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TIERRA FLOJA
Por:
Juan David Gutiérrez Gómez
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Así llores, rías, ansíes, desesperes o aguardes
en calma... la felicidad, la tristeza, la paz, la
tragedia, la bienaventuranza... estarán ahí,
todas dispuestas, esperando la orden celestial
para hacerse presentes en tu vida.
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CONTENIDO
Tierra floja
1. Los monstruos
2. La búsqueda
3. Los lombricientos
4. Don Arturo
5. Hasta que la muerte los separe
6. El “devolvedor” de palabras
7. Las cuevas
8. Los días después
9. Para una fiesta azul
10. Adiós, muchachos
11. Marisol
12. La bendición
13. Nuestros muertos viven
14. Agradecer lo simple
15. La muerte viva
16. El “dotor”
17. Antes
18. Letargos
19. El “enmujonio”
20. Escuchar, hablar, escuchar
21. Pilar
22. Las “boquifrías”
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TIERRA FLOJA
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descubría un cuerpo, para ayudar en el primer momento de
reconocimiento.
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Mi paso por la Defensa Civil Colombiana, aunque
breve, fue intenso. Ingresé a la Institución en julio del 87,
por sugerencia de mi hermano, Nando, quien llevaba
varios meses como voluntario. Pero antes de finalizar ese
año, con gran frustración y algo de vergüenza, entendí que
no tenía el temple suficiente para lucir los emblemas que
distinguen a los ilustres anónimos de ese tipo de entidades,
y decliné a mi título. Entendí aquello porque, aun
habiendo prestado un servicio de altura, no fui capaz de
ver tan de cerca la desolación de la tragedia sin
desestabilizar mi relativa tranquilidad cotidiana de
ciudadano del común.
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1 – LOS MONSTRUOS
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—Eso era un sueño, princesa, era un sueño. Todo está
bien.
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—No me gusta para nada ese sueño de Marisol —le
dijo Arturo a Claudia más tarde, mientras desayunaban
ellos dos, antes de que se levantaran los niños.
—¿Y qué fue lo que soñó? ...yo casi me muero del
susto con el grito y alcancé a oír algo de lo que le dijiste,
pero estaba tan dormida que ni me acuerdo qué era; y
después dormí súper mal, soñando que dizque me
perseguía una manada de tarántulas con ojos de gato que
me querían picar, y yo te gritaba que me ayudaras, pero no
me parabas bolas por estar tomando cerveza con tus
amigos —respondió ella mientras soplaba el agua de
panela y la pasaba de un pocillo a otro, intentando
enfriarla un poco.
—Que dizque unos monstruos bajaban por la loma y
nos mataban a todos —continuó él, arrugando la frente y
torciendo la boca, en señal de preocupación.
—Dejá la bobada, Turo. Eso debe ser por algún
programa que vio en la televisión de mi mamá; mirá que la
semana pasada me llamó muerta de miedo que porque
había visto un programa de una niña que estaba poseída
por el diablo, volteaba hacia atrás la cabeza, echaba
vómito a chorros y caminaba por el techo. O también
porque oyó algo de lo que está diciendo la gente sobre las
cuevas con armas y dinamita de esos verracos del M19, y
está nerviosa; vos sabés cómo es ella, que se hace la que
está jugando con muñecas y en realidad está es oyéndose
todos los chismes; parece que tuviera cuatro orejas. Y
mirá que varias personas han estado hablando de eso de
los guerrillos en estos días, seguro algo oyó.
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—Uy, Marisita; me asustaste —apuntó Arturo,
poniéndose la mano sobre el pecho—. ¿Hacía mucho
estabas ahí?
—¿Qué es “dimita”, pá? —preguntó ella, acercándose
a su padre, sin contestarle la pregunta.
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2 – LA BÚSQUEDA
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entorno de evidente injusticia social, víctima de una
violencia desaforada sin solución aparente.
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ignorados con las rutinas diarias, de las angustias
maquilladas con esperanzas de futuros mejores.
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don Arturo; sin embargo, me remitió a donde doña Clelia
Arbeláez.
—¿Ella lo conoce? —le pregunté.
—Vecino del Héctor Abad que ella no conozca, es
que es de otro lado —comentó el viejo.
—Muchas gracias por el dato —le dije—. La buscaré.
Y aprovechando el momento, intenté hablar más a fondo
con el anciano.
—¿Usted vivía en Villatina? —le consulté.
—Si, señor —contestó él, cortante.
—¿Recuerda bien lo que pasó en el derrumbe del 87?
—Como si juera ayer.
—¿Podría hacerle algunas preguntas sobre eso? —
continué yo, con cautela, pues lo sentí tenso.
—Ay, mijito… —respondió.
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3 – LOS LOMBRICIENTOS
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A los dos años de pagar arriendo compraron el rancho
indigno a precio de mansión, y, con paciencia e infinita fe,
lo convirtieron en un lugar humanamente habitable,
disminuyeron un poco sus penurias y dieron a los tres
menores la oportunidad de estudiar hasta que quisieron y
pudieron. Pasado el tiempo, sin notarlo, cambiaron las
lombrices por úlceras y las sonrisas inocentes por caras
largas con el rictus característico de la gente de ciudad.
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La novia prometida era Claudia, vecina en Villatina y
amiga de infancia de Arturo, a quien la fallecida ya le
había dispensado muchas otras bendiciones y
bienaventuranzas en los meses anteriores, pues la
acompañó como hija en el sendero del adiós y le dio
tranquilidad futura al prometerle acompañar hasta la
muerte a su hijo menor, guardándole fidelidad “…en la
alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la
salud y en la enfermedad”.
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4 – DON ARTURO
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Cinco minutos antes de las siete me bajé del carro,
caminé los pocos metros que me separaban de la puerta
con el número que tenía anotado, y toqué. Pude observar
que el Mercedes no estaba vacío; al parecer su ocupante
venía también para consulta, estaba muy ansioso por su
cita, o era más obsesivo que yo con el manejo del tiempo.
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—¡Quite, Gardel! —regañó la señora al animal que,
sin remordimiento alguno, se limitó a quitarme sus patas
de encima y retirarse un poco, moviendo su minúscula
cola enroscada hacia arriba y adelante como aguijón de
alacrán. —¿Usted es don Juan? —me preguntó en seguida
con amabilidad, haciéndome tranquilizar un poco, pues
imaginaba que en persona iba a ser tan seca y cortante
como lo había sido al teléfono días antes.
—Si, señora —afirmé, sacudiéndome la camisa con
las manos y acariciándole la cabeza a la reencarnación
burda del maestro del tango.
—Llegó muy puntual —anotó.
—Siempre lo soy —contesté. Ella sonrió con ironía.
“¿A quién me recuerda esta señora?”, pensé.
