo la llamada
"cláusula de gobernabilidad", según la cual al partido que obtuviera la mayoría relativa
de diputados elegidos por el sistema mayoritario y al menos el 35% del voto nacional
se le asignaban automáticamente los escaños necesarios para alcanzar la mayoría
absoluta. Una y otra reformas reforzaron las posibilidades electorales tanto del PRI
como de los partidos minoritarios.

En un contexto económico ligeramente menos sombrío (la inflación había


emprendido una senda descendente) que unos meses atrás, tuvieron lugar las
esperadísimas y trascendentales elecciones generales del 6 de julio de 1988, en las
que Salinas iba a batirse con Cárdenas, lanzado a la lid presidencial como candidato
de la coalición izquierdista Frente Democrático Nacional (FDN). Pues bien: los
comicios supusieron un enorme baldón en el historial de De la Madrid justo en la recta
final de su mandato, ya que luego de cerrarse las urnas y de avanzarse unos
resultados que sonreían a Cárdenas, se produjo un incompresible y altamente
sospechoso apagón en el sistema de computación del voto, que precisamente se
estrenaba. Fue la famosa <i>caída del sistema</i>, expresión que en su sentido literal
aludía al inexplicable colapso informático (así definió el apagón en el procesado de
datos el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett) y en su sentido metafórico al final
de una era política, la de la incontestable hegemonía del PRI.
El 13 de julio, tras una semana de caos y de trifulca política, la Comisión
Federal Electoral anunció que Salinas era el vencedor con el 50,4% de los votos frente
al 31,1% de Cárdenas y el 17% del panista Jesús Clouthier del Rincón, unos
resultados que hicieron poner el grito en el cielo a la oposición y que fueron tachados
de fraudulentos dentro y fuera de México. Esta amañada elección fue, a la postre, uno
de los últimos reflujos antidemocráticos de un partido en decadencia, que en lo
sucesivo ya no podría llamarse hegemónico sino más bien predominante o
mayoritario. Entonces, lo que quedó certificado fue que, de la Madrid, si acaso un líder
de transición en la transformación económica de México, no había sido el introductor
de la, para muchos, todavía más urgente reforma política. Sin más novedad, el 1 de
diciembre de 1988 de la Madrid traspasó el testigo a Salinas y, próximo a cumplir los
54 años, el abogado colimense se acogió al peculiar retiro de los ex presidentes
mexicanos, que, era la tradición.

Carlos Salinas de Gortari (1988-1994)


La presidencia de Carlos Salinas (1988-1994) entrañó para México una
transformación radical en varios terrenos. En el económico y comercial, las reformas
estructurales y constitucionales, la privatización general de las empresas públicas, la
supresión de la reforma agraria heredada de la Revolución y la creación del TLCAN
abundaron en una modernización de corte liberal, mudanzas que junto con otras
reformas de calado en el sistema político coadyuvaron, paradójicamente, al final de la
larga supremacía de su partido, el Revolucionario Institucional (PRI). El reguero de
conmociones sufridas en el último año, con el alzamiento zapatista en Chiapas, dos
magnicidios de dirigentes priístas y la descomunal crisis financiera que le estalló ya a
su sucesor, Ernesto Zedillo, y que arruinó los cacareados logros macroeconómicos del
sexenio y empobreció a la población, malparó la reputación de Salinas, que optó por
expatriarse.

Uno de los cinco hijos tenidos por los señores Raúl Salinas Lozano, destacado
economista y servidor gubernamental, que fungiera de secretario (ministro) de
Industria y Comercio en el sexenio presidencial de Adolfo López Mateos (1958-1964),
y de la maestra Margarita de Gortari Carvajal, recibió las formaciones primaria,
secundaria y preuniversitaria en los colegios capitalinos Abraham Lincoln, Héroes de
Chapultepec y San Ildefonso, respectivamente. Posteriormente estudió en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), por la que, siguiendo los pasos
de su padre, se licenció en Economía en 1970 con una memoria titulada Agricultura,
industrialización y empleo: el caso mexicano, y en la Universidad estadounidense de
Harvard, por la que obtuvo sendas maestrías en Administración Pública (1973) y
Economía Política (1976), así como el doctorado en Economía Política y Gobierno
(1978). Mientras enriquecía su currículum lectivo trabajó de profesor auxiliar de
Estadística en la UNAM y a partir de 1976 enseñó las asignaturas de Finanzas
Públicas y Política Fiscal en el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos
(CEMLA) y en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Deportista
consumado y practicante de la hípica, el joven obtuvo la medalla de plata en los VI
Juegos Panamericanos celebrados en Cali, Colombia, en agosto de 1971, como
integrante del equipo de equitación mexicano.

El presidente de la Madrid delegó en su hombre de confianza la paternidad de


una nueva política económica que principió las reformas más características de la
década siguiente: la austeridad en el gasto público, con recortes en los programas y
los subsidios sociales, la liberalización del comercio exterior y la diversificación de las
exportaciones, la apertura a las inversiones foráneas, la reconversión industrial y la
privatización de empresas del Estado.

El 4 de octubre de 1987 Salinas cesó como secretario de Programación y


Presupuesto al ser destapado, esto es, personalmente e inapelablemente
seleccionado por de la Madrid como el candidato del oficialismo para las elecciones
presidenciales de julio de 1988, imponiéndose sobre otros dirigentes que, se había
creído, contaban con buenas posibilidades de ser agraciados por el célebre
procedimiento vertical del dedazo. Eran los casos de Alfredo del Mazo González, ex
gobernador del estado de México y actualmente secretario de Energía, Minas e
Industria Paraestatal, Manuel Barlett Díaz, secretario de Gobernación (Interior), y
Ramón Aguirre Velásquez, jefe del Departamento (Gobierno) del Distrito Federal. De
manera meramente ritual, el Comité Ejecutivo Nacional (CEN), máxima instancia
directiva del PRI, formalizó la designación de Salinas.

Tan sólo días después del destape de Salinas se produjo el hundimiento de la


bolsa mexicana y el arranque de una espiral inflacionista, obligando al equipo
económico del Gobierno a adoptar medidas de control y austeridad consistentes en el
reajuste a la baja del tipo de cambio del peso, la congelación de salarios, tarifas y
precios, y la reducción de la gigantesca plantilla federal de funcionarios. El año terminó
registrando una inflación promedio del 160%.

El impacto social de estas medidas de contingencia emborronó las


perspectivas electorales del PRI, confrontado ya con el envejecimiento natural de un
modelo político que se estaba mostrado ineficaz para responder a los retos de la
economía global en ciernes y a las aspiraciones sociales de cambios profundos, y las
de Salinas, tanto más cuanto que le salió un contrincante de gran peso, Cuauhtémoc
Cárdenas Solórzano, el carismático hijo del reverenciado ex presidente Lázaro
Cárdenas del Río (1934-1940), recientemente defenestrado del PRI por demandar la
democratización de las estructuras del partido y subido a la lid presidencial con el
respaldo de una coalición de fuerzas progresistas e izquierdistas llamada Frente
Democrático Nacional (FDN). Además, la formación derechista que hasta ahora había
desempeñado el rol solitario de única fuerza de oposición al PRI digna de llamarse así,
el Partido Acción Nacional (PAN), presentaba al popular empresario y político
sinaloense Manuel Jesús Clouthier del Rincón. En otras palabras, era la primera vez
que el priísmo debía librar una verdadera competición, y muy cerrada, en las urnas
federales.
La incertidumbre presidió el día de los comicios, el 6 de julio de 1988. Luego de
cerrarse las urnas, y al poco de avanzarse los primeros resultados parciales que
sonreían a Cárdenas, se produjo una sospechosa avería temporal en el sistema
electrónico de computación del voto. La Comisión Federal Electoral (CFE), órgano
dependiente de la Secretaría de Gobernación, interrumpió la emisión de datos. Fue la
famosa caída del sistema, expresión que en su sentido literal aludía al inexplicable
colapso informático y en su sentido metafórico al final de una era política, la de la
incontestable hegemonía del PRI. El FDN denunció, no sin fundamento, que el partido
del Gobierno había cometido un gran fraude y que había arrebatado la victoria a su
candidato, certeza que no flaqueó después de que la CFE anunciara, el 13 de julio, los
resultados oficiales: Salinas resultó ganador con el 50,4% de los votos seguido de
Cárdenas con el 30,8% y Clouthier con el 17,1%. De nada sirvieron las multitudinarias
manifestaciones de protesta conducidas por la oposición. En las elecciones al
Congreso, el PRI conservó la mayoría absoluta en ambas cámaras, si bien en el
hemiciclo bajo el retroceso fue muy notable, hasta los 260 diputados sobre 500. El
oficialismo, por primera vez, perdió la mayoría de dos tercios requerida para aprobar
reformas constitucionales.

