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Se ha escrito mucho sobre la ópera.

En esta literatura sobreabundante


pueden distinguirse dos corrientes principales. La primera, compuesta
por obras puramente descriptivas y anecdóticas que evocan la actividad
de las grandes y de las menos grandes escenas líricas, que cuentan la
vida y los milagros de las estrellas del canto y en ocasiones de los
compositores especializados. La otra trata de exponer, mediante estudios
generales o parciales, la evolución orgánica de un género a través de la
presentación de la vida de las formas, por ejemplo el desarrollo de la
obertura: la estructura del aria, de las armonías, la elaboración del
recitado; bajo la influencia del wagnerismo la literatura sobre ópera se
dedicó también a subrayar las complejas relaciones entre el texto y la
música, del elemento dramático y el elemento musical, con la
preocupación fundamental de ir a buscar al pasado ejemplos que
ilustraran la verdad de las tesis wagnerianas.
Sólo en esta segunda corriente se encuentran a veces escritos de un valor
científico inestimable sobre la historia la ópera. Pero tanto una como la
otra merecen que las tomemos en consideración tanto por sus méritos
como por sus debilidades, ya que ilustran dos maneras de concebir la
ópera que nos permiten valorar lo que la ópera ha sido para los hombres
de las sociedades pasadas y lo que es aún hoy para nosotros.
La concepción musicológica se refiere a la ópera como una obra de arte
mientras que la concepción anecdótica sólo ve en ella un
entretenimiento. Si esta concepción -que no hacía más que prolongar
escritos periodísticos bajo la forma de obras seudocientíficas- goza
todavía hoy de una relativa audiencia es porque refleja una realidad cuya
evidencia no siempre ha sido suficientemente tenida en cuenta: en el
siglo XIX la ópera fue ante todo un arte de' masas; con la novela por
entregas fue quizás la primera creación cultural verdaderamente
comercializada de la época contemporánea. Un arte de consumo al que
debía oponerse también en música un arte de creación.
El fenómeno quedó oculto por el hecho de que la ópera era la
prolongación de un género que tenía un pasado glorioso, una tradición;
el equívoco surgió y se mantuvo hábilmente, gracias a lo cual este arte
de consumo se benefició del prestigio que el arte de creación adquiriera
en los siglos anteriores. De cualquier modo, la ópera fue siempre un
entretenimiento. En su origen, a principios del siglo XVII, era una fiesta
cortesana, una fastuosa diversión ofrecida por un príncipe para exhibir
su magnificencia. Incluso cuando se hizo accesible a un público de pago,
se siguió desarrollando bajo la protección de los reyes y de los príncipes
hasta el final del siglo XVIII; seguía siendo para ellos la más prestigiosa
manifestación de la pompa y del lujo; con su maquinaria, sus múltiples
decorados, sus solistas, sus coros, sus bailarines, su orquesta, si existía la
ópera era gracias a su pecunio y bajo su protección. No cabe duda de que
muy pronto se convirtió en el pasatiempo de las sociedades urbanas,
pero los aristócratas y los burgueses que, al alquilar, sus palcos por
temporadas o al comprar sus plazas para las representaciones no
reservadas a la corte, contribuían a la financiación del espectáculo, se
contentaron durante mucho tiempo con aquello que divertía al rey: las
intrigas de capa y espada, los artificios de la mitología, la nobleza de
sentimientos, la pompa, el fasto.
Es ejemplar a este respecto el caso de Lully. Cortesano, bufón y
superintendente de la música del rey, en 1672 obtuvo de Luis XIV un
privilegio, que aparte de atribuirle la dirección de la Academia real de
música, le reservaba un monopolio de explotación de la ópera; la
compañía debía servir en primer lugar a las representaciones celebradas
ante el rey pero podía ser contratada igualmente para espectáculos
públicos y de pago. Lully aprovechó al máximo este privilegio
reservándose la exclusividad de la composición de obras líricas
representadas en Francia. Cadmo y Hermione, Teseo, Amadís de Gaula,
Armide y Renaud eran «tragedias líricas»; tragedias sí, pero aguadas por
los libretos de Quinault o Thomas Corneille; basadas en temas
mitológicos o fabulosos, se cargaban de enormes tinglados de
decoración y grandes ballets; se desarrollaban en una sucesión de
escenas pronto estereotipadas (en que alternaban tempestades,
invocaciones a los dioses, sacrificios, combates, soplos de los céfiros).
Todas estas dificultades no impidieron a Lully crear una música de gran
eficacia dramática y una considerable belleza decorativa. Su arte tenía
como fin principal el de agradar al rey porque lo que agradaba al rey era
el criterio mismo del valor de una obra.
Por toda Europa ocurría lo mismo: la ópera se desarrolló bajo la
protección de los príncipes como un lujo que debía poner de manifiesto
su gloria. Los imperativos anejos a esta situación hicieron nacer obras
mediocres en gran cantidad que apenas si merecen ser rescatadas del
olvido, pero también un buen número de obras maestras que aún podrían
deleitarnos de cualquier modo, los músicos que las escribían eran todo
cortesanos que adaptaban su arte no sólo a las exigencias del género sino
a los concretos deseos de aquellos a quienes servían.
Infinidad de ejemplos tomados de todas las artes nos enseñan que tales
condicionamientos y tal sumisión podían tener virtudes creadoras. Una
sociedad rígida y jerarquizada admitía en religión y en moral normas de
vida unánimemente reconocidas; nunca hubo dificultades en los juicios
estéticos por cuanto, en un grupo social por otra parte limitado, las
concepciones de vida y de moral comúnmente admitidas entrañaban
también el reconocimiento-de idénticos conceptos de belleza. Lully,
impuesto por el rey, era considerado como el mayor de los músicos
posibles en la misma medida en que el mismo poder del rey no sólo se
soportaba sino que se reconocía como un orden natural.