—Siga y se sienta; ya vengo a tomarle los datos —me
indicó mientras entrábamos a la casa, señalándome una de
las sillas del salón de ingreso, que servía como sala de
espera. Luego entró hacia un corredor que se veía largo
hacia el fondo, y cerró la puerta, dejándome solo en mi
silla, vigilado por la mirada ansiosa del mancha-camisas
de piel arrugada, que parecía querer desposarme.
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Sabía que en esa primera corta reunión no iba a
obtener mucho material para mi libro, así que, más que
preguntas, me propuse entablar con él una conversación
que le generara tranquilidad y confianza, para iniciar
después una serie de entrevistas ordenadas, cada una con
objetivos agendados, claros y precisos.
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quien ese día, desde antes de las ocho de la mañana, ya lo
estaban esperando dos clientes en su sala de recibo.
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5 – HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE
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Comenzó con poner barandas –“por si los pelaos se
suben sin permiso”–, en lo que tardó más de un mes.
Cuando llegó navidad se vio obligado a interrumpir la
obra, pues los gastos de fin de año agotaron el presupuesto
para materiales; su esposa estuvo de acuerdo en darse “un
placito, pero no muy largo”.
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La futura fábrica estuvo lista el 18 de junio, siete
meses después de iniciada y de mucho sermón acumulado,
pero la alegría de Claudia justificó el esfuerzo.
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6 – EL DEVOLVEDOR DE PALABRAS
—¿Por qué cree que ese señor era tan bueno con
usted?
—No sé. Yo creo que porque él sabía que yo no lo
traicionaría nunca. Y así fue: nunca le dije una sola
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mentira; y además no necesitaba engañarlo con nada,
porque él conmigo era más amplio que mafioso borracho.
Y a veces creo que también me veía como el hijo hombre
que nunca tuvo, al que soñaba con haberle entregado la
administración de sus empresas y haberle dejado su
fortuna.
—¿”Devolvedor”? —inquirí.
—Yo sé que está mal dicho, pero eso es lo que hago y
lo que soy. La gente necesita contar lo que siente, lo que
sueña, lo que cree, lo que vive. La gente se siente sola en
el mundo, no tiene con quién hablar y no sabe que ya sabe
todo lo que necesita saber para estar bien; no sabe que su
propia palabra es la cura para sus amargores. Yo escucho a
mis personitas, leo sus ojos, me alineo con su energía y lo
único que hago es devolverles en mis palabras lo que ellas
me dicen. Muy poca gente sabe escuchar; yo sé escuchar y
devolver con amor lo que escucho, ahí está la clave. No
soy ni brujo, ni curandero, ni chamán –que hasta eso me
han dicho–. Simplemente soy un tipo que escucha con
paciencia y entrega, y le devuelve a cada uno lo que
necesita, que en realidad ya lo tiene; lo que pasa es que no
sabe que lo tiene. Usted mismo tiene adentro un brujo, un
curandero o hasta un chamán; pero si usted no le cree a ese
que hay en usted, entonces se desespera y no ve las
soluciones a lo que le entristece. La gente me cree a mí
porque otra gente le dice que crea en mí; entonces viene y
me cuenta todo con sus palabras, con sus ojos, con su
energía, y yo le muestro a cada personita las soluciones
que descubrí en su interior; y a esas soluciones sí les cree,
sin entender que ya las sabía. La gente me cree a mí y no
cree en ella misma; y no sabe que si creyera en ella misma,
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no me necesitaría. No sabe que en su mente está la
solución para todo. Todos tenemos la formulita para estar
sanos, para ser productivos, para ser felices. Si dejáramos
de pensar tanto en la vida perfecta que está afuera, seguro
viviríamos mejor; si, simplemente, fuéramos lo que
somos, sin tratar de ser diferentes, seríamos auténticos; y
el que es auténtico, vive mejor y es mejor. Un árbol es
árbol, y ya. Una piedra es piedra, y ya. Con seguridad si
los humanos fuéramos piedras o árboles, seríamos piedras
tratando de ser árboles o árboles tratando de ser piedras;
los humanos no aceptamos lo que somos y tenemos, y no
entendemos que con lo que somos y tenemos, ya
podríamos ser felices; o al menos estar tranquilos; …y
estar tranquilo, es ser feliz ¿Muy enredado?
—Más o menos —le dije—. ¿Cuándo descubrió que
usted era un “devolvedor”?
—Cuando toqué fondo y entendí.
—¿Con lo de Villatina?
—No, hombre. La tragedia fue el principio de mi
llegada al fondo, pero no el fondo—continuó—. Fue como
si me hubieran pegado un tiro en la cabeza al lado de un
abismo –y me caí al abismo–, pero todavía me faltaba
llegar al fondo de ese abismo para entender. Con lo que
me pasó en Villatina yo perdí la luz, pero seguí la vida
para adelante como un robotcito, como un zombi, sin
entender el verdadero sentido de por qué o para qué me
había pasado eso. Con la llegada al fondo del abismo fue
que entendí.
—¿Y cuándo fue que tocó fondo?
—En el 97 —contestó—. Y no es que me haya
pasado algo peor, porque lo de Villatina es lo peor que me
ha pasado, sino que la vida me pegó una cachetada en la
otra mejilla, y ahí sí me sentí rejodido. Y uno a veces se
tiene que sentir rejodido para entender.
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—¿Qué pasó en el 97?
—Después le cuento, Gringo—respondió—; vea que
ya se nos fue el tiempo y tengo personitas esperándome.
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Marisol, mi niña, la que usted conoció muerta. Creí que ya
la había sentido. Ella ya lo sintió a usted.
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7 – LAS CUEVAS
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—¿Cómo era Villatina antes de la tragedia? —le
pregunté una vez iniciamos nuestro trabajo.
—Como cualquier barrio de pobres —respondió—. Un
barrio de gente llena de necesidades, tratando de salir
adelante con las uñas; pero gente buena, casi toda. Aunque
no faltaba el pillo, pero es lógico que hubiera pillos,
porque casi todos los pillos salen de barrios pobres; es que
la pobreza y la injusticia social son el abono perfecto para
que se críen los pillos. Es que cuando usted tiene un buen
rancho para vivir y tiene con qué darles comida y estudio a
los niños, usted está tranquilo y ni se le pasa por la cabeza
hacer daños. Pero eso de no tener dónde vivir y ver a los
pelaos hambreados y embruteciéndose, lleva a la gente a
pensar maldades. Yo he sido toda mi vida más legal que
un robo en el Congreso, y además siempre tuve con qué
sostener a mi familia; pero le digo que si me hubiera
tocado aguantar hambre, de pronto hasta me la hubiera
rebuscado por las malas. Y no es que justifique a los
pillos, porque el que mal anda, mal acaba; pero sí tengo
claro que el hambre envenena el alma. Villatina en ese
tiempo –y creo que todavía hoy–, era un barrio con
personas llenas de problemas; problemas que no siempre
podían solucionar de forma legal, entonces algunos se
torcían a rebuscarse la vida fácil, así fuera robando,
estafando o hasta matando por billete. A uno con los
pillos de barrio pobre le da es pesar, porque muchas veces
no es culpa de ellos; lo que sí da rabia son los pillos con
plata, los políticos vendidos, los congresistas, los jueces
torcidos; esos sí dan rabia.
