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Sobre símbolos. Francisco José Folch. Editorial Universitaria S.A. Santiago de Chile. 2000.

I. EL MUNDO DE LOS SÍMBOLOS.

Símbolo: palabra solemne, sin la cual incontables arengas y discursos para toda ocasión se
verían en aprietos. Palabra fácilmente lanzada, fácilmente recibida, que cualquiera entiende.
¿O no, en realidad? Porque apenas se comienza a examinarla, lo que a primera vista parecía tan
obvio se torna escurridizo, esquiva una definición rápida, se muestra ambiguo. Es sinónimo de
ejemplo, de paradigma, de encarnación emblemática? “Juana de Arco, símbolo del amor y el
sacrificio patrio”. ¿O es sinónimo de signo, señal sensorialmente aprehensible de un concepto
abstracto? (…)

De los antiguos griegos –nunca superados, raramente igualados- nos viene (también) esta
palabra. Ya para ellos era multívoca. Symbolon equivale a signo, señal, pero también a indicio y
conjetura. Symballó- que significaba “yo junto, hago coincidir”- es una voz compuesta por syn
con- y balló – yo arrojo, yo lanzo-.

La etimología alude, por una parte, a la reunión de conceptos que de otro modo están
alejados entre sí. El symbolon era, de hecho, un objeto partido en dos pedazos, cada uno de los
cuales guardaba una persona distinta. La coincidencia perfecta de ambos trozos permitía, más
tarde, que los portadores se reconocieran como partícipes de un conocimiento ignorado para
los demás. Desde sus comienzos supone, pues, un saber secreto que no puede o no debe estar
al alcance de cualquiera, y para cuyo acceso el símbolo es la clave.

Pero la etimología alude también al acto de arrojar, de lanzar una idea, desplazándola desde
su sitio natural para que vaya a alcanzar un blanco distinto; en suma, para que se reúna con
otra y la ilumine: como una flecha encendida que se entierra en su objetivo y lo in flama.

Semejante amplitud se ha prestado para mucho a lo largo de los siglos. El obispo de Cartago
san Cipriano, por ejemplo, hacia mediados del siglo III usó la voz “símbolo” con el alcance de
“Credo” o sumario de los principales artículos de la fe cristiana. Su acepción no echó raíces,
pero el santo era orador destacado y profesor de retórica, y en una exitosa epístola supo
emplear con acierto un “símbolo” en el sentido de metáfora: en una visión había aparecido el
enemigo pagano en la forma de gladiador armado de espada y red, presto para envolver y
exterminar a los fieles, que no se encontraban suficientemente preparados. La advertencia
causó poderoso efecto y el número de mártires aumentó muchísimo, incluyendo al propio
Cipriano: no obstante, en el África romana, el camino quedaba abierto para San Agustín, que
nacía por esos precisos años. El símbolo había dado una prueba de su fuerza.

En verdad, lo había venido haciendo desde siempre. Ya desde los albores de la conciencia
humana, el símbolo- aun antes de que el término fuese acuñado- estuvo unido
indisolublemente a la experiencia religiosa más originaria. Era el medio de expresión que
apelaba a los sentidos para sugerir un sentimiento o evocar una idea. “Si quieres percibir lo
invisible, observa lo visible”, advierte el Talmud. No de otra manera le era posible al hombre
manejar nociones inconmensurables, como la infinitud, la omnipotencia, la eternidad de la
divinidad. Aún hoy toca una fibra en nosotros aquel bajorrelieve egipcio en que los rayos del
Padre Sol, Atón, descienden sobre el Faraón- hijo del Dios, pero también vicario de la
humanidad- y el extremo de cada uno de ellos se transforma en una pequeña mano que
bendice, protege, acaricia. La idea del amor del Creador por la criatura encuentra allí
manifestación en un símbolo visual que no ha perdido su fuerza a través de tres milenios y
medio.