Así pues no fue ni casualidad ni simple juego de conflictos estéticos el
que a mediados del siglo XVIII la ópera de Rameau que, sin embargo,
poseía calidades musicales muy superiores a las de Lully, no sólo no se
apreciara sino que incluso se rechazara vivamente. Rameau escribió
tragedias líricas -Hipólito y Aricia-, pastorales heroicas -Acanto y
Cefiso-, óperas ballets -Las Indias galantes, Las Fiestas de Hebeo-, en
que seguía tomando temas de la mitología o de la novela, recurría a
maquinarias complicadas, cultivaba lo maravilloso e interrumpía la
acción para dejar un espacio excesivo a la danza. Cuando los filósofos
opusieron a las grandes óperas de Rameau, el modesto intermedio que'
era La serva padrona de Pergolese, provocando lo que se llamó la
«querella de los bufones», no se trataba sólo de un conflicto estético; o
por lo menos el conflicto estético escondía una oposición más
profundamente sentida. No se trataba sólo de una ofensiva de los
partidarios de la música italiana contra los defensores de un cierto
nacionalismo francés. Cuando Grimm, Diderot o Rousseau arremetían
contra lo fabuloso en la ópera de Rameau, contra la maquinaria
embarazosa, contra los ballets incrustados en la acción, contra el mundo
novelesco y el carácter convencional y falso de la declamación; cuando
denunciaban a la gran ópera por sus artificios, es porque, al haberse
convertido en uno de los más fastuosos ornamentos de la realeza, esta
gran ópera era al propio tiempo la ejemplificación y casi el símbolo de
un orden de cosas que los filósofos querían derrocar. Al proclamar el
carácter artificial de la gran ópera se negaban a aceptar la autenticidad
del mundo en el que les había tocado vivir.
La serva padrona de Pergolese con que se combatió a Rameau en 1752
era una ópera bufa dos actos, de veinte minutos, y con tres personajes,
uno de ellos mudo. Como la ópera cómica en Francia, la ópera bufa en
Italia estaba concebida para complacer a los burgueses de las ciudades.
Los personajes que ponía en escena no eran ya héroes mitológicos sino
la encarnación de tipos populares caracterizados por su seudorrealismo.
Sin embargo, toda esta discusión centrada en «lo natural», parece
absurda referida a la ópera. Es evidente que en un género en el que se
habla cantando, toda naturalidad, todo realismo verdadero ha de brillar
por su ausencia. A pesar de las afirmaciones de los filósofos, la ópera
bufa se creó también su mundo de convenciones, pero consiguió que ese
mundo, por ello diferente al de la gran ópera, respondiera a los deseos de
un. nuevo. público. Mientras que la gran ópera había tolerado la
asistencia de los burgueses a espectáculos concebidos para agradar al rey
y a sus cortesanos, la ópera bufa y la ópera cómica se crearon a la
medida de los propios burgueses, e ilustraron ciertos ideales de la
burguesía ascendente. Era bastante normal, pues, que a esta burguesía le
parecieran dotadas de una verdad psicológica irrecusable.
A finales de siglo, con Getry y sobre todo con Mozart, la ópera cómica y
la ópera bufa adquirirán una amplitud y una dignidad mayores al
desarrollar aún sus cualidades esenciales.
Triunfan e imponen tan bien su verdad que los príncipes y los reyes, a
partir de entonces, consienten en compartir los placeres 'de los burgueses
y acuden a aplaudir obras que sacrifican la pompa y el fasto a una vida
dramática y a un cierto realismo.
La gran ópera iba sin embargo a conocer un nuevo resurgir cuando la
burguesía, de clase en lucha contra los privilegios, que había sido en la
sociedad del siglo XVIII, se convirtió en el XIX en clase dominante.
Quiso que la ópera' desempeñara para ella el mismo papel que
anteriormente había desempeñado para los príncipes. La gran ópera
burguesa, tal y como se elaboró en los años 1830 con Rossini y
Meyerbeer, conservó determinadas características de la gran ópera del
antiguo régimen pero con ciertos nuevos defectos derivados de las
condiciones económicas y sociales en las que se situaba entonces. De
hecho los estados burgueses no fueron capaces de tomar el relevo de los
reyes de antaño en su mecenazgo. Los subsidios cada más reducidos
condenaron a los teatros líricos a vivir de sus recaudaciones y del
público. Desde entonces la ópera se vio obligada a depender del éxito
comercial de sus representaciones. Instalada en la sociedad liberal desde
1830 la ópera ha tenido que someterse a las leyes económicas dictadas
por el mercado. Fiel a una cierta tradición, ligada al género en sí mismo,
nunca ha dejado de ser un gran espectáculo; «el gran espectáculo»
excelencia, ya no tenía como finalidad la de magnificar la grandeza real
sino, mediante un lujo tanto más brillante cuanto menos refinado, la de
confirmar el triunfo de la burguesía.
Las obras de Meyerbeer ilustran bien esta gran ópera romántica que,
para aumentar sus ingresos, quiso seducir a un público cada vez más
amplio y que no dudó en sacrificar su valor estético en aras de la
eficacia: para ganar el favor de las masas, las puestas en escena de
relumbrón, los efectos técnicos, las cohortes de figurantes y coristas, las
vedettes del canto, alcanzaron con frecuencia mayor peso específico que
la propia música.
La gran ópera, aparecida con el romanticismo triunfante, es también
romántica; pero representa una concepción del romanticismo
singularmente tibia; un romanticismo de burgueses, no de artistas.
Después de la revolución de 1830, la gran ópera francesa fue el
resultado de los esfuerzos conjugados de un hombre de negocios, el
doctor Veron, de un libretista, Scribe, y de un músico, Méyerbeer, a los
que pueden sumarse nombres de decoradores como Duponchel y
Cícero.
Las ideas liberales que la originaron en 1830 trajeron consigo también
algunas reformas en la gestión de lo que aún se llamaba Real Academia
de Música: en primer lugar se suprimió su monopolio. Luego, se decidió
confiar su administración no ya a un funcionario, sino a un director-
empresario, que sería un hombre de negocios, que asumiría durante seis
años los riesgos de la gestión; el estado seguía concediendo ciertas
subvenciones pero muy reducidas.
Durante el reinado burgués de Luis Felipe, el teatro de la ópera estuvo
estrechamente ligado a las leyes comerciales. Se trataba de atraer a un
numeroso público.
El primer director -empresario de la ópera, el doctor Louis Veron,
personaje un tanto balzaquiano, que ha dejado unas Mémoires d'un
bourgeois de Paris- no se contentó con desempeñar un papel
administrativo, dejando a un músico la tarea de dirigir la orientación
artística del teatro, sino que trató de atraer y satisfacer a una clientela
nueva dándole un espectáculo a su medida.
