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Devocional: Gritos de esperanza

Salmo 91,15

Cuando me llame, le responderé y estaré con él en su angustia; lo libraré y lo llenaré


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de honores,

Isaac, uno de los seis mineros atrapados desde hacía ya catorce días, tomó lo que sintió
era su última bocanada de aire y gritó con todas sus fuerzas. Sus colegas perseguían en
silencio el rastro del bramido atravesando los 500 metros que los separaban de la
superficie, con la esperanza de que esta vez alguien los escuchara. Pero no hubo
respuesta. Isaac y sus amigos se acomodaron para dormir en la estrechez que les salvó la
vida, abrigados solo por el espíritu de solidaridad que los animaba. Al día siguiente se
repartieron las últimas raciones de alimento, y al otro sorbieron las últimas gotas de
agua. Al tercer día, la complicidad de cruzar juntos el portal de su destino, los
hermanaba aún más. De pronto, el sonido de un taladro que se abrió lugar cerca de ellos,
rompió el silencio de la resignación y abrió el camino de la esperanza. 24 horas después,
todos los mineros estaban a salvo en la superficie. Mientras Isaac y sus amigos
abrazaban a sus familiares, uno de los rescatistas dijo a la prensa que tres días antes se
habia dado la orden de cancelar las labores de rescate, pero justo antes de comenzar a
retirar la maquinaria, el equipo registró las ondas de lo que parecía ser un grito
proveniente de algún lugar a 500 metros de profundidad y se retomaron las acciones con
muchas más diligencia. Luego se supo que las ondas que el equipo captó, fueron del
grito que Isaac exclamó con todas sus fuerzas.

Como Isaac, muchos hemos gritado desde las profundidades más insondables de nuestra
existencia, desde el fondo al que alguna desavencia nos ha empujado, sepultando
nuestras esperanzas y ahogando nuestra fe. Pero desde ahí, desde el lugar de nuestra
sepultura, podemos intentar una vez más gritar, llamar sin darnos por vencido, porque
hay quien dice: “Cuando me llames, yo responderé y estaré contigo en la angustia”. Es
cierto, cuando estamos en el fondo del abismo, gritar podría parecer inútil, pero no lo
fue para Isaac, y no lo es para nosotros. Clamar a viva voz en medio del dolor, es
romper el silencio, como el Cristo de la cruz clamó desde la cruz: ¡Dios mío!, ¡Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado? No porque había perdido la fe en su Padre, sino,
porque es precisamente ahí, en el dolor, donde la fe legítima grita y clama, porque sabe
que su clamor encontrará respuesta, y que su salvador “vendrá y lo llenará de honores”.

José L. Verdi

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