El símbolo fue primero lenguaje sin palabras- como en el tatuaje del salvaje o en las paredes
de Altamira, antes de transmutar a las palabras y a los relatos mismos en símbolos. En esta
última forma lo encontramos en el Génesis. Todo el drama del Jardín del Edén es el lenguaje
simbólico, cuyo significado ha ocupado a generaciones sin número, que han llegado a las más
sutiles filigranas interpretativas. Un ejemplo: el Eterno dice a la serpiente que pondrá
enemistad entre ella y la mujer: “Esta te herirá en la cabeza y tu la herirás en el talón”. ¿Qué
significa realmente? Una respuesta muy conocida –y simbólica- se encuentra en la iconografía
que muestra a María Virgen irguiéndose triunfante sobre el globo del mundo, mientras su pie
aplasta al reptil. Se entiende que la Madre de Dios, mediadora de la Encarnación, ha cerrado el
ciclo que el perdido Paraíso abrieron Eva y Lucifer. Pero, ¿y aquella parte de la sentencia que
reza “y tú la herirás en el talón”? ¿Cómo interpretar el símbolo? El talón es lo que permite al
hombre mantenerse de pie y avanzar con la cabeza en alto; pero es, igualmente, el punto más
alejado de la cabeza. Hay allí una alusión a las contraposiciones entre el instinto, la conciencia y
el inconsciente del hombre, aventura-no demasiado convincentemente- Albert Soued, un
especialista en simbología bíblica. Tal vez, pero otras interpretaciones se alejan mucho de la
suya. En todo caso, las Escrituras no relatan ningún caso de mujer mordida por una sierpe en el
talón.

Sugestivamente, sí se encuentra esa precisa situación en la mitología griega: Eurídice. Una


víbora oculta en la hierba “le mordió el delicado talón”, nos dice la tradición de Apolonio de
Rodas, recogida por Virgilio y Ovidio. El inesperado deceso de la náyade lleva a Orfeo a
descender a los infiernos, donde la fuerza de su canto enamorado mueve a compasión a los
mismos dioses de la muerte, que le devuelven a su amada. Una historia que simboliza el poder
del arte – Orfeo no abogó con razones sino con cantos ante Hades y Perséfone-, pero que
también conduce a honduras aún mayores, los misterios órficos en torno a la muerte, el amor y
la resurrección. Eurídice es así el alma humana, muerta por el mal y redimida de la muerte por
el amor de un hombre semidivino. ¿Paralelismos?

No sólo en esa relación del hombre con la Divinidad que son las religiones, sino en el intento
de doblegar al universo hostil a la voluntad humana que es la magia, fueron los símbolos
insustituibles. Desde los signos que dibujaba en la arena el brujo de la tribu hasta la
cartomántica que en nuestros días lee el tarot, un hilo no interrumpido de manejo de símbolos
recorre la crónica de nuestra especie.
Por cierto, también en el plano de la vivencia simplemente humana el símbolo fue siempre
indispensable para dar al menos alguna expresión a sentimientos, instituciones y sensaciones
que no se pliegan a traducción en la racionalidad del discurso verbal, siempre limitado e
insuficiente. Fue conocido y utilizado desde las cavernas, porque permitían transmitir aquello
que no podía serlo de otro modo; asimismo, era el lenguaje que, anticipándose a la lenta
maduración de las lenguas, comunicaba nociones que sólo muchos siglos después podrían
formularse mediante conceptos y frases precisas. Virtualmente toda la mitología está
construida sobre esas bases. Más aún, el mito suele ser, a la postre, el desarrollo de un relato
en torno a un símbolo, que trata de hacer a éste más inteligible. Cronos, el tiempo que devora a
sus hijos, es un ejemplo elocuente y relativamente simple, como también lo es Afrodita- Venus,
símbolo de la mujer como inagotable objeto amoroso.

Apenas ayer, un intelecto grande de nuestro siglo, Jung, en su intento de hacer luz en los
recovecos de la mente, asignó un papel fundamental al símbolo, distinguiéndolo del mero
signo; éste es sólo una imagen que denota un objeto al que está vinculado; es siempre menor
que el concepto que representa. Así, una señal turística que informa en un mapa sobre una
playa apta para nadar es apenas una indicación de la infinitud del océano. El símbolo, en
cambio, es una idea u objeto que tiene connotaciones adicionales a las de su significado
corriente y obvio, evidente e inmediato; representa algo vago, desconocido, inaprehensible u
oculto para nosotros. De ese modo, los Sagrados Corazones de Jesús y de María –sangrantes,
llameantes, radiantes, traspasados por espadas y espinas- aluden a algo muy distinto de un
asunto cardiológico.