Para alcanzar sus fines sólo se valió de medios artísticos: conocedor de
la clase de fascinación que pueden ejercer los bastidores del teatro,
permitió la entrada en ellos a dos aquellos espectadores que adquirieran
un abono general, organizó bailes en los que los burgueses tenían la
oportunidad feliz y vanidosa de encontrarse junto a los artistas: famosas
cantantes y danzarinas. Hizo del foyer de la ópera el punto de reunión de
las elegancias y del buen tono durante los entreactos.
Veron supo también comprar a los periodistas, organizar una claque
sobre bases casi científicas, con un jefe de claque titular y ayudantes
pagados con dinero o bien con bonos de servicio. Creó una magnífica
orquesta bajo la dirección de un excelente músico, Francois Habeneck,
director de los conciertos del Conservatorio que acababa de revelar a
Beethoven en Francia. Pero sobre todo supo descubrir o crear estrellas:
bailarinas como Marie Taglioni, Fanny Elssler, cantantes como Nicolas
Levasseur, el tenor Adolphe Nourrit o Corneille Falcon.
Veron puso igualmente un cuidado especial en las puestas en escena: la
ópera iba a ser más que nunca un gran espectáculo; de una naturaleza
diferente a la del siglo XVIII, inspirado por representaciones de
espectáculos populares que habían aparecido después de la revolución:
los espectáculos de óptica, en que se presentaban diferentes cuadros por
un comentador, los panoramas y los dioramas, ideados por Daguerre.
En La Muette de Portici de Auber (1828), el momento culminante era
una erupción Vesubio. En Guillermo Tell de Rossini (1829) se veían las
montañas de Suiza. En Roberto el Diablo de Meyerbeer se empleaba la
iluminación de gas para efectos de magia inéditos, y se exhibía una
extraordinaria colección de trajes pintorescos para evocar la leyenda
medieval. .
En La Judía de Halévy (1835), la espectacular escenificación, rebosante
de color local, tenía su apoteosis en el famoso cortejo que en la época se
consideró como una excepcional maravilla.
Uno de los responsables del género fue el libretista Eugene Scribe que
escribió centenares de libretos de ópera así como melodramas y
vodeviles.
Tuvo la habilidad de introducir en sus libretos algunos de los elementos
más característicos del romanticismo: pero los reducía a un baratillo de
efectos fáciles; el gusto por el goticismo, el amor a la Edad Media, los
sentimientos heroicos, la exaltación de la libertad, el pintoresquismo y el
local, todo esto se halla tanto en Scribe como en Victor Rugo. Se trata,
pues de una devaluación de los temas románticos, suficientemente
nuevos para excitar el interés de los burgueses corrientes, pero
suficientemente edulcorados para no espantarlos.
La Muette de Portici pone en escena una revolución en Nápoles durante
el siglo XVII; Roberto el Diablo, se mueve en el mundo de las leyendas
medievales, ya vulgarizado por las novelas de éxito (que tampoco eran
más que un eco atenuado de las baladas germánicas de Bürger, o de
Goethe), mezclado con el mundo fantástico puesto de moda por
Hoffmann, divulgado anteriormente por el Freischiizt de Weber,
adaptado al francés en 1834 bajo el nombre de Robín de los Bosques. En
Juive se trataba del Concilio de Constanza; en Los Hugonotes, de las
guerras de religión en Francia. En Guillermo Tell, la Edad Media suiza.
Todo traspuesto en imágenes convencionales.
Siempre explotaba Scribe la leyenda medieval o la historia, pero lo
'único que consideraba digno de atención en el pasado era un cierto color
local. En cada pieza pone de manifiesto cuáles son los ideales capaces de
conmover a los burgueses de 1830. Por encima de todo, el ideal de
libertad. La Muette y Guillermo Tell muestran la lucha de un pueblo
oprimido contra la tiranía política; en La Juive, se trata de la resistencia
de una judía contra una mayoría cristiana que le es hostil; en Los
Hugonotes, es la intolerancia de los católicos, Se trata siempre pues de
exaltar la libertad bajo cualquiera de sus formas. Pero al propio tiempo
Scribe celebra virtudes burguesas menos exaltantes, como la santidad del
matrimonio, las sólidas virtudes de la vida familiar, un cierto respeto a la
legalidad. En cualquier caso, y al contrario. de lo que hacían los grandes
artistas románticos, nunca exalta a un individuo heroico en lucha contra
una sociedad o contra una moral.
La acción se reduce siempre a conflictos bastante primarios; así Roberto
el Diablo debe elegir entre el Bien y el Mal; Eleazar, en La Juive, entre
su amor por su hija y el odio que profesa a los cristianos. Pero Scribe
sabe cómo construir una intriga: pone en escena una serie de cuadros
románticos que se suceden en una tensión creciente para conducir a un
desenlace espectacular. También trata de integrar en su drama al gran
espectáculo (grandes desfiles, fiestas 'populares, ballets).
Scribe llevó el drama popular a la ópera, y al explotar mejor que hasta
entonces el elemento espectáculo de la ópera, creó de hecho un género
nuevo, que si no se situaba más alto en la jerarquía de las artes, sí poseía
poderosas virtudes a los ojos del público,
Si me he detenido a evocar este género olvidado, es porque la gran ópera
del siglo XIX fue una manifestación particularmente significativa de esa
escisión del arte en dos corrientes que se verificó en el mismo momento
en que la democracia comenzaba a afirmarse por todo el cuerpo social.
Por una parte, un arte de masas que, con vistas a dar satisfacción estética
a la mayoría, se «comercializó», aceptó desvalorizarse; enfrente, un arte
que renunciaba a gustar, que despreciaba las concesiones, que no quería
tener en cuenta los gustos y los deseos del público, un «arte para los
artistas». Hasta la sociedad industrial de hoy no se había advertido
claramente esta dualidad del arte. Los intelectuales y los propios artistas
no conceden importancia más que a un arte que podríamos llamar de
«alta cultura»; desprecian el arte de la masa. En realidad esta ruptura
comenzó a manifestarse a comienzos del siglo pasado. En música
comenzó a manifestarse en la oposición entre «música ligera» fabricada
para agradar a la mayoría, y una «música seria», una «gran música», que
deliberadamente no pretendía dirigirse más que a una élite, a aquellos
que hacían el esfuerzo de iniciarse en su lenguaje.