El porcentaje adjudicado a Salinas en las presidenciales superaba la mitad de


los votos computados, pero se trataba del más exiguo conseguido por el PRI en una
elección de cualquier tipo. En 1982 de la Madrid se había proclamado presidente con
el 74,3% de los sufragios, cifra ciertamente apabullante pero que ya en su momento
había dado mucho que hablar por ser la más moderada obtenida por un candidato
priísta desde hacía tres décadas. Que seis años atrás el país hubiese reaccionado con
sorpresa ante el bajo volumen de votos sacado por de la Madrid daba una idea de la
trascendencia de los resultados de ahora. Podía hablarse sin reservas de terremoto
político en México, aun en el caso de que Salinas hubiera ganado a Cárdenas
limpiamente y sin asomo de duda. Las elecciones de 1988 supusieron para México el
comienzo de la transición desde un sistema de partido hegemónico –el cual, por otra
parte, había hecho de él el país más estable de América Latina dentro de su peculiar
democracia formal- a otro de partido predominante o simplemente mayoritario.

El 1 de diciembre de 1988 Salinas tomó posesión con un mandato sexenal y, a


sus 40 años, como el más joven presidente de México desde Lázaro Cárdenas. En sus
primeras alocuciones, el flamante mandatario se comprometió a hacer más
transparente la vida política, fortaleciendo la legitimidad del proceso electoral y
modernizando el sistema de partidos, y a lanzar un ambicioso plan de reformas
económicas para vigorizar el anémico crecimiento y acelerar la reducción de la
inflación, que en 1988 registraron las tasas respectivas del 1,1% del PIB y el 52%. Los
comentaristas destacaron que con Salinas triunfaba, por primera vez desde la
fundación del partido, la tecnocracia y el economicismo sobre la ideología y la política,
tan bien representados por los diez mandatarios anteriores, todos ellos abogados de
formación.

En principio, Salinas no contemplaba menoscabar la supremacía política del


PRI en aras de la depuración democrática del sistema mexicano, pero su perfil técnico,
su distanciamiento del lenguaje populista y nacionalista, y su determinación reformista
en lo económico le granjearon desde el principio la hostilidad apenas contenida de
sectores tradicionalistas de su partido así como de la vieja burocracia sindical priísta
presente en la Confederación de Trabajadores de México (CTM), guardiana de las
conquistas sociales y laborales de la Revolución. Los temores de estos poderes
fácticos no eran caprichosos. En efecto, la ofensiva desreguladora y liberalizadora
lanzada por Salinas iba a conseguir desmantelar, salvo en el sector petrolero, la
estructura estatal-corporativista del PRI, el cual, debilitado, ya nunca sería el mismo,
cayendo, tras una última muestra de arraigo electoral, en una crisis irreversible.
Retrospectivamente, cabe situar en el sexenio de Salinas la semilla del histórico
desalojo del PRI del poder federal en las elecciones del año 2000.

Bajo la Administración de Salinas se ejecutaron las grandes transformaciones


estructurales que el presidente consideraba ineludibles para conformar el México
moderno del próximo siglo. De entrada, se aceleró la campaña de privatizaciones
comenzada en 1982, viéndose afectadas ahora todas las grandes empresas del
Estado. Así, fueron entregados al capital privado la telefonía (Telmex, una compañía
plagada de denuncias por negligencia en el servicio que en diciembre de 1990 fue
adjudicada en pública subasta a un consorcio encabezado por el magnate Carlos Slim
Helú), las comunicaciones viales y las aerolíneas, el sector químico, el siderúrgico
(Altos Hornos de México), los seguros, las cadenas hoteleras, los medios de
radiodifusión (Imevisión, que dio lugar a la TV Azteca) y, finalmente, la banca. La
histórica reforma del sistema bancario, emprendida en mayo de 1990 y rematada en
diciembre de 1993, supuso la reversión total de la nacionalización realizada en 1982
por López Portillo, que había reducido las 764 entidades entonces existentes a menos
de una veintena, encabezando las sobrevivientes el Banco Nacional de México
(Banamex) y el Banco del Comercio (Bancomer). Asimismo, el Banco central de
México, Banxico, fue dotado, reforma constitucional mediante, de un régimen jurídico
que, con arreglo al modelo liberal, garantizaba su autonomía funcional y
administrativa.

Eminentemente pragmático, Salinas explicó que las privatizaciones convenían


al país a efectos de ingresos en la caja del Estado, ganancias que luego el Gobierno
destinaría a abonar la deuda interna y a costear las necesidades sociales, pero la
gigantesca operación produjo unos réditos incluso mayores de los esperados: sólo en
1991 el Estado recaudó 10.700 millones de dólares por ese concepto. Al final del
mandato de Salinas, más del 90% del parque empresarial del país tenía dueños
privados, quedando como únicas excepciones relevantes la Comisión Federal de
electricidad (CFE) y el emblemático monopolio Pemex, el cual, no obstante, tampoco
salió indemne de la avalancha de liberalizaciones, ya que, a través de la Ley Orgánica
de Petróleos Mexicanos y Organismos Subsidiarios (julio de 1992), empezó a
estructurarse como holding corporativo, asumiendo criterios de eficiencia y
racionalidad, dotándose de una estructura divisional (las subsidiarias de Exploración y
Producción, de Refinación, de Gas y Petroquímica Básica, y de Petroquímica) y
abriéndose a la inversión privada extranjera según el esquema de franquicias.

El segundo florón del "liberalismo social" pregonado por Salinas fue la


modificación, en diciembre de 1991, del régimen minifundista del ejido, perpetuado
como la principal conquista social de la Revolución pero que, según el Gobierno,
dificultaba la mecanización y la capitalización del agro mexicano por la reducida
extensión de las parcelas comunitarias. La enmienda del artículo 27 de la Constitución
suprimió el marco jurídico de la reforma agraria realizada en el período cardenista,
poniendo fin al reparto de terrenos, convirtiendo a los tres millones de ejidatarios en
propietarios formales y autorizando a las sociedades con capital privado la adquisición,
reventa o arriendo de los ejidales con determinados límites de superficie. En círculos
izquierdistas no hubo ambages en hablar de verdadera "contrarreforma agraria".

En tercer lugar, Salinas inauguró un nuevo concepto del crecimiento económico


nacional que orientaba la producción hacia fuera, a la exportación, en detrimento de la
industrialización. En la liberalización comercial, en el desarme arancelario a gran
escala, iba a fundar, pues, México, sus perspectivas de progreso, y en primer lugar, el
presidente apostó duro por la inclusión de México en el área de libre comercio
ultimada por Canadá y Estados Unidos, país que por sí solo concentraba el 73% de
todos los intercambios de México con el exterior. Este histórico despegue del área
latinoamericana para unirse a la Norteamérica rica y anglosajona desembocó en la
firma por Salinas el 17 de diciembre de 1992, a la vez que lo hacían, cada uno en su
país, el presidente George Bush y el primer ministro Brian Mulroney, del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA en su sigla en inglés), por el
que los tres países asumían un cronograma para la eliminación de todos los aranceles
al comercio trilateral en un plazo de diez años a partir del primer día de 1994. Si todo
iba bien, en 2004 el TLCAN debía estar plenamente operativo.

El sueño librecambista de Salinas no estuvo lejos de ser arruinado debido a las


fuertes resistencias que el proyecto concitó en sectores políticos y económicos de
Estados Unidos, donde cundió el temor a la entrada de productos mexicanos de bajo
precio y a una deslocalización de inversiones productivas buscando mano de obra
barata, pero el 17 de noviembre de 1993, con gran alivio del mandatario, el Congreso
de Washington aprobó el tratado gracias a la campaña promocional lanzada por el
nuevo presidente demócrata, Bill Clinton. En opinión de Salinas, el libre acceso a un
vasto mercado de 290 millones de habitantes iba a relanzar las exportaciones
mexicanas, mientras que la apertura normativa doméstica iba a facilitar el desembarco
de fuertes inversiones de los empresarios del norte, fundamentalmente en el sector de
las maquiladoras o plantas de ensamblaje industrial (produciendo bienes de consumo
directamente destinados a la exportación), con la consiguiente creación de miles de
puestos de trabajo. Pero los críticos de la integración comercial presentaron una
batería de argumentos adversos y empezaron por destacar los riesgos que supondría
para la economía nacional una recesión en Estados Unidos.

Del importante nivel que alcanzó el diálogo mexicano-estadounidense dejaron


constancia las numerosas cumbres presidenciales sostenidas por Salinas, doce en
total, con Bush y Clinton. La primera reunión de Salinas como presidente en ejercicio
con Bush tuvo lugar en París el 14 de julio de 1989, su primera visita oficial a Estados
Unidos discurrió del 1 al 6 de octubre del mismo año y la primera recepción a Bush en
casa, en Monterrey y Agualeguas, aconteció el 26 y el 27 de noviembre de 1990.

