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TIERRA FLOJA

Por:
Juan David Gutiérrez Gómez

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Así llores, rías, ansíes, desesperes o aguardes
en calma... la felicidad, la tristeza, la paz, la
tragedia, la bienaventuranza... estarán ahí,
todas dispuestas, esperando la orden celestial
para hacerse presentes en tu vida.

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CONTENIDO

Tierra floja

1. Los monstruos
2. La búsqueda
3. Los lombricientos
4. Don Arturo
5. Hasta que la muerte los separe
6. El “devolvedor” de palabras
7. Las cuevas
8. Los días después
9. Para una fiesta azul
10. Adiós, muchachos
11. Marisol
12. La bendición
13. Nuestros muertos viven
14. Agradecer lo simple
15. La muerte viva
16. El “dotor”
17. Antes
18. Letargos
19. El “enmujonio”
20. Escuchar, hablar, escuchar
21. Pilar
22. Las “boquifrías”

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TIERRA FLOJA

El domingo 27 de septiembre de 1987, cerca de las


2:00 de la tarde, un alud de tierra de 20.000 metros
cúbicos sepultó en segundos a más de 500 personas en
Villatina, un barrio de invasión ubicado en las laderas del
Cerro Pan de Azúcar, en la periferia de Medellín,
Colombia.

El deslizamiento arrasó con casi un centenar de


viviendas y dejó sin techo a cerca de 2.000 habitantes del
barrio. En principio, los organismos de socorro rescataron
más de 400 cadáveres, pero, unos días después de excavar,
viéndose inhabilitados para recuperar más cuerpos,
aceptaron que la zona fuera declarada como camposanto.

Las conclusiones de los expertos apuntaron a que el


alud fue ocasionado por una sumatoria casual de factores
geológicos, topográficos y meteorológicos, típica de zonas
de montaña. Sin embargo, gran parte de la población
planteó dos versiones diferentes a la oficial. La primera
argumenta que se debió a una explosión ocurrida dentro de
una antigua caverna indígena en la montaña, que contenía
una caleta de armas, explosivos y municiones
pertenecientes al grupo guerrillero M19. La segunda
versión, igual de difundida que la primera, indica que la
causante del desastre fue la acumulación de aguas mal
canalizadas por la Corporación Corvide de la Alcaldía de
Medellín en la parte superior del cerro, que inundaron las
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cavernas, humedecieron el subsuelo de la montaña y
generaron acumulación de gases, que luego explotaron por
presión.

Villatina es un humilde barrio ubicado al nororiente


de la ciudad de Medellín, colgado por necesidad y
terquedad humana a una de las laderas que la rodean. Para
llegar a él hay que tomar rutas que solo frecuentan quienes
lo habitan, y transitar calles que no parecen hechas para
vehículos motorizados, en un ascenso vertiginoso hacia las
cimas del valle.

En aquel año yo era miembro de la Defensa Civil


Colombiana, y, como voluntario en servicio, debí acudir al
lugar a ayudar a quienes aún necesitaran socorro y a
intentar quitarle a la tierra los cuerpos que había hecho
suyos. Ni yo, ni ninguno de mis compañeros, y en realidad
nadie de los vivos que allí estuvimos, estábamos
preparados para ver lo que vimos. En ese tierrero de
miseria, la muerte nos miró a los ojos y nos hizo recordar
que estar vivos y sanos, y ser felices es un prodigioso
milagro del azar.

Al tercer día de cavar y remover escombros,


impregnados ya todos de penas de cementerio, cuatro
compañeros y yo, a poco más de un metro de profundidad,
encontramos el cuerpo sin vida de Marisol Guzmán, una
niña de seis años.

A ese momento ya se sabía que no había


sobrevivientes, e incluso los hallazgos de cadáveres eran
escasos, pues los restos humanos estaban a varios metros
de profundidad, donde, a fuerza de lidias, se lograba llegar
con los brazos destructivos de las retroexcavadoras.
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—¡Una niña, una niña! —gritó uno de mis
compañeros, agradecido por no haberle lacerado el cuerpo
al hundir la pala en la tierra.

Cuando algún grupo de rescatistas descubría un


cuerpo, se armaba gran bullicio. Para nosotros era un
triunfo más contra la montaña, que nos reconfortaba como
voluntarios; para las familias de los muertos, derrotadas y
expectantes, un hallazgo era un terrible dolor, y, al tiempo,
era un alivio, pues aunque aún guardaban esperanzas de
encontrar vivas a sus gentes, se consolaban con saber que
al menos podrían darles cristiana sepultura.

Por seguridad de los vivos, pues existía la posibilidad


de otro derrumbe, la zona de desastre estaba cercada.
Además, como medida preventiva, desde el primer día nos
habían indicado rutas de escape hacia los lados de la
ladera. Si sonaba la sirena, cosa que por fortuna no
sucedió –a pesar de que hubo varias falsas alarmas de
gente corriendo y gritando sin razón–, todos debíamos
abandonar lo que estuviéramos haciendo y huir lo más
rápido posible. No podía asumirse el riesgo de que
ocurriera una tragedia mayor, como ya había sucedido
años antes en un derrumbe en el que otra montaña había
sepultado varios vehículos en una carretera del
departamento, y un deslizamiento posterior había
enterrado decenas de curiosos y rescatistas que buscaban
sobrevivientes. Solo podíamos cruzar las cintas amarillas
los miembros de organismos de socorro, autoridades,
medios de comunicación, empleados oficiales y personal
autorizado para labores sociales. Las personas que aún
tenían familiares desaparecidos ingresaban cuando se

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descubría un cuerpo, para ayudar en el primer momento de
reconocimiento.

Luego del griterío por el descubrimiento de la niña,


llamaron a quien suponían podría ser el padre: don Arturo
Guzmán. El hombre se acercó corriendo. Llegó jadeando,
pues cuando lo llamaron estaba en la parte de abajo del
deslizamiento, a unos 50 metros de nosotros.

Cuando el señor se arrimó al lugar, solo era visible


del cadáver la pierna derecha, hasta casi la altura de la
cadera. Estaba boca abajo, ligeramente inclinado hacia la
izquierda.

Como en principio el hueco no era amplio, solo


estaban trabajando adentro dos de mis compañeros.
Empezaron a ampliar el área derrumbando tierra de las
paredes; lo que caía, por momentos, volvía a tapar a la
niña. Evitando herirla, usaban pala solo para extraer la
tierra lejos de ella y para ampliar el hoyo; si estaban muy
cerca, retiraban el material con las manos, tratándola como
si aún viviera.

Con los minutos, se fue conformando un círculo en


torno a la exhumación: periodistas, autoridades, vecinos
del barrio, rescatistas. Como acariciando una flor
marchita, fueron descubriéndola con paciencia. Primero la
pierna derecha, luego la izquierda. Con el hueco ya más
amplio, pudo bajar a ayudar otro de mis compañeros. Dos
permanecimos arriba, recibiendo un balde que llenaban
con las manos y paleando lejos del hueco la tierra que los
de abajo extraían, para evitar que se devolviera hacia el
fondo. En un principio pensé que la niña era morena, pero
más tarde entendí que tenía color oscuro por el
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aplastamiento y por estar ya en proceso de
descomposición.

Don Arturo permanecía a un lado, sentado sobre la


tierra pisada. Solo sollozaba, pues ya no tenía lágrimas
para llorar. Zapatos de trabajo pesado, camisa vieja, bluyín
desteñido y manchado, como todo allí, por un barro
amarilloso con olor a tristeza.

Cuando empezaron a destapar la cadera de la niña,


pudo identificarse el pantaloncito corto que traía puesto.
En principio solo se vio una tela húmeda y pantanosa que,
a pesar de estar enterrada hacía solo tres días, ya parecía
un andrajo de décadas. Cuando limpiaron un poco la
prenda, se vio que era rosada. El señor empezó a sollozar
más fuerte y a rezar. Mis amigos continuaron paleando y
quitando tierra con las manos, con los dedos, con las uñas.
Nadie pronunciaba palabra. Solo se oía el golpe metálico
ocasional de alguna pala contra una piedra o un escombro,
y el lamento místico de don Arturo.

Al terminar de destapar la cadera de la niña, se


alcanzó a ver la etiqueta de la prenda, ilegible aún por el
pantano. Uno de mis compañeros la limpió con su mano y
pudo verse la imagen de una princesa, sobre el logo de
Barbie. El papá de la niña, exhausto, tras días de dolor en
los que había visto desenterrar a su esposa y a sus otros
tres hijos, se dejó caer al hueco, se arrodilló al lado del
cuerpo aún medio cubierto y, como si agradeciera la
evidencia de la muerte, suspiró con ternura: “…es mi
Marisita”.

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Mi paso por la Defensa Civil Colombiana, aunque
breve, fue intenso. Ingresé a la Institución en julio del 87,
por sugerencia de mi hermano, Nando, quien llevaba
varios meses como voluntario. Pero antes de finalizar ese
año, con gran frustración y algo de vergüenza, entendí que
no tenía el temple suficiente para lucir los emblemas que
distinguen a los ilustres anónimos de ese tipo de entidades,
y decliné a mi título. Entendí aquello porque, aun
habiendo prestado un servicio de altura, no fui capaz de
ver tan de cerca la desolación de la tragedia sin
desestabilizar mi relativa tranquilidad cotidiana de
ciudadano del común.

A pesar de que intenté dejar mi experiencia de


Villatina en un cofre de recuerdos para olvidar, nunca
pude borrar de mi mente a don Arturo y su Marisita.
En 2012, cuando por el 25º aniversario los medios
recordaron el desastre con lujo de detalles, decidí traer del
pasado la historia de aquel señor, hilarla con el presente de
entonces y escribir este libro sobre ella. Para ello, me puse
en la tarea juiciosa de buscarlo, conocerlo y entrevistarlo.
Así, averiguando aquí y allá, en alrededor de dos meses
pude ubicarlo, contactarlo y reunirme con él en muchas
ocasiones posteriores, en las que, con gran generosidad,
me detalló su vida antes, durante y después de la tragedia.

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1 – LOS MONSTRUOS

Alrededor de las cuatro de la mañana del día de su


muerte, Marisol Guzmán tuvo un horrible sueño del que
solo pudo escapar lanzando un fuerte grito de espanto que
se escuchó en toda la casa.

—Unos mostros, pá, unos mostros —le indicó a su


padre llorando, cuando se acercó a la cama a
tranquilizarla.
En la misma habitación de ella dormían sus tres
hermanos mayores, todos en dos camarotes. Con el grito,
uno de ellos se despertó, pero como no era la primera vez
que su hermana se despertaba alterada, al instante concilió
de nuevo el sueño.
—Está bien, Marisita, todo está bien; aquí estoy, aquí
estoy —le insistió Arturo mientras la abrazaba, tratando de
calmarla.
Era un amanecer oscuro como túnel sin salida; sin
embargo, algo de la luz que emitía la lámpara del
alumbrado público ubicada en la esquina de la cuadra
alcanzaba a entrar por la ventana y creaba una tenue
penumbra que permitía moverse en el cuarto sin
tropezarse.
—Eran unos mostros de tierra que bajaban desde el
morro y tumbaban las casas y nos aplastaban a todos —
continuó la niña.

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—Eso era un sueño, princesa, era un sueño. Todo está
bien.

Arturo no pudo dormir más. No era la primera vez


que Marisol tenía una pesadilla trágica y temía que además
resultara premonitoria. Recordó cuando soñó con el tío
Pacho disfrazado de calavera, montado en un cajón negro
que volaba como un avión, y a la semana siguiente se
mató en la moto. Recordó la noche anterior al día en que
murió la abuela de Jeison, cuando la niña se despertó
también gritando después de un sueño en el que vio a la
señora llorando, porque no podía parar la sangre que le
salía por los oídos y los ojos.

Desde muy pequeña la niña había mostrado, además,


comportamientos extraños: señalaba espacios vacíos y
simulaba interactuar con personas inexistentes; repetía con
insistencia la historia de una amiga rubia de ojos claros
con quien conversaba mientras le peinaba el pelo; veía
fotos antiguas de la familia de Claudia, su madre, y
mencionaba nombres de algunos parientes muertos años
antes de su nacimiento; y aseguraba hablar ocasionalmente
con la abuela Alcira, a quien decía ver “transparentica,
como si fuera de vidrio”.

Pero lo que más extrañeza les generaba a Arturo y a


Claudia eran sus insistentes alusiones a la muerte.
—Pá: si yo me muero te sigo acompañando siempre
al trabajo, para que no te pase lo de mi tío Pacho.
—Má: ¿tú crees que cuando uno se muere puede
seguir jugando? —le preguntaba a Claudia.

La abuela Zuleima decía que esa niña tenía poderes


sobrenaturales e iba a ser una santa: “si ella ve gentes, es
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porque ahí hay gentes; los ciegos son ustedes; la niña no
habla sola, ¡ni boba que fuera!”.
En el colegio decían que era muy rara: “...profe:
Marisol tiene ojos sin fondo; ...don Arturo: ¿en su familia
ha habido algún loco?; ...doña Claudia: ¿ustedes van a
misa?”.
Su padre, sin importar lo que dijeran, insistía en que
Marisol solo era un ángel puro, un ser celestial, un
pedacito de Dios sin dañar, como lo son todos los niños.

Cansado de dar vueltas en la cama, Arturo se levantó


pasadas las cinco. A pesar de ser domingo, tenía que ir
temprano a la empresa, pues el vigilante de fin de semana
estaba incapacitado y, aunque ese no era su trabajo usual,
le tocaba reemplazarlo. Se bañó rápido -baño de gato-,
pues el calentador estaba malo y detestaba el agua fría: “el
agua fría es para regar matas y lavar carros”, decía. Se
preparó un tinto negro que le bajara el trasnocho; se puso
una camiseta y una pantaloneta, y subió a la terraza. Ya
estaba clareando. Tomó un sorbo de café y se maldijo por
haberse olvidado de echarle azúcar, pero decidió
tomárselo simple, pues le dio pereza bajar de nuevo. Miró
a la montaña. —¿Monstruos? —expresó en susurro.
En alguna casa, a unas cuadras al norte, un gallo
cantó. En algún tejado cercano un búho dio su último
ulular antes de irse a descansar. Guardián, el perro de don
Manuel, el vecino, le ladró a algo, quizá a un pájaro que
madrugó al solar, quizá a una rata, quizá al eco lejano de
una carcajada de borracho amanecido, quizá a la nada que
llena todo; era un amanecer como cualquier otro.

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—No me gusta para nada ese sueño de Marisol —le
dijo Arturo a Claudia más tarde, mientras desayunaban
ellos dos, antes de que se levantaran los niños.
—¿Y qué fue lo que soñó? ...yo casi me muero del
susto con el grito y alcancé a oír algo de lo que le dijiste,
pero estaba tan dormida que ni me acuerdo qué era; y
después dormí súper mal, soñando que dizque me
perseguía una manada de tarántulas con ojos de gato que
me querían picar, y yo te gritaba que me ayudaras, pero no
me parabas bolas por estar tomando cerveza con tus
amigos —respondió ella mientras soplaba el agua de
panela y la pasaba de un pocillo a otro, intentando
enfriarla un poco.
—Que dizque unos monstruos bajaban por la loma y
nos mataban a todos —continuó él, arrugando la frente y
torciendo la boca, en señal de preocupación.
—Dejá la bobada, Turo. Eso debe ser por algún
programa que vio en la televisión de mi mamá; mirá que la
semana pasada me llamó muerta de miedo que porque
había visto un programa de una niña que estaba poseída
por el diablo, volteaba hacia atrás la cabeza, echaba
vómito a chorros y caminaba por el techo. O también
porque oyó algo de lo que está diciendo la gente sobre las
cuevas con armas y dinamita de esos verracos del M19, y
está nerviosa; vos sabés cómo es ella, que se hace la que
está jugando con muñecas y en realidad está es oyéndose
todos los chismes; parece que tuviera cuatro orejas. Y
mirá que varias personas han estado hablando de eso de
los guerrillos en estos días, seguro algo oyó.

—¿Será que sí es verdad lo que dicen? ...como era de


bueno antes esto por aquí para vivir, y ahora esos matones
de mierda nos mantienen a todos más nerviosos que
lombriz en gallinero.
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Claudia sonrió.
—Hablá pasito, mijo. Y tené cuidado de con quién
hablás, porque dicen que varios del barrio están trabajando
para ellos y están que se van pa´l monte —afirmó bajando
el tono de la voz y cubriendo con sus manos los lados de
la boca, a manera de paréntesis—. Ayer me comentó
Gilma que dizque don Raúl es informante.

—¿Don Raúl, el del granero? …no, gorda; ese no


mata ni una mosca enferma. Le creería que Mauricio, el de
doña Oniris, que cambia a la mamá por una yegua; o hasta
Tilio, el hermano de Marly, que es más malo que el diablo
verraco; pero don Raúl, noooo, no creo —discutió Arturo,
manteniendo el tono bajo—. Además, a ese le va bien con
el negocito, ¿para qué se va a untar o a enredar sin
necesidad?
—Pues uno no sabe. Caras vemos, corazones no
sabemos. Aunque, en realidad, hasta tenés razón; si fuera
malo o tuviera amigos malosos, ya habría hecho aporrear a
tantos faltones que le han robado plata por ponerse a
fiarles, pero él no pasa de echarles cantaleta —dijo ella.
—Oíste Turo: ¿y qué pasaría si es verdad lo de las caletas,
y se les explota esa dinamita? —preguntó persignándose y
mirando hacia arriba.

—Yo no sé, mija —contestó él, arrugando la frente y


torciendo la boca de nuevo—. Pero no creo que sea
verdad; esos tipos no son tan pendejos como para llenar un
hueco de armas y pólvora, que bien caros son, y además
tan cerquita del barrio, donde, facilito, todo el mundo se
entera. Y si es verdad, que Dios nos libre y nos favorezca,
porque no debe demorar en subir el ejército y se nos arma
un despelote. Y si además de ser verdad se les explota lo
que tengan guardado, no te preocupés que ni cuenta nos
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damos, porque el bombazo no deja piedra sobre piedra y
de nosotros no queda ni el pegado. Esperemos que sea
chisme —terminó, guiñándole el ojo y cogiéndole la mano
sobre la mesa.
—Pues ojalá, mijo; Dios te oiga.

Arturo había dejado abierta y sin tranca la puerta de la


terraza. El viento la hizo cerrar con violencia y el
estruendo los sacó de su diálogo íntimo.

—¡Carajo! —gritó él.


—¿Qué fue eso, Turo?
—Dejé la puerta de arriba abierta y el viento la cerró.
—¡Pendejo! …casi me da un patatús. Pensé que de
verdad había llegado uno de los monstruos—continuó ella,
en broma, sonriendo y dándole un golpe a él en el brazo.
—¡Ajh!, seguro se despertaron los pelaos —expresó
él, al oír un ruido proveniente de la habitación de los
niños.

Voltearon hacia el cuarto y se sorprendieron al ver a


Marisol. Estaba parada mirándolos, abrazando a su
peluche, con el pelo revolcado y el vestidito largo con el
que siempre dormía; parecía recién llegada a este mundo.
Les sonrió y los miró como a Claudia no le gustaba que les
sonriera y los mirara, porque se le parecía a la niña de una
película de terror que alguna vez había visto, que apenas
alargaba sus labios hasta ponerlos en línea recta delgada y
miraba a las personas como sin mirarlas, como si en
realidad estuviera mirando a un vacío no visible detrás de
ellas.

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—Uy, Marisita; me asustaste —apuntó Arturo,
poniéndose la mano sobre el pecho—. ¿Hacía mucho
estabas ahí?
—¿Qué es “dimita”, pá? —preguntó ella, acercándose
a su padre, sin contestarle la pregunta.

Claudia miró a su esposo y le hizo un gesto de


reclamo, con arqueo de cejas y levantada de ojos; luego se
señaló la oreja y le mostró cuatro dedos, haciendo
referencia a lo que le acababa de decir sobre “las cuatro
orejas” de la niña y su costumbre de escuchar
conversaciones de adultos.

—Eso es como pólvora de la que tiran en navidad, mi


amor. Vení te doy un pellizco y un abrazo —le dijo
mientras la alzaba y la sentaba sobre sus piernas.
—¿Cómo dormiste después de que me llamaste? —le
preguntó.
—Tuve otro sueño raro con los mostros, pá, …¿te lo
cuento? —concluyó la niña, mirando de reojo a Claudia,
que en ese instante se levantaba de la mesa.

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2 – LA BÚSQUEDA

Para localizar a don Arturo Guzmán, en 2012, acudí a


“conocidos, de conocidos, de conocidos…”, en una cadena
de referencias que, en realidad, demoró menos de lo que
pensé que duraría.

En principio contacté a una señora que conocí en un


grupo focal que hicimos en la empresa, para un proyecto
de la Alcaldía que yo dirigí. Busqué en los archivos del
servidor los datos de los asistentes, y la llamé. De doña
Úrsula sólo recordaba que vivía en Villatina, pues en
algún momento de la sesión había mencionado un hecho
de violencia de su barrio. Un hecho que me impactó, pero
que no recuerdo bien, pues desde el momento en que ella
mencionó el barrio, mi mente se perdió en aquel pasado
triste. Cuando la señora terminó su historia y todos me
miraron en espera de alguna respuesta o conclusión, tuve
que contestarle cualquier cosa neutra que disimulara mi
distracción—. Ojalá se mejore todo… ojalá se mejore todo
—le dije evadiendo su mirada expectante, y pasando de
manera brusca a otro tema.

Cuando la llamé, me le identifiqué; ella, por fortuna,


me recordó, y accedió a conversar conmigo. La invité a
desayunar a un café en el centro de la ciudad. Como todos
los habitantes de Villatina que luego conocí, doña Úrsula
es una persona de alma bonita, inmersa en un complejo

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entorno de evidente injusticia social, víctima de una
violencia desaforada sin solución aparente.

Sin preguntárselo, me habló de sus aprietos


económicos: “a veces no tenemos ni uñas pa´ comer”; de
los riesgos que corren a diario ella y sus hijos: “cada día
en el barrio es un parto, se vive con dolor”; de las guerras
entre bandas: “parecen perros chandosos enfermos,
matándose por carroña”; de las fronteras invisibles que
no se pueden cruzar sin autorización de los líderes de los
combos: “allá el cielo y el infierno están a un paso, los
muchachos son Dios y el diablo juntos”; y de la
complicidad, corrupción e ineptitud de las autoridades:
“los policías solo sirven pa´ abejorrear muchachas, pedir
vacunas y hablar por celular”.

Más tarde, cambiando el tema, me contó que, a pesar


de vivir en Villatina desde hacía casi dos décadas e,
incluso, haber asistido a algunas de las misas que se hacen
en cada septiembre en conmemoración del derrumbe, no
tenía conocimiento profundo de la tragedia y no tenía ni
idea de quién podría ser el señor que yo buscaba.

—De eso no se comenta mucho por allá, doctor —


indicó, hablando con la boca llena de cruasán de jamón y
queso, evidenciando unos modales que, a pesar de que en
cualquier persona me producen fastidio, en ella los vi
como folclóricos y hasta me generaron gracia—. Los
menores de 40 casi ni se acuerdan, pues apenas eran unos
peladitos; los cincuentones o sesentones se mueren de la
piedra por la forma como los abandonó el gobierno; y los
viejos, cansados ya de guerrear la vida, prefieren no hablar
mucho de eso, pues les da susto pensar que esa muerte que
vieron tan cerquita hace años, esté otra vez a punto de
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jalarles las patas, pero esta vez sin equivocarse. Además,
la mayoría de los que les tocó el derrumbe ya no viven en
el barrio —concluyó, mostrándome, mientras hablaba, la
mezcla de arepa y huevo con tomate que acababa de
llevarse a la boca.

—¿Entonces olvidaron lo que ocurrió?—consulté.


—No, doctor —respondió ella—. La verdad es que
¿pa´ qué perderle tiempo a un demonio viejo, si tenemos
que levantarnos todos los días a defendernos y
escondernos de los diablos vivitos y coleando que a toda
hora quieren mandarnos pa´l infierno? —continuó.
—Antes que pensar en el pasado, hay que pensar en
conseguir la agua-panela y las arepas pa´ mañana, en pagar
el alquiler del mes, en no dejarse tumbar por los matones,
en cubrir el paga-diario. La gente solo dice que se acuerda
del derrumbe cuando vienen los políticos a prometer plata
y casas; ahí sí todos dicen que vieron la explosión, que
tenían rancho en el camposanto, que perdieron familiares
ahí, y ponen cara de marranos hambreados, para ver qué
logran; y yo me incluyo —terminó.

Cuando le conté mis intenciones literarias, doña


Úrsula se comprometió a buscarme información de dónde
podría vivir “el tal don Arturo”.
Una semana después me llamó y me aclaró,
impactada, que, al consultar con varios vecinos a quienes
antes nunca les había puesto ese tema, se enteró de que el
hombre que yo buscaba no era el único que había perdido
varios familiares ese día. En sus términos elementales me
contó que, “haciendo mi tarea”, supo de las tragedias
ocultas tras las caras de la cotidianidad, de los dolores

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ignorados con las rutinas diarias, de las angustias
maquilladas con esperanzas de futuros mejores.

No pudo darme datos exactos de ubicación del señor


que yo buscaba, pero al menos me confirmó su posible
nombre y un nuevo contacto para rastrearlo, pues en sus
averiguaciones había descubierto que el dueño de un
granero cercano a su casa, un señor sexagenario
villatinense de toda la vida, al parecer lo había conocido.

Días más tarde llamé al señor del granero.

—Tiene que ser Turito —apuntó—. Yo no era amigo


de él, pero sí lo distinguía y charlábamos a veces; yo
estuve ahí cuando sacaron a Marisol, la menorcita; …la
que veía muertos —concluyó bajando el tono de la voz,
como si hubiera acabado de decir algo indebido.
—¿La que qué? —le pregunté yo, sorprendido.
—Yo recuerdo que la gente decía que esa niña dizque
hablaba con los ángeles y veía muertos.
—¿Ángeles y muertos?
—Pues no sé si los veía, hablaba con ellos, se los
soñaba o se los imaginaba. Yo solo sé lo que le dije: …la
gente decía que hablaba con los ángeles y veía muertos —
insistió, subiendo la voz, haciéndome entender que no
quería hablar nada más al respecto.

Me contó algunos asuntos generales de la tragedia y


me explicó que, si era el Arturo que él había conocido,
debía vivir en el Héctor Abad, uno de los barrios de
reasentamiento que construyeron para los damnificados.

—Pregunte por “Turito” –me recomendó–, que así le


decía todo el mundo. Hace mucho no sé de él; pero sé que
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se volvió a casar y después de un tiempo dejó el empleo
que tenía en La Mayorista, y como que se volvió pastor, o
algo parecido —concluyó dejando salir una risita burlona,
que dio a entender su opinión al respecto.
—¿Pastor, como de una iglesia?
—Yo no sé si tenga iglesia porque ni siquiera sé si es
cristiano, pero sí he oído que ayuda a la gente de alguna
manera. Y lo verraco es que dizque cobra por eso.
—¿Él es médico, o algo así?
—Yo no sé, averígüelo usted —terminó.

Luego de consultar un mapa de Medellín, y cuando


pude dedicar una mañana sin el afán diario en el que se
vive en la ciudad, fui al Héctor Abad, un barrio de
construcciones sencillas pero bien presentadas, en su
mayoría, ubicado al norte de Medellín, cerca de avenidas
principales y con buen acceso a transporte público.

En las afueras del barrio, sobre una de las vías de


ingreso, me detuve en un café internet y le consulté al
joven que lo atendía –quien obviamente no debía saber
nada de lo que yo buscaba– si al menos conocía a alguien,
mucho mayor que él, que hubiera estado en ese barrio
desde su construcción. El joven sonrió y, con la mayor
naturalidad, dijo:
—Claro; hable con mi abuelo. Él vive aquí enseguida
—y me señaló la casa del lado.

El abuelo, un anciano tranquilo, sonriente y


bonachón, mientras se sacaba con la uña del índice algo
que le estorbaba entre los dientes, entornó los ojos, como
haciendo memoria, pero al fin afirmó no recordar a ese tal

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don Arturo; sin embargo, me remitió a donde doña Clelia
Arbeláez.
—¿Ella lo conoce? —le pregunté.
—Vecino del Héctor Abad que ella no conozca, es
que es de otro lado —comentó el viejo.
—Muchas gracias por el dato —le dije—. La buscaré.
Y aprovechando el momento, intenté hablar más a fondo
con el anciano.
—¿Usted vivía en Villatina? —le consulté.
—Si, señor —contestó él, cortante.
—¿Recuerda bien lo que pasó en el derrumbe del 87?
—Como si juera ayer.
—¿Podría hacerle algunas preguntas sobre eso? —
continué yo, con cautela, pues lo sentí tenso.
—Ay, mijito… —respondió.

Se quitó la boina a cuadros, se rascó los ojos, se peinó


hacia atrás el poco pelo blanco con las manos, me miró
sonriendo, y dijo:

—Es que… ¿sabe qué?: usted me va a perdonar, pero


a mí no me gusta hablar de eso. Hable con doña Clelia,
que ella le ayuda; pero yo, no. Yo vivo muy bueno como
pa´ ponerme a pensar en Villatina —concluyó.

Doña Clelia, una señora de cuerpo abundante, de


proporciones apenas comparables con su inconmensurable
calidez, y un carácter recio que le había permitido
mantenerse como líder barrial durante años, no vivía en el
Héctor Abad desde la tragedia, pero sí recordaba a don
Arturo; aunque me indicó que hacía más de diez años se
había ido de ahí.
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—Él se fue, amenazado; no sé para dónde —detalló.
—¿Amenazado? ¿Y eso?
—Pues yo no sé; pero eso es lo que dijo todo el
mundo, porque de un día para otro se largó y no se volvió
a saber nada de él. Como que fue por un lío de faldas.
Todavía hay gente que viene a preguntar a ver dónde tiene
el consultorio.
—¿Consultorio de qué?
—Él ayuda a la gente, hablándole y enseñándole
cosas. Y dicen que a veces se comunica con el espíritu de
una niña que era hija de él y murió en Villatina.
—¿Será Marisol?
—Yo no sé; yo en verdad no creo en eso —contestó
ella.
—¿Usted era amiga de él?
—Pues así como amiga, amiga, no. Pero sí lo
distinguía.

Gracias a esta última señora, quien me hizo algunas


averiguaciones posteriores entre vecinos residentes
durante toda la existencia del barrio Héctor Abad, pude
conseguir el teléfono del consultorio de don Arturo, quien,
según me informó ella misma, ahora estaba viviendo en
Bello, un municipio colindante con Medellín,
perteneciente también a los diez que conforman el área
metropolitana del Valle de Aburrá.

Llamé al número indicado, pensando, en principio, en


conseguir una cita pronta, pero, para mi sorpresa, la señora
que me atendió me asignó una para dos meses y medio
después.
24
Sin más qué hacer, la acepté y la agendé con cuidado.
Sin embargo, dos días más tarde, llamé de nuevo a la
señora, y le dije que en realidad yo no necesitaba una cita,
sino una entrevista.
—¿Y de qué periódico es usted? —me preguntó ella,
como regañándome.
—Yo no soy de un periódico—le aclaré—. Lo que
pasa es que quiero escribir un libro sobre Villatina, y sé
que él vivió allá.
—Pues déjeme yo le pregunto, a ver. Sería muy raro
que lo recibiera para eso, pero llámeme mañana.

Al día siguiente la llamé.

—Arturo le manda decir que si quiere venga este


sábado a las siete—me indicó—. Pero que no llegue tarde,
porque él empieza con pacientes desde las 7:30. Que traiga
las preguntas organizaditas; que nada de fotos, y que la
entrevista le cuesta lo que valen dos consultas, porque a él
no le gusta hablar de Villatina —concluyó en un tono
despectivo que, más que intentar atraer a un nuevo cliente,
parecía pretender que yo declinara de mi idea de visitar al
señor aquel.
—Allá estaré, puntual —le aseguré.

25
3 – LOS LOMBRICIENTOS

Arturo Guzmán nació en 1957, en un desventurado


pueblo al Suroeste del departamento de Antioquia; uno de
los tantísimos municipios colombianos en los que la
pobreza y la ignorancia hacen lo posible por auto-
perpetuarse, y la sociedad, excluyente e indiferente,
sumida ante el gobierno corrupto, se encarga de garantizar
que así sea.

Su padre fue un campesino agricultor capaz apenas de


escribir máximo su nombre y un corto listado de verduras
en letra temblorosa, y sumar cifras inferiores en cantidad a
los dedos de sus manos –siempre requeridos para sus
operaciones matemáticas–. Como se lo auguraron sus
viejos desde pequeño, el único conocimiento al que pudo
acceder fue el que logró arrancarle a la vida a través de la
experiencia en el manejo diario de la pala, el azadón y uno
que otro animal doméstico. Sirvió al Estado como
soldado voluntario desde los 16; fue tratado como un
animal de trabajo durante tres años, y, sin poder ascender
más en el Ejército por su incapacidad de aprender a leer y
escribir, salió de la milicia con menos de lo que tenía al
entrar, y se fue a jornalear a un pueblo a dos horas del
suyo, pues sus padres no lo quisieron recibir de nuevo
como un mantenido. Conoció a Alcira, la embarazó al
mes de noviazgo, y tuvo que casarse por obligación para
evitar que el suegro lo tasajeara igual que a uno de sus
cerdos, como se lo había augurado si no lo hacía. Terminó
26
en la casi pobreza absoluta, trabajando la tierra en un
mísero lote con una casucha a medio hacer, que le prestó a
tiempo indefinido un comandante que lo apoyó durante el
servicio, compadecido de su situación incierta.

Turito, como apodaron a Arturo en su familia desde


que nació, fue el menor de seis hijos lombricientos, mal
alimentados, todos con más sonrisa que futuro y ajenos
por completo a la realidad de un país violento marcado por
brechas sociales extremas imposibles de salvar, apenas en
recuperación de una cuasi guerra civil por ambiciones
políticas, y a punto de empezar otra lucha interna contra
narcotraficantes y grupos guerrilleros.

Sus primeros ocho años los pasó entre lechugas y


boñiga, creyendo que el mundo empezaba en su casa y se
acababa en la plaza del pueblo, y convencido de que su
padre era inmortal.

Entendió que estaba equivocado sobre los límites del


orbe la primera vez que viajó en bus de escalera a la
capital del Departamento, después de respirar polvo y
desencajar su esqueleto en un viaje tortuoso que, en ese
entonces, duraba siete horas por una carretera hecha para
mulas.
Y entendió que estaba equivocado sobre la
inmortalidad de su viejo a finales del sesenta y cinco,
cuando lo vio irse al más allá sin remedio, tras una
enfermedad que lo fue devorando gramo a gramo sin
conmiseración, hasta reducirlo a un manojo de huesos
forrados en cuero seco amarillento, ocasionada, según la
esposa, “por un mal de ojo que le echó una bruja
enamorada y no correspondida por él”.
27
Lo vio agonizar, jadeante, delirando, gagueando
frases ininteligibles en las que trataba de describir las
visiones místicas que estaba contemplando en su trance de
desahucio, donde comprobaba que sí eran ciertas las
imágenes de cielo e infierno que había visto tantas veces
en cúpulas, vitrales y paredes de iglesias de pueblos:
…que, en efecto, el Espíritu Santo encarna en paloma
blanca; que los querubines sí tienen alas de libélula y
carecen de órgano sexual; que, en realidad, los santos
ostentan aureola refulgente; que San Pedro gobierna el
mundo sentado en un trono grande como un balcón de
alcaldía; que es totalmente cierto que Jesús tiene el pecho
abierto y en él puede vérsele el corazón palpitante; y que,
como lo dicen los curas, el diablo es rojo, tiene
cornamenta de cabra y cola de vaca, porta un tridente
envenenado, y anda escoltado por diablas de cuerpos
incitantes, gallinazos de ojos lastimeros, serpientes
hipócritas y extraños perros de nalgas bajitas, que no paran
de reír a carcajadas.

Y por fin, luego de días de suplicio, lo vio morir en su


cama de paja seca, intentando dejar claro que la Virgen
misericordiosa lo estaba esperando en el potrero del frente
para ayudarlo a recorrer en paz el camino que lo llevaría al
paraíso prometido por el bienaventurado señor del pecho
abierto y el corazón trémulo.

Pero, al parecer, no tuvo que ir hasta el potrero del


frente al encuentro con la madre de Dios, pues antes de
exhalar su último aire, y como si la hubiera visto junto a
él, relajó la contracción facial de estreñido característica
de su calvario y dibujó en su cara una sonrisita infantil de
serenidad, que aunque para algunos fue la indiscutible
evidencia de su muerte tranquila, para otros fue la última
28
sátira de su inmisericorde padecimiento, ya que, más que
una sonrisa de trascendido hacia la paz celestial, aquel
gesto labial parecía una guasona rayita decorativa pintada
con pincel en la cáscara de un coco seco.

A la muerte del marido, encarando con convicción de


samurai el destino aciago, y a pesar de que sus funciones
en la sociedad conyugal con el difunto se habían limitado
a satisfacer los deseos mundanos del hombre, a criar la
prole que Dios mandara, a mantener la casa limpia y en
orden, y a cocinar lo que el macho proveedor trajera,
Alcira asumió también el rol masculino, se puso botas y
guantes de agricultor, y se dispuso a coger la finca por
cuenta propia.
Con ayuda de sus hijos mayores, cavó, aró, sembró,
recogió, cargó bultos, arregló alambrados, picó leña,
ensilló y ordeñó, pero, un año más tarde, con las manos en
llagas, la espalda hecha escombros y el orgullo entregado
al pasado, se vio obligada a aceptar que “eso no era para
ella”. Al claudicar al trabajo masculino, entendió,
además, que el mortal con quien había dormido por casi
diecinueve años, a pesar de ser “más bruto que un tractor”
–como se autodenominaba él–, sabía bien cómo manejar la
tierra y sacarle de las entrañas lo suficiente para sostener a
la familia.

Devolvió al comandante el lote sediento y la casa en


ruinas, vendió por miserias los animales demacrados y los
últimos sobrantes de los sembrados mustios, y arrancó
para Medellín a inventarse qué hacer para sacar a los niños
de la inopia en que estaban.

Tenía clara la realidad que le esperaba, pero,


conociendo ya la adversidad, y sin temor a enfrentarla de
29
nuevo, estaba dispuesta, de ser necesario, a pedir limosna
para sobrevivir y conseguir al menos el mínimo necesario.
Creía poder sostenerse un tiempo en la urbe con lo que le
dieron por la venta, y defenderse luego trabajando en lo
que fuera.

Llegó a la ciudad como nómada sin futuro, a una casa


de invasión en el barrio Villatina, a acomodarse con sus
hijos en una habitación penumbrosa y húmeda que le
alquiló una antigua coterránea, quien le había prometido
ayudarle a conseguir trabajo y a buscarles puesto a sus
hijos en escuelas públicas.

El marido de la dueña de casa la miró con antojo


desde que llegó, y trató en varias ocasiones de entrar en la
noche a su habitación. En su último intento, a menos de un
mes de llegados los inquilinos, muy pasado de tragos, no
se dio cuenta de que su esposa lo esperaba oculta en la
oscuridad y, en el preciso instante en que abría la puerta
con sigilo, sintió en su parietal izquierdo el campanazo de
un seco golpe metálico propinado con el cucharón sopero,
fruto de esa ira de entraña que produce el engaño.
—Pa´onde ibas, güevón.
—Casi me matás, Cecilia.
—¿Qué buscabas en esa pieza?
—Mirá el chichón y la sangre.
—No me cambiés el tema, pendejo, contestá.
—No es lo que estás pensando, mi vida.
—No es la primera vez que intentás entrar.
—Me estoy mareando.
—Vos ya venías mareado, de la perra que tenés.
—Tráeme hielito, Cecilia.
—Que no me cambiés el tema, Gerardo.
—Relajate, mujer; mañana hablamos con calma.
30
El “clang” producido por el impacto cucharón-cráneo
y los posteriores gritos del rifirrafe marido-mujer, fueron
para Alcira anuncios claros de que aquella sería, si no la
última, sí una de las últimas noches en casa de Cecilia. El
hombre alegó en principio que iba a revisar que los niños
estuvieran bien, pero en cuestión de horas, rendido ante el
runrún de la cantaleta persistente de su mujer, aceptó que
sí iba a buscar los favores de Alcira, pero que lo hacía por
petición de ella, quien ya varias veces le había sugerido
que la visitara en la noche. La esposa del borracho no le
creyó, pero igual le pidió a su amiga buscar otro lugar
dónde vivir.

Días después, a solo tres cuadras arriba de su primera


vivienda, en el mismo barrio Villatina, Alcira alquiló un
rancho infame de dos habitaciones –también de invasión–,
con paredes en madera, techo de zinc y suelo de tierra
apisonada, con un barrizal atrás al que llamaban patio,
colindante con un barranco azaroso y malintencionado,
siempre amenazando con venírseles encima. Allí se
instalaron como plagas proscritas, desterrados de ningún
lugar al que hayan podido llamar casa, exiliados de ningún
país al que hayan sentido suyo, refugiados de una guerra
de la vida contra ellos; por supuesto, con todas las de
perder.

A punta de buñuelos hechos por la madre, a punta de


jornales de obreros ganados por los dos hijos mayores, y a
punta del salario exiguo obtenido por la tercera hija como
empleada doméstica, lograron apenas sobrevivir en la urbe
agresiva, sin tener que llegar al extremo de pedir limosna
–al que Alcira estaba dispuesta a llegar–.

31
A los dos años de pagar arriendo compraron el rancho
indigno a precio de mansión, y, con paciencia e infinita fe,
lo convirtieron en un lugar humanamente habitable,
disminuyeron un poco sus penurias y dieron a los tres
menores la oportunidad de estudiar hasta que quisieron y
pudieron. Pasado el tiempo, sin notarlo, cambiaron las
lombrices por úlceras y las sonrisas inocentes por caras
largas con el rictus característico de la gente de ciudad.

En el setenta y uno, el año en el que Arturo cumplió


catorce, Arnulfo –su hermano mayor– se devolvió para su
pueblo de origen a buscar la suerte que no tuvieron sus
padres. Los dos siguientes –Rubén y Marta– se casaron y
se fueron a vivir a otros barrios. Quedaron en casa de
Alcira los tres menores –Obdulio, Estela y Arturo–,
quienes, para sostener el rancho, se vieron obligados a
salirse de estudiar y empezar a trabajar.

Obdulio reemplazó a sus hermanos mayores como


ayudante de construcción de un oficial del barrio; Estela
siguió yendo todos los días a vender buñuelos con su
madre a la recién fundada Central Mayorista; y Arturo se
empleó como ayudante informal de don Elías Puerta, un
adinerado comerciante de arroz y abarrotes, líder
reconocido en la misma Central. Le ayudaba como
mensajero, cargador, empacador, lavador de carros, y
haciendo cualquier oficio que se necesitara en el almacén
y las bodegas.

A finales del setenta y cuatro, cuando Arturo


alcanzaba sus 17, un muro aún sin fraguar le cayó encima
a Obdulio, el hijo preferido de Alcira. Estuvo en coma
hospitalizado cuatro días, y murió al fin, en silencio
32
sereno, sin poder despedirse de su madre y sin poderle
cumplir el sueño de levantarle segundo piso con loza a su
casa, para lo que había venido acumulando materiales en
el patio desde hacía meses.

Lo enterraron en el Cementerio Universal, el de los


pobres, en tumba gratuita pero ubicada en zona de
jardines, obtenida gracias al apoyo y las gestiones políticas
del jefe de su hermano menor, en un ataúd gris brillante
que compraron en colecta los empleados y dueños de los
negocios de la Mayorista, vecinos de “Mamá Buñuela” –
como le decían a Alcira–, a quien gran cariño le tenían.

—Vayan juntando fuerzas para mi entierro, porque yo


a otro de ustedes no lo despido —les aclaró Alcira a sus
hijos la noche del funeral de Obdulio, ahogada en
desencantos por la vida, y con el alma arrugada como solo
se arruga cuando la vida obliga a una madre a devolverle
un hijo al Santísimo—. Prefiero morirme entera, que ir
dejando la sombra a pedazos en cementerios y hospitales
de esta ciudad de nadie.

Y, en efecto, acumulando desalientos para propiciar


su muerte, fue atenuando sus luces y avejentando sus
flores hasta que, dos años, tres meses y seis días después
de la partida de su hijo consentido, marcados por ella
misma en una libreta en cada anochecer siguiente al
entierro, repartió con amor materno bendiciones a sus
cinco hijos vivientes, dos nietos bebés, dos nueras, un
yerno y una novia prometida, se entregó a la parca y cerró
por última vez los ojos sin la solemnidad de un
prohombre, pero con la liviandad de haber sido una madre
cumplidora del deber humano.

33
La novia prometida era Claudia, vecina en Villatina y
amiga de infancia de Arturo, a quien la fallecida ya le
había dispensado muchas otras bendiciones y
bienaventuranzas en los meses anteriores, pues la
acompañó como hija en el sendero del adiós y le dio
tranquilidad futura al prometerle acompañar hasta la
muerte a su hijo menor, guardándole fidelidad “…en la
alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la
salud y en la enfermedad”.

A pocos meses de despedir a la vieja que la parió, una


noche abrileña de truenos y lluvia, Estela, la hija menor,
quien se había hecho cargo del negocio de su madre, soñó
que ésta la obligaba a bordar con lana casi tiesa en punto
de cruz una y otra vez el número 14, sobre una tela de
costal templada en un bastidor redondo del tamaño de un
carrusel de feria; en el sueño, cada vez que terminaba un
14, Alcira le recibía la madeja que estaba usando, le
entregaba otra con un color diferente y le indicaba en
dónde continuar con otro tejido igual, basándose en un
croquis a lápiz ya dibujado por ella como guía.
Al despertar, con las manos entumecidas de tanto
bordar números, y sin contarle a nadie su sueño para no
dañar la premonición, se organizó rápido y se fue para la
Mayorista a buscar al lotero. Compró, sin dudarlo, una
fracción con el 1414 de la Lotería de Medellín y se ganó el
efectivo suficiente para mejorar sustancialmente su vida y
la de su hermano menor.

Luego de pagar deudas y solucionar urgencias, y


aprovechando los materiales protegidos con plásticos que
había dejado Obdulio desde antes de su deceso, los dos
menores de “Mamá Buñuela” iniciaron obra en el patio
34
empantanado colindante con el barranco azaroso. En
menos de dos meses, ayudando ellos también a ratos en la
construcción, transformaron la casa paupérrima en la que
vivieron apretados con Alcira aquellos seis lombricientos
llegados al barrio hacía una década, en una sólida
construcción en ladrillo de dos pisos y terraza, dividida en
dos apartamentos independientes de dos piezas, cocina y
sala-comedor; uno para cada uno.

Confiado en el futuro promisorio, y contando con la


seguridad de un lugar digno para trenzar un hogar,
cumplidos apenas sus primeros 20, Arturo formalizó
amores con Claudia Soto el ocho de octubre, y empezó
una calma relación que duraría hasta la tarde siguiente al
amanecer en que Marisol soñó con los monstruos.

35
4 – DON ARTURO

Charlas con don Arturo (1)


Noviembre 17 de 2012; sábado

Aunque, utilizando la autopista que recorre


longitudinal el área metropolitana, un sábado temprano en
la mañana podría demorarme quizá 20 minutos para ir
desde mi casa al municipio de Bello, y otros diez minutos
para encontrar la dirección del consultorio de don Arturo,
previendo imprevistos, y, conociendo ya su agenda, salí
una hora antes de la cita asignada. ”No vaya a ser que este
señor adelantó su reunión con el papa o concertó a última
hora un consejo de ministros”, pensé, ironizando conmigo
mismo.

