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¿Pero cómo descubre Piglia su estilo? Esta estrategia ya se encontraba en su teoría sobre los
“micro-relatos” dispersos en los textos de Borges. Desde sus comienzos, la atención crítica de
Piglia ha tendido a concentrarse en un punto en el cual aparecen condensadas tendencias
históricas heterogéneas como, por ejemplo, en su lecturas clásicas de La Argentina en Pedazos.
Por su carácter sintético, se trata de un método eficaz y productivo desde el punto de vista
pedagógico. Pero es precisamente aquí donde puede verse cómo un interesante modo de lectura
se desvirtúa, al intentar presentarse como una modalidad narrativa por derecho propio. Ya en
Respiración Artificial, Piglia disfrazaba la sinopsis como discurso “alucinado” cuya sustancia
eran sus lecturas de la tradición nacional condimentadas con los saberes de la crítica y la teoría
literaria. Y, mientras en La ciudad ausente esta proliferación narrativa no se proponía crear un
todo, en Blanco nocturno todos ellos obedecen a un telos lineal y explicativo que deriva en la
saturación referencial. Piglia sabe esto y sus personajes también. E incluso podría decirse que es
el único saber que el narrador lleva a la práctica y puede reivindicar como propio: “Aquí donde
estamos ahora empezó todo”, le había dicho ella haciendo un gesto que parecía incluir el
pasado.” El abuso de la sinopsis, y no un manejo singular de la ficción, es aquello que constituye
el verdadero “saber narrativo” de Piglia. Como si el efectismo argumental del crítico se hubiera
impuesto desde el principio sobre la imaginación del narrador.
La utopía radical
A lo largo de Blanco Nocturno se deja entrever una fascinación por las familias tradicionales
argentinas, los linajes patricios, y los apellidos de alcurnia. Aunque con un signo ideológico más
complejo, este interés ya estaba en Respiración artificial (proyectado en el clan de los Osorio).
Se ha insistido más de una vez en las relaciones de la novela con la época de la dictadura. Los
Osorio han sido vistos como modelos del intelectual exiliado, expulsados del país a raíz de la
violencia política. En el imaginario de Piglia estos linajes siempre están fuera y dentro del
sistema a la vez: en el caso de Respiración artificial, se trata de hombres de honor extravagantes
y aventureros, con una moral personal por encima de intereses e ideologías terrenales. Tienen el
dinero y los recursos de su clase, pero su locura y obsesiones los sitúan por encima de sus
valores. No es difícil reconocer en esa posición supuestamente “escindida” un idealismo
ingenuo: expulsado de la acción política, Nicolás Osorio se limita a divagar y borronear
proyectos imposibles, observando desde afuera cómo la política “sucia” sienta las bases de la
“organización nacional”. Lo sintomático es que la crítica haya visto en los Osorio a dos
intelectuales íntegros y no a dos políticos fracasados.
Pero como el propio Piglia ha afirmado más de una vez, “la novela hace una Historia del futuro”;
y allí reside su “utopía”. Con una salvedad: a diferencia de lo afirmado por Benjamin y sus
admiradores, la “utopía” no es una imagen de la redención, sino más bien una ilusión colectiva
hecha con figuras de barro; una manera de resolver problemas con figuras que, por ser
“demasiado humanas”, son símbolos compartidos. En el caso de Respiración artificial nos
encontramos con una utopía fechable, asociada a las expectativas de la recuperación
democrática. Durante el final de la dictadura, el principal obstáculo ideológico del alfonsinismo
era librarse de la sombra del peronismo, tarea realizada a través de la denuncia del pacto militar-
sindical y la teoría de los demonios. Para conjurar el recuerdo del peronismo, muchos
intelectuales de la época vieron en Alfonsín la posibilidad de un “populismo blanco”, el “tercer
movimiento histórico”, capaz de reconciliar en su seno peronismo y radicalismo, ungido en las
divisas de la socialdemocracia y el republicanismo. La inclusión del peronismo en este planteo
era por supuesto una expresión de deseos, más que una posibilidad efectiva. En la imaginación
radical, y pronto también en la de algunos intelectuales nucleados en el Club Socialista, Alfonsín
era la figura carismática a través de la cual se intentaba suplir este déficit, una especie de “nuevo
Yrigoyen”. Los caudillos de Respiración artificial no son ajenos a este clima ideológico. Renzi
habla del “barroco radical”: la escritura de Macedonio Fernández surgido a partir de los
discursos de Yrigoyen (y recordemos que, para Piglia, Macedonio es “la novela del Estado”).
Maggi es un correligionario “sabattinista”, Luciano Osorio es un conservador que coquetea con
la retórica populista (“hay que armar a la peonada”), y Enrique Osorio “inicia una nutrida
correspondencia dirigida a Rosas, A De Angelis, a Sarmiento, a Sarmiento, a Urquiza, en la que
se postula como eje de la unión nacional”. Se trata del lugar que en los setenta Perón había
pretendido ocupar y que en esos años Massera se propuso volver a encarnar sin éxito: pacificar a
los bandos en pugna dentro del país (y del peronismo) a través de la autoridad de un nuevo líder
carismático. Con la famosa cita al preámbulo de la constitución, Alfonsín retoma en sus
discursos de campaña la retórica de la “organización nacional” típica de la generación del
ochenta.
