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DIOS,

EL CORONAVIRUS
Y NOSOTROS

REFLEXIONES DESDE LA FE
Incluye textos del Papa Francisco

Matilde Eugenia Pérez Tamayo


A todas las víctimas de esta pandemia
creyentes y no creyentes,
y a todos los que desde diferentes frentes
luchan contra ella.
El Señor es mi Pastor, nada me falta,
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.

Aunque camine por cañadas oscuras,


nada temo, porque tú vas conmigo,
tu vara y tu cayado me sosiegan.

Salmo 22(23)
CONTENIDO

1. Una situación que nos agobia


2. Buscando una respuesta coherente y
satisfactoria
3. Un castigo de Dios… ¡De ninguna
manera!
4. ¿Dónde está Dios en esta pandemia?
5. Un signo de los tiempos
6. … Y después del covid… ¿Qué?...
7. Homilía del Papa Francisco en la
Bendición Urbi et Orbi
extraordinaria, concedida con
motivo de la pandemia (27 de
marzo de 2020)
8. Oración del Papa Francisco a la Virgen
María por la pandemia
9. Un Plan para resucitar. Una meditación
esperanzada del Papa Francisco
1. UNA SITUACIÓN
QUE NOS AGOBIA

Estamos viviendo tiempos difíciles. Tiempos


de incertidumbre, de inseguridad, de temor y
angustia, en todos los órdenes de la vida.

Tenemos miedo porque no sabemos por qué


pasa lo que pasa, y tampoco lo que nos
espera en el futuro cercano y en el futuro
lejano. Nos sentimos verdaderamente
vacilantes y confundidos.

El coronavirus, un organismo pequeñísimo,


visible solo con microscopios de alta precisión
y potencia, ha puesto “en jaque” nuestra salud
física, y también nuestras costumbres
personales, familiares, sociales y religiosas, el
trabajo que realizamos, nuestros planes y
proyectos, y nuestra misma existencia.

Y no somos solo nosotros los que estamos en


esta situación, sino la humanidad entera,
porque el coronavirus ha llegado ya a todos
los rincones de la tierra, incluyendo los más
apartados.
Hay – por supuesto -, muchas preguntas en
nuestra mente y en nuestro corazón.
Preguntas que sin duda deben ser expresadas
y respondidas satisfactoriamente para
conseguir un poco de tranquilidad, y poder
afrontar con valentía y esperanza el momento
que atravesamos..

 Preguntas a la ciencia, que desde hace


ya tiempo conoce los virus, lo que son
y lo que hacen en nuestro organismo,
cómo afectan nuestra salud y
amenazan nuestra vida biológica.
 Preguntas a nuestros líderes y
gobernantes, que tienen la
responsabilidad de enfrentar los
problemas que este virus causa en
nuestra sociedad, y sus consecuencias
a corto, largo y mediano plazo, y
además, tomar las decisiones y aplicar
las medidas necesarias para que su
presencia y su acción entre nosotros,
causen los menos daños posibles, en
los diferentes órdenes de la vida social.
 Y también – por qué no -, preguntas a
Dios Creador y Señor del mundo,
principio de todo cuanto en él existe,
Dueño de nuestro ser y nuestra vida, .

Dejemos las preguntas a la ciencia para los


especialistas, y las preguntas a los líderes y
gobernantes, para aquellos que sientan que es
su deber hacerlas. Y enfoquémonos nosotros,
con madurez y honestidad, en las preguntas a
Dios y a nuestra fe cristiana católica, que son
las que nos competen más directamente a
cada uno, porque en ellas está implícitamente
comprometido el sentido de nuestra vida.

Tanto el uno – Dios - como la otra – la fe -,


tienen mucho qué decirnos, y con seguridad
sus respuestas serán valiosas y
profundamente significativas para nosotros.
2. BUSCANDO UNA RESPUESTA
COHERENTE Y SATISFACTORIA

Todos hemos oído decir a alguna persona, o


hemos leído o escuchado en algún mensaje
de whatsapp, en un video de youtube, o en
una página de facebook, que esta pandemia
que aflige al mundo entero y lo mantiene en
vilo, es un castigo de Dios por los pecados del
mundo.

Otros aseguran que se trata más bien de una


prueba que Dios nos manda para purificarnos
por el sufrimiento, tal como lo anunció la
Virgen en esta o aquella aparición.

Y no faltan quienes sostienen que este es el


comienzo del fin del mundo, que ya está a las
puertas, tal como lo anunció hace tantos años,
este o aquel “vidente”, según dejó consignado
en sus escritos.

Frente a lo que no entendemos a primera


vista, estas son las respuestas que muchas
personas suelen dar sin mayores argumentos,
pero con gran insistencia. Incluso serían
capaces de poner las manos en el fuego para
confirmar lo que dicen.

Por eso es importante que nos detengamos un


momento para reflexionar seriamente y a
profundidad, aprovechando que ahora
disponemos de más tiempo para hacerlo. No
podemos dejar que otros nos impongan sus
respuestas precipitadas, que pueden, por otra
parte, causarnos un gran daño mental y
espiritual, por todo lo que ellas implican.

No pretendo – de ningún modo – que creas a


pie juntillas lo que aquí afirmo como mi
convicción personal. Lo único que busco es
que no dejes pasar esta oportunidad que Dios
nos ha dado, y que ella te sirva - nos sirva a
todos -, para liberarte de conceptos erróneos
ya superados. De este modo, este gran
paréntesis que hemos tenido que hacer en
nuestra cotidianidad, será útil y beneficioso.
3. ¿UN CASTIGO DE DIOS?…
¡DE NINGUNA MANERA!

Tenemos que tenerlo claro: digan lo que digan


“los profetas de desventuras” que abundan en
nuestro tiempo - también en la Iglesia -, la
pandemia que hoy estamos padeciendo, igual
que las otras pandemias que registra la
historia en tiempos pasados, no es de ninguna
manera un castigo de Dios.