En efecto, llegué treinta minutos antes de la hora


acordada; decidí esperar en el carro, aprovechando para
ojear la prensa del día, que la había llevado “por si acaso
tenía que esperar”. Parqueé al lado derecho de una calle
estrecha de pendiente moderada, en la que, con dificultad,
caben dos vehículos, uno al lado del otro, y me ubiqué
detrás de un Mercedes de modelo reciente, que supuse no
debía ser de alguno de los vecinos, pues, según mis
cálculos, el barrio era apenas de nivel socioeconómico
dos, máximo tres, en los que no es posible darse ese tipo
de lujos –por vías legales–.

36
Cinco minutos antes de las siete me bajé del carro,
caminé los pocos metros que me separaban de la puerta
con el número que tenía anotado, y toqué. Pude observar
que el Mercedes no estaba vacío; al parecer su ocupante
venía también para consulta, estaba muy ansioso por su
cita, o era más obsesivo que yo con el manejo del tiempo.

Abrió la puerta una señora bonita de unos 50 y tantos


años, de muy buena apariencia. Después del saludo pude
identificarla como la misma con quien había hablado por
teléfono. Cadera ancha, imposible de ignorar –un poco
gorda, sin ser obesa–, alrededor de 1,60 de estatura, pelo
castaño cogido en cola, y cejas pulidas, como depiladas.
Pero lo que más me marcó de ella fueron sus labios de
princesa de Disney y su sonrisa de madrina bondadosa,
que surgía como por voluntad propia y evidenciaba en los
extremos de los ojos unas “pategallinas” que le daban un
toque interesante; no pude evitar imaginarla de 20 años:
debió haber sido irresistible, divina.
Estaba acompañada por un perro Shar Pei –raza
china caracterizada por tener la piel con pliegues en gran
parte de su cuerpo–, que se me abalanzó como si me
conociera de toda la vida y marcó sus patas en mi camisa
blanca recién planchada, sin consideración alguna.
Siempre he querido los perros, pero me molestan los
malos hábitos que algunos cogen por la falta de educación
por parte de sus amos; un perro es, en su mayoría, lo que
su amo haga de él. Me dio furia lo que el animalito aquel
hizo con mi camisa, pero, siendo yo el recién llegado, y
aún sin saber qué tan bienvenido iba a ser, me tocó sonreír
y hacer como si me encantara que me empantanaran la
ropa limpia a primera hora del día.

37
—¡Quite, Gardel! —regañó la señora al animal que,
sin remordimiento alguno, se limitó a quitarme sus patas
de encima y retirarse un poco, moviendo su minúscula
cola enroscada hacia arriba y adelante como aguijón de
alacrán. —¿Usted es don Juan? —me preguntó en seguida
con amabilidad, haciéndome tranquilizar un poco, pues
imaginaba que en persona iba a ser tan seca y cortante
como lo había sido al teléfono días antes.
—Si, señora —afirmé, sacudiéndome la camisa con
las manos y acariciándole la cabeza a la reencarnación
burda del maestro del tango.
—Llegó muy puntual —anotó.
—Siempre lo soy —contesté. Ella sonrió con ironía.
“¿A quién me recuerda esta señora?”, pensé.
—Siga y se sienta; ya vengo a tomarle los datos —me
indicó mientras entrábamos a la casa, señalándome una de
las sillas del salón de ingreso, que servía como sala de
espera. Luego entró hacia un corredor que se veía largo
hacia el fondo, y cerró la puerta, dejándome solo en mi
silla, vigilado por la mirada ansiosa del mancha-camisas
de piel arrugada, que parecía querer desposarme.

Como un vaho que invita a la espiritualidad, me


conmovió el olor a incienso, a plantas medicinales, a
velas. El lugar era pequeño, pero nada se veía apretado ni
mal puesto; todo estaba en su lugar. Al lado derecho de la
sala de espera, luego de un baño, había otro salón también
pequeño, en donde tenían un escritorio con dos sillas y una
estantería llena de frascos, velones de colores variados y
bolsitas con hierbas.

A las 7:03 salió de nuevo la anfitriona, y me pidió


acompañarla al salón contiguo. —Quite, Gardel —le
38
ordenó al perro, que no dejaba de mirarme y ya estaba
logrando intimidarme. Me invitó a sentarme y me indicó
diligenciar un formulario tamaño carta, fotocopiado por
ambos lados. En él, además de nombre, cédula y otros
datos básicos, debía indicar si sufría de alguna
enfermedad, si tomaba medicamentos y, no imaginé para
qué, debía aclarar si tenía capacidades extrasensoriales o
había vivido experiencias paranormales: “¿tiene usted
sueños en los que ve el futuro? …SI/NO”; “¿ha visto o
escuchado espíritus de personas muertas? … SI/NO”; “¿le
han hecho alguna vez brujería? … SI/NO”; “¿ha sido
raptado o ha soñado con ser raptado por extraterrestres? …
SI/NO”, y otras preguntas que no terminé de contestar,
pues cuando lo hacía entró al lugar un hombre, quien de
inmediato supuse que era don Arturo.

—Déjelo así, tranquilito —sugirió, al verme


diligenciando el cuestionario—. Igual, usted no viene para
consulta —concluyó, sonriéndome con cordialidad.
—Pero no lo he terminado; ¿no importa?
—Déjelo así, tranquilito —insistió, mientras me lo
recibía y lo doblaba en cuatro, para, seguramente, botarlo
después.

Por lo que recordaba de cuando lo conocí en Villatina


y por las cuentas que había hecho, calculaba que don
Arturo debía estar cercano a los sesenta. Pensando en su
edad, y en especial suponiendo que había tenido una vida
compleja, con grandes dificultades económicas, familiares
y sociales, esperaba ver a un hombre mayor, con achaques
de viejo y cara triste. Contrario a eso, quien me recibió fue
un señor maduro pero vital, de buena energía y mirada
fresca de niño travieso. Contextura gruesa –mas no
gordo–, boca pequeña, nariz recta –como mandada a hacer
39
a la medida de sus gafas de lectura–, cejas gruesas, frente
con arrugas líneales por el vicio de fruncir el ceño, pelo
negro canoso desordenado y barba corta bien cuidada,
marcada en el mentón izquierdo por la línea de una larga
cicatriz, de la que luego supe la causa. Vestía camisa
blanca de manga larga estilo guayabera –por fuera del
pantalón–, chaleco beige abierto adelante –sin botones–,
pantalón ancho –también blanco– y, como detalle
pintoresco, tenis azules con rayas amarillas. Todo un
personaje.

—Sígase, por favor —sugirió, indicándome que fuera


tras él a través del largo corredor, que sentí como una
avenida a la que le imaginé flechas direccionales
consecutivas pintadas en el piso.

Primero pasamos al lado del comedor, ubicado a la


izquierda, enfrentado a un patio pequeño con una banca y
matas alrededor. Después, al lado de la cocina, contigua al
comedor, enfrentada a una salita de televisión y un baño;
luego vi dos puertas a lado y lado, cerradas, que supuse
eran habitaciones. El perro, haciendo sonar sus uñas sobre
la baldosa amarilla, se adelantaba, se atrasaba, se metía
entre mi anfitrión y yo; jadeaba como un viejo fumador…
Para terminar, como llegando a la meta final del
recorrido, entramos a un salón grande que servía de
consultorio y oficina. Una vez adentro, don Arturo cerró la
puerta corrediza, luego de haber hecho salir a nuestro
acompañante con la frase que, al parecer, más se repetía en
esa casa: —¡quite, Gardel!—.

Era un recinto de unos tres por siete metros, con


paredes blancas y techo alto en teja de asbesto cemento
sobre estructura de madera; como era más alto que el del
40
resto de la casa, en la diferencia de niveles de techos tenía
pequeñas ventanas que servían de aireadores y lo hacían
estar siempre fresco. La puerta de entrada daba a la mitad
de uno de los lados largos del salón. Al lado izquierdo, el
lado del consultorio, había una camilla de madera y una
salita con dos poltronas y dos mesitas –una auxiliar y otra
de centro–; al lado derecho, el de la oficina, había un
escritorio con sendas sillas a cada lado y una estantería en
madera de pared a pared que, al igual que la del recibo,
estaba llena de frascos, hierbas, piedras y cajitas con cosas
que nunca supe qué contenían; además, un equipo de
sonido con tornamesa y casetera, una abundante colección
de discos de acetato y, algo que me impactó de forma
positiva pero me extrañó: muchos, muchísimos libros.
Al centro del salón, frente a la puerta, resaltaba una
mesita redonda de tres patas colmada de velones y
veloncitos de varios tamaños y colores –todos con
chorreados de cera–, que entendí como un “separador
energético” imaginario entre la oficina y el consultorio.
Arriba de la mesita, rearmada y pegada como un
rompecabezas –astilla por astilla– sobre un tablón, con
espacios vacíos que evidenciaban la ausencia de algunas
piezas, llamaba la atención una decolorada pintura infantil
de un paisaje, pintado sobre una vieja tabla cualquiera.

Don Arturo me invitó a sentarme en una de las


poltronas, puso un casete con música zen, prendió un
incienso, encendió varios de sus velones y veloncitos, se
echó en las manos un líquido de un olor aromático
delicioso –que luego supe que era medicinal–, y se sentó
al frente mío, en la otra poltrona.
A pesar de estar contento por haber encontrado al
protagonista de mi futura novela, al verlo sentarse y
mirarme expectante, al verme en aquel lugar tan diferente
41
a mi entorno habitual y al ser consciente de que estaba a
punto de dar apenas mi primera pincelada en aquel lienzo
enorme que pensaba pintar, durante unos segundos sentí
un cansancio, pesado como una montaña, que me hizo
dudar de mis intenciones y me instó a irme de ahí sin
siquiera disculparme con aquel señor. Por fortuna, mi
terquedad fue más fuerte que mis flaquezas; encaré mi
reto y arranqué.

Como el poco pelo que me queda sigue siendo rubio y


mis ojos son azules –características fenotípicas poco
comunes en Colombia–, la gente suele hacerme preguntas
y bromas sobre mi procedencia. Estoy acostumbrado a
eso; sin embargo, no esperaba que mi entrevistado me
recibiera con un comentario al respecto:
—¿La entrevista va a ser en inglés o en español? —
consultó sonriendo y agrandando sus ojos de muchachito
come-confites—. Porque si es en inglés, apague y
vámonos.
—¿Disculpe? —cuestioné yo, extrañado.
—Es que usted con esa cara de gringo que tiene, si habla
español es porque se lo enseñaron ya crecidito… —
explicó.

Yo reí, y le sugerí que no se dejara engañar por mi


apariencia: —con seguridad mi sangre es más colombiana
que la suya —le dije. Y aunque entendió y lo aceptó, de
ahí en adelante borró de su mente mi nombre y me siguió
llamando “Gringo”.

42
Sabía que en esa primera corta reunión no iba a
obtener mucho material para mi libro, así que, más que
preguntas, me propuse entablar con él una conversación
que le generara tranquilidad y confianza, para iniciar
después una serie de entrevistas ordenadas, cada una con
objetivos agendados, claros y precisos.

—Cuente pues, Gringo —se adelantó él hacia el


diálogo, aun frotándose las manos para terminar de
esparcirse el líquido aquel—. ¿Para qué soy bueno?

Le hablé de mis intenciones puramente literarias y de


cómo debíamos trabajar para construir la historia, si él
aceptaba. Le conté quién soy, qué hago y, en detalle, le
narré mi experiencia en Villatina como socorrista. A pesar
de que trató de ocultarlo, pude ver que se impactó mucho
cuando le dije que lo había conocido en el momento de
exhumar el cuerpo de su hija.
Me dijo que no entendía para qué necesitaba
información sobre la tragedia si yo había estado allá. Le
aclaré que la historia que íbamos a construir, más que una
historia de Villatina o de cómo percibí yo la tragedia, era
una historia sobre él: sobre su pasado, sobre cómo vivió
aquella difícil experiencia y cómo había sido su vida
posterior.

Mientras yo hablaba, don Arturo se levantó de su silla


y fue hacia la estantería, de donde cogió varias bolsitas de
tela con herramientas de trabajo, que sacó luego con
cuidado y puso en la mesa de centro sobre una tela
estampada con mandalas: un péndulo con un cuarzo, una
bolsa de tela con piedras, una baraja que supuse era un
tarot, y dos pequeños tarros plásticos transparentes, uno
con un polvo verde y otro con una pasta café oscuro.
43
—Siga hablando tranquilito, Gringo —sugirió— no
se asuste; …cada perro con su hueso y cada cual con sus
cadacualadas. Haga lo suyo y yo hago lo mío.

Metió un dedo en la pasta café, sacó un poco y se lo


llevó a la boca. A los 20 segundos, quizá, luego de ingerir
la pasta, cogió una cucharita de madera, sacó polvo verde
del otro tarro y también se lo llevó a la boca. Mientras
chupaba sus menjurjes barajó las cartas y las fue sacando
una a una, ubicándolas de manera ordenada sobre la tela
con mandalas en la mesa de centro, siguiendo una lógica
que solo él comprendía. Entre carta y carta hacía cuentas,
pensaba y hacía gestos, como si estuviera leyendo e
interpretando los resultados. Me distraje un momento de
mi narración y me quedé mirando las cartas, como si algo
entendiera. Él me miró, sonrió y siguió en su mundo sin
inmutarse, como si supiera que el que estaba tratando de
interpretar sus cartas sabía de tarots menos que su perro.

—Quítese los zapaticos y acuéstese allí, me hace el


favor —sugirió, señalándome con sus labios de rayita leve
la camilla—. Y siga hablando, tranquilito. No se preocupe,
que no le va a doler; pero es que antes de montarme a ese
tren con usted, tengo que asegurarme de varios asuntos;
…me perdona por ponerlo a hacer lo que no vino a hacer,
pero si quiere al perro, acepte las pulgas —concluyó con
sonrisa maliciosa.

Yo estaba dispuesto a todo, así que acepté sin


dudarlo. Mi única preocupación inicial fue que tuviera las
medias rotas, por lo que me demoré intencionalmente
tratando de recordar cuáles me había puesto. Él notó mi
retraso y lo aprovechó:
44
—No se preocupe si tiene las medias rotas, que esta
no es una entrevista de trabajo —dijo riendo con ánimo y
haciéndome sentir estúpido.

Me descalcé, me recosté en la camilla y seguí


hablando. Don Arturo volvió a comer de sus pociones y se
acercó a mí con todo lo de la mesita, excepto las cartas.
Sacó las piedras y las ubicó sobre mí y a mi alrededor.
Volvió a echarse el aromatizante en las manos y empezó a
recorrerme con ellas, sin tocarme. Me fui quedando sin
palabras y me fui relajando. Lo último que recuerdo de
aquella experiencia es que puso a rotar su péndulo sobre
mi cabeza y sobre mi abdomen.

—¿Mucha rumba anoche, Gringo? —bromeó,


despertándome al rato con una mano afectuosa sobre mi
pecho.
—Uy, qué vergüenza, me dormí —le dije
sobresaltado.
—Se ve que usted se duerme nadando —indicó en
broma.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Faltan diez para las ocho —aclaró mientras
organizaba de nuevo sus herramientas sobre la mesa de
centro—. Entonces: ¿cómo empezamos?
—¿Cómo empezamos qué?
—Pues su librito, ¿qué hay que hacer?

Me sentí relajado como pocas veces me he sentido.


En principio lo supuse, y días después don Arturo me
confirmó que, con sus herramientas, brebajes y maniobras,
45
además de hacerme una nivelación energética, me había
hecho una especie de examen extrasensorial; una
valoración de confiabilidad que le permitiera conocer mis
intenciones, para saber si podía iniciar conmigo el trabajo
que le describí simplemente como una serie de reuniones
en las que solo tenía que recordar y, en sus palabras,
contarme su vida.

—Lo espero el otro sábado, a las siete —sugirió al


despedirme.
—¿Qué fue lo que me hizo, don Arturo? ¿Y qué es
eso que usted come? —inquirí.
—Después le cuento, Gringo. Y no se afane tanto,
hombre; usted pregunta más que niño chiquito —contestó
mientras tapaba de nuevo sus tarros, recogía y ordenaba
sus cartas, doblaba sus telitas con mandalas y metía en
bolsitas las piedras y el péndulo.

A pesar de haber acudido antes de aquel día a varias


terapias de bioenergética, nunca me habían hecho efecto
alguno las nivelaciones de chacras, los ajustes energéticos
o las medicinas naturales en frasquitos. Quizás por eso,
con el tiempo me había convertido en un escéptico
imposible de adoctrinar. Sin embargo, debo aceptarlo, lo
que me hizo aquella vez don Arturo me impactó
sobremanera. Luego de su terapia no pedida me sentí
como acabado de levantar tras una larga y plácida noche.
Quería correr, saltar, gritar; estaba renovado.
Y aunque, en efecto, la señora me cobró dos citas,
además de energizado salí de allí feliz, añorando el sábado
siguiente con la idea clara de preguntarle cómo un
humilde desplazado por la tragedia y la violencia había
llegado a convertirse en una especie de sanador urbano a

46
quien ese día, desde antes de las ocho de la mañana, ya lo
estaban esperando dos clientes en su sala de recibo.

47
5 – HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE

El matrimonio de Claudia y Arturo, en octubre del 77,


aunque austero en gastos y moderado en promesas, fue
pródigo a más no poder en alegrías.

La ceremonia se celebró en la iglesia del barrio,


incapaz casi de albergar a los pocos familiares del novio, a
los muchos familiares de la novia y a los demasiados
vecinos y amigos. Nadie quiso perderse un suspiro de la
boda, a pesar de la estrechez inhumana que obligaba al
contacto íntimo cuerpo a cuerpo; a pesar del sofoco
exasperante que exigía estirar el cuello, empinarse y mirar
hacia arriba para tomar un aire menos denso; y a pesar del
calor insufrible del medio día que hacía prever el infierno.
Sin compasión alguna con los olfatos sensibles, las
delicadas fragancias artificiales de las lociones y perfumes
de los presentes se evaporaban y mezclaban con sus muy
naturales e incontrolables hedores humanos, creando un
vaporoso caldo agridulce difícil de respirar.

Solo ocasional y milagrosamente alguna brisa


veraniega entraba por los calados de la pared que daba al
occidente y bendecía a los asistentes con su frescura.
Todos la recibían como si el mismísimo Espíritu Santo los
estuviera ventilando: los hombres se soltaban los botones
superiores de la camisa y se la sacudían para tratar de
meterse al pecho un poco de aire fresco que enfriara las
gotas de sudor que les bajaban desde el cuello a chorros;
48
las mujeres se aflojaban la falda y separaban y cerraban
con cautela sus piernas, invitando a esos aires beatíficos a
refrescar sus feminidades; los niños se abanicaban con las
manos y volteaban sus cabezas para encarar la brisita,
mientras soñaban con las gaseosas y la torta que,
suponían, les darían luego.

La incomodidad forzó al cura a compendiar


sermones, a evitar ejemplos, a obviar elogios y a tomarse
con mala cara el vino caliente; a los asistentes, a resumir
aplausos y a constreñir comuniones; a la novia, a contener
lágrimas y evitar suspiros; y al novio, a prometer solo lo
que estaba seguro de poder cumplir sin enredarse mucho
en romanticismos premaritales.

Alcira, la difunta madre del novio, sin tener que sufrir


mortificaciones terrenales, los acompañó de principio a fin
y evidenció su presencia espiritual encendiendo antes del
beso simbólico el velón ceremonial, que el monaguillo
había olvidado encender. Ese hecho, que todos calificaron
luego como una bienaventurada aparición milagrosa, hizo
que el cura interrumpiera un instante su sermón en el
momento culmen de la ceremonia, y, sin darse cuenta, al
reiniciarlo repitiera la frase máxima que ya había dicho,
declarándolos dos veces marido y mujer.

En 28 minutos, tiempo que todos consideraron más


que suficiente, los novios se besaron, ignorando sudores, y
con sus miradas se dijeron todo el amor que tenían por
decirse. En tropel, como niños liberados por la campana
escolar que autoriza el recreo, novios, invitados, colados y
cura, abandonaron la iglesia y dieron gracias al señor por
no haber muerto asfixiados, aplastados, cocinados o
intoxicados.
49
La fiesta, que empezó a menos de una hora de la
ceremonia religiosa, se organizó al frente de la casa de
Zuleima, la mamá de la novia, bajo ocho carpas de Coca-
Cola armadas en acera y calle. Desde la mañana habían
cerrado la cuadra con sendos lazos de poste a poste en
cada esquina y habían dispuesto suficientes sillas y mesas
metálicas plegables para todos los invitados y algunos
otros más. Todo el entable –carpas, sillas y mesas–,
conseguido en préstamo por don Elías Puerta, el patrón del
novio, nombrado con orgullo como padrino de boda,
desde hacía tiempo.

La rumba comunal se alargó hasta pasada la media


noche y, contrario a lo habitual en las celebraciones de
barrio de aquella época, en esta no hubo peleas de tragos.
Sin embargo, no faltaron los borrachos vomitados, las
declaraciones de “amigos por siempre” entre vecinos y
conocidos, los regueros de vasos mal puestos, las
quebrazones de botellas de aguardiente y cerveza, las
cantaletas de esposas celosas, los llantos de solteras
envidiosas, los niños maldormidos en cualquier rincón, los
perros pateados por robar comida y orinar patas de mesas,
las inolvidables e imperdonables bromas de mal gusto –a
los calvos, las feas, los gordos, las solteronas y los
desocupados–, las discusiones enardecidas sobre los
futuros resultados del clásico futbolero del día siguiente,
las preguntas indiscretas sobre la barriguita de la novia y
la música estridente, que cuando la apagaron hizo sentir el
ambiente como un renacer edénico.

Los novios partieron a las siete de la noche para una


hostería ubicada a dos horas de Medellín, en un pueblo a
50
orillas del río Cauca, a disfrutar su anhelada luna de miel,
también cortesía del padrino.

Don Elías había previsto todo para que los recién


casados no pasaran penurias, y se encargó de que su regalo
fuera todo incluido. Así, pudieron aislarse del mundo sin
preocupaciones monetarias y se sintieron burgueses por
tres días. Comieron y bebieron como faraones en bonanza,
disfrutaron sábanas y almohadones que ni soñaban que
existían, se bañaron en fragancias que creían reservadas
para dioses, se admiraron en espejos que solo reflejaban
bellezas y se codearon como iguales con ricachones
ostentosos que los miraban de reojo y se secreteaban al
verlos pasar sin ropa de verano con la marca “in” en
Miami.

Evidenciando la diferencia de géneros en asuntos de


control del exceso, Arturo se emborrachó dos veces,
mientras Claudia solo se prendió una vez; Arturo aumentó
tres kilos, Claudia cuatrocientos gramos; él se ganó dos
regaños del personal del hotel por hacer cosas indebidas
(...en especial por la escena ocurrida en uno de los salones
de recibo durante “La Noche Blanca”), ella una
felicitación “por controlar a ese hombre tan desmedido,
aunque respetuoso, eso sí”.
Era la segunda noche, la que en el hotel llamaban “La
Noche Blanca”. Salían para un show de baile en la
plazoleta central, y, como no habían llevado al viaje ropa
de ese color, para evitar desentonar con los otros
huéspedes habían tenido que ir al pueblo en la tarde a
comprar cualquier prenda que sirviera. Él estaba con una
bermuda ridícula y una camisa de laboratorista pueblerino,
que lo hacían ver como un sultán arruinado; fue lo único
blanco que encontró en las ocho tiendas de ropa
51
disponibles en el municipio. Ella vestía una bata holgada
de tela vaporosa hallada de milagro en un localito del
marco de la plaza, que insinuaba apenas su ropa interior
oscura y dejaba vislumbrar su silueta de yegua joven en
temprano estado de preñez. Cuando dejaron la habitación,
ya se escuchaba la música del evento a media cuadra del
bloque en el que se hospedaban. Caminaron por el
corredor frente a las habitaciones y llegaron a un salón de
recibo triangular amplio, que unía dos de los bloques a
manera de “v”. El mobiliario del salón consistía en una
mesa redonda grande y una sala con dos sofás y cuatro
poltronas. Una de las paredes estaba decorada con un óleo
de un paisaje caribeño; la otra, con un espejo enorme que
aumentaba el tamaño del salón. Frente a ellas estaban los
ventanales con las puertas de acceso. Claudia se acercó
con malicia a un jarrón de piso al lado del óleo adornado
con varas secas de bambú; quebró una ramita, se acercó al
espejo y se hizo una cola de caballo que ató luego con el
bambú; Arturo, que la esperaba en una de las puertas, al
verla cogiéndose el pelo se fue acercando despacio
mientras la miraba a los ojos en el reflejo del espejo. Una
vez listo el peinado, Claudia enderezó su postura y ajustó
el vestido a su silueta, dando media vuelta para verse la
cadera. Él, ya junto a ella, la tomó desde atrás por la
cintura, una mano sobre la incipiente barriga, la otra en los
senos grandes que siempre le atrajeron. —Aquí no — dijo
ella sonriendo—. ¿Qué tal en ese sofá? —bromeó él,
cogiéndole la nalga y besándole el cuello—. ¿Estás loco?
—preguntó ella, entre risas—. Loco no, solo un poquito
caliente —le dijo él, levantándole la falda y metiéndole
una mano entre sus piernas dispuestas. Empezaron a
besarse y a tocarse en un frenesí de adolescentes jadeantes,
interrumpido bruscamente por la tos intencional de uno de
los empleados del hotel, quien, sin necesidad de
52
regañarlos, los hizo avergonzar y detener en el acto su
pasión. Ardiendo por dentro, volvieron entre risas a la
habitación, y, acompañados a lo lejos por la luna cómplice
y el rumor alegre de la música de fiesta popular, vivieron
su propia “Noche Blanca” exclusiva para dos.

El día del regreso se despertaron igual de


enamorados, pero deprimidos por tener que volver a la
realidad y aceptar con resignación que sus vidas siempre
estarían lejos de poder alcanzar aquellos excesivos pero
deliciosos placeres materiales. Sin embargo, reencarando
con serenidad su verdad, se despojaron sin nostalgia de
aquella riqueza prestada y retornaron radiantes a su mundo
terrenal.

Hasta el viernes anterior al matrimonio, Claudia había


vivido siempre en casa de su madre, y Arturo compartía
con Estela el apartamento del primer piso, pues el del
segundo lo tenían alquilado mientras él se casaba. El
miércoles en la mañana, después de su viaje, al entrar al
apartamento del segundo piso donde vivirían –recién
desocupado–, sin siquiera un afiche descolorido pegado a
la pared y con escasas dos sillas plásticas en la sala y un
colchón viejo en el piso de la habitación principal, los
recién casados entendieron cuánto tenían por construir
para su futuro y el del bebé en camino. Él, en broma,
abrazó a su esposa y le dijo: “…ya me cansé de estos
muebles, ¿será que los cambiamos?”

Carlos Mario nació a los seis meses y medio de la


aparición de Alcira en la iglesia, e iluminó con su lozanía
el hogar Guzmán Soto. “Parece un buñuelito, como los
que hacía tu mamá”, le decían los vecinos a su orgulloso
53
padre, convencido de que el sobrepeso del bebé era
sinónimo de buena salud. “Mirale esos cachetes, provoca
morderlos”; “qué hermosura, no se le ven los ojitos de lo
rellenita que tiene la cara”; “qué macancán, esos brazos
parecen de luchador”.

A poco más de cumplirse seis años de trabajar con


don Elías Puerta, el cada vez más próspero empresario del
arroz y los abarrotes, Arturo se había convertido en su
mano derecha. Era su chofer personal y el de doña Ligia,
Lucas y Liliana –la esposa y los hijos–; era el electricista,
el carpintero, el fontanero, el mensajero y hasta el operario
empírico que ajustaba y arreglaba las máquinas para
empacar arroz y coser costales.

A todo curso de oficios técnicos que se ofrecía en la


ciudad y sus alrededores, Arturo asistía por
recomendación u orden de su jefe: “TRABAJOS EN
ALTURA”, –pa´ que coja las goteras de las bodegas–;
“SOLDADURA”, –pa´ que me organice las persianas y las
rejas del almacén–; “REPARACIÓN DE
ELECTRODOMÉSTICOS”, –pa’ no tener que volver a
llamar a ese ladrón que nos arregla la nevera–;
“CARPINTERÍA”, –pa’ que me haga repisas y muebles
cuando necesite–; “PLOMERÍA Y MANEJO DE
AGUAS”, –pa’ que destaquee el lavamanos de mi casa,
que Ligia lo mantiene lleno de pelos–; “VETERINARIA
ELEMENTAL”, –pa’ que vacune y purgue los caballos y
los perros de la finca–; “INGLÉS BÁSICO”, –no sé pa’
qué, pero algún día le puede servir–; y hasta un curso de
“PRIMEROS AUXILIOS”, –por si me da un patatús
borracho y a usted le toca salvarme–, le decía don Elías a
su asistente cada vez que le anunciaba su próxima agenda
54
académica. Sin proponérselo, Arturo se convirtió en un
“todero” indispensable para el millonario comerciante.

Así, aprovechando sus saberes y reciclando materiales


sobrantes de las reformas que se hacían en las propiedades
del patrón, hizo la camita del “gordito”, la cama
matrimonial a prueba de recién casados, los muebles de la
cocina con muchos guardaderos, los marcos para afiches
de paisajes pintorescos de bosques en otoño, y cuanto
estante, colgadero, oratorio, banca, puerta, mesita, juguete,
jaulita para pájaros o lámpara se le ocurrió a Claudia que
había que hacer, incluyendo el “cajón-cuna-incubadora”
para los gemelos seismesinos, que nacieron antes de que
Carlos Mario cumpliera un año.

Los bautizaron Jesús Humberto y Elkin Mauricio, en


honor a los abuelos de padre y madre, y, negándose a las
predicciones de los médicos, quienes auguraron su
fallecimiento antes de cumplir un mes, se los ofrecieron a
su abuela Alcira y los sacaron adelante dedicándoseles
como esclavos día y noche, de domingo a domingo.

Pasados cuatro meses, los galenos se retractaron de su


siniestro vaticinio y los declararon fuera de peligro, a
pesar de que parecían dos ratoncitos famélicos, en especial
cuando los acostaban al lado del “gordito”, que, según
afirmaba Arturo, comía más que el gobierno, y apenas con
un año cumplido ya aparentaba tres.

En octubre del 79, Estela, la menor de las hermanas


de Arturo, se casó con un vendedor de pescado de la
Mayorista, arrendó el apartamento del primer piso, se fue a
vivir con él a Buenaventura y cerró de un tajo el puesto de
55
buñuelos con el que su madre los crió a ella y a sus
hermanos, pues ninguno de ellos quiso quedarse con el
negocio familiar.

Claudia, sin embargo, le pidió a su marido que se


quedaran con los mesones en donde preparaba masa, las
estanterías y la dotación de cocina que tenía su cuñada
instalada en el piso de abajo, con la firme decisión de
montar en la terraza una fábrica de arepas.
—Vos sabés que yo siempre he querido tener mi
propia empresa, Arturo.
—¿Pero a qué hora vas a manejar eso, Claudita?
—Uno siempre tiene tiempo libre; y si me toca
madrugar, madrugo.
—Eso te va a esclavizar mucho.
—Vos me ayudás a raticos.
—Y ¿por qué arepas?
—Todo el mundo hace arepas; yo tengo una receta
diferente, vas a ver que es un éxito.
—Una empresa es un camello muy bravo; vos no sos
empresaria.
—No seás pesimista; ese puede ser el futuro de los
niños.
—Mirá que nos toca incomodarnos pa´ guardar todo
eso.
—¿Acaso es pa´ toda la vida?; organizame rápido la
terraza y verás.

Sin mucho ánimo, pero teniendo claro que no tenía


sentido controvertir la decisión de su señora, Arturo inició
el montaje empresarial sobre la loza del tercer nivel –a la
que los niños no tenían acceso–, en los pocos ratos que le
quedaban libres.

56
Comenzó con poner barandas –“por si los pelaos se
suben sin permiso”–, en lo que tardó más de un mes.
Cuando llegó navidad se vio obligado a interrumpir la
obra, pues los gastos de fin de año agotaron el presupuesto
para materiales; su esposa estuvo de acuerdo en darse “un
placito, pero no muy largo”.

Inició de nuevo construcción a principios de febrero,


y armó en madera “el esqueleto del chuzo”, que a ella le
pareció “demasiado grande y aparentón”, pero él consideró
“apenas preciso para lo que se pudiera necesitar”. En eso
se llevó casi otros tres meses.
La siguiente labor fue techar la estructura, lo que
requirió un mes más, mientras la dotación del futuro
emporio seguía ocupando la totalidad de la sala del hogar
del segundo piso, y la cantaleta de Claudia aumentaba
hasta niveles insoportables.
—Sacale pues el rato a eso que me voy a envejecer y
van a pasar de moda las arepas antes de que arranquemos.
—Yo llego mamado, Claudia. ¿No me ves?
—Ojalá yo supiera hacer eso, pa´ no tener que
joderte.
—Tené paciencia, mujer; eso no se hace solo.
—Como era de bueno cuando teníamos sala.
—Eso fue idea tuya.

A mediados de mayo, el hombre de la casa, sin


aguantar más la presión de su mujer, se decidió a terminar
la obra, “así fuera en las noches”. Le puso paredes, piso
en cemento pulido, puerta con chapa, conexiones a 110W
y 220W, e instaló los mesones –con lo que recuperaron la
sala–.

57
La futura fábrica estuvo lista el 18 de junio, siete
meses después de iniciada y de mucho sermón acumulado,
pero la alegría de Claudia justificó el esfuerzo.

Al lunes siguiente, con la materia prima lista para


preparar la primera producción, la futura magnate de la
arepa se levantó de la cama a las 4:00 de la madrugada y
subió a la terraza. Mezcló, amasó, cortó y horneó, pero
antes de las 6:00 se vio obligada a interrumpir y llamar a
su esposo para que la ayudara a bajar, pues no aguantaba
el mareo y las náuseas, que había tratado de ignorar
diciéndose a sí misma que seguro eran producto de su
ansiedad.

Dejaron los niños con una vecina y corrieron a


urgencias, en donde les diagnosticaron el embarazo de
Marisol, su última hija; la niña que veía muertos y hablaba
con ángeles.

58
6 – EL DEVOLVEDOR DE PALABRAS

Charlas con don Arturo (2)


Noviembre 24 de 2012; sábado

Conociendo ya la ruta al consultorio de don Arturo,


no consideré necesario madrugar tanto para mi segunda
reunión con él. Aun así, igual que la primera vez, llegué
minutos antes de la hora acordada. Parqueé al lado en la
calle estrecha y toqué a la puerta. Me abrió don Arturo,
acompañado de su mascota.

Vestía el mismo atuendo de la semana anterior –


limpio y bien planchado, eso sí–, diferenciado únicamente
por el color de los tenis: amarillo yema de huevo. Quise
preguntarle si aquella vestimenta tenía alguna inspiración
mística, pero me dio vergüenza hacerlo. Sin embargo, en
otra reunión, cuando ya nos tuvimos más confianza, me
explicó a qué se debía.

—Jeló, Gringo —saludó, tratando de hablarme en un


torpe inglés, con un afecto que me agradó—. ¡Quite,
Gardel! —regañó al perro, que, igual, ya me había
marcado la camisa limpia y planchada con sus patas.

Luego de unas cortas frases y de saludar a la


anfitriona, entramos al salón consultorio del fondo del
corredor. Don Arturo tenía puesto un disco de acetato con
un tango de Gardel –el verdadero–, que quitó del
59
tornamesa una vez me saludó. Me indicó que me sentara
en una de las poltronas.
Igual que la vez anterior, puso un casete de música
zen, prendió un incienso, encendió algunos de sus velones
y veloncitos, trajo algunas bolsas y bolsitas de tela con sus
herramientas de trabajo y sus telas con mandalas, se sentó
frente a mí y comió de sus pociones.

—¿Qué quiere que le cuente de Villatina, pues? —me


preguntó.

Le aclaré que antes de hablar sobre su historia en


aquel barrio, yo necesitaba saber un poco sobre su vida,
para construir el personaje.

—Hágale, pues. Usted escribe y yo hablo. Como


dicen por ahí: maestro Mauricio, cada uno a su oficio.

Empecé consultándole sobre su infancia: indagué de


dónde era, por qué se había venido a vivir a Medellín,
cómo era su familia materna, y otra serie de asuntos que
me ayudaran a conocerlo y a contextualizarlo luego en mi
libro.
Don Arturo hablaba lento, sin afán, e iba soltando las
palabras con espontaneidad, como un abuelo joven dando
consejos, usando incluso muchos diminutivos y adagios a
veces graciosos. Sin importar si lo que narraba fuera algo
triste o alegre, ocasionalmente decía algún chiste que me
hacía sentir incómodo, pues, aunque lo que dijera me
pareciera gracioso, no sabía si era prudente reírme. Al
principio no entendía algunas de sus respuestas en broma
o rima, pero, con el tiempo, fui comprendiendo que esa era
su forma de ser y hablar, y aprendí a disfrutar de sus frases
60
con la misma naturalidad con la que él las decía. Me
generó buena impresión su lenguaje fluido y su amplio
vocabulario, por lo que le pregunté:

—¿Usted por qué tiene tantos libros? ¿le gusta


mucho leer?
—Yes, ser —contestó (en su inglés)—. Me gusta, y
leo mucho. Vea le cuento, mi sargento: mi papá era más
tapao que un burro chiquito, y mi mamá a duras penas
aprendió a leer pero, no sé por qué, siempre quisieron que
nosotros estudiáramos. Desde que yo recuerdo ellos nos
decían que cuando creciéramos nos fuéramos para la
ciudad, que porque el campo ennegrece, empobrece y
embrutece. Y cada vez que podían nos repetían que para
ser alguien en la vida, lo menos que hay que saber es leer y
escribir. Sobre todo el viejo decía que no fuéramos a ser
como él, que por bruto nunca pudo hacer nada que sirviera
para ganarse más que un jornal de mula. Cuando llegamos
aquí, mi mamá nos metió a la escuela a los tres pelaos de
la casa, porque los más grandes tenían que trabajar para
ayudarle, y a esos ya no les entraban las letras. Pero mi
hermano Obdulio también resultó tapado para el estudio,
como mis hermanos mayores, y rapidito se salió a trabajar
en construcción. Mi hermana Estela y yo sí nos pusimos
las pilas porque nos gustaba aprender, pero nos tuvimos
que salir a trabajar cuando los mayores se fueron de la
casa, porque a mi mamá no le alcanzaba para sostenernos.

—¿Entonces usted no terminó bachillerato?


—Sí, pero después. Cuando nos salimos de estudiar
para ayudarle a la vieja, Estela se puso a validar en el
nocturno, porque a ella solo le faltaban dos años. Yo le
cogía los cuadernos por las noches y le ayudaba a hacer
tareas, pero todavía no me metía a validar, porque tenía
61
que acompañar a mi mamá a la casa al salir del trabajo.
Cuando mi hermana terminó, yo empecé otra vez y
terminé bachillerato en las noches con la ayuda de mi
papá; ella después empezó un secretariado, pero nunca lo
terminó.

—¿No me había dicho antes que su papá murió


cuando usted era niño? —le pregunté extrañado.

Sonrió, arrugó la frente, torció la boca e hizo un gesto de


afirmación, como si mi pregunta hubiera sido forzada
intencionalmente por él.

—Es que yo enterré dos papás, Gringo —comentó—:


el papá que me tuvo, y don Elías Puerta, el patrón para el
que trabajé toda la vida, que fue otro papá para mí. Un
señorazo de verdad; ese no hacía milagros por pereza y
falta de tiempo.

Hablamos un buen rato sobre su exjefe. Me contó


apartes del trabajo con él y narró algunas anécdotas de sus
más de dos décadas trabajando como su mano derecha. Me
habló de su esposa y sus hijos, de sus negocios, de su
apoyo constante, y enfatizó varias veces en la motivación
y ayudas que le daba para que siempre se estuviera
formando. De verdad hablaba de él como si estuviera
hablando de su padre; con orgullo, con nostalgia, con
afecto sincero.

—¿Por qué cree que ese señor era tan bueno con
usted?
—No sé. Yo creo que porque él sabía que yo no lo
traicionaría nunca. Y así fue: nunca le dije una sola
62
mentira; y además no necesitaba engañarlo con nada,
porque él conmigo era más amplio que mafioso borracho.
Y a veces creo que también me veía como el hijo hombre
que nunca tuvo, al que soñaba con haberle entregado la
administración de sus empresas y haberle dejado su
fortuna.

—Creí escucharle que tenía una hija y un hijo,


¿entendí mal?
—Esteeee… no, señor; entendió bien. Lo que pasa es
que Lucas sí era un hombre; pero no para don Elías.
—¿Era gay?
—Yes, ser. Y para mi jefe eso era muy difícil de
aceptar; ese hombre era más machista que la Iglesia. Y eso
que le cuento que Lucas era una belleza de persona;
conmigo fue muy especial y me apoyó mucho en mi peor
época. Pero mi jefe era uno de esos tipos que no aceptan a
los maricas ni a palo. Ese muchacho era muy bueno para
trabajar –al contrario que la hermana, que no servía ni para
cuidar un lote–; estudió administración y llegó a ser casi
gerente de la empresa durante varios meses, pero cuando
se descubrió que tenía novio, aunque don Elías no peleó
con él, se alejó demasiado, y el ambiente en la empresa se
fue poniendo muy maluco. Entonces doña Ligia le dijo al
pelao que se fuera a estudiar a Europa seis mesecitos para
calmar las cosas, pero cuando volvió ya no cabía en la
empresa, y más bien se puso a dar clases de inglés.

—¡Qué cosa!... me decía que le encanta leer, ¿y usted


lee desde pequeño?, ¿de dónde sacaba libros?
—Yo empecé a leer ya barbudo y maloliente, más o
menos a los catorce o quince; cuando empecé a trabajar en
La Mayorista. Allá había un señor que alquilaba y vendía
libritos de segunda. Por sugerencia de doña Ligia, la
63
señora de mi papá, que un día me vio leyendo una novelita
que me compré, mi jefe autorizó al librero a que me
vendiera o alquilara lo que quisiera, que él le pagaba; y
como yo por las noches me mantenía más aburrido que
celador sin radio, me fui engomando cada vez más a leer.
En ese tiempo tragaba más letras que babas. Cómo sería,
que el patrón me dijo un día charlando que lo iba a
quebrar; que si era que yo me comía los libros. No me
quitó el apoyo, pero sí me puso un tope mensual de
“patrocinio educativo”, como él lo llamaba. Ahí fui
haciendo con paciencia mi bibliotequita—concluyó,
señalando con orgullo su estantería.

—¿Y usted que lee, don Arturo?


—Ebritin, ¿así se dice “de todo” en inglés, cierto?; lo
que me caiga y el ojo aguante. Desde Condorito hasta El
Quijote—contestó—. Lo único que no leo es libros de
administración. Una vez me puse a leer uno de esos, y me
duró más que un tabaco apagado. Pero lo que más me
gusta son las novelas históricas.

—¿Cómo un ayudante todero termina convirtiéndose


en un, unnn…? —indagué sin saber cómo describir su
oficio.
—Dígalo, dígalo; …¿en un brujo, en un curandero?
—me interrumpió burlándose de mi vacilación.
—En lo que usted sea, don Arturo; que no sé qué es
—dije sonrojándome porque creí haber dicho algo que lo
hizo sentir subvalorado; pero su burla me hizo entender
que poco le importaba lo que la gente pensara sobre su
quehacer.
—Le explico, Federico —apuntó bromeando,
haciendo una pausa lenta para comer de sus pociones y
aumentar mi intriga sobre ellas—: Yo soy lo que usted
64
quiera, menos cura; porque no creo en curas. Yo lo que
hago es ayudar a la gente a que se ayude a ella misma. Y
todo lo hago principalmente con palabritas y con un
poquito de fe. Desde muy joven muchas personitas me
empezaron a buscar para hablar, y yo siempre estuve
dispuesto a escucharlas. Y, sin darme cuenta, escuchando
a la gente, me fui convirtiendo en un “devolvedor de
palabras”.

—¿”Devolvedor”? —inquirí.
—Yo sé que está mal dicho, pero eso es lo que hago y
lo que soy. La gente necesita contar lo que siente, lo que
sueña, lo que cree, lo que vive. La gente se siente sola en
el mundo, no tiene con quién hablar y no sabe que ya sabe
todo lo que necesita saber para estar bien; no sabe que su
propia palabra es la cura para sus amargores. Yo escucho a
mis personitas, leo sus ojos, me alineo con su energía y lo
único que hago es devolverles en mis palabras lo que ellas
me dicen. Muy poca gente sabe escuchar; yo sé escuchar y
devolver con amor lo que escucho, ahí está la clave. No
soy ni brujo, ni curandero, ni chamán –que hasta eso me
han dicho–. Simplemente soy un tipo que escucha con
paciencia y entrega, y le devuelve a cada uno lo que
necesita, que en realidad ya lo tiene; lo que pasa es que no
sabe que lo tiene. Usted mismo tiene adentro un brujo, un
curandero o hasta un chamán; pero si usted no le cree a ese
que hay en usted, entonces se desespera y no ve las
soluciones a lo que le entristece. La gente me cree a mí
porque otra gente le dice que crea en mí; entonces viene y
me cuenta todo con sus palabras, con sus ojos, con su
energía, y yo le muestro a cada personita las soluciones
que descubrí en su interior; y a esas soluciones sí les cree,
sin entender que ya las sabía. La gente me cree a mí y no
cree en ella misma; y no sabe que si creyera en ella misma,
65
no me necesitaría. No sabe que en su mente está la
solución para todo. Todos tenemos la formulita para estar
sanos, para ser productivos, para ser felices. Si dejáramos
de pensar tanto en la vida perfecta que está afuera, seguro
viviríamos mejor; si, simplemente, fuéramos lo que
somos, sin tratar de ser diferentes, seríamos auténticos; y
el que es auténtico, vive mejor y es mejor. Un árbol es
árbol, y ya. Una piedra es piedra, y ya. Con seguridad si
los humanos fuéramos piedras o árboles, seríamos piedras
tratando de ser árboles o árboles tratando de ser piedras;
los humanos no aceptamos lo que somos y tenemos, y no
entendemos que con lo que somos y tenemos, ya
podríamos ser felices; o al menos estar tranquilos; …y
estar tranquilo, es ser feliz ¿Muy enredado?
—Más o menos —le dije—. ¿Cuándo descubrió que
usted era un “devolvedor”?
—Cuando toqué fondo y entendí.
—¿Con lo de Villatina?
—No, hombre. La tragedia fue el principio de mi
llegada al fondo, pero no el fondo—continuó—. Fue como
si me hubieran pegado un tiro en la cabeza al lado de un
abismo –y me caí al abismo–, pero todavía me faltaba
llegar al fondo de ese abismo para entender. Con lo que
me pasó en Villatina yo perdí la luz, pero seguí la vida
para adelante como un robotcito, como un zombi, sin
entender el verdadero sentido de por qué o para qué me
había pasado eso. Con la llegada al fondo del abismo fue
que entendí.
—¿Y cuándo fue que tocó fondo?
—En el 97 —contestó—. Y no es que me haya
pasado algo peor, porque lo de Villatina es lo peor que me
ha pasado, sino que la vida me pegó una cachetada en la
otra mejilla, y ahí sí me sentí rejodido. Y uno a veces se
tiene que sentir rejodido para entender.
66
—¿Qué pasó en el 97?
—Después le cuento, Gringo—respondió—; vea que
ya se nos fue el tiempo y tengo personitas esperándome.

—Una última pregunta por hoy, don Arturo —le dije.