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—¿Qué hay de raro en eso? —inquirí.
—Que el ataúd estaba vacío; y el cadáver nunca
apareció —detalló.
—¿No sería que el féretro siempre estuvo vacío?
—Vaya a saberse… —contestó—. Aunque se
hubieran dado cuenta al cargarlo el día anterior, ¿no cree
usted?
—Pues sí; es cierto. ¿Y sí estaría trabajando para
Escobar? —insistí.
—Yeeee…; seguro que sí, Gringo. En ese tiempo
todo lo que se movía en Medellín tenía que ver con ese
señor. A usted le tocó esa época, y sabe que es verdad lo
que le digo.
—¿Gas?
—Sí, señor. Como le conté antes, en esa loma había
cuevas hechas desde la época de los indios; imagínese,
más viejas que un río. Creo que por allá por los 50 o 60 las
abrieron los guaqueros para sacar vasijitas de barro y
checheritos para vender. El cuento es que ellos abrieron
los huecos, los ancharon y los dejaron destapados después
de robarse lo que había. Nosotros a veces bajábamos con
manilas, escarbábamos con palitas y abríamos más
túneles; una vez nos encontramos unos pedazos de una
olla partida y se los regalamos a un señor de la
Universidad de Antioquia. Hasta ahí todo iba bien; pero
venga pues le digo por qué fue la explosión: …resulta que
esos huecos soltaban un gas, que me imagino salía desde
el fondo de la tierra; y yo lo sé porque muchas veces que
estuve ahí con amigos, nos tocó salirnos porque olía muy
fuerte. De vez en cuando las cuevas se inundaban un
poquito en el fondo cuando llovía, pero la tierrita se
tragaba el agua y el gas después podía seguir saliendo
solito. Así fue siempre y, si hubiera seguido así, nada
hubiera pasado. El problema empezó cuando se taponó la
acequia y botó agua derechito para las cuevas durante
varios días, sin que nadie la destaponara. Con ese chorro
permanente, las cuevas se inundaron del todo y la tierrita
no se alcanzó a tragar el agua que seguía llegando; eso
ablandó los túneles, que se fueron derrumbando y
taponando sin dejar que el gas saliera, hasta que la fuerza
acumulada hizo que todo explotara. Eso fue como si usted
cogiera una olla a presión y le tapara del todo la valvulita.
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—Ya van siendo las ocho, Sir Arthur —aclaré,
cambiando el tema—. Antes de irme, cuénteme lo de
Marisol.
—Ave María, Gringo. Usted si es más entrador que
una pulga.
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8 – LOS DÍAS DESPUÉS
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Esta última modalidad fue la que mejor aceptación
tuvo por parte de los nuevos propietarios, pues les
permitió acceder a sus viviendas sin adquirir las deudas
posteriores que generaba la modalidad de construcción
total por parte del municipio con adquisiciones por
financiación. Dichas deudas, originadas por las cuotas del
crédito, sumadas a los gastos de servicios e impuestos,
asfixiaron los exiguos presupuestos de muchas familias
beneficiadas y llevaron a la administración municipal a
adquirir enormes carteras por mora en las obligaciones
contraídas por los nuevos propietarios, quienes venían de
la total informalidad o de la ilegalidad.
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9 –PARA UNA FIESTA AZUL
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—Fresca, gorda. Acordate que como tenía que
trabajar hoy, don Elías me dejó traer la motico de la
empresa.
—¿Y dónde la dejaste, pues? No la vi abajo.
—Me la guardó Samir, el zarco. Es que es mejor
evitar; acordate que la otra vez me robaron un retrovisor.
—¡Qué verraquera con esta gente!, ya no respetan ni a
los del barrio.
—Nada qué hacer, mija; lo mejor es cuidarnos.
—¡Mááá, se está quemando una arepa! —gritó Carlos
Mario al salir de la habitación y ver humo en el fogón.
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Luego del fallido intento de Claudia por montar la
fábrica de arepas, la terraza se había convertido en el patio
de juegos de los niños y en un buen lugar para hacer
reuniones esporádicas con familia y amigos. Los mesones,
las estanterías, el fogón y los utensilios que solo se usaron
una vez para lo que Claudia planeó, estuvieron tapados
con plásticos durante dos años, hasta que ella, aceptando
que el cuidado de los niños no le dejaba tiempo ni energía
para soñar con ser empresaria, permitió que su esposo
destapara todo, utilizaran lo que se pudiera para el uso
doméstico y lo otro quedara para uso recreativo, porque
“era mejor buscarle uso en la casa, que venderlo por
menudas”. El fogón se bajó para la cocina, aunque a
fuerza de lidias cupo; los mesones se dejaron arriba para
las reuniones y para que los pelaos jugaran; una de las
estanterías se bajó para la pieza de los niños y las otras dos
se dejaron en la terraza para llenarlas de chécheres que no
cupieran abajo. La mayoría de los utensilios menores los
dejaron “para el día a día”; los otros, tras ponerlos a rodar
durante meses en rincones, cajones y estantes, al fin
aceptaron que solo les servían de estorbo, y se los
regalaron a los mejores postores.
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—Eso era un sueñito, mi amor. Ven, vamos a
desayunar.
—Eran de verdad, pá; yo los vi.
—Bueno, está bien, pero ven desayuna.
—Pero eran de verdad, pá —insistió ella.
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10 – ADIÓS, MUCHACHOS
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—¿Ahora sí me va a contar qué es eso que usted
come, Sir Arthur? —le pregunté.
—¿Quiere? —dijo, y me ofreció el frasco con pasta.
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Marisita o la misma personita con la que estoy me hablen,
y decido con cuál de mis juguetes juego ese día.
—¿Juega? ¿juguetes?
—Claro, Gringo —me explicó—. Siempre estamos
jugando; y la vida y la muerte y Dios y el diablo y el
destino, siempre están jugando con nosotros. El problema
es que no entendemos el juego; nos creemos maestros,
dueños y señores de nuestra vida, hasta que algún día,
tarde o temprano, nos damos cuenta de que, en verdad,
somos simplemente un juguete o un jugador invitado, pero
nunca los dueños del juego.
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—Unas cervezas —afirmó—, siempre me ha gustado
mucho la cerveza. Y en eso estaba, cuando, como a las
6:00, subió mi señora a avisarme lo del pelao ese que le
conté hace días; el hijo de una señora cerquita de mi casa,
que mataron dizque porque estaba enredado con mafiosos.