La ópera del siglo XIX fue un arte de masas. Claro que no respondía por
entero a las características de aquello que Theodor Adorno y algunos
otros han llamado hoy una «industria de la cultura», pensando en los
cómics, las películas comerciales, las canciones grabadas en discos de
45 rpm o a las fotonovelas. Carecía de la posibilidad de recurrir a ciertas
técnicas que hoy permiten la multiplicación del producto y su
estandarización perfecta al mejor nivel de calidad en la fabricación. Pero
la ópera era igualmente una mercancía cultural que había que vender,
que para ello debía adaptarse a los gustos de su público, y que debía
asimismo saber atraer a ese público recurriendo a todos los medios.
En oposición al arte auténtico de esta época y anunciando la industria
cultural de hoy, la ópera del siglo XIX no era una creación individual.
Dependía menos de la voluntad creadora de un compositor que de la
cooperación con el músico del libretista, director de escena, coreógrafo,
intérpretes, cantantes o bailarines, y de un hombre de negocios que
organizara el conjunto de manera satisfactoria para su público. La
realización de una ópera sólo es posible a través de la división del
trabajo, confiado a especialistas. Por supuesto que estos especialistas no
se mueven en campos de igualdad. La individualización se manifiesta no
al nivel de la obra sino al de su interpretación. Fue la ópera del siglo
XIX la que creó la estrella: una prima donna, un tenor, determinaban el
éxito o el fracaso de muchas óperas; y los grandes cantantes de entonces
supieron ya crear a su alrededor un halo de erotismo como el que hoy
podemos encontrar en torno a las estrellas de cine.
Al propio tiempo se recurría sistemáticamente a una sentimentalidad que
establecía la mejor complicidad con el público, así como a una
estandarización relativa de los temas abordados, de las situaciones
dramáticas y de los medios de ponerlas de manifiesto.
Con la ópera llega por primera vez la música al gran público en nuestra
sociedad occidental. Este «gran público» no abarca todavía a la casi
totalidad de la sociedad, todavía no es la masa de hoy. Está constituido
casi exclusivamente por el burgués. En el siglo XIX la burguesía es una
clase «que ha llegado», una que posee; domina la sociedad. Pero
contrariamente a lo que ocurría bajo el antiguo régimen, esta clase
dominante no vio sancionada su superioridad por ninguna norma
jurídica. El burgués del XIX, es ante todo el capitalista, un hombre que
vive no de su propio trabajo sino del rendimiento de su capital. La única
superioridad verdadera del burgués reside en una situación de hecho: su
poder económico. Arrastrado por lo mismos principios democráticos de
igualdad teórica entre todos los hombres que gustaba proclamar, el
burgués ha querido reforzar, justificar con frecuencia su poder
económico acrecentándolo, escudándolo tras una superioridad más
aparente, más decorativa en la opinión y en las costumbres. La nobleza
del antiguo régimen se consideraba de una naturaleza diferente a la del
resto de los mortales, a la de las demás clases de la sociedad; era una
clase cerrada; existían a su alrededor barreras casi naturales muy
difíciles de franquear; así, la nobleza no temía la opinión de los demás
grupos sociales; simplemente los despreciaba. En materia de arte, no se
molestaba en enterarse de si sus gustos eran compartidos; decidía,
convencida de poseer la verdad.
La burguesía del siglo XIX es, por el contrario, una clase abierta cuya
superioridad es siempre susceptible de ser discutida. Por ello siempre ha
buscado la consideración de los demás. Durante el siglo XIX elaboró
todo un código de vida burguesa con el fin de determinar el buen tono,
las buenas maneras, el savoir-vivre. Así es cómo la burguesía quiso dar a
la sociedad una clara demostración de su superioridad económica con
superioridades espirituales diversas: superioridad en la educación, en la
moral, en el lenguaje, en el vestir. Era necesario que las cualidades
distintivas de la burguesía no fueran naturales, que no fueran necesarias
para la vida, porque de lo contrario hubieran podido hallarse repartidas
arbitrariamente por toda la sociedad: era preciso que fueran artificiales,
que fueran deseadas, buscadas, creadas, que fueran un lujo.
El homo oeconomicus que era esencialmente el burgués del siglo XIX no
es que sintiera una profunda necesidad de música; si cultivaba la ópera
era principalmente por razones sociales; especialmente porque este
género de música exigía un marco, un lugar privilegiado donde poder
afirmarse. en la conciencia pertenecer a un grupo superior que
participaba en pasatiempos y diversiones tanto más honorables cuanto
que en otro tiempo habían sido los de la aristocracia y los reyes.
El mérito principal de la ópera a los ojos de los burgueses era ser un arte;
no se trataba -a priori-de un simple pasatiempo, sino de un placer del
espíritu. Conocedores mediocres, y aficionados a las novelerías, los
burgueses creían acceder a los más altos grados del arte, cuando en
realidad eran sobre todo sensibles a las emociones sentimentales
provocadas por los sones solemnes, por los efectos de voz de los
cantantes y por las demostraciones espectaculares de la escena. Los
grandes cantantes y los espectaculares montajes escenográficos
contribuían, por los demás, a hacer de la ópera un arte que no era como
los demás; un arte que no estaba al alcance de todo el mundo porque era
caro; tenía que ser caro en su realización para merecer la consideración y
para conservar su carácter exclusivo.
Pero en la sociedad liberal, fueron precisamente estos caracteres -de
rareza y de «precio de fábrica» elevado los que obligaron a la ópera a
extenderse a un público más amplio. Si ir a la ópera era un signo de
distinción social, la ambición del pequeño burgués, y pronto la del
proletario, sería la de ir a la ópera. Si la ópera resultaba cara, su
rentabilidad estaba condicionada a la participación de un público que
tenía que ampliarse constantemente.
Así es como la ópera del siglo XIX prefigura el arte de masas de hoy. Y,
como él, estuvo desde el principio sometida a imperativos comerciales.