Salinas vigiló atentamente toda posibilidad que permitiera a México adherirse a


las iniciativas emergentes de la nueva economía globalizada. Con el propósito de
diversificar en lo posible la clientela comercial, México fue el primer país
latinoamericano que ingresó en la Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), en
el escenario de la I Reunión de jefes de Estado y de Gobierno de la organización
celebrada en Seattle el 19 y el 20 de noviembre de 1993, mientras que la admisión, el
18 de mayo de 1994, en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (OCDE), exclusivo club del capitalismo internacional que hasta entonces
no había extendido la membresía a ninguno de los categorizados como nuevos países
industrializados, le permitió identificarse con el primer mundo económico, no obstante
continuar México anclado entre los países de desarrollo medio.La prioridad del TLCAN
no fue a costa, empero, de los tradicionales vínculos con los estados de América
Central y el Sur; antes al contrario, éstos se renovaron, aunque desde una perspectiva
más desideologizada y comercial. El 10 de enero de 1991 Tuxtla Gutiérrez, capital del
estado de Chiapas, acogió una cumbre entre Salinas y los cinco presidentes
centroamericanos que significó el relanzamiento del protagonismo de México en la
región y que preparó el acuerdo, firmado por los cancilleres en Managua el 20 de
octubre de 1992, sobre la creación de una zona de libre comercio a seis.

En añadidura, con Nicaragua, en agosto de 1992, y con Costa Rica, en abril de


1994, se adoptaron sendos tratados de libre comercio. Ya en el terreno de la
facilitación de conflictos, Salinas fue uno de los denominados "presidentes amigos" del
secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuéllar, en la mediación del
proceso de paz de El Salvador. Así, el Castillo de Chapultepec, en México DF, fue el
escenario elegido para la firma el 16 de enero de 1992 del acuerdo de paz definitivo
entre el Gobierno y la guerrilla salvadoreños. Con Colombia y Venezuela, socios
copartícipes del Grupo de los Tres (G-3), el país azteca resolvió establecer el 13 de
junio de 1994 otra área de libre comercio a partir del 1 de enero de 1995. Y en el
marco de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), se firmaron otro
Tratado de Libre Comercio, con Bolivia, el 10 de septiembre de 1994, y un Acuerdo de
Complementación Económica, con Chile, el 22 de septiembre de 1991. Por otra parte,
Salinas, inaugurando un bienio de gran prestigio internacional, fue el anfitrión en
Guadalajara el 18 y el 19 de julio de 1991 de la I Cumbre Iberoamericana, ámbito en el
que se encontraban todos los países de América Latina más España y Portugal. Un
crecimiento con bases frágiles.

El PIB mexicano creció en el primer cuatrienio de la administración de Salinas


un promedio anual del 3,2%. En 1993 la tasa marcó sólo el 0,4%, en parte debido a
una actuación del Gobierno para impedir el recalentamiento de la economía, pero en
1994 recuperó la pauta anterior. La inflación marcó en 1989 el 19,7%, en 1990
remontó hasta el 30% y en lo sucesivo descendió progresivamente hasta el 7,1%
registrado en 1994, índice sin parangón en 22 años. En este comportamiento positivo
fue instrumental la entrada en vigor, el 1 de enero de 1993, del nuevo peso, que restó
tres ceros a la divisa homónima precedente y que cotizó al tipo fijo de 3,3 unidades por
dólar más una banda de fluctuación. A la bonanza económica y la estabilidad
monetaria se les sumó una negociación con el FMI, la banca comercial y una serie de
gobiernos acreedores para la reestructuración de la deuda externa que produjo
resultados moderadamente positivos. Primer país del continente en abrazar (julio de
1989) el Plan Brady ofrecido por el Tesoro de Estados Unidos, México recortó el
servicio de la deuda por la mitad y hasta 1992 el monto de la misma osciló ligeramente
por encima de los 100.000 millones de dólares, comenzando a crecer luego.

Pero los logros en las luchas contra la inflación y el déficit de las finanzas
públicas (en 1992 el salinismo puso fin a este endémico descubierto por la vía de
emitir deuda pública y obtuvo un espectacular superávit del 3,4%) se cobraron grandes
sacrificios de la población, sobre todo la disminución sistemática del poder adquisitivo
de las clases medias y bajas. Para compensar los bajos salarios, la reforma del ejido y
la supresión de multitud de intervenciones proteccionistas y asistenciales, el Estado
puso en marcha el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), que, financiado con
el producto de las privatizaciones, invirtió 18.000 millones de dólares en
infraestructuras de comunicaciones, servicios sociales, vivienda subvencionada, becas
de estudios y otras ayudas, si bien la oposición no dejó de observar en tal programa la
última campaña de proselitismo y clientelismo del PRI, que afrontaba preocupado las
próximas citas electorales. Otro capítulo en el que el Gobierno Federal tuvo
actuaciones señaladas fue el medioambiental, con medidas contra la contaminación
atmosférica y la degradación urbana en la megalópolis del DF.

En los momentos de mayor optimismo del sexenio salinista por la constatación


de un nuevo milagro económico mexicano (otra etapa calificada de milagrosa había
sido el boom desarrollista fundado en el petróleo en la segunda mitad de los años
setenta, durante el lopezportillismo), varios analistas coincidieron en advertir que el
crecimiento se estaba apoyando sobre bases hueras, ya que la mayoría de los
capitales privados estaban siendo invertidos, no en actividades productivas y
generadoras de riqueza estructural, sino en fórmulas de riesgo financiero pero con alta
rentabilidad así como en instrumentos de deuda pública como los tesobonos (que
garantizaban los pagos en dólares en vez de pesos), creando una peligrosa burbuja
especulativa. Así, en 1992, más de la mitad de los 60.000 millones de dólares en
capital foráneo estaba invertida en la bolsa de valores. La reforma política a remolque
del liberalismo económico.

Cuando tomó posesión del cargo, Salinas, de una manera implícita, y más
tarde, explícitamente, poniendo como ejemplo la malograda experiencia de Mijaíl
Gorbachov en la URSS, precisó que la reforma política, aunque insoslayable, no iba a
efectuarse de manera simultánea y con el mismo énfasis que la reforma económica,
una prelación de la perestroika sobre la glasnost que en medios periodísticos vino a
denominarse la "salinistroika".

Con todo, bajo su mandato se efectuaron cambios de suma importancia en el


sistema político, tras los que quizá existía tanto una sincera voluntad democratizadora
como el deseo de marcarles el terreno a los poderosos caciques y dinosaurios priístas,
actuando contra los aspectos más groseros de sus redes clientelistas y sus abusos de
poder. Para Salinas, estos "viejos revolucionarios" que se oponían a las recetas
liberales y que alertaban contra la liquidación de hecho de la Revolución mexicana
eran más bien unos "nuevos reaccionarios". Los enfrentamientos que sostuvo con la
vieja guardia del partido, así como las intervenciones contra los desafueros de las
mafias político-delictivas, como la apadrinada por el líder del gremio de trabajadores
del petróleo, Joaquín Hernández Galicia, alias La Quina, quien fue detenido en una
espectacular acción policial en enero de 1989 para luego ser condenado a 35 años de
prisión por posesión ilegal de armas, reportaron a Salinas en el primer tramo de su
mandato una innegable popularidad.

El presidente acometió una reforma en profundidad del sistema electoral, y


durante 1989 y 1990 el Congreso aprobó diversas enmiendas a la Constitución así
como el nuevo Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales
(COFIPE). Entre las innovaciones más significativas de esta ley estaban: la creación
del Instituto Federal Electoral (IFE), que relevó a la Secretaría de Gobernación en la
organización y la supervisión de las elecciones; la actualización del padrón y la
emisión de nuevas credenciales de los electores; y, el establecimiento del Tribunal
Federal Electoral (TFE o TRIFE), encargado de resolver sobre impugnaciones y de
sancionar las violaciones de la ley electoral. En 1993 se dio otro paso fundamental con
la aprobación por el Congreso, el 24 de agosto, de una serie de modificaciones del
régimen electoral. Entre otras, se abolió la denominada <i>cláusula de
gobernabilidad</i> y se limitó el máximo de escaños que un partido podía obtener al
65% del total, independientemente del porcentaje de votos. Con ello, se impedía que
un partido en solitario pudiera sacar adelante reformas constitucionales. Asimismo, se
amplió el número de senadores de 64 a 128, cuatro por cada estado. La asignación
del cuarto de ellos al primer partido minoritario de cada estado tenía como objetivo
aumentar la representación no priísta en el Senado.

La disposición de Salinas al diálogo con los actores de la sociedad civil se


expresó en novedades tales como el Pacto para la Estabilidad, la Competitividad y el
Empleo (PECE), suscrito el 20 de octubre de 1992 a modo de actualización del Pacto
para la Estabilidad y el Crecimiento Económico del 12 de diciembre de 1988, y en la
normalización, mediante la reforma de cinco artículos de la Constitución y la
promulgación de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, de las relaciones
con la Iglesia (o las iglesias, no sólo la católica), que fue reconocida como sujeto
jurídico y vio restituidos los bienes raíces que le habían sido expropiados. Una vez
transformado el marco legal, México estableció relaciones diplomáticas con la Santa
Sede el 21 de septiembre de 1992. Con este cambio histórico, que zanjó una situación
arrastrada desde la sangrienta guerra cristera de 1926-1929, el Estado mexicano mutó
su anticlericalismo y su agnosticismo militante por una definición de aconfesionalidad
que salvaguardaba la libertad de cultos y, con algunas condiciones, la enseñanza a
cargo de las congregaciones religiosas.