Y tampoco son castigo de Dios ninguna de las


catástrofes naturales; terremotos,
inundaciones, huracanes, tsunamis,
derrumbes, enfermedades, accidentes, y otras
cosas por el estilo, que de tiempo en tiempo
afectan a uno o varios lugares de la tierra, y en
ellos a cientos, miles, de hombres y mujeres,
cada año, a lo largo y ancho del mundo.

La razón es muy sencilla pero muy fuerte: Dios


es nuestro Padre y nos ama con locura, y el
amor siempre quiere y busca el bien del ser
amado, ¿por qué entonces va a castigarnos y
a castigar a la humanidad entera con un
sufrimiento tan grande y tan destructivo?.
Dios nos ama infinitamente y su amor por
nosotros lo supera todo, incluyendo nuestros
pecados, por graves que ellos sean. Los
pecados personales de cada uno, y los
pecados de la humanidad entera.

“Dios es amor”, nos dice san Juan en su


Primera Carta (1 Juan 4,8). Y agrega: “En esto
se manifestó el amor que Dios nos tiene, en
que Dios envió a su Hijo único, para que
vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9). ¡Para
que vivamos!, no para que muramos.

Dios es amor, el Amor, y lo único que sabe


hacer es amar... Amarnos a nosotros… a
todos los hombres y mujeres del mundo, sin
distinción ni preferencias.

O mejor, Dios es Dios, amando, amándonos.


En eso consiste su ser.

Jesús – Dios encarnado –, Dios-con-nosotros,


Dios-entre-nosotros, Dios-para-nosotros, nos
lo dijo con claridad, y nos lo mostró con lujo de
detalles a lo largo de su vida en el mundo.
Toda su vida, desde su nacimiento en Belén
hasta su muerte en el Calvario; todas sus
palabras y todas sus acciones; su manera de
ser y su manera de actuar, son una
manifestación concreta, directa y clara, del
infinito amor que Dios siente por todos y cada
uno de los hombres y mujeres del mundo, de
todos los tiempos y todos los lugares.

Y hay más: la muerte de Jesús en la cruz, es


una muerte salvadora, fruto de una entrega de
amor.

Si leemos con atención los evangelios,


podemos darnos cuenta fácilmente, de que
Jesús nunca hizo un milagro, ni ninguna
acción específica, ni pronunció ninguna
palabra, ni se refirió a ninguna persona, con
sentido de regaño o de castigo.

Todo lo contrario: la gente lo buscaba y lo


seguía, porque era una persona cariñosa y
amable, y porque miraba a los pecadores, a
los enfermos, a las mujeres, a los niños, y a
los pobres, que eran las personas de más bajo
rango en la sociedad de su época, con gran
ternura y profunda compasión, y trataba de
ayudarlos en todo lo que podía. Su
sufrimiento, sus carencias, su marginación,
conmovían sus entrañas (cf. Marcos 6, 34; 8,2;
Lucas 7, 13)

Hasta sus discusiones con los fariseos eran


pacíficas, y sobre todo bien argumentadas. Le
bastaban las palabras para mostrar lo que
pensaba en su interior. No tenía que
imponerse con gritos ni gestos amenazadores.

Todos conocemos la hermosa Parábola del


Hijo pródigo que nos refiere san Lucas en su
Evangelio (15, 11 y siguientes); en ella Jesús
nos muestra con un ejemplo claro y
contundente, la grandeza, la profundidad y la
infinita delicadeza del amor que Dios siente
por cada persona, sea quien sea y haya hecho
lo que haya hecho.

Con su vida, sus palabras, y particularmente


con esta parábola, Jesús nos dijo que Dios es:
 Un padre lleno de amor y generosidad
como aquel que le entregó a su hijo menor
la parte de la herencia que le
correspondía, sin hacerle ningún reclamo
ni reproche por su petición extemporánea
y atrevida.
 Un padre que prodiga en gestos
concretos su amor a sus dos hijos, aunque
cada uno a su manera desconozca su
inmensa generosidad y rechace sus
cuidados paternales.
 Un padre que cree más en el poder de
los gestos y las palabras de cariño que en
los regaños y castigos, aunque según
nuestro parecer humano tenga suficientes
razones para darlos.
 Un padre que no reclama, ni “ajusta
cuentas” con quien se olvida del respeto
que le debe, sino que abraza y besa con
cariño desmedido, y hace una fiesta sin
precedentes para agasajar a sus hijos –
el menor que acaba de regresar a la casa
paterna, y el mayor que se muestra
envidioso de su hermano -, aunque
ninguno de los dos se lo merezca.

No. De ninguna manera. El Dios que envió al


mundo a su Hijo Único para salvarnos; el
Padre que nos ama con un amor tan tierno y
delicado, tan profundo y tan generoso como el
amor con el que Jesús dio su vida en la cruz
para salvarnos, no puede ser el que envía al
mundo de tiempo en tiempo, una catástrofe,
como este covid-19 que ahora nos amenaza,
con la intención de hacer valer su poder y
castigarnos.

Ni siquiera se le pasa por el pensamiento. Su


corazón de Padre-Madre se lo impide.
4. ¿DÓNDE ESTÁ DIOS
EN ESTA PANDEMIA?

Nos lo dice la fe y tenemos que estar


perfectamente seguros, absolutamente
convencidos de ello: en este tiempo que
vivimos, en medio de esta pandemia que
causa temor a la humanidad entera, Dios está
con nosotros, a nuestro lado, haciéndonos
compañía, dándonos fuerza, iluminando
nuestro camino, así como estuvo con Jesús en
el Calvario, y como está siempre con todas las
personas que sufren por alguna causa.

Nuestro sufrimiento llega a su corazón de


Padre amoroso, y “genera” su infinita
compasión, su misericordia sin límites,

Dios está con nosotros y nos manifiesta su


amor y su presencia de múltiples maneras,
pero tenemos que hacernos sensibles para
descubrirlo, y para recibir su ternura de Padre-
Madre.

No podemos dudarlo ni un segundo.