Nosotros no éramos amigos de él, pero como sí
conocíamos a doña Bernarda de toda la vida, decidimos ir
un rato a acompañarla. Yo guardé todo, me cambié y
arranqué para allá con Claudia, mientras Lucrecia, mi
cuñada, cuidaba a los niños. Esa señora estaba que se
moría de tristeza por la muerte del hijo. ¡Qué locura,
Gringo! …para saber que, al otro día, ella y medio barrio
iban a estar en las mismas. Nadie sabe qué le espera; nadie
se muere la víspera; la única que muere la víspera es la
gallina del paseo.
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Empezó a recordar nombres, que iba repitiendo en
voz baja mientras los enumeraba con los dedos. Terminó
con los de la mano izquierda y siguió con los de la
derecha. Por un momento esperé que estuviera contando
los vivos. Dos de los nombres que mencionó coincidieron
con nombres de amigos míos y, en ese instante fugaz en
que recordé sus caras, los imaginé muertos; me dio una
punzada en el pecho.
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11 – MARISOL
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Con el tiempo, en vez de luchar contra algo que
parecía no tener remedio, sus padres decidieron apoyarla y
tratar de entender su comportamiento. Aún así,
ocasionalmente la llevaban donde médicos tradicionales,
que se impactaban con su forma de hablar, pero no sabían
dar un diagnóstico claro. Todos se limitaban a afirmar que
estaba sana, y concluían, con alguna vaguedad inservible:
“es que ella es demasiado inteligente, demasiado
evolucionada”; “la niña no tiene nada, simplemente es
diferente”; “es que debe tener un coeficiente intelectual
muy alto"; “qué bueno para ustedes que tienen una niña
así, ¿no se sienten muy orgullosos?”; “esa niña va a llegar
muy lejos, déjense y verán”.
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12 - LA BENDICIÓN
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Se quedaron en silencio. Arturo la abrazó y, sobre sus
hombros, miró a la montaña. —¿Qué será pues la cosa? —
susurró, como esperando quizá una respuesta de los
amigos imaginarios de ella. Segundos más tarde, Marisol
dijo:
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13 – NUESTROS MUERTOS VIVEN
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Por eso le hablo a mi padre, consagrado domador de
letras, y le digo que me guíe por las sendas rectas que él
caminó; que se siente a mi lado siempre que escribo y me
corrija con su pluma firme; que me enseñe a elegir la
palabra justa, a plasmar el sentido adecuado, a expresar
con precisión lo que mi mente quiere.
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14 – AGRADECER LO SIMPLE
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que lo único de verdad suyo, es la luz interior. Haga crecer
esa luz, Gringo, esa es su única riqueza.
—¿Sonó el teléfono?
—Sí. Primero sonó como antecitos de las once, que el
patrón llamó a pasar revista y a avisarme que antes de las
cuatro me recibía otro de la empresa. Y al rato llamó
Claudia, despuesito de la una, a contarme que la misa
había estado muy bonita, que el cura había hablado
hermoso, que los niños estaban divinos, que en la piñata
de Jeison no cabía un alma, en fin, todas esas cosas que
cuentan las mujeres.
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—Pues imagínese ya… un día cualquiera, como hoy;
…porque así me pasó a mí; …imagínese que ahora
mismito reciba una llamada y le digan que pasó algo y su
barrio ya no existe. Imagínese irse ahora a buscar a esa
familia que dejó esta mañana enterita y al llegar no
encuentre barrio, ni casa, ni familia, ni nada —dijo,
mirándome a los ojos. Luego bajó la cabeza y continuó—.
Aunque mejor ni trate de imaginarlo, Gringo; nadie puede
sentir eso sin que le pase.
—¿Qué quería?
—Que hiciéramos una ceremonia juntos, para darle
gracias a la vida por haber hecho popó —apuntó don
Arturo, y soltó una fuerte carcajada.
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15 – LA MUERTE VIVA
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Antes de sentarse de nuevo, encendió los velones que
seguían apagados –usualmente solo encendía dos, máximo
tres–. Ya en su poltrona, sacó uno de los cigarros, lo
despicó, prendió un fósforo largo de madera, le pasó el
fuego al tabaco por los lados para sellarlo, se lo llevó a la
boca y lo prendió, al tiempo que se lo ofrecía a la tierra y a
sus seres del más allá. El primer humo, de olor delicioso,
me hizo viajar a mi lejana infancia y entender, durante un
segundo, que pasado, presente y futuro son solo un
instante; me hizo recordar aquel humo dulce de las pipas y
los tabacos de brevas de mi padre; aquel olor a tertulia, a
familia, a hogar; aquellos tiempos sin afanes carentes de
pasado y con todo el futuro por crear; aquellos mundos de
inocencia en los que solo inquieta el instante presente.
Don Arturo fumó en silencio durante dos, quizá tres
minutos, en los que no quise interrumpirlo; ni quise
interrumpirme. Luego, retomó mi pregunta:
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presente, Gringo: el tiempo de muerto es más rápido que
el de vivo.
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—Muchos, pero solo recuerdo que me decían “tus
niños, Turito, tus niños”; yo trataba de preguntar qué había
pasado con ellos, pero no me salían las palabras. Antes de
llegar a la esquina vi el primer carro con cadáveres; era un
“picod” azul. El volco estaba abierto y, aunque me dije
que ahí no podía haber nadie de mi familia, de todas
maneras paré a mirar quiénes eran los muertos, porque al
lado del carro había pura gente conocida viendo hacia
adentro. Como le decía: todos llorando, todos a los gritos.
Me acuerdo que ahí estaba doña Ofelia, como loca,
cogiéndole la mano al cadáver de don Laureano, hasta que
cayó desmayada; eran una pareja de viejitos que vivían
solos, cerquitica a mi casa. Adoraban a mis niños; esos
pelaos llegaban del colegio y fijo doña Ofelia les tenía
paletas, obleas o bocadillo; y el viejito les hacía truquitos
y mis hijos juraban que era mago. La viejita no aguantó la
soledad y se murió al mes.
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hablarle. Volvió a sentarse. Finalmente se dispuso a
continuar, visiblemente conmovido.
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16 – EL “DOTOR”
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—Que usted tiene que cambiar de colchón, tener más
sexo y hacer pipí antes de acostarse —concluyó soltando
una carcajada que me hizo sentir estúpido.
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—Y el 0,1% qué queda, ¿sí tiene interpretación
paranormal? —pregunté insistente, intentando limpiar un
poco mi pisoteada imagen.
—Ese poquitico de historias que vivimos en los
sueños, tal vez si tiene algo que no es de este mundo y
podría tener significados; pero no porque pertenezca a los
sueños, sino porque le ocurre principalmente a personas
con capacidades para escuchar.
—¿Me explica, por favor?
—Le voy a poner el ejemplo de Maricita. Ella tenía
sueños de verdad raros; ya le conté el de mi cuñado, el de
una vecina y ese de los monstruos. Y, como esos, tenía
muchos más, de cosas que nos contaba y después ocurrían.