—La última y nos vamos, como dicen los borrachos
—bromeó mientras se levantaba de la silla, recogía sus
cosas y las llevaba a la estantería.
—Cuando lo estaba buscando, varias personas me
dijeron que usted se comunica con seres del más allá, y
que, incluso, con su niña menor. Yo no les creí mucho;
pero apenas llegué aquí y leí esas preguntas que hay en el
cuestionario sobre asuntos paranormales... —expresé,
dejando la frase abierta para insinuar el final.

Se rio con soltura, me miró, se me acercó de nuevo y


se sentó.
—Atienda, Brenda, que el que no atiende, no aprende.
Lo de esas preguntas que usted dice del cuestionario, lo
hago para conocer un poco sobre las personitas que ayudo,
antes de ayudarlas. Si una personita me responde que no
cree en nada, ni le ha pasado nada raro o no contesta esas
preguntas, entonces ya sé que debo hablarle más desde el
lado lógico, que desde el lado espiritual. Pero si me anota
que ve espíritus, que tiene sueños en los que ve el futuro o
cosas así, yo ya sé que le debo hablar más desde lo
espiritual. El cuestionario es como un primer examen de
personalidad que me ayuda a sintonizarme. Y lo de mi
comunicación con seres del más allá, también lo vamos a
tener que dejar para después; en otra reunión se lo
cuento—indicó—. Eso tiene que ver con cosas que no se
ven, pero están entre nosotros y uno las siente, solo si
puede y quiere sentirlas. Y luego también le hablo de

67
Marisol, mi niña, la que usted conoció muerta. Creí que ya
la había sentido. Ella ya lo sintió a usted.

Se quedó mirándome directo a los ojos; serio, en


silencio. Al escucharle decir eso y verle la solemnidad, me
entró un escalofrío que me atravesó desde la parte superior
del cuello hasta la punta de los pies. No tuve más para
decir.

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7 – LAS CUEVAS

Charlas con don Arturo (3)


Diciembre 1 de 2012; sábado

—Gú mornin, Gringo. Hoy di la primera cita a las


ocho; para que tengamos más tiempo de hablar —me dijo
don Arturo, al abrirme él mismo la puerta, en mi tercera
visita.
—Buen día, Sir Arthur —le contesté animándome a
bromearle por sus intentos de hablar inglés y por decirme
Gringo.
—¿Cómo me llamó? —preguntó él.
—Es que si usted me dice “Gringo”… —le aclaré—
…entonces yo le voy a seguir diciendo “señor Arturo”,
pero en inglés.
—Okei, okei; ¿ser Artor, en inglis?; suena bien.
¡Quite, Gardel! —regañó al perro que, como de
costumbre, se me abalanzó a marcar mi camisa limpia y
planchada.

El ritual de inicio fue igual a los anteriores: saludo,


incienso, velones y veloncitos, bolsas y bolsitas, mandalas,
cambio de música, expulsión de la mascota del
consultorio-oficina, comentarios sobre alguna noticia
reciente, yo en una poltrona y él en otra, cartas, pasta café,
polvo verde…

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—¿Cómo era Villatina antes de la tragedia? —le
pregunté una vez iniciamos nuestro trabajo.
—Como cualquier barrio de pobres —respondió—. Un
barrio de gente llena de necesidades, tratando de salir
adelante con las uñas; pero gente buena, casi toda. Aunque
no faltaba el pillo, pero es lógico que hubiera pillos,
porque casi todos los pillos salen de barrios pobres; es que
la pobreza y la injusticia social son el abono perfecto para
que se críen los pillos. Es que cuando usted tiene un buen
rancho para vivir y tiene con qué darles comida y estudio a
los niños, usted está tranquilo y ni se le pasa por la cabeza
hacer daños. Pero eso de no tener dónde vivir y ver a los
pelaos hambreados y embruteciéndose, lleva a la gente a
pensar maldades. Yo he sido toda mi vida más legal que
un robo en el Congreso, y además siempre tuve con qué
sostener a mi familia; pero le digo que si me hubiera
tocado aguantar hambre, de pronto hasta me la hubiera
rebuscado por las malas. Y no es que justifique a los
pillos, porque el que mal anda, mal acaba; pero sí tengo
claro que el hambre envenena el alma. Villatina en ese
tiempo –y creo que todavía hoy–, era un barrio con
personas llenas de problemas; problemas que no siempre
podían solucionar de forma legal, entonces algunos se
torcían a rebuscarse la vida fácil, así fuera robando,
estafando o hasta matando por billete. A uno con los
pillos de barrio pobre le da es pesar, porque muchas veces
no es culpa de ellos; lo que sí da rabia son los pillos con
plata, los políticos vendidos, los congresistas, los jueces
torcidos; esos sí dan rabia.

—¿Era un barrio triste?


—Nooo, para nada, Ada —expresó—. Ese barrio era
más animado que fiesta de payasos. Allá se hacía rumbita
por todo. O al menos mis amigos y yo hacíamos rumba
70
por cualquier cosa. Es que para ser feliz no hay que tener
platica, y el sol sale a diario para todos; la plata da
tranquilidad y risitas, pero no es la felicidad. Yo aquí
atiendo personitas con muchísima plata; con tanta, que no
se la alcanzan a gastar en esta vida ni en tres más... pero
tristes, achicopalados, hartos de todo, gente que lo único
que tiene es plata; nada más. Ese barrio era de gente
pobre, pero buena y feliz. Como le digo, no faltaba el pillo
y el amargado, pero éramos más los chéveres.

—En ese tiempo Pablo Escobar estaba en sus mejores


épocas; ¿se hablaba mucho de él allá? ¿Había personas de
la zona trabajando para él, como sicarios, informantes,
mulas o algo así?
—No sé si para él directamente, porque yo no me
metía a averiguar chismes—afirmó—. Pero sí recuerdo
una vez que Claudia me contó que uno de los hijos de
doña Bernarda, una señora de la cuadra de atrás de la
manzana de nosotros, dizque estaba trabajando de sicario.
Yo al principio no le creí, pero apenas lo empecé a ver en
motos nuevas, con ropa cara y haciendo fiestas cada ocho
días, como que fui dándome cuenta de que sí era verdad.
Pero tampoco le duró mucho la dicha, porque lo mataron
el día antes del derrumbe. Es que mal camino no conduce
a buen sitio; ese ya estaba chuleado por Chucho para irse
ese fin de semana, fuera como fuera. A propósito, le
cuento que con ese muchacho pasó algo lo más de raro:
imagínese que cuando lo estaban velando se vino la loma,
y se llevó a toda la gente que estaba en la velación,
incluyéndolo a él, obviamente. Ponga cuidado, candado:
…al otro día encontraron el ataúd enterito y todavía
sellado con tornillos, como lo habían dejado para que la
gente no viera el cuerpo.

71
—¿Qué hay de raro en eso? —inquirí.
—Que el ataúd estaba vacío; y el cadáver nunca
apareció —detalló.
—¿No sería que el féretro siempre estuvo vacío?
—Vaya a saberse… —contestó—. Aunque se
hubieran dado cuenta al cargarlo el día anterior, ¿no cree
usted?
—Pues sí; es cierto. ¿Y sí estaría trabajando para
Escobar? —insistí.
—Yeeee…; seguro que sí, Gringo. En ese tiempo
todo lo que se movía en Medellín tenía que ver con ese
señor. A usted le tocó esa época, y sabe que es verdad lo
que le digo.

—¿Es cierto que muchos sabían que iba a ocurrir la


tragedia?
—Eso es embuste; si uno supiera dónde se va a caer,
pasaría gateando —indicó—. Siempre hubo chismes, pero
nadie tenía ni idea. Apenas se vino la loma, muchos
dijeron que ya sabían, pero eso es mentira; es que es muy
fácil ser adivino del pasado. Hubo gente que hasta llegó a
decir que ese morro era un volcán dormido y que ese día
se había movido; pero a ese cuento nadie le dio vueltas por
pendejo. En todas partes en donde haya algún riesgo de
tragedia, siempre va a haber gente diciendo cosas por
asustar a los vecinos, para atraer políticos en campaña o
para tirárselas de adivinos. Si no pasa nada, dicen que
seguro después va a pasar y, cuando pasa algo, entonces
salen a decir: “¿ve?, yo avisé antes y nadie creyó”. En
Villatina no faltaba el que dijera algo del Pan de Azúcar,
pero nadie paraba bolas, porque ese cerro siempre ha
estado y ahí siempre estará, como una amenaza eterna para
el que viva en alguna de sus lomas. Nosotros nos criamos
en un rancho de madera y latas, al lado de un barranco
72
miedoso que lo miraba a uno como con ganas de
tragárselo; muchas veces nos dijeron que se iba a venir
encima, pero si todos los días nos hubiéramos trasnochado
pensando en eso, no hubiéramos dormido nunca. Mi
mamá mantenía una María Auxiliadora de frente al
barranco, y cada noche que cerraba la puerta de atrás le
decía: “aguantate, loma sinvergüenza; contra La Milagrosa
no podés”; eso nos bastaba para estar tranquilos y
ronquipeyer la noche entera, como bebés. Si hubiéramos
estado pendientes de chismes, nadie en la familia hubiera
tenido vida. Uno se tiene que acostumbrar a vivir como le
toque vivir. Así fue en Villatina en ese tiempo, así es y así
será ahora y siempre, en ese y en todos los barrios pobres
que están al lado de un barranco, un río, un volcán, un
campo de guerra o de la amenaza que sea. El que pueda
irse para otro lado, se va y listo; pero el que tiene que
quedarse, se acostumbra y ya. La gente no vive en lugares
en peligro porque quiera, sino porque le toca. Y cuando a
uno le toca, pues le toca. Como dice el dicho: en esta vida
maluca, si no hay pan, se come yuca.

—¿Qué tan válida es la versión de que la avalancha


ocurrió por una explosión accidental de una caleta de
armas y dinamita que tenía el M19 en una cueva indígena?
—Pues algunos dicen eso, pero yo no les creo —
contestó negando con la cabeza—. Yo sí creo que en el
barrio había gente ayudando a los guerrilleros; sí creo que
ellos a veces andaban por el morro, porque yo una vez vi
un grupito subiendo, y hasta vi una vez un helicóptero
aterrizando en el plan; y sé que había cuevas y túneles de
indios, porque bajé muchas veces con manilas y tarros de
cuero, buscando guacas con mis amigos. Pero de ahí a que
tuvieran armas y dinamita en algún hueco, no creo. Yo me
conocí ese morro como a la palma de mi mano; desde
73
chiquitico me lo caminé de arriba abajo cazando tortolitas
y chuchas, acampando, elevando cometas, haciendo
sancochadas. Y hasta antecitos del derrumbe, yo llevaba a
mis hijos de vez en cuando a caminar por la loma y a
hacer fogatas. Y le aseguro que en ninguna de las cuevas
de las guacas había forma de meter pólvora sin que nadie
se diera cuenta, y menos que hubiera tanta como para
tumbar el morro; a no ser que la tuvieran en una cueva que
ellos hubieran hecho o en otra muy arriba, casi al otro lado
del alto, pero en ese caso una explosión no hubiera hecho
venir la loma para este lado.

—Pero hay versiones que dicen que la tierra no se


deslizó como en un derrumbe convencional, que inicia
lento y luego coge fuerza —insistí—, sino que arrancó con
violencia, como impulsada por una explosión; como
levantada hacia el aire antes de iniciar el descenso. Y,
además, algunos insisten en que, en efecto, hubo una
detonación, como de dinamita. ¿Por qué cree que dicen
eso?
—¿Sabe cuál es mi versión, Gringo?
—Cuéntemela, Sir Arthur —le insistí usando el
apodo que le puse.

Sonrió, hizo una pausa para organizar sus ideas y


continuó:

—Me gusta ese “ser Artor”; me hace sentir


importante —anotó haciendo con sus manos movimientos
como de estar apretándose una corbata—. Yo no vi el
derrumbe, pero sí hablé con muchos vecinos que lo vieron,
y todos dicen que sí hubo una explosión, que la parte de
arriba de la montaña salió disparada hacia el aire, que el
suelo se espolvorizó y pareció como si estuviera lloviendo
74
tierra. Pero estoy seguro de que la explosión se dio fue por
el gas que soltaban esos huecos, no por pólvora.

—¿Gas?
—Sí, señor. Como le conté antes, en esa loma había
cuevas hechas desde la época de los indios; imagínese,
más viejas que un río. Creo que por allá por los 50 o 60 las
abrieron los guaqueros para sacar vasijitas de barro y
checheritos para vender. El cuento es que ellos abrieron
los huecos, los ancharon y los dejaron destapados después
de robarse lo que había. Nosotros a veces bajábamos con
manilas, escarbábamos con palitas y abríamos más
túneles; una vez nos encontramos unos pedazos de una
olla partida y se los regalamos a un señor de la
Universidad de Antioquia. Hasta ahí todo iba bien; pero
venga pues le digo por qué fue la explosión: …resulta que
esos huecos soltaban un gas, que me imagino salía desde
el fondo de la tierra; y yo lo sé porque muchas veces que
estuve ahí con amigos, nos tocó salirnos porque olía muy
fuerte. De vez en cuando las cuevas se inundaban un
poquito en el fondo cuando llovía, pero la tierrita se
tragaba el agua y el gas después podía seguir saliendo
solito. Así fue siempre y, si hubiera seguido así, nada
hubiera pasado. El problema empezó cuando se taponó la
acequia y botó agua derechito para las cuevas durante
varios días, sin que nadie la destaponara. Con ese chorro
permanente, las cuevas se inundaron del todo y la tierrita
no se alcanzó a tragar el agua que seguía llegando; eso
ablandó los túneles, que se fueron derrumbando y
taponando sin dejar que el gas saliera, hasta que la fuerza
acumulada hizo que todo explotara. Eso fue como si usted
cogiera una olla a presión y le tapara del todo la valvulita.

—¿La acequia de Corvide? —pregunté.


75
—Sí, señor; ellos tenían unos canales por los que
llevaban agua para un vivero. Uno de esos se taponó y
formó esa olla a presión que explotó y mandó todo al
zarzo. Le repito, Tito: yo no estaba cuando el derrumbe;
ojalá hubiera estado. Pero sí le creo a mis vecinos con los
que hablé, que sí lo vieron. Todos dicen que eso explotó, y
les creo; pero lo que sí no creo, es que haya sido por
dinamita. La explosión fue por el gas, que mandó a volar
piedras, palos y tierra. Si eso hubiera sido en el plan de
arriba, no habría pasado nada; pero como fue en la loma, y
con el estallido, además, se rajó parte de la montaña, todo
se vino abajo como una ola de tierra, palos y piedra. Por
eso fue que hubo derrumbe.

—Pero esa versión es difícil de creer —inquirí.


—Crea la versión que usted quiera, Gringo; a buen
entendedor, pocas palabras —precisó—. La culpa de ese
derrumbe, o no digamos que culpa, porque eso no fue
culpa de nadie, pero sí la responsabilidad por el descuido
con la acequia, fue de Corvide. Lo que pasa es que para la
Alcaldía era más fácil echarle la culpa a la guerrilla. Ese
cuento de la explosión de la dinamita lo regó el mismo
gobierno por debajo, para no tener que pagar los muertos.
Usted estuvo allá con su gente moviendo tierra y sacando
cuerpos; yo le pregunto: ¿alguien de la Defensa Civil, de
la Cruz Roja o de todo ese gentío que estuvo allá, encontró
siquiera un pedazo de un fusil, un revólver, un changón o
una pistola?
—Pues yo no; ni nadie de los que yo conocía —
contesté.
—¿Usted cree que si hubieran encontrado algo del
M19 no lo hubieran mostrado como prueba? —preguntó
insistente—. Si hubieran encontrado algo, lo hubieran
mostrado como un trofeo; así todos se hubieran lavado las
76
manos con los guerrilleros, y el gobierno quedaba
limpiecito. Créalo, Gringo: en Villatina el gobierno fue
muy inteligente y puso cara de bobo; y no hay nada mejor
que una cara de bobo bien manejada.

—Puede ser —respondí—, pero explíqueme bien lo


de la acequia.

Don Arturo se levantó de su silla y fue a su escritorio.


Volteó el casete, arrancó una hoja de un cuaderno y cogió
un lápiz; volvió a sentarse al frente mío y dibujó un tosco
diagrama para intentar explicarme mejor. A pesar de que,
al parecer, era un buen lector, noté su poca destreza con la
escritura y el dibujo. Hizo una amplia montaña, señaló la
zona del barrio en la parte inferior y un cuadrado pequeño
al lado izquierdo, arriba del barrio. Luego hizo más arriba
una línea horizontal que representaba la acequia, que
partía del lado superior derecho de la montaña e iba hacia
el cuadrado pequeño –que simulaba el vivero de la
corporación Corvide–.

—Vea, Gringo —continuó—, esta era la acequia, con


la que no hubo problema hasta que se tapó. Era un canal
de más o menos ochenta centímetros de hondo, por
cuarenta de ancho, del que muchas familias del barrio
sacábamos agua, pues no era sino meter una manguera
adentro, y listo: el agüita bajaba sola por la pendiente.

Mientras hablaba de las mangueras, hizo varias rayas


que unían la acequia con el barrio. Seguidamente, en la
parte superior del dibujo, hizo una serie de rayones que
representaban un derrumbe pequeño y tapaban parte del
canal. Debajo de los rayones, tres círculos, que
representaban las cuevas.
77
—Oiga pues, Moisés —prosiguió—: este derrumbito
que tapó la acequia del vivero, ocurrió tres días antes de la
explosión; no fue muy grande, pero alcanzó para que el
agua se saliera derechito para las cuevas. Si Corvide
hubiera destaponado la acequia, la historia habría sido
distinta.

—Pero la versión de la dinamita no fue la versión


oficial —insistí—. La Alcaldía dijo que el derrumbe
ocurrió por una sumatoria casual de factores geológicos,
topográficos y meteorológicos, como los que ocasionan
casi siempre los derrumbes.
—Eso fue lo que se le dijo a los periodistas; pero esa
versión no explica por qué la montaña explotó. Ni el
Alcalde ni nadie del gobierno vieron el derrumbe. Ni el
Alcalde ni nadie del gobierno vieron explotar la montaña.
Eso no se lo inventó la gente. Cuando la gente empezó a
contarle a los de la prensa lo de la explosión, alguien
empezó a decir que lo que había explotado era la dinamita
del M19. La Alcaldía no dijo nada sobre eso; se quedó
calladita, y el que calla, otorga. Simplemente dijo que
estaban investigando y que nadie sabía nada todavía, pero
tampoco desmintió la versión de la pólvora, porque le
convenía que se armara chisme contra el M19; como le
dije, el gobierno puso cara de bobo. Ellos, desde el
principio, supieron que todo había pasado por el descuido
de Corvide, pero dejaron que el chisme de la guerrilla se
regara, para tapar la verdad. Ya cuando la gente se había
confundido, sacaron la versión oficial. Como dicen por
ahí: “confunde y reinarás”; en este caso tal vez sea mejor
decir “ayúdales a que se confundan solos y reinarás”.

78
—Ya van siendo las ocho, Sir Arthur —aclaré,
cambiando el tema—. Antes de irme, cuénteme lo de
Marisol.
—Ave María, Gringo. Usted si es más entrador que
una pulga.

Sonrió, chupó de su pasta café oscuro, hizo una pausa


y prosiguió:

—Le doy la ñapita de hoy, pero ese tema es para una


sentada completa. Marisol era la luz de mis ojos. A mí me
dolió en el alma la muerte de Claudia y de mis otros tres
niños; pero el dolor que casi me mata fue el de Marisita.

Se quedó en silencio y respiró hondo.

—Marisol fue una niña iluminada, que parecía estar


amarrada a mi alma. Esa niña me veía llegar del trabajo, y
sabía si estaba feliz o aburrido. Yo a esa niña no le podía
decir mentiras, porque de una me decía que no le dijera
embustes; esa niña me abrazaba, y yo sentía que me
derretía. Y para Marisita no había ni mamá, ni hermanitos,
ni nadie; para esa niñita yo era todo. Ella tenía cosas muy
raras que asustaban a la gente, y hasta a mí me asustaban a
veces. Imagínese que cuando me despedí de ella por
última vez, en la mañana del derrumbe, me dijo que se iba
a ir muy lejos, pero que yo la iba a seguir viendo. Desde
que se despertó al amanecer había estado insistiendo en
que iban a bajar unos monstruos de la montaña, y que se la
iban a llevar. Yo le dije charlando que nos fuéramos
juntos, para que pasáramos bien bueno. Y me respondió
que todavía no era mi tiempo de viajar. ¡Qué tal!, ¿ah?

—¿Usted la ve? —pregunté.


79
—Sí; pero no con los ojos—respondió—. Después
del caos del derrumbe yo quedé como loco y me puse a
beber, convencido de que el aguardiente me iba a curar.
No me morí porque Dios cuida muy bien a sus
borrachitos. Imagínese lo que es, de un día para otro,
perder toda la familia; eso no hay cómo describirlo. Me
salí de trabajar y estuve varios meses encerrado bebiendo,
hasta que una vez soñé con la niña, que me hablaba como
si estuviera viva, diciéndome que ya era hora de
levantarme y empezar otra vez. A partir de esa noche yo
como que desperté y, a pesar de todo, fui encontrando de
nuevo un camino para andar y motivos para vivir; porque
Dios da la llaga, pero también la medicina. Desde eso la
siento siempre apoyándome, hablándome,
acompañándome; es como un angelito consejero. Otra vez
también se me apareció a regañarme, furiosa, como una
aparición del demonio; pero otro sábado hablamos de eso.
Si la siente cuando esté aquí, no se asuste; trate de oírla,
que de pronto quiere decirle algo.

—¿Dónde estuvo usted durante ese tiempo que me


dice, sabiendo que no tenía casa, ni trabajo para
sostenerse?
—Donde mi suegra—respondió—. Ella me recibió
con mucho amor y me ayudó a salir adelante, junto con
Lucrecia, mi cuñada, con quien después me arrejunté y me
fui a vivir al barrio Héctor Abad. Eso también se lo cuento
después.

80
8 – LOS DÍAS DESPUÉS

A principio de diciembre de 2012, buscando


contextualizar mejor mi escrito, me reuní con una
funcionaria de vieja data de la Alcaldía de Medellín que
había participado en las labores estatales de apoyo social,
durante y después de la tragedia del 87.
Ella, evidenciando su conocimiento sobre la
evolución de Villatina y sus habitantes, me relató en tono
casi académico lo ocurrido. Aclaró, eso sí, que su versión
de los hechos correspondía a una especie de mezcla de la
versión de una funcionaria comprometida con la entidad
oficial que representaba y la de una ciudadana cualquiera
sensible ante la triste situación de los villatinenses.

Según su versión, en los meses posteriores a la


tragedia del 87, algunas entidades estatales y
organizaciones no gubernamentales iniciaron un proceso
de mejoramiento de Villatina y posterior construcción de
otros barrios, en los que luego fueron reasentadas algunas
de las familias damnificadas y otras en situación de alto
riesgo por deslizamientos.

El proceso en el barrio se basó en la recuperación y


mejoramiento de las vías y el transporte, en la adecuación
de albergues temporales, en la dotación y mejora de la
infraestructura de salud, educación, recreación y servicios
públicos, en la escolarización inmediata de menores, en la
81
mitigación de riesgos por derrumbes y posterior conflicto
armado y, en general, en la búsqueda de soluciones
tangibles que permitieran brindarle a los habitantes
oportunidades que facilitaran el re-acoplamiento y la
sostenibilidad social y económica.

Contrario a lo pretendido por dichas entidades, aquel


proceso de recuperación y mejoramiento del barrio,
aunque en principio brindó soluciones a la problemática
inmediata, en el mediano plazo condujo a que se generara
mayor densificación. Lo anterior debido a la llegada de
familias de otros sectores sin base ni estructura social que
quisieron aprovechar el nuevo desarrollo, y a que, tanto la
población residente como la recién llegada, se motivó a
construir viviendas nuevas incluso en áreas del
camposanto y en zonas de alto riesgo, o a reformar algunas
de las casas existentes, parcialmente destruidas por el
derrumbe.

El cambio físico del sector y la llegada de nuevos


pobladores desconocidos, trajo consigo falta de unión
entre los habitantes, desarraigo familiar, social, económico
y cultural, y propició el inicio de un período de violencia
intensa y cotidiana que, como la misma avalancha, se
constituyó en otra lamentable tragedia para Villatina y sus
alrededores.

La construcción de las nuevas soluciones de vivienda


fue liderada por algunas instituciones como las
Corporaciones Minuto de Dios, Antioquia Presente y
Barrios de Jesús, y una entidad pública municipal
perteneciente a la Alcaldía, llamada Corvide; dicha
entidad tenía entre sus objetivos corporativos liderar
82
procesos de recuperación y mejoramiento de vivienda en
sitio propio, reubicación y reasentamiento de población
damnificada o desplazada por conflicto armado, y
titulación de predios.

Por decisiones gubernamentales, como suele suceder


con muchos organismos del Estado, con los años, Corvide
fue mutando en otras instituciones de carácter municipal:
fue liquidada en el año 2002, y algunas de sus funciones
las adquirió directamente la Alcaldía, a través de la
Secretaría de Desarrollo Social; más tarde fue creado el
Fovimed, encargado principalmente del manejo de cartera
de procesos de urbanización con enfoque social; luego,
entre otras, se creó el Isvimed, con funciones similares a
Corvide. Una tras otra fueron surgiendo –y seguirán
surgiendo– entidades de diversas modalidades, todas con
muy buenas intenciones, pero incapaces de solucionar a
cabalidad los problemas crecientes de la población
marginada de la ciudad, al parecer insolubles en el corto,
mediano e incluso largo plazo.

La construcción de los barrios para reasentamiento se


hizo bajo dos modalidades. La primera fue por
contratación total o parcial de la obra por parte del
municipio, con muy poca participación de las familias;
bajo este esquema, los beneficiados recibieron sus
propiedades y pagaron su financiación parcial o total a
muy bajas tasas de interés. La segunda modalidad fue a
través del método de autoconstrucción con asesoría
técnica, en el que los beneficiados aportaron trabajo como
pago de sus propiedades y fueron directos partícipes del
desarrollo y construcción de los proyectos.

83
Esta última modalidad fue la que mejor aceptación
tuvo por parte de los nuevos propietarios, pues les
permitió acceder a sus viviendas sin adquirir las deudas
posteriores que generaba la modalidad de construcción
total por parte del municipio con adquisiciones por
financiación. Dichas deudas, originadas por las cuotas del
crédito, sumadas a los gastos de servicios e impuestos,
asfixiaron los exiguos presupuestos de muchas familias
beneficiadas y llevaron a la administración municipal a
adquirir enormes carteras por mora en las obligaciones
contraídas por los nuevos propietarios, quienes venían de
la total informalidad o de la ilegalidad.

Algunos de los barrios construidos fueron La


Esperanza, Minuto de Dios, Villa Café, San Andrés, El
Limonar y Héctor Abad. Parte de ellos se iniciaron y
terminaron en tiempos lógicos para proyectos de tal
magnitud; otros, sin embargo, demoraron hasta cuatro
años para ser entregados, lo que hizo que muchos
damnificados se vieran obligados a permanecer todo ese
tiempo como desplazados en albergues temporales, en
casas de familiares en condición de “arrimados”, o en
viviendas de alquiler.

Los criterios de selección de las familias beneficiadas


generaron grandes dudas entre la población, pues cada
entidad benefactora definió sus propias reglas de
adjudicación, consideradas algunas arbitrarias y
desordenadas.

En opinión de muchos damnificados, no hubo total


objetividad en dichas adjudicaciones, pues, mientras
algunas entidades decidieron la donación con base en
análisis de los valores sociales –y hasta morales– de cada
84
grupo familiar, otras lo hicieron basadas en las relaciones
de parentesco o vecindad anteriores al derrumbe, y algunas
incluso seleccionaron los beneficiados al azar. Esto llevó a
que se presentaran casos en los que terminaron favorecidas
familias y personas que nada tuvieron que ver con la
tragedia, a que algunos damnificados no hubieran podido
recibir ningún tipo de beneficio y a que grupos al margen
de la ley aprovecharan el caos para adquirir lotes y
viviendas a nombre de testaferros, para después
vendérselos a familias damnificadas, de verdad
necesitadas.

Villatina fue un ejemplo típico de lo que sucede


siempre en Colombia cuando hay tragedias similares: 1.
ocurre la catástrofe que tenía que ocurrir, a veces por
negligencia del mismo Estado. 2. Las entidades de
socorro acuden al lugar y hacen bien su trabajo. 3. Los
medios cubren al detalle el suceso y lo amplifican. 4. Los
gobernantes de turno le siguen el juego a los medios y
acuden a tomarse fotos con los afectados. 5. El Estado
asigna enormes capitales –que no se sabe de dónde salen–
para apoyarlos. 6. Los corruptos “huelen” dinero y
aprovechan las improvisaciones del Estado para
beneficiarse. 7. Los afectados reciben las limosnas que
quedan después de la repartición de los corruptos. 8.
Pasan los meses y todo se olvida.

Sin embargo, y a pesar de las inconsistencias


mencionadas que, cabe anotar, no fueron denominador
común, con lo que se hizo se brindaron soluciones a gran
parte de aquella población en condición trágica, gracias a
las buenas intenciones y al compromiso serio y
responsable por parte de los cientos de funcionarios que
participaron en las labores de apoyo inmediato y en el
85
posterior mejoramiento de las condiciones de vida de los
afectados.
Faltó organización institucional, faltó gestión
gubernamental, faltó la fuerza estatal que se requiere para
casos de tragedias de tal dimensión, pero hubo buenas
intenciones por parte de la gente que metió el hombro para
ayudar: muchos funcionarios, muchos empleados de
entidades de socorro y apoyo a la población, y muchos
ciudadanos del común.

Faltó bastante por hacer pero, hay que aceptarlo:


mucho se hizo.

86
9 –PARA UNA FIESTA AZUL

Aunque algunos sueños de Marisol parecían ser


premonitorios, Claudia y Arturo no siempre le prestaban
atención a lo que decía soñar: “la niña tiene mucha
imaginación… si nos preocupamos por todo lo que sueña,
piensa y cuenta, nos deschavetamos”; “esos son miedos
que tiene”; “lo del Pacho fue una casualidad… ni bruja
que fuera”; “el futuro solo lo sabe Dios...”. Sin embargo,
no pudieron ignorar el sueño que la hizo gritar al amanecer
de septiembre 27 del 87.

—¿Qué más soñaste, Marisita? —le preguntó Arturo


a la niña, sentada sobre sus piernas, luego de que le
mencionó que había tenido otro sueño raro.
Claudia, de espalda a ellos, organizando el poyo,
siguió escuchando cada detalle de lo que decía su hija. En
realidad ella era más religiosa y supersticiosa que su
esposo, por lo que la impactaban más que a él esas
excentricidades; era ella quien ponía veladoras, era ella
quien rociaba agua bendita cada semana en toda la casa,
era ella quien rezaba a diario para que lo de su niña fuera
algo de Dios y no algo de seres oscuros.
Mirando de nuevo de reojo a su mamá mientras
organizaba la cocina, y sabiendo que la estaba escuchando,
Marisol le respondió a su papá:
—Soñé que uno de los mostros me hablaba con los
ojos, me decía que no le tuviera miedo y que lo esperara
en la terraza.
87
—¡Qué es eso tan raro!, ¿o sea que tenía bocas en los
ojos? —le dijo Arturo, tratando de convertir en broma lo
que la niña afirmó.
—No pá, no seas bobito. Es que me hablaba sin
hablar; como mi amiguita que me peina el cabello.
—Recuerda que lo que uno sueña es como lo que uno
se imagina; que a veces pasa, pero no siempre. Lo mejor
es tranquilizarse y seguir con todo normal, sin preocuparse
ni darle vueltas. Tu sueño fue un sueño; nada más —
insistió él.
—Bueno pá. Pero yo sé que van a venir.
—¿Y no vas a ir a la piñata de Jeison?
—No —concluyó Marisol.

La mañana del desastre, más que augurar un día


lúgubre, parecía anunciar con alegría un día de creación:
pocas nubes decoraban el cielo, que parecía pintado para
una fiesta azul; el sol sonreía como celebrando el festivo;
y la brisa, mansa y fresca, invitaba a escuchar solo buenas
noticias.

Los vecinos de la esquina de abajo de los Guzmán,


obligados por la cantaleta de doña Imelda, luego de apagar
la música apenas a las 7:00 –cosa que al barrio entero
alegró–, entraron los bafles y se acostaron a digerir su
borrachera y reposar su trasnocho, aceptando hacerlo solo
para descansar un rato antes de iniciar la nueva rumba para
celebrar el seguro triunfo de su equipo de fútbol en el
clásico que se jugaba aquel día en la tarde.

Doña Oriela, la vecina del frente, orgullosa de su hijo


Jeison, se esmeraba en los preparativos para la piñata de
primera comunión, preocupada “…porque no le dejaran la
88
fiesta armada”, pues como ese día había varios eventos por
el mismo motivo, corría el riesgo de que los niños
invitados prefirieran ir a otros. El grupo de oración,
reunido en la casa de doña Herminia, ensayaba los
cánticos para la eucaristía. Don Manuel, el vecino del
lado, decepcionado porque a última hora había sabido que
no podría contar con el apoyo de Arturo, esperaba a que
llegaran sus ayudantes mientras organizaba los materiales
para vaciar la loza de su segundo piso. Varias cuadras
abajo, en la iglesia del barrio, doña Magnolia arreglaba los
ramos para la ceremonia de las diez, empeñada en que ese
día el templo quedara más hermoso que nunca, pues uno
de sus hijos estaba entre el grupo de niños “que recibiría
oficialmente por segunda vez al Señor”.

Todos los hijos Guzmán estaban invitados a la fiesta


de Jeison. El único de ellos que ya había recibido el
sacramento de aceptación racional de ser cristiano era
Carlos Mario, “el gordito”. Los gemelos, a pesar de que el
cura había dicho que debían recibirlo en ese año, habían
quedado programados para el siguiente cuando hubiera
plata para la fiesta doble, con todos los gastos que ella
implicaba, por vestidos, decoración, invitaciones, comida,
sorpresas para los niños invitados y trago para los adultos.

—Ya era hora, pues. Esos pelaos de Imelda se


enrumban cada fin de semana —comentó Claudia
mientras ponía a calentar las arepas para el desayuno de
los niños, cuando sintió que apagaron la música en la
esquina.
—Pues vámonos preparando —le dijo Arturo—,
porque en unos añitos nos toca a nosotros. Esperate a que
empiecen a cumplir quince los pelaos, para que veás cómo
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arrancamos a trasnocharnos parejito. Además vos no
hablés mucho, porque yo me acuerdo que antes no te
perdías baile, y para trasnochar estabas sola.
—Si, Turo, pero las rumbas de nosotros eran más
zanahorias que las de ahora —discutió ella sentándose de
nuevo a la mesa—. Y, sobre todo, hasta más temprano;
ahora los pelaos no quieren parar —concluyó.

—¿Yo puedo entregarle el regalo a Jeison, má? —


preguntó Elkin Mauricio, uno de los gemelos, recién
levantado.
—No, má —gritó Jesús Humberto, el otro gemelo,
aún en cama— …¿por qué siempre todo lo mejor para él?
—Ya van a empezar estos con la pelotera —
interrumpió Claudia—; ni siquiera se han acabado de
levantar, y ya están agarrados; ¡qué joda la de ustedes! Se
lo entrega Marisol, para que no peleen.
—Pero ella dijo que no va a ir, má; yo la oí —
comentó Carlos Mario, desde la habitación.
—Ella sí va a ir —intervino Arturo—. Dejen de
alegar y más bien levántense a desayunar. Y muévanse a
bañarse después, que la misa es a las 10:00 y tienen que
ayudarle a su mamá a organizar la casa, porque yo ya casi
me voy.
—¿Tú te vas, pá? —preguntó Marisol.
—Sí, Marisita. Tengo que trabajar.
—¿Y por qué hoy, pá? —cuestionó Carlos Mario—.
Hoy es domingo.
—Su papá tiene que ir, porque don Elías le pidió
cuidar las bodegas y el almacén —le aclaró Claudia al
niño—. Ve, y a propósito, Turo: ¿no estás retrasado?
…movete que ya son más de las siete; mirá el reloj a ver.

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—Fresca, gorda. Acordate que como tenía que
trabajar hoy, don Elías me dejó traer la motico de la
empresa.
—¿Y dónde la dejaste, pues? No la vi abajo.
—Me la guardó Samir, el zarco. Es que es mejor
evitar; acordate que la otra vez me robaron un retrovisor.
—¡Qué verraquera con esta gente!, ya no respetan ni a
los del barrio.
—Nada qué hacer, mija; lo mejor es cuidarnos.
—¡Mááá, se está quemando una arepa! —gritó Carlos
Mario al salir de la habitación y ver humo en el fogón.

Claudia y Arturo se levantaron al tiempo de la mesa.


Ella apagó el fogón, retiró de la parrilla la arepa humeante,
le raspó el pedazo quemado, bajó las otras tres y les untó
mantequilla. Él sirvió cuatro tazas del aguapanela hecha
desde temprano y las llevó a la mesa; en seguida llevó los
platos y llamó a los niños a desayunar. Carlos Mario y
Elkin Mauricio se sentaron. Arturo se acercó a la puerta de
la habitación de sus hijos a insistirle a Jesús Humberto que
se levantara.

—¿Dónde está Marisol? —preguntó en voz alta, al no


verla.
—Subió a la terraza, pá —contestó “el Gordito”.
—Vea pues a esta por lo que le dio —dijo Claudia.
—Dejate yo hablo con ella —concluyó su esposo.

Arturo subió las escalas, trancó la puerta con una


matera para que no la cerrara de nuevo el viento y salió a
conversar con la niña.

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Luego del fallido intento de Claudia por montar la
fábrica de arepas, la terraza se había convertido en el patio
de juegos de los niños y en un buen lugar para hacer
reuniones esporádicas con familia y amigos. Los mesones,
las estanterías, el fogón y los utensilios que solo se usaron
una vez para lo que Claudia planeó, estuvieron tapados
con plásticos durante dos años, hasta que ella, aceptando
que el cuidado de los niños no le dejaba tiempo ni energía
para soñar con ser empresaria, permitió que su esposo
destapara todo, utilizaran lo que se pudiera para el uso
doméstico y lo otro quedara para uso recreativo, porque
“era mejor buscarle uso en la casa, que venderlo por
menudas”. El fogón se bajó para la cocina, aunque a
fuerza de lidias cupo; los mesones se dejaron arriba para
las reuniones y para que los pelaos jugaran; una de las
estanterías se bajó para la pieza de los niños y las otras dos
se dejaron en la terraza para llenarlas de chécheres que no
cupieran abajo. La mayoría de los utensilios menores los
dejaron “para el día a día”; los otros, tras ponerlos a rodar
durante meses en rincones, cajones y estantes, al fin
aceptaron que solo les servían de estorbo, y se los
regalaron a los mejores postores.

Marisol estaba sentada en el piso, afuera del


entechado, mirando hacia el Pan de Azúcar. Arturo se le
acercó, se sentó detrás de ella dejándola entre sus piernas y
la abrazó.

—¿Qué haces, princesita? —le preguntó.


—Espero a los mostros, pá.
—Uy, muñequita; ¿qué hago para que dejes eso atrás?
No hay, ni va a haber monstruos, muñeca.
—Yo los vi, pá.

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—Eso era un sueñito, mi amor. Ven, vamos a
desayunar.
—Eran de verdad, pá; yo los vi.
—Bueno, está bien, pero ven desayuna.
—Pero eran de verdad, pá —insistió ella.

93
10 – ADIÓS, MUCHACHOS

Charlas con don Arturo (4)


Diciembre 15 de 2012; sábado

Como el sábado ocho de diciembre fue festivo, don


Arturo y yo habíamos acordado aplazar nuestra cita
semanal hasta el sábado siguiente, el quince.

Igual que en las tres sesiones anteriores, don Arturo


vestía su pintoresco atuendo de pantalón y camisa blancos,
chaleco beige y tenis de color fuerte. Teniéndole ya un
poco de confianza, y ya sentados en las poltrona, le
pregunté a qué se debía; si tenía algún significado, si
buscaba algún propósito, si era parte de un ritual… Sonrió
y me explicó que nada tenía que ver con misticismos,
energías, rituales o creencias en asuntos terrenales o
paranormales. Explicó que todos los días usaba el mismo
atuendo, del cual tenía varias unidades, que iba
reemplazando cuando las veía “gastaditas”. Me dijo,
literal: “así me ahorro más de setecientos minutos de
preocupación al año, decidiendo qué ropa ponerme cada
día”. Según sus palabras, tenía un cajón lleno de camisas
blancas de manga larga “bien planchaditas”; otro con
pantalones blancos “dobladitos”, y varios chalecos color
beige sin botones “siempre limpiecitos y bien colgaditos”.
Al preguntarle sobre el porqué de los tenis coloridos, que
cambiaba al parecer con frecuencia, me aclaró que esos sí
tenían una sustentación mística; entornó sus ojos, bajó la
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voz y dijo: “…los colores vivos de mis tenis representan la
energía positiva del ser, conectada con la fuerza mágica
universal; son el reflejo del amor, la esperanza, la
alegría…” Y no pudo terminar, porque soltó una fuerte
carcajada, que me hizo sentir ridículo. Apenas terminó su
risa, continuó: “…no significan nada, Gringo. Siempre me
han gustado los zapatos de colores y listo. Y además me
encanta darle esta explicación a todo el que pregunta y ver
la cara de misterio que ponen cuando empiezo con el
carretazo serio… aunque nunca me aguanto y siempre me
río antes de terminar”.

—Otra pregunta, antes de empezar, Sir Arthur; pero


conteste en serio, hombre —le dije, simulando
regañarlo—. ¿Qué historia tiene esa pintura arriba de los
velones?, ¿por qué está armada como rompecabezas y le
faltan trozos?, ¿es de Marisol?
—Sí, señor —respondió serio—. Fue lo único que
pude rescatar de mi casa y de mi familia. Es lo que quedó
de una pintura que me regaló la niña el mismo año en que
murió. Encontré los pedazos que ve ahí cerca de donde
estaba mi casa; un grupo de scouts me ayudó a escarbar y
mover escombros para salvar al menos eso.

—¿Qué hizo usted el día previo a la tragedia; cómo


fue su día anterior, Sir Arthur? —fue mi primera pregunta
de esa sesión, una vez terminó de burlarse de mí por lo de
la ropa y después de dialogar unos minutos en los que me
dio a entender que, a raíz de las reuniones conmigo, estaba
cada vez más motivado a mejorar el poco inglés que había
aprendido en uno de los cursos a los que lo había mandado
don Elías. Para demostrármelo, me mostró un libro que
había comprado de “FRASES CORTAS PARA
TURISTAS”.
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—Gú cuesion, Gringo, Gú cuesion —apuntó al
escuchar mi pregunta sobre el día previo a la tragedia.

No pude evitar sonreír, como lo hacía cada vez que


me hablaba en inglés.

—El día anterior para mí fue como un día cualquiera


—continuó él—. El día anterior de algo malo, es como el
día anterior de algo bueno o como el día anterior de nada.
Piense y verá, Gringo, que hoy puede ser el día anterior de
su muerte o el día anterior del mejor día de su vida. Yo, en
verdad, nunca pensé que ese domingo fuera a ser lo que
fue. Yo estuve tranquilito, hasta que Marisol empezó con
su cuentecito de los monstruos. Y no es que me hubiera
puesto nervioso porque pensara que se iba a venir la
montaña, pues ni siquiera ella dijo eso directamente. Yo
me preocupé fue por ella y porque le fuera a pasar algo,
pero no porque siquiera hubiera imaginado que iba a pasar
lo que pasó. Le confieso que sí le volteé mucho a esos
sueños mientras estaba trabajando en La Mayorista, y traté
de descubrir lo que querían decir, pero pensando en el
miedo de ella; no en que iba a quedarme sin familia. La
tristeza y la dicha viajan siempre de la mano; llegan sin
avisar, y en un segundo pueden convertirnos en los seres
más tristes y miserables o en los más felices y dichosos del
mundo. Nadie sabe cuándo aparecerá alguna de ellas;
nadie sabe si los minutos que siguen van a ser los mejores,
los peores o los últimos de su vida.

Hizo una corta pausa, y comió de su pasta café y su


polvo verde.

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—¿Ahora sí me va a contar qué es eso que usted
come, Sir Arthur? —le pregunté.
—¿Quiere? —dijo, y me ofreció el frasco con pasta.

Lo destapé, lo olí, lo volví a tapar y se lo devolví, de


inmediato.

—No, señor, muchas gracias —dije.

No sé qué cara hice cuando lo olí, porque soltó su


segunda carcajada del día.

—Esos son mis “abuestros”.


—¿Sus qué?
—Mis “abuestros”, Gringo. O sea, “mis abuelos
ancestros”. Eso es una “combilabra”.
—¿Una qué? —indagué de nuevo.
—Una combinación de palabras. ¿Usted nunca
combina palabras?
—En realidad, no. Pero lo tendré en cuenta para mis
escritos.

—Este se llama ambil —continuó, mostrándome la


pasta—. Es un extracto de tabaco que me traen del
Amazonas. Lo preparan unos indios amigos; ellos cogen
hojas de tabaco y las ponen a cocinar durante dos días
seguidos; las van colando y aplastando, y al fin las
mezclan con unas sales y sustancias especiales, hasta que
les va quedando esta pastica. Lo verde se llama mambe; es
hoja de coca molida. También me la venden unos amigos
de por allá. Mis abuestros son como unos viejitos sabios
que me ayudan a conectarme y a entender mejor.

—¿Eso lo seda, lo emborracha?


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—¿Me ha visto sedaaadooo o booorraaachooo,
Gringo? —dijo, en broma, arrastrando las palabras, como
drogado.
—No, señor —comenté—. Entonces…¿para qué
sirven?
—Le repito, Juanito: esto ayuda a abrir la mente y a
conectarse con los maestros y los ancestros—me
explicó—. Y no es que esto sea una cosita de magia que la
use cualquiera y se vuelva brujo. Esto, en verdad, no sirve
para nada, pero a mí me produce como una especie de
energía en el cuerpo y el alma, que me facilita conectarme
y entender el fondo de la vida, para poder ayudarles a mis
gentecitas.

—Alguna vez leí algo sobre ese tipo de sustancias —


mencioné—. En ese texto explicaban que producen una
especie de estado alterado de conciencia.
—¿Un estado de qué? —preguntó poniéndose las
manos sobre la cabeza, simulando asombro.
—Un estado alterado de conciencia —aclaré yo,
sintiéndome estúpido.
—¡Ufff!, eso suena muy elegante. ¿Cómo es?, ¿un
estado amparado de indigencia? —dijo, riéndose,
burlándose de mí— No sé si sea eso —continuó—. Lo
importante es que esto me ayuda a conectarme y entender.
Es más, todas las cosas que usted ve aquí, son cosas que
me ayudan a eso. Todas las necesito en mi trabajo diario:
las cartas, los péndulos, el tabaco, las piedras, las plantas.
Con unas personas uso unas, con otras uso otras. Todo
sirve y nada sirve; y que algo sirva no siempre depende de
mí; depende del momento, del tema que se esté tratando
y, principalmente, de la personita a quien esté ayudando a
sanarse. Yo solo dejo que la intuición, o los maestros, o

98
Marisita o la misma personita con la que estoy me hablen,
y decido con cuál de mis juguetes juego ese día.

—¿Juega? ¿juguetes?
—Claro, Gringo —me explicó—. Siempre estamos
jugando; y la vida y la muerte y Dios y el diablo y el
destino, siempre están jugando con nosotros. El problema
es que no entendemos el juego; nos creemos maestros,
dueños y señores de nuestra vida, hasta que algún día,
tarde o temprano, nos damos cuenta de que, en verdad,
somos simplemente un juguete o un jugador invitado, pero
nunca los dueños del juego.