El PRI perdió su primer gobierno estatal, en Baja California Norte y a manos del
PAN, el 2 de julio de 1989, pero las elecciones legislativas del 18 de agosto de 1991
otorgaron un gran triunfo al partido del presidente, que sacó el 61,5% de los votos y
320 diputados de la Cámara baja; el PAN ganó sólo el 17,7% y el Partido de la
Revolución Democrática (PRD) fundado por Cárdenas, contra todo pronóstico, se
hundió al 8,2%. Estas fueron las primeras elecciones celebradas bajo el COFIPE y,
aunque registraron consistentes denuncias de fraude, fueron sin duda las más
transparentes nunca celebradas en el país. En el potente resurgimiento electoral del
PRI tuvo mucho que ver la, en líneas generales, buena prensa de que entonces
gozaba Salinas. Sin embargo, el otrora omnipotente vástago de la Revolución se
adentraba en su última década en la cima.

El presidente, que ya había cogido la costumbre de destituir a mandos


policiales y sindicales por estar comprados por las mafias de la droga, incluso obligó a
renunciar a tres gobernadores priístas prestando oído a las protestas que la comisión
de flagrantes irregularidades electorales había desatado en sus respectivos estados.
El puñado de escaños que el PRI necesitaba para aprobar las reformas
constitucionales arriba señaladas se lo prestó el PAN, que había obtenido 89 puestos
en la Cámara baja. Ahora bien, la prueba de fuego del reformismo político de Salinas
iba a ser la elección presidencial de 1994. Por de pronto, Salinas no renunció al
procedimiento antidemocrático del dedazo, que era uno de los atributos más
característicos de un sistema tan fuertemente presidencialista como el mexicano.

El tapado de Salinas fue, para desolación de los jefes priístas hostiles a ceder
espacios de poder a la oposición (y, por consiguiente, a perder prebendas y
privilegios), un asesor y protegido desde antiguo, Luis Donaldo Colosio Murrieta, el
joven y muy popular ex presidente del partido y ahora mismo secretario de Desarrollo
Social y responsable del Pronasol, identificado como el principal rostro de la izquierda
del PRI. La designación de Colosio se produjo el 28 de noviembre de 1993, y algo
antes, a finales de marzo, Salinas obtuvo de la XVI Asamblea Nacional del partido,
reunida en Aguascalientes en una atmósfera de intenso debate, la inclusión del
concepto de liberalismo social en el sustrato ideológico de la sexagenaria formación.

En 1992 se tenía la sensación de que Salinas iba a quedar en los anales como
un gran estadista autor de reformas clave, con unos altos niveles de aceptación
popular y que despidió su mandato con unos datos económicos faustos. Esta
percepción comenzó a evaporarse en 1993 y más aceleradamente en el año electoral
de 1994. El 24 de mayo de 1993, el asesinato en un aparatoso tiroteo entre
narcotraficantes del arzobispo de Guadalajara, cardenal Juan Jesús Posada Ocampo,
muy querido por el pueblo por sus valientes y enérgicas denuncias de la corrupción
política y la impunidad con que actuaban las bandas del crimen organizado en el
estado de Jalisco, prologó una cadena de magnicidios que turbó a la sociedad y que
centró la atención.

Para el Ejecutivo de Salinas, la primera borrasca seria empezó a descargar el 1


de enero de 1994, coincidiendo con el comienzo de la aplicación del TLCAN. Ese día
se alzó en armas en el selvático estado de Chiapas el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN), el cual, dirigido por el carismático y enigmático Subcomandante
Marcos, reveló al mundo y al propio México que la euforia liberal del salinismo había
dejado intactos, si no los había acentuado, muy graves problemas característicos del
Tercer Mundo, con la pervivencia de grandes bolsas de pobreza extrema y flagrantes
situaciones de injusticia social en estados olvidados donde los poderes públicos, los
terratenientes y las organizaciones criminales campaban sin arreglo a la ley ni control
de ningún tipo. El presidente apostó primero por acallar a los zapatistas manu militari,
pero pronto cambió de estrategia al comprender que un aplastamiento sin
contemplaciones de Marcos y sus hombres tendría un coste político enorme, a nivel
doméstico e internacional.

El 12 de enero, al cabo de dos semanas escasas de combates que dejaron


varios cientos de muertos y otros tantos millares de heridos entre guerrilleros,
soldados y civiles, así como alrededor de 60.000 campesinos desplazados de sus
hogares, el Ejército inició un precario alto el fuego. El 2 de marzo, el comisario federal
para la Paz y la Reconciliación en Chiapas nombrado por Salinas, Manuel Camacho
Solís, hasta entonces secretario de Relaciones Exteriores del Gobierno, y Marcos
sellaron en San Cristóbal de las Casas con la mediación del obispo local, Samuel Ruiz
García, un acuerdo de principio sobre 34 medidas políticas y económicas en torno al
reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas –que componían la cuarta
parte de la población del estado-, la reforma estatal y la mejora de las condiciones de
vida de los sectores marginados. Hasta el final del mandato de Salinas imperó una
relativa calma en Chiapas, pero los problemas de fondo siguieron intactos por la
escasa voluntad gubernamental de tratarlos. El conflicto chiapaneco, aunque con las
armas acalladas, continuó intacto.

El 23 de marzo, mientras los rescoldos de la sangrienta deflagración bélica


humeaban en la selva Lacandona, México experimentó una segunda y enorme
conmoción con el asesinato a balazos de Luis Donaldo Colosio, nada más pronunciar
un discurso de precampaña, en Lomas Taurinas, Tijuana. El magnicida confeso, un
mecánico de 23 años llamado Mario Aburto Martínez que fue detenido en el lugar del
crimen y que a punto estuvo de morir linchado por la muchedumbre enfurecida,
siempre insistió en que actuó solo, pero la opinión pública se resistió a creer que no
hubiera una conspiración detrás, bien desde el frente de los narcotraficantes, bien
desde el propio PRI. Las primeras miradas acusadoras se dirigieron nada menos que
a Camacho Solís, que había sostenido una dura pugna con el malogrado conmilitón
por la candidatura presidencial y que tras el destape de noviembre de 1993 se había
atrevido, cosa insólita en la historia del partido, a criticar la decisión de Salinas.

Por otro lado, los medios de comunicación recordaron que el 6 de marzo


anterior Colosio, distanciándose de la propaganda del Gobierno, había presentado a
México como un país aún tercermundista en varios aspectos y se había comprometido
a lanzar una vasta reforma política hasta conseguir la equiparación del sistema a las
democracias normales. Colosio fue rápidamente suplido en la candidatura presidencial
por un competente tecnócrata surgido del reformismo salinista que asumió como
suyas las promesas del que había sido su jefe de campaña. Salinas, que encabezó la
guardia de honor que flanqueó el féretro de Colosio en la sede nacional del partido,
prometió que el crimen no quedaría impune. Sin embargo, no consiguió disipar la
sospecha general de que el 23 de marzo algún tipo de complot había sido ejecutado
en Tijuana.

Tras este luctuoso suceso el país se sumió en la crispación y el desasosiego,


mientras cobraban auge los secuestros de empresarios para cobrarles rescate y los
escándalos de corrupción que salpicaban al oficialismo. Por si fuera poco, se reportó el
asesinato de varias personas que, supuestamente, podían poseer información
comprometedora para el poder priísta en relación con el magnicidio, mientras que las
investigaciones policiales entraron en una fase de sospechosa parálisis. Mario Aburto,
no sin correr el extraño rumor, jamás verificado, de una posible suplantación personal
(debido a las aparentes diferencias físicas entre el hombre aprehendido en Lomas
Taurinas y el recluido en prisión a la espera de juicio), quedó como el único encausado
por homicidio doloso; en 1995 el tribunal que le juzgó iba a condenarle a 40 años de
prisión.

Salinas deseaba finalizar su mandato con la satisfacción de haber organizado


unas elecciones generales impecables, así que suscribió un pacto sin precedentes con
los partidos de la oposición para garantizar, de manera definitiva, la limpieza y libertad
de los comicios. Contrariamente a lo que cupiera esperar dadas las circunstancias, el
PRI superó aceptablemente el examen en las urnas del 21 de agosto de 1994, más
teniendo presente que la participación, excepcional, alcanzó del 77,7%, casi 20 puntos
más que en 1988. Zedillo, disociado del salinismo por parte del electorado, ganó con el
50,2% de los votos al panista Diego Fernández de Cevallos y al perredista Cárdenas,
mientras que en las legislativas el PRI perdió 20 diputados. Aunque se detectaron los
habituales procedimientos poco éticos de la maquinaria priísta (uso proselitista de
recursos públicos, empleo abusivo de los medios de comunicación, inducción al voto a
cambio de emolumentos), los observadores internacionales, presentes por primera vez
en un proceso electoral mexicano, así como los nacionales coincidieron en señalar a
Zedillo como el primer presidente elegido sin un fraude de relieve.