 Dios está en las clínicas y hospitales,
al lado de cada persona enferma, y
también de cada médico y cada
enfermera que la atienden con
dedicación, aún con el temor de ser
contagiados o de llevar el contagio a
sus hogares y familias.

 Dios está al lado de cada gobernante,


que busca con responsabilidad,
atender de la mejor manera y
causando el menor perjuicio posible,
todos los aspectos de la vida civil que
esta pandemia ha puesto “patas
arriba”.

 Dios está al lado de cada empresario


que trabaja con creatividad y buena
voluntad, para que las personas que
laboran en su empresa puedan
mantener su puesto y su salario el
mayor tiempo posible.

 Dios está al lado de cada sacerdote y


cada diácono, que aún con el peligro
de ser contagiados, visitan los
hospitales y llevan a los enfermos el
consuelo de los sacramentos, cuando
ello es posible.

 Dios está al lado de todas y cada una


de las personas que por la labor que
desempeñan deben mantenerse en su
lugar de trabajo, prestando sus
servicios.

 Dios está al lado de cada papá y cada


mamá, que se esfuerzan para que la
vida familiar se desarrolle lo mejor
posible, para que todos los miembros
de la familia tengan lo que necesitan
para sobrellevar las dificultades que
trae cada día.

 Dios está al lado de cada anciano que


no entiende muy bien lo que está
sucediendo, y se siente solo, triste,
abandonado.

 Dios está al lado de cada niño y de


cada joven que recluido en su casa
trata de seguir estudiando como
corresponde, aunque hacerlo se le
haga más difícil.
 Dios está con cada profesor y cada
profesora que a pesar de no poder
compartir directamente con sus
alumnos, se acuerdan de cada uno de
ellos, y se preocupan de que puedan
continuar su proceso educativo con
éxito.

 Dios está con cada hombre y cada


mujer que sufre la pérdida de su
empleo y se angustia pensando en el
presente y en el futuro de su familia.

 Dios está con todas y cada una de las


personas que se preocupan por hacer
llegar a los más pobres la ayuda
material que requieren para soportar
estos días difíciles.

 Dios está con los científicos e


investigadores que con afán buscan un
tratamiento y una vacuna eficaces
contra el virus.
 Dios está con todos y cada uno de
nosotros, en nuestras circunstancias
particulares. Sabe que lo necesitamos
para seguir adelante en medio de la
oscuridad que nos rodea.

Invoquémoslo con fe. Confiémonos a Él y a


su amor compasivo y misericordioso.
Entreguémosle nuestra vida y nuestras
dificultades particulares. Él nos escucha. Él
sabe sacar siempre bienes de los males.

Recordemos lo que dice san Pablo en su


Carta a los Romanos: “Por lo demás,
sabemos que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que lo aman” (Romanos
8, 28).

Y como grita alguien por ahí: “Todo está


cerrado, menos el cielo. ¡Ora!”

La oración es siempre fuente de paz, de


esperanza, de felicidad verdadera y profunda;
un oasis en medio del desierto; una lámpara
en la noche más oscura y tenebrosa; una
fuente de agua viva para quien desfallece de
sed.
5. UN SIGNO DE LOS TIEMPOS

El evangelista san Mateo en el capítulo 16 de


su Evangelio, nos cuenta que en una ocasión,
se acercó a Jesús un grupo de fariseos y
saduceos, para pedirle una señal que les
pudiera confirmar plenamente, quién era él, y
por qué decía lo que decía y hacía lo que
hacía:

“Se acercaron los fariseos y saduceos y, para


ponerlo a prueba, le pidieron que les mostrara
una señal del cielo. Pero él les respondió:
“Al atardecer ustedes dicen: “Va a hacer buen
tiempo, porque el cielo tiene un rojo de fuego”;
y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el
cielo tiene un rojo sombrío.”
¡Conque saben discernir el aspecto del cielo y
no pueden discernir las señales de los
tiempos! ¡Generación malvada y adúltera! Una
señal pide y no se le dará otra señal que la
señal de Jonás”.
Y dejándolos, se fue.” (Mateo 16, 1-4)

Un signo o una señal es un objeto, una acción,


o un acontecimiento, que nos dice algo más
de lo que él mismo es. Una bandera, por
ejemplo, es simplemente, un pedazo de tela
de colores, pero cuando la vemos pensamos
en el país que ella representa, y si es la
bandera de nuestro país sentimos una alegría
especial, sobre todo si estamos en el exterior.

Los sacramentos de la Iglesia son signos.


Emplean elementos materiales específicos
para cada uno de ellos, y tienen también
algunas palabras propias que indican lo que
ese sacramento realiza en nosotros cuando lo
recibimos.

El bautismo emplea el signo del agua que nos


habla de vida, y también de limpieza, y esta
agua derramada sobre la cabeza de quien es
bautizado, unida a las palabras que dice el
ministro del sacramento: “...Yo te bautizo en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo”, “limpia” de todo pecado el alma de
quien la recibe, y le comunica una nueva vida,
la vida de Dios.

El pasaje de Mateo nos habla de las “señales


de los tiempos”, los signos que todos podemos
ver en el cielo y que nos indican el tiempo que
está haciendo en el mismo momento en el que
los vemos, y el tiempo que va a hacer más
adelante: va a llover, habrá tormenta con rayos
y truenos, o el sol va a brillar durante todo el
día y la temperatura del termómetro va a subir
más de lo acostumbrado.

Las “señales de los tiempos” nos hablan


primero del presente: lo que está sucediendo
en el momento, y también del futuro: lo que va
a ocurrir a partir de ese presente, es decir, lo
que será el futuro si las cosas siguen por
donde van ahora.

El covid-19 es para nosotros hoy, un signo de


los tiempos, una señal que tenemos que mirar
con atención. Mirarla, y descubrir su mensaje:
qué nos dice del presente, y qué advertencia
nos hace para el futuro.