Pero eso de ella no pasaba solo con los sueños; Marisol
decía cosas extrañas a pleno sol o cuando estábamos
almorzando. Lo que pasaba es que recordábamos más lo
que nos decía que soñaba, que lo que nos decía que
pensaba durante el día. Ella veía seres que nosotros no
vemos, y hablaba con ellos, así estuviera despierta o
dormida. Lo que le quiero decir es que los sueños de una
persona que no tenga la capacidad de escuchar a los seres
espirituales, no tienen por qué ser de cosas que vayan a
pasar o que puedan pasar, o sueños de comunicaciones con
personas muertas. ¿O es que usted cree que los ángeles se
sientan a esperar a que nos durmamos para hablarnos? ¿O
usted cree que si los espíritus nos quisieran decir algo, nos
lo dirían en claves, en forma de gallinazo, de gato blanco o
de mujer embarazada? Cuando los seres espirituales
necesitan comunicarse y darnos mensajes, lo hacen por
telepatía o no sé cómo, que ni cuenta nos damos. Pero
ellos no están a toda hora leyendo libros de códigos para
ver si nos mandan mensajes encubiertos en sueños de
faldas rotas, ovejas verdes o narices grandes, para que
nosotros entendamos que nos están anunciando un viaje,
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un nuevo amor o una muerte. Tampoco se puede negar
que a veces hay casualidades o casos extraños como el de
mi hermana, cuando se ganó una fracción de la lotería con
el número que le puso a bordar mi mamá toda una noche,
pero eso es muy raro que pase; eso no es para escribir un
libro de interpretaciones de sueños, eso es una casualidad.
No le voltee a eso, Gringo; diviértase con los sueños, pero
no les pare tantas bolas; son solo sueños y ya.
—¿Era soltera?
—Viuda—respondió—. El marido de ella era un tipo
espectacular, que además fue muy buen amigo mío. Se
llamaba Pacho Muñoz; pues, Francisco Muñoz, pero le
decíamos Pacho; se mató en una moto una semana
después de que Marisol soñó que lo había visto disfrazado
de mago. Desde el accidente de él, Lucrecia no volvió a
salir con nadie; y eso que nosotros le insistíamos mucho
que lo olvidara y volviera a empezar. Le decíamos que ella
era una mujer muy inteligente y muy bonita; y le
presentábamos amigos para ver si se animaba, porque se
mantenía más sola que una ostra. Ellos vivían también en
el barrio, pero varias cuadritas abajo de donde vivíamos
Claudia y yo. Cuando él se mató, ella se volvió a vivir
con Zuleima, mi suegra, que se había quedado sola hacía
poquitico, porque los dos hijos mayores que vivían con
ella se habían arrejuntado con mujeres y se habían ido a
vivir a otro lado. Gracias a Dios mi suegra tenía con qué
vivir, porque aunque el marido se le murió cuando los
hijos estaban chiquiticos, le dejó una pensioncita muy
buena de las Empresas Públicas de Medellín. Yo creo que
Lucrecia y yo comenzamos a mirarnos diferente a eso de
cuatro o cinco meses después del derrumbe, que fue
cuando yo empecé a resucitar. Recuerde que al principio
dejé de trabajar y me dediqué a beber y a leer. No sé
cómo me aguantaron en esa casa; tal vez porque no era un
borracho problemático. Yo en ese tiempo no hice sino
llorar y quejarme, hasta la noche en que soñé con Maricita
que me aconsejaba y me decía que ya era hora de empezar
otra vez. Imagínese, Gringo, mi hija de seis años
154
enseñándome a vivir, como a un cagón. Yo esa vez me
levanté muy impresionado, y hasta ahí bebí como bebía, y,
por primera vez, le acepté a Lucrecia ir a un encuentro.
—¿A un encuentro?
—Es que ella iba a unos encuentros de sanación de
una iglesia cristiana que quedaba por el barrio. Antes de
la avalancha llevaba varios meses yendo, pero muy de vez
en cuando; después de eso, no faltaba cada semana. Y eso
de verdad le ayudaba, porque cada vez se le notaba mejor.
Y me echó y me echó cantaleta, hasta que, después de lo
del sueño, le acepté.
155
—¿Cuándo empezó a trabajar otra vez?
—Como una semana después del sueño con La Niña,
llamé a don Elías y le dije que si sabía de algún trabajito
para mí, que yo estaba dispuesto a empezar otra vez.
Usted no me lo va a creer, Gringo: a la hora de hablar con
él, llegó a la casa de mi suegra uno de los empleados de la
empresa y me dejó parqueada en la puerta la moto, que
para que empezara a trabajar al otro día y no tuviera que
coger bus. Así era ese señor. Dios lo tenga en su santa
gloria.
—¿Tanto “perendengue”?
—Pues, tanto canturreo, tanta fraseadera y tanto
maromeo —aclaró—. Es que a mi esas ceremonias tan
llenas de carajadas como que no me convencen. Para yo
conectarme con Diosito o con seres superiores, no necesito
arrodillármele a nada ni a nadie, ni repetir frases mágicas,
bailar y cantar la canción del misterio celestial, hacer
dibujitos secretos en el aire o tomar menjurjes
sobrenaturales.
—¿El Sacristán?
—Era uno de los ayudantes del pastor; era como su
mano derecha. El pastor solo iba a las ceremonias
principales; el resto del tiempo estaba él, ayudando a la
gente, hablando con el que necesitara hablar. En verdad no
era sacristán; yo lo puse así cuando nos hicimos amigos.
Se llamaba Deison Ferney. No era del barrio, pero se
mantenía allá. Hablaba muy bonito; por eso el pastor lo
recomendaba y por eso se fue haciendo amigo de todo el
mundo. Lucrecia y yo lo invitábamos a veces a la casa
cuando terminaban los encuentros, y amanecíamos
hablando con él. Para qué pues, pero ese tipo me ayudó
mucho en ese tiempo y lo quise mucho cuando fuimos
amigos. Él me ayudó a aceptar el destino sin tener que
entender todo, a buscarle a la vida el lado sabroso y a no
juzgar tanto a la gente. Y hablando con él fue que me fui
dando cuenta de que yo también tenía habilidades para
ayudar. Pero no es que lo hubiera ayudado a él, sino que
fui aprendiendo su forma de escuchar, de entender las
palabras del que está hablando con uno y de ayudar al otro
a encontrar salida a sus problemas. Oyéndolo a él, sin
buscarlo, fui creando una manera de hablar, que a mis
personitas les fue gustando.
160
—¿Qué dijo su suegra?
—Ella no se tragó del todo esa relación, pero al fin
entendió que era mejor vernos juntos y felices, que
separados y llevados del diablo. Alguna vez sí nos echó un
sermón sobre el respeto a Claudia y los niños, pero
Lucrecia se le emberriondó y le pidió que no hablara de
amor y dolores ajenos; que Claudia había sido su hermana
más querida y mis niños habían sido como sus hijos.