Pero a Salinas le iba a estar vedado un traspaso presidencial sin novedad.


Nuevas tempestades aguardaban a la vuelta de la esquina. El 28 de septiembre cayó
asesinado en el DF el secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu,
dirigente del ala reformista del partido, anteriormente gobernador del estado de
Guerrero y a la sazón ex marido de la hermana mayor del presidente, Adriana
Margarita, hasta que el matrimonio terminó en un tumultuoso divorcio en 1978. La
segunda eliminación física en la cúpula priísta en algo más de seis meses no dejó
lugar a dudas sobre que se libraban implacables vindictas en el partido del poder,
donde los sectores más reaccionarios estarían intentando advertir contra la
prosecución de la reforma política por la administración entrante. Tampoco se
descartaba el largo brazo de los capos de la droga, ya que el hermano del asesinado,
Mario Ruiz Massieu, era subprocurador general de la República encargado de la lucha
contra el narcotráfico. Precisamente, Salinas nombró a Mario Ruiz Massieu fiscal
especial jefe para esclarecer la muerte de su hermano. Sin embargo, el 23 de
noviembre, el magistrado dimitió alegando obstáculos insalvables a su trabajo puestos
por personas del PRI.

El 1 de diciembre Salinas terminó su mandato y Zedillo tomó posesión de la


Presidencia. Nadie imaginaba entonces que México estaba a punto de sufrir una de
las crisis más angustiosas de su historia. El 19 de diciembre, informado por Banxico de
que las reservas internacionales en dólares estaban agotándose vertiginosamente al
ritmo de una masiva fuga de capitales especulativos y de cancelaciones de tesobonos
que habían comenzado tras el asesinato de Colosio y tomado un curso acelerado en
noviembre, hasta alcanzar los 24.000 millones de dólares, Zedillo decidió devaluar el
sobrevalorado peso en un 15%, pero el nuevo margen de cotización fue
inmediatamente rebasado, obligando a declarar la libre flotación de la moneda el día
22. Aunque los problemas de iliquidez del tesoro público habían alcanzado un nivel
crítico meses antes del traspaso presidencial, la administración saliente no tomó
ninguna medida contundente antes de recurrir a la devaluación, como podría haber
sido una subida de los tipos de interés –receta ortodoxa que sin embargo habría
resultado altamente impopular- para revertir la crisis.

Hasta las fiestas navideñas, el peso perdió un 60% de su valor, convulsionando


los mercados internacionales -el popularmente conocido como -efecto tequila- y
colocando las finanzas mexicanas al borde de un hundimiento de dimensiones
catastróficas. Sólo un gigantesco plan de salvamento internacional coordinado por el
FMI y capitaneado por la Reserva Federal Estados Unidos, con una inyección de
51.000 millones de dólares, permitió estabilizar el mercado cambiario, pero, eso sí, al
precio de aplicar un draconiano plan de ajuste. La descomunal crisis financiera reveló
crudamente la naturaleza desestructurada y ficticia de buena parte del crecimiento
registrado de los últimos años. El mercado financiero volvió a estabilizarse, pero 1995
iba a cerrarlo México con una recesión económica del 6,9% y una tasa de inflación del
52%, por no hablar de la destrucción o precarización de millones de puestos de
trabajo, de la pérdida de poder adquisitivo por la población y del agravamiento de las
desigualdades sociales.

Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000)

Una trágica carambola, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, proyectó en 1994


a este economista de trayectoria tecnocrática a la candidatura por el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) y, tras ganar las elecciones, a la Presidencia de
México. Obligado a dejar en flotación el peso y a plegarse al socorro internacional
nada más asumir el cargo por la tormenta financiera que le tocó en suerte enfrentar,
Zedillo gobernó seis años decisivos en los que completó la reforma política iniciada por
su predecesor, Carlos Salinas, prolongó la línea económica liberal de austeridad
presupuestaria y desarme arancelario –que enderezó la macroeconomía, pero que no
mejoró la calidad de vida de la población-, y manejó con talante pendular la
insurgencia zapatista en Chiapas. En 2000, la victoria del panista Vicente Fox en los
comicios más limpios y democráticos de la historia de México convirtió a Zedillo en el
último de quince presidentes consecutivos del PRI.

Carlos Salinas de Gortari, también economista de formación, le nombró


secretario, esto es, ministro, de Programación y Presupuesto en sustitución de quien
hasta ahora había sido su superior, Pedro Aspe Armella. Como tal, Zedillo se encargó
de ejecutar las directrices de austeridad en los gastos del Estado prescritas por el FMI
y asumidas por Salinas como parte de su ambicioso programa de reformas liberales
en la estructura de la economía, y también participó en el diseño de las políticas de
desarrollo y del Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL), encaminado a paliar
el coste de las reconversiones en el terreno social.

En enero de 1992 Salinas le puso al frente de la Secretaría de Educación


Pública, donde emprendió una profunda reforma de la educación preescolar, primaria
y secundaria que quedó plasmada en el Acuerdo Nacional para la Modernización de la
Educación Básica (ANMEB), presentado a la opinión pública en el mes de mayo. En
noviembre de 1993 el designado candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio
Murrieta, con quien compartía una visión democratizadora del sistema político, nombró
a Zedillo coordinador general de su precampaña electoral. Colosio fue asesinado el 23
de marzo de 1994 durante un mitin en Tijuana y seis días después, con el país
conmocionado por el magnicidio, el PRI se decantó por Zedillo como el nuevo
postulante del oficialismo. Hombre con una imagen de servidor público competente,
inteligente y honesto, pero un tanto gris y sin gancho, su ubicación en los círculos de
Colosio y Salinas se interpretó entonces como una garantía para la continuidad de las
reformas impulsadas durante el sexenio que tocaba a su fin.

En las elecciones del 21 de agosto de 1994, Zedillo, sin sorpresas, se hizo con
la victoria por delante de Diego Fernández de Cevallos, del conservador Partido
Acción Nacional (PAN), y Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, del centroizquierdista
Partido de la Revolución Democrática (PRD, formado por escindidos del PRI), quien ya
lo había intentado en julio de 1988, cuando se enfrentó y, posiblemente también,
superó en votos a Salinas, salvo porque la tristemente célebre caída del sistema
truncó de manera fraudulenta la que habría podido ser la primera alternancia política
desde el final de la Revolución. Aunque el 50,2% de votos sacado ahora por Zedillo
era el más bajo porcentaje registrado por un candidato priísta en los 65 años de vida
del partido, los comicios registraron una participación también excepcional, del 77,7%,
casi 20 puntos más que en 1988.

El 1 de diciembre de 1994 Zedillo inauguró su mandato sexenal como, según


opinaban casi todos los observadores nacionales y extranjeros, el primer presidente
del PRI elegido sin el concurso decisivo de los tradicionales procedimientos de fraude.
Aunque la legitimidad democrática de Zedillo no se cuestionaba, era imposible ignorar
la detección del largo brazo de la maquinaria priísta, como el uso proselitista de
recursos públicos, el empleo abusivo de los medios de comunicación y la inducción al
voto a cambio de estipendios en los ámbitos clientelistas. Ahora bien, el PRI de 1994
ya no era el partido hegemónico que durante más de medio siglo había manejado los
mecanismos representativos de la democracia formal a su capricho; tal condición
había empezado a cambiar en las elecciones de 1988, y ahora el PRI debía
conformarse con ser sólo un partido predominante o mayoritario.

El 19 de diciembre Zedillo no había cumplido su tercera semana de trabajo en


la Residencia Oficial de Los Pinos cuando le salió al paso una de las sorpresas más
desagradables nunca encajadas por un presidente recién inaugurado en cualquier país
del mundo, aunque los nubarrones que presagiaban la tormenta ya llevaban un tiempo
desprendiendo chispas. Aquel día, advertido por BANXICO de que las reservas de
dólares se estaban agotando a toda velocidad en el vano intento de sostener al
sobrevalorado peso, objeto de agresiones en el mercado cambiario, el presidente
aprobó una devaluación monetaria del 15% que sin embargo fue invalidada de
inmediato por la dinámica del mercado libre. Lo que se reveló, en toda su crudeza, fue
una gravísima crisis financiera provocada por el embarque masivo de capitales
especulativos, iniciado tras el asesinato de Colosio y acelerado en las últimas
semanas, que totalizó los 24.000 millones de dólares. El peso, puesto en flotación el
día 22, cayó en barrena y hasta el final de año perdió el 60% de su valor,
convulsionando los mercados internacionales -el popularmente conocido como -efecto
tequila- y situando al sistema financiero mexicano al borde de la quiebra.