A primera vista, el covid nos dice sobre el


presente:

 Que los seres humanos somos muy


frágiles; más de lo que generalmente
pensamos;
 Que la enfermedad y la muerte son
para todos; nadie puede creer que
está excluido de ellas;
 Que nadie, aunque sea millonario o
poderoso puede estar seguro de que
tiene todo en su vida bajo control;
 Que la vida, la de cualquiera, puede
cambiar en un segundo, para bien o
para mal.

 Que todos somos iguales, más allá de


las apariencias;
 Que se mueren igual los ricos que los
pobres, los jóvenes que los viejos, los
hombres que las mujeres;
 Que la naturaleza tiene sus propias
leyes y principios, y que por mucho que
sepamos sobre ellas, siempre
tendremos sorpresas.

 Que tener dinero no sirve siempre;


 Que el puesto que ocupamos en la
sociedad no nos libra de nada;
 Que todos nuestros planes y proyectos
se pueden derrumbar en cualquier
momento;
 Que son más las cosas que no
podemos manejar que las que sí;
 Que nuestro sistema de vida tiene
muchas grietas.

 Que los países más desarrollados


también tienen problemas;
 Que las armas no sirven sino para
hacer guerras inútiles.
 Que la familia es nuestra mayor
riqueza;
 Que tenemos que aprender a cuidar
nuestra salud y la de nuestros seres
queridos.

 Que la vida es lo más valioso que


tenemos;
 Que las cosas simples de la
cotidianidad tienen su encanto;
 Que podemos vivir sin tener que estar
en un centro comercial comprando lo
que no necesitamos;
 Que con los hijos, la esposa, el
esposo, los hermanos, los padres
también podemos pasar ratos
agradables.
 Que sí hay tiempo para orar cuando
queremos hacerlo;
 Que cambiar la rutina trae aire fresco a
nuestra vida;
 Que compartir con los otros lo que
tenemos, mucho o poco, siempre
produce alegría;
 Que en los momentos de gran
dificultad acudir a Dios llena nuestra
alma de paz y de esperanza.

Para el futuro el covid nos indica:

 Que el mundo no será después de esta


pandemia, lo que era antes;
 Que nuestras costumbres sociales
tendrán que cambiar;
 Que nuestros hábitos de consumo
están desfasados y deben ordenarse;
 Que debemos estar preparados para
enfrentar nuevas situaciones similares
a la que ahora estamos viviendo.
 Que no podemos desentendernos de la
política porque tener buenos líderes es
más importante de lo que pensamos;
 Que los dineros destinados a la guerra
son dineros perdidos, y más valdría
emplearlos en bienestar para las
personas;
 Que debemos exigir a los gobernantes
ser muy activos en la atención de los
derechos fundamentales de los
ciudadanos: salud, alimentación,
vivienda, trabajo, educación;
 Que cuando la humanidad entera está
en problemas, los caminos a seguir
deben ser concertados, porque la
unión hace la fuerza.

 Que la disciplina social es muy


importante en situaciones de peligro;
 Que la fraternidad y la solidaridad no
son un cuento sino una necesidad
urgente;
 Que tenemos que escuchar a quienes
hablan de la necesidad de cuidar
nuestro planeta, y poner manos a la
obra;
 Que el agua es un elemento vital y hay
que protegerla, y también hacer lo
necesario para que todas las personas
puedan disponer en sus viviendas de
agua limpia;
 Que nunca podemos olvidarnos de los
pobres.

El covid-19 es un signo de los tiempos, una


señal que Dios y la naturaleza creada por Él,
nos están dando; una llamada de atención que
no podemos dejar de escuchar para obrar
luego en consecuencia.

Tenemos que tomárnoslo en serio, porque no


sabemos qué vendrá después, y no puede
encontrarnos otra vez desprevenidos.
6. … Y DESPUÉS DEL COVID...
¿QUÉ?…

Hay en el Evangelio según san Lucas, un


pasaje muy poco conocido, pero que nos
puede dar una luz en las circunstancias que
vivimos.

“En aquel mismo momento llegaron algunos


que le contaron (a Jesús) lo de los galileos,
cuya sangre había mezclado Pilato con la de
sus sacrificios.
Les respondió Jesús: “¿Piensan ustedes que
esos galileos eran más pecadores que todos
los demás galileos, porque han padecido
estas cosas? No, se los aseguro; y si ustedes
no se convierten, todos perecerán del mismo
modo.
O aquellos dieciocho sobre los que se
desplomó la torre de Siloé matándolos,
¿piensan que eran más culpables que los
demás hombres que habitaban en Jerusalén?
No, se los aseguro; y si ustedes no se
convierten, todos perecerán del mismo
modo”. (Lucas 13, 1-5).
No. No es una amenaza de Jesús. Es una
advertencia, una llamada, una invitación a
aquellos discípulos suyos en aquel tiempo, y a
nosotros ahora.

Vamos mal. Todos lo sabemos perfectamente.

La tierra, nuestra “casa común” - como dice el


Papa Francisco en su Encíclica “Laudato Sii”- ,
está enferma, y nosotros con ella.

Nuestra sociedad va mal. Las diferencias entre


nosotros son inmensas y eso no se puede
tolerar.

La pobreza de millones de personas no puede


coexistir con la inmensa riqueza de unos
pocos; cada vez más pocos.

La injusticia establecida en tantas partes y de


tantas maneras, se tiene que acabar.

Las guerras son inútiles para todos, incluso


para aquellos que las promueven.
Esta vida ya no es verdadera vida porque
muchos, muchísimos, no pueden disfrutarla.
No viven, apenas sobreviven.

Necesitábamos un jalón de orejas y Dios nos


ha dado esta señal.

Tenemos que convertirnos, cambiar de


mentalidad, cambiar de manera de pensar,
cambiar nuestro modo de vivir. Es urgente.

A eso nos llama el Padre, como dijo Jesús a


aquellos que se le acercaron para comentarle
la noticia del momento: la muerte de los
galileos a manos de Pilatos.

Cuando haya pasado la emergencia que ahora


vivimos, nada podrá ser igual.

Nada puede volver a ser como antes.