Zuleima entendió y se calmó; lo verraco es que después
fue la que más cantaleta nos echó para que nos casáramos
cuando nos fuimos a vivir juntos al Héctor Abad, como a
finales del 88. Esa parte de mi vida fue muy buena, porque
me sentí como volviendo a nacer; aunque me mantenía
como en una mezcla de felicidad y tristeza, me sentía
livianito. Lloraba por mi familia, pero también estaba
feliz de haber podido encontrar otra mujer con quien
armar de nuevo un cambuchito; aunque ella nunca quiso
casarse ni tener hijos. El barrio nuevo quedó muy chévere,
y el lote que nos ganamos en el sorteo estaba muy bien
ubicado. Al principio nos dio muy duro, porque no
teníamos nada, pero con paciencia y buena gana fuimos
llenando los huecos, con muebles que fui haciendo con la
madera que me regalaba mi patrón.
166
17 – ANTES
171
Doña Digna, vestida de luto, salió de su casa rumbo a
la velación en la cuadra de atrás. Se detuvo un instante a
conversar con doña Oriela. Le contó que ya por fin le
habían entregado el cadáver a doña Bernarda después de
casi dos días de pelear en Medicina Legal, que apenas
hacía cinco minuticos había llegado el carro de la
funeraria a dejarlo a media cuadra de la casa para velarlo
allá hasta el otro día, que el entierro iba a ser a las 9:00 de
la mañana, que habían sellado el féretro porque el
muchacho estaba desfigurado, que no lo iban a dejar ver
de nadie para que todo el mundo lo recordara sonriendo,
que parecía que ya estaba oliendo maluco porque los
muertos a tiros se pudren más rápido, que esa familia
estaba destrozada, y que no fuera a decir nada, pero que
todo el mundo estaba diciendo que lo había mandado
matar Pablo porque se le iba a robar la plata de un cruce.
Doña Oriela le envió con doña Digna a doña Bernarda un
sentido pésame por la tragedia, una solicitud de
comprensión por no ir temprano a su casa por el asunto de
la fiesta de su hijo Jeison, y una promesa de ir a
acompañarla toda la noche para rezar juntas por el alma
del buen muchacho.
174
El estruendo de “…había una vez un barco
chiquiticooo…, queee no podía, que no podía, que no
podía navegar…”, la atropelló apenas abrió la puerta y
cruzó el umbral. “Esta Oriela quiere tumbar el barrio con
ese volumen, le voy a decir que le baje”, pensó.
El sol brillante la hizo arrugar la frente y taparse los
ojos con la mano.
—¡Cuidado, doña Claudiaaa! —le gritó uno de los
niños de la fiesta, demasiado tarde, pues ya el balonazo le
había golpeado brutalmente el seno izquierdo.
—¡Jueputaaa!, tengan cuidado, cagones —les gritó a
los del balón, mientras se masajeaba con cuidado.
El dolor le hizo recordar las mamografías que debía
hacerse una vez al año desde el nacimiento de Marisol;
siempre se enfurecía e “hijueputeaba” a la enfermera: —
…tené cuidado ¿vos es que no sabés lo que duele esta
mierda?—, le decía. —Qué pena con usted, doctora, pero
es que mi señora es la mujer más decente que conozco,
hasta que le aprietan los senos —se disculpaba el marido,
que siempre la acompañaba—; …ahí se le sale la
arrabalera que lleva adentro.
Por un momento pensó en subir de nuevo a mirarse y
echarse algo en el seno o ponerse algo frío, pero decidió
no prestarle atención al golpe, aguantarse el dolor y pasar
donde doña Oriela a ver cómo iba la fiesta, y a preguntarle
sobre la velación en la cuadra de atrás.
175
como una sombra gloriosa que veneraba su resurrección,
tras haber estado unos minutos antes casi muerta de calor.
Aún no había llegado mucha gente. Solo estaban allí
los familiares cercanos del difunto y algunos vecinos que
le habían ayudado a doña Bernarda a organizar los
muebles de la sala, a llevar el comedor para una de las
piezas, a colocar en su sitio y encender los velones
alquilados por la funeraria, y a ubicar las sillas contra las
paredes en torno al cofre negro sellado con tornillos.
Cumpliendo el deseo del difunto en vida, el féretro había
sido cubierto con la bandera de su equipo de fútbol
preferido. En homenaje a su hijo, la madre colocó sobre la
tela la mejor foto que encontró del muchacho; una en la
que reía con toda la alegría posible, una que le habían
tomado dos años antes, cuando aún no había conocido a
los matones de Pablo Escobar. Dos vecinas se sentaron en
uno de los sofás, sacaron sus camándulas e iniciaron el
rumorante rezo que se suponía iba a llenar el ambiente de
aquel salón hasta el día siguiente.
179
—Ehh, pero está bien enrumbado el marido de doña
Ruth—dijo Claudia—. No ha parado de oír vallenatos en
todo el día.
—¿Qué opinás, pues?, y repite y repite las mismas —
contestó doña Oriela, mientras reconectaba el bafle,
haciendo que “El señor don gato” entrara de nuevo a la
escena: “…el gato ha resucitado, marramamiau
miaumiau, el gato ha resuuucitado…”.
181
Marisol se quitó la cachucha y se secó el sudor. La
sombra pasajera le permitió mirar a la montaña sin tener
que fruncir el ceño y cubrirse los ojos con la mano.
Sonrió. Se paró y caminó unos pasos hacia el oriente de la
montaña, mirando siempre hacia la cima. Tranquilo
mostrico, si quieres puedes salir ya, dijo, en voz baja.
Apenas pasó la nube, se vio obligada a arrugar de
nuevo la frente. Se puso otra vez la cachucha de Supermán
y caminó hacia el lugar de reunión con sus seres
invisibles. “¿Por qué lloras, abuelita?”, insistió.
183
18 – LETARGOS
184
Lucrecia estaba sentada en la sala; al escuchar la
moto, se arrodilló sobre el sillón, corrió la cortina de velo
beige y miró a través de la ventana, pero tratando de evitar
que él la viera. Tenía puesto un vestido rojo largo de tela
delgada que evidenciaba el relieve de la ropa interior,
cerrado al pecho con cuatro botones hasta el ombligo.
Recordó que alguna vez Arturo le había dicho que le
encantaba cuando Claudia se cogía el pelo en una moña,
como se lo cogen las japonesas; sonrió. Se levantó del
sillón, se miró al espejo de la sala; hizo muecas para
relajar su expresión, se soltó el botón superior del vestido
y se cogió el pelo en una moña, como se lo cogen las
japonesas. Sonrió de nuevo y abrió la puerta.
188
Subió a su cuarto. Abrió el guardarropa; se descalzó,
se echó perfume, se soltó el pelo, se peinó. Vaciló en si
solo debía abrir la puerta del baño sin mirarlo siquiera y
esperar a que él diera el paso siguiente o si debía entrar sin
disimular y evidenciar su deseo, que además ya había
demostrado antes con total claridad.