Nos quedamos en silencio los dos; pensando. Yo, en


lo que él me acababa de decir. Él, no sé en qué, porque
volvió a chupar ambil y mambe. Yo ya había notado que
cada vez que un tema lo conmovía, hacía pausa y chupaba
sus “medicinas”, como también las llamaba a veces. En
algunas ocasiones tomaba el ambil directamente del
frasquito con el dedo anular; en otras, sin aparente razón,
lo sacaba con un palito de madera oscura tallado con
figuras indígenas, y chupaba luego la medicina de ahí.
Después supe que a ese instrumento lo llamaban “el yerar”
o algo parecido; yo, por burlarme, lo rebauticé “el
Gerardo”, cosa que a él le produjo gracia y así lo siguió
llamando.

—El día anterior —continuó retomando el tema sin


que yo lo pidiera— fue un día normal. Trabajé con don
Elías hasta el mediodía, ayudándole a arreglar una
guadañadora que se iba a llevar para la finca y
comprándole unos abonos y unas cosas para el ganado. Yo
tenía pensado ir a una fiesta el domingo con los niños,
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pero cuando ya estaba que arrancaba para mi casa, lo
llamó la administradora de la empresa a decirle que
Ramiro, el vigilante, se había doblado un tobillo y lo
habían enyesado. Entonces el patrón me pidió que le
ayudara con la vigilancia; me ofreció que me pagaba el día
aparte del sueldo, y que me prestaba la motico para irme
para mi casa. Yo a él nunca le decía que no a nada, porque
ese señor conmigo era más bueno que mi Dios contento,
así que de una le contesté que contara conmigo. A Claudia
no le gustó ni cinco, porque ese iba a ser el primer
domingo completo en meses que yo pasaba con ellos, pero
le tocó entender. A propósito de don Elías, le cuento que
varios años después, en una borrachera, me confesó que él
había llorado mucho el día del derrumbe y se había sentido
culpable hasta mucho tiempo después, porque si no me
hubiera puesto a trabajar ese día, yo me hubiera ido
también al papayo y no me habría quedado solo en este
mundo. Que si a él le hubiera tocado eso, habría preferido
haberse muerto junto con su familia, que haberse quedado
solo, como me tocó a mí. Yo le insistí en que no se
preocupara, que si él o yo hubiéramos sabido lo que iba a
pasar, ni mi familia ni yo hubiéramos estado en Villatina
ese día; que yo algún día salía adelante; que lo que había
pasado y la forma en que había pasado, eran caprichos de
Dios, que alguna razón de ser tendrían; y que mi Dios
aprieta, pero no ahorca.

—¿Pasó la tarde con sus hijos? —le pregunté.


—¡Qué va; nada! —aclaró—, estuve en la casa, pero
no con ellos. Por la tarde me puse a pintar unas repisas en
la terraza y a tomarme unas boquifrías.

—¿A tomarse qué?

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—Unas cervezas —afirmó—, siempre me ha gustado
mucho la cerveza. Y en eso estaba, cuando, como a las
6:00, subió mi señora a avisarme lo del pelao ese que le
conté hace días; el hijo de una señora cerquita de mi casa,
que mataron dizque porque estaba enredado con mafiosos.
Nosotros no éramos amigos de él, pero como sí
conocíamos a doña Bernarda de toda la vida, decidimos ir
un rato a acompañarla. Yo guardé todo, me cambié y
arranqué para allá con Claudia, mientras Lucrecia, mi
cuñada, cuidaba a los niños. Esa señora estaba que se
moría de tristeza por la muerte del hijo. ¡Qué locura,
Gringo! …para saber que, al otro día, ella y medio barrio
iban a estar en las mismas. Nadie sabe qué le espera; nadie
se muere la víspera; la única que muere la víspera es la
gallina del paseo.

—¿Qué hizo en la noche?


—Por la noche me llamó Fredy, un amigo que era
como mi hermano —respondió—, y me invitó a que nos
tomáramos unas boquifrías donde Albeiro, otro amigo,
que bebía como caballo al sol. Pero como él vivía al frente
de doña Bernarda, yo le acepté que nos las tomáramos
mejor en mi casa, por respeto a ella. Estuvimos como
hasta la una recochando y tomando aguardiente.

—¿Y no era cerveza lo que tomaban? —inquirí.


—¡Ah, no, Gringo!... como a las 10:00 nos pasamos
para guaro. Donde uno tome boquifrías hasta esa hora, se
acuesta más embuchado que perro de rico.

—¿Ese Fredy todavía es amigo suyo?


—A él también se lo llevó el derrumbe —
respondió—. Y no porque viviera en las casas tapadas,
sino que había ido a ayudarle a don Manuel, un vecino, a
101
vaciar una loza, ya que yo no había podido ir. A Fredy le
pasó lo contrario que a mí: se fue él, y dejó sola a la
señora y a los tres pelaos. La noche anterior dizque íbamos
a estar bebiendo solo él y yo, con otros dos amigos, y
cuando menos pensamos, estábamos catorce cantando
tango.

—¿Tango?… con razón he visto que, cuando llego,


usted siempre tiene puestos discos de Gardel. Ah…y
además el nombre de la mascota. ¿Le gusta mucho? ¿Oían
tango por allá? —consulté.
—Ave María, Gringo, oír buen tango es como
escuchar a Dios celebrando. Eso es lo más hermoso que
hay —respondió—. Aunque no es que por allá se oyera
mucho, pero como a mí siempre me ha encantado, cuando
la fiesta era en mi casa, yo ponía la condición de que
oyéramos tango. Es que usted no se imagina lo que era esa
terraza para tomarse unos tragos y oír buena música… en
el barrio decían que esa era “la terraza gardeliana”. Y, por
lógica, mi mascota tenía que llamarse como el ídolo. Ese
perro me lo regaló la esposa de don Elías. Mírele las
arrugas en todo el cuerpo, ¿cierto que parece un
bandoneón?

—¿Y solo aguantaron hasta la una?


—Así es, cien pies. Pero paramos no por cansancio;
…si por ellos hubiera sido, habríamos amanecido. Pero
como yo tenía que madrugar y al otro día eran las primeras
comuniones, mi mujer nos hizo apagar a esa hora.

—¿Cuántos de los que estaban ahí murieron?


—Dios Santo —expresó—. Déjeme yo echo
cuentas…

102
Empezó a recordar nombres, que iba repitiendo en
voz baja mientras los enumeraba con los dedos. Terminó
con los de la mano izquierda y siguió con los de la
derecha. Por un momento esperé que estuviera contando
los vivos. Dos de los nombres que mencionó coincidieron
con nombres de amigos míos y, en ese instante fugaz en
que recordé sus caras, los imaginé muertos; me dio una
punzada en el pecho.

—Nueve, que yo recuerde —concluyó.


—¿Nueve qué? —pregunté.
—Murieron nueve.

Cerró los ojos, agachó la cabeza y la movió a ambos


lados, como negando esa realidad. Se persignó, abrió el
ambil, luego el mambe, y chupó. En ninguno de nuestros
encuentros sentí lástima por él, pero hubo momentos
como ese en los que al verlo en silencio recordando con
profundo dolor personas que quiso, los ojos se me
humedecieron y me vi obligado a respirar hondo, a mirar
hacia un lado, a toser o a carraspear para evitar que él
notara mi flaqueza.

—¿Recuerda alguna despedida especial o extraña, por


parte de alguno de sus amigos?
—Pues lo único que recuerdo diferente es que a
César, un vecino que era más frío que un verdugo, esa
noche le dio por abrazar a todo el mundo y me hizo poner
“Adiós, muchachos” como cinco veces. Además me
contó que había estado hablando sobre la reencarnación
con uno de esos tipos de túnicas rosadas que cantan en el
centro, y le había dicho que, además de las almas gemelas,
uno dizque tiene almas hermanas que lo acompañan de
vida en vida, así no en todas sean la pareja de uno … que
103
en una vida podían ser un primo, en otra una amiga, en
otra la mamá o hasta un desconocido que uno no reconoce.
Y que él estaba seguro de que yo era una de sus almas
hermanas. Yo le cogí la historia en charla y le dije que
entonces me prestara una platica, que se la pagaba en la
próxima vida, cuando fuera tío o abuelo o hasta la mujer
de él.

—¿Durmió bien esa noche, Sir Arthur?


—Como senador en plenaria. Aunque muy poquito.
Porque me vine a acostar como a la una y media, y antes
de las cuatro casi me mata del susto el grito de Marisita
por el sueño de los monstruos.

104
11 – MARISOL

A pesar de que, después de la difícil experiencia con


la crianza de los gemelos, Claudia y Arturo habían
decidido no tener más hijos, recibieron con agrado el
embarazo de Marisol, esperanzados y casi convencidos de
que sería la niña que Arturo siempre había querido, que
acompañaría como mujer a su madre, y daría el toque de
feminidad que faltaba entre “…esa gallada de hombres”,
como decía Zuleima, la abuela materna.

El embarazo fue complicado hasta los tres meses, en


los que la madre debió pasar en cama día y noche, pero
pasado ese tiempo todo transcurrió sin tropiezos. La niña
nació en la fecha calculada, de parto natural y en perfecto
estado, en el mismo hospital en donde había muerto su tío
Obdulio, siete años atrás.

—¿La niña será que es boba, Turo? —preguntó una


noche Claudia, cuando Marisol cumplió meses.
—¿Y por qué decís eso, mujer? —cuestionó él.
—Mirá que casi no llora, se mantiene riendo y a toda
hora parece hablarle al aire.
—Pues el que no llore y se ría, debe ser porque es
muy feliz —respondió Arturo—; y el que parezca hablarle
al aire, debe ser porque le salió a mi abuela, que hablaba
con espíritus; acordate que mi mamá decía que ella
fumaba más que preso nuevo, y no era sino que se pegara
105
de un tabaco y arrancaba a conversar sola. Y hasta bueno
sería que le saliera a mi abuela; al menos con eso tendría
trabajo. Mirá cómo le va de bien a esa señora de San
Antonio que lee cartas y dice que habla con ángeles. Lo
que deberíamos hacer es enseñarle a fumar desde ya —
concluyó, sonriendo.
—Dejá la bobada a ver, Turo, que me hacés dar
miedo.
—Relajate, gorda; ella se va cuadrando con el tiempo.
—Dios te oiga.

Marisol, como un animalito libre en el monte, fue


siempre solitaria y serena, desentendida de la rutina
humana. No necesitó estar acompañada para armar sus
juegos de muñecas, en los que parecía estar con varios
niños a quienes les asignaba tareas: “peina tú a Tatiana;
pásame el vestido de Lina; ¿por qué no le diste el
chocolate a Gloria?”, les decía a sus amigos imaginarios,
observada por su madre con preocupación y ansiedad.

Aunque muchas veces sus hermanos mayores la


molestaron y la tildaron de loca deschavetada, sin que a
ella le importara, todos en casa se fueron acostumbrando a
sus diálogos “…con el aire” y, viendo su convicción y
seguridad al comunicarse con sus seres invisibles,
terminaron por creer que los equivocados y ciegos eran
ellos; que ese mundo irreal de Marisol era tan real como el
de ellos, y quizás hasta mejor, pues la hacía feliz.
Sin embargo, ni los niños del barrio ni los
compañeros del colegio aceptaron su diferencia, y la
hicieron a un lado, pues les generaba miedo verla en sus
conversaciones y juegos solitarios.

106
Con el tiempo, en vez de luchar contra algo que
parecía no tener remedio, sus padres decidieron apoyarla y
tratar de entender su comportamiento. Aún así,
ocasionalmente la llevaban donde médicos tradicionales,
que se impactaban con su forma de hablar, pero no sabían
dar un diagnóstico claro. Todos se limitaban a afirmar que
estaba sana, y concluían, con alguna vaguedad inservible:
“es que ella es demasiado inteligente, demasiado
evolucionada”; “la niña no tiene nada, simplemente es
diferente”; “es que debe tener un coeficiente intelectual
muy alto"; “qué bueno para ustedes que tienen una niña
así, ¿no se sienten muy orgullosos?”; “esa niña va a llegar
muy lejos, déjense y verán”.

Cuando cumplió cinco años, a escondidas de Arturo,


Claudia la llevó a San Antonio, un barrio contiguo a
Villatina, donde una señora que leía cartas y hablaba con
ángeles. La señora quedó maravillada; habló con ella dos
horas como de adulto a adulto sobre cosas que su madre
no entendió, y diagnosticó que tenía un don que, en vez de
tratar de quitarle, había que incentivarle. —…Ojalá yo
hubiera tenido esos poderes a su edad —señaló—; ella
habla con seres de otras dimensiones y ve cosas que nadie
que yo haya conocido ve; pero no se asusten, que no es
nada malo. Ni traten de entender lo que dice, porque
ustedes no tienen la capacidad de entender eso. Déjenla
que viva su vida y hable con quien quiera, así ustedes no
vean con quién esté hablando. Y, eso sí: pónganle mucha
atención a los sueños, porque en ellos puede haber
mensajes para ustedes —concluyó.

Claudia le contó a su marido lo que explicó la


vidente, y éste se puso furioso, pero, a los pocos días,
cuando Marisol contó el sueño de Pacho disfrazado de
107
mago montado en un cajón negro, y a la semana se mató
en la moto, hasta él, escéptico de ese tipo de asuntos
ajenos a lo material, tuvo que aceptar que su Maricita no
era un ser convencional.

En su primer año escolar tuvieron que cambiarla de


colegio dos veces, pues sus compañeros le hicieron la vida
imposible, y los profesores, a pesar de que intentaron
ignorar la situación y reprendieron a los niños que la
molestaban, terminaron por sugerirle a los padres que
buscaran un establecimiento “más abierto”, en el que la
niña no fuera “tan diferente” a los demás; o que la
educaran ellos mismos en casa.

Al año siguiente, el 87, decidieron no entrarla a


estudiar “…a ver si se normalizaba un poco”, pero,
contrario a eso, encerrada en su casa acompañando y
ayudando a su madre en las labores domésticas, y jugando
el día entero con sus amigos invisibles, Marisol aumentó
sus comportamientos extraños y se convirtió en un real
problema para Claudia y un reto diario para Arturo, quien
se volvió un padre sobreprotector que no permitía que
nadie la molestara.

Don Elías Puerta y su esposa, padrinos de bautizo de


la niña, quienes además elogiaban su madurez y
luminosidad, ofrecieron apoyo para pagarle un colegio
especial privado, no religioso. Arturo y Claudia aceptaron
la oferta y acordaron con ellos ingresarla a una institución
muy recomendada por un sicólogo amigo de doña Ligia,
pero a partir del 88, “para que empezara el año pareja con
todos los niños”.
Cuando, en agosto del 87, Marisol supo que
empezaría a estudiar de nuevo a principios del año
108
siguiente, pero en otro colegio, sonrió y dijo: —¿y ya para
qué?—.

109
12 - LA BENDICIÓN

A las 7:40, luego de acompañar a los niños durante el


desayuno, Arturo y Claudia pasaron los trastos al poyo y al
lavaplatos. Se escuchó distante una pelea de perros, y
gritos de alguien separándolos. Luego, como metiéndose
desde lejos al tropel, otros perros empezaron a ladrar uno
tras otro en diferentes partes del barrio, y más personas
gritaron, callando cada una a su mascota. Claudia miró a
Arturo con gesto de interrogación; él le sonrió, como
invitándola a ignorar el alboroto. —Chandosos fastidiosos,
¡qué pereza perros! —alegó ella, evidenciando la rabia que
les había cogido desde el nacimiento de Marisol, pues
siempre que la niña se acercaba a uno, éste empezaba a
ladrarle y a gruñirle, erizado; contrario a los gatos, que al
verla se le acercaban ronroneando para que los acariciara.

—Marisol insiste en que lo de los monstruos es


verdad, y dizque los va a esperar en la terraza. Casi no la
convenzo de que bajara a desayunar —le dijo Arturo a
Claudia, en voz baja, mientras juagaban los trastos para
que ella los lavara más tarde.
—No te preocupés, que apenas vea a los niños
organizándose para la piñata de Jeison, se le olvida todo.
Acordate cómo le gusta a ella la torta —observó Claudia,
aun sabiendo que un pastel y una bullaranga de mocosos
no eran argumento suficiente para hacerle cambiar de
parecer a su hija, y sintiendo un desasosiego como una
110
araña de patas chuzudas que le caminaba entre las tripas.
—Además —continuó—, apenas le diga que van a dar
sorpresas, se anima más; vos quedate fresco, que ella
ahora se calma.
—Pues ojalá, gorda. Porque no me quedo tranquilo
con ella sentada sola allá arriba —reiteró él. Y evitando
que los niños subieran a jugar a la terraza, les dijo en tono
de regaño: —…no se me suban para allá, que después no
los baja ni un brujo. Más bien corran a bañarse rapidito,
que está muy tarde y tienen que desocuparle el baño a su
mamá y a Marisol, que se demoran más que todos ustedes
juntos.

—Yo me baño primero —pidió Elkin Mauricio desde


la habitación.
—¿Y por qué, má? —discutió Jesús Humberto—
…él siempre quiere ser primero en todo.
—Es que Jesús y el Gordo se demoran mucho, má —
se defendió Elkin Mauricio.
—Su hermano se llama Carlos Mario, niño. Me hace
el favor y lo llama por el nombre —lo regañó Claudia.
—Bueno, má. Pero es que ellos siempre me hacen
esperar.
—Pues los espera, y listo.
—Bueno, má.
—¿Qué se hizo Marisol? —preguntó Arturo.
—Subió a la terraza, pá —contestó Elkin Mauricio.

El vigilante de la noche trabajaba en las bodegas y el


almacén usualmente hasta las seis de la mañana pero, por
petición de don Elías, para no hacer madrugar mucho a
Arturo, alargó su turno hasta las ocho. En realidad era
poco probable que se robaran algo del almacén y menos de
111
las bodegas, pues ya en La Mayorista había vigilancia
privada en la noche, pero don Elías había decidido
mantener a alguien siempre durmiendo allá desde una vez
que le robaron una plata en efectivo de la oficina de él, a
pesar de que se había sabido que el robo lo había hecho un
empleado de la empresa, a quien habían despedido de
inmediato. Además, le había dado ese trabajo a don
Joaquín para ayudarle, y ya no era capaz de prescindir de
él, ni sabía qué más ponerlo a hacer.
Antes de salir para el trabajo, retrasado ya, Arturo
subió a la terraza a buscar de nuevo a su hija. La encontró
sentada, esta vez en una silla plástica, mirando a la
montaña, hablando sola.

—¿Con quién hablas, princesa? —le preguntó.


—Con Helena, pá —respondió ella mirando hacia el
lado, como señalando a su amiga.
—¿Y quién es Helena?
—Mi amiga, pá; la que siempre me peina. ¿Por qué
me preguntas tanto por ella, si ya la conoces hace tiempo?
—Es que se me olvida. Perdón ¿Y qué te dice?
—Que no me preocupe, que todos vamos a estar bien.
Que el único que va a estar triste eres tú. Pero que después
también vas a estar bien.

Arturo hizo un silencio largo no intencional. Un silencio


que, aunque pareció una pausa lógica entre frases, en
realidad fue más una espera necesaria para darse tiempo de
recomponerse del bajón de energía que sintió con esa
última frase de la niña. Una sensación de vacío como de
mala noticia, de soledad, de recordar algo doloroso; una
sensación de ganas de llorar sin un porqué aparente.

—¿Y yo por qué voy a estar triste, princesa?


112
—Yo no sé, pá. ¿Acaso yo lo sé todo?
—Pues pregúntale a tu amiga, a ver qué te dice —
contestó él, intentando mostrar convicción sobre la
presencia de Helena.
—Ya le pregunté, pero me dijo que ella tampoco lo
sabe todo.
—Ven, bajemos, para que te bañes con tu mamá.
—Ahora, pá. Oye que la ducha está abierta; alguno de
mis hermanos se está bañando ya.
—Bueno. Pero entonces ven y buscas la ropa para la
fiesta, mientras ellos terminan de bañarse.
—Yo no voy a ir, pá.
—Anímate, muñeca. No te pierdas esa piñata; va a
estar muy rica.
—Ya te dije que no voy a ir, pá.

Arturo trató de convencerla de que dejara atrás sus


sueños raros y se preparara para ir a la celebración de
Jeison, pero sabía que era tiempo perdido, pues cuando
Marisol decía no a algo, nada ni nadie la hacían cambiar
de opinión. Le tomó la cabeza con las manos, tratando de
transmitirle toda su buena energía, la invitó a mirarla a los
ojos y le recomendó:

—Si no quieres ir, no hay problema, pero al menos


quédate abajo mientras tus hermanos están listos, que la
mamá está preocupada.
—¿Y qué tal que vengan y no me encuentren, pá? —
respondió ella.
—Pues entonces diles que te llamen por teléfono
antes de venir —bromeó él, sintiéndose tonto.
—No molestes, pá.

113
Se quedaron en silencio. Arturo la abrazó y, sobre sus
hombros, miró a la montaña. —¿Qué será pues la cosa? —
susurró, como esperando quizá una respuesta de los
amigos imaginarios de ella. Segundos más tarde, Marisol
dijo:

—Me acaban de decir que te diga algo, pá.


—¿Te acaban de decir?; …yo no oí nada. ¿Quién te
habló?
—Mis otros amigos. Pero no te pongas charro, pá —
continuó ella—. Tú ya sabes que a mis amigos no les gusta
dejarse ver de ti. Por eso es que nunca sabes con quién
estoy hablando.
—Bueno, bueno: ¿y qué te dijeron? —preguntó él.
—Que te diga que tú y yo nos tenemos que despedir
del todo, porque yo tengo que hacer un viaje. Y que te
explique que tú me vas a volver a ver, pero que la que vas
a ver no soy yo.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Arturo.
—Ah, yo no sé —respondió Marisol.
—Yo tampoco sé, muñequita.
—Yo pensé que tú entendías eso, pá.

Arturo insistió unos minutos más tratando de


convencerla, pero, al fin, viendo lo retrasado que estaba y
sintiendo de nuevo esa sensación inexplicable de ganas de
llorar, se despidió de ella dándole la bendición que
siempre daba a sus hijos al despedirse.

114
13 – NUESTROS MUERTOS VIVEN

“Mientras alguien me recuerde: viviré”

Dicen los mentalistas con atributos supra-humanos –


esos que afirman hablar con ángeles– que los muertos
siguen vivos mientras los recordemos, mientras los
pensemos, mientras les oremos, mientras los
mantengamos presentes en nuestra realidad.

Y dicen, además, que les gusta que hablemos de ellos


–que hablemos bien, por supuesto–, que les pidamos
favores –así no los puedan cumplir porque no se les
permita hacerlo–, que los soñemos –ojalá sonrientes– e
imaginemos que muchas de las cosas buenas que nos
pasan son ayudas que ellos nos dan y se deben a su amor
por nosotros, los que aquí quedamos.

No sé si eso sea cierto, y, por obvias razones, si algún


día puedo comprobar su veracidad, ya no dispondré de
palabras para confirmarlo; pero lo creo. Y por eso les
hablo a mis muertos –…los nombro como “míos” por ese
pedazo de ellos que guardo en mi memoria–; por eso les
pido favores, les cuento mis historias, los regaño cuando
siento que se alejan y los afano cuando no me ayudan con
algo que necesito con urgencia, recordándoles, además,
que mi vida no es eterna, como la “vida” de ellos.

115
Por eso le hablo a mi padre, consagrado domador de
letras, y le digo que me guíe por las sendas rectas que él
caminó; que se siente a mi lado siempre que escribo y me
corrija con su pluma firme; que me enseñe a elegir la
palabra justa, a plasmar el sentido adecuado, a expresar
con precisión lo que mi mente quiere.

Le hablo a mi madre, melodiosa contadora de


historias; le susurro a sus oídos invisibles que me siga
enseñando a ser gente de bien; y la invito a que convoque
para mí a esas musas que siempre la acompañaron cuando,
sentada ante los tantos que la disfrutamos, dejó salir de su
memoria cientos de historias que, interrumpidas con
picardía durante sus pausas intencionales para aspirar el
cigarrillo que nunca le faltó, nos ayudaron a entender
cómo se cuenta la vida.

Le hablo a mi hermano, Nando, caminante sin afán,


para insistirle que me ayude a saber esperar con paciencia
el minuto siguiente y aceptar el anterior; y para pedirle que
nos siga obsequiando por siempre, así sea en sueños, su
sonrisa fresca y dulce, a los que un día fuimos los suyos.

Y le oro a otros viejos de quienes provengo, asunto


pasado todos ellos, para que mantengan viva su luz, así
solo quede de ella un lejano resplandor, pues es esa luz la
que me indica hacia dónde caminar. Aunque, lo confieso,
a veces la ignoro, y escojo, ciego, rutas en las que no hago
más que tropezar.

Creo, por consiguiente, que muchos de los cientos de


muertos de Villatina aún viven en los miles de los suyos
que aún los recuerdan, como yo a los míos. Viven en
aquellos que los sueñan, y les susurran a sus oídos
116
invisibles diciéndoles que hicieron cosas maravillosas que
dejaron en sus vivos huellas indelebles. Algunos de esos
muertos, incluso, no queriendo ser olvidados, según pude
indagarlo entre quienes hoy habitan el barrio, se siguen
manifestando en el camposanto, aunque cada vez con
menos frecuencia.

Cuentan de una señora que, en algunas noches,


tranquila, pausada, camina descalza la loma de arriba a
abajo, de abajo a arriba, quizá buscando impaciente a su
esposo sobreviviente, a su hijo mayor, a alguna de sus
amigas o, sencillamente, camina tratando de encontrar
entre los escombros de recuerdos desleídos sus chanclas
de flores que compró en el viaje a Coveñas con los de la
natillera, su cepillo viejo que siempre quedaba lleno de
pelos cuando se peinaba, su radiecito de pilas que la
acompañaba en las mañanas de radionovelas mientras
hacía los oficios del hogar, sus ollas aún calientes con el
sancocho de gallina que estaba a punto de servir, en
aquella tarde soleada, para celebrar el ingreso del hijo
menor a la Policía.

Cuentan del eco lejano de un toc-toc-toc, producido,


al parecer, por el martilleo persistente de un señor que,
décadas después de haber partido, insiste en terminar de
construir la loza del segundo piso de su casa, sintiendo
quizá que aún puede ser tiempo de ampliarla, alquilar el
nuevo espacio para mejorar sus ingresos y poder así
pagarle al banco la deuda del crédito hipotecario, o
comprarse un carrito para hacer colectivos del centro al
barrio y del barrio al centro, o montar un granerito como el
de don Raúl o un almacencito de cachivaches como el que
montó su cuñada en Barbosa. Nunca lo han visto, pero
suponen que es aquel vecino que la tragedia sorprendió
117
trabajando, armando andamios, mezclando cemento,
cargando arena, filando ladrillos.

Y cuentan de una niña, Marisol Guzmán tal vez, que


en cada 27 de septiembre se sienta bajo un mango joven
retoñado después de su muerte y mira hacia la ciudad que
no pudo verla crecer. Cuentan que quienes han estado
cerca cuando se hace ver, la escuchan tararear canciones
infantiles y hablarle a otros seres inmateriales que al
parecer la acompañan y comparten con ella sus juegos
inocentes. Y quizás, desde su lúgubre liviandad, sueña y
cree que algún día las condiciones de su gente mejorarán y
su barrio podrá ser al fin el barrio tranquilo, próspero y
feliz que todo niño merece para crecer.

Sin embargo, aunque algunos de los muertos de


Villatina aún viven en la memoria de los suyos, la mayoría
de ellos son solo cifras frías que intentan dar trascendencia
a cientos de documentos olvidados en archivos oficiales
que ya nadie lee. La mayoría de ellos son solo parte de las
miles de estadísticas estériles que muestran las realidades
de esos seres marginados y olvidados por el mundo. Seres
que, con algo de suerte, como máximo alcanzarán a ser
parte de una simple anécdota, de una crónica, de una
historia que alguien querrá contar, intentando quizá lograr
que lo ocurrido en aquel barrio sirva para crear conciencia
del entorno desigual en el que ellos vivieron en el 87, y
aún viven y vivirán por siempre los que fueron “los
suyos”.

118
14 – AGRADECER LO SIMPLE

Charlas con don Arturo (5)


Diciembre 22 de 2012; sábado

En mi quinta reunión con don Arturo, dos días antes


de la navidad de 2012, no pude disimular mi sorpresa al
verlo abrirme la puerta con su atuendo de siempre –con
tenis rojos–, complementado por un gorro de navidad con
letras doradas que decían “Merry Christmas”.

—¿Y eso, Sir Arthur? —le pregunté.


—Celebrecion, Gringo, celebrecion. Hay que celebrar
—me dijo—. Y como yo ya soy casi bilingüe, tengo que
demostrarlo con este letrero en la frente; ¡quite, Gardel!,
no moleste.
—Déjelo, tranquilo. Él solo me ensucia la camisa y se
va —le dije, medio en broma, medio en serio.

Entramos a la casa. Me llamaba siempre la atención


que a esa hora, cuando cualquier vivienda está
desordenada y con el piso sucio, esta ya parecía aseada y
ordenada por un escuadrón de empleados. Atravesando el
corredor alcancé a escuchar el susurro hogareño de un
villancico en un radio de la cocina, y vi con agrado varios
adornos y arreglos navideños apropiados para la época,
dispuestos aquí y allá con sencillez y buen gusto: un
arbolito discreto al lado del comedor, un papá Noel en el
patio, guirnaldas sobre los marcos de las puertas, adornos
119
de ángeles en cada puerta. Pasamos al fin al consultorio-
oficina, ambientado por el tango gardeliano, que cambió
luego don Arturo por su música de trabajo.

Continuando con el tema del inicio, le dije,


sonriendo:

—¿Ese gorro no le quita autoridad con sus pacientes?


—Puede ser, Gringo—contestó—. Pero en realidad
yo hace añitos dejé de preocuparme por tener autoridad
con nadie… ni en mi casa tengo autoridad; pregúntele a mi
señora y verá que aquí se hace “solo lo que yo obedezco”.

—¿No le gusta la autoridad, Sir Arthur?


—Claro que me gusta; a todos nos gusta, pero trato de
evitarla. Tener o mostrar autoridad es pura gana de
sentirse importante.

—¿No le gustaría ser importante?


—También me gustaría, pero espero nunca serlo. Eso
no sirve para nada—señaló—. Cuando somos o nos
sentimos importantes, o buscamos ser importantes,
dejamos de ser nosotros mismos. Nos volvemos un
puñadito de apariencias, que hacen que se oculte la
lucecita que todos llevamos dentro cuando nacemos, y
que, a medida que crecemos, vamos cubriendo con capas
de miedo, de falsa autoridad, de orgullo. Y lo triste es que
esas capas solo se quitan cuando estamos al borde de la
muerte o en situaciones de crisis, que es cuando dejamos
el orgullo y nos damos cuenta de que no sirven para nada;
solo se quitan cuando volvemos al principio y entendemos
que con lo único que morimos es con lo que teníamos
cuando nacimos, o sea nada. Solo al ver la calavera lista
para llevarnos al papayo nos damos cuenta de cuánto
120
hicimos para aumentar o disminuir esa luz del ser, la luz
espiritual, la esencia. Yo creo que por eso es que la gente
que estuvo casi muerta dice que vio pasar la vida como en
una película; porque Chucho los pone a hacer un recuento
de lo que hicieron, para que ellos mismos hagan su propio
juicio final. Fíjese y verá que todos los que viven esa
experiencia se vuelven mejores personas; …porque viendo
esa película se dan cuenta de si la habían embarrado o no
en su vida, y arrancan de ahí en adelante a enderezar su
camino y a meterle luz a lo que venga.

—¿Alguna vez vio su película, Sir Arthur?, ¿ha


estado al borde de la muerte?
—Mi película no, Gringo. Pero sí he visto otras
películas de mi gente, y he sentido a la muerte
respirándome al cuello y haciéndome señitas, con ganas de
quitarme este cuerpecito. Digamos que he tenido que
morir a la vida que antes tenía varias veces, y volver a
nacer en otra vida. Con lo que me pasó con mi familia, mi
vida se acabó; me tocó volver a nacer. Y en ese momento
pude ver cómo estaba mi luz. Solo al perder todo lo que
tenía significado para mí, pude ver lo que era mi vida y
tuve que entender que lo más importante no es lo externo a
uno, sino lo que es uno por dentro. Si la luz interior de uno
no brilla, nada de lo que uno tiene o cree tener tiene
sentido; esa luz es la lamparita que deja ver todo lo otro.

—¿Lo que uno tiene o cree tener? ¿Qué quiere decir?


—Recuerde que nada de lo que usted cree tener es
suyo. Piénselo: en un día, en un minuto, en un segundo,
usted puede perder todo lo que dice que es suyo y quedar
en cero. Puede perder su familia, su trabajo, su casa, su
salud. Y si le pasa, y espero que no le pase, se da cuenta de

121
que lo único de verdad suyo, es la luz interior. Haga crecer
esa luz, Gringo, esa es su única riqueza.

Para las reuniones con don Arturo yo llevaba un


listado de temas a tratar, relacionados todos con Villatina.
Sin embargo, en los diálogos espontáneos que él iba
desarrollando, en los que a veces parecía que yo fuera su
entrevistado –o su alumno–, iba hilando historias y
reflexiones que más parecían lecciones que narraciones de
una vida trágica. Aunque en principio no supe si incluirlas
en el texto por considerarlas ajenas a mi objetivo, con el
transcurrir de mi escritura me fui dando cuenta de que lo
que aquel señor decía era tan válido como su misma
realidad pasada. Ello me llevó a darle gran
preponderancia a sus palabras, y anotarlas literalmente.

—¿Cómo fue su rutina el día de la tragedia, una vez


salió de su casa?

Don Arturo se levantó y caminó hacia su escritorio;


segundos después volvió con una baraja que no le había
visto antes. Se sentó de nuevo en la poltrona, extendió
sobre la mesa una de sus telas –estampada con una
hermosa representación gráfica polícroma del universo–,
revolvió, sacó una a una varias cartas, las puso sobre la
tela en un orden que solo él sabía qué significaba y las fue
interpretando en un susurro incomprensible.
Seguidamente, como si hubiera terminado de recibir algún
mensaje, las recogió y las guardó de nuevo en la caja. Yo,
entre tanto, permanecí en silencio observándolo a él
manipular con destreza de prestidigitador sus
herramientas, e intenté percibir –igual que algunas otras
veces– alguna energía de carácter paranormal, espectral
122
quizá, que me hiciera sentir partícipe digno de aquel
entorno a veces extraño, irreal, quimérico, tal vez; por
supuesto, no lo logré.

—¿Qué fue lo que acabó de hacer? —le pregunté.


—Es que cuando usted me preguntó por ese día, sentí
a la niña… ¿no la sintió? —me cuestionó.
—No, señor —precisé. Y sentí, no sé si por auto-
sugestión o por mi intención previa de sentir algo, un
escalofrío recorriéndome la espalda y una extraña
sensación de ser observado.
—Ahora sí la sintió, ¿cierto? —detalló él, sonriendo,
al verme incómodo—. Deje que pase eso, Gringo;
permítase sentir. Esas son las percepciones que los
humanos sentimos, pero que intencionalmente
desechamos; sea porque no las entendemos, o porque nos
dan miedo. Nos mantenemos alertas para escuchar al tonto
interior que nos invita a pelear, a dañar, a enredarnos la
vida, pero no escuchamos las voces que nos dicen cosas
buenas.
—¿Para qué las cartas? —insistí dándome la
bendición.

Él sonrió al verme persignarme. Casi al tiempo me


imitó y, a manera de burla, arrugó la frente y torció la boca
y el cuello, simulando ser un zombi o un poseído.

—Para preguntarles qué querían decirme ellas o


Maricita, o qué querían que le dijera a usted —señaló
bajando la voz casi a tono de secreto, y haciendo
paréntesis con sus manos alrededor de la boca.
—¿Qué le dijeron? —inquirí yo.
—Que usted se va a morir mañana —afirmó,
mirándome con seriedad, directo a los ojos. Pero apenas
123
vio mi reacción, mi impacto, soltó una fuerte carcajada
que acabó de descomponerme. —Mentiraaaas, Gringo —
continuó, riendo con más ganas—. Relájese, que es una
bromita. Me aclararon que usted es buena gente y que le
hable tranquilito de lo que quiera.
—Uy, Sir Arthur —le reclamé—, no bromee con eso,
hombre. Me asustó.
—Tranquiiiloooo... si ella o las cartas me hubieran
hablado de eso, yo jamás se lo habría dicho a usted.
Además, Marisita nunca me diría cosas de esas. De pronto
las cartas, pero tampoco se lo diría.

—Hasta que me llamaron a avisarme, todo en el día


de la tragedia había sido normal —continuó, respondiendo
a mi pregunta de antes—. Lo único extraño ese día, y que
me tuvo preocupado durante toda la mañana, fue lo que le
comenté antes: …la insistencia de Marisol con lo de los
monstruos esos. Yo llegué a La Mayorista como 20
minutos tarde, y don Joaquín, el vigilante, estaba furioso.
—Ya me iba a ir, Arturo —me regañó—. Vea: don Elías
llamó y le dejó razón de que le dé una pintada a la puerta
grande de la bodega dos, para aprovecharla cerrada porque
hoy no vienen camiones, y para que alcance a secarse de
aquí a mañana; que usted sabe dónde hay escalera, pintura,
disolvente y brochas —y arrancó, volado, casi sin
despedirse.

—¿Acaso no era de vigilante que debía estar ese día?


—consulté.
—Sí. Pero es que don Elías no me podía ver sentado,
porque ahí mismo me ponía algún oficio —explicó—. Y
me dio una piedra tremenda, porque había planeado
sentarme a leer todo el día. Pero como al patrón había que
correrle, organicé materiales y me puse a pintar la puerta.
124
Primero le di una mano por dentro, y después, como a las
diez, me fui para afuera a seguir voleando pintura; dejé la
puertica de personas abierta, para entrar si sonaba el
teléfono, ya fuera porque el patrón necesitara algo o por si
me llamaba Claudia. De casualidad, ese día estaban
haciendo inventario en la bodega del lado, y como yo era
amigo de varios de ahí, compraron boquifrías para todos,
pusieron música y ahí se nos fue yendo el tiempo,
trabajando y chacoteando.

—¿Sonó el teléfono?
—Sí. Primero sonó como antecitos de las once, que el
patrón llamó a pasar revista y a avisarme que antes de las
cuatro me recibía otro de la empresa. Y al rato llamó
Claudia, despuesito de la una, a contarme que la misa
había estado muy bonita, que el cura había hablado
hermoso, que los niños estaban divinos, que en la piñata
de Jeison no cabía un alma, en fin, todas esas cosas que
cuentan las mujeres.

—¿Le habló de Marisol?


—¡Pues claro! —contestó—. Me contó que el manejo
de la niña había sido un problema esa mañana. Que la
había tenido que vestir a la fuerza, llevarla a las malas a la
misa, y que después no se había querido quedar en la fiesta
de Jeison; y que entonces a ella le había tocado quedarse
en la casa para acompañarla, dizque porque quería estar en
la terraza.

—¿Será que de verdad se quedó hasta el derrumbe?


—Yo creo que sí, Gringo —continuó—. Porque
cuando Claudia me llamó, acababa de bajar de la terraza
de darle el almuerzo allá, pues se le ranchó en que no iba a
bajar a nada. Además, hay otra cosa que hace pensar que
125
sí: recuerde usted que el cuerpo de ella quedó en la parte
de abajo del tierrero, que era muy abajo de donde
vivíamos nosotros, mientras que los de mi señora y los
niños quedaron en la parte de arriba del derrumbe. Pues,
según me explicó a mí una vez un ingeniero de la
Alcaldía, parece que la avalancha derrumbó la casa desde
la base y la loza de la terraza se deslizó con la tierra hasta
abajo. Marisita, como me contó que soñó, parece que de
verdad esperó y miró a los monstruos a los ojos.

—¿A usted quién le avisó? —pregunté.


— Lucrecia, mi cuñada; …al rato de que se vino el
morro —indicó.
—¿Qué le dijo?
—Yo ni me acuerdo bien, porque ella era a los gritos.
Algo como que “…se vino la loma, Arturo, se vino la
loma; …se murieron todos, no encuentran a los niños”.
Yo le decía que se calmara y me explicara, pero ella no me
oía y seguía gritando como loca, hasta que se cortó la
llamada. Ella estaba llamando de un teléfono de una casa
de muy abajo, porque todos los cables de luz y teléfono
del barrio se cortaron. La casa de mi suegra y Lucrecia
quedó como a 20 metros del final del derrumbe; por nada
se van ellas también.
—¿Usted qué hizo?
—Yo tiré todo lo que tenía, le pedí a uno de los
vecinos de allá que recogiera y cerrara, y arranqué para
allá en esa moto como perro envenenado.

—¿Qué sintió cuando supo?


—¿Usted tiene familia, Gringo? —me cuestionó.
—Si, señor —contesté, y, cuando iba a continuar
hablándole sobre ella, me interrumpió:

126
—Pues imagínese ya… un día cualquiera, como hoy;
…porque así me pasó a mí; …imagínese que ahora
mismito reciba una llamada y le digan que pasó algo y su
barrio ya no existe. Imagínese irse ahora a buscar a esa
familia que dejó esta mañana enterita y al llegar no
encuentre barrio, ni casa, ni familia, ni nada —dijo,
mirándome a los ojos. Luego bajó la cabeza y continuó—.
Aunque mejor ni trate de imaginarlo, Gringo; nadie puede
sentir eso sin que le pase.

Hizo silencio, chupó ambil y comió una cucharada de


mambe.
No pude evitar intentar imaginar esa situación. Me
quedé callado y perdí el hilo de la conversación.

—Pero no le voltee a eso, Gringo —señaló, cuando


me vio pensativo—. Por mucho que le piense, uno nunca
alcanza a imaginarse cómo es. Mejor sigamos
conversando, y agradezca. Agradezca por esa familia, por
ese barrio en donde vive, por esa casa. Y no solo
agradezca por esas cosas que ve como importantes en su
vida. Agradezca también por las cosas simples, que a
veces vemos como pendejadas o como cosas inútiles, y
que solo valoramos cuando las perdemos: cosas como
hablar, como dormir una noche entera, como tomar agua,
como comerse un chicharrón, como bañarse.

Don Arturo, como si lo que acababa de narrar hubiera


sido algo cotidiano, hizo una pausa, recogió las cartas y,
cambiando su semblante, mencionó algo gracioso que
recordó. Me dijo, sonriendo:

—Es en serio, Gringo; agradezca también por las


cosas simples; que no le pase lo que le pasó a don Popó.
127
—-¿A don qué? —dije, impactado por el abrupto
cambio de tema.

—Imagínese que yo tengo un paciente al que le digo


don Popó —continuó, con expresión relajada.
—Cuénteme.
—Él es un tipo con muchísima plata. De esos que
tienen varias empresas, casas, fincas, y se mantienen en
Europa y Estados Unidos. Lo conocí hace varios años, una
vez que vino a consulta, recomendado por la esposa de
don Elías. Pues este señor, desde que llegó, no hizo sino
hablar de plata y decir que necesitaba más plata: …“que
aquella empresa no iba bien, que esta otra era la mejor,
que acababa de comprar una en Argentina, que le había
regalado un BMW a la señora, que le había comprado un
apartamento en Miami a la hija...”; en fin, plata por aquí y
plata por allá. Pues yo lo dejé hablar y hablar hasta que se
cansó. Entonces le pregunté a qué había venido, a lo que
contestó que él quería saber si le convenía meterse en un
negocio muy grande con unos alemanes. Yo me quedé
callado, saqué mis cartas y le pregunté: “¿…usted por qué
no es feliz?”. Pues le cuento, Gringo, que ese hombre era
más serio que un revólver y, sin embargo, se puso más
serio todavía, y no dijo ni pío. Yo seguí mirando mis
cartas y le dije: “…pues yo no sé si ese negocio le
convenga o no. Pero lo que yo veo es que usted tiene otro
negocio más grande qué arreglar”. El tipo cambió otra vez
la cara, de serio a bravo, y me preguntó: “¿…uno más
grande que el de los alemanes? ¿aquí en Colombia o en
dónde?”. “En su casa y en usted”, le contesté, y no volvió
a hablar más. Yo le insistí en que él estaba mirando solo el
mundo de afuera, y por estar pendiente de conseguir más
plata que nunca iba a alcanzar a gastarse, no estaba viendo
su mundo interior y su mundo cercano, que era por el que
128
más debía ocuparse y agradecer. Le pregunté: “¿…usted
agradece el sol, agradece el saludo de sus hijos, agradece
por poderse reír –cuando alguna vez se ríe–?”.

—¿Eso le dijeron las cartas que le preguntara? —


cuestioné yo.
—Pues en parte sí y en parte no —aclaró don
Arturo—. Yo primero lo leí a él y su vida detrás de sus
historias; y después el tarot y Marisol me dieron la clave
para arriesgarme a llegar al fondo de su ser y encontrar lo
que él necesitaba que le dijera.

—¿Eso es magia, Sir Arthur? —pregunté.


—Magia es todo, Gringo —respondió—. Magia es
que usted y yo estemos aquí, magia es que esté de día,
magia es ver la luna, magia es todo. Y mientras más
simple sea algo, más mágico es.

—¿Algún día me enseña magia? —le pedí, con


intención de broma.
—Cuando quiera, Gringo, cuando quiera; aunque
todos sabemos magia desde que nacemos, pero hacemos
tantas cosas para que se nos olvide, que al fin se nos
olvida —afirmó—, pero venga le sigo contando la historia
de don Popó: …el cuento es que a este hombre no le gustó
mucho que yo no le hablara de sus negocios y alegó que,
de haber sabido que yo le iba a decir que diera gracias
hasta por “mear”, se hubiera ido para donde un cura, que
al menos no cobraba.

—¿Le pagó la cita? —consulté.


—Yo le dije que no me pagara, pero él se paró,
furioso, puso unos billetes sobre la mesa y se fue.
Imagínese pues por lo que se preocupaba ese hombre. Así
129
somos los humanos; nos dañamos la vida preocupándonos
por pendejadas que a nada nos van a llevar. Aquí vienen
personitas amargadas que porque el perrito ladra mucho o
porque no ladra casi; que porque no han podido comprar
carro o el que tienen ya está feíto; que porque se sienten
viejos a los 50; que porque la vecina es más linda que ella
o el vecino tiene más plata que él. La gente se amarga por
carajadas o cosas que no tiene, en vez de mirar lo que es y
aprovechar lo que tiene, para disfrutar más este paseo. Los
humanos no entendemos que este paseo es muy cortico
como para perdérnoslo en lo que, igual, cuando nos
vayamos, aquí vamos a dejar.

—¿Por qué lo de don Popó? —insistí.


—Oiga pues lo que pasó: …resulta que el hombre no
volvió a dar señas de vida como hasta ocho meses
después, y, un día cualquiera, mi esposa me contó que
había llamado varias veces a pedir cita urgente; que por
favor se la diera ojalá para ese mismo día, y dejó un
teléfono para responderle. Yo le dije a mi señora que
bueno; que lo llamara y le dijera que lo recibía a las seis
de la tarde, apenas terminara de atender gente. El señor
llegó muy puntual, pero le tocó esperar casi una hora,
porque me retrasé con las citas de ese día y además lo hice
esperar otro ratico para ver cómo lo tomaba. Me saludó
súper amable, como si fuera otro. Yo me extrañé y lo hice
pasar.

—¿Qué quería?
—Que hiciéramos una ceremonia juntos, para darle
gracias a la vida por haber hecho popó —apuntó don
Arturo, y soltó una fuerte carcajada.

—¿Y eso? —cuestioné yo extrañado.