La economía tiene que cambiar. Nuestras


relaciones sociales tienen que cambiar.
Nuestras actitudes personales tienen que
cambiar. Nosotros tenemos que cambiar.
El egoísmo, la soberbia, el individualismo, el
consumismo exagerado, la apatía social, la
indiferencia frente al sufrimiento, la búsqueda
indiscriminada del propio bienestar… tienen
que ser desechados de una vez y para
siempre.

Tenemos que aprender a ser más generosos,


más solidarios, más justos.

Tenemos que aprender a compartir con


sencillez de corazón, lo que somos y lo que
tenemos.

Tenemos que aprender a vivir con austeridad;


a preocuparnos por las necesidades de los
demás; a actuar con humildad; a ser cariñosos
con las personas que comparten su vida con
nosotros; a servir con prontitud a quien nos
necesita; a cuidar la tierra y todos los bienes
que ella nos da.

Tenemos que construir juntos la paz en la


justicia social.

Tenemos que hacer que este mundo que


compartimos sea un verdadero hogar para
todos. Que todos podamos crecer y
desarrollarnos como personas. Que tengamos
las mismas oportunidades. Que la educación,
el trabajo, la vivienda digna, la atención en
salud, la recreación, sean para todos.

Tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro


alcance, para que la violencia, la injusticia, la
exclusión, el odio y el rencor, y todos los
sentimientos y actitudes negativas que ahora
nos dominan, den paso al respeto, la
fraternidad, la solidaridad, la acogida amorosa,
la justicia social, los derechos humanos.

Puede que no volvamos a tener otra


oportunidad. No lo sabemos
7. HOMILIA DEL PAPA FRANCISCO
EN LA BENDICION URBI ET ORBI
EXTRAORDINARIA,
CON MOTIVO DE
LA INDULGENCIA PLENARIA
CONCEDIDA POR LA PANDEMIA
(27 DE MARZO DE 2020)

“Este día, al atardecer, les dice Jesús:


“Pasemos a la otra orilla”.
Despiden a la gente y le llevan en la barca,
como estaba; e iban otras barcas con él.
En esto, se levantó una fuerte borrasca y las
olas irrumpían en la barca, de suerte que ya
se anegaba.
Él estaba en popa, durmiendo sobre un
cabezal. Le despiertan y le dicen: “Maestro,
¿no te importa que perezcamos?”
Él, habiéndose despertado, increpó al viento y
dijo al mar: “¡Calla, enmudece!” El viento se
calmó y sobrevino una gran bonanza.
Y les dijo: “¿Por qué están con tanto miedo?
¿Cómo, aún no tienen fe?”
Ellos se llenaron de gran temor y se decían
unos a otros: “Pues ¿quién es éste que hasta
el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4,
35-41)

"Al atardecer" (Mc 4,35). Así comienza el


Evangelio que hemos escuchado.

Desde hace algunas semanas parece que


todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han
cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se
fueron adueñando de nuestras vidas llenando
todo de un silencio que ensordece y un vacío
desolador que paraliza todo a su paso: se
palpita en el aire, se siente en los gestos, lo
dicen las miradas.

Nos encontramos asustados y perdidos. Al


igual que a los discípulos del Evangelio, nos
sorprendió una tormenta inesperada y furiosa.
Nos dimos cuenta de que estábamos en la
misma barca, todos frágiles y desorientados;
pero, al mismo tiempo, importantes y
necesarios; todos llamados a remar juntos,
todos necesitados de confortarnos
mutuamente.

En esta barca, estamos todos. Como esos


discípulos, que hablan con una única voz y
con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38),
también nosotros descubrimos que no
podemos seguir cada uno por nuestra cuenta,
sino solo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil


es entender la actitud de Jesús.

Mientras los discípulos, lógicamente, estaban


alarmados y desesperados, Él permanecía en
popa, en la parte de la barca que primero se
hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el
bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre
—es la única vez en el Evangelio que Jesús
aparece durmiendo—.

Después de que lo despertaran y que calmara


el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos
con un tono de reproche: “¿Por qué tienen
miedo? ¿Aún no tienen fe?” (v. 40).

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la


falta de fe de los discípulos que se contrapone
a la confianza de Jesús? Ellos no habían
dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron.
Pero veamos cómo lo invocan: “Maestro, ¿no
te importa que perezcamos?” (v. 38).

"No te importa": pensaron que Jesús se


desinteresaba de ellos, que no les prestaba
atención. Entre nosotros, en nuestras familias,
lo que más duele es cuando escuchamos
decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase
que lastima y desata tormentas en el corazón.
También habrá sacudido a Jesús, porque a Él
le importamos más que a nadie. De hecho,
una vez invocado, salva a sus discípulos
desconfiados.

La tempestad desenmascara nuestra


vulnerabilidad y deja al descubierto esas
falsas y superfluas seguridades con las que
habíamos construido nuestras agendas,
nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos
muestra cómo habíamos dejado dormido y
abandonado lo que alimenta, sostiene y da
fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.

La tempestad pone al descubierto todos los


intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el
alma de nuestros pueblos; todas esas
tentativas de anestesiar con aparentes rutinas
“salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras
raíces y evocar la memoria de nuestros
ancianos, privándonos así de la inmunidad
necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de


esos estereotipos con los que disfrazábamos
nuestros egos siempre pretenciosos de querer
aparentar; y dejó al descubierto, una vez más,
esa (bendita) pertenencia común de la que no
podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos.

“¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”.

Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se


dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú
amas más que nosotros, hemos avanzado
rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces
de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos
dejado absorber por lo material y trastornar
por la prisa.

No nos hemos detenido ante tus llamadas, no


nos hemos despertado ante guerras e
injusticias del mundo, no hemos escuchado el
grito de los pobres y de nuestro planeta
gravemente enfermo. Hemos continuado
imperturbables, pensando en mantenernos
siempre sanos en un mundo enfermo.

Ahora, mientras estamos en mares agitados,


te suplicamos: “Despierta, Señor”.

“¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?.