190
19 – EL “ENMUJONIO”
— ¿Su qué?
—Su “enmujonio”: …“su engendro mujer demonio”.
Es un engendro endemoniado que todos los humanos
tenemos adentro y que a veces no podemos controlar. El
de las mujeres se llama “enmujonio” y el de los hombres
“enhombonio”. Todos lo llevamos bien guardadito
cuando somos buenagentes, pero cuando lo dejamos salir
se nos olvidan los principios, la familia, las leyes, se nos
olvida hasta Dios. Téngalo por seguro, Gringo: los
humanos somos un invento en obra negra; Dios nos pone
aquí medio empezados a ver si de pronto nos terminamos
de hacer solitos.
194
—Nou guorri, Gringo, nou guorri; del piso no pasa.
Pero chupe poquito…que de pronto a lo que entra es a un
estado alargado de indecencia —señaló riéndose fuerte, en
evidente broma.
195
don Arturo me había dicho que, con una sola dosis, la
sensación de estado alterado duraba solo unos minutos.
208
20 – ESCUCHAR, HABLAR, ESCUCHAR
212
—Creo que ni se enteraron. Solo Estela, que cuando
supo me dio una llamadita a echarme cantaleta, a decirme
que nunca había confiado en esa vieja y a envenenarme
más. Pero así como darme apoyo, ni cinco. En ese tiempo
yo miraba mi pasado y solo veía muerte, abandono y
traición; y miraba lo que tenía en ese momento, y veía
soledad ¿Qué sentido le iba a encontrar a mi futuro?
—¿La vio?
—Yeee. Una vez, como a las cinco de la mañana,
después de leer toda la noche. Yo estaba medio dormido y
medio despierto, como pensando y viendo visiones al
mismo tiempo. Estaba con un sueño-visión lo más de raro,
de una señora mueca con bigote que se me reía y me
llamaba mientras fumaba por la nariz, y de pronto sentí
como si alguien hubiera empujado la puerta del cuartico,
que siempre la dejaba ajustadita. Sentí un frío tremendo,
como el vientecito que siente uno cuando abre una nevera.
Entonces levanté la cabeza, miré bien y la vi ahí, parada,
mirándome también ella a mí, de brazos cruzados, con una
cara de rabia que no parecía de ella. Se le veía la carita
iluminada, toda pálida, como verdosa. Tenía puesto el
vestidito de flores que le regaló la abuela Zuleima cuando
cumplió seis, y estaba peinadita con las trencitas que
siempre le pedía a Claudia que le hiciera. Ahí sí puedo
decir que me espantó, porque me puse helado, me dieron
ganas de mear y salir corriendo, y el ambiente se puso
pesado; eso fue asustadorsísimo. Se me fue acercando
despacio, pero sin caminar, como flotando; con una
mirada que daba miedo. Le confieso que ahí si pensé:
“¡…mierda, hasta que por fin me llevó el diablo!”.
215
—¿Qué le dijo?
—Ni mú; nada. Ni una palabra. Se quedó quietecita, a
unos dos metros de mí, y se fue desapareciendo despacito,
despacito, hasta que se esfumó. Al final, antes de
esfumarse del todo, me hizo una sonrisita, como para
tranquilizarme un poquito y para que entendiera que sí era
ella y no Satanás disfrazado de ella. Yo no pude seguir
recostado. Me levanté, organicé la colchoneta y los libritos
que tenía regados, salí del cuartico y me fui a contarle al
vigilante; a hablar con alguien de este mundo. Él no me
creyó mucho, y me dijo que seguro estaba soñando, que
eso había sido una pesadilla que había tenido por tanta
trasnochadera y tanto cansancio acumulado. Igual me dio
un café y me habló bobadas hasta que amaneció y le
entregó el turno al otro vigilante. Hasta ese día pensé en
el suicidio y, aunque en nada cambió mi vida, me propuse
a dormir más –siquiera unas tres horitas diarias–, a dejar
de quejarme tanto por la vida y a buscar con quien hablar y
entretenerme un poquito. Empecé a conversar más con la
gente de la empresa y a aceptarles salir de vez en cuando a
tomar boquifrías –antes se mantenían invitándome y nunca
les aceptaba–. En fin, empecé a tratar de vivir otra vez.
Qué cosa, Gringo; empecé otra vez… otra vez. Eso es la
vida: un siempre empezar.
—¿Daniel?
—Daniel Gómez —respondió—. Era el que dirigía
esos encuentros. Tenía una finquita por Santa Elena, en un
frío el verraco. Yo ya en ese tiempo le había comprado
una motico vieja al patrón, así que antes de subirme para
allá recogí a Mauro, el compañero de la empresa que me
invitó, y me fui con él. Llegamos a las cinco pasadas,
217
todavía de día. El encuentro era en un lugar con una casita
hasta lo más de organizadita, con una chimenea calientica
que provocaba meterse adentro. Yo estaba más prevenido
que marrano en 31. Cuando nos bajamos de la moto, lo
primero que vi fue a una vieja con una coquita llena de
hierbas prendidas, repartiendo humo por todos lados: un
perro labrador café lo más de bonito –que no se me
despegó desde que llegué, parecía que yo fuera el dueño–;
unos tipos fumando tabaco, sentados en un tronco seco; y
un gentío de como diez personas en sillitas plegadizas al
lado de una fogata. “Estos deben ser una mano de
marihuaneros vegetarianos desocupados”, pensé yo.
219
No pude evitar soltar una fuerte risa.
222
21 – PILAR
224
—En la mañana del domingo, después del desayuno,
algunos se acostaron a dormir—indicó él—. Yo me quedé
hablando con Daniel y otras cinco personas; ahí estaba
Pili. Más o menos a las ocho, empezó a llover otra vez.
Nos sentamos a ver la lluvia, a chupar ambil y a fumar
tabaco y pipa; aunque yo nunca había fumado. Daniel
habló sobre la magia ancestral de esa planta y las técnicas
para usarla; desde eso fumo tabaco de vez en cuando,
como terapia y conexión espiritual, y además chupo
tabaco, porque acuérdese que el ambil también es tabaco.
Pili se hizo al lado mío y, en un momento, me puso la
mano sobre el brazo para indicarme algo. No sé por qué,
tal vez porque estaba muy sensible, ese toque me revolcó y
sentí que ella estaría conmigo por el resto de mis días. Yo,
en verdad, no creo mucho en eso del amor a primera vista,
pero Pili y yo nos conectamos de una desde ese fin de
semana. Conversamos sin parar con Daniel hasta el
mediodía, que fue cuando Pili dijo que era hora de hacer el
almuerzo. “¿Quién me ayuda?”, preguntó, y yo, de
regalado, me ofrecí. Me tocó lavar los platos del desayuno
con esa agua helada de Santa Elena, que por poquito salía
en cubitos de hielo. Los que andaban dormidos se
levantaron, pusieron música suave y, entre todos, en
medio de conversaciones y chistes, fuimos organizando
almuerzo, y almorzamos como a las dos. A las cuatro
organizamos la casa, y después nos bajamos para
Medellín. Pili había subido a la finca en bus, con varios de
los amigos; sin embargo, le ofrecí bajarla a Medellín en la
moto, y aceptó. Todos me molestaron, que porque había
abandonado a Mauro; pero él entendió y me apoyó con un
abroso que recibí sin prevención y con cariño –a esa hora
ya tenía el corazón como una gelatina y quería abrazar y
decirle “te quiero” a todo el que me miraba–.