La catástrofe pudo ser evitada gracias a un apresurado plan de salvamento


internacional, el cual, coordinado por el FMI y capitaneado por el Tesoro de Estados
Unidos, inyectó desde el 21 de febrero 51.000 millones de dólares a cambio de un
drástico plan de austeridad consistente en la subida de los impuestos indirectos y las
tarifas de los servicios públicos, así como la contención de los salarios por debajo de
los nuevos precios. La condición más extrema y dolorosa que le impuso Washington al
Estado mexicano a cambio de la gigantesca contingencia crediticia fue el depósito
como garantía de pago en un banco estadounidense de los 7.000 millones de dólares
ingresados anualmente por las ventas petroleras, toda una hipoteca sobre el florón de
la producción nacional.

El sistema financiero volvió a estabilizarse, pero 1995 lo cerró México con una
recesión económica del -6,9% del PIB y una tasa de inflación del 52%. Además, la
restauración del orden financiero condujo a la destrucción o la subcontratación de
millones de puestos de trabajo, a una pérdida masiva de poder adquisitivo de la
población y al crecimiento de las rentas más elevadas. Con un 40% de la población
por debajo del umbral de la pobreza y al menos otro 25% en sus límites, México
acentuó su condición como uno de los países con más desigualdades sociales de
América Latina. Claro que el presidente, combinando deseos de solvencia y prurito
nacionalista, dispuso lo necesario para lograr la rápida y completa amortización del
préstamo de emergencia: el último tramo, intereses incluidos, fue reembolsado el 15
de enero de 1997, tres años antes del plazo establecido.

Superada la tormenta monetaria, y con inusitado vigor, pues 1996 iba a


registrar una tasa de crecimiento del 5,1% con una inflación disminuida al 28%,
Zedillo, comedido y disciplinado, se concentró en una empresa no menos formidable:
el cumplimiento de sus promesas de democratización del Estado y la sociedad sin
poner en peligro la unidad del propio PRI, que se resistía a librarse de obsolescencias
y a permitir que otros partidos y organizaciones sociales ocuparan espacios de
participación en la esfera pública, celosamente salvaguardados con pretensión
patrimonial.

Al llegar a la Presidencia, Zedillo se había comprometido a proseguir con las


reformas electorales, y por tanto centró sus esfuerzos en asegurar la transparencia de
los comicios y la completa imparcialidad del IFE. La primera concreción de este
objetivo fue el pacto Compromisos para el Acuerdo Político Nacional, suscrito el 17 de
enero de 1995 por el PRI, el PAN y el PRD más el Partido del Trabajo (PT), esto es,
los cuatro partidos representados en el Congreso, con el fin de promover el diálogo
político para conducir una reforma electoral definitiva y solucionar el problema
sempiterno de los conflictos poselectorales.

Esta modernización decisiva de las reglas de participación en democracia


quedó consagrada, en una manifestación de consenso partidista que no tenía
precedentes, el 31 de julio y el 1 de agosto de 1996 con la aprobación unánime por las
dos cámaras del Congreso de la reforma de 19 artículos de la Constitución. El PRI
asumió la reforma en su XVII Asamblea Nacional, celebrada del 20 al 22 de
septiembre del mismo año, ocasión en la que el partido ratificó de paso su compromiso
social y revolucionario, planteándose la necesidad de un cambio "en el asfixiante
modelo económico neoliberal", el mismo que, paradójicamente, venía aplicando Zedillo
por pregonados motivos coyunturales pero que en realidad era una fiel prolongación
de la línea trazada por Salinas y antes que él ya esbozada por de la Madrid. Con todo,
la doctrina de "liberalismo social" acuñada por el ahora demonizado y autoexiliado
Salinas –al que Zedillo se negó a defender cuando estalló el escándalo de la detención
y encarcelamiento de su hermano, Raúl Salinas, acusado de estar involucrado en el
asesinato de Ruiz Massieu-, fue removida de la declaración ideológica del partido.

La crisis interna de la formación nacida en 1929 con el nombre de Partido


Nacional Revolucionario, iniciada con las convulsiones del período salinista (debate
ideológico en torno al modelo económico liberal, resistencias de los sectores
tradicionalistas, alzamiento indígena en Chiapas desde el 1 de enero de 1994,
magnicidios de Colosio y Ruiz Massieu) y prolongada desde que Zedillo dejara claro
que no estaba dispuesto a gobernar bajo presiones, se vio agravada con motivo de las
elecciones legislativas federales y estatales del 6 de julio de 1997, las primeras
celebradas bajo la nueva normativa. En aquella ocasión, por primera vez en su
historia, el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados con el 38,8% de
los votos y 239 escaños, 59 menos que en la legislatura anterior, así como los
gobiernos de Querétaro y Nuevo León, que pasaron a manos del PAN y que se
sumaron a los que la agrupación derechista ya poseía en Guanajuato, Jalisco,
Chihuahua y Baja California.

El oficialismo se aseguró, con 76 escaños, la mayoría absoluta en el Senado,


pero perdió la mayoría de dos tercios necesaria para aprobar modificaciones
constitucionales sin apoyos externos. El gran vencedor de la jornada fue el PRD, cuyo
líder, Cárdenas, arrasó con el 47,6% de los votos en las primeras elecciones a la
jefatura de Gobierno del Distrito Federal, centro de poder muy importante por el peso
demográfico, político y económico de la capital. Zedillo, confrontado a esta insólita
cohabitación en la Ciudad de México, se apresuró a felicitar a Cárdenas y añadió que
en lo sucesivo "ya nadie podrá tachar al PRI de ser un partido de Estado".
Ciertamente, los comicios de 1997 permitieron apreciar la articulación de un nuevo
sistema en el que la competitividad partidista era real y lo que antaño era inimaginable,
la alternancia en el poder federal, un supuesto posible.

La delicada situación social en algunos estados, alimentada por los abusos


cometidos por los gobernantes locales del PRI, obligó a intervenir a Zedillo. Así, en
1996 forzó las dimisiones del gobernador de Nuevo León, Sócrates Rizo García, tras
protagonizar un escándalo de corrupción, y del gobernador de Guerrero, Rubén
Figueroa Alcocer, por intentar ocultar el asesinato de 17 campesinos por las fuerzas
de seguridad en la localidad de Aguas Blancas en junio de 1995. Pero fue el heredado
conflicto en Chiapas, ahora extendido a otros estados del sur, con su complejo cuadro
de insurgencia armada, reivindicaciones indígenas de autogestión y reparación
socioeconómica, y monopolio de las estructuras productivas y de poder por la
oligarquía priísta, el problema más acuciante. Zedillo abordó este conflicto aplicando
una política del palo y la zanahoria.

Tras fracasar las negociaciones con el Ejército Zapatista de Liberación


Nacional (EZLN), el 9 de febrero de 1995, poniendo fin a la tregua vigente desde el 12
de enero de 1994, el presidente ordenó al Ejército cercar la selva Lacandona y
capturar al líder de la revuelta, el carismático y enigmático Subcomandante Marcos, al
que de paso intentó desacreditar revelando a la opinión pública su supuesta identidad
(la de un antiguo profesor universitario llamado Rafael Sebastián Guillén Vicente), pero
cinco días después mandó detener las operaciones. El 21 de abril, representantes del
Gobierno y la guerrilla reanudaron las conversaciones en el pueblo de San Andrés
Larráinzar sobre la base de las demandas planteadas por la última, las cuales
condujeron desde septiembre de ese año hasta febrero de 1996 a una serie de
compromisos puntuales de aplicación incierta. Los denominados Acuerdos de San
Andrés sobre Derechos y Cultura Indígenas, firmados el 16 de febrero de 1996,
quedaron en papel mojado cuando la guerrilla acusó al Gobierno de hacer del texto
una interpretación unilateral y no ajustada al espíritu que lo había impulsado.

El rechazo del Gobierno federal a la iniciativa de ley de la Comisión


parlamentaria de Concordia y Pacificación (COCOPA), relativa precisamente a los
derechos de los indígenas, más la negativa de Zedillo a conceder cualquier
menoscabo de la autoridad federal en el territorio controlado por el EZLN, el cual se
aprestaba a crear unas instituciones autónomas de base popular, propiciaron la
reproducción de los enfrentamientos armados. Quedó configurada así una dinámica
oscilante entre el diálogo y la represión que dejó en suspenso cualquier desenlace
negociado.