Señor, nos diriges una llamada, una llamada a


la fe. Que no es tanto creer que Tú existes,
sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta
Cuaresma resuena tu llamada urgente:
“Conviértanse”, “vuelvan a mí de todo
corazón”(Joel 2,12).

Nos llamas a tomar este tiempo de prueba


como un momento de elección. No es el
momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el
tiempo para elegir entre lo que cuenta
verdaderamente y lo que pasa, para separar lo
que es necesario de lo que no lo es. Es el
tiempo de restablecer el rumbo de la vida
hacia ti, Señor, y hacia los demás.

Y podemos mirar a tantos compañeros de


viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo,
han reaccionado dando la propia vida. Es la
fuerza operante del Espíritu derramada y
plasmada en valientes y generosas entregas.
Es la vida del Espíritu capaz de rescatar,
valorar y mostrar cómo nuestras vidas están
tejidas y sostenidas por personas comunes —
corrientemente olvidadas— que no aparecen
en portadas de diarios y de revistas, ni en las
grandes pasarelas del último show pero, sin
lugar a dudas, están escribiendo hoy los
acontecimientos decisivos de nuestra historia:
médicos, enfermeros y enfermeras,
encargados de reponer los productos en los
supermercados, limpiadoras, cuidadoras,
transportistas, fuerzas de seguridad,
voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos
pero tantos otros que comprendieron que
nadie se salva solo.
Frente al sufrimiento, donde se mide el
verdadero desarrollo de nuestros pueblos,
descubrimos y experimentamos la oración
sacerdotal de Jesús: “Que todos sean uno”
(Juan 17,21).

Cuánta gente cada día demuestra paciencia e


infunde esperanza, cuidándose de no sembrar
pánico sino corresponsabilidad.

Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas,


docentes muestran a nuestros niños, con
gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar
y transitar una crisis readaptando rutinas,
levantando miradas e impulsando la oración.

Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden


por el bien de todos. La oración y el servicio
silencioso son nuestras armas vencedoras.

“¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”.

El comienzo de la fe es saber que


necesitamos la salvación. No somos
autosuficientes; solos nos hundimos.
Necesitamos al Señor como los antiguos
marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la
barca de nuestra vida. Entreguémosle
nuestros temores, para que los venza.

Al igual que los discípulos, experimentaremos


que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque
esta es la fuerza de Dios: convertir en algo
bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo.
Él trae serenidad a nuestras tormentas,
porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra


tormenta, nos invita a despertar y a activar esa
solidaridad y esperanza capaces de dar
solidez, contención y sentido a estas horas
donde todo parece naufragar.

El Señor se despierta para despertar y avivar


nuestra fe pascual.

Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido


salvados.
Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido
rescatados.
Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos
sido sanados y abrazados para que nadie ni
nada nos separe de su amor redentor.
En medio del aislamiento donde estamos
sufriendo la falta de los afectos y de los
encuentros, experimentando la carencia de
tantas cosas, escuchemos una vez más el
anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a
nuestro lado.

El Señor nos interpela desde su Cruz a


reencontrar la vida que nos espera, a mirar a
aquellos que nos reclaman, a potenciar,
reconocer e incentivar la gracia que nos
habita.

No apaguemos la llama humeante (cf. Isaías


42,3), que nunca enferma, y dejemos que
reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas


las contrariedades del tiempo presente,
abandonando por un instante nuestro afán de
omnipotencia y posesión para darle espacio a
la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de
suscitar. Es animarse a abrir espacios donde
todos puedan sentirse convocados y permitir
nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad
y de solidaridad.
En su Cruz hemos sido salvados para
hospedar la esperanza y dejar que sea ella
quien fortalezca y sostenga todas las medidas
y caminos posibles, que nos ayuden a
cuidarnos y a cuidar.

Abrazar al Señor para abrazar la esperanza.


Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo
y da esperanza.

“¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”.

Queridos hermanos y hermanas: Desde este


lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta
tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor,
a través de la intercesión de la Virgen, salud
de su pueblo, estrella del mar tempestuoso.

Desde esta columnata que abraza a Roma y al


mundo, descienda sobre ustedes, como un
abrazo consolador, la bendición de Dios.

Señor, bendice al mundo, da salud a los


cuerpos y consuela los corazones. Nos pides
que no sintamos temor. Pero nuestra fe es
débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor,
no nos abandones a merced de la tormenta.
Repites de nuevo: “No tengan miedo (Mateo
28,5). Y nosotros, junto con Pedro,
“descargamos en ti todo nuestro agobio,
porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1
Pedro 5,7).
8. ORACIÓN DEL PAPA FRANCISCO
A LA VIRGEN MARÍA,
POR LA PANDEMIA

“Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre


de Dios”.

En la dramática situación actual, llena de


sufrimientos y angustias que oprimen al
mundo entero, acudimos a ti, Madre de Dios y
Madre nuestra, y buscamos refugio bajo tu
protección.
Oh Virgen María, vuelve a nosotros tus ojos
misericordiosos en esta pandemia de
coronavirus, y consuela a los que se
encuentran confundidos y lloran por la pérdida
de sus seres queridos, a veces sepultados de
un modo que hiere el alma.

Sostiene a aquellos que están angustiados


porque, para evitar el contagio, no pueden
estar cerca de las personas enfermas.

Infunde confianza a quienes viven en el temor


de un futuro incierto y de las consecuencias en
la economía y en el trabajo.

Madre de Dios y Madre nuestra, implora al


Padre de misericordia que esta dura prueba
termine y que volvamos a encontrar un
horizonte de esperanza y de paz.

Como en Caná, intercede ante tu Divino Hijo,


pidiéndole que consuele a las familias de los
enfermos y de las víctimas, y que abra sus
corazones a la esperanza.

Protege a los médicos, a los enfermeros, al


personal sanitario, a los voluntarios que en
este periodo de emergencia combaten en
primera línea y arriesgan sus vidas para salvar
otras vidas. Acompaña su heroico esfuerzo y
concédeles fuerza, bondad y salud.