En esta misma línea, Renzi y Maggi van en busca de un linaje político perdido en el pasado
histórico y familiar. En su ensayo sobre Borges y los dos linajes, Piglia había detectado con
lucidez el modo en que las tradiciones de la cultura nacional (“civilización y barbarie”) aparecían
imbricadas en los textos del escritor de Sur. Los Osorio de Respiración Artificial surgen como un
intento de síntesis posible para este antagonismo: perteneciendo a las clases altas llevan, como
políticos, el estigma de las luchas sociales. Pero a diferencia de Borges y el populismo, el
discurso de Enrique Osorio queda cooptado por los planes para un libro, hecho de apuntes
teóricos sobre la novela utópica, sin tomarse el trabajo de imaginar el contenido de aquellas
cartas en las que se discutía del destino nacional. No es raro entonces que los exiliados europeos
de la segunda parte de la novela recorran teorías de la literatura argentina, que se suceden y
complementan una a una, sin producir nunca el clímax de una discusión sobre un “estado de
cosas” (real o imaginario). Si el carisma de Alfonsín era pólvora mojada, los caudillos de
Respiración Artificial reemplazan el pathos dramático por las declaraciones de buenas
intenciones.
Piglia sabe que la tensión entre historia y ficción surge del modo en que esta última imagina los
antagonismos de una época. Pero ya en su primera novela su cultura crítica se encargaba de
obturar la traducción de una experiencia histórica capaz de imaginar dilemas propios. La síntesis
del saber teórico exime constantemente a la narración de elaborar un sistema de personajes,
intereses, o acciones contrapuestas. Al igual que muchos balances intelectuales sobre los setenta
surgidos con la “recuperación democrática”, la derrota se enuncia pero no se narra; queda como
un fondo oscuro en torno al cual giran sus personajes sin poder enfrentarse a él. De este modo, el
estilo de Piglia coincide con el imaginario alfonsinista precisamente allí donde se impone el
gesto de la síntesis retrospectiva: imagina caudillos blancos y los pone al final de la historia,
después de la “catástrofe”, allí donde solo queda comenzar con la “recomposición del campo
cultural”. El éxito de Respiración Artificial no sólo se debió a sus alusiones constantes a los
grandes nombres de la historia argentina y la tradición occidental, sino al modo en que supo ser
un interlocutor válido dentro de este contexto ideológico.
Retorno al Campo
Las especulaciones auto-condescendientes de los Osorio anticipan el retrato lastimoso de los
Belladona en Blanco Nocturno. No es llamativo en este punto que la familia aristocrática,
acusada de hipócrita al principio de la novela, sea luego redimida al ser convertida en víctima de
la conspiración llevada adelante por la política y los intereses económicos:
“Ya no hay valores, sólo hay precios. El Estado es un predador insaciable, nos persigue con sus
impuestos confiscatorios. A quienes como nosotros, como yo, para no hablar en plural, vivimos
en el campo, retirados de los tumultos, la vida se nos hace cada vez más difícil, estamos
cercados por las grandes inundaciones, por los grandes impuestos, por las nuevas rutas
comerciales. Como antes mis antepasados estaban cercados por los malones, por la indiada,
ahora tenemos a la indiada estatal. En esta zona cada tanto llega la sequía o viene el granizo o
la langosta y nadie cuida los intereses del campo. Entonces, para que el Estado no se lleve todo
hay que confiar en la palabra dada, a la vieja usanza, nada de cheques, nada de recibos, todo
de palabra, el honor antes que nada, hay dos economías, un doble fondo, un subterráneo donde
circula la plata. Todo para evitar las expropiaciones estatales, los impuestos confiscatorios a la
producción rural, no podemos pagar esas tasas. (…) Quise reconciliarme con mi hijo. Quise
ayudarlo sin que el se enterara. Pero el hijo de puta heredó el orgullo de su madre irlandesa. –
Hizo una larga pausa -. Nunca imaginé que alguien iba a morir.”
La confesión del pater familias expone los motivos económicos del crimen, pero lejos de
incriminarlos, terminan exculpándolos definitivamente. El verdadero disparador de los hechos se
reduce a una pedestre evasión de impuestos, originada en la inquietud de un padre culposo
preocupado por su hijo: solamente se pretendía sortear los “impuestos confiscatorios”
reclamados por el Estado. A pesar de sus pretensiones paródicas, no es difícil reconocer un
discurso calcado al sostenido por los miembros de las entidades agropecuarias durante el
conflicto por las retenciones de 2008. Una vez más: Piglia sabe que, en el policial negro, el
dinero es aquello que está detrás del crimen. Y puede saber también que en ese trasfondo estaría
cifrado el carácter materialista del relato policial. Puede saber incluso que la moral de las clases
altas tiene un doble fondo, y que el peso referencial de ciertos sintagmas sabotea todo efecto
ficcional. Pero estos conocimientos no lo salvan de reproducir la imagen ingenua que las clases
altas proyectan de sí mismas.
CODA
Piglia es el producto de un borgismo standard, como el famoso sueño del japonés: el crítico que
sueña a un escritor que sueña a un “crítico-escritor” y a una literatura en “estado crítico”, soluble
teóricamente. Atrapado en este espejismo, sus temas nunca van más allá del saludo escolar a la
dupla Arlt-Borges. El homenaje fracasa porque su lenguaje, tributario de la crítica literaria,
nunca le permitió imaginar un estilo con identidad propia. Mientras Saer o Aira crearon mundos
narrativos dotados con leyes y transgresiones originales, el “saber narrativo” de Piglia ofrece
citas vox populi y sinopsis bienintencionadas. Mientras otros escritores (Fogwill, Laiseca, Casas,
Cucurto) supieron inventar su propia fantasía lumpen, Piglia se conforma con un erdosanismo
demodé y acartonado. Todas estas dificultades ya estaban claras en sus primeros textos. Y su
mérito como autor fue haber sabido perpetuarlas hasta el agotamiento.