130
—Pues imagínese que a los poquitos días de mi
primera reunión con él, le dio una cosa intestinal que no le
entendí bien qué era, que dizque se le complicó y lo llevó
a una cirugía de mucho riesgo. No se sí fue que una
infección le perforó las tripas o qué, pero el caso es que le
cortaron parte del intestino y le tuvieron que abrir un
hueco en la barriga para que siguiera haciendo sus
necesidades por ahí.
—¿Una colostomía?
—Ni idea; pero seguro que fue eso —respondió—, lo
que sí sé es que estuvo varios meses en esas y apenas lo
habían vuelto a conectar hacía unos días. Que dizque
había salido del hospital el día anterior y ese día en la
mañana había sido la primera vez en mucho tiempo que se
sentaba en su sanitario a hacer eso que siempre había
hecho, pero nunca había agradecido.

Estuvimos unos minutos burlándonos de la situación


y recreando la historia de ese señor.

—¿Y de verdad cambió? —le pregunté.


—Usted no se imagina lo que es ese señor ahora —
continuó—. Viene mínimo una vez al mes y ya hablamos
es de su familia, sus sueños, sus cosas simples que antes
no veía y nunca agradecía. Claro que también hablamos de
sus negocios y hasta tiramos tarot a ver qué le
recomiendan los maestros, pero ya sin esa mortificación
que mantenía antes. Las citas con él son unas
conversaciones chéveres, en las que pasamos hasta bueno
desarmando y armando el mundo. Para acabar de ajustar,
él no sabía mi historia y, apenas la supo, entendió más este
asunto tan loco que es vivir. Lo más charro es que desde
eso yo le digo “don Popó”, y él me dice que por favor lo
131
respete, pero igual se ríe y se burla de sí mismo;
imagínese, yo diciéndole así a ese señor, que se mantiene
como postre de vitrina. Siempre que lo saludo le pregunto,
molestándolo: “¿y cómo le está fluyendo la vida?”; y él
me contesta, también charlando: “...suave, blanda y
placentera, gracias a Dios”, y se echa la bendición.

Luego de reírnos por unos instantes más de la


historia, nos despedimos, aclarando que nos veríamos de
nuevo a finales de enero, pues él tenía pendiente un viaje a
Cali con su mujer hasta mediados del mes, y yo había
planeado mis vacaciones también fuera de la ciudad, del
diez al 23.

Así, deseándome “merri crisma y japi nu yer”, don


Arturo se puso de nuevo su gorro de Papá Noel, extendió
sus brazos y me dijo:
—Venga un abroso, Gringo.
—¿Un qué? —pregunté pensando que se había
equivocado.
—Un abroso, Gringo —reiteró—, “…un abrazo de
oso” —concluyó dándome un apretón fuerte contra su
pecho, forzándome a acercarme hacia el lado derecho, que
para que juntáramos los izquierdos, “corazón con
corazón”.

132
15 – LA MUERTE VIVA

Charlas con don Arturo (6)


Enero 26 de 2013; sábado

—¿Qué hizo usted luego de la llamada de Lucrecia,


Sir Arthur? —fue la primera pregunta que hice a don
Arturo sobre su historia de Villatina, ya ubicados en las
poltronas, tras su “abroso” de saludo y el ritual de inicio, y
luego de habernos contado apartes de nuestras vacaciones
y el período navideño.
—A lo que vinimos pues, Gringo —contestó, pero, en
vez de seguir hablando, hizo pausa, se puso de pie y fue
hacia su biblioteca. Tomó una caja de madera, la puso
sobre el escritorio, la abrió y sacó algo que en principio no
supe qué era, pero luego me di cuenta de que era un
paquete de tabacos.
—¿Tabacos? —le dije—. Esa sí no la sabía …¿usted
fuma?
—Pues fumar, fumar, no, Gringo —contestó—. Y
mucho menos cigarrillo, para que no vaya a pensar mal.
Fumo a veces tabaquito en casos extremos; y por lo que
veo, hoy va a doler.
—¿Por qué en casos extremos?
—Porque para mí, pero solo para mí, que conste, esta
es la presentación de esta medicina que permite el máximo
nivel de conexión—contestó—. Y con lo que vamos a
hablar hoy, necesito máxima conexión.

133
Antes de sentarse de nuevo, encendió los velones que
seguían apagados –usualmente solo encendía dos, máximo
tres–. Ya en su poltrona, sacó uno de los cigarros, lo
despicó, prendió un fósforo largo de madera, le pasó el
fuego al tabaco por los lados para sellarlo, se lo llevó a la
boca y lo prendió, al tiempo que se lo ofrecía a la tierra y a
sus seres del más allá. El primer humo, de olor delicioso,
me hizo viajar a mi lejana infancia y entender, durante un
segundo, que pasado, presente y futuro son solo un
instante; me hizo recordar aquel humo dulce de las pipas y
los tabacos de brevas de mi padre; aquel olor a tertulia, a
familia, a hogar; aquellos tiempos sin afanes carentes de
pasado y con todo el futuro por crear; aquellos mundos de
inocencia en los que solo inquieta el instante presente.
Don Arturo fumó en silencio durante dos, quizá tres
minutos, en los que no quise interrumpirlo; ni quise
interrumpirme. Luego, retomó mi pregunta:

—Yo salí de La Mayorista a lo que daba esa moto—


comentó—. …De milagro no me maté por la autopista.
Como no le entendí muy bien a Lucrecia, imaginé que se
había venido si mucho un barranco o se había salido la
acequia; pero apenas empecé a ver ambulancias que me
pasaban, voladas, y sonaban sirenas por toda la ciudad, fui
entendiendo que la cosa era en serio; …y eso que en los
ochenta la violencia en Medellín era tan verraca, que oír
una sirena en la calle era tan normal como tener ombligo.
Pero me di cuenta de verdad del tamaño del derrumbe,
cuando fui llegando al centro y vi que desde muy, muy
lejos del barrio, se alcanzaba a ver la herida de tierra café
que marcaba el verde de la montaña. Parecía que le
hubieran sacado al morro una tajada con un cuchillo
carnicero gigante. Yo iba por calles con edificios a los
lados y no siempre alcanzaba a ver la parte del morro en
134
donde quedaba el barrio; había momentos en que lo veía y
trataba de calcular qué tan abajo había llegado la tierra
derrumbada pero, como iba rápido, no podía ver nada
claro; además, dejé de tratar de mirar porque, en una de
esas, la ambulancia que iba delante de mi frenó, y casi me
le estrello por detrás; alcancé a darle un golpe al bomper
trasero pero, en esas carreras y ese desespero, a nadie le
importó.

—¿Sintió tristeza desde ese momento?


—En ese momento, todavía no. Al principio yo
estaba era bloqueado, como trabado, como que ni pensaba.
Parecía como si estuviera anestesiado; yo creo que si me
hubieran preguntado algo ahí, hubiera contestado con la
lengua pesada, hinchada, como picada de avispa. Pero
llegó un momento en que, sin quererlo, cuando empecé a
subir para el barrio y ver que la calle que lo lleva a uno
allá parecía un desfile de ambulancias, carros de policía,
bomberos, prensa y defensa civil, sentí como un ardor en
el pecho, como un frío en la nuca, como una soledad de
niño abandonado, que no sabría cómo explicársela; ahí me
empecé a quebrar, del miedo tan verriondo que sentí, y me
puse a llorar como un culi-cagado. Es que eso es muy
diferente cuando usted ve que le pasa a la gente que no es
suya, a cuando le pasa a usted y a los que usted quiere. Por
algo dicen que cachetada en cuero ajeno no duele. Usted
ve ese despelote en cualquier parte y hasta le dan ganas de
chismosear, de tomar fotos, de sentarse con la familia a
brujear y a comerse un fiambre. Cuando eso no es con
usted, parece como una película de acción, porque las
sirenas, las caras de terror, la chilladera de la gente, la
desesperación de los dolientes, le hacen acelerar a uno el
corazón y hacen que a uno le dé como un sustico raro y
hasta bueno; por eso es que cuando hay un muerto tirado
135
en la calle se hace tumulto, por eso es que cuando hay un
accidente se hace taco de carros que pasan despacio con
ventanillas abiertas, por eso nos gustan las noticias de
tragedias, porque ver esas cosas hace sentir una cosa rara,
como mezcla de tristeza, pesar, aburrimiento y, a la vez,
alegría, tal vez porque uno no es el herido, el muerto o el
dolido. Pero cuando ese desfile de luces y sirenas va para
donde uno sabe que está su casa, uno quiere ir más rápido
que todos a ayudar; cuando esas caras de terror, ese llanto
y ese desespero son de gente conocida y, peor todavía, de
gente querida, a uno se le parte el alma en dos, se le
acaban las ganas de vivir; uno se siente olvidado por Dios
y La Virgen.

—¿Se demoró mucho en llegar?


—No creo, aunque en realidad no sabría decirle. Yo
me perdí en el tiempo; desde que empecé a subir en la
moto hacia el barrio, mi tiempo se descontroló, se
enloqueció. A veces pasaba exageradamente rápido y a
veces demasiado lento. El viaje hacia el barrio se me hizo
eterno, doloroso; pero apenas llegué y empecé a ver
muertos, y a buscar y a encontrar a mi familia, todo se fue
como en un segundo. Cuando menos pensé, ya eran las
10:00 de la noche y estaba cuidando los cuerpitos de mis
niños y rezando con la gente del barrio. Y después el
tiempo se paró y se hizo lento y pesado hasta que
encontramos a Claudia, y luego más lento aún hasta que
encontramos a Maricita. Y ahí fue cuando yo empecé a
beber y me enloquecí durante varios meses. No sé si a
todo el que le pasa una tragedia se le enloquece el tiempo;
pero a mí me pasó así. Y hasta los años después de eso
han sido extraños, me parece increíble que ya hayan
pasado 25 años de haber enterrado a mis muertos; tenga

136
presente, Gringo: el tiempo de muerto es más rápido que
el de vivo.

Notablemente conmovido, cada uno o dos minutos


quizá, don Arturo hacía pausa, chupaba su tabaco, botaba
el humo sin aspirarlo y seguía hablándome mientras
miraba con atención la ceniza que se acumulaba en la
punta del cigarro y el humo que acababa de botar,
dialogando tal vez con esos seres presentes solo de
espíritu; invisibles, sordos y mudos para mortales del
común, pero claros interlocutores para él. Insistente, yo
trataba de ver alguna figura comprensible en la ceniza o
alguna señal evidente en el humo, pero, al parecer, la
comunicación estaba vetada para mí. Él, sin embargo,
mientras hablaba y fumaba analizaba con atención suma
los quiebres geométricos de los minúsculos trozos de hoja
quemada antes de caer, los destellos seductores de la hoja
aún encendida dentro del cigarro y las formas sinuosas del
humo que, sugestivo, se detenía unos instantes en nuestro
aire cercano y subía al fin hacia el techo para fugarse por
entre las hendijas de ventilación del consultorio.

—En realidad no creo que me haya demorado mucho


subiendo, porque afortunadamente me fui detrás de una
ambulancia y la calle parecía que fuera solo para
nosotros—continuó don Arturo—. Pasábamos semáforos
en rojo y no hacíamos pares en ninguna parte. Con lo que
recordaba que me había dicho Lucrecia de que no
encontraban a los niños, yo tenía miedo de que hubiera
ocurrido lo peor; pero rezaba sin parar y me decía a mí
mismo que, con seguridad, el derrumbe no había tumbado
mi casa o que, si la había tumbado, Claudia y los niños
estaban donde mi suegra o en cualquier otro lado; me
inventaba cualquier cantidad de historias que me
137
ilusionaran con la supervivencia de mi familia, pero de
esperanzas vive el hombre y muere de desilusiones. Cada
vez el camino se iba estrechando más; los que íbamos
subiendo parecíamos en una carrera de ciclismo, con toda
la gente a los lados mirando y saludando, pero con cara de
lástima y malas noticias. Si eso hubiera sido en la
madrugada, hubiéramos muerto sólo los que vivíamos en
las casas tapadas, pero como había una piñata al frente de
mi casa y una velación en la cuadra de atrás, que también
se tapó, murió gente de todo el barrio. Pareció como si el
morro hubiera querido llevarse uno, dos o más por familia,
que de todas las familias cayera alguien; como si hubiera
querido que todo el barrio llorara. Llegamos a un punto,
más o menos a cuadra y media del derrumbe, en donde la
ambulancia se orilló cerca de unos señores de la Cruz
Roja, y a mí me pararon. “Solo gente del barrio y
Alcaldía”, me dijo un soldado detrás de la primera cinta
amarilla. Yo tiré la moto y, sin decirle nada, pasé por
debajo de la cinta y arranqué a correr en medio de ese
gentío; yo creo que el soldado me vio tan desesperado, que
por eso me dejó seguir sin preguntarme nada. Como la
calle que habían cerrado para llegar al derrumbe y
parquear carros no era de subida a la montaña sino de las
que la atraviesan de lado, uno no veía el tierrero y el
desastre hasta que llegaba a la esquina de la cuadra donde
vivía mi suegra. Pero aun así, desde esas cuadras que
atravesaban las lomas se sentía la tragedia: todos gritaban,
todos lloraban, todos rezaban, todos parecían borrachos.
Desde antes de llegar al derrumbe uno ya estaba en un
manicomio espantoso que lo preparaba para el infierno
que había al dar la vuelta de la casa de doña Ruth.

—¿Alguien le habló antes de llegar al derrumbe?

138
—Muchos, pero solo recuerdo que me decían “tus
niños, Turito, tus niños”; yo trataba de preguntar qué había
pasado con ellos, pero no me salían las palabras. Antes de
llegar a la esquina vi el primer carro con cadáveres; era un
“picod” azul. El volco estaba abierto y, aunque me dije
que ahí no podía haber nadie de mi familia, de todas
maneras paré a mirar quiénes eran los muertos, porque al
lado del carro había pura gente conocida viendo hacia
adentro. Como le decía: todos llorando, todos a los gritos.
Me acuerdo que ahí estaba doña Ofelia, como loca,
cogiéndole la mano al cadáver de don Laureano, hasta que
cayó desmayada; eran una pareja de viejitos que vivían
solos, cerquitica a mi casa. Adoraban a mis niños; esos
pelaos llegaban del colegio y fijo doña Ofelia les tenía
paletas, obleas o bocadillo; y el viejito les hacía truquitos
y mis hijos juraban que era mago. La viejita no aguantó la
soledad y se murió al mes.

—¿Encontró a alguno de los suyos dentro de ese


carro?
—No, pero sí vi a varios conocidos …recuerdo a don
Ismael, a Martín, a don Manuel, a doña Eulalia y a los dos
niños de Amelia, que estaba recostada al volco, a los
gritos; ahh, y a don Laureano, como le dije. Me pasó una
cosa muy rara, Gringo: cuando vi los cuerpos de los
adultos, me dio una impresión y una tristeza la verraca;
pero cuando vi a los niños de Amelia, que eran amiguitos
de mis gemelos, me dio un desconsuelo tremendo, un
mareo y un desaliento que casi me hacen morir junto con
ellos; me ardió el corazón al ver esas pulguitas inocentes
ahí estiradas una encima de otra. Uno con los adultos
como que acepta más, porque al menos ya vivieron mucho
y hasta bastantes cagadas habrán hecho, pero con los niños
es otro cuento; la muerte de los niños, además de tristeza,
139
da rabia con el mundo, da rabia con la vida, da rabia con
Dios. Los niños no deberían morirse; yo no sé Dios pa´
qué hace eso.

—¿Qué fue lo que más le impactó de esa primera


visión?
—Las caras de los muertos, como tensionadas, como
estresadas. Y algunas piernas y brazos fracturados,
partidos, doblados por donde no debe ser y para el lado
que no debe ser. También me impresionó mucho la ropa y
las pieles empantanadas. Y ver muchos cuerpos mutilados,
con huesos y tripas salidos. Y todos con ese olor a tierra
de cementerio que se me quedó pegado al alma durante
varios años. Los olores, los olores, Gringo; a uno los
olores como que se le clavan en el cerebro, para seguirlo
atormentando. Yo dejé de comer carne tres años después
de eso. No era capaz; todo me olía a sangre, a tierra, a
mierda, todo me olía a muerto. Y se me quedó grabado en
la mente el cadáver de don Manuel, el vecino a quien le
iba a ayudar a vaciar la loza esa mañana; no tanto porque
me doliera, aunque sí me entristeció, sino porque me
mostró la realidad de horror que me esperaba. Ahí fue
cuando no pude negarme más la verdad, pues era lógico
que si la casa de él se había caído, la mía también. “Tus
niños están en la acera de doña Zuleima, Turito”, me dijo
alguien, no me acuerdo quién.

Don Arturo hizo una pausa más larga que las


anteriores. Chupó varias veces el tabaco, como pidiéndole
fuerza; destapó y chupó ambil y mambe. Se paró, cogió la
caja de fósforos y encendió dos velones que estaban
apagados en la mesita de tres patas. Yo solo lo seguí con
la mirada mientras hacía todos sus movimientos, sin

140
hablarle. Volvió a sentarse. Finalmente se dispuso a
continuar, visiblemente conmovido.

—¿Quiere que paremos y seguimos otro día? —


indagué.
—Tranquilo, Gringo, que esta historia la he contado
muchas veces —contestó—. Lo que pasa es que todavía
me duele. Aunque gracias a Dios no duele tanto como en
ese momento, pero recordarlo mientras lo cuento me hace
revivirlo. Aunque el dolor por el pasado entristece, pero
no duele tanto como dolió antes, cuando ocurrió lo que
causó ese dolor. Además, cuando la vuelvo a contar siento
que la dejo un poquito más atrás, la entiendo, la acepto;
me duele todavía, pero la acepto un poquitico más.

—¿Quién es que era doña Zuleima?


—Mi suegra —explicó—. Como el lugar donde ella
vivía quedó pegadito de la avalancha, los cuerpos que iban
sacando los iban filando en la acera al frente de su casa,
mientras llegaban carros para llevárselos. Los vecinos
sacaban sábanas y trapos para cubrir a algunos pero, como
eran tantos, muchos estaban destapados, con sus caras
tristes secándose al sol.

—¿A quién de su familia encontró primero?


—A Carlos Mario, el Gordito, el mayor —precisó—.
Cuando me dijeron que mis niños estaban donde mi
suegra, yo me olvidé del “picod” azul y pensé en ir a
buscarlos pero, como en ese momento estaba acercándose
otro “picod”, me arrimé a mirar a ver si llevaba conocidos.
Yo me repetía como loco: “…mis niños no, Diosito, mis
niños no…”. El carro paró detrás del otro que acababa
de revisar. Me asomé desde un lado del volco, levanté un
trapo que cubría a varios, y vi a dos vecinos que conocía
141
desde chiquito pero, pensando en mis niños, ya ni me
importó quién estuviera ahí. Definitivamente cuando a uno
le toca aguantar muchas tristezas juntas, las tristezas que
normalmente serían terribles se vuelven casi que cosas sin
importancia. Imagínese: yo vi muertos a mis vecinos
queridos de toda la vida pero, pendiente de mis niños, ni
los despedí, ni me di una simple bendición por sus almas,
ni me importaron; a cada uno de ellos los hubiera llorado
con el alma si se hubieran muerto de a uno. Pero, para que
vea, los vi muertos a todos juntos, y no me importó. Todo
en la vida tiene un “depende”, Gringo; piense en esto: si
yo a usted le preguntara hoy: “¿qué sentiría si le toca ver
muertos al mismo tiempo a 20 o 30 de sus mejores amigos
y vecinos?”, a usted nunca se le pasaría por la cabeza
contestar “depende”. Pues esperemos que la vida no lo
ponga a contestar eso; yo ya lo viví, y si hoy me lo
preguntan, eso contestaría: “depende, porque siempre
puede haber algo peor”. Le sigo contando: apenas me fui
más hacia atrás, levanté una sábana que tapaba los del otro
lado y pude verle apenas la cabecita y los hombros al
gordito, pues el cuerpo de un señor que no distinguí quién
era, estaba casi encima de él. Yo grité como loco, Gringo.
Me monté a la tapa de atrás de ese volco que la tenían
bajada, me paré en la espalda de una señora y corrí a un
lado ese cadáver, con rabia, como si de gusto estuviera
montado sobre el niño. Cuando ya quedó destapado, lo
cargué, lo bajé, y me senté en la acera con él sobre mis
piernas a llorar como La Magdalena. “Mi gordito, mi
gordito…”, gritaba yo, con la vida en pedazos,
queriéndome morir con él.

No pude disimular mi angustia e impresión. Puse mi


libreta sobre la mesita, tapé mi pluma, agaché la cabeza y
142
sequé mis ojos. Nos quedamos en silencio. Don Arturo,
que había narrado sus últimas frases con la voz quebrada,
fumó varias veces, puso el tabaco en el cenicero y se paró
de nuevo; fue a su escritorio, sacó un frasco pequeño con
atomizador y se acercó de nuevo a mí. Se roció las manos,
las frotó una contra otra, olió lo rociado, se untó la frente,
y me lo pasó luego, indicándome hacer lo mismo. El
líquido era como una especie de alcohol, con un olor a
hierbas fuertísimo que, al olerlo y echármelo en la frente,
me hizo estremecer y volver al momento real. No le
pregunté qué era.

—Eso fue bravo vivirlo, Gringo —apuntó antes de


retomar él mismo el tema—. Yo estaba llorando y
acariciando al niño, cuando sentí la voz de Lucrecia, que
venía caminando hacia mí. “…Los gemelos están en mi
casa, Turito”, me habló, con la voz ahogada. —¿Vivos?
—le pregunté, pero ella no respondió nada; se sentó a mi
lado, me abrazó y se puso a llorar; tenía los ojos hinchados
y la cara irritada, se notaba que no había parado de llorar.
Yo recosté mi cabeza en ella como si fuera mi mamá y
lloré lo que nunca en mi vida había llorado. “¿Y
Maricita?”, le pregunté. “…No sabemos nada de ella
todavía; ni de Claudia”, respondió. “¿Y no será que
salieron a hacer alguna vuelta y no saben todavía de esto
tan horrible?”, le pregunté, guardando esperanzas. “No,
Turito, no; estaban en tu casa”. Nos levantamos de la
acera y caminamos juntos hacia la casa de mi suegra, sin
el afán que yo traía antes, pues, con mi gordito en los
brazos y sabiendo lo que me esperaba, ya ni quería ver el
resto de la verdad. Cuando llegamos a la esquina pude
entender lo de los malditos monstruos que la niña dijo, y
pude sentir dos cosas que esos verracos me mandaron
143
desde el infierno, como burlándose de mí: la primera fue
ese olor a tierra que se me metió por la nariz, pero
derechito al cerebro; un olor a pantano fuertísimo. Pero
no olor a tierra mojada, sino un olor que, no sé por qué, le
entraba a uno como si le estuvieran embutiendo pantano
con una bomba y a presión. Yo recuerdo que mi cuadra de
antes del derrumbe, por estar al borde del morro, a veces
olía a tierra fresca, a campo, a hierba húmeda, a montaña;
pero ese día el olor era diferente; no era olor de tierra de
campo, sino de barro sucio, de barro de miedo, de barro de
amargura, de barro del demonio. La segunda cosa que me
mandaron los condenados monstruos esos fue esa imagen
del barrio destruido, que nunca voy a olvidar. Antes uno
llegaba a esa esquina y veía que la callecita trepaba
derechita hacia arriba, hasta terminar en las últimas
casitas; la mía era una de esas últimas, con el barranco
atrás. Pero cuando llegué esa tarde y miré hacia arriba, vi
lo que Marisol vio en sus sueños: …vi a los monstruos
levantándose desde adentro de la tierra, creciendo hacia el
cielo y después bajando por la montaña a toda velocidad,
aplastando y chutando los techos, las losas, las paredes y a
toda la gentecita que había adentro. Les vi los ojos de
pantano amarillo, los cuerpos de barro seco, los puños y
pies de piedra, los dedos de pedazos de troncos. Los vi
destruyendo los hogares, las historias, los futuros y las
ilusiones de todas nuestras familias, de todos esos viejos,
jóvenes y niños, que disfrutaban de un domingo
cualquiera. Imaginé a mi Maricita sentada en la terraza,
esperando a que bajaran a hablar con ella, convencidita de
que esos hijueputas no le iban a hacer daño.

Don Arturo aumentó su frecuencia de fumadas; y el


humo, como queriendo acompañarlo y darle las respuestas
que él siempre había esperado de la vida para entender
144
mejor aquel absurdo, permanecía durante largos segundos
en el consultorio y, aprovechando vientecitos que parecía
inventarse él mismo, antes de fugarse por el techo recorría
cada espacio y hacía espirales, remolinos, círculos, líneas.

—Cuándo usted llegó, ¿ya habían rescatado a mucha


gente?
—Si. Ya habían sacado a casi todos los que quedaron
vivos y a la mayoría de los muchos muertos. Los que se
sacaron después fueron los que estaban debajo de los
escombros; esos los sacaron de a poquitos y, mientras más
pasaba el tiempo, menos encontraban. Yo llegué más o
menos a la hora de haber ocurrido el derrumbe porque,
según me contó Lucrecia, se demoró más de media hora en
llamarme, mientras ayudaba a sacar vivos y después
encontraba de donde llamarme. Cuando yo llegué ya se
habían llevado a muchos; fíjese que por poco se me llevan
al gordito, sin poderlo acariciar y despedir.

—¿A dónde los llevaban?


—Que yo haya sabido, a Policlínica, al anfiteatro y, al
final, al coliseo al lado del estadio, que fue donde se hizo
la misa colectiva al otro día o a los dos días, no recuerdo
bien.

—¿Qué hizo usted al llegar a la esquina, cuando vio


la destrucción del barrio?
—Eso me fue llegando como una pesadilla a pedazos,
y cada pedazo era peor que el anterior—continuó—.
…Primero la noticia, después la llegada al barrio, al
momentico lo del Gordito, después la imagen de los
monstruos. La calle era irreconocible; estaba toda
empantanada y llena de gente que corría para cualquier
lado y gritaba como envenenada: policías, defensa civil,
145
Cruz Roja, ejército, scouts, bomberos, gente del barrio
desesperada, gente con uniformes que nunca supe de qué
eran y hasta una gente rara de blanco que subía y bajaba
como espiando, que alguien dijo que eran extraterrestres.
Eso era otro manicomio en el que cada uno de los locos se
creía el jefe, todos les daban órdenes a todos y cuando
encontraban un cuerpo corrían varios hacia el lugar a
estorbar; y si gritaban que el encontrado estaba vivo era
peor, pues ahí todos corrían como ratas por un queso para
mostrarse como los salvadores. Era un desespero y un
desorden tal, que todo el mundo escarbaba en cualquier
parte con una pala, un balde, una coca o con la mano, y la
tierra que sacaba la echaba al lado; le digo que con
seguridad a mucha gente que quedó a centímetros de la
superficie y la hubieran podido salvar, la taparon más y la
pisotearon por el desespero de abrir un hueco al lado para
sacar a un muerto. Gracias al cielo la casa de mi suegra y
tres casas más arriba estaban enteritas; la que seguía sí
estaba caída a la mitad, y, como al mes, la tuvieron que
tumbar. De ahí para arriba sólo se veían algunos pedazos
de muros y puntas de lozas partidas que salían del tierrero
y se confundían con una mezcla dolorosa de escombros,
piedras y palos. Desde que terminaba el derrumbe hacia
abajo, al lado de la calle, había una fila larga de cadáveres,
acostados uno al lado del otro, tapados casi todos con
trapos y sábanas. Yo supuse que dos de ellos eran mis
gemelitos, pero no me sentí capaz de ir a destapar
ninguno. Ahí fue entonces cuando Lucrecia me señaló al
frente de su casa, y pude ver a mi suegra que limpiaba con
agua de un balde los dos cuerpitos.

Don Arturo hizo de nuevo pausa y agachó su cabeza.


Volvió a chupar ambil, volvió a comer mambe, volvió a
fumar, volvió a echarse el alcohol con olor a hierbas; el
146
aire del consultorio se fue poniendo brumoso, porque el
humo parecía no querer irse. El ambiente se puso denso,
se me taparon los oídos. No sé si fue el humo, el olor a
ambil o el olor a hierbas. No sé si fue real o me dejé llevar
por la sugestión, pero empecé a escuchar susurros y a ver
en el humo formas hermosas que danzaban para mí, al
ritmo de la música apenas perceptible. Mis manos y todo
mi cuerpo se pusieron pesados; entré en un estado alterado
del que solo pude salir no sé cuántos minutos después,
cuando don Arturo me puso la mano en el hombro y me
dijo, con voz fraternal: “Gringo, Gringo… ¿está bien?”.

A pesar de tener aún infinidad de preguntas por


hacerle, después de ese extraño trance no quedé en
condiciones de seguir conversando. Además, no quise
removerle más sus recuerdos en aquella ocasión.

A Claudia la sacaron al día siguiente y a Marisol al


tercer día de cavar y remover escombros, poco antes de
que la Alcaldía tomara la decisión de declarar la zona
como camposanto.
Por invitación de doña Zuleima, su suegra, don
Arturo se hospedó en su casa durante el rescate y los días
posteriores. Unas semanas después, también por
sugerencia suya, y sabiendo que no tenía por el momento
más opciones de vivienda, aceptó quedarse a vivir en la
casa que solo ocupaban ella y Lucrecia, en una habitación
independiente que adecuaron para él.

Tras la tragedia, su suegra y su cuñada fueron su


principal tabla de salvación, pues lo apoyaron como nadie
en su duelo. Con los meses, Lucrecia se convirtió en su
147
gran amiga, de quien terminó enamorándose, con quien
pudo rehacer su vida como pareja y con quién, poco más
de un año después, se fue a vivir a uno de los barrios
construidos por una de las entidades que apoyaron a las
víctimas de la tragedia: el barrio Héctor Abad.

148
16 – EL “DOTOR”

Charlas con don Arturo (7)


Febrero 2 de 2013; sábado

Mis reuniones con don Arturo, que en principio eran


para él un trabajo pagado, algo así como una obligación
acordada, se fueron convirtiendo para ambos en un reto
literario, en el que él a veces me decía “apunte esto” o “no
se le olvide decir aquello”. Cuando me hacía ese tipo de
sugerencias, yo le bromeaba diciéndole que no me fuera a
cobrar luego regalías por el libro; a lo que él me respondía,
también en broma, cosas como “bisnes is bisnes” o “don
guorri, men, don guorri”.
También algunas veces nuestras charlas se tornaban
por minutos en algo parecido a una amena conversación
de amigos, y yo me aventuraba a contarle alguna
experiencia, alguna sensación, alguna opinión sobre temas
de mi cotidianidad. Usualmente él “me despachaba”
bromeando con cualquier frase necia o refrán gracioso,
pero, en ocasiones, se ponía serio e interpretaba, cual
psicólogo, mis palabras.
Ejemplo de ello fue lo que ocurrió al inicio de nuestra
séptima reunión: la noche anterior yo había tenido un
sueño muy extraño que me hizo despertar sobresaltado.
Conociendo las aptitudes “paranormales” de mi
protagonista, decidí contárselo y pedirle alguna
interpretación superior a mi lastrada terrenalidad. Así, una
vez estuvimos ubicados en el consultorio-oficina para
149
iniciar nuestro trabajo, le dije que hiciéramos un paréntesis
para hablar de aquello.

—Hágale, Gringo, suéltelo —me dijo mientras


prendía un tabaco delgado.
—Imagínese que yo iba por un camino dentro de un
bosque con árboles gigantes a ambos lados, y, de pronto,
los árboles se empezaron a cerrar tras de mí, como para
atraparme —inicié yo, con tono de historia de miedo
contada en torno a una fogata—. No sé por qué, pero yo
sabía que estaba en Irlanda en el siglo XIV; varias veces
he soñado cosas en esa época. Yo empecé a correr,
desesperado, pero no podía avanzar casi, porque los
zapatos me pesaban y los árboles me cogían el cuello con
sus ramas. En el sueño yo como que era un guerrero, y,
con mi espada, iba cortando las ramas que me cogían. Sin
embargo, una de ellas me atrapó por la cintura; no era una
rama de madera, sino de carne y hueso. Apenas volteé a
cortarla, resultó siendo el brazo de una hermosa mujer
gigante desnuda que me sonreía. Yo me relajé convencido
de que era buena, pero ella sacó unos colmillos enormes,
abrió la boca, me levantó y me partió en dos de un
mordisco. Desperté aterrado, sudando, con una sed
terrible y el corazón queriéndose salir de mi pecho ¿Qué
cree que signifique eso en el plano astral, Sir Arthur?
—Uy, Gringo. Ese es un sueño muy malo —contestó.
Yo me asusté y pensé en lo peor.
—¿Significa algo? —pregunté ansioso.
—Claro, pero algo oscuro —insistió haciendo cara de
preocupación.
—Ufff... yo sabía que ese sueño no era normal.
Dígame de una vez qué quiere decir —le insistí.

150
—Que usted tiene que cambiar de colchón, tener más
sexo y hacer pipí antes de acostarse —concluyó soltando
una carcajada que me hizo sentir estúpido.

Se burló de mi durante varios minutos, hasta se le apagó el


tabaco. Apenas paró su burla, me dijo:
—No crea tantas bobadas de la gente, Gringo. Los
sueños son solo juegos de la mente cuando dormimos. Así
como en la noche el cuerpo sigue respirando, tragando
saliva, moqueando y digiriendo la comida, la mente
también sigue trabajando, solo que no con tanta energía
como en el día. Entonces póngase a pensar: ¿con qué va a
trabajar la mente en la noche, si no es con lo que
recordamos, con lo que queremos, con lo que imaginamos
despiertos y con toda la basura que le metemos todos los
días con noticias, películas y mil cosas que vemos y oímos
cada minuto? Lo que hace la mente cuando
“ronquipellemos” es revolver todo ese material que tiene y
crear nuevas historias. Eso son los sueños: simplemente
mezcolanzas del cerebro. Los árboles que lo cogieron a
usted anoche deben representar alguna deuda que lo tiene
del cuello; la tal Burlanda en el siglo XIV debe haberla
visto en una película, y la vieja gigante que se lo comió
debe ser alguna calentura que tiene guardada. Ese sueño
de pronto se lo podría interpretar un psicólogo con el que
lleve mucho tiempo en terapia y conozca su historia, pero
no alguien como yo, porque tendría que saberme sus
miedos, sus deseos y hasta sus traumas, para poder de
pronto ver de dónde sale cada cosa. Pero eso sí le
aseguro: las tales interpretaciones astrales, esotéricas, o
como las llamen, sobre los sueños, son 99,9% embustes de
algunos avivatos para engañar a los que les creen.

151
—Y el 0,1% qué queda, ¿sí tiene interpretación
paranormal? —pregunté insistente, intentando limpiar un
poco mi pisoteada imagen.
—Ese poquitico de historias que vivimos en los
sueños, tal vez si tiene algo que no es de este mundo y
podría tener significados; pero no porque pertenezca a los
sueños, sino porque le ocurre principalmente a personas
con capacidades para escuchar.
—¿Me explica, por favor?
—Le voy a poner el ejemplo de Maricita. Ella tenía
sueños de verdad raros; ya le conté el de mi cuñado, el de
una vecina y ese de los monstruos. Y, como esos, tenía
muchos más, de cosas que nos contaba y después ocurrían.
Pero eso de ella no pasaba solo con los sueños; Marisol
decía cosas extrañas a pleno sol o cuando estábamos
almorzando. Lo que pasaba es que recordábamos más lo
que nos decía que soñaba, que lo que nos decía que
pensaba durante el día. Ella veía seres que nosotros no
vemos, y hablaba con ellos, así estuviera despierta o
dormida. Lo que le quiero decir es que los sueños de una
persona que no tenga la capacidad de escuchar a los seres
espirituales, no tienen por qué ser de cosas que vayan a
pasar o que puedan pasar, o sueños de comunicaciones con
personas muertas. ¿O es que usted cree que los ángeles se
sientan a esperar a que nos durmamos para hablarnos? ¿O
usted cree que si los espíritus nos quisieran decir algo, nos
lo dirían en claves, en forma de gallinazo, de gato blanco o
de mujer embarazada? Cuando los seres espirituales
necesitan comunicarse y darnos mensajes, lo hacen por
telepatía o no sé cómo, que ni cuenta nos damos. Pero
ellos no están a toda hora leyendo libros de códigos para
ver si nos mandan mensajes encubiertos en sueños de
faldas rotas, ovejas verdes o narices grandes, para que
nosotros entendamos que nos están anunciando un viaje,
152
un nuevo amor o una muerte. Tampoco se puede negar
que a veces hay casualidades o casos extraños como el de
mi hermana, cuando se ganó una fracción de la lotería con
el número que le puso a bordar mi mamá toda una noche,
pero eso es muy raro que pase; eso no es para escribir un
libro de interpretaciones de sueños, eso es una casualidad.
No le voltee a eso, Gringo; diviértase con los sueños, pero
no les pare tantas bolas; son solo sueños y ya.

Luego de la traumática interpretación de mi experiencia


onírica, hice un gesto de aceptación de su teoría, abrí mi
libreta y nos concentramos en nuestro trabajo literario.

—Cuénteme, con toda sinceridad, Sir Arthur, ¿lo de


usted y Lucrecia nació durante su convivencia en casa de
doña Zuleima, o desde antes se coqueteaban?
—No wei, Gringo, no wei —afirmó—; nada de nada.
Yo a mi ex-esposa la adoré con el alma; yo sentía por ella
algo raro que me hacía verla como una amiga con quien
charlar y hablar pendejadas, y, al mismo tiempo, como a
una mujer que deseaba y a toda hora veía como un
postrecito delicioso; a mi esa mujer me encantaba y jamás
me provocó ponerle cuernos. Claudia era mi única mujer,
y creo que lo hubiera sido por el resto de mi vida, además
porque con mis parejas yo siempre he sido más fiel que
perro recogido. Lo de Lucrecia y yo fue dándose sin
quererlo, sin planearlo, como una matica que nace sola en
el monte sin que nadie la siembre. Nosotros teníamos una
relación familiar muy buena, pero nadita más. Ella era la
mejor amiga de Claudia, era su consejera, su compinche,
su “parcera”, como dicen los muchachos ahora. También
fue como otra mamá para mis niños. Nos ayudaba en la
casa, nos cuidaba los pelaos para que al menos a veces
estuviéramos solos. Siempre la miré con agradecimiento,
153
respeto y cariño de cuñada; nada más. Lo de nosotros
nació como una consolación a la tristeza en medio del
tormento.

—¿Era soltera?
—Viuda—respondió—. El marido de ella era un tipo
espectacular, que además fue muy buen amigo mío. Se
llamaba Pacho Muñoz; pues, Francisco Muñoz, pero le
decíamos Pacho; se mató en una moto una semana
después de que Marisol soñó que lo había visto disfrazado
de mago. Desde el accidente de él, Lucrecia no volvió a
salir con nadie; y eso que nosotros le insistíamos mucho
que lo olvidara y volviera a empezar. Le decíamos que ella
era una mujer muy inteligente y muy bonita; y le
presentábamos amigos para ver si se animaba, porque se
mantenía más sola que una ostra. Ellos vivían también en
el barrio, pero varias cuadritas abajo de donde vivíamos
Claudia y yo. Cuando él se mató, ella se volvió a vivir
con Zuleima, mi suegra, que se había quedado sola hacía
poquitico, porque los dos hijos mayores que vivían con
ella se habían arrejuntado con mujeres y se habían ido a
vivir a otro lado. Gracias a Dios mi suegra tenía con qué
vivir, porque aunque el marido se le murió cuando los
hijos estaban chiquiticos, le dejó una pensioncita muy
buena de las Empresas Públicas de Medellín. Yo creo que
Lucrecia y yo comenzamos a mirarnos diferente a eso de
cuatro o cinco meses después del derrumbe, que fue
cuando yo empecé a resucitar. Recuerde que al principio
dejé de trabajar y me dediqué a beber y a leer. No sé
cómo me aguantaron en esa casa; tal vez porque no era un
borracho problemático. Yo en ese tiempo no hice sino
llorar y quejarme, hasta la noche en que soñé con Maricita
que me aconsejaba y me decía que ya era hora de empezar
otra vez. Imagínese, Gringo, mi hija de seis años
154
enseñándome a vivir, como a un cagón. Yo esa vez me
levanté muy impresionado, y hasta ahí bebí como bebía, y,
por primera vez, le acepté a Lucrecia ir a un encuentro.

—¿A un encuentro?
—Es que ella iba a unos encuentros de sanación de
una iglesia cristiana que quedaba por el barrio. Antes de
la avalancha llevaba varios meses yendo, pero muy de vez
en cuando; después de eso, no faltaba cada semana. Y eso
de verdad le ayudaba, porque cada vez se le notaba mejor.
Y me echó y me echó cantaleta, hasta que, después de lo
del sueño, le acepté.

—¿Le sirvió el encuentro?


—Ni cinco; antes me hizo dar rabia—enfatizó—.
Imagínese que ese día estaban hablando dizque de darle
gracias a Dios. Que gracias por la salud –y yo en ese
guayabo que me mantenía–, que por la familia –y yo con
mi historia–, que por el trabajo –y yo sin nada qué hacer–.
Hasta me salí a la mitad del discurso del pastor, más
aburrido que pescado en orinal. Aunque tengo que aceptar
que me puso a pensar en la vida de manera diferente. De
pronto sí me sirvió de algo, al menos eso decía Lucrecia.

—¿Volvió luego a alguno?


—Pero braveado por ella, Gringo; …es que desde que
fui esa primera vez a un encuentro, ya no me dejaba faltar,
insistiendo en que yo estaba mejorando y había cambiado
mucho; además se volvió como una mamá para mí. Antes
se mantenía pendiente de que no me faltara nada, pero
después de eso no me soltaba. Me acompañaba a todas
partes, me conversaba, me hacía reír, me llevaba la comida
a la cama; ¿quién no se enamora así?

155
—¿Cuándo empezó a trabajar otra vez?
—Como una semana después del sueño con La Niña,
llamé a don Elías y le dije que si sabía de algún trabajito
para mí, que yo estaba dispuesto a empezar otra vez.
Usted no me lo va a creer, Gringo: a la hora de hablar con
él, llegó a la casa de mi suegra uno de los empleados de la
empresa y me dejó parqueada en la puerta la moto, que
para que empezara a trabajar al otro día y no tuviera que
coger bus. Así era ese señor. Dios lo tenga en su santa
gloria.

—¿Qué pasó en los encuentros siguientes, después de


la primera mala experiencia?
—La gente fue muy querida conmigo y me recibió
como una familia; eso hizo que me fuera amañando,
aunque me daba mucha pereza tanto sermón, y además me
cansaba el pastor, que era más lento que babosa enferma:
hablaba despaaaciooo, siiin ningúúún afááán. Me
molestaba también tanto perendengue que le ponían a las
reuniones.

—¿Tanto “perendengue”?
—Pues, tanto canturreo, tanta fraseadera y tanto
maromeo —aclaró—. Es que a mi esas ceremonias tan
llenas de carajadas como que no me convencen. Para yo
conectarme con Diosito o con seres superiores, no necesito
arrodillármele a nada ni a nadie, ni repetir frases mágicas,
bailar y cantar la canción del misterio celestial, hacer
dibujitos secretos en el aire o tomar menjurjes
sobrenaturales.

—…Pero usted toma ambil —lo cuestioné.


—Claro, pero no se lo hago tomar a nadie para que se
una a mi iluminación, ni le digo a nadie que atrae dioses o
156
abre puertas al cielo. Tampoco pongo gente a depender de
él, ni dependo de él. Y si no hay, no pasa nada; el que es
buen gallo, en cualquier corral canta. Además, para
chupar ambilcito no hay que hacer rituales ni seguir a
nadie; o al menos hasta donde yo sé, nadie ha montado
todavía “la iglesia ambiliana del renacer” o “los ambileros
iluminados de las altas cumbres”. El ambil y el mambe,
calladitos, lo único que hacen es, como usted dice,
ayudarle a uno a entrar solito en un estado animado de
imprudencia.

—Alterado de conciencia —corregí, aunque con su


sonrisa me hizo entender que lo había dicho mal de
manera intencional.
—Yo no espero que por chupar ambil vaya a venir el
Espíritu Santo, ni le digo a nadie que al chuparlo vaya a
pasar eso, ni que la verdadera y única forma de hablar con
el Dios sea de la manera que yo diga y tomándose lo que
yo diga que hay que tomar. Ese es el problema de las
religiones: están llenas de perendengues y ponen a todo el
mundo a perendenguiar, diciendo que la única manera de
ser feliz es perendenguiando. Todas se creen únicas, se
creen las dueñas de la verdad absoluta, y creen que sus
rituales son la única y la última Coca Cola del desierto.

—¿Sabe mucho de religiones?


—Nooo; poquitico más bien —continuó—, alguito he
leído de algunas y he estado en ceremonias de varias. Pero
con lo poquito que sé, me he dado cuenta de que todas
tienen lo mismo, y todas llevan a lo mismo. Dios es uno y
es el mismo para todos. Y está muy ocupado como para
ponerse a juzgarnos o castigarnos porque al acostarnos no
miremos una estatua, al levantarnos no saludemos al sol o
porque comamos crispetas el día prohibido. Como le
157
decía, me cansé de tanto misterio y, a pesar de que seguí
yendo durante mucho tiempo a los grupos con Lucrecia,
me quedaba atrasito, me le hacía el bobo a los
perendengues y, cada vez que podía, más bien me sentaba
a hablar con el Sacristán.

—¿El Sacristán?
—Era uno de los ayudantes del pastor; era como su
mano derecha. El pastor solo iba a las ceremonias
principales; el resto del tiempo estaba él, ayudando a la
gente, hablando con el que necesitara hablar. En verdad no
era sacristán; yo lo puse así cuando nos hicimos amigos.
Se llamaba Deison Ferney. No era del barrio, pero se
mantenía allá. Hablaba muy bonito; por eso el pastor lo
recomendaba y por eso se fue haciendo amigo de todo el
mundo. Lucrecia y yo lo invitábamos a veces a la casa
cuando terminaban los encuentros, y amanecíamos
hablando con él. Para qué pues, pero ese tipo me ayudó
mucho en ese tiempo y lo quise mucho cuando fuimos
amigos. Él me ayudó a aceptar el destino sin tener que
entender todo, a buscarle a la vida el lado sabroso y a no
juzgar tanto a la gente. Y hablando con él fue que me fui
dando cuenta de que yo también tenía habilidades para
ayudar. Pero no es que lo hubiera ayudado a él, sino que
fui aprendiendo su forma de escuchar, de entender las
palabras del que está hablando con uno y de ayudar al otro
a encontrar salida a sus problemas. Oyéndolo a él, sin
buscarlo, fui creando una manera de hablar, que a mis
personitas les fue gustando.

—¿Ahí fue cuando empezó a atender pacientes?


—Noooo, faltaba mucho—aclaró—. Ahí estaba
todavía a varios años de montar consultorio. Lo que pasa
es que, a veces, hacíamos reuniones con la gente y él me
158
decía que hablara. Entonces fui despegando y, poquito a
poquito, cuando el Sacristán no venía, las personitas me
buscaban a mí para que las aconsejara. Y sin darme
cuenta, cuando menos pensé, todas las noches llegaba del
trabajo y tenía a uno o dos esperándome. Es que esa época
fue muy brava para el barrio, Gringo: había mucha gente
desesperada por sus dolores familiares; y además, después
del derrumbe, la gente se volvió muy peleadora, porque el
barrio se llenó de gente rara y se perdieron la unión y la
confianza que nos teníamos antes. El ambiente fue
cambiando y los pelaos se empezaron a volver tropeleros;
esos niños que antes veíamos jugando futbol, pelota
envenenada, tarrito, guerra libertada o pañuelito, de un
momento a otro empezaron a andar armados y a formar
barras malucas. Cuando menos pensamos, dizque
teníamos que pedirles permiso para todo a los de La
Loma, a los Parceros, a los del Mirador o a cualquiera de
esos grupos que armaron. Teníamos que pedirles permiso
para movernos de un barrio a otro, para llegar de noche o
salir en la madrugada, para llevar un invitado a la casa.
Esos mismos muchachitos inocentes de antes, de un día
para otro nos empezaron a exigir dizque cuotas para la
guerra, mensualidades para protección, aportes para
seguridad. A cualquier hora nos tocaban la puerta, que
porque necesitaban urgente plata para munición, y vaya
que uno se atreviera a decirles que no; mejor dicho, de una
lo fumigaban. Además se volvieron viciosos, ladrones,
matones; andaban solo de noche, se escondían en las
terrazas a vigilar, hacían retenes.