Permanece junto a quienes asisten, noche y


día, a los enfermos, y a los sacerdotes que,
con solicitud pastoral y compromiso
evangélico, tratan de ayudar y sostener a
todos.

Virgen Santa, ilumina las mentes de los


hombres y mujeres de ciencia, para que
encuentren las soluciones adecuadas y se
venza este virus.

Asiste a los líderes de las naciones, para que


actúen con sabiduría, diligencia y generosidad,
socorriendo a los que carecen de lo necesario
para vivir, planificando soluciones sociales y
económicas de largo alcance y con un espíritu
de solidaridad.

Santa María, toca las conciencias para que las


grandes sumas de dinero utilizadas en la
incrementación y en el perfeccionamiento de
armamentos sean destinadas a promover
estudios adecuados para la prevención de
futuras catástrofes similares.

Madre amantísima, acrecienta en el mundo el


sentido de pertenencia a una única y gran
familia, tomando conciencia del vínculo que
nos une a todos, para que, con un espíritu
fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las
numerosas formas de pobreza y situaciones
de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en


el servicio y la constancia en la oración.

Oh María, Consuelo de los afligidos, abraza a


todos tus hijos atribulados, haz que Dios nos
libere con su mano poderosa de esta terrible
epidemia y que la vida pueda reanudar su
curso normal con serenidad.

Nos encomendamos a Ti, que brillas en


nuestro camino como signo de salvación y de
esperanza. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh
dulce Virgen María! Amén.
9. UN PLAN PARA RESUCITAR