Zedillo fundamentó su reluctancia a los Acuerdos de San Andrés en la


posibilidad de que las reformas legales se tradujeran en enmiendas constitucionales,
lo que podría dar pie, en su opinión, a reivindicaciones de tipo independentista. Sin
embargo, siempre cundió la sensación de que el mandatario no tenía ninguna voluntad
de reconocer las verdaderas raíces del conflicto ni de terminar con los atropellos de los
caciques locales. A la presión policial contra los conatos de autogobierno indígena
siguieron, el 22 de diciembre de 1997, el asesinato por paramilitares puestos a las
órdenes del PRI local en la comunidad de Acteal de 45 indios tzotziles pertenecientes
a un grupo pacifista católico simpatizante del EZLN, y, en junio de 1998, nuevos
combates entre el Ejército y los zapatistas, con el saldo de una decena de muertos,
espasmo de violencia que obligó a Zedillo a realizar el día 13 una visita de inspección.
La matanza de Acteal en particular desató una cascada de críticas sobre Zedillo, cuya
autoridad sobre los sectores más reaccionarios de su partido quedó en entredicho.

En Guerrero y en otros estados del sur comenzó sus actividades en agosto de


1996 un Ejército Popular Revolucionario (EPR), insurgencia de menor entidad pero de
discurso más radical que para unos tenía inspiración maoísta y para otros se trataba
de una criatura de oscuros potentados del PRI interesados en desestabilizar el orden
público y desacreditar a los movimientos sociales.

Las dinámicas de integración económica guiaron, como en la mayoría de los


países latinoamericanos, el hacer exterior de Zedillo, que se caracterizó por un
equilibrio entre el pragmatismo liberal y la continuación de la línea diplomática nacional
que durante décadas habían practicado las administraciones priístas, la cual se ceñía
a principios como el respeto de la soberanía nacional de los estados y la reserva de
independencia para tender puentes de cooperación con cualquiera de ellos, si bien
esta última característica había tenido más relevancia en el pasado, cuando el sistema
internacional se ajustaba al rígido esquema de los bloques ideológicos en el eje Este-
Oeste y cobraba plena significación la vía tercerista impulsada por los países no
alineados.

Así, por un lado, Zedillo alentó el buen entendimiento con Estados Unidos, país
socio dentro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y que
concentraba él solo las tres cuartas partes de todas las transacciones comerciales de
México. En 1998 el 76% de las exportaciones y el 70% de las importaciones
mexicanas tuvieron a Estados Unidos como destino y origen; su valor sumó los
187.000 millones de dólares, cifra que suponía un incremento del 120% con respecto a
1993, el año previo a la entrada en vigor del TLCAN. La tendencia siguió creciendo
con rapidez hasta el final del sexenio zedillista, sobre todo en las exportaciones,
consolidando a México, colocado ya por delante de Japón y China, como el segundo
socio comercial de Estados Unidos después de Canadá. Los bajos costes salariales
de México propiciaban fuertes inversiones empresariales de los socios del norte,
fundamentalmente en el sector de las maquiladoras o empresas de ensamblaje de
productos destinados a la exportación, pero los críticos de la integración comercial
apuntaron los riesgos que entrañaría para la economía nacional una recesión en
Estados Unidos.

Zedillo realizó en el vecino norteño su primer desplazamiento al exterior como


presidente titular, el 10 de diciembre de 1994, con motivo de la I Cumbre de Las
Américas que tenía lugar en Miami, y su homólogo estadounidense, Bill Clinton,
devolvió la visita el 7 de mayo de 1997. En este encuentro los mandatarios firmaron un
pacto de cooperación para la lucha contra el narcotráfico, compromiso sin precedentes
que apaciguó sólo parcialmente las desconfianzas suscitadas en el Congreso de
Estados Unidos sobre la capacidad del Estado mexicano para combatir esta industria
delictiva, pese a las espectaculares detenciones de capos y su extradición a la justicia
estadounidense. Estas exigencias persistentes, más el endurecimiento de la
legislación sobre el control de la inmigración, dieron pie a recriminaciones mutuas y a
algunos desencuentros diplomáticos. Zedillo, los ministros del Gobierno y los
congresistas del PRI tampoco dejaron de criticar el endurecimiento de las sanciones y
de reclamar el levantamiento del bloqueo a Cuba, aunque el presidente sometió a
revisión la tradicional política mexicana de "entendimiento" con la isla caribeña, que
anteriormente había supuesto un alivio para el régimen comunista de Fidel Castro
mientras era acosado por Estados Unidos y boicoteado por casi todos los países de
América Latina.

Así, Zedillo reaccionó con desagrado ante determinados comentarios irónicos


del presidente cubano sobre el acercamiento de México al Norte rico, a costa,
supuestamente, de aflojar los lazos tradicionales con los países menos desarrollados
al sur de sus fronteras y culturalmente hermanos. En los últimos años del sexenio, el
Gobierno mexicano instó a su homólogo cubano a introducir mayores cotas de
democracia y de libertad en la isla. Zedillo llegó a tildar implícitamente al sistema
castrista de dictadura, reconvención política sin precedentes que dejó atónitos a los
dirigentes de La Habana. A diferencia de sus cuatro predecesores en el cargo desde
1975, Zedillo no viajó a Cuba fuera de un evento multilateral como fue la IX Cumbre
Iberoamericana, en noviembre de 1999, donde no se privó de exhortar críticamente a
los anfitriones.

Para compensar la creciente dependencia económica de Estados Unidos, el


Gobierno de Zedillo prosiguió con el hilvanado de una red de tratados de libre
comercio (TLC) bilaterales. El Acuerdo de Complementación Económica suscrito con
Chile en septiembre de 1991 dio paso el 17 de abril de 1998 a un TLC que entró en
vigor el 1 de agosto de 1999; el 1 de enero de 1995 entraron en vigor los TLC
adoptados con Costa Rica el 5 de abril de 1994 y con Bolivia el 10 de septiembre
siguiente, y el 1 de julio de 1998 le tocó el turno al establecido con Nicaragua; mientras
tanto, continuaron las negociaciones con Panamá, Perú, Ecuador y, ya en el plano
multilateral, con Honduras, Guatemala y El Salvador. Con estos tres países, que
forman el denominado Triángulo Norte Centroamericano, México adoptó el
consiguiente TLC el 29 de junio de 2000, que para el país norteamericano no iba a
entrar en vigor hasta el 14 de marzo de 2001.

Estos tratados bilaterales, que se sumaron al alcanzado en el seno del G-3


(con Colombia y Venezuela) en septiembre de 1990 y cuya aplicación comenzó el 1 de
enero de 1995, subrayaron la diversificación de los tratos comerciales mexicanos, si
bien su importancia real era relativa (menos, tal vez, los firmados con Chile y el G-3),
dado que el volumen del comercio del país con el conjunto de América Latina era
mínimo, no superando el 5% del total de sus intercambios. Además, sus ventajas
arancelarias iban a ser subsumidas en procesos multilaterales de mayor alcance,
cuando entraran en servicio el área de libre comercio entre el G-3 con Centroamérica,
en 2003, y el Área de Libre Comercio de Las Américas (ALCA), que afectaba a todo el
continente y cuya fecha de arranque era 2005.

En una línea de verdadero diálogo político se inscribió el acuerdo de libre


comercio con la Unión Europea (UE), firmado por Zedillo en Lisboa el 23 de marzo de
2000. Aprobado el 24 de noviembre de 1999 y tratándose de hecho del capítulo
comercial del más ambicioso Acuerdo de Asociación Económica, Concertación Política
y Cooperación -firmado el 8 de diciembre de 1997 y en vigor el 1 de octubre de 2000-,
el documento de Lisboa pronosticaba siete años de trabajos hasta completar el
desarme arancelario: éste comenzaba el 1 de julio de 2000 y debía culminar en 2003
por lo que respectaba a la UE y en 2007 en el caso de México.

Ahora bien, a nadie escapaba el dato de que el comercio de la UE con el país


azteca había crecido desde 1993 a menos de la mitad de la velocidad con que lo había
hecho el comercio con el TLCAN. Además, se trataba de volúmenes muy reducidos:
en 1998 el comercio de México con todos los países de la UE suponía el 4% de las
exportaciones y el 8% de las importaciones, lo que no representaba más que el doble
del comercio realizado sólo con Canadá. La voluntad de México de acercarse al viejo
continente durante los años de Zedillo, incluyendo la cooperación en temas tan
extraeconómicos como los Derechos Humanos y la democracia, quedó
suficientemente expresada en la entrada en el Consejo de Europa como observador
permanente, el 1 de diciembre de 1999, compartiendo este estatus de excepción con
Estados Unidos, Canadá y Japón.

Zedillo fue también el inspirador de la cumbre internacional especial contra la


droga que del 8 al 10 de junio de 1998 reunió a una treintena de jefes de Estado y de
Gobierno en la sede de Naciones Unidas en Nueva York, y participó en las cumbres
anuales de la Cooperación Económica de Asia-Pacifico (APEC), la Comunidad
Iberoamericana y el Grupo de Río, cuya decimotercera edición presidió en México DF
el 28 y 29 de mayo de 1999.