—¿La Alcaldía ayudó a controlar eso?


—Con lo de la inseguridad fue muy poco lo que pudo
hacer. Pero, en realidad, con lo de las víctimas sí dio
mucha ayuda. Aunque por ser tan desorganizada la ayuda,
159
hubo también mucho avispao que se aprovechó para vivir
de gratis en los refugios y para ganarse casa. Allá
estuvieron ayudando la Alcaldía, el mismo Corvide,
Minuto de Dios y otras que se me borraron de la memoria.
Para qué, pero por allá pasó gente muy buena con ganas de
ayudar. Muchos de mis vecinos se fueron para los refugios
porque no tenían a dónde quedarse, aprovecharon esas
ayudas mientras tanto, y al final terminaron ganándose una
casita. Yo siquiera me pude quedar de arrimado donde mi
suegra, y después también me entregaron casa en el Héctor
Abad.

—¿Cómo fue ese proceso, Sir Arthur?


—La primera parte no la sé, Gringo —respondió—
…porque casi todo ese tiempo yo estuve borracho y me
importaba un pepino si regalaban casas, fincas, terrenos o
nubes en el cielo. Las que se encargaron de todas esas
vueltas fueron Lucrecia y Zuleima; yo lo único que hacía
era firmar. Y eso que se suponía que yo debía ir a trabajar
en la obra, porque eso era por un sistema de auto-
construcción en el que los que querían casa debían aportar
horas de trabajo, pero era Lucrecia la que iba casi siempre,
y, cuando yo iba, ella me cubría la espalda y lograba que
no me pusieran a hacer nada maluco, porque tenía rosca
con los jefes. Terminó aprendiendo de todo; tanto fue así,
que al fin la pusieron a recibir y cuadrar inventarios de
materiales, a manejar planillas de horas trabajadas y a
coordinar a la gente. Yo vine a meterme en eso en serio
cuando resucité, que fue cuando empecé a reordenar mi
vida con el apoyo de Lucrecia, mi suegra y don Elías.
Apenas el Héctor Abad fue cogiendo forma, lo de nosotros
fue cuajando y, cuando menos pensamos, estábamos más
enamorados que palomo azul.

160
—¿Qué dijo su suegra?
—Ella no se tragó del todo esa relación, pero al fin
entendió que era mejor vernos juntos y felices, que
separados y llevados del diablo. Alguna vez sí nos echó un
sermón sobre el respeto a Claudia y los niños, pero
Lucrecia se le emberriondó y le pidió que no hablara de
amor y dolores ajenos; que Claudia había sido su hermana
más querida y mis niños habían sido como sus hijos.
Zuleima entendió y se calmó; lo verraco es que después
fue la que más cantaleta nos echó para que nos casáramos
cuando nos fuimos a vivir juntos al Héctor Abad, como a
finales del 88. Esa parte de mi vida fue muy buena, porque
me sentí como volviendo a nacer; aunque me mantenía
como en una mezcla de felicidad y tristeza, me sentía
livianito. Lloraba por mi familia, pero también estaba
feliz de haber podido encontrar otra mujer con quien
armar de nuevo un cambuchito; aunque ella nunca quiso
casarse ni tener hijos. El barrio nuevo quedó muy chévere,
y el lote que nos ganamos en el sorteo estaba muy bien
ubicado. Al principio nos dio muy duro, porque no
teníamos nada, pero con paciencia y buena gana fuimos
llenando los huecos, con muebles que fui haciendo con la
madera que me regalaba mi patrón.

—¿Qué tal los nuevos vecinos?


—La mayoría eran buenas personas. Pero no faltaba
el fastidioso, como uno que vivía en la esquina de mi casa,
que todos los fines de semana, o cada vez que ganaba su
equipo, sacaba los bafles a la puerta y armaba rumba hasta
las tres o cuatro de la mañana. Y otro que se pasó al frente
con toda una familia que reciclaba; eso parecía un
basurero a toda hora, porque no les alcanzaba su casa para
acumular cacharros, bultos de botellas plásticas y chatarra
–y querían que la acera también fuera bodega–. Y el peor
161
de todos, que gracias al señor vivía en otra cuadra, fue un
señor que en el barrio de antes tenía un negocio de abono
o algo así; el hombre compraba huesos y desperdicios de
animales que le vendían en el matadero y los ponía a
cocinar en unas canecas afuera de la casa, como lo hacía
antes en el morro; ese hombre arrancaba a cocinar y el
barrio entero empezaba a oler a muerto; y, claro,
empezamos a llenarnos de moscos, gallinazos y ratas.

—¿Qué hicieron contra eso?


—Al fin fue la misma Alcaldía la que medio controló
algunas cosas. Además Corvide y todas esas
organizaciones fueron creando grupos comunitarios de
convivencia, para tratar de que nos entendiéramos entre
los nuevos vecinos sin agarrarnos a pelear. Pero es que
uno también entiende a esa gente; yo al menos tenía la
ventaja de tener trabajo en una empresa, con todas las
prestaciones, y además estaba acostumbrado a moverme
de un lado a otro de la ciudad; yo era de los ricos del
barrio. Pero imagínese a toda esa gente que vivía antes en
Villatina o en los otros barrios que desalojaron: estaban
acostumbrados a no pagar un peso de arriendo, podían
cultivar al menos sus legumbritas en cualquier tierrero, no
tenían que coger bus a ningún lado porque no salían del
barrio, vendían empanadas o cualquier frito que hacían en
una olla afuera de la casa y además podían cambiar de vez
en cuando un repollo por un pedazo de carne para hacerles
un sancocho a los pelados. Y, de un día para otro, se los
llevaron para el otro lado del mundo, a donde tuvieron que
empezar a pagar servicios y predial, y a coger bus para
poder visitar a sus familias. Entre los que se pasaron para
allá porque estaban en casas en riesgo de derrumbe o
viviendo de arrimados con lo poquito que les quedó, había
gente más pobre que monja desterrada; usted no se
162
imagina la angustia que le daba a uno ver esos trasteos:
…La Alcaldía prestaba volquetas para llevarlos al nuevo
barrio y había que ver a la gente peleando porque no les
dejaban llevarse tejas viejas, materas quebradas, sanitarios
reventados, troncos podridos… que era lo único que
tenían, y que para los funcionarios que coordinaban era
pura basura –aunque los trataban con mucho respeto, eso
sí hay qué decirlo–. Era gente que vivía para el diario y,
de un día para otro, la pusieron a pagar por cosas que ni
sabía que existían.

—¿Cuánto pagaron ustedes por esa casa?


—Nada. En el Héctor Abad el pago fue con trabajo.
Y, para que vea, las que más voleaban eran las mujeres,
que nos daban ejemplo a los hombres. Lucrecia camelló
parejo; yo, afortunadamente, al final me pude desatrasar,
porque como sabía tanta cosa de construcción y los jefes
eran amigos de ella, me dejaron asesorarlos y les di buenas
ideas y ayudas que sirvieron para el barrio; además, les
ahorraron mucho billete a los constructores.

—¿Las casas eran de quién?, es decir, ¿quién aparecía


como dueño en las escrituras?
—Eran de nosotros. Con escrituras y con todito lo
legal. Eso fue fácil; por eso fue que muchos se ganaron
casa solo por decir que el rancho que tenían “quedaba ahí
mismito en donde cayó el derrumbe”; muchos sin siquiera
vivir en Villatina o en los barrios de riesgo que quedaban a
los lados. Y por eso, además, fue que los malosos
aprovecharon a pescar en río revuelto y negociaron casas
antes de que siquiera se hubieran empezado a construir.
Allá dizque había controles para que eso no pasara, pero
para la Alcaldía era muy difícil manejar ese enredo,
porque como la mayoría de las casas que se llevó el
163
derrumbe eran invasiones, y algunas eran ranchitos de
madera y plásticos, no había forma de saber quién estaba
diciendo mentiras. Vea le explico: para que a uno le
dieran una casa en Villa Café, Héctor Abad o cualquiera
de los barrios nuevos, uno decía que era damnificado y
con eso lo ponían en fila. Entonces arrancó todo el mundo
a decir eso, así fuera o no damnificado. Como le dije,
muchos eran de otros barrios y querían ganarse casa gratis
para vivir, y muchas piltrafas se hicieron el agosto
montando la payasada de que eran damnificados o
comprando varios lotes para después vendérselos a los que
sí los necesitaban de verdad.

—¿A quién se los compraban?


—Ave María purísima, Gringo; blanco es, gallina lo
pone, huevo se llama. No faltó gente del gobierno o de las
organizaciones de ayuda, que recibió la oferta y
aprovechó. Un maloso compraba cuatro o cinco lotes y los
ponía a nombre de payasos que aparecían como
damnificados –un hermano, una prima, un conocido–. Ya
cuando los tenían a nombre de ellos, podían vender el
derecho al lote, la familia que le compraba ponía el trabajo
en su futura casita y al final el gobierno se las escrituraba a
ellos, así el derecho estuviera a nombre de otro. O hasta
llegaron a poner gente a trabajar en la obra pagándoles
cualquier chichigua, y después le vendieron a una familia
necesitada la casita ya construida. Eso fue un negocio
redondo para algunos, y la Alcaldía no pudo hacer nada
para evitar que así fuera.

—¿Y sus amigos de Villatina?


—Algunos se fueron con nosotros para el nuevo
barrio, otros para otros barrios de los que construyeron
para las víctimas, y muchos se quedaron allá en otras casas
164
o volvieron a construir encima o al lado del camposanto.
Hubo gente muy agradecida, porque no tenía nada y quedó
con casa; pero también hubo muchos que no se
contentaban con nada y tuvieron que llevárselos a las
malas, porque no querían dejar las viviendas que tenían,
así fueran ranchos al lado de un barranco o así fueran
casuchas pegadas del aire, montadas sobre palos podridos.

—¿Los que antes iban a conversar con usted para que


les ayudara, lo buscaron una vez se pasó para el Héctor
Abad?
—No todos, pero algunos sí. Ahí fue cuando empecé
a ver que mi carreta servía. Algunos de los que me
visitaban antes, empezaron a llamarme dizque a pedirme
cita. Yo me sentía muy raro, pero les seguía el cuento y
los recibía, aunque me tocaba aguantarme la cantaleta de
Lucrecia: “…entonces cobrales y verás que ahí sí dejan de
llamarte… ¿vos es que te creés monjita de caridad o
qué?”, me decía. Y el chisme se fue regando poquito a
poquito entre gente que no me conocía, que llegaba y me
decía “dotor”.

—¿Por qué no cobraba?


—Al principio no era capaz, Gringo. Pero Lucrecia
cuando se proponía mataba un marrano a cantaleta; y me
jodió tanto, que empecé a cobrarles unos pesitos a ver si
me dejaban descansar. Pero resulta que fue peor, porque
ahí si empezaron a pedir citas cada semana. Y fue ella
misma la que al fin me convenció de que le pusiera
seriedad a eso y les hiciera un consultorio aparte: “…no
me aguanto ese gentío entrando y saliendo, y tus consultas
en el comedor; yo ya no tengo casa, esto parece un
estadio”, insistía, con toda razón, porque parecíamos tal
vez no en un estadio, pero sí en un hospital de pueblo.
165
Pues le hice caso; aproveché que teníamos cómo
ampliarnos y construí otra piecita en la parte de atrás, con
un préstamo que me hizo la empresa. Fueron tiempos muy
buenos. Yo trabajaba con don Elías hasta las cinco, y
llegaba a la casa a las seis a atender gente hasta las nueve
o diez; y a veces tenía citas todo el sábado. Imagínese; yo,
dizque de doctor. Nunca lo hubiera creído.

166
17 – ANTES

Quince minutos antes:

Frío como soplo de bruja, un bestial viento


proveniente del oriente del Valle de Aburrá recorrió
sinuoso los bosques de Santa Elena, lamió la cima del
cerro Pan de Azúcar, bajó desbocado por Villatina y al fin
se deshizo en brisas mansas en su camino hacia el centro
de la ciudad.

En su paso por el barrio zarandeó con rabia los


robustos pinos de la loma que parecían indomables,
levantó tejados en zinc pisados con ladrillos y piedras,
robó y destrozó cometas de papel globo y varillas de
guadua, echó a volar y rasgó sábanas recién lavadas
colgadas en cables terraceros y alzó con descaro la falda
minúscula de Tatiana, la pelirroja preferida de Marisol,
que, junto con otras tres muñecas, la difunta abuela Alcira
y los también fallecidos tíos Pacho y Obdulio, esperaba
con La Niña en la terraza la llegada de los monstruos.

La cuadra de los Guzmán parecía en feria. Al frente,


en plena algarabía, Jeison disfrutaba de su pomposa
piñata, feliz como nunca con su nueva condición de
cristiano manifiesto; se sentía iluminado, redimido,
elegido. En la fiesta, que había empezado antes del
mediodía, rompieron piñata, partieron torta, tomaron
167
guandolo, comieron helado, le pusieron la cola al burro,
jugaron gallina ciega y cantaron desentonados el
cumpleaños feliz. Cuando se acabaron las distracciones,
doña Oriela mandó a los niños a jugar a la calle, sacó uno
de los bafles y puso a todo volumen varias veces las
mismas doce canciones infantiles de un casete prestado de
“Mi Mundo Feliz”, que volteó y volteó hasta que todos
terminaron por aprendérselo. La música se oía de esquina
a esquina.

La cuadra de atrás de los Guzmán acompañaba en


duelo a una de sus más antiguas vecinas. En vista de que
el carro mortuorio no pudo dar la curva para llegar hasta la
casa de doña Bernarda, los empleados de la funeraria
debieron bajar el cofre con ayuda de varios del barrio y
cargarlo casi media cuadra hasta la improvisada sala de
velación. Brayan, ese joven al que todos vieron crecer,
volvía ese domingo a su casa en un cajón sellado. Los
niños caminaron tras la corta caravana fúnebre con
evidente curiosidad, con fervor, casi con alegría. Las
doñas, tras las cortinas, la siguieron paso a paso sintiendo
tristezas de madre por el dolor de la vecina y alegrías de
madre por no ser el muerto alguno de sus hijos. Los
jóvenes no la siguieron, ni la vieron, pero sintieron en el
medio del pecho esa punzada que se siente al ver que un
igual se va. Los maridos, casi indiferentes, sin dejar de
hacer lo que estaban haciendo, dijeron despectivos: “se
creen muy varoncitos estos culicagaos; ahí tienen pa´ que
chupen”. Los dos jóvenes de la esquina, los de las motos,
caminaron junto al grupo unos metros, detallando de cerca
el cofre para entender muy bien cómo lo habían sellado.

“Hasta el viejo hospital de los muñecooss…”, cantó


Marisol en la terraza, siguiendo de lejos la música de la
168
piñata, al tiempo que le ponía una hebilla a Tatiana. Tenía
puesto el “estrén” para fiesta que le habían mandado los
patrones del papá: chanclas rosadas de suela en espuma
morada con una mariposa rosa y blanca sobre las correas
del empeine, shorts rosados con etiqueta de una princesa
bailando sobre el logo de Barbie y camiseta blanca
descubierta sobre los hombros sostenida con tiras
delgadas. Claudia le había hecho dos trenzas en el pelo,
amarradas al final con moños blancos.

Terminó Pinocho y, mientras empezaba la canción


siguiente, se escuchó el acordeón de un vallenato cantado
por Diomedes Díaz que escuchaba el marido de doña Ruth
en la esquina: “…nunca comprendí tu amor cuando llegó
y se fue de pronto…”, que fue interrumpido en seguida,
otra vez, por la música infantil: “…arroz con leche, me
quiero casaar…”.

El cerro Pan de Azúcar, protagonista insigne de la


obra, observaba el barrio desde su posición privilegiada.
Esperaba paciente su momento de actuar. No evidenciaba
afán alguno; para él no existía el tiempo.

Diez minutos antes:

La abuela Alcira, el tío Obdulio y el tío Pacho,


invisibles para mortales, pero perfectamente tangibles para
Marisol, estaban sentados en sendas sillas plásticas de las
que usaba Arturo para sus fiestas, en un medio círculo
dispuesto por La Niña, y encarando el Pan de Azúcar.
Helena, la que le peinaba el pelo y le contaba historias
cuando estaba sola, y desaparecía siempre al acercarse un
169
adulto, permanecía de pie detrás de ella, acariciándola.
Tatiana, Lina, Gloria y Luisa, ubicadas bien derechas
sobre las dos bancas de madera en miniatura que había
hecho Arturo para las niñas de su niña, miraban también el
morro y esperaban indicaciones de su dueña para reír,
hablar, estirar las piernas, bailar o cantar... “Tatiana,
siéntate bien, mira que te vas a caer. Abuelita, estás más
linda que en las fotos, pero necesitas peinarte. Gloria,
¿por qué molestas a Lina? Tío Pacho, quítate esos
guantes, que ya no estás en la moto. Tío Obdulio, no me
mires con esa cara de muerto. Oigan bien, todos: el que
primero vea un mostro, grita”.

“Juguemos en el bosque, mientras el lobo no


estáá…”, se oía fuerte en la calle.

Claudia subió a la terraza a revisar qué hacía su hija.


A pesar de estar acostumbrada a sus excentricidades, al
encontrarla en medio de aquella inverosímil reunión, con
tres sillas vacías y dos bancas de madera en miniatura con
muñecas mirando hacia la montaña, sintió tristeza de verla
ausente en un mundo ajeno al mundo de todos, en un
mundo irreal para la realidad humana, en un mundo
solitario de seres ilusorios.
—No te quedes tanto tiempo al sol, Maricita; mira
que te quemas otra vez como el domingo pasado —le dijo.
—Tranquila, má, que no demoran en bajar los
mostros.
—Y dale con eso; al menos ponte esta cachucha de tu
hermano.
—Me queda grande, má; además a mí no me gusta
Supermán.
—Te la pones o bajas —concluyó Claudia categórica,
dándole la espalda para volver a bajar.
170
—Bueno, má —contestó Marisol mientras se ponía la
cachucha y la miraba irse.
Apenas Claudia entraba al acceso para bajar de nuevo
al segundo piso, sin saber que era ella quien se hacía
presente, sintió a la muerte soplándole la nuca y
anunciándole sarcástica su próxima visita. Nunca antes la
había sentido; en ese corto instante lúgubre, se vio
abandonada por Dios, se vio huérfana de vida, parida de
nuevo sola y para toda la eternidad en un rincón triste y
olvidado de un universo distante.
Volteó bruscamente hacia atrás. Marisol la estaba
mirando; le sonrió y le dijo:
—Siéntate con nosotros, má. Tú también puedes jugar
ya.

Ubaldo, el niño de doña Soledad, que apenas llegaba


a la fiesta porque estaba en la de otro recién confesado de
la parte de abajo del barrio, se acercó al grupo que jugaba
“chinito monta la burra”, y mostró orgulloso el balón de
fútbol que se había acabado de ganar en una rifa. Elkin
Mauricio, que era el mejor jugador de los tres Guzmán, de
inmediato propuso jugar un “picadito” y se ofreció a
definir jugadores a “pico monto” con Jairito Rodríguez, el
otro mejor jugador presente. Carlos Mario “El Gordo”,
sabiendo que él era el último a quien escogían siempre,
sobornó a su hermano al oído, prometiéndole tenderle la
cama esa semana y quedarse de portero todo el partido, si
no lo dejaba de último.

“Oye bonita, cuando me estás mirando…”, también


de Diomedes, llenó el ambiente desde la esquina en el
espacio entre “Lobo está” y “La gallinita Josefina”.

171
Doña Digna, vestida de luto, salió de su casa rumbo a
la velación en la cuadra de atrás. Se detuvo un instante a
conversar con doña Oriela. Le contó que ya por fin le
habían entregado el cadáver a doña Bernarda después de
casi dos días de pelear en Medicina Legal, que apenas
hacía cinco minuticos había llegado el carro de la
funeraria a dejarlo a media cuadra de la casa para velarlo
allá hasta el otro día, que el entierro iba a ser a las 9:00 de
la mañana, que habían sellado el féretro porque el
muchacho estaba desfigurado, que no lo iban a dejar ver
de nadie para que todo el mundo lo recordara sonriendo,
que parecía que ya estaba oliendo maluco porque los
muertos a tiros se pudren más rápido, que esa familia
estaba destrozada, y que no fuera a decir nada, pero que
todo el mundo estaba diciendo que lo había mandado
matar Pablo porque se le iba a robar la plata de un cruce.
Doña Oriela le envió con doña Digna a doña Bernarda un
sentido pésame por la tragedia, una solicitud de
comprensión por no ir temprano a su casa por el asunto de
la fiesta de su hijo Jeison, y una promesa de ir a
acompañarla toda la noche para rezar juntas por el alma
del buen muchacho.

En La Mayorista, cumpliendo los encargos de su jefe,


Arturo continuaba pintando el gran portón. Se había
tomado una cerveza que le había ofrecido El Negro y
había decidido ir a comprarse otra al caspete, que suponía
abierto, a pesar de ser festivo. Nunca había estado en La
Plaza un domingo a esa hora; le llamó la atención el
silencio y la calma, teniendo en cuenta que, usualmente,
desde antes del amanecer, las bodegas en los enormes
galpones y las calles intermedias son un hervidero de
camiones entrando, saliendo y parqueando, y ríos de gente
172
de todo tipo ofreciendo, regateando, indicando,
discutiendo. Vio una pareja besándose y manoseándose
en el galpón del frente; “págale pieza, Roncooo”, le gritó
el gordo Emigdio al amigo que estaba con la mujer,
sabiendo que era una prostituta conocida por todos a quien
besaba y manoseaba. “Ufff, yo a ‘La Chancla’ hasta me la
como, pero picos no le doy; quién sabe qué más se ha
metido en esa boca hoy”, dijo El Negro. Todos se burlaron
e hicieron gestos y comentarios de asco. “¿No le ves la
borrachera que tiene?; mañana, cuando sepa lo que hizo,
se corta la lengua”, contestó el gordo Emigdio, y de nuevo
todos se burlaron. “Yo por eso solo me como a mi
Trompis, que al menos sé dónde se mantiene, qué come y
cada cuánto se baña”, concluyó el Negro, continuando la
broma. Arturo recordó a Claudia; recordó su cuerpo, su
cara, su mirada, su lengua, su olor; sintió que empezaba a
excitarse y pensó en lo bueno que era seguirla deseando
tanto luego de casi diez años de matrimonio y de
conocerla desde la infancia.

El cerro repasaba su acto. Conocía al detalle su línea:


su único movimiento activaba la obra.

Seis minutos antes:

Claudia prendió una veladora por si acaso, pues,


aunque no era supersticiosa y no le preocupaba la
insistencia de Marisol, la había impactado sobremanera la
desagradable sensación de hacía unos minutos, y sentía
que había algo raro en el ambiente, algo que le estorbaba
en el pecho, algo frío y oscuro que la desalentaba, algo
molesto como una sensación de desamparo. Secó y guardó
173
debajo del poyo la loza que había lavado hacía rato. Puso a
hervir agua para hacerse un café. Corrió una silla y se
sentó a descansar un poco, pues no había parado en todo el
día. “Qué bulla tan verraca”, pensó; “cuando serán las
4:00, a ver si llega Turo”.

Antes de prepararse el café, decidió mejor salir un


momento a revisar cómo estaban los niños en la piñata del
frente. Apagó el fogón, tapó la olleta, se quitó el delantal.
Caminó hacia las escalas para salir a la calle, pero se
devolvió a avisarle a la niña que iba a estar afuera unos
minutos. Se asomó hacia las escalas de la terraza:
—Muñecaaa, voy a bajar un momento a ver a tus
hermanos; no te acerques a la baranda para nada; si te veo
asomada, te castigo —le gritó.
—. Bueno, mááá —contestó La Niña desde arriba.

De nuevo hacia la salida, se detuvo un instante a


mirarse en el espejo de la sala; “qué verracas ojeras, estoy
como un zapato de fea”, pensó; se alisó las cejas, sonrió
amplio para mirarse los dientes, sacó la lengua para
asegurarse de no tenerla blanca y se cogió el pelo en una
cola que enrolló y agarró arriba en moño con un lapicero
que vio sobre la consola. “Parezco una japonesa de esas de
las películas”, pensó, “si Arturo me viera con el pelo
cogido así, me empelotaría aquí mismo”; recordó “La
Noche Blanca” de la luna de miel en el todo-incluido al
borde del Cauca. Sonrió.
Un grito de “goool” de Elkin Mauricio la hizo
retornar al presente; desarrugó la falda con sus manos,
organizó el cuello de la camisa y bajó las escalas hacia la
calle.

174
El estruendo de “…había una vez un barco
chiquiticooo…, queee no podía, que no podía, que no
podía navegar…”, la atropelló apenas abrió la puerta y
cruzó el umbral. “Esta Oriela quiere tumbar el barrio con
ese volumen, le voy a decir que le baje”, pensó.
El sol brillante la hizo arrugar la frente y taparse los
ojos con la mano.
—¡Cuidado, doña Claudiaaa! —le gritó uno de los
niños de la fiesta, demasiado tarde, pues ya el balonazo le
había golpeado brutalmente el seno izquierdo.
—¡Jueputaaa!, tengan cuidado, cagones —les gritó a
los del balón, mientras se masajeaba con cuidado.
El dolor le hizo recordar las mamografías que debía
hacerse una vez al año desde el nacimiento de Marisol;
siempre se enfurecía e “hijueputeaba” a la enfermera: —
…tené cuidado ¿vos es que no sabés lo que duele esta
mierda?—, le decía. —Qué pena con usted, doctora, pero
es que mi señora es la mujer más decente que conozco,
hasta que le aprietan los senos —se disculpaba el marido,
que siempre la acompañaba—; …ahí se le sale la
arrabalera que lleva adentro.
Por un momento pensó en subir de nuevo a mirarse y
echarse algo en el seno o ponerse algo frío, pero decidió
no prestarle atención al golpe, aguantarse el dolor y pasar
donde doña Oriela a ver cómo iba la fiesta, y a preguntarle
sobre la velación en la cuadra de atrás.

Doña Digna, agotada con la caminada de más de dos


cuadras y sudorosa por el castigo implacable de los rayos
del sol reinante y la estrechez inhumana del vestido de luto
que no usaba desde la muerte de su marido, una década
atrás, al entrar a la casa de doña Bernarda, más que como
un espacio en el que se rezaba por la muerte, la sintió

175
como una sombra gloriosa que veneraba su resurrección,
tras haber estado unos minutos antes casi muerta de calor.
Aún no había llegado mucha gente. Solo estaban allí
los familiares cercanos del difunto y algunos vecinos que
le habían ayudado a doña Bernarda a organizar los
muebles de la sala, a llevar el comedor para una de las
piezas, a colocar en su sitio y encender los velones
alquilados por la funeraria, y a ubicar las sillas contra las
paredes en torno al cofre negro sellado con tornillos.
Cumpliendo el deseo del difunto en vida, el féretro había
sido cubierto con la bandera de su equipo de fútbol
preferido. En homenaje a su hijo, la madre colocó sobre la
tela la mejor foto que encontró del muchacho; una en la
que reía con toda la alegría posible, una que le habían
tomado dos años antes, cuando aún no había conocido a
los matones de Pablo Escobar. Dos vecinas se sentaron en
uno de los sofás, sacaron sus camándulas e iniciaron el
rumorante rezo que se suponía iba a llenar el ambiente de
aquel salón hasta el día siguiente.

Arturo aceptó una segunda cerveza que le ofreció El


Negro. “Uff; me ahorré la ida al caspete”, pensó. Ya
estaba terminando de darle la última mano al portón de la
bodega dos; estaba cansado y con ganas de irse para su
casa. Don Elías le había dicho que le recibirían antes de
las cuatro; no veía la hora y, aunque aún faltaba mucho
para eso, a cada momento miraba hacia la esquina, a ver si
veía aparecer al calvo César, su relevo. Revolvió la
pintura y le echó un poco de disolvente, se acomodó la
gorra, se secó el sudor de la frente, corrió hacia la derecha
la escalera en tijera, y subió. Detestaba pintar con pintura
de aceite, pues le daba dolor de cabeza; aunque ese día,
quizás por las cervezas, no le dolía. Pensó en Marisol y en
lo que le había contado Claudia hacía un rato sobre su
176
insistencia de esperar a los monstruos en la terraza: “ehh,
qué verraquera no estar en la casa pa´ llevarme a la niña a
dar un vueltón a algún lado y sacarle esa bobada de la
cabeza”, se dijo.

Los de la bodega del lado tenían música de carrilera a


todo volumen: “…en una cantina la encontrééé, en otra
cantina la perdííí…, y voy de cantina en cantina…”,
sonaba fuerte. El gordo Emigdio se arrimó al borde de la
acera, se tapó una fosa de la nariz y sopló con fuerza para
expulsar los mocos, que salieron a alta velocidad a
estrellarse sobre el pavimento ardiente del parqueadero.
“¿Le paso un pan pa´ que los unte?”, le dijo el Negro,
molestándolo. Arturo se rio, recibió luego la cerveza que
le entregó El Negro, la destapó de un golpe contra el borde
de un madero y bebió un trago largo. No presintió nada
de lo que estaba a punto de pasar en su barrio, no escuchó
mensajes desde la distancia, no imaginó siquiera cuánto
iba a cambiar su vida minutos más tarde.

Los dos jóvenes que doña Digna saludó en la esquina


con afecto en su asfixiante carrera hacia el velorio,
recostados a sus motos parqueadas en la esquina de la casa
de doña Bernarda, discutían si hacer completo el trabajo
que tenían a cargo o si le mentían a su jefe diciéndole que
habían abierto el cofre y se habían asegurado de que el
cuerpo sí era el de Brayan. Alias “Ruina” insistía en que
para poder abrir ese ataúd se tenían que llevar al infierno a
otros cuatro o cinco cristianos y no valía la pena: —¿no
viste cuando lo bajaron?; está más sellado que un
cráneo… ¿vos creés que podemos llegar con un
destornillador y nos van a dejar abrirlo tranquilos?; pa´
abrirlo lo tenemos que picar a tiros—. Alias “Cupido”
aceptaba la teoría de “Ruina”, pero insistía en el riesgo
177
que implicaba para ellos que el patrón se diera cuenta de
que no habían revisado al muñeco, que de pronto el
cadáver fuera otro o que el ataúd estuviera vacío: —¿Vos
te imaginás lo que nos hace el jefe si sabe que le dijimos
mentiras, o lo que nos pasa si Brayan aparece vivo dentro
de seis meses?—

El cerro se desperezaba, inspiraba y espiraba, aflojaba


y retraía, estiraba, gesticulaba, sobreactuaba, sonreía.
Sabía que solo tendría una oportunidad para lucirse.

Dos minutos antes:

“Estaba el señooor don gato, sentadito en su tejado,


marramamiau miaumiau…”, fue la canción que empezó a
sonar en la piñata de Jeison, que distrajo por un momento
a Marisol de sus diálogos con los seres invisibles; recordó
a su papá payaseándole con esa canción, bailando y
actuando mientras se la cantaba. Se levantó del suelo para
ir a asomarse a la calle a ver quiénes de sus amigos la
estaban cantando y seguro bailando, pero recordó la
advertencia de su mamá. Volvió a sentarse. “¿Por qué
lloras, abuelita?, Luisa, pásale un pañuelo. Helena, ve a
peinarla, mírala cómo está de despelucada. Tío Pacho, ¿tú
es que no te vas a quitar esos guantes?”

Una nube pequeña, pero densa, tapó el sol por unos


segundos. La sombra, como un oasis, dio a los del barrio
un corto tiempo para descansar de los feroces rayos.
—Ufff, ¡qué descanso! —le dijo Claudia a doña
Oriela—. Qué calor tan verraco ha hecho hoy; ¿hasta qué
hora te dejo aquí a los pelaos?
178
—Por ahí a las tres apago y organizo, mija, lo
importante es que los niños se diviertan bastante —dijo
Oriela, mintiendo, pues no veía la hora de entrarse a ver
televisión con los pies metidos en una coca con sal de
Epson en agua caliente. “Cuando será que se van estos
cagones, en especial esos Guzmán, que comen como
náufragos rescatados y gritan como poseídos”, pensó.
—Pero te luciste con esta fiesta, Orielita —terminó
Claudia, mintiendo, pues siempre consideró que las fiestas
grandes y costosas eran un derroche, y que quienes las
hacían solo querían aparentar. “Con esa plata le hubieras
abierto una cuenta para estudiar en el futuro en la
universidad”, pensó.

Uno de los gemelos Guzmán pasó por detrás del


bafle, se enredó con el cable y lo desconectó.
—Poné cuidado muchachito, mirá que dañás eso, ¿…
tenés toda la cuadra para correr y te venís justo para acá?
—regañó Claudia al niño, preocupada porque, de pronto,
le fueran a cobrar algún daño que hicieran sus hijos.
“Ahora verá que mañana Oriela me sale con otra como la
de la bicicleta aquella, y me dice que hay que mandar a
reparar todo el equipo por ese verriondo cable”, pensó.
—Dejá querida, que eso no vale la pena —le dijo
doña Oriela a Claudia sonriendo, pero ocultando su enojo,
pues ya le había dicho a Jesús Humberto dos veces que no
pasara por ahí, que iba a hacer un daño. “¿O será que le
dije fue al otro?; …eh, nunca voy a poder diferenciar a
estos cagones de Claudia; parecen fotocopias”, pensó.
Mientras reconectaban el aparato, “…inevitable me
marca la pena, que es infinita, quisiera volar muy lejos
muy lejos sin rumbo fijo…”, de Diomedes Díaz, llenó el
vacío.

179
—Ehh, pero está bien enrumbado el marido de doña
Ruth—dijo Claudia—. No ha parado de oír vallenatos en
todo el día.
—¿Qué opinás, pues?, y repite y repite las mismas —
contestó doña Oriela, mientras reconectaba el bafle,
haciendo que “El señor don gato” entrara de nuevo a la
escena: “…el gato ha resucitado, marramamiau
miaumiau, el gato ha resuuucitado…”.

“Cupido” se cambió el cuello largo de lado, pues ya


le tenía tallada la cintura al lado derecho. Aún no decidían
qué hacer con Brayan:
—Ese man quedó hecho un fleco; yo vi cuando
“Blanca Nieves” le vació la recortada enterita en la
cabeza, ¿vos por qué creés que sellaron el cajón? —dijo
“Ruina”.
—Entendeme, maricaaa, es que yo lo que te estoy
alegando no es si ese man quedó muñeco o no; yo sé que
“Blanca Nieves” sí lo dejó listo. Yo lo que te digo es que
si el patrón sabe que no abrimos el cajón, nos mete vivos a
la tumba con Brayan —insistió “Cupido”.
—Ajjjj, pero es que a mí lo que no me gusta es ese
griterío que arma la gente cuando lo ve a uno enmazado;
además, seguro, nos toca pegarle un pepazo a la mamá y a
otras dos o tres viejas, y eso trae mala suerte —contestó
“Ruina”.
—Pues somos nosotros o ellas, pero al patrón hay que
obedecerle —insistió “Cupido”.
—¿Y si vamos al amanecer, que haya bien poquitos?
—concluyó “Ruina”.

En minutos, la sala de Doña Bernarda se llenó de


gente. Ella, seca ya de lágrimas, dio las gracias a unos y
otros por sus pésames y fue decenas de veces de la cocina
180
a la sala y de la sala a la cocina, diligente, trayendo tintos,
aromáticas y agüitas. El ronroneo de las rezanderas se
mezcló pronto con el calor de la tarde, y los chismes
invadieron el aire como insectos de mal agüero: “fue que
le cortaron la cabeza; ...que no, que se la aplastaron; ...¿no
pues que se la destrozaron a tiros?; ...es que se metió a
robarle a Pablo; ...¿no fue por la moza de un duro?; ...muy
raro que a ese muchacho nunca se le conoció novia; ...de
seguro andaba en el vicio, el viernes le vi esos ojos
rojísimos; ...algo habrá hecho; a nadie lo matan gratis;
...¿y le dejó platica a doña Bernarda?”.

Arturo se asomó afuera del techo que cubría el


corredor alrededor de las bodegas de la Mayorista y miró
hacia arriba. Vio el cielo, pintado de un azul intenso,
profundo, y lo sintió irreal, imposible, exageradamente
bello; solo había algunas nubes pequeñas, como
manchadas por error hacia el nororiente, hacia la izquierda
de su campo visual, hacia su casa. De inmediato recordó
la pintura que le había regalado la niña a principios de ese
año; “¡mierda!, es igualita”, se dijo. Era un paisaje hecho
con unos vinilos obsequiados por don Elías, dibujado
sobre un retazo de tabla encontrado en la terraza, sobrante
de alguno de los remiendos de carpintería. La caja de
vinilos tenía ocho colores, pero ella solo había usado el
verde, el amarillo, el blanco y el azul. Arturo recibió la
pintura y la miró con ojos de padre. El verde de las
montañas le pareció refrescante; el amarillo del sol le
pareció alegre, fiestero; el blanco de unas pocas nubecitas
manchadas como por error al lado izquierdo del paisaje, le
pareció tímido, insuficiente. El azul del cielo lo sintió
intenso, profundo… como el de aquel día en La Mayorista,
lo sintió irreal, imposible, exageradamente bello.

181
Marisol se quitó la cachucha y se secó el sudor. La
sombra pasajera le permitió mirar a la montaña sin tener
que fruncir el ceño y cubrirse los ojos con la mano.
Sonrió. Se paró y caminó unos pasos hacia el oriente de la
montaña, mirando siempre hacia la cima. Tranquilo
mostrico, si quieres puedes salir ya, dijo, en voz baja.
Apenas pasó la nube, se vio obligada a arrugar de
nuevo la frente. Se puso otra vez la cachucha de Supermán
y caminó hacia el lugar de reunión con sus seres
invisibles. “¿Por qué lloras, abuelita?”, insistió.

El cerro se contraía y, en espera de la señal para entrar


a escena, observaba al director. Todo estaba listo; inició el
conteo.

Treinta segundos antes:

—Ojo me volteás ese tarro con brochas, Negro.


—Carlos Mario, soltá a tu hermano, que lo vas a
hacer caer.
—Lina, siéntate derecha.
—Oíste Claudia, ¿a qué horas viene tu marido?
—Abuelita, ¿por qué lloras?
— ¡Qué pesar de doña Bernarda!, tantos años que le
quedan y ella solita.
—Pasame pues otra Pilsen, Negro, que yo ya me
entoné.
—Oíste Oriela, ¿de quién es ese pelao de camisa
verde?
“…siete vidas tieeene el gato, marramamiau miau,
siete vidas tieeene el gato...”
—Goool. No fue gol, no fue gol, El Gordo es muy
tramposo.
182
—Venga vamos de una vez mejor, “Ruina”. Hay que
cumplirle al patrón.
—Helena, peina bien a mi abuelita.
—Te luce ese peinado, Claudia.
—¿A vos no te marea ese olor a pintura, Arturo?
“…lleeegó la hora de partir sin medir distancias, yyy
ni sombra quedará, de aquel amor…”

Un ronquido de fiera rabiosa se sobrepuso al bullicio


del barrio. Todos miraron hacia el cerro.

183
18 – LETARGOS

Era sábado; 4:50 de la tarde. Habían pasado cinco


meses y una semana después del domingo trágico.
Zuleima había salido desde la mañana a visitar unos
parientes a Sabaneta, un municipio vecino a Medellín.
Lucrecia había pasado todo el día sola en casa, haciendo
oficios del hogar, durmiendo y viendo televisión. Sabía
que Arturo llegaba a esa hora, pues había hablado con él
hacía un rato; lo esperaba.

Contando con la autorización de su jefe, que le había


dado el día libre para poder cumplir con las horas de
trabajo que le asignaban para tener derecho a una
vivienda, Arturo había estado ayudando desde temprano
en la construcción del Héctor Abad; estaban apenas
adecuando los lotes, organizando materiales, trazando,
nivelando, preparando zanjas para zapatas.

Luego de terminar el turno y conversar un rato con el


ingeniero jefe, salió directo para donde su suegra, donde
ahora vivía. Solo se detuvo unos minutos en la tienda de la
esquina a comprar unos ajustes que le había encargado
Lucrecia para la comida de ese día y el desayuno del
domingo. Al llegar a la casa parqueó la moto en la acera,
cerca a la entrada.

184
Lucrecia estaba sentada en la sala; al escuchar la
moto, se arrodilló sobre el sillón, corrió la cortina de velo
beige y miró a través de la ventana, pero tratando de evitar
que él la viera. Tenía puesto un vestido rojo largo de tela
delgada que evidenciaba el relieve de la ropa interior,
cerrado al pecho con cuatro botones hasta el ombligo.
Recordó que alguna vez Arturo le había dicho que le
encantaba cuando Claudia se cogía el pelo en una moña,
como se lo cogen las japonesas; sonrió. Se levantó del
sillón, se miró al espejo de la sala; hizo muecas para
relajar su expresión, se soltó el botón superior del vestido
y se cogió el pelo en una moña, como se lo cogen las
japonesas. Sonrió de nuevo y abrió la puerta.

Se saludaron con afecto: un beso en la mejilla, un


“cómo estás”, un abrazo.

Hasta ese día, a pesar de que en varias ocasiones se


habían hablado con una dulzura que expresaba algo más
que simple familiaridad, a pesar de que en algunos
momentos de silencio se habían mirado directo a los ojos
diciéndose cosas que no pueden expresarse con palabras, a
pesar de que hacía días los besos en la mejilla y los
abrazos cotidianos tenían una connotación diferente a la
usual, nunca sus cuerpos se habían dejado llevar por
urgencias físicas.

Arturo cerró la puerta, atravesó la sala, descargó su


morral y la bolsa con comida sobre el comedor. Se quitó la
chaqueta y la puso en el espaldar de uno de los taburetes.
—Mi mamá llamó y dijo que se va a quedar a
amanecer donde mi tía —dijo ella.
—¡Qué bueno!, hacía días no se veían; deben estar
saboreándose 10.000 chismes —respondió él.
185
Lucrecia se acercó a la puerta y le puso el pasador,
que solo ponían en la noche. Él la miró y, sin preguntarle,
le preguntó por qué. Ella entendió su pregunta insinuada,
pero no vio necesario responder; se le acercó, le acarició el
pecho, los hombros, los brazos.

—¿Cómo te fue hoy?


—Bien.
—¿Cómo va la obra?
—Bien.
—¿Estás cansado?
—Sí, hoy cargamos bloques y arena todo el día.

Le cogió las manos, se las masajeó. Le acarició los


brazos y los hombros, también masajeándoselos.
—¿Por qué no te das un bañito?, …eso te relaja. Estás
súper tensionado; a ver cómo está esa espalda.

Lo abrazó y le hizo masajes en la espalda. Silencio


calmo. Complicidad sutil. Apenas se alcanzaba a oír una
balada de Camilo Sesto, escuchado a volumen moderado
en alguna casa vecina. Empezó a llover.

Abrazados, cuerpo a cuerpo, se sintieron sus tibiezas,


sus respiraciones ávidas, sus dulzuras contenidas. Mejillas
rozándose, frases suaves al oído, dedos de él jugando con
el pelo cogido de ella. Manos de ella recorriendo la
espalda amplia de trabajador de calle de él. Senos grandes
de mujer madura, ardiendo en deseo, apretados contra un
pecho firme, esforzándose por contener instintos animales.
Sexos despertando de letargos largos, frenados por la
culpa, el miedo, la melancolía.

—Llegaste a tiempo; oye el aguacero —dijo Lucrecia.


186
—¡Qué de buenas!; por nada me coge —contestó él—
. Me gusta tu idea; me voy a dar un baño.
—Yo te prendí la tina hace rato; hay agua caliente.
—¿Hay toalla en el baño?
—Métete a la ducha, yo enseguida te llevo una —
contestó ella, aflojando el abrazo, mirándolo a los ojos y
acariciándole la mejilla.
—Me gusta ese peinado.
—Yo sé.
—¿Ese vestido es nuevo?
—Noooo; es viejísimo. Lo que pasa es que casi no me
lo pongo.
—También me gusta.
—También lo sé.

Arturo subió las escalas, entró a su habitación, se


desnudó, tiró la ropa sobre la cama y salió luego al baño,
tensionado porque ya ella hubiera subido las escalas y lo
viera así.
Abrió la ducha y esperó a que el agua se calentara. Su
cabeza ardía en confusiones. Pensaba en Claudia que lo
miraba y le sonreía, en los niños jugando y brincando a su
lado. Pensaba en la tragedia, que en su imaginación
amenazaba con repetirse. Pensaba en su pasado, en su
presente, en su futuro, que se mezclaban todos en un solo
instante de deseo incontrolable.

Su mente le decía que no, pero su cuerpo la


contrariaba con una incontenible erección de adolescente
que lo hacía sentir vivo de nuevo. Dejó que el agua
caliente le acariciara el cuerpo. Se enjabonó despacio,
recorriendo con sus manos toscas sus brazos, sus piernas,
su pecho, su sexo. Con el mismo jabón se lavó el pelo.
Recordó que Claudia siempre lo regañaba por no usar
187
champú; “…te vas a quedar calvo a los 40. Uno debe
lavarse el pelo con champú”, le decía. Nunca le hizo caso.
El baño se llenó de vapor caliente. Respiró el aire húmedo
y recordó de nuevo a Claudia: “…un día de estos te vas a
despellejar como un pollo; esa agua tan caliente no es
buena para la piel”, también le decía. Tampoco le hizo
caso nunca sobre eso. Sonrió. “Ay, mi Claudis”, se dijo.

La puerta estaba entreabierta. El vapor salía del baño


por la hendija, como de un baño turco. A cada segundo
miraba, ansioso, esperando a que en cualquier momento
Lucrecia la abriera, sin saber si solo la medio abriría para
colgar la toalla del perchero de la pared o si entraría a
terminar la aventura loca que hacía unos minutos habían
dejado inconclusa; a culminar esa etapa de apoyo fraterno
en la que habían estado en los últimos meses y empezar
otra etapa con consecuencias impredecibles.

Una vez lo vio subir las escalas, Lucrecia entró a la


cocina y cogió una toalla del colgadero de encima de la
lavadora. Se sentó en la sala. Su cabeza, igual que la de su
cuñado, estaba enloquecida. Pensaba en su hermana y sus
sobrinos, muertos hacía poco. Pensaba en su madre, quien
en varias ocasiones le había dicho que le buscaran mujer a
Arturo para ayudarlo a salir adelante. Pensaba en Pacho,
su exmarido, muerto hacía años; pensaba en sus vecinos,
en los del grupo de oración. Y pensaba en Arturo,
duchándose en el segundo piso; se preguntaba si estaría
solo esperando una toalla seca o si estaría esperándola a
ella para hacer lo que tal vez no debían hacer; o tal vez sí
tenían que hacer.

188
Subió a su cuarto. Abrió el guardarropa; se descalzó,
se echó perfume, se soltó el pelo, se peinó. Vaciló en si
solo debía abrir la puerta del baño sin mirarlo siquiera y
esperar a que él diera el paso siguiente o si debía entrar sin
disimular y evidenciar su deseo, que además ya había
demostrado antes con total claridad.