Una meditación esperanzada


del Papa Francisco

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las


saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9).
Es la primera palabra del Resucitado después
de que María Magdalena y la otra María
descubrieran el sepulcro vacío y se toparan
con el ángel. El Señor sale a su encuentro
para transformar su duelo en alegría y
consolarlas en medio de la aflicción (cf.
Jeremías 31, 10).
Es el Resucitado que quiere resucitar a una
vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la
humanidad entera. Quiere hacernos empezar
ya a participar de la condición de
resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría pudiera parecer una
provocación, e incluso, una broma de mal
gusto ante las graves consecuencias que
estamos sufriendo por el COVID-19. No son
pocos los que podrían pensarlo, al igual
que los discípulos de Emaús, como un gesto
de ignorancia o de irresponsabilidad (cf. Lucas
24, 17-19).
Como las primeras discípulas que iban al
sepulcro, vivimos rodeados por una
atmósfera de dolor e incertidumbre que nos
hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la
piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo
haremos para llevar adelante esta situación
que nos sobrepasó completamente?
El impacto de todo lo que sucede,
las graves consecuencias que ya se reportan y
vislumbran, el dolor y el luto por nuestros
seres queridos nos desorientan, acongojan y
paralizan. Es la pesantez de la piedra del
sepulcro que se impone ante el futuro y
que amenaza, con su realismo, sepultar toda
esperanza. Es la pesantez de la angustia de
personas vulnerables y ancianas que
atraviesan la cuarentena en la más absoluta
soledad, es la pesantez de las familias que
no saben ya como arrimar un plato de comida
a sus mesas. Es la pesantez del personal
sanitario y servidores públicos al sentirse
exhaustos y desbordados… esa pesantez que
parece tener la última palabra.
Sin embargo, resulta conmovedor destacar la
actitud de las mujeres del Evangelio. Frente
a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante
la situación e incluso el miedo a la persecución
y a todo lo que les podría pasar, fueron
capaces de ponerse en movimiento y no
dejarse paralizar por lo que estaba
aconteciendo.
Por amor al Maestro, y con ese típico,
insustituible y bendito genio femenino, fueron
capaces de asumir la vida como venía, sortear
astutamente los obstáculos para estar cerca
de su Señor.
A diferencia de muchos de los Apóstoles que
huyeron presos del miedo y la inseguridad,
que negaron al Señor y escaparon (cf.
Juan 18,25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo
que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron
simplemente estar y acompañar.
Como las primeras discípulas, que, en medio
de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus
bolsas con perfumes y se pusieron en camino
para ungir al Maestro sepultado (cf. Marcos
16, 1), nosotros hemos podido, en este
tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la
unción de la corresponsabilidad para cuidar y
no poner en riesgo la vida de los demás.
A diferencia de los que huyeron con la ilusión
de salvarse a sí mismos, hemos sido testigos
de cómo vecinos y familiares se han puesto en
marcha con esfuerzo y sacrificio para
permanecer en sus casas y así frenar la
difusión.
Hemos podido descubrir cómo muchas
personas que ya vivían y tenían que sufrir la
pandemia de la exclusión y la indiferencia
siguieron esforzándose, acompañándose y
sosteniéndose para que esta situación sea
menos dolorosa.
Hemos visto la unción derramada por
médicos, enfermeros y enfermeras,
reponedores de góndolas, limpiadores,
cuidadores, transportadores, fuerzas de
seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas,
abuelos y educadores y tantos otros que se
animaron a entregar todo lo que poseían para
aportar un poco de cura, de calma y alma a la
situación.
Y aunque la pregunta seguía siendo la misma:
“¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?”
(Marcos 16, 3), todos ellos no dejaron de
hacer lo que sentían que podían y tenían que
dar.
Y fue precisamente ahí, en medio de sus
ocupaciones y preocupaciones, donde las
discípulas fueron sorprendidas por un anuncio
desbordante: “No está aquí, ha resucitado”.
Su unción no era una unción para la muerte,
sino para la vida. Su velar y acompañar al
Señor, incluso en la muerte y en la mayor
desesperanza, no era vana, sino que les
permitió ser ungidas por la Resurrección: no
estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en
su caminar.
Solo una noticia desbordante era capaz de
romper el círculo que les impedía ver que la
piedra ya había sido corrida, y el perfume
derramado tenía mayor capacidad de
expansión que aquello que las amenazaba.
Esta es la fuente de nuestra alegría y
esperanza, que transforma nuestro accionar:
nuestras unciones, entregas… nuestro velar y
acompañar en todas las formas posibles en
este tiempo, no son ni serán en vano; no son
entregas para la muerte. Cada vez que
tomamos parte de la Pasión del Señor,
que acompañamos la pasión de nuestros
hermanos, viviendo inclusive la propia pasión,
nuestros oídos escucharán la novedad de la
Resurrección: no estamos solos, el Señor nos
precede en nuestro caminar removiendo
las piedras que nos paralizan.
Esta buena noticia hizo que esas mujeres
volvieran sobre sus pasos a buscar a los
Apóstolesy a los discípulos que permanecían
escondidos, para contarles: “La vida
arrancada, destruida, aniquilada en la cruz, ha
despertado y vuelve a latir de nuevo”.
Esta es nuestra esperanza, la que no nos
podrá ser robada, silenciada o contaminada.
Toda la vida de servicio y amor que ustedes
han entregado en este tiempo, volverá a latir
de nuevo. Basta con abrir una rendija para
que la Unción que el Señor nos quiere regalar,
se expanda con una fuerza imparable y nos
permita contemplar la realidad doliente con
una mirada renovadora.
Y como a las mujeres del Evangelio, también a
nosotros se nos invita una y otra vez avolver
sobre nuestros pasos y dejarnos transformar
por este anuncio: el Señor, con su novedad,
puede siempre renovar nuestra vida y la de
nuestra comunidad.
En esta tierra desolada el Señor se empeña
en regenerar la belleza y hacer renacer la
esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya
está brotando, ¿no lo notan?” (Isaías 43, 18b).
Dios jamás abandona a su pueblo, está
siempre junto a él, especialmente cuando el
dolor se hace más presente.
Si algo hemos aprendido en este tiempo es
que nadie se salva solo. Las fronteras caen,
los muros se derrumban y todos los discursos
integristas se disuelven ante una presencia
casi imperceptible que manifiesta la fragilidad
de la que estamos hechos.
La Pascua nos convoca e invita a hacer
memoria de esa otra presencia discreta y
respetuosa, generosa y reconciliadora, capaz
de no romper la caña quebrada, ni apagar la
mecha que arde débilmente (cf. Isaías 42, 2-
3), para hacer latir la vida nueva que nos
quiere regalar a todos.
Es el soplo del Espíritu que abre horizontes,
despierta la creatividad y nos renueva en la
fraternidad para decir presente, aquí estoy,
ante la enorme e impostergable tarea que nos
espera.
Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu
para impulsar junto a los otros, las
dinámicasque puedan testimoniar y canalizar
la vida nueva que el Señor quiere generar en
este momento concreto de la historia.
Este es el tiempo favorable del Señor, que nos
pide no conformarnos ni contentarnos, y
menos justificarnos con lógicas sustitutivas o
paliativas que impiden asumir el impacto y las
graves consecuencias de lo que estamos
viviendo.
Este es el tiempo propicio de animarnos a una
nueva imaginación de lo posible con el
realismo que solo el Evangelio nos puede
proporcionar. El Espíritu, que no se deja
encerrar ni instrumentalizar con esquemas,
modalidades o estructuras fijas o caducas, nos
propone sumarnos a su movimiento capaz de
“hacer nuevas todas las cosas” (Apocalipsis
21, 5).
En este tiempo nos hemos dado cuenta de la
importancia de “unir a toda la familia humana
en la búsqueda de un desarrollo sostenible e
integral”. Cada acción individual no es una
acción aislada, para bien o para mal, tiene
consecuencias para los demás, porque todo
está conectado en nuestra Casa común; y si
las autoridades sanitarias ordenan el
confinamiento en los hogares, es el pueblo
quien lo hace posible, consciente de su
corresponsabilidad para frenar la pandemia.
“Una emergencia como la del COVID-19 es
derrotada en primer lugar con los anticuerpos
de la solidaridad”.
Lección que romperá todo el fatalismo en el
que nos habíamos inmerso y nos permitirá
volver a sentirnos artífices y protagonistas de
una historia común y, así, responder
mancomunadamente a tantos males que
aquejan a millones de hermanos alrededor del
mundo.
No podemos permitirnos escribir la historia
presente y futura de espaldas al sufrimiento de
tantos. Es el Señor quien nos volverá a
preguntar “¿dónde está tu hermano?”
(Génesis, 4, 9) y, en nuestra capacidad de
respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros
pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y
caridad en la que fuimos engendrados y que,
por tanto tiempo, hemos anestesiado o
silenciado.
Si actuamos como un solo pueblo, incluso
ante las otras epidemias que nos acechan,
podemos lograr un impacto real. ¿Seremos
capaces de actuar responsablemente frente
al hambre que padecen tantos, sabiendo que
hay alimentos para todos? ¿Seguiremos
mirando para otro lado con un silencio
cómplice ante esas guerras alimentadas por
deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos
dispuestos a cambiar los estilos de vida que
sumergen a tantos en la pobreza,
promoviendo y animándonos a llevar una vida
más austera y humana que posibilite un
reparto equitativo de los recursos?
¿Adoptaremos como comunidad internacional
las medidas necesarias para frenar la
devastación del medio ambiente o seguiremos
negando la evidencia?
La globalización de la indiferencia seguirá
amenazando y tentando nuestro caminar…
Ojalá nos encuentre con los anticuerpos
necesarios de la justicia, la caridad y la
solidaridad.
No tengamos miedo a vivir la alternativa
de la civilización del amor, que es “una
civilización de la esperanza: contra la angustia
y el miedo, la tristeza y el desaliento, la
pasividad y el cansancio. La civilización del
amor se construye cotidianamente,
ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo
comprometido de todos. Supone, por eso, una
comprometida comunidad de hermanos”.
En este tiempo de tribulación y luto, es mi
deseo que, allí donde estés, puedas hacer la
experiencia de Jesús, que sale a tu
encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate”
(Mateo 28, 9). Y que sea ese saludo el que
nos movilice a convocar y amplificar la buena
nueva del Reino de Dios.

AMDG

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