225
—¿Al cuánto tiempo se enamoraron?
—Ai do nou, Gringo. A ver yo pienso… pues así
como “enamorarnos, enamorarnos…”, no sé. Pero desde
esa vez empezamos a hablar todos los días, personalmente
o por teléfono y, cuando menos pensé, estaba más
agarrado que buque a puerto. Me empezó a hacer una falta
tremenda, y lo bueno fue que poquito a poquito se me fue
borrando lo de Lucrecia y fui armando otra vez futuro. No
sé al cuánto tiempo, creo que más o menos un mes y
medio después, ya dizque éramos novios. Ahí fue cuando
un día le pedí que me acompañara a la empresa por una
chaquetica y vio dónde vivía yo; casi se pone a llorar.
“Tú estás viviendo en una ratonera; deberías respetarte a ti
mismo”, me regañó. Esa fue la primera vez que me habló
fuerte y empecé a darme cuenta del carácter y el genio de
esa mujer. Es que le digo, Gringo: ahí donde la ve tan
chiquitica, pichurrita, gaznápira y escuece, Pilar es más
brava que tigre hambreado. Pero hasta ese temperamento
de fiera me encanta de ella; a mí siempre me han gustado
las mujeres bravas; así también era Claudia, y hasta
Lucrecia. Pili vivía sola, en un apartamento alquilado, por
los lados de Santa Mónica. La familia es de Cali; ella se
vino desde pelaíta, sola, a estudiar y trabajar a Medellín.
Se hizo un secretariado y desde que salió empezó a
trabajar en una empresa de abogados. Le fue tan bien, que
después de trabajar un tiempo en eso, ya casi sabía de
leyes más que los patrones. Esa vieja es muy buena, no lo
dude. Y habla hasta por los codos; fíjese que esa vez que
fuimos a la empresa, conoció a don Elías y se quedaron
hablando como una hora de cosas de procesos laborales y
unos enredos que ni entendí, ni me preocupé por entender.
Mi jefe quedó impresionado con ella, y todos los días me
siguió preguntando cómo iba con “Pilita”; parecía más
enamorado que yo. Además a ella se le mete algo a la
226
cabeza y lo logra como sea; imagínese que a las dos
semanas de la conversada con don Elías, llegué una tarde a
la empresa después de bajar de una de las fincas de él y
encontré mi cuartico sin ninguna de mis cosas. A mí casi
me da un patatús. Resulta que esta mujer había ido y, con
la aprobación y la ayuda de mi jefe, se había llevado todo
para el apartamento de ella. “Pilita insistió en que ella no
puede ser novia de un ratón; que usted merece vivir como
humano”, me dijo don Elías, sonriendo malicioso (…el
muy cómplice). “Probemos un mes viviendo juntos, a ver
cómo nos va…”, me pidió ella; “si en un mes nos
agarramos del pelo, te devuelves para tu ratonera”. Yo no
le quise discutir y decidí probar. Me daba miedo volverme
a dar contra el piso, pero decidí arriesgarme; es mejor
caer, que quedar colgando. Y pa´ qué, pero nos fue muy
bien. Vivimos en Santa Mónica casi un añito; de ahí nos
vinimos para Bello, y aquí vamos, tranquilitos y
contenticos.
228
— Pues, primero, con el regalo que me había acabado
de dar el patrón, yo no le podía pedir plata a la empresa,
así fuera prestada. Y segundo, y ahí viene lo que le
mencioné ahorita sobre la parte triste de la historia: …a
los 20 días de habernos pasado para acá, don Elías se
murió.
231
22 – LAS “BOQUIFRÍAS”
235
—O como a cualquier comida. Uno va haciendo a un
lado lo que no le gusta y se va comiendo lo que le gusta;
así aprovecha lo mejor que tenga y la disfruta, esperando
que no le caiga mal o que no esté dañada. Si le gusta el
perro sin salsita de tomate, pues no le echa; si le gusta con
papitas, pues le echa, y san se acabó; se come lo que le
guste y como le guste. Uno de la comida y de la gente
debe aprovechar lo bueno, verla por el lado positivo y no
desconfiar de a mucho; imagínese qué tan maluco si cada
vez que usted se sentara a comer pensara que la comida
está envenenada.
—¿Y a mí cómo me ve?, Sir Arthur ¿Qué parte del
perro caliente he sido yo para usted? ¿…el pan o la
salchicha?
Don Arturo se rio con ganas y respondió:
—La salsita, Gringo, usted ha sido la salsita —
explicó, entre risas—. Porque usted es de esa gente que le
ha dado un sabor diferente a mi vida, un saborcito gustoso,
sabrosón, como la salsita de tomate o la mostacita en el
perro. Le confieso que el trabajo con usted me ha servido
para entender y dejar atrás algunas cositas que aún me
mortificaban.
238
toda hora algo para pintar, pegar, ajustar, colgar, mover,
taladrar, clavar, apretar, arreglar o armar.
—¿Cree en la fidelidad?
— No sabe/No responde —indicó sonriendo.
—¿Qué quiere decir?
—Mentiraaass... claro que sí creo —continuó—; pero
más que en la fidelidad mía hacia los otros y de los otros
hacia mí, creo en la fidelidad que me tengo a mí mismo.
Yo le soy fiel a Pili, pero no lo hago porque me vaya a
descubrir poniéndole cachos o por evitar culpas si la
traiciono. Yo le soy fiel a ella, porque le soy fiel a mi plan
de vida. Y en mi plan de vida tengo muy claro que voy a
estar con una sola mujer. Y le soy fiel a mi plan de vida
trabajando duro, ayudando a la gente, luchando. Creo en
la fidelidad y me soy fiel a mí mismo; eso es lo más
importante; la fidelidad que les tenga a los otros parte de
ahí. Ya los otros verán si se son fieles a sí mismos y, si se
son fieles a sí mismos, seguro también me van a ser fieles
a mí. El primer traicionado en una infidelidad es el infiel.
242
pasado y mi vida es presente. Fui feliz con Claudia y ahora
soy feliz con Pili; al que quiera más, que le piquen caña.
245
—Siempre ha estado ahí; es de mis libritos
preferidos.
—No puede ser, Sir Arthur. Yo lo habría visto antes.
—Pues parece que solo ahora se dejó ver de usted —
me dijo, como expresando algo lógico—; recuerde que no
siempre estamos listos para ver lo que no se deja ver.
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