Pero esto no significa que, por su propia naturaleza, todas sus
producciones estuvieran condenadas a la mediocridad. Hay ejemplos
suficientes para probar que, aceptando los condicionamientos
aparentemente humillantes impuestos a un arte de masas, algunos
artistas consiguen sacar partido de él, que llegan a dominarlas hasta el
punto de crear obras de calidad: la Comedia Humana de Balzac debe
mucho al folletín por entregas. El aspecto industrial que condiciona por
completo la existencia del cine, no ha impedido la elaboración de un arte
que, a costa de infinidad de realizaciones mediocres, ha dado a luz obras
maestras. La preocupación por la rentabilidad que caracteriza al arte de
masas hace proliferar las producciones de aceptable factura desprovistas
de ambiciones estéticas, pero no impide la aparición, en medio de tal
pantano, de obras auténticamente creadoras que transfiguran las
convenciones que parecían aceptar.
Así, en música, en el siglo pasado, muchos compositores consiguieron
sacar partido, a base de habilidad, de lo que gustaba y se enriquecieron
escribiendo innumerables óperas de una calidad artística más que
sospechosa. Pero otros, conformándose igualmente a todos los
condicionamientos de la ópera como arte de masas, según los gustos de
un público burgués con historias melodramáticas, fastuosas
escenografías y concesiones innumerables a las estrellas del bel canto,
escribieron obras maestras que ocupan un puesto capital en la historia de
la música. Y podemos citar a Bellini, Verdi, Bizet o Puccini.
Si dejamos a un lado a los autores de romanzas (lieder) y de aires de
baile, que representaban el nivel más bajo, el más comercializado, la
distinción en el siglo XIX entre un arte de masa y un arte de cultura se
polarizaba entre ópera y música pura (especialmente música
instrumental, sinfonías, conciertos y música de cámara). La ópera era un
arte para los burgueses; la música instrumental un arte para los artistas.
La ópera ha seguido siendo un género funcional sometido a un público
cada día más amplio, mientras que todas las demás músicas se han
convertido en músicas «puras» que han rechazado todas las funciones y
que se han impuesto únicamente la de satisfacer la conciencia del artista
que las creaba.
No es este el momento de estudiar el proceso psicológico que ha
impulsado a los músicos más conscientes a aislarse en la voluntad de
depurar un lenguaje que sentían amenazado por el avance de la
vulgarización, para renovarlo constantemente, en el momento en que el
público virtual se ampliaba en exceso. Pero puede anotarse que ya en el
siglo XIX se establece una clara distinción entre el compositor de ópera
y los demás compositores. El compositor de ópera está integrado en la
sociedad; se le cubre de honores y de riquezas; es también un
especialista que apenas tiene tiempo para escribir otra cosa que no sea
ópera, a no ser de manera marginal, como pasatiempo, una sinfonía, un
cuarteto -para demostrar a los otros artistas que si se ha limitado a la
ópera es por gusto, pero que sabría hacer cualquier otra cosa-, y al final
de su carrera un Requiem.
Por el contrario, el compositor de música pura es un marginado, un
inadaptado, que quiere permanecer solitario, pero que, con frecuencia,
sufre por su soledad, que se encierra en su música y que, antes que el
socialismo, se opone a la burguesía y a su concepción del mundo.
Si Richard Wagner criticó la ópera de su tiempo, con una virulencia
particular, si denunció su sometimiento a la comercialización al servicio
del público burgués, fue porque Wagner se sentía un verdadero artista -o
sea, un músico en la tradición creadora del arte de «alta cultura»-y
porque al mismo tiempo sentía dentro de sí una vocación de músico
dramático. Ya sabemos cómo resolvió Wagner esta contradicción
fundamental. Nunca aceptó que sus obras dramáticas fueran óperas; eran
dramas líricos. Este cambio de terminología aseguraría efectivamente al
teatro lírico ambiciones mucho más altas que las de la ópera tradicional.
Wagner integró esta transformación en una concepción general destinada
a revalorizar el teatro en la conciencia-del artista. Lejos de ser un
pasatiempo sin más ambición, la obra de arte auténtica debe ser una
manifestación religiosa. En una época en que las religiones tradicionales
también eran cuestionadas por el racionalismo, Wagner ofrecía el
sustitutivo de un arte sintético -en el que la música ocupaba un lugar
eminente, pero de ningún modo privilegiado, al lado de la poesía, de la
danza y la arquitectura-, que quería religar a los hombres entre sí en una
común participación en una ceremonia exaltante.
Con tan altas ambiciones el drama lírico no podía consentir ser
representado en las salas de ópera, que Wagner llamaba los «malos
lugares» cuyo único objetivo era ganar dinero especulando con los
gustos degenerados del público. El drama lírico no debía ser
representado más que en teatros de un tipo nuevo en los que la
arquitectura recordara el estilo de los teatros antiguos, cuyo espíritu
debían asimismo recuperar; teatros especialmente -reservados para
representaciones ceremoniales que debían conservar un carácter de
excepción y de solemnidad: así fue como nació Bayreuth y su festival.
Naturalmente la música renunciaba así a toda seducción mundana, a los
efectos fáciles; antes bien debía sumergir a todo el auditorio en una
magia sonora y amplificar el alcance de los poemas dramáticos
desprovistos de anécdotas y preñados de símbolos.
Wagner quería asimismo terminar con la. tiranía de las vedettes del canto
sobre el teatro lírico; en las representaciones que organizaba los
cantantes estaban sometidos a la misma rigurosa disciplina que los
músicos de la orquesta. y la puesta en escena, desprendida de accesorios
vanos, pretendía subrayar la significación de la acción dramática
esencialmente expresada por la música.
Gracias a Richard Wagner, la ópera se reconciliaba con el arte de alta
cultura, pero al precio de una ruptura total con el arte de masas. Si los
conflictos estéticos a propósito de Wagner alcanzaron tal amplitud en el
siglo pasado, fue porque no era sólo la música la encausada. Los
literatos, los artistas y la intelligentsia internacional que constituyeron el
primer grupo de fieles reunidos en torno a Wagner quizá sólo lo
comprendieron, de una manera confusa, al igual que los burgueses que
se opusieron enérgicamente a lo que se llamaba «la música del mañana».
Pero sus disputas iluminan uno de los conflictos más significativos entre
el arte de · masas y el arte de alta cultura en el siglo XIX.
Por lo que se refiere a Wagner, él se hallaba plenamente convencido de
que edificaba para la eternidad y de que al lado de las producciones
mundanas, sometidas al capricho de la moda y por ello perecederas, él
creaba un arte definitivo que expresaba una verdad intemporal.