Según Jung, los símbolos son, además productos naturales y espontáneos: “Nadie puede
tomar un pensamiento más o menos racional, alcanzado como deducción lógica o con
deliberada intención, y luego darle una forma “simbólica”. Nada importan cuantos adornos
fantásticos puedan ponerse a una idea de esa clase, pues continuará siendo un signo, ligado al
pensamiento consciente que hay tras él, pero no un símbolo, que insinúa algo no conocida
aún”. Y de allí salta a tres nociones fundamentales en su pensamiento: “En los sueños, los
símbolos se producen espontáneamente, porque los sueños ocurren, pero no se inventan; por
tanto, son la fuente principal de todo lo que sabemos acerca del simbolismo”. Asimismo,
observa que muchos símbolos “no son individuales, sino colectivos en su naturaleza y su
origen…..Son representaciones colectivas, emanadas de los sueños de edades primitivas y
fantasías creadoras”. En fin, esas representaciones pueden ser colectivas, porque “los modelos
de pensamiento colectivo son innatos y heredados; funcionan, cuando surge la ocasión, con la
misma forma aproximada en todos nosotros”; tales modelos –preformados, ordenados y
ordenadores, estructuras universales- son los arquetipos, en cierto modo el material básico de
que está hecho el inconsciente, y que sólo pueden manifestarse a la conciencia en la forma de
símbolos, en los sueños y en el arte.

¿Pertenece, pues, el símbolo al reino nebuloso de lo onírico y lo artístico? En efecto,


aparecen inseparablemente unidos, pero adviértase que es ése un reino en el que, de un modo
u otro, transcurre parte sustancial de la vida de todos los hombres. Al respecto, Jung y otros
han levantado sólo una punta del velo. Con todo, eso obliga a evitar confusión en un
importantísimo empleo del término. Su vastedad – y necesidad- es tal, que lo encontramos
también en las antípodas del funcionamiento de la mente: en las matemáticas, el álgebra, las
ciencias, cuyo lenguaje no puede prescindir de formas que llamamos también usualmente
símbolos, aunque en verdad son signos. Un más, éstos son signos cuya significación
convencional está cuidadosamente definida y normada por organismos – institutos, academias-
cuya función es asignarles un sello de valor igual y universal, de conocimiento y de
reconocimiento objetivo: el “símbolo” del cobre es el mismo en todo el planeta. “Hay un abuso
del lenguaje – dicen los especialistas Chevalier y Gheerbrant- en llamar símbolos a estos
signos---Sería un error creer que la abstracción creciente del lenguaje científico conduce al
símbolo…La abstracción vacía al símbolo y engendra al signo; el arte, por el contrario, huye del
signo y alimenta al símbolo”.

Frente a estas fronteras conceptuales disputadas, hay quienes, como L. S. Stebbing, han
preferido clasificar los símbolos en expresivos (palabras), sugestivos (formas) y sustitutivos
(usados en la lógica y la matemática). La disputa sigue abierta. En todo caso, la preferencia del
lenguaje común por el término “símbolo” en la química, por ejemplo, permite plantearse la
pregunta de si, pese a todo el rigor de esa ciencia, no subsistiría en quienes la cultivan cierta
nostalgia por penetrar, como otrora la alquimia –precisamente construida sobre símbolos- en la
metafísica ( o metaquímica) de los elementos.

En este plano en que las posibilidades se despliegan hasta el infinito, todo puede relacionarse
con todo –rasgo propio del saber esotérico-. Mencionábamos hace unas líneas el símbolo del
cobre: un círculo del que pende una cruz. El mismo símbolo del sexo femenino. ¿Coincidencia
casual? Nada de eso. Habíamos mencionado también a Venus. Pues bien, sucede que la diosa
femenina por antonomasia, tras surgir de las aguas, fue conducida hasta las playas de Pafos, en
Chipre – Kypros en griego-, que fue sitio sagrado de la diosa. Esta isla, según cuenta Plinio,
abastecía de cobre a Roma. En consecuencia, los romanos denominaban a ese metal y sus
aleaciones como “aes cyprium”; el uso lo abrevió a “cyprium”, que derivó en “cuprum”, de
donde nuestro cobre. En su hora, fue natural que astrólogos y alquimistas-simbolistas por
excelencia- asignaran al cobre el símbolo de la feminidad, porque ese elemento provenía de la
isla de la diosa que encarnaba a aquélla; y fue natural, también, que el mismo símbolo
asignaran al planeta que lleva el nombre de Venus.

¿Hay en el símbolo que es del cobre y de la mujer todo un mensaje cifrado? En la simbología
esotérica, el metal rojo, en su aspecto positivo, representa el amor, la fecundidad productiva y
la capacidad creadora, reflejo de sus cualidades de maleabilidad y durabilidad, que lo adaptan
especialmente para la realización de obras artísticas. En su aspecto negativo, sin embargo, está
relacionado con el pecado de lujuria.

Un desciframiento que cabe entregar a las feministas emergentes; los símbolos quizás
puedan aportarles material para nuevos argumentos.

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