De cara a las elecciones generales del año 2000, que se anticipaban como las
más trascendentes en la historia reciente de México, el 4 de marzo de 1999, en el 70º
aniversario de la fundación del partido, Zedillo anunció un proceso de primarias en el
PRI para la designación del candidato a la Presidencia. La elección interna ponía fin al
histórico dedazo, la designación inapelable por el presidente saliente del aspirante a
sucederle. A continuación, el 30 de abril, el Consejo Político Nacional (CPN) del PRI
eligió por sufragio secreto a José Antonio González Fernández y a Dulce María Sauri
Riancho presidente del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) y secretaria general del
partido, respectivamente. Sus mandatos estaban limitados en el tiempo, siendo su
único cometido, y no baladí, organizar el inédito proceso de primarias. González,
identificado como uno de los dignatarios más próximos a Zedillo, a quien venía
asistiendo como secretario de Trabajo y Previsión Social, se había quedado como el
único candidato a presidir la máxima instancia ejecutiva del partido después de que los
demás aspirantes, con Rodolfo Echeverría Ruiz a la cabeza, se retiraran alegando
falta de equidad en el proceso de selección.

El 17 de mayo el CPN definió las bases del procedimiento de elección del


candidato presidencial: podrían votar a los precandidatos que se inscribieran no sólo
los militantes del partido, sino también todo ciudadano mexicano mayor de 18 años. La
apertura del proceso era, por tanto, total. Así las cosas, el 7 de noviembre de 1999 se
midieron en las urnas priístas cuatro precandidatos. El vencedor, con un avasallador
90% de los sufragios, fue Francisco Labastida Ochoa, antiguo gobernador de Sinaloa
y varias veces ministro del Gobierno Federal desde el sexenio delamadridista, siendo
su último cargo la Secretaría de Gobernación (Interior), oficina cuyo titular era
habitualmente considerado el hombre más poderoso del Ejecutivo luego del propio
presidente.
Aunque Zedillo se había comprometido a mantener una estricta neutralidad y a
no manifestar preferencia por candidato alguno, resultó evidente que el inquilino de
Los Pinos apostó por el caballo ganador. Más aún, los rivales de Labastida –Roberto
Madrazo Pintado, Humberto Roque Villanueva y Manuel Bartlett Díaz- no dudaron en
acusarle de ser el "elegido" del aparato presidencial y, por tanto, el beneficiario de
múltiples recursos de partida. Aunque esta queja colectiva ponía el dedo en la llaga del
favoritismo más o menos disimulado de Zedillo, no podía pretender arrojar sombras de
ilegitimidad sobre una elección cuya validez democrática avalaba el voto de casi 10
millones de mexicanos. En cualquier caso, la campaña de las primarias, muy
disputada y bronca, exteriorizó con crudeza la lucha de banderías que se libraba en el
PRI.

Con este ejemplo de democracia interna Zedillo esperaba convencer al


electorado nacional de que el PRI seguía siendo la fuerza política más capacitada para
solucionar los problemas del país, teniendo además presente que la economía
proseguía su buen rumbo. Sin embargo, pesaron más el profundo deseo de cambio
del electorado y la escasa convicción de Labastida, visto como el paradigma del oficial
reformista del PRI pero falto de carisma y supuestamente débil ante las presiones de
los sectores conservadores. Tras tantas décadas de poder monocolor, había llegado el
momento de la alternancia en México. En la jornada del 2 de julio de 2000 el candidato
priísta cayó derrotado con el 36,1% de los votos frente el hombre del PAN, Vicente
Fox Quesada, anterior gobernador de Guanajuato, quien obtuvo el 42,5%.

El resultado fue rápidamente reconocido por Zedillo, que llamó a una transición
ordenada y ofreció su colaboración al presidente electo, con el que se reunió a las
pocas horas de conocerse el desenlace electoral. Las felicitaciones internacionales se
dirigieron a Fox, pero también a Zedillo, por haber hecho posible un proceso electoral
transparente y libre de los habituales episodios de fraude institucional. En opinión del
ex presidente estadounidense Jimmy Carter, observador in situ, las elecciones habían
sido "casi perfectas".

Las consecuencias de la debacle priísta no se hicieron esperar. Los


dinosaurios de la vieja guardia del partido, cuyo ascendiente había quedado muy
malparado con las medidas aperturistas, arremetieron contra el mandatario saliente, al
que hicieron responsable de un "error histórico" que, no obstante, remontaron hasta
principios de los años noventa, cuando Salinas abrió las puertas de par en par al
liberalismo económico. La celeridad con que Zedillo había concedido la victoria a Fox
produjo un malestar añadido entre sus conmilitones.

El 4 de julio Dulce María Sauri, ahora mismo presidenta del partido, y la


Comisión Directiva en pleno renunciaron a sus cargos "por dignidad", pero al día
siguiente, el CEN, reunido en sesión de urgencia, rechazó las dimisiones. El 6 de julio,
Zedillo, saliendo al paso de las numerosas voces que le exigían la asunción de
responsabilidad por lo sucedido, emitió un comunicado por el que se desvinculaba del
conflicto interno del partido, a cuyos miembros instaba a reconocer la derrota y
animaba a hacer una importante "introspección" para aprender las oportunas lecciones
y encarar positivamente el futuro. El siguiente mazazo a un partido que parecía
tambalearse fue la victoria cosechada en Chiapas por el candidato conjunto de la
oposición, Pablo Salazar Mendiguchía, en las elecciones gubernamentales del 20 de
agosto. El 1 de septiembre, en su último discurso a la nación desde el estrado del
Congreso, Zedillo afirmó sentirse satisfecho porque bajo su mandato México hubiera
"completado su camino hacia la democracia", expresión que equivalía a reconocer que
hasta ahora el país no había gozado de una democracia homologada. El 1 de
diciembre hizo cesión de la banda presidencial a Fox en una ceremonia que contó con
una nutrida representación internacional.

Ahora mismo, la situación económica que legaba Zedillo no podía ser más
disímil de la que había heredado seis años atrás: 2000 cerró con un crecimiento del
PIB del 7%, tasa que duplicaba la registrada el año anterior, y una inflación del 9,5%,
el índice más bajo de todo el sexenio. El peso estaba estabilizado con respecto al
dólar, BANXICO había aumentado sus reservas monetarias y el descenso de los
ingresos petroleros debido a los bajos precios del barril de crudo había sido
compensado en parte con el relanzamiento de las exportaciones no petroleras. A
modo de balance, durante el mandato de Zedillo la economía mexicana había crecido
un promedio del 3,4% anual, la inflación media anual había sido el 23% y, dato muy
revelador sobre el grado de apertura e integración global de la economía, el comercio
exterior había pasado de representar el 12% del PIB a comienzos de 1994 al 42% a
finales de 2000.

La satisfacción general por el pacífico cambio de régimen se reflejaba en las


encuestas de opinión, que concedían al presidente saliente un índice de popularidad
del 60%, mérito del que no podían alardear sus inmediatos predecesores. Ahora bien,
numerosos y abrumadores déficits sociales quedaban intangibles; por decirlo
sintéticamente, existía una flagrante asimetría entre el desarrollo económico que
reflejaban las cifras oficiales y el desarrollo humano que analizaban sin discurso
autocomplaciente las ONG y los movimientos sociales.

Zedillo también se despidió con la mácula, y no pequeña, de una serie de


operaciones financieras irregulares, como la montada para rescatar de la quiebra al
Fondo Bancario de Protección al Ahorro (FOBAPROA), que incluyó convertir en deuda
pública las obligaciones financieras contraídas por el Estado con los depositarios de
fondos afectados por la crisis de 1994, y el presunto flujo de dinero desde Petróleos
Mexicanos (PEMEX) hasta la campaña electoral de Labastida (en mayo de 2003 el
IFE, tras comprobar la veracidad de esta denuncia, iba a imponer al PRI el pago de
una multa -al cambio- de 100 millones de dólares). Las sospechas de manejos ilícitos
apuntaron incluso al entorno familiar del propio mandatario, pero nada se sacó en
claro, no dando a la justicia motivos para intervenir. En 1998, por ejemplo, se produjo
un pequeño escándalo cuando un hermano del presidente, Rodolfo Zedillo, reconoció
haber firmado un negocio inmobiliario con personas que resultaron ser testaferros del
ya fallecido narcotraficante Amado Carrillo Fuentes, quien fuera jefe del cartel de
Juárez.

El anterior presidente mexicano mantiene en la actualidad una agenda


internacional muy rica. Es miembro de los consejos de administración de las
corporaciones Procter & Gamble, Union Pacific y ALCOA, y asesor de Daimler-
Chrysler y Coca-Cola. Columnista regular en la revista Forbes, ha adquirido además el
perfil de experto colaborador en altos organismos internacionales. Asimismo, está
activo en el Club de Madrid y el Consejo InterAcción, dos foros de encuentro, debate y
reflexión reservados a ex presidentes y primeros ministros de todo el mundo, amén de
pertenecer al Consejo Asesor de la Initiative for Policy Dialogue (IPD) de la
Universidad de Columbia.

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

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