Ahora, al cabo de tantos años, sabemos que no hay tal; Wagner ocupa un
lugar en la historia, pero su importancia resulta no sólo de su obra sino
de las consecuencias que se derivaron de ella independientemente de él.
Ya Wagner en su preocupación por demostrar la legitimidad de su arte
había buscado unos precursores en el pasado de la ópera, que con mayor
o menor fortuna, habrían prefigurado la elaboración del drama lírico.
Wagnerianos más sabios que él -un Vincent d'Iridy en la Schola
Cantorum demostraban la filiación que desde Monteverdi avanzaba en
una progresión gloriosa hasta Wagner pasando por Glück, y quizá
Mozart, Beethoven y Weber. A los ojos de los wagnerianos, tuvieron el
mérito, en las épocas oscuras, de percibir parcelas de aquella verdad que
era la instauración del drama sacro en el teatro y anunciar la venida de
aquel que había de realizar sus ambiciones veleidosas.
A finales del siglo se hizo preciso reconocer que Wagner no era la
culminación definitiva y que la religión wagneriana no era más que
ilusión; se dejó de ver en Wagner un artista de excepción y se le hizo
ocupar su sitio en el museo sonoro. Arte de masas y sobre todo arte
funcional, la ópera hasta entonces había vivido en el presente gracias a
obras siempre nuevas que querían adaptarse a los gustos siempre
cambiantes del público.
Fue al final del siglo XIX cuando la ópera se convirtió verdaderamente
en un arte de alta cultura y cuando se constituyó su museo. Uno de los
primeros en comprenderlo fue Gustave Mahler, no por su obra de
compositor sino como director de la Ópera de Viena: montó junto a Ring
o Tristán, El rapto del Serrallo, La Flauta mágica, Orfeo, Fidelio,
Freischütz y Oberon como Wagner había montado sus dramas líricos en
Bayreuth, considerándolos no como pasatiempos con ambiciones
comerciales sino corno obras de arte. Mahler trató de reclutar una
compañía estable, impuso a los cantantes un gran rigor tanto en el orden
musical como en el dramático, exigió a las orquestas y a los coros una
disciplina rigurosa, rechazó las pretendidas tradiciones y los efectos
estereotipados, para concebir puestas en escena que ponían de
manifiesto la significación profunda de la obra. Dio así una nueva
dignidad a algunas obras maestras que sobresalían entre un amplio
repertorio que por lo demás parecía merecer el olvido piadoso.
No cabe duda de que al aplicar los principios wagnerianos a tan
diferentes obras, Mahler wagnerizó en cierto modo el espíritu que
animaba su realización. Pero no por ello su mérito es menor. En efecto,
las resistencias que pretendían mantener la ópera en la tradición de arte
de masas eran grandes. A pesar del celo y del entusiasmo de aquellos
que siguieron el ejemplo de Mahler, durante muchos años aún muchos
teatros líricos -y no sólo los pequeños escenarios provincianos--se
mantuvieron firmes en las más mediocres convicciones. .
Hay que reconocer que si hoy la ópera ha dejado de ser un arte de masas,
no se debe tanto a la acción reformadora de algunos músicos de talento,
como a una evolución de las condiciones sociológicas. Parece, efecto,
que las funciones de pasatiempo que la ópera cumplía en la sociedad del
siglo pasado hoy son desempeñadas por otras técnicas artísticas y muy
especialmente por el cine. y efectivamente, en el cine encontramos ahora
esas escenografías fastuosas, esas emociones sentimentales, vedettes
seductoras que satisfacen la sensibilidad popular, con una apariencia de
autenticidad .que la ópera no podría disputarle. Por otra parte, la ópera
ha dejado por completo de estar arropada por los prestigios que le
permitían jugar un papel de distinción social; puede decirse, incluso, al
contrario, que se ha ido devaluando progresivamente. Sólo ha
conservado sus virtudes ante un público de una cierta edad y
fundamentalmente provinciano.
A partir del momento en que la ópera se vio amenazada como arte de
masas conoció una crisis de la que se ha hablado mucho sin que se haya
comprendido siempre su verdadera significación. Porque
contemporáneamente, y en virtud de un cambio de rumbo, sin duda
relacionado con la misma crisis, la ópera se instalaba más sólidamente
en el arte de la alta cultura. Los wagnerianos sólo salvaron de la historia
del teatro lírico las obras que prefiguraban las preocupaciones
dramáticas y sintéticas de Wagner. Todas las demás, .asimiladas a un
pasatiempo sin escrúpulos y despreciadas, fueron rechazadas.
Posteriormente, esta actitud excesivamente rigurosa no pareció
justificada. El museo sonoro que en un principio se constituyó con obras
de música pura, remontándose a partir de Beethoven hasta Mozart, Bach,
los virginalistas ingleses del siglo XVI, los polifonistas flamencos del
xv, a Guil1aume de Machaut, y Pérotin, en un segundo movimiento
mantiene sus puertas abiertas para las obras maestras la lírica sin
preocuparse poco ni mucho de una jerarquización wagneriana. Se
reconoció que en el siglo pasado había habido músicos de genio entre
aquellos que los puristas intransigentes despreciaron durante mucho
tiempo -Puccini, Verdi, Donizetti, Bellini, Rossini-y que muchos otros,
incluso de los siglos XVII y XVIII, merecían ser rescatados del infierno
al que apresuradamente habían sido condenados.
Por la vía de la música pura la ópera se reintegró al arte de alta cultura y
se puede estimar que el disco ha desempeñado 'un importante papel ante
muchos aficionados a los que les ha permitido comprobar el valor un
cierto' número de obras olvidadas. Una vez reconocida su belleza, éstas
han accedido inmediatamente a las escenas del teatro.