Se sentó sobre la cama y oró. Cerró los ojos y le


pidió a su hermana su opinión al respecto: “ayudame,
Claudita …decime qué hago, decime si te molesta, dame
una lucecita que me ayude a decidir qué hacer”; pero no
obtuvo respuesta. Le consultó también a su exmarido si
debía o no dar el siguiente paso: “…yo te fui siempre fiel,
Pachito; nunca siquiera miré con ojos de deseo a otro
hombre, y mucho menos a Turito, pero es que los dos nos
estamos necesitando; haceme una señita si te molesta y yo
paro ya esta locura; prendeme un bombillo, hacé que se
caiga algún trasto en la cocina, sóplame un vientecito en la
oreja”; pero, de nuevo, el silencio le indicó que lo que
hiciera de ahí en adelante dependía solo de ella.

Sus principios frenaban su mente, pero sus instintos


dominaban su cuerpo. Sentada aún sobre la cama,
mirándose al espejo frente a ella, soltó los otros botones
del vestido y se lo quitó de la cintura hacia arriba.
Desabrochó el brasier y lo puso sobre la cama; cogió sus
senos con ambas manos, se acarició los hombros, el
cuello, los brazos. Metió un dedo en su boca, lo chupó,
jugó con su lengua. Acarició uno de sus pezones con el
dedo húmedo. Se puso de nuevo la parte de arriba del
vestido; ya sin brasier, los pezones tensos se evidenciaban
tras la tela delgada de la prenda. Metió las manos bajo la
falda y se acarició las piernas, el pubis; se quitó los
calzones. Se levantó y, de espalda al espejo, apretó hacia
189
las piernas la falda con sus manos, para que se le forrara la
nalga; vio su redondez, su firmeza, su tamaño, y se sintió
orgullosa. Se volvió a sentar sobre la cama y se subió la
falda; abrió las piernas. Metió de nuevo su dedo a la boca,
lo humedeció en exceso y se tocó, sintiendo la excitación
que hacía tiempo no sentía.

Escuchando solo lo que su cuerpo le urgía, se echó la


bendición, pidió perdón adelantado por lo que iba a hacer,
cogió la toalla y caminó hacia el baño, con el corazón
queriendo huir.

Al abrirse la puerta, gran parte del vapor salió al


corredor. Entró, la cerró de nuevo y colgó la toalla en el
perchero. El plástico transparente de la cortina de la
ducha, aunque estaba un poco empañado, les permitió
verse con claridad. Ella lo miró por primera vez desnudo
y lo disfrutó sin afán. Lo recorrió de arriba a abajo,
queriendo ser el agua jabonosa que le bajaba desde el
pecho y le recorría el abdomen, el pubis, las piernas. Su
erección le hizo suponer sus pensamientos, sus deseos, sus
intenciones. Él la miró, la detalló, la soñó. Soñó con sus
senos grandes, que se insinuaban tras el vestido; con sus
caderas redondas, que ya antes había mirado con deseo;
con sus piernas firmes, con su abdomen preciso, con su
pelo negro largo, con su lengua dulce, con su sexo
ansioso.

Lucrecia abrió el vestido, lo deslizó sobre un hombro,


luego sobre el otro, y lo dejó bajar por su cuerpo hasta caer
al piso. Desnuda, se acercó a la cortina, la abrió y entró a
la ducha.

190
19 – EL “ENMUJONIO”

Charlas con don Arturo (8)


Febrero 16 de 2013; sábado

Las citas de los pacientes de don Arturo eran


agendadas y coordinadas por su esposa. Ella era quien
definía quién y cuándo entraba a su consultorio, y hasta
decidía cuánto debían pagar sus “personitas”. Sin
embargo, después de nuestra primera reunión, la agenda
de mis citas la manejaba directamente él, anotando
siempre al final de nuestras sesiones la fecha y hora de
nuestro siguiente encuentro. Por eso, mi contacto con su
esposa no pasó nunca de un saludo formal, siempre
cordial, eso sí.

En mi octava charla con don Arturo, por primera vez


antes de empezar, previo a que nos sentáramos y a que su
esposo cerrara el consultorio-oficina, la señora entró, se
me acercó y me ofreció un café.

—Ya me tomé uno antes de salir, doña Lucrecia;


muchas gracias —le dije.
—Confunda, pero no ofenda, Gringo —me contestó
furiosa, y salió del consultorio con Gardel, cerrando la
puerta con brusquedad.

Yo me quedé en silencio, sin entender qué había


ocurrido.
191
—Mi señora se llama Pilar, Gringo —expresó don
Arturo, riéndose—. ¿No sabía?
—No, señor—aclaré—. Pero, ¿ella no es Lucrecia?
—Nou, ser—respondió, riéndose aún—. Es que
todavía no le había contado esa historia.
—Pues, al parecer, no—le dije, con algo de molestia
hacia él—. Qué vergüenza con ella. Y hoy tenía planeado
empezar preguntándole sobre su familia de origen, pero
creo que esto me obliga a cambiar de tema. Hasta donde
supe, usted se había ido a vivir con Lucrecia al barrio
Héctor Abad y fueron felices por siempre. ¿No fue así?

Don Arturo cambió la música, encendió velones,


dispuso sus herramientas sobre la mesa de centro, nos
ubicamos en las poltronas y continuó:

—Eso fue hasta el 97. Vivimos juntos unos años muy


chéveres, en los que me tomé confianza ayudando a la
gente y trabajando con don Elías, pero después todo
cambió. Durante ese tiempo me fue muy bien, pusimos la
casita súper bonita. Imagínese que levantamos segundo
piso y hasta le hice salita de espera independiente al
consultorio, para que ella no tuviera que tener gente
sentada en la sala esperándome. Organicé mi bibliotequita
y le hice una alcobita a mi suegra para cuando quisiera
visitarnos. Hasta ahí todo iba bien, y parecía que, por fin,
la vida se me había enderezado.

—¿Qué pasó, entonces?


—Resulta que don Elías compró un terreno a una
hora y pico de la ciudad, y empezó a construir una finca
gigante, mucho más grande que la que tenía desde hacía
muchos años en el Oriente; eso parecía un hotel. Él tenía
192
allá trabajadores, pero, como yo era su mano derecha, me
mandaba varios días a la semana para allá a que le
manejara la gente y le enderezara los torcidos de la obra.
Yo tuve que alejarme un poquito de mis personitas, pero
se sabía que eso era de no más de cinco o seis meses. Casi
siempre viajaba los lunes en la tarde y volvía los jueves.
Resulta que una vez hubo un aguacero tremendo y se cayó
parte del techo de una de las bodegas de La Mayorista;
entonces don Elías me mandó llamar el martes temprano,
para que me viniera de una a ayudarle a solucionar el
problema. Como la finca quedaba por Barbosa, hacia el
norte, yo decidí pasar antes por mi casa a bañarme y
cambiarme de ropa. El problema fue que no le avisé a
Lucrecia que venía y, de muy ingenuo, entré sin hacer
ruido –que dizque para darle la sorpresa a mi señora–;
hasta le había comprado florecitas amarillas, que a ella le
encantaban. Apagué la moto antes de parquearla afuera de
mi casa, abrí la puerta sin hacer ruido, me quité los
zapatos, puse mis cositas en el piso con cuidado;
…pobrecito yo, todo romanticón. Cuando iba subiendo las
escalas, con caminado de gato, sentí suspiros y risitas en
mi pieza, pero pensé que era el televisor. Usted no se
imagina la sorpresita que me llevé, cuando la encontré en
mi cama, muy sin ropita ella, haciendo maravillas con el
Sacristán.

— ¿Con el Sacristán, su amigo de Villatina?


—¿Amigo?... amigo el ratón del gato. Si, Gringo,
para que se aterre: con el Sacristán; ese del que le conté
hace días —concluyó sonriendo.

— ¿Usted se ríe de eso?


—Is berer, mai fren, is berer. Además, ¿qué más
puedo hacer? …gracias a Dios eso fue hace mucho; y
193
recuerde que los dolores viejos no duelen tanto. Eso ya ni
rabia me da, Gringo. Ahí dejó salir Lucrecita su
“enmujonio”.

— ¿Su qué?
—Su “enmujonio”: …“su engendro mujer demonio”.
Es un engendro endemoniado que todos los humanos
tenemos adentro y que a veces no podemos controlar. El
de las mujeres se llama “enmujonio” y el de los hombres
“enhombonio”. Todos lo llevamos bien guardadito
cuando somos buenagentes, pero cuando lo dejamos salir
se nos olvidan los principios, la familia, las leyes, se nos
olvida hasta Dios. Téngalo por seguro, Gringo: los
humanos somos un invento en obra negra; Dios nos pone
aquí medio empezados a ver si de pronto nos terminamos
de hacer solitos.

—¿Usted qué hizo?


—Nada, camarada; no supe qué hacer. Uno con eso
se queda paralizado y mudo. Ella trató de explicar y
hablar, pero yo me fui, calladito.

— ¿Qué dijo él? —le pregunté.


—También se quedó callado …¿qué iba a decir? —
explicó don Arturo, mientras destapaba su ambil.
—…¿Quiere? —me preguntó, y, como ya me había
negado a recibirle en varias ocasiones, estaba muy alterado
por su narración y, además, desde hacía días tenía
curiosidad por probarlo, le acepté.

—Voy a probarlo, pero solo un poquito, Sir Arthur;


para bajar este impacto—le aclaré—. ¿Y si me cae mal y
me da aquí un paro cardíaco?

194
—Nou guorri, Gringo, nou guorri; del piso no pasa.
Pero chupe poquito…que de pronto a lo que entra es a un
estado alargado de indecencia —señaló riéndose fuerte, en
evidente broma.

Recibí el frasco, metí el índice al ambil, cogí la


cantidad de pasta que creí adecuada para mi primera vez y
me la puse entre paladar y lengua, como él me indicó. Me
supo a hierba verde salada. Empecé a sacudir los hombros
por el fastidio y, para gusto de don Arturo, que no podía
parar su risa burlona, no pude evitar soplar por la nariz,
como un perro o un gato cuando huelen pimienta. Luego
me dio hipo.

Don Arturo me invitó a recostar la cabeza y a


relajarme mientras él, a las carcajadas, salió del
consultorio y cerró la puerta. Fue por el café que había
ofrecido su señora, para después de mi viaje interior.

En cuestión de segundos se me encalambraron las


manos, con una sensación de hormigueo suave; sentía al
detalle cada dedo, cada uña, cada hueso, cada célula. Los
músculos de la cara, también con hormigueo, parecían
formar una máscara que me podría quitar a mi antojo. Me
pareció que el pecho se me contraía y, segundos más tarde,
se expandía hasta abrirse por completo. Por un momento
pensé que me iba a dar un ataque de algo y entré en
pánico. Y cuando estaba a punto de gritarle a don Arturo,
algo o alguien me habló, en susurro: “…tranquilo,
tranquilo”. Aunque ya había decidido levantarme y salir
del consultorio, ese alguien hizo que me calmara, recostara
mi cabeza en el espaldar de la poltrona y esperara. Igual,

195
don Arturo me había dicho que, con una sola dosis, la
sensación de estado alterado duraba solo unos minutos.

Al relajarme, el hormigueo invadió todo mi cuerpo;


luego, lentamente, se transformó en liviandad. Me sentía
como dopado, pero con plena conciencia y más alerta que
nunca. Me dispuse a disfrutar de aquella extraña sensación
y abrí mi mente, aceptando que pasara cualquier cosa. Mi
sentido del oído se agudizó y empecé a percibir sonidos
que antes ignoraba: el segundero de un reloj en el
escritorio, un perro ladrando en la lejanía, el agua
corriendo por una tubería de la casa del vecino, el “tic, tic,
tic” de las uñas de Gardel caminando en el corredor.

Entonces, como emitida por el silencio, por la nada,


por ningún lugar, se escuchó de nuevo la misma voz de
antes, que en susurro afirmó: “…todo está bien, Gringo,
todo está bien”. Yo erguí mi cabeza y miré hacia atrás,
hacia arriba, hacia los lados. —¿Sir Arthur? —pregunté
mirando hacia la puerta, que vi aún cerrada. A raíz del
susto por esa voz, mi sensación de liviandad mermó un
poco. Pasados unos minutos, entró él con dos pocillos de
café en sus manos.

—Eso no le pasa a todo el mundo, Gringo —comentó


cuando le conté mi experiencia—. Usted es muy de
buenas. Su cuerpo recibió muy bien la medicina y le
amplió su percepción al máximo.

—¿Y lo de las voces? —le consulté.


—Eso debió haber sido Marisol.

—¿Entonces el ambil sí hace que uno sienta


espíritus?
196
—No, hombre —precisó, como regañándome—; el
ambil lo que hace es ayudarle a uno a abrir el alma, a
ampliar la entendedera. Los seres de luz se comunican
muchas veces con nosotros, pero nosotros somos sordos.
El ambil no sirve para nada; uno es el que hace que sirva.
Es como un destapador de cañerías mentales; ya el resto lo
hace uno, si puede y quiere.

—¿Si puede y quiere?


—Es que no todo el mundo puede oír y muchas
personas además no quieren hacerlo. Hay personitas con
quienes los seres de luz nunca se comunican; porque no
quieren dañarles su tranquilidad o no lo tienen permitido.
Y hay otras con quienes ellos sí se han comunicado, pero
les da miedo o no quieren recibir información, y se niegan
a escuchar. Si Marisita le habló, es porque usted tiene
capacidad para escucharla. A muchos el ambil los pone a
vomitar ahí mismito y no pasa nada más. A usted lo único
que le hizo fue quitarle la mugrecita acumulada que no le
dejaba escuchar; el resto lo hizo usted.

Para calmar un poco el efecto del ambil, que igual no


se me quitó por completo hasta pasado un largo rato, don
Arturo me ofreció comer mambe –hoja de coca
pulverizada; similar a una harina verde–. Aunque sentía
temor por otra descontrolada de mi estado, acepté comer,
creyendo en su argumento de que éste es más suave que el
ambil y que actúa como un relajante del efecto de alerta
que produce el primero. Me insistió en que el mambe es la
dulzura, el femenino, el amor, que neutraliza la fuerza del
tabaco –base del ambil–. Me eché una cucharadita sobre
la lengua, sin tocar la cuchara de palo, y lo tragué de a
poco, mientras lo escuchaba a él hablar sobre sus dos
“abuestros”, como llamaba a sus medicinas preferidas. Al
197
ver a don Arturo hablar sobre sus medicinas, sus
herramientas, sus ancestros o sobre cualquier tema de algo
ajeno a mi cotidianidad, pensaba en invitarlo alguna vez a
una velada con un grupo de buenos amigos y familiares, y
ponerlo a contar sus hermosas historias durante toda una
noche en torno a una fogata; por supuesto, nunca lo hice.
Tras unos minutos, volvimos al tema inicial.

—¿Qué hizo usted después de que encontró a


Lucrecia y al Sacristán juntos?
—Arranqué para la empresa con una rabia la
verrionda. Sentía como si se me hubiera venido otro
derrumbe encima. Obviamente no se puede comparar
perder a la familia con que le pongan a uno los cuernos,
pero es que yo con lo de Villatina ya me había gastado
todo el cuero que le da a uno Dios pa´ aguantar caídas; eso
me cogió desprevenido, sin siquiera una vacunita para el
dolor, y me acabó de tirar al fondo. De mi casa a la
empresa no paré de llorar. Apenas llegué, don Elías se dio
cuenta de cómo estaba y pensó que era que yo había vuelto
a beber, porque tenía los ojos y la cara rojos. No le quería
contar pero, como empezó a pensar que yo lo que estaba
era trasnochado y enguayabado, tuve que decirle la verdad.

—¿Qué dijo él?


—Ave María, Gringo —respondió—. Ese señor se
puso como si eso le hubiera pasado a él, con su mujer. Era
a los gritos, insultando a Lucrecia como si la tuviera al
frente, y dándole manotazos al escritorio. Hasta se olvidó
del techo caído por un rato. La gente pasaba por la oficina
y creía que me estaba regañando a mí. Verlo tan bravo,
hasta me calmó, y terminé diciéndole que se relajara, que
le iba a dar un patatús. Me recomendó que la mandara al
carajo, que la dejara en la calle y que hiciera “pelar” a ese
198
tipo. Toda la empresa se enteró y, como todos sabían mi
historia de Villatina, estuvieron pendientes de mí como si
me hubiera vuelto a pasar una tragedia. Uno de los
bulteadores me dijo que él tenía unos amigos que podían
“arreglar al man ese”, pero les dije que ni riesgos, que yo
no era para esas cosas. Yo me había recuperado ya de lo
del 87, sintiendo que la vida me estaba dando otra
oportunidad con Lucrecia; pero al ver lo que ella me hizo
con ese tipo y, además, al saber que me había quitado
todo, volví a meterme al hueco del acabose, pero más
hondo todavía.

—¿Le quitó todo? —pregunté.


—Así fue —continuó—. Es que cuando uno está de
malas, hasta los perros lo mean. Imagínese que esa misma
noche, después de que medio organizamos la bodega
dañada, me fui a buscarla a mi casa; no había nadie, y
cuando traté de abrir me di cuenta de que le habían
cambiado la clave a la chapa. No pude hacer nada, porque
las ventanas tenían rejas; me tocó devolverme para la
empresa y decirle al vigilante que me dejara quedar a pasar
ahí la noche. Me pegué una borrachera del diablo, como
no me la pegaba hacía años. Gracias al cielo Rodolfo me
escondió las llaves de la moto de la empresa y no me dejó
salir. Yo supuse que ella se había ido para donde mi
suegra y me agarré a llamar, pero no me contestaron. Al
otro día, en un guayabo terrible, me senté a conversar con
don Elías y me recomendó que hablara con el abogado que
siempre le arreglaba los enredos de la empresa. Yo me
relajé un poquito, y por la tarde me reuní con él, pero me
dijo que lo mejor era que hablara con un amigo suyo
especialista en derecho familiar o algo así, pero que él
creía que tenía todas las de ganar, aunque seguro tendría
que partir la casa con ella, porque ya llevábamos varios
199
años viviendo juntos. Apenas logré hablar con ella por
teléfono a los dos días, y con toda frescura me dijo que lo
mejor era que me fuera y volviera a empezar, que ella me
quería mucho, pero que también quería al Sacristán y ya
prefería estar era con él. Y que me olvidara de la casa,
porque ya no era mía. Que estaba traspasada a nombre de
él desde hacía varios meses, y que él después se la iba a
pasar toda a nombre de ella sola.

— ¿Estaba a nombre de él?, ¿legalmente?


—Sí señor, legalmente. No sé cómo hicieron, pero
cuando me fui para la notaría en donde se había hecho el
tal traspaso de la casa, resulta que aparecía como si yo se
la hubiera vendido a ese tipo y él me la hubiera pagado en
efectivo, con recibo de caja y todo, firmado por mí. Todo
por escrito y autenticado.

— ¿Y usted no habló con él?


—Pues intenté, pero no pude. Apenas supe eso me fui
a buscarlo al barrio de abajo de Villatina, adonde me
dijeron que vivía. Pero no fue sino que llegara a la cuadra
de él, y ahí mismo me cayeron dos pelaos armados a
decirme que dejara quieto al patrón “si no quería amanecer
en un caño”; unos cagones con caras de angelitos y alias
de revista policíaca: dizque “Bofe” y “Pezuña”.

— ¿Acaso el Sacristán no era tan bueno y tan


tranquilo? —consulté.
—Pues cuando yo lo conocí era un tipo bueno y
calmado, casi un santo. Pero con eso se vio que había
cambiado mucho o que todo eran apariencias. Como dicen
por ahí, Gringo: “…líbrame Señor de las aguas mansas,
que de las bravas me libro yo”. El tipo se volvió más
dañino que una autopsia; o yo no sé si ya lo era desde
200
antes, y nadie sabía. Terminó siendo un maloso, “un duro”
de una de las bandas de por allá. Cuentan que trabajaba
con Pablo Escobar cuando lo mataron, y se había quedado
con varios negocios del capo.

—¿Ambilcito, Gringo? —me ofreció don Arturo,


mientras él comía.
—Pero poquito —le dije, y tomé menos de la mitad
que la vez anterior.

Con la poca cantidad que tomé, apenas sentí un


cambio leve en el cuerpo, pero, igual, me dio hipo y tuve
que parar de escribir. Él se rio, me sugirió tomar café, ya
frío, y me ofreció mambe, que también le recibí. Al
echarme a la boca sin tocar lengua ni labios aquel polvito
verde de volatilidad extrema, se regó un poco sobre mi
camisa blanca; traté de retirarlo sacudiéndolo con la mano,
pero antes hice que se regara más y me quedó un visible
pegote color esmeralda. En otra ocasión me hubiera
ofuscado, pero, quizá por el momento y el lugar, no le
presté importancia al hecho y solo se me ocurrió
preguntarle con qué podía quitar esa mancha, a lo que él
respondió, bromeando: “con unas tijeras”.

—¿Ya entró en estado indignado de impaciencia? —


bromeó luego.

Me reí con él, y continué:

— ¿Qué pasó con la casa?


—Nada qué hacer —continuó—. El abogado aquel
revisó los papeles y me explicó que todo estaba legal y que
la notaría en donde habían hecho la supuesta compra era
201
reconocida por manejarle entuertos a mafiosos. Me
dejaron en la calle, Gringo. Gracias a Dios, cuando don
Elías supo todo me ofreció que mientras me organizaba
otra vez me quedara en una pieza con herramientas que
había en una de las bodegas; que la organizara bien, que
ahí podía hacer por el momento un cambuche cómodo.
Yo le insistí a Lucrecia por ahí una semana para que
habláramos; la llamaba día y noche donde mi suegra y a
mi casa –bueno, la que era mi casa–. Y me daban unas
ganas las verracas de aparecérmele, pero le confieso que
sentía miedo del mozo de mi ex, que me mantenía
vigilado por los pelaos esos; me los asignó como si fueran
mis escoltas. Iban todos los días a La Mayorista y
parqueaban la moto cerquita de las bodegas, y a veces
hasta me dejaban en la portería mecato o me lo enviaban
con alguien: “….que aquí le dejó ‘Pezuña’ esta Coca-Cola
con empanadas pa´ que se acuerde del patrón”; “…que
aquí le manda ‘Bofe’ estos buñuelitos pa´ que se anime”,
me dejaban razón. Imagínese que como a los diez días,
un viernes por la tarde, casi a las cinco, yo estaba
arreglando una lámpara afuera del almacén y de pronto
llegaron cuatro tipos distintos a “mis escoltas” en un taxi.
Parquearon el carro y se bajaron de una, a lo que venían.
Como la gente de la empresa y los vecinos sabían que yo
estaba amenazado, eso fue como si hubieran llegado
echando plomo: la señora del aseo se arrodilló y empezó a
rezar, los del almacén de enseguida cerraron la persiana
metálica, unos cargadores que estaban bajando un arroz se
escondieron detrás del camión. Ahí sí valió decir que es
mejor cobarde vivo, que valiente muerto; me dejaron solo.
Pues le cuento que yo estaba tan aburrido, que hasta pensé
que era mejor que me mataran, y me les fui de frente; les
pedí que acabáramos eso de una vez; que me quemaran de
una, y así quedaba tranquilo el Sacristán. Pero no sacaron
202
armas ni fueron violentos. Dos de ellos se hicieron a los
lados, cuidando que nadie se fuera a poner de macho, y los
otros dos se me acercaron y me dijeron:
—…Tranquilo parcero, que si hubiéramos venido a
eso, usted ya estaría boqueando y ni se hubiera dado
cuenta.
—…¿Entonces, a qué vinieron? —les pregunté.
—…Vinimos a traerle sus cositas y a recomendarle
que deje de llamar a la mujer del patrón. Mejor cálmese,
Arturo, que usted está vivo es porque don Deison lo
recuerda como un viejo parcero de Villatina; …y como
está enamorado de esa vieja, le hace caso en todo, y ella le
ha dicho que no lo mate a usted porque le da pesar. Pero
no lo toree más. Si sigue jodiendo, nos va a tocar
organizarlo —dijeron.

Y entonces me bajaron del carro unas cajas con mis


libritos y mi ropa, y se fueron volados. Eso fue lo único
que me quedó de lo que había conseguido hasta ese día.

—¿Volvió a hablar con ella?


—Sí; como un mes después—indicó—. Una vez me
mandó razón de que nos viéramos en un bar del centro un
sábado por la mañana. Yo ya había dejado de llamarla y
fui solo, pues sabía que si ese tipo me iba a matar, no
necesitaba complicarse poniéndome citas. Nos reunimos
durante casi media hora. Me juró que no había planeado
nada de lo que había pasado: “todo se fue dando por cosas
de la vida; mi relación con Deison empezó hace como dos
años y medio, pero ahora no estamos bien”. Dijo que eso
había pasado porque yo me había vuelto muy simple; y
como él era tan especial, se había dejado enredar. Me
contó que todo había empezado una vez cuando ella fue
donde la mamá y se lo encontró de casualidad: “me invitó
203
a tomar una cerveza, me empezó a echar piropos y a
sobarme la pierna debajo de la mesa y, cuando menos
pensamos, terminamos en un motel”. Que después de eso
ella había jurado no ponerme cachos nunca jamás, pero él
había empezado a llamarla y a enamorarla con detalles
irresistibles. Que el día cuando los pillé en mi cama era la
primera vez que dizque “hacían el amor” en nuestra casa,
porque siempre se iban para moteles –por respeto a mí–.
Me dijo que estaba arrepentida por lo de la casa, pero que
eso ya no tenía reversa, porque él ya la tenía casi vendida e
iban a irse a vivir juntos para el barrio El Poblado:
“vamos para un apartamentico que me regaló Deison
cuando cumplimos dos años; y ese está a nombre mío
solita, con escritura y todo”. Me pidió perdón, me dijo
que la olvidara y siguiera adelante, que yo era una buena
persona, pero que por haberme vuelto tan simple, al final
las cosas habían salido mal; “eso le pasa a cualquiera; son
cosas de la vida”, me dijo. ¿Qué opina, Gringo?, según
ella, todo fue culpa mía, eso me pasa por ser tan buena
gente; es que al que se vuelve miel, se lo lamben. Pero ya
a ese momento no me importaba nada; el daño estaba
hecho. Todo lo que decía me parecía mentira. Aunque
algo en ella todavía me atraía, con mi rabia la veía fría,
como una mujer de yeso, una estatua sin alma que nada
me inspiraba. Esa fue la última vez que la vi, pero esa vez
ya no vi a Lucrecia, ya vi a una extraña, a una enemiga,
capaz de hacerme cualquier daño. Ya le había perdido toda
la confianza; y sin confianza…

—¿La olvidó rápido?


—Ave María, Gringo. Ni me recuerde eso por Dios. Ojalá
hubiera sido así; al contrario, eso se me volvió una
obsesión que casi no me deja en paz. No solo pensaba y
204
volvía a pensar y a recordar lo que vi, sino que además me
torturaba a mí mismo imaginando lo que pudo haber
pasado y suponiendo lo que debió haber pasado. La mente
se me volvió una cárcel que no me dejaba vivir. Es que lo
que más atormenta de eso no es la verdad de lo que pasó;
lo que más atormenta son las medias verdades, que uno no
sabe cómo pasaron pero la mente trata de completarlas de
mil maneras. Lo que más atormenta es pensar, recordar,
suponer, inventar. En esos días hubiera dado la vida por
tener la inteligencia de un pollo de engorde y la memoria
de un repollo o un cilantro. Yo me pasaba el día y la
noche envenenado, pensando “por qué fue, cómo fue,
cuándo fue, dónde fue, por qué no me di cuenta, en dónde
estaba yo, por qué a mí, por qué con él”. Me la pasaba en
el infierno. Es que el infierno no es de fuego, ni oscuro, ni
antes, ni después de la moridita; el infierno puede ser hoy,
puede estar aquí y ahora. El infierno está en la mente,
Gringo; el infierno está en la mente.
—Y también el cielo —le dije.
—Eso es cierto; tiene toda la razón. Y tan cierto es lo que
dice, que al fin dejé eso atrás, seguí adelante y hoy ando
feliz en el cielo; o al menos en mi cielo.

—¿Le perdonó eso a Lucrecia?


—Puesss... qué le dijera. Es que eso no es de
perdonar o no perdonar. Lo que hay que tratar de hacer es
no pensar en eso y dejarlo atrás. Puede que uno se
acostumbre a tenerlo en la mente sin que lo atormente,
pero de ahí a perdonarlo, hay mucho. Yo sé que hay
gente muy avanzada que sí puede hacerlo, pero al menos
yo, no sabría decirle si en realidad fue que lo perdoné o
simplemente lo dejé atrás. Es que ser maestro, guía o líder
espiritual, no garantiza que uno sea perfecto. Además, el
solo hecho de tener cuerpecito con huesitos y carnecitas, y
205
ser un humano nacido de otro humano, le impide a
cualquier hombre o mujer dejar de sentir el dolor, la
tristeza, la soledad o la rabia; de pronto hasta se logre
hacérseles el pendejo, pero no dejar de sentirlos. Pero lo
importante es que hace rato que dejé de pensar en eso y lo
solté. Recuerde el dicho: si a viejo quieres llegar, las
cargas debes soltar. Además le cuento que después el
Sacristán se enteró de que había hablado con Lucrecia, y
me dio una ayudita para alejarme más de ella y acabarme
de aterrizar. Imagínese que mandó otra vez a La
Mayorista a “mis escoltas” (que ya no habían vuelto), a
hacerme la última advertencia. Los verriondos llegaron
tranquilos, preguntaron por mí en la bodega 1, y yo salí
desprevenido a ver qué querían. Pues con la mayor
frescura se me acercaron, me saludaron (...de mano y
todo), y cuando menos pensé “Pezuña” me mandó a la
cara un cachazo con la nueve milímetros, que me tiró al
piso echando sangre. Ni me había parado y “Bofe” me
pegó una patada en el estómago que pensé que me había
reventado por dentro las tripas. Me dijeron que no siguiera
buscando, que ya estaba que encontraba; que esa era la
última, y que mejor no me aprovechara más de la
paciencia del patrón. Vea la cicatriz; boté más de un litro
de sangre, me cogieron 12 puntos. Después de eso no
volví a saber, ni averiguar nada de ella, hasta que, como al
año, me llamaron a contarme que la habían matado, junto
con él.

—¿Los mataron? —pregunté impactado.


—Sí, señor. Pobrecita. Estaban de paseo en una finca
por San Jerónimo; de esas fincas que parecen hoteles, con
piscina, sauna, bares y camas para un gentío. Andaban de
invitados de un narco muy pesado amigo del Sacristán.
Los matones eran empleados de otro narco y fueron a
206
cobrarle unas culebras al señor de la finca. Y usted sabe
que esa gente cuando llega a dar plomo, no pregunta quién
es quién. Dizque entraron en cuatro carros tumbando la
portada y desde antes de bajarse empezaron a volear
chumbimba. Ellos iban por el duro, pero como los
guardaespaldas se les enfrentaron, le fueron dando a todo
el que vieron. A Lucrecia y al novio ni siquiera los
quebraron por algo que él debiera; pagaron por estar mal
parqueados. Esa vez cayeron doce, de una: cayeron el
mafioso ese con su señora, el Sacristán, Lucrecia, tres
guardaespaldas del duro y uno del Sacristán, dos
trabajadores de la finca y dos matones. Los que se
salvaron de los otros amigos del dueño de la finca que
estaban allá o de los trabajadores, fue porque alcanzaron a
correr por las mangas o porque estaban en las piezas y
lograron esconderse en algún rincón; no mataron más
porque esa gente, apenas se aseguró de que había caído el
duro, recogió sus dos muertos y se fue; eso como que fue
una película que no duró más de diez minutos. A los
primeros que les dieron fue a los que estaban en la piscina
bebiendo con el patrón, entre ellos mi exmujer y su novio.
Eso salió en las noticias como “ajuste de cuentas entre
narcos”.

—¿Qué sintió cuando supo eso?


—Pesar, mucho pesar por ella. Lucrecia no
necesitaba enredarse con ese tipo, que ya se sabía que la
iba a llevar a eso. Ella se hubiera quedado tranquilita
conmigo y hasta hubiéramos seguido la vida con calma.
Ella no entendió que lo más importante de una pareja es la
tranquilidad, y nosotros vivíamos tranquilos; se fue a
buscar acción y la encontró. Cuando supe me dio pesar,
pero lo tomé relajado, porque yo ya estaba feliz con Pili, y
no sentía nada por ella; muerto el perro, se acaba la rabia.
207
Pili hasta me dijo que fuera al entierro o que hablara con
Zuleima, mi ex-suegra, para apoyarla; pero yo no quise
revolver otra vez ese pasado tan amargo. Además, cuando
pasó lo del Sacristán, Zuleima me dio la espalda. Nada
teníamos de qué hablar.

—¿Nunca sospechó de Lucrecia?


—Nada; eso lo tenía más tapado que un entierro —
contestó—. Es que a uno lo traicionan es cuando uno no
espera que lo traicionen. Yo confiaba en ella y no
sospechaba nada, por eso no esperaba traiciones; todo el
mundo es honrado hasta que lo cogen, Gringo. Ella una
vez sí me contó que se lo había encontrado por donde la
mamá, pero no más. Yo ni en sueños sospeché algo;
Lucrecia manejó todo con una inteligencia y un cuidado,
que a mí ni se me pasó por la cabeza lo que estaba
haciendo. Siempre que hablo de esto me acuerdo de
Fredy, mi amigo del barrio. Él decía que “hombres y
mujeres somos igual de infieles; pero ellas manejan la
infidelidad con el cerebro, y nosotros con el pipí”.

208
20 – ESCUCHAR, HABLAR, ESCUCHAR

Charlas con don Arturo (9)


Febrero 23 de 2013; sábado

Aunque usualmente don Arturo me abría la puerta


cuando llegaba a su casa, en nuestra novena charla, no sé
si por sugerencia de él para hacerme avergonzar, me
recibió doña Pilar. La saludé por el nombre. Ella,
sonriendo con malicia, me hizo pasar.

—Qué bueno que ya sabe cómo me llamo, Gringo —


señaló, alargando malintencionada los segundos con su
mirada fija.
—Sí, señora —le aclaré—, y nunca se me olvidará.
— ¿Hoy sí me recibe un café?
—Por supuesto, apenas para esta lluvia y el frío que
está haciendo —contesté, mientras me limpiaba las huellas
de las patas empantanadas de Gardel, que me saludó
eufórico, como siempre, sin que ella lo regañara.
—Sígase, que yo se lo llevo al consultorio. ¿Le echo
azúcar?
—No, señora, gracias. Yo me lo tomo simple.
—Para que vea; en cambio Turo se lo toma como una
melaza —concluyó, mientras entraba a la cocina y me
señalaba el corredor invitándome a seguir hasta el fondo.
Segundos después se escuchó el silbato de una clásica
tetera pitadora para calentar agua; la supuse roja con
mango negro como una que tuvo mi madre y, aunque aún
209
no se sentía el aroma del café recién hecho, solo
imaginarlo hizo que me invadiera una cálida y casi
romántica sensación de hogar.

Don Arturo estaba en su consultorio, sentado ya en la


poltrona de siempre, oyendo sus tangos y leyendo. Al
verme entrar cerró su libro, lo puso sobre la mesita
auxiliar, me saludó con el afecto de siempre y me invitó a
sentarme en la otra poltrona frente a él.

— ¿Por qué no me había contado antes lo de


Lucrecia? …todavía siento vergüenza con doña Pilar —le
dije, después de saludarlo.
Él sonrió y sustentó, irónico:
—Ese capítulo era para el final, mai gud fren.
Recuerde que yo ya soy casi escritor también. Y usted me
ha enseñado que no podemos contar todo de una vez,
porque “dañamos el hilo conductor de la historia”.

—Tiene razón, Sir Arthur —acepté—. A propósito,


ya estamos terminando el material para el libro.
—Qué pesar, Gaspar. Nos vamos a quedar sin tema.
¿Con qué seguimos hoy? —preguntó, mientras abría el
tarro de tapa amarilla—. ¿Quiere ambil?
—Por ahora no, gracias. Déjeme me tomo antes el
cafecito que me ofreció su esposa para calentarme un poco
—le dije mirando a doña Pilar, quien en ese momento
entraba.
—Eso está bien; disfrute primero el tintico —observó
él.

La señora entró al consultorio-oficina, se acercó y


puso sobre la mesa de centro dos pocillos de café
humeante.
210
—Gracias, Lucre… ¡eh, perdón! Gracias, Pili —
corrigió don Arturo, con obvia intención de molestarme, y
soltaron los dos una carcajada burlona, que me hizo
sonrojar.
—¿Muy caliente el café, Gringo? —bromeó ella al
verme incómodo, y salió del consultorio, riendo en coro
con su esposo. Entendí que su supuesta furia de la semana
anterior había sido simulada para molestarme –cosa que
me tranquilizó–.

Don Arturo había olvidado cambiar la música. Se


paró, puso uno de sus casetes, buscó en el cajón del
escritorio alguna de sus herramientas que había olvidado
ubicar en la zona de trabajo, y aprovechó también para
encender incienso y velones. Se sentó de nuevo, colocó su
café en la mesa auxiliar, y me miró con cara de niño
atento, como solía hacerlo siempre que íbamos a empezar
nuestra sesión.

—¿Qué pasó con su vida después de lo de la traición


de Lucrecia? ¿Cuándo entra doña Pilar a su historia? —
consulté.
—Calma, Gringo. Vamos por partes, recuerde que
nos quedamos sin tema —sugirió—. Cuando pasó lo de
Villatina yo quedé en un descuadre tremendo; lloraba todo
el día, y en la noche bebía como caballo al sol. Pero
cuando pasó lo de ella, ni siquiera me provocaba beber.
Me metí en un túnel oscuro en el que no me importaba
nada, y a toda hora sentía como si tuviera una rata muerta
dentro del pecho; me volví una basura andante que
simplemente estaba por estar. Dormía en el cuarto que me
prestó don Elías, en una colchoneta tirada en un rincón.
Comía si me daban comida, y si no me daban o no había,
211
pues aguantaba hambre. Me puse como un esqueleto, más
acabado que el año pasado; daba lástima.

—Usted nunca me ha mencionado a sus hermanos.


¿Qué pasó con ellos? ¿Se reúnen, hablan?
—Casi no sé nada de ninguno. Con la única que
hablo, y eso que cada año por la cuaresma, es con Estela,
mi hermana menor. A veces me llama o yo la llamo, pero
no la veo desde hace más de un año. Con Arnulfo, Rubén
y Marta nunca volví a hablar. Sé de ellos porque cada vez
que hablo con Estela medio me dice en qué van; pero nada
más. Sé que cada uno tiene su vida aparte y trata de salir
adelante como puede. Ya tienen los hijos grandes, pero ni
los conozco; si me los encuentro de casualidad en la calle
nos pasamos sin mirarnos siquiera, porque tampoco creo
que les hayan hablado de mí; no me deben haber visto ni
en fotos. Es que mi mamá era la que nos unía a nosotros;
apenas murió ella, cada uno hizo rancho aparte. Ni
siquiera cuando pasó lo del derrumbe me apoyaron como
hermanos; vinieron a darme el pésame, se estuvieron
varios días en el barrio y se fueron. La única que estuvo
muy pendiente fue Estela, que hasta me ofreció que me
fuera un tiempo para su casa; pero ni riesgos que me iba a
ir a vivir a Buenaventura, y menos con ese marido de ella
que es más raro que la honradez; solo saluda cuando le da
la gana, y se mantiene borracho, enrumbado o de mal
genio. Un día es un sol de verano y al otro día es una fiera
enjaulada. De mis hermanos ya no tengo sino recuerdos,
ya no somos familia; ahora cada quien es dueño de sus
propios miedos.

—¿Con lo que pasó con Lucrecia tampoco lo


llamaron?

212
—Creo que ni se enteraron. Solo Estela, que cuando
supo me dio una llamadita a echarme cantaleta, a decirme
que nunca había confiado en esa vieja y a envenenarme
más. Pero así como darme apoyo, ni cinco. En ese tiempo
yo miraba mi pasado y solo veía muerte, abandono y
traición; y miraba lo que tenía en ese momento, y veía
soledad ¿Qué sentido le iba a encontrar a mi futuro?

—¿Buscó ayuda en alguien? ¿…en los grupos de


antes? ¿en algún amigo?
—En el único en quien pensé fue en el pastor aquel
de Villatina. Pensé que él, por ser amigo del Sacristán, de
pronto podía ayudarme. Supe que tenía una iglesia por
Belén, y fui a visitarlo. Me recibió muy querido, como
siempre. Cuando le conté todo, se le aguaron los ojos.
Cambió de una su imagen de pastor, y empezó a hablar
como si él fuera el que estuviera en consulta conmigo. Me
dijo que Deison había sido como un pariente para él; que
era su amigo, su apoyo, su confidente; un compañero que
lo acompañaba a todas partes. Pero que hacía unos años se
había vuelto muy agresivo, y de un día para otro no le
había vuelto a hablar. Se puso a llorar y dijo que se sentía
muy solo, porque nadie lo hacía sentir tan bien como
Deison. Y que como él era soltero, le hacía falta alguien
que estuviera a su lado y lo consintiera.
—¿Eran amantes?

Don Arturo se rio e hizo una mueca de interrogación.

—Ai don now. Yo me di cuenta de que el hombre le


estaba cambiando el tono al asunto y, antes de que me
contara lo que yo no quería saber o me pidiera lo que yo
no iba a darle, le dije que me tenía que ir para el trabajo y
me despedí. Entendí que ese andaba peor que yo.
213
Entonces me di cuenta de que estaba más solo que nunca.
Mi único apoyo era don Elías, que era como mi papá; y los
compañeros de la empresa, que me miraban con lástima y
me preguntaban a cada rato cómo iba.

—¿Qué pasó con sus pacientes? ¿no volvió a atender


a nadie?
—¿Y en dónde los iba a recibir, Gringo? —
cuestionó—. ¿Y además, con qué ganas? La gente sí me
siguió buscando, pero yo les dije a todos que no los podía
volver a atender porque había tenido que vender la casa y
no tenía consultorio. Algunos me pidieron que buscáramos
otro lugar, o que nos reuniéramos así fuera en una
cafetería cualquiera, pero a todos les dije que
definitivamente no podía atenderlos. Además, ¿con qué
ánimo me iba yo a poner a recibir personitas, si yo estaba
peor que todos ellos juntos? Para dar hay que tener; uno
no puede dar de lo que no tiene.

—¿En qué ocupaba su tiempo?


—En el día trabajaba como bestia. En la noche
trataba de embolatar la cabeza leyendo mis libritos viejos
o los que iba comprando en anticuarias del centro o al
librero, que a veces hasta me regalaba folleticos de
superación personal –que nunca leía–. Tenía mi
bibliotequita guardada en las mismas cajitas en las que me
la entregaron, o regada y arrumada en rincones. Me
sentaba en la colchoneta sobre el piso frío, prendía un foco
al que le había hecho una extensión –porque al de ese
cuartico lo tapaba una de las estanterías para herramientas
y materiales–, regaba algunos libros y me sentaba a leer
hasta las tres o cuatro de la mañana. Y no era que parara
de leer por sueño, sino para obligarme a descansar un
poquito; pero a veces amanecía con el ojo abierto,
214
pensando y repensando lo mismo. Ahí fue cuando empecé
a pensar dizque en suicidarme, pero planeaba mi suicidio
siempre para el día o la semana siguiente, y lo iba
aplazando y aplazando cada vez que se llegaba la hora. Y
en esas se me fueron yendo los meses, hasta que otra vez
se me apareció Marisol a regañarme.

—¿Soñó con ella?


—Uy, Gringo, no —contestó—, la vi.

—¿La vio?
—Yeee. Una vez, como a las cinco de la mañana,
después de leer toda la noche. Yo estaba medio dormido y
medio despierto, como pensando y viendo visiones al
mismo tiempo. Estaba con un sueño-visión lo más de raro,
de una señora mueca con bigote que se me reía y me
llamaba mientras fumaba por la nariz, y de pronto sentí
como si alguien hubiera empujado la puerta del cuartico,
que siempre la dejaba ajustadita. Sentí un frío tremendo,
como el vientecito que siente uno cuando abre una nevera.
Entonces levanté la cabeza, miré bien y la vi ahí, parada,
mirándome también ella a mí, de brazos cruzados, con una
cara de rabia que no parecía de ella. Se le veía la carita
iluminada, toda pálida, como verdosa. Tenía puesto el
vestidito de flores que le regaló la abuela Zuleima cuando
cumplió seis, y estaba peinadita con las trencitas que
siempre le pedía a Claudia que le hiciera. Ahí sí puedo
decir que me espantó, porque me puse helado, me dieron
ganas de mear y salir corriendo, y el ambiente se puso
pesado; eso fue asustadorsísimo. Se me fue acercando
despacio, pero sin caminar, como flotando; con una
mirada que daba miedo. Le confieso que ahí si pensé:
“¡…mierda, hasta que por fin me llevó el diablo!”.

215
—¿Qué le dijo?
—Ni mú; nada. Ni una palabra. Se quedó quietecita, a
unos dos metros de mí, y se fue desapareciendo despacito,
despacito, hasta que se esfumó. Al final, antes de
esfumarse del todo, me hizo una sonrisita, como para
tranquilizarme un poquito y para que entendiera que sí era
ella y no Satanás disfrazado de ella. Yo no pude seguir
recostado. Me levanté, organicé la colchoneta y los libritos
que tenía regados, salí del cuartico y me fui a contarle al
vigilante; a hablar con alguien de este mundo. Él no me
creyó mucho, y me dijo que seguro estaba soñando, que
eso había sido una pesadilla que había tenido por tanta
trasnochadera y tanto cansancio acumulado. Igual me dio
un café y me habló bobadas hasta que amaneció y le
entregó el turno al otro vigilante. Hasta ese día pensé en
el suicidio y, aunque en nada cambió mi vida, me propuse
a dormir más –siquiera unas tres horitas diarias–, a dejar
de quejarme tanto por la vida y a buscar con quien hablar y
entretenerme un poquito. Empecé a conversar más con la
gente de la empresa y a aceptarles salir de vez en cuando a
tomar boquifrías –antes se mantenían invitándome y nunca
les aceptaba–. En fin, empecé a tratar de vivir otra vez.
Qué cosa, Gringo; empecé otra vez… otra vez. Eso es la
vida: un siempre empezar.

—¿Volvió a ver a Marisol después de esa vez?


—Nou, ser. Así como verla, verla, nunca —afirmó—.
A veces sí sueño con ella, pero casi como recordándola:
hermosa, sonriente, divina, igual a cuando estaba viva. Me
sueño jugando con ella, leyéndole cuenticos, bailándole,
payaseándole y haciendo las cosas que siempre hacíamos.
Y de vez en cuando la siento que me habla pasito al oído,
dándome mensajes, aconsejándome, mandándome de esa
buena energía que siempre tuvo. Pero, eso sí: cada vez
216
que puedo le digo que si se me vuelve a aparecer, que se
me muestre como era ella; que no me asuste, que no me
haga dar miedo disfrazada de diablo.

—¿Y doña Pilar? ¿Cuándo llegó a su vida?


—Ou key. Venga pues le cuento. ¿Quiere ambil?

Abrió sus tarros y compartimos pasta café y harina


verde.

—En una tomada de boquifrías con la gente de la


empresa, un viernes por la noche —continuó—, más o
menos a los tres meses de haber visto a Maricita en el
cuartico donde dormía, uno de los muchachos de
contabilidad de la empresa me invitó al día siguiente a una
reunión con un grupo dizque muy espiritual, en el que
únicamente hablaban y compartían historias que ayudaban
a la gente a sanarse y dejar tristezas atrás. A mi ahí mismo
se me vinieron a la cabeza los encuentros con el pastor y
con el Sacristán allá en Villatina, y hasta piedra me dio.
Pero de una me acordé de la niña disfrazada de demonio, y
decidí arriesgarme a ir. Igual no tenía nada qué perder
yendo allá, y pensé que eso hasta me podría entretener un
poquito, al menos ese fin de semana –en ese tiempo se me
hacían eternos los fines de semana–. Para que vea cómo
es la vida: ahí fue cuando conocí a Daniel y a Pili.