De manera que hoy, si bien la ópera en tanto que arte de masas se halla
en peligro y sufre la crisis que conocemos, se está afirmando corno arte
de alta cultura; si pierde un amplio público tradicional, conquista un
nuevo público compuesto por verdaderos amantes de la música. Pero
mientras la ópera-arte de masas daba a conocer obras en abundancia,
suscitaba vocaciones de compositores y daba ocasión para expresarse a
más de una composición de genio, cuando la ópera se convirtió (o volvió
a ser) en arte de alta cultura parece haberse agotado la Vive
esencialmente de la resurrección de las obras del pasado. Un teatro de
ópera, hoy, no es otra cosa que un museo donde se presentan las obras
maestras testigos de una historia prestigiosa, actualizadas por unas
puestas en escena que se esfuerzan por ocultar los defectos y poner de
relieve las cualidades más duraderas. El Bayreuth de posguerra, al borrar
todo lo que Wagner había dejado subsistir de tradiciones sospechosas
heredadas de la ópera tradicional, ha servido de modelo o de punto de
partida a una revolución de los montajes escenográficos que ha
permitido a un público nuevo de sentirse incomodado por. un
espectáculo mediocre para abandonarse al placer de la música.
Los amantes de la ópera son hoy ante todo apasionados de la música que
esperan del teatro lírico satisfacciones del mismo orden que las que les
proporcionan el concierto, el disco o la radio.
Indiscutiblemente, la ópera se ha purificado así, ha sufrido un
ennoblecimiento estético; o quizá, más bien, ha adquirido una
significación estética que nunca hasta ahora había tenido para la mayor
parte de sus oyentes. Pero también ha sufrido nuevas limitaciones,
porque las obras maestras del pasado bastan para satisfacer a este nuevo
público. Ya no se desean más obras nuevas, Entre las que se estrenan,
algunas se sitúan todavía -y ahora como un anacronismo-en la tradición
de la ópera de masas: es el caso de la ópera de Menoti que salpica de
armonías un poco modernas aires melódicos puccinianos y que cree
haber puesto al día la ópera porque todo eso lo inscribe en una intriga
inspirada en diferentes acontecimientos de actualidad. O bien, esas
nuevas obras se sitúan en el arte de alta cultura y copian el lenguaje de
sus predecesores -que es lo que hace con talento Britten-, pero su
lenguaje excesivamente sofisticado no les presta justificación profunda
para el arte de alta cultura que pretende no existir más que en una
revolución permanente, una continua revisión del lenguaje. Las pocas
obras que asumen totalmente sus condiciones de arte de alta cultura
recurren a alguno de esos complejos lenguajes individualizados hasta el
extremo y en perpetua subversión que conoce la 'música como arte de
alta cultura, de tal manera que, tampoco estas nuevas obras llegan casi
nunca a ocupar un lugar en el repertorio.
Desde principios de siglo, Elektra, Pelléas el Mélisande, Wozzeck y Lulu
han merecido ser consideradas por los músicos como obras de gran
valor, pero no acaban de conseguir que el amante de la ópera las acepte.
¿No resulta significativo que The Rake's Progress de Stravinsky, una de
las últimas obras maestras del teatro lírico, parezca enteramente vuelta
hacia el pasado, por su tema, por la estructura del libreto, por las
referencias y las alusiones de la música? Cada año se montan en talo
cual ciudad nuevas óperas: se escriben por encargo, no para responder a
la demanda del público, sino porque se cree que conviene prolongar un
género prestigioso; no hay que hacerse ilusiones.
De hecho, toda la música sufre hoy una ruptura de este tipo: los amantes
de la buena música se vuelven hacia el pasado, hacia el museo, en la
medida en que el presente les habla un lenguaje hermético que exige
demasiado esfuerzo de asimilación.
Las nuevas músicas sólo tienen un público muy limitado y muy
especializado, reclutado gracias al disco y a la radio más que -al
concierto. En razón del espectáculo y del coste que implica, la ópera
tendría necesidad de un público mucho mayor;' puede comprobarse que
no consigue atraerlo, ni siquiera en las grandes ciudades, con obras
radicalmente nuevas en su lenguaje.
Así, pues, ni la ópera en tanto que arte de masas, ni la nueva ópera como
arte de alta cultura parecen responder hoy ya a una necesidad profunda
por parte del público. ¿Habrá que considerar, pues, que la ópera
pertenece al pasado y que hoy sólo cabe la representación de piezas de
Hay que admitir que la ópera es un género históricamente limitado: no
apareció hasta comienzos del siglo XVII; y no se ha demostrado que
tenga que ser eterna.
Pero quizá se podría pensar que, por el contrario, existen posibilidades
de sobrevivir si consiguiera transformarse profundamente, para volver a
encontrar su más profunda naturaleza, que es la de ser un espectáculo
total aceptando tener en cuenta los gustos del público. Es el ejemplo que
proporciona, al menos, una obra lírica reciente, que ha surgido del arte
de masas y que ha sabido adaptarse a las exigencias de la sensibilidad
popular de hoy: se trata de West Side Story, la comedia musical que, a
pesar de una partitura de un interés muy limitado, es una obra de calidad
porque ha hecho coincidir en su consecución elementos de interés
dramáticos y coreográficos y una puesta en escena plena de inventiva y
originalidad. No creo que sea ocioso subrayar que ha sido en el cine
donde West Side Story ha hallado su mejor expresión. ¿No sería en la
comedia musical, aliándose al cine y a la televisión, técnicas de masas,
donde la ópera -que para sobrevivir necesita un vasto público-podría
recuperar su vocación de arte de masas pero adaptado a nuestro tiempo?
Con el riesgo de multiplicación de obras mediocres que la empresa lleva
consigo, pero también con las posibilidades de suscitar obras maestras
vivas por el de haberse plegado a los condicionamientos sociológicos
impuestos por la propia naturaleza de la ópera.
En cuanto a las posibilidades de creación en la tradición del arte de alta
cultura, uno podría imaginárselas sólo si volvieran la espalda a la gran
ópera, a sus pompas y a sus obras: en una ópera de cámara que
participaría a la vez del espíritu de las nuevas músicas y del teatro nuevo
y que, al dirigirse a pequeños públicos aislados, permitiría recurrir sólo a
medios modestos. Un equivalente de la ópera cómica del siglo XVIII
frente a la gran ópera: una vez más gozaría del apoyo de los filósofos y
de los intelectuales.

Discusión

Adorno (resumen de Goldmann)


Hay una profunda concordancia entre lo que el señor Wangermée-acaba
de decirnos y lo que Adorno ha pensado siempre. En una de sus obras
hay un capítulo titulado «La ópera burguesa»: en él desarrolla Adorno la
tesis de que en el siglo XIX la ópera tenía la misma función que en
nuestros días tiene el cine.
Dicho esto, Adorno se limitará a formular algunas precisiones puesto
que se trata de una discusión. Comenzó por ver en la ópera una forma
artística y estética fundamentalmente burguesa. A partir de la exposición
que acaba de escuchar, modifica su análisis y nos propone el siguiente
esquema: la ópera podría ser la expresión de la alianza sociológica real
de la burguesía con el absolutismo. En un momento de la historia la
burguesía y el absolutismo se alían y apoyan mutuamente. La ópera se
convierte en un logro cultural para un público burgués, pero que aporta
un contenido y unos valores, impuestos desde arriba, con una
orquestación y una función social.
Este fenómeno es de una importancia capital para la situación
contemporánea. Se habla hoy con demasiada frecuencia de cultura de
masas, pero en ocasiones se olvida -y Adorno piensa que la industria
cultural es la responsable de ello- de cuál es el mecanismo mediante el
cual se hace posible esta industria cultural. Ésta no ha nacido
simplemente de una necesidad de las masas que las fuerzas comerciales
traten de satisfacer con vistas a la ganancia. Implica también toda una
ideología y toda una cultura, creadas y fabricadas por una clase
dominante para las masas, y que, por el sólo hecho de su existencia,
hacen surgir ciertas necesidades.
A primera vista podría parecer paradójico relacionar la ópera y su
carácter de irrealidad, con un grupo orientado y movido de manera tan
prosaica y tan realista como es la burguesía. La ópera tuvo un cariz
novelesco porque tenía una función muy precisa que cumplir en el
momento en que el mundo se hacía prosaico, en que tenía lugar esa
especie de «desencanto» descrito por Max Weber. En la medida en que
ponía su acento sobre la música que adquiría una importancia
extraordinaria, no podía por naturaleza tener un carácter realista,
representaba en el seno de una sociedad prosaica y orientada hacia la
realidad, una especie de sueño inofensivo en el cual se podían introducir
sin grandes problemas determinadas visiones de evasión o de otro tipo
que hubieran podido resultar demasiado peligrosas en una literatura
referida a la realidad. Toda una serie de óperas, como Madame Butterfly,
Aida, Carmen, describe la situación de alguien que, mediante 'el amor o
por cualquier otro medio, consigue penetrar en un medio social más
vado. En realidad, la burguesía era muy cerrada y nunca hubiera
admitido en su círculo a esclavos, negros u otros elementos de esta clase.
Pero la ópera podía contar tales historias porque no tenía consecuencias.
Ello permitía al menos a la burguesía traspasar, en un terreno limitado y
por completo irreal por principio, su relación con la sociedad real.
Adorno no piensa que se pueda presentar la obra de Wagner como un
intento de elevar la ópera a un nivel de cultura auténtico. Tal hipótesis
vale quizás en el caso de Tristán, pero desde luego no para los
Nibelungos, que han jugado un papel bastante importante en el
desarrollo del nacionalismo alemán, más importante en todo caso que los
escritos de Hitler, a quien nadie leía, mientras que sí se iba a ver las
óperas de Wagner. Hay en este creador una tentativa de atraerse a un
cierto público contra los verdaderos técnicos de la música, para imponer
ciertos criterios seudoculturales.
El renacimiento de la ópera contemporánea está ligado a un público de
personas cultivadas que restituyen a este género su valor cultural. Pero
este público no vive en la creación musical real de nuestros días, y
rechaza las obras auténticas de la música contemporánea que le parecen
demasiado difíciles y le plantean excesivos problemas. Este público
adquiere el del estatus cultural yendo a contemplar ese museo de la
ópera que le permite distanciarse de la cultura de masas sin pagar el
precio que representa una real participación cultural.

Benichou
Parecería que usted trata de explicar el descenso de valor que caracteriza
la ópera y a un cierto teatro del siglo XIX, por el hecho de dirigirse estos
géneros a un público burgués, en tanto que otra literatura interesa ante
todo a un público artista. Esto es verdad en parte. En el siglo XVIII sin
embargo, cuando se representaban tragedias u óperas del antiguo género,
también había burgueses entre los espectadores.' ¿Por qué los burgueses
habrían introducido en el arte teatral una caída de valor? El público del
cual habla usted, ¿no estaba compuesto, más que de burgueses, de
tenderos mucho más vulgares de lo que parece proponer su descripción?
¿O es que acaso la burguesía es el objeto de un anatema especial que,
incluso como clase dirigente, le impide comunicar con las elevadas del
arte?

Wangermée
No creo que haya anatema alguno sobre ninguna clase determinada, pero
creo que en el siglo XIX, se registró no una ampliación, sino un cambio
de público. y la ópera, tal y como se concebía, debe satisfacer a un
público amplio porque depende de los ingresos. Se trata de una masa
reducida respecto a la masa de la época contemporánea pero que ya no
era la clase limitada que iba al teatro en el siglo XVIII. El ideal de lo
bello, en el siglo XVIII está determinado por un medio de aristócratas y
de burgueses. En el siglo XIX esto ha dejado de ser así, y es el público
quien determina el nivel estético; y si la calidad estética es inferior es
porque hay que situarla a un. nivel de masas más amplio.

Benichou
En esta época, existía una forma de vida de burgués tendero', que ha sido
caricaturizado con bastante frecuencia y que era bastante miserable
desde el punto de vista cultural. Todos los testimonios indican que ese
era el público del drama; no sé si era también el de las óperas. Pero por
lo que se refiere al drama su presencia explica suficientemente el bajo
nivel de la producción.

Wangermée
La ópera era frecuentada por un público burgués acomodado, pero
también por esa pequeña burguesía. Como es cara, hay necesidad de
dinero y en consecuencia se trata de que lo pague también ese público
que usted acaba de mencionar. Incluso los más modestos tenderos van a
la ópera y condicionan la mediocridad de su nivel. Esa es la razón por la
cual los artistas se niegan a escribir nada para ese género, y se dirigen a
los creadores como ellos y a aquellos otros que realizan el esfuerzo de
asimilar su lenguaje especial.

Umberto Eco, Lucien Goldman, Roger Bastide – Sociología contra Psicoanálisis (Segundo
Coloquio Internacional de Sociología de la Literatura). Planeta-Agostini, Barcelona, 1986.
Traducción de Carlos Ayala. Págs. 68-90.

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