—¿Daniel?
—Daniel Gómez —respondió—. Era el que dirigía
esos encuentros. Tenía una finquita por Santa Elena, en un
frío el verraco. Yo ya en ese tiempo le había comprado
una motico vieja al patrón, así que antes de subirme para
allá recogí a Mauro, el compañero de la empresa que me
invitó, y me fui con él. Llegamos a las cinco pasadas,
217
todavía de día. El encuentro era en un lugar con una casita
hasta lo más de organizadita, con una chimenea calientica
que provocaba meterse adentro. Yo estaba más prevenido
que marrano en 31. Cuando nos bajamos de la moto, lo
primero que vi fue a una vieja con una coquita llena de
hierbas prendidas, repartiendo humo por todos lados: un
perro labrador café lo más de bonito –que no se me
despegó desde que llegué, parecía que yo fuera el dueño–;
unos tipos fumando tabaco, sentados en un tronco seco; y
un gentío de como diez personas en sillitas plegadizas al
lado de una fogata. “Estos deben ser una mano de
marihuaneros vegetarianos desocupados”, pensé yo.

—¿Y sí fumaban marihuana?


—Nada. Eso creí yo, pero al fin me di cuenta de que
solo fumaban tabaco, y chupaban ambil y mambe.
Entonces Daniel se levantó del círculo de la fogata y se
acercó a nosotros; saludó a Mauro con un abroso que, con
esa prevención mía, me hizo pensar que era el novio;
“huy, y yo que me vine en la moto con este tipo”, pensé.
En ese tiempo yo nunca abrazaba hombres, ni mujeres con
las que no tuviera alguna relación cercana. Descansé
porque a mí solo me saludó de mano y me dio la
bienvenida; muy amable el hombre, eso sí. Nos invitó a
sentarnos cerca al fuego para calentarnos, y una señora
gordita muy bonita se nos acercó a ofrecernos un
aguapanela que me cayó como un manjar del cielo; era
Pili. Al principio la vi solo como una mujer muy querida
y muy bonita; jamás me imaginé en lo que iba a terminar
yo con ella. Yo no había llevado guantes, y tenía las
manos heladas y tiesas por el viaje en moto, así que me
senté cerquitica de la pura candela y, con ese humero, a los
diez minutos estaba oliendo a marrano chamuscado.
Poquito a poquito me fui relajando y, como no vi a nadie
218
borracho ni fumando hierba, fui abriendo la entendedera y
me propuse a escuchar y a esperar a ver qué pasaba.
Aunque sí me tenían nervioso los tarritos con pasta y
polvo verde que me ofrecían en cada ronda que los
pasaban. Hasta llegué a pensar que eran droga camuflada o
algo tóxico.

—¿Le molestan la marihuana y el vegetarianismo?


—Nou ser, para nada—contestó—. Es más, le
confieso que varias veces he fumado, pero no me gusta
relajarme tanto. Prefiero mantenerme despierto y con las
pilas puestas. Y tampoco me chocan ni el trago, ni las
drogas; lo que me molesta son los borrachos y los
drogadictos, cuando se ponen pesados. El problema de los
vicios es dejarse llevar por ellos. Pero respeto a quien
quiera tragarse o fumarse lo que le provoque; cada cual
hace de su cuerpo una joya o un despojo. Y tampoco tengo
nada contra los vegetarianos; los respeto y los admiro,
pero a mí sí me hace mucha falta la carnita. Pues le
cuento que a las dos horas de estar ahí, me sentía con
amigos de toda la vida, hablando de todo tipo de cosas y
hasta contando chistes. Le pregunté a Mauro qué eran los
tarritos, y me dio tranquilidad cuando me explicó lo que
eran y lo que hacían, aunque al principio no me provocó
probarlos. Había un muchacho haciendo un asado y eso
pasaban carne, chorizo, costillitas, morcilla y también
frutas fresquecitas, como acabadas de coger. Ya como a
las diez de la noche, Daniel se sentó en una de las sillitas y
todos se fueron organizando sin que nadie les dijera, como
para empezar al fin la ceremonia. Yo vi eso, y otra vez me
previne. Pensé: “Ave María; ahora sí van a empezar a
mostrar quiénes son de verdad. Seguro van a crucificar un
gato o a sacrificar un bebé de tres días”.

219
No pude evitar soltar una fuerte risa.

—¿Qué hicieron? —le pregunté.


—Nada raro, Gringo —continuó—. Daniel nos dio la
bienvenida oficial a todos, ofreció la reunión a la tierra, a
los ancestros y a los espíritus presentes; le pidió permiso
al territorio para estar en él, y luego echaron a la candela
unos polvos que olían buenísimo. Todo eso me pareció
raro, pero no le vi nada de malo. Al ratico, en medio de
ese silencio y esa tranquilidad de eso por allá a esa hora, y
además con una luna que parecía querer bajarse para ese
monte a conversar con nosotros, Daniel empezó a hablar.
Y habló y habló y habló sin parar, contando historias de
abuelos, de antepasados, de indígenas, de leyendas… y yo
me fui metiendo en sus cuentos que, sin saber por qué, me
hacían recorrer cada pedazo de mi vida, como si la
estuviera viendo en una película. “¿Quieres hablar,
Arturo?”, me preguntó al rato. Yo le respondí que no, que
muchas gracias, que prefería escuchar. Él me insistió que,
cuando me sintiera tranquilo, podía decir lo que quisiera,
que todos estaban dispuestos a escucharme. Una señora
que estaba cerquitica a mí levantó la mano, y él le dijo que
hablara tranquila –aunque el único intranquilo ahí era yo–.
Y empezó a contar una historia de un hijo que andaba en
el vicio; y habló y habló, hasta que se puso a llorar como
una Magdalena. Daniel respondió con unas palabras muy
bonitas, y contó otra historia. Después un tipo contó otro
rollo de su vida; y apenas él terminó habló otro y otra
señora. Y así todos fueron soltando sus angustias y sus
alegrías, mientras chupaban ambil y mambe.

—¿Usted chupó en algún momento?


—Como a las doce, decidí probar —explicó—. Esa
primera vez sentí lo mismo que usted la vez que lo probó.
220
Se me encalambró todo y me dieron ganas de vomitar… –
esa fue la única vez que el perro se alejó de mí; cómo me
habrá visto de jodido–. Daniel se me acercó y me untó en
las manos y la frente eso que yo también le unté a usted,
que es alcohol con una mezcla de hierbas aromáticas y
medicinales. Siguieron hablando y hablando. Al rato
chupe más, y ya no me pateó como la primera vez. A eso
de la una empezó a lloviznar, y nos fuimos para adentro.
Cuando entramos ya estaba prendida la chimenea, porque
uno de los que estaban allá era “el señor fuego”, y tenía el
compromiso de mantener siempre prendidas la fogata y la
chimenea. La casita tenía solo dos piecitas y un salón
grande, con la cocina ahí mismito. Nos hicimos en círculo
y Daniel volvió a hablarle al grupo. Como a las dos, yo
estaba más “chumado” que un verraco; así le decían ellos
a lo que usted llama estado dedicado a la indigencia.
Apenas terminó de hablar él, otra vez me invitó a contar
por qué había ido; a esa hora yo ya estaba que me hablaba.

—¿Al fin habló?


—Ave María, Gringo; al perdido solo le queda la
lengua. Eso fue como si hubiera abierto una canilla
taponada por años. Empecé a hablar como recién
aparecido, y arranqué a chupar ambil como si esa noche se
fuera a acabar. Todos me miraban en silencio, tranquilos,
dándome todo el tiempo que quisiera. Solo se oía mi voz,
la lluvia en el tejado y el ruido de alguna ramita que
estallaba en la chimenea. Cuando menos pensé, estaba
emperrado llorando como lo hacen a veces las personitas
que siempre he atendido, que se sienten tristes, sueltan la
lengua para desahogarse y arrancan a llorar sin control. Y
cada minuto que pasaba era como si me fuera quitando de
encima toneladas de basura que me dañaba y no me dejaba
vivir. Cada lágrima que soltaba era como una gotica de luz
221
que alumbraba ese túnel oscuro en el que yo estaba en ese
tiempo. Creo que hablé y lloré más de media hora,
mientras todos me miraban y “mambeaban”. Apenas
terminé, hubo un silencio de paz que nunca se me olvida.
Después Daniel me respondió una cantidad de cosas que
me sirvieron muchísimo, con palabras que no sé de dónde
le salieron; parecía como si El Santísimo estuviera
hablando por su boca. Nadie durmió esa noche. Antes del
amanecer, Pili y una amiga de ella se pusieron a hacer el
desayuno. Ya había escampado.

222
21 – PILAR

Charlas con don Arturo (10)


Marzo 9 de 2013; sábado

Nuestra penúltima reunión fue un poco más larga que


lo usual, pues el primer paciente de la mañana había
cancelado tarde, en la noche anterior, y doña Pilar no
había alcanzado a recomponer la agenda.

Apenas parqueé, don Arturo se me acercó al carro,


me informó sobre lo anterior y me pidió que, como no
había afán, por favor “lo acompañara a la tiendita de la
cuadrita de abajo, a ver si ya la habían abierto, para
comprar una lechita y unos huevitos que necesitaba la
patrona”.

Me sentí extraño caminando junto a él por el barrio, pues


su atuendo, aunque en el entorno de su consultorio encaja
a la perfección, en la calle “choca con los estándares”. Le
pregunté si, una vez terminaba sus citas, él salía vestido
así, a lo que me contestó con seguridad: “ni riesgos, de
pronto me mandan para el Mental. Es más: si quiere se va
por la otra acerita para que no se lo lleven conmigo”,
concluyó.
Bajamos juntos el tramo que faltaba para llegar a la
esquina, y volteamos a la derecha unas pocas casas hasta
el granero “El Mocho”, una típica tienda de barrio con un
letrero enorme patrocinado por una marca de cerveza, un
223
toldo rojo que salía unos metros sobre la fachada y, bajo
este, dos mesas metálicas con cuatro sillas plegables cada
una, también pintadas con la marca del patrocinador. En
una de ellas estaban dos ancianos tomando tinto, quienes,
al ver a don Arturo, evidenciaron su afecto hacia él. Lo
saludaron de mano, lo invitaron a sentarse y tomarse un
café, y uno de ellos le habló sobre un dolor de espalda que
se le había quitado gracias a “un menjurje” recetado por
él. Tras unos minutos de conversación, nos acercamos al
mostrador de la tienda, donde El Mocho también saludó a
mi acompañante con gran afecto: “Hola Turito, ¿ya me
tenés la pomada pa´ crecerme el muñón?”, le dijo, en
broma, mostrándole el brazo izquierdo, amputado hasta
unos centímetros abajo del codo. “Yo soy sanador,
Mochito; no mago”, contestó don Arturo. Ambos rieron,
se hicieron otras bromas, el tendero entregó el pedido, y
volvimos a la acera. En ese corto rato, observándolo
interactuar con la gente del barrio, vi con claridad que don
Arturo era un personaje querido y respetado más allá de
las puertas de su consultorio, y tenía de nuevo otra vida
como la que tuvo en Villatina. Recordé sus historias, y lo
imaginé en su terraza del 87 con esos amigos que alguna
vez me mencionó, haciendo las mismas bromas, contando
los mismos chistes, hablando las mismas cotidianidades
que había acabado de hablar con sus nuevos vecinos, pero
en otro tiempo y con otras gentes; gentes todas muertas ya.

Una vez estuvimos en el consultorio acomodados y


listos, tras comprar “la lechita y los huevitos”, hice un
breve recuento de los temas por continuar y le pedí seguir
hablándome sobre la reunión en la que conoció a doña
Pilar.

224
—En la mañana del domingo, después del desayuno,
algunos se acostaron a dormir—indicó él—. Yo me quedé
hablando con Daniel y otras cinco personas; ahí estaba
Pili. Más o menos a las ocho, empezó a llover otra vez.
Nos sentamos a ver la lluvia, a chupar ambil y a fumar
tabaco y pipa; aunque yo nunca había fumado. Daniel
habló sobre la magia ancestral de esa planta y las técnicas
para usarla; desde eso fumo tabaco de vez en cuando,
como terapia y conexión espiritual, y además chupo
tabaco, porque acuérdese que el ambil también es tabaco.
Pili se hizo al lado mío y, en un momento, me puso la
mano sobre el brazo para indicarme algo. No sé por qué,
tal vez porque estaba muy sensible, ese toque me revolcó y
sentí que ella estaría conmigo por el resto de mis días. Yo,
en verdad, no creo mucho en eso del amor a primera vista,
pero Pili y yo nos conectamos de una desde ese fin de
semana. Conversamos sin parar con Daniel hasta el
mediodía, que fue cuando Pili dijo que era hora de hacer el
almuerzo. “¿Quién me ayuda?”, preguntó, y yo, de
regalado, me ofrecí. Me tocó lavar los platos del desayuno
con esa agua helada de Santa Elena, que por poquito salía
en cubitos de hielo. Los que andaban dormidos se
levantaron, pusieron música suave y, entre todos, en
medio de conversaciones y chistes, fuimos organizando
almuerzo, y almorzamos como a las dos. A las cuatro
organizamos la casa, y después nos bajamos para
Medellín. Pili había subido a la finca en bus, con varios de
los amigos; sin embargo, le ofrecí bajarla a Medellín en la
moto, y aceptó. Todos me molestaron, que porque había
abandonado a Mauro; pero él entendió y me apoyó con un
abroso que recibí sin prevención y con cariño –a esa hora
ya tenía el corazón como una gelatina y quería abrazar y
decirle “te quiero” a todo el que me miraba–.

225
—¿Al cuánto tiempo se enamoraron?
—Ai do nou, Gringo. A ver yo pienso… pues así
como “enamorarnos, enamorarnos…”, no sé. Pero desde
esa vez empezamos a hablar todos los días, personalmente
o por teléfono y, cuando menos pensé, estaba más
agarrado que buque a puerto. Me empezó a hacer una falta
tremenda, y lo bueno fue que poquito a poquito se me fue
borrando lo de Lucrecia y fui armando otra vez futuro. No
sé al cuánto tiempo, creo que más o menos un mes y
medio después, ya dizque éramos novios. Ahí fue cuando
un día le pedí que me acompañara a la empresa por una
chaquetica y vio dónde vivía yo; casi se pone a llorar.
“Tú estás viviendo en una ratonera; deberías respetarte a ti
mismo”, me regañó. Esa fue la primera vez que me habló
fuerte y empecé a darme cuenta del carácter y el genio de
esa mujer. Es que le digo, Gringo: ahí donde la ve tan
chiquitica, pichurrita, gaznápira y escuece, Pilar es más
brava que tigre hambreado. Pero hasta ese temperamento
de fiera me encanta de ella; a mí siempre me han gustado
las mujeres bravas; así también era Claudia, y hasta
Lucrecia. Pili vivía sola, en un apartamento alquilado, por
los lados de Santa Mónica. La familia es de Cali; ella se
vino desde pelaíta, sola, a estudiar y trabajar a Medellín.
Se hizo un secretariado y desde que salió empezó a
trabajar en una empresa de abogados. Le fue tan bien, que
después de trabajar un tiempo en eso, ya casi sabía de
leyes más que los patrones. Esa vieja es muy buena, no lo
dude. Y habla hasta por los codos; fíjese que esa vez que
fuimos a la empresa, conoció a don Elías y se quedaron
hablando como una hora de cosas de procesos laborales y
unos enredos que ni entendí, ni me preocupé por entender.
Mi jefe quedó impresionado con ella, y todos los días me
siguió preguntando cómo iba con “Pilita”; parecía más
enamorado que yo. Además a ella se le mete algo a la
226
cabeza y lo logra como sea; imagínese que a las dos
semanas de la conversada con don Elías, llegué una tarde a
la empresa después de bajar de una de las fincas de él y
encontré mi cuartico sin ninguna de mis cosas. A mí casi
me da un patatús. Resulta que esta mujer había ido y, con
la aprobación y la ayuda de mi jefe, se había llevado todo
para el apartamento de ella. “Pilita insistió en que ella no
puede ser novia de un ratón; que usted merece vivir como
humano”, me dijo don Elías, sonriendo malicioso (…el
muy cómplice). “Probemos un mes viviendo juntos, a ver
cómo nos va…”, me pidió ella; “si en un mes nos
agarramos del pelo, te devuelves para tu ratonera”. Yo no
le quise discutir y decidí probar. Me daba miedo volverme
a dar contra el piso, pero decidí arriesgarme; es mejor
caer, que quedar colgando. Y pa´ qué, pero nos fue muy
bien. Vivimos en Santa Mónica casi un añito; de ahí nos
vinimos para Bello, y aquí vamos, tranquilitos y
contenticos.

— ¿Por qué terminaron viviendo aquí, sir Arthur?


—Esa historia es feliz y triste—afirmó—. Yo siempre
le comenté que don Elías fue un papá para mí: siempre se
preocupó porque yo estuviera bien. Pues vea que un día
llegué a la empresa y la secretaria de gerencia me pidió
que subiera a la oficina de él, que necesitaba hablar
conmigo. Yo hasta me asusté y pensé que la había
embarrado en algo. Cuando llegué, él estaba con doña
Ligia, la señora. Me pidió que me sentara, puso un sobre
encima del escritorio y le dijo a ella que me contara. Pensé
que me iban a echar. Doña Ligia me explicó que ellos me
querían agradecer por todos los años que los había
apoyado, y que me admiraban mucho por mi forma de
afrontar la vida y seguir adelante, a pesar de tantos
problemas. Y que la mejor manera de agradecerme era
227
ayudándome a empezar otra vez, con esa muchacha, que
creían que era muy buena. Yo cogí el sobre y saqué unas
hojas encarpetadas, en papel de notaría. Empecé a leer y
me di cuenta de que era la escritura de una casa. Leí el
nombre mío y les dije que no entendía.

— ¿Le regalaron esta casa?


—Yes, ser. Enterita y pagada —precisó—. Yo casi
me pongo a llorar, parejo con Doña Ligia. Don Elías
apenas se secaba los ojos encharcados y me seguía
diciendo una mano de cosas que ni recuerdo. La habían
comprado hacía apenas un mesecito y hasta la habían
hecho pintar, que para que yo la recibiera bonita. Hasta
ese día yo siempre le trabajé a ese señor como si fuera hijo
de él. Pero desde ese regalo, yo estaba dispuesto a
hacerme matar por esa familia. Pili y yo nos pasamos
unas diítas después. Parecíamos calicatas recién
enamorados.

— ¿Retomó entonces lo de los pacientes?


—Por supuesto, Ernesto; pero de a poquitos. Ya del
todo, como a los seis o siete meses, cuando me acabé de
organizar y construí este consultorio; es que esto que usted
ve aquí, antes era un patiecito hasta lo más de bonito, con
un palo de magos en la mitad y con pajaritos que venían
todos los días por la mañana a comer arrocito que Pili les
ponía en una coquita. Pero como quedaba muy incómodo
tener que atender a la gente en una de las piezas, ella me
dio la idea de ponerle a esto piso de baldosa y techarlo.
Pero eso no fue de una, porque cuando nos pasamos
quedamos sin un peso, y nos tocó esperar a tener con qué.

—¿La empresa no le prestaba?

228
— Pues, primero, con el regalo que me había acabado
de dar el patrón, yo no le podía pedir plata a la empresa,
así fuera prestada. Y segundo, y ahí viene lo que le
mencioné ahorita sobre la parte triste de la historia: …a
los 20 días de habernos pasado para acá, don Elías se
murió.

—¿Se murió? …¿de repente?


—Sí, señor, sin avisar con gripita siquiera —afirmó—
. Ave María, eso sí fue una sorpresa, es que a veces se nos
olvida que esta vida es una enfermedad mortal. Eso para
mí fue como enterrar otra vez a mi papá. Es que cuando
mi papá de verdad se pegó la moridita yo estaba chiquitico
y, aunque me dolió, no entendí tanto lo que significa
morirse; uno a esa edad no ve la muerte tan mortal. Pero
con la despedida de don Elías, que me apoyó en todas las
malas durante tantos años y me ayudó a salir adelante,
sentí que de verdad enterraba a mi papá. Eso para mí fue
tremendo, lloré muchísimo; pero gracias al señor ya estaba
con Pili, y ella me acompañó en el dolor. Y,
afortunadamente, don Elías murió como los justos: de un
infarto que se lo llevó tranquilito mientras estaba dormido.

—¿Qué pasó con la empresa?


—Doña Ligia trató de manejarla con Lucas, pero muy
rapidito se dio cuenta de que eso iba para atrás y se la
vendió a otro arrocero de La Mayorista con el que mi jefe
tenía negocios. Ella nos dio a todos los empleados la
liquidación, y al poquito tiempo se fue para Estados
Unidos a vivir donde una hermana que tenía allá. Ahí fue
cuando me regaló a Gardel, –que antes se llamaba
“Coronel”–, que lo había traído mi jefe de no sé dónde.
Es que, ahí donde lo ve, ese perro es de la nobleza; a ese
es al que usted debería decirle en inglés “ser Gardel”. La
229
historia es que el nuevo dueño de la empresa me conocía y
me propuso seguir trabajando con él, pero le aguanté como
tres semanitas apenas y decidí más bien dedicarme de
lleno a mis personitas. Cogí la platica de la liquidación y
le hice caso a Pili y a Daniel, que hacía tiempo me venían
echando el cuento de que volviera a montar el consultorio,
que además eso también me servía a mí para dejar atrás
mis sombras.

—¿Siguió yendo a reuniones con Daniel? —pregunté.


—¡Of cors, mai jors! —respondió—. Y no solo a
reuniones; Daniel se convirtió en un gran amigo y todavía
seguimos juntándonos casi todos los meses a mambear.
Cada vez que nos juntamos hablamos como novios
reconciliados y, como además él también lee mucho, nos
compartimos libros. Y de vez en cuando seguimos
haciendo reuniones con grupos de amigos en la finca de él
en Santa Elena.

—¿Cómo recuperó a sus pacientes?


—Con paciencia y salivita… apenas terminé de
organizar el consultorio con techo y todo, empecé a llamar
a los que atendía antes. Y Daniel y los amigos también me
fueron recomendando personitas. Cuando menos pensé, ya
estaba con todo el tiempo ocupado. El enredo para mí
siempre fue cuadrar las citas y los horarios de ese gentío,
pero hace un tiempo Pili negoció con los abogados la
liquidación, y se quedó de lleno en la casa a manejarme la
agenda.

Para la última reunión le pedí a don Arturo hacer una


pausa de unas semanas, de manera que yo pudiera
organizar mis apuntes, revisar qué información me faltaba
230
y poder así redondear mi texto. Quedamos en que lo
llamaba luego.

231
22 – LAS “BOQUIFRÍAS”

Charlas con don Arturo (11)


Abril 6 de 2013; sábado

Cuando llamé a doña Pilar a concertar la cita no


agendada previamente para mi última reunión con don
Arturo, me respondió que hablaría con él y en la tarde me
respondería. Al rato me llamó y me dijo que fuera el
sábado siguiente, pero a las dos de la tarde. Le pregunté
por la razón del cambio de horario, y me aclaró que su
esposo lo había sugerido. Que mejor aclarara el por qué
directamente con él.

Llegué a la hora acordada, y aún había una señora en


la sala de recibo esperando a ser atendida; aparentaba
alrededor de 60 años. Por su ropa sencilla y desgastada,
podía verse que era una persona humilde. Tenía la cara
enrojecida y los ojos hinchados, seguramente por llorar;
miraba al vacío, como hipnotizada, y suspiraba cada dos o
tres minutos. La supuse narrándole luego sus incontables
problemas a don Arturo: sus tristezas, sus abandonos, sus
grandes dificultades económicas. Por un instante creí
sentir su desesperación y decidí hablarle, pero, cuando iba
a hacerlo, salió el paciente anterior y doña Pilar la hizo
pasar. A pesar de mi impaciencia, pues siempre he
detestado las largas esperas y las filas, me vi obligado a
sentarme a leer hasta pasadas las 3:30; por fortuna siempre
ando con un texto bajo el brazo. Como un detalle de
232
agradecimiento, le había llevado a don Arturo un libro que
supuse le gustaría.
Cuando salió a recibirme, al terminar la cita de su
último paciente, notó mi ofuscación por la espera.

—Ai sorri, Gringo; me retrasé con esa señora porque


estaba muy descuadradita y necesitaba más atención; usted
entiende.

Lo saludé como siempre lo hacía y le entregué mi


obsequio. Armó un escándalo que me hizo sonrojar. Me
contó que alguien le había recomendado antes ese libro.
Al entrar al consultorio-oficina me sentí extraño
empezando la reunión sin hacer los rituales de inicio, pues
como en aquella ocasión yo no era su primer visitante, ya
todo estaba en su lugar, ya olía a inciensos terminados y ya
los velones evidenciaban estar encendidos hacía horas.

—¿Por qué la reunión a esta hora? —consulté.


—For de pari, fren, for de pari. ¿No pues que
terminamos hoy? Entonces debemos celebrar cuando
acabemos.
—Tiene razón, Sir Arthur. Hay que celebrar. Debí
haber traído vino.
—El vino me da agriera, yo tengo gargantica de pobre
¿Y hoy de qué vamos a hablar? —preguntó—. Ya le conté
toda mi vida.

En la revisión de mis apuntes del último mes había


encontrado algunos temas que quería completar en la
reunión final y, para terminar mis entrevistas, quise
además hacerle a don Arturo una serie de preguntas cortas
relacionadas con él y sus percepciones sobre la vida. Le
233
expresé mi plan para ese día y estuvo de acuerdo. Durante
la primera hora aclaramos las dudas pendientes y, al final,
bromeando, y sabiendo que ya íbamos a empezar con las
preguntas cortas, se sentó derecho en la silla, puso cara de
niño juicioso y me dijo:
—¿Qué otras dudas tiene, mi querido ruaiter?

No pude evitar reírme al ver su actitud y escuchar su


inglés, e inicié el cuestionario:

—Su vida ha estado llena de adversidades y tragedias.


Su niñez fue difícil, su adolescencia fue una completa
lucha; su juventud, dura. Sin embargo, a pesar de todo,
uno lo conoce a usted y descubre un hombre positivo,
luchador, lleno de esperanza y alegría ¿Cómo logra eso?
—Calma, calma, Gringo; no tanto amén, que se acaba
la misa. Yo lo único que hago es ver la vida como un
juego. Como ya le he dicho antes, todo lo que creemos
tener son cosas que nos prestan para jugar, y las personas
que nos rodean son compañeros de juego. Esta casa es un
juguete que me prestaron, mis libros son un juguete
prestado. El carro que usted tiene parqueado afuera es un
juguete prestado; su casa, sus muebles, todo lo material.
Y la gente que está a su lado, está con usted mientras dure
el juego que tenga que jugar con ella; su esposa es una
compañera de su juego de hogar y pareja; sus hijas son
compañeras de juego en su papel de padre. Yo entendí
eso, y en cada día de mi vida me pongo como meta
aprovechar mis juguetes al máximo y, si me los quitan,
pues al menos me queda la satisfacción de haberlos
aprovechado. Y si mis compañeros de juego se van, o me
hacen trampa, pues también me quedo tranquilo, al saber
que disfruté el juego con ellos y jugué a lo legal. Eso es
todo lo que yo hago: jugar y disfrutar del juego mientras
234
dure. Así, estoy tranquilo y vivo feliz, como usted dice: “a
pesar de todo”. Esta vida es solo un acabadero de ropa,
como para complicarnos tanto.

—¿Le teme a la muerte?


—Ah... Yo ya ni sé. Diría que un poquito —
contestó—. Aunque le confieso que la he visto tanto y tan
cerquitica, que cuando venga por mí hasta la saludaré y le
diré “…quiubo, muchacha; te habías demorado”. En
verdad, más que a la muerte, le tengo miedo es a la
moridita. Si a uno se lo va a llevar el patas de una, pues
vaya y venga; pero que no lo deje penando y pudriéndose
vivo en una cama, como le pasó a mi primer papá. A eso sí
le tengo miedo, pero a la muerte no casi; ¿acaso no
vinimos fue a morirnos? No le piense tanto a la muerte,
Gringo; igual, muera cuando muera, nada va a pasar: su
ropa la venden o la regalan para que la usen otros hasta
que la vuelvan hilachas; sus hijas van a seguir sus vidas, y,
con los años, usted será para ellas solo un recuerdo; esa
mujer con quien duerme, después va a dormir con otro;
sus cosas materiales serán gastadas por otros; y su cuerpo,
ese que usted tanto cuida, se va a volver polvito, ¿pa´ qué
estresarse?

—¿Cree en las personas?


—Sí, Gringo. Creo y confío en la gente, y aprovecho
de cada persona lo mejor que tenga. Es que uno a la gente
la tiene que ver como a un Jol dó.
—¿Cómo a un qué?
—Un perro caliente, ¿no se dice jol dó?
Solté una fuerte carcajada.
—¿Por qué como a un hot dog? —le pregunté.

235
—O como a cualquier comida. Uno va haciendo a un
lado lo que no le gusta y se va comiendo lo que le gusta;
así aprovecha lo mejor que tenga y la disfruta, esperando
que no le caiga mal o que no esté dañada. Si le gusta el
perro sin salsita de tomate, pues no le echa; si le gusta con
papitas, pues le echa, y san se acabó; se come lo que le
guste y como le guste. Uno de la comida y de la gente
debe aprovechar lo bueno, verla por el lado positivo y no
desconfiar de a mucho; imagínese qué tan maluco si cada
vez que usted se sentara a comer pensara que la comida
está envenenada.
—¿Y a mí cómo me ve?, Sir Arthur ¿Qué parte del
perro caliente he sido yo para usted? ¿…el pan o la
salchicha?
Don Arturo se rio con ganas y respondió:
—La salsita, Gringo, usted ha sido la salsita —
explicó, entre risas—. Porque usted es de esa gente que le
ha dado un sabor diferente a mi vida, un saborcito gustoso,
sabrosón, como la salsita de tomate o la mostacita en el
perro. Le confieso que el trabajo con usted me ha servido
para entender y dejar atrás algunas cositas que aún me
mortificaban.

—Usted ha sido un hombre muy bueno, Sir Arthur.


En consecuencia: ¿no cree que merece ser muy feliz?
—Primero, le recuerdo que yo ya soy feliz: …vivo
tranquilito, todas las noches duermo parejito y siento que
estoy en paz con la vida; eso me alcanza para ser feliz. Y
trato además de parecer siempre feliz, y a todo el que
pueda le sonrío…porque una sonrisa siempre alegra, así
venga del más feo. Y que merezca o no ser más feliz, eso
lo sabrá y lo decidirá el destino, la vida, Dios…o no sé
quién; no yo. Además, ser bueno no garantiza ni merecer
ser feliz, ni alcanzar la felicidad. Si eso fuera así, todo el
236
mundo sería bueno. Y por ser malo o embarrarla tampoco
quiere decir que uno vaya a recibir el varillazo inmediato
de Chucho o el rayo del Patas; piense y verá: si Dios nos
aplicara castigos cada vez que pecáramos, todos los
humanos seríamos bulticos sin piernas ni brazos, ciegos,
sordos, mudos y llenos de enfermedades, tristezas y
dolores. El universo no funciona como nosotros creemos
que funciona. El hoy de Dios no es el mismo hoy de
nosotros. Y gracias a la Virgen Santísima las reglas de
este juego en el que jugamos no funcionan como nosotros
creemos que deberían funcionar; si los humanos
pusiéramos las reglas, todo sería peor de lo que es. Yo he
sido bueno y seguiré siendo bueno; todos los días trato de
que vivir bien sea mi mejor negocio, ya Chucho decidirá
qué hace conmigo.

—¿Cómo es ese Dios en el que usted cree, Sir


Arthur?
—Veri gú, Gringo, veri gú —señaló, enfático—. Es
un Dios igualitico a usted y yo, pero bueno de verdad, y
sin estas carnecitas y estos huesitos que nos vuelven
dañinos. Un Dios que no guarda rabias para cobrarlas
después; un Dios tranquilo, que nos deja actuar como
queramos y espera a que nosotros hagamos lo que mejor
podamos y queramos hacer con nuestra vida. Un parcero
chévere, como dicen los pelaos. Nada me debe, nada le
debo.
—¿Y cómo son esos ángeles que le he oído
mencionar?
—Muy distintos a los peladitos en pelota que tiran
flechas. Los que yo conozco son ya muy maduritos, andan
sin arco y van siempre vestiditos. También son seres
chéveres, a quienes a veces les permiten comunicarse con
nosotros y ayudarnos; pero no para hacernos favores
237
materiales, sino para darnos pisticas o empujoncitos que
nos ayuden a mejorar. La gente cree que los ángeles se
mantienen pendientes de a quién darle el baloto, pero lejos
están de eso. Ellos y todos los seres del más allá ¡están en
el más allá! Si Dios quisiera que estuvieran aquí
trabajando con nosotros de tiempo completo, pues los
dejaría aquí, y listo. Yo sí creo en ángeles y sí creo
haberlos visto o al menos sentido, pero los dejo a ellos allá
y yo sigo acá. Marisita, por ejemplo, es mi ángel más
hermoso, pero ya no está aquí; por eso no la presiono
pidiéndole lo que sé que no me puede dar.

—En varias ocasiones le he oído comentarios sobre


políticos ¿Qué opinión le generan ellos y la política?
—¿Cómo es que dicen en las encuestas? …¿no sabe,
qué…?
—No sabe/No responde —le indiqué.
—Así de claro, Amparo: “...no sabe/no responde”.
Dejémoslo así.

—En Estados Unidos les dicen “handyman” a las


personas como usted, que saben reparar lo que les pongan.
¿Nunca pensó en aprovechar ese talento y prestar servicios
a hogares o montar una empresa de mantenimiento y
reparación?
—¿Y pa´ que me complico, mico?; piense y verá,
Gringo, que mi trabajo es ideal. Trabajo en mi casa
tranquilo, no le tengo que dar la mitad de lo que gano a los
chupasangres del gobierno y nadie me pide garantía por
una gotera espiritual, un corto en el alma o un desajuste en
la alegría; todo el mundo sale feliz de aquí. Y de todas
maneras ese talento no lo pierdo, porque Pili siempre me
busca qué hacer cuando me ve sentado; ella se inventa a

238
toda hora algo para pintar, pegar, ajustar, colgar, mover,
taladrar, clavar, apretar, arreglar o armar.

—¿Le gusta la ficción? ¿Lee libros de ficción?


—Sí me gusta, pero no la busco en los libros, porque
creo que la ficción es este mundo loco en el que vivimos.
La ficción la veo todos los días en mi consultorio; la
realidad la leo en mis libros, así parezcan de ficción. El
mundo está al revés; yo creo que lo que leemos, lo que
vemos en las películas, lo que oímos en la música, todo
eso que llaman arte, es la verdadera realidad. Nosotros, los
humanos, somos la ficción de Dios.

—¿Cree en la fidelidad?
— No sabe/No responde —indicó sonriendo.
—¿Qué quiere decir?
—Mentiraaass... claro que sí creo —continuó—; pero
más que en la fidelidad mía hacia los otros y de los otros
hacia mí, creo en la fidelidad que me tengo a mí mismo.
Yo le soy fiel a Pili, pero no lo hago porque me vaya a
descubrir poniéndole cachos o por evitar culpas si la
traiciono. Yo le soy fiel a ella, porque le soy fiel a mi plan
de vida. Y en mi plan de vida tengo muy claro que voy a
estar con una sola mujer. Y le soy fiel a mi plan de vida
trabajando duro, ayudando a la gente, luchando. Creo en
la fidelidad y me soy fiel a mí mismo; eso es lo más
importante; la fidelidad que les tenga a los otros parte de
ahí. Ya los otros verán si se son fieles a sí mismos y, si se
son fieles a sí mismos, seguro también me van a ser fieles
a mí. El primer traicionado en una infidelidad es el infiel.

—¿Qué piensa del amor de pareja?


—De looov, de looov… —dijo, como cantando, en
tono inspirado, jocoso—. Pienso que el verdadero amor de
239
pareja es ese en el que, sin prometerse futuro, se vive el
presente, se agradece el pasado y simplemente se comparte
el camino que se va recorriendo. El verdadero amor no
exige que se prometa futuro; porque el futuro no es de
nadie. Además, cuando uno promete futuro se pone una
cadena que lo hace sentir amarrado a la otra persona; ese
“hasta que la muerte los separe” lo deberían mandar pa´l
carajo, y decir mejor algo como “que ni la muerte los
separe” o “hasta que dejen de pasar bueno”. Pili y yo
vivimos una relación chévere, precisamente porque no nos
prometemos nada. Caminamos juntos, eso es todo; y así
trataremos de hacerlo hasta que el camino se nos acabe o
se nos parta en dos. Y los dos tenemos claro que, como
dice la canción, “el amor es como un río, cada instante
nueva el agua”; no es como un lago, que es como muchas
veces creemos que es. La persona con quien uno esté, es
diferente todos los días... y uno también. Lo que ayer nos
enamoraba de alguien o lo que a ese alguien le enamoraba
de nosotros, puede no funcionar hoy. Por eso tenemos que
estar renovándonos cada noche y seguir enamorando como
el primer día. Eso suena muy bonito, pero es muy difícil
de hacer, y pocos lo hacen; pero es la cruda verdad: al
igual que el amor, somos un río, no un lago.

—¿Cree en el perdón y el olvido?


—Sí; pero no creo que vengan juntos. Primero es el
perdón, luego es el olvido. Si uno no es capaz de perdonar,
mantiene una rabia y un rencor que no lo dejan olvidar. El
olvido es un regalo que da el universo cuando se logra el
perdón. Uno no puede olvidar porque quiera; mientras uno
más diga “voy a olvidar algo”, más lo recuerda. Pero
cuando uno perdona, la tranquilidad hace que lo que causó
la rabia y el rencor se vaya quedando atrás, se vaya
olvidando. Si hay rabia y rencor, los recuerdos siguen
240
llegando a la mente como una enfermedad que no deja
olvidar. El olvido es el premio al perdón.

—¿Qué piensa de la familia?


—La familia es principio y fin… uno nace en familia
y, si está de buenas y el juego se lo permite, muere en
familia... porque la familia no necesariamente es para toda
la vida. En mi caso, he tenido varios principios y varios
fines. Pero ahí he seguido, siempre tratando de construir
familia. Hoy mi familia es Pili; y espero terminar mi vida
con ella, en familia.

—¿Qué edad tiene usted, Sir Arthur?


—18 y 50 y algo
—¿Disculpe?
—Tengo 18 en el alma y 50 y algo en el cuerpo. Y ese
algo, más que por la edad, es por tantos entuertos duros
que me ha mandado la vida y siempre me han hecho
aumentar unos añitos de desgaste. Pero le aseguro que
cuando estire la pata, al menos mi alma se va a ir con solo
dieciocho chuleados.

—¿Quisiera tener hijos de nuevo?


—Ni por el diablo, Pablo. Primero, nosotros ya estamos
muy traqueaditos como para ponernos en esos enguandes;
Pili molesta diciendo que ella ya está en el último
resplandor, y que yo ya estoy en la edad en la que uno
produce más ruidos que palabras y tiene más citas médicas
que citas de amor. Segundo, porque en esta época criar
pelaos es muy bravo; yo les oigo las historias a mis
pacienticos y me quedo aterrado: ahora los papás cuando
pelan a los niños no es para castigarlos, sino en defensa
propia. Y tercero, yo no sería capaz de despedir a otro
hijo. Me acuerdo de cuando se murió mi hermano
241
Obdulio, que mi mamá nos dijo que ella prefería morirse,
a tener que despedir a otro de nosotros. Yo, en el
momento, la sentí exagerada, pero después la entendí
cuando me tocó despedir a mis hijos; ese dolor no se lo
deseo a nadie. Aunque le confieso que con Lucrecia sí lo
pensé, pero ella nunca quiso; y gracias al Señor Glorioso,
porque eso sí que hubiera acabado de enredar todo.

—¿Es feliz con doña Pilar; siente nostalgia por


Claudia?
—Ambas, sendas, las dos, Gringo —bromeó—. Al
menos al día de hoy, sí soy feliz con Pili... no sé mañana.
Pero disfruto el hoy y camino con ella hoy, para ser feliz
hoy. Como le decía, Pili y yo no nos prometemos nada ni
nos exigimos nada; nos compartimos y listo. Y no nos
pedimos felicidad, porque nadie le puede dar a uno eso; la
felicidad no puede depender de otro. Nosotros no nos
juntamos para ser felices, sino para compartir nuestras
felicidades o nuestras tristezas. De vivir con alguien o de
casarse con alguien no depende que uno sea triste o feliz.
Ese es el problema de los matrimonios: les echan encima
desde el principio la responsabilidad de que tiene que
hacer felices a los dos; y con eso ya hay una obligación
que acaba con todo. Lo malo del matrimonio es toda esa
mano de compromisos que echa el cura encima desde la
iglesia; antes más verracos los novios si aguantan hasta
viejos.
Y claro que siento a veces tristeza cuando pienso en
Claudia, y me impresiono cuando caigo en cuenta de todo
el tiempo que ha pasado... como alguna vez le dije: el
tiempo de muerto es más largo que el tiempo de vivo.
Siempre la recuerdo sonriente, pícara, peinada con sus
moños de japonesa que me volvían loco. Pero ahora ella es

242
pasado y mi vida es presente. Fui feliz con Claudia y ahora
soy feliz con Pili; al que quiera más, que le piquen caña.

—¿Siente rabia contra Corvide, contra el M19, contra


la Alcaldía o contra alguien, por lo que pasó en Villatina?
—Nooo, qué va. La rabia daña el alma y la envenena.
Y, además, yo creo que nadie tuvo culpa directa por lo que
pasó allá, y mucho menos mala intención. Y si en lo que
pasó alguien tuvo alguna responsabilidad, no fue por culpa
directa, sino por descuido. Nadie planeó que pasara lo que
pasó.

Terminé de hacerle las preguntas, cerré mi libreta de


apuntes y, con algo de nostalgia, lo miré y le aclaré que
eso era todo; que ya habíamos terminado.
Él sonrió, se quedó en silencio, chupó ambil, recogió
una a una sus herramientas y fue hacia su escritorio y
estantería a organizarlas, apagando antes sus velones y
veloncitos con un apagavelas.

Al verlo ahí en pie de espaldas a mí, envolviendo en


trapitos con mandalas sus piedras, guardando en bolsas y
bolsitas de tela sus cartas y péndulos, cerciorándose de
haber cerrado bien sus frascos con medicinas, y
presionando el STOP de la casetera de su tornamesa, no
pude evitar sentir ternura hacia aquel hombre-niño
siempre vencedor de pruebas de vida que pocos
superarían. No pude evitar sentir tristeza al comprender
que el punto final de mi libro también era el punto final de
esa maravillosa rutina de tertulias que nos había reunido
en los últimos meses en torno a sus historias de varios
renaceres. No pude evitar, me fue imposible, mirarme
unos meses atrás, y comprender que aquel “Gringo” que
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llegó por primera vez desprevenido a entrevistar a un
señor cualquiera para escribir su novela desde el cómodo
sofá del escritor, sin darse cuenta se había implicado de tal
manera en los mundos de su protagonista, que aquel día de
cierre ya era una más de las personitas a quienes él les
había cambiado la vida.
Y también en esos dos –quizá tres– minutos de
espera, mientras don Arturo cerraba su tienda de ilusiones,
pensé en esa hermosa niña que, aunque nunca conocí en
vida, siempre sentí que nos acompañó como testigo silente
durante nuestras tantas charlas. La inventé sentada en la
poltrona frente a mí, peinando a Tatiana y regañando a su
Tío Pacho por no quitarse los guantes. La imaginé
hablándole a uno de sus seres invisibles para mis ojos de
mortal, invitándolo a recostarse sobre la camilla mientras
le contaba quién era ese señor de poco pelo que tanto
hablaba con su padre sobre ella. La soñé observándome
con su mirar de lluvia irreal, organizándose sobre los
hombros las tiras de la camisetica blanca que estrenó el
día de su muerte; esa que yo solo pude ver hecha un
andrajo tres días después. Y aunque sabía que no lo
lograría, me relajé e intenté comunicarme con ella para
darle gracias por su compañía: traté de escuchar algún
susurro, de sentir uno de sus murmullos al oído, de
estremecerme con el escalofrío que produce una
experiencia paranormal, pero, por supuesto, fue inútil.

Una vez concluyó su tarea, don Arturo se volteó de


nuevo hacia mí y, con sus ojos de niño bien abiertos, me
preguntó:

—¿Cuándo empezamos el otro?


—No será muy pronto, Sir Arthur —le dije—. Mi
proceso apenas comienza. Creería que, yéndome bien,
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mínimo en uno o dos años estaré publicando. Usted será el
primero en recibir el libro.
—Más le vale—contestó—; ¿...y ahora qué?
—Usted lo sugirió antes, Sir Arthur: …es tiempo de
celebrar.
—Of cors, Gringo. ¿Qué tal unas boquifrías en la
tiendita?
—Pero por supuesto —afirmé.

Me levanté de la poltrona y caminé hacia la puerta. Vi


los hilos de humo que salían de las velas recién apagadas
y, como un sabueso que escarba el aire en busca de su
presa, busqué aquel olor dulzón a parafina derretida que
siempre me ha encantado; lo inhalé con avidez, para irme
de allí con el recuerdo de ese último aroma bien marcado
en mi memoria. Casi en la puerta, di una mirada general
hacia la biblioteca y un libro que no había visto antes
llamó mi atención; por mi distracción, choqué con don
Arturo, que estaba ya para salir.

—Ponga cuidado, hombre —me dijo simulando


ofuscación.

Era un libro de pasta negra con letras doradas, en


edición de lujo, ubicado al lado derecho de la estantería, a
la altura de la mirada. Me pareció extraño no haberlo visto
antes; era imposible de ignorar. Me acerqué a detallarlo.

—“La historia interminable”, de Michael Ende —


dije, emocionado, sacándolo de la estantería y ojeándolo,
recordando con nostalgia ese libro que tanto me inspiró en
mi adolescencia.
—¿Cuándo lo compró? —le pregunté a don Arturo.

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—Siempre ha estado ahí; es de mis libritos
preferidos.
—No puede ser, Sir Arthur. Yo lo habría visto antes.
—Pues parece que solo ahora se dejó ver de usted —
me dijo, como expresando algo lógico—; recuerde que no
siempre estamos listos para ver lo que no se deja ver.

Impactado, volví a ubicar el libro en su lugar, y,


cuando volteaba de nuevo hacia la puerta, algo en el
consultorio llamó mi atención: tres de los velones que yo
había visto apagados hacía unos instantes, estaban
encendidos.

—¿Quién prendió esos velones? —pregunté alterado.


—Usted sabe quién los prendió, Gringo; se está
despidiendo. ¿No la ha sentido?

Sin buscarlo, sin esperarlo, sin intentar percibirlo, el


escalofrío de la cercanía a lo paranormal me electrizó de
pies a cabeza y tuve que apoyarme en el hombro de don
Arturo para no perder el equilibrio. Él, como era de
esperarse, soltó una fuerte carcajada y me abrazó con
afecto como a un niño asustado. Segundos después,
mientras atravesábamos el vano de la puerta para salir del
consultorio, bromeando y tratando de alterarme más,
volteó la cara, hizo con su mano derecha un gesto de
despedida hacia donde estaban los velones encendidos, y
le dijo a su Maricita invisible:

—Quedas a cargo, princesa.

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