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Ricardo Piglia: lo sabe, pero no lo hace.

El éxito de Plata Quemada y el desembarco simultáneo de su obra en España ha posicionado a


Ricardo Piglia en el mercado literario hispanoamericano. Impulsado al estrellato de la
globalización editorial, su figura goza del respeto prodigado por la academia y los suplementos
culturales, ocupando el mismo lugar de importancia junto a Aira, Saer, o Fogwill. Ya desde el
comienzo de la democracia, Piglia supo sobresalir como el escritor de la reconciliación: Borges y
Arlt, historia y ficción, lectura y escritura, dinero y autonomía, compromiso izquierdista y
traición lumpen. Aunque por encima de estos extremos se levantaba una conjunción proverbial y
ecuménica: Narración y Teoría. Una síntesis recíproca que servirá de modelo para autores
posteriores (Pauls, Kohan) y en la que críticos como Beatriz Sarlo reconocieron una clave de su
calidad literaria (“Escribe porque sabe”). Pero, mientras algunos detractores han objetado de
plano esta asociación, pocas veces ha surgido de allí un examen de sus efectos al nivel de su
imaginación ficcional. En este punto, definir el valor de Piglia como escritor significa averiguar
de qué modo logra llevar adelante sus ideas en el plano de la narración.
El complot en retirada
Si tenemos en cuenta que Piglia ha sido presentado como un escritor preocupado por el carácter
ambiguo de la trama, por los infinitos mecanismos del relato, resulta curioso ver lo devaluadas
que aparecen estas preocupaciones en su última novela, Blanco nocturno. Veamos: un negro es
asesinado en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, llevado a la perdición por su vínculo
con dos ricas gemelas. No es difícil reconocer aquí tópicos conocidos como la “atracción fatal” y
el marginal convertido en chivo expiatorio (dos veces usada en la novela). Hay además una
fascinación por las aristocracias venidas a menos, que recae en los tópicos de la novela familiar
decimonónica, sin agregarles por ello mayor novedad: los ricos son hipócritas, la riqueza familiar
tiene orígenes oscuros, los arribistas son condenados por sus propias ambiciones, etc. En la
página 55 queda claro que Piglia sabe todo esto y que él se propondría darle a este planteo su
consabida “vuelta de tuerca”: “la historia de la familia se superpone con la historia del pueblo”.
El homenaje a García Márquez (repetido en las alusiones a su novela La Hojarasca) es a la vez
complementado por una apuesta experimental a la que Piglia nos tiene en realidad ya
acostumbrados desde los ochenta:
“La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles, queda abierta, sólo se
interrumpe. La investigación no tiene fin, no puede terminar. Habría que inventar un nuevo
género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El
criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie
comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las
sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación.”
El tema del complot sustituye así al enigma policial clásico. Pese a esto, las premisas aquí
enunciadas se encuentran lejos de ser llevadas a cabo en sus propios términos: el lector
comprende todo el tiempo lo que está pasando, todas las pistas encajan monótona y
sucesivamente, las sospechas apenas llegan a ser formuladas, y las interpretaciones en conflicto
escasean. Esto se debe a que, en primer lugar, la conspiración aparece postulada idealmente; sin
que sus contornos adquieran una figura o voz concreta en el plano de la acción ficcional. El
pueblo donde transcurren los hechos es un decorado que funciona como un espectador, casi sin
efectos en la progresión narrativa. Con la excepción del final (encarnada por el estereotipado
fiscal Cueto), no hay tensión simbólica o dramática entre los polos del relato; ambos van por
carriles separados. Este mutuo aislamiento obedece a la visión dicotómica y simplista con que el
narrador concibe el mundo histórico: mientras la familia representa los sueños, el pueblo es el
mero orden impuesto por el “sistema”, el “progreso”, o los “intereses económicos”. Otra noche
donde todos los gatos son pardos. A diferencia de autores como Arlt, Laiseca o Pynchon, o
incluso del propio Borges, la “conspiración” aludida en el texto no posee un mundo propio de
signos o un imaginario “sistémico-paranoico” al cual ella podría remitirse. Piglia sabe que lo
interesante de la ficción conspirativa es que ella se propone imaginar cómo funciona el poder.
Pero, siguiendo una vieja costumbre de los noventa, Blanco nocturno se conforma con
denunciarlo como si fuera un lector de la revista Noticias: “- Dejan ver a un muerto porque están
mandando un mensaje. Es la estructura de la mafia: usan los cuerpos como si fueran palabras.
Y así fue con Tony. Algo mandaron a decir.”
El recurso al rumor para abrir el relato es también en este aspecto ilustrativo: mediante sucesivas
y extensas parrafadas se agotan todas las versiones posibles de los hechos. En lugar de inducir a
la paranoia del discurso conspirativo, deformando por ejemplo su secuencia o el rol que en el
juegan los personajes, un “rumor omnisciente” agota todas las alternativas posibles, sin que ellas
por otro lado influyan mínimamente en las expectativas de los personajes o el lector. Como buen
crítico literario, Piglia sabe que el rumor sirve para ambiguar el relato omnisciente en tercera
persona. Pero en su novela se da lo contrario: el rumor aporta información lineal y precisa, casi
exenta de contradicciones significativas. Su única función es completar mecánicamente el
rompecabezas referencial: develar de antemano la intriga, en lugar de construirla o deformarla.
Esto produce además un tipo de relato incapaz de atenerse a la elipsis – un recurso clave de todo
relato - sobrecargando la lectura con un cúmulo de información superficial e innecesarias notas
al pie. Se hace evidente entonces que, a pesar de lo que se ha afirmado muchas veces, la prosa de
Piglia no es teórica o reflexiva, sino más bien eminentemente informativa; privilegia por encima
de todo el contenido referencial, de manera no muy lejana al periodismo tantas veces denostado a
lo largo de la novela.
La sinopsis todoterreno
Pero si el “saber” de Piglia no está en sus estrategias narrativas, tal vez su imaginación ficcional
surja de su uso peculiar de las citas y sus homenajes a la tradición literaria. En un tono familiar al
del “realismo mágico”, se alude por ejemplo al Lear shakespeareano para hablar de los conflictos
familiares:
“El viejo Belladona tenía setenta años, pero parecía tan remoto que podía decirle joven a todos
los hombres del pueblo: había sobrevivido a las catástrofes, reinaba sobre los muertos, disolvía
lo que tocaba, alejó de su lado a los varones de la familia y se quedó con sus hijas mientras los
hijos se exiliaron diez kilómetros al sur, en la fábrica que levantaron en el camino a Rauch.
Inmediatamente el Viejo le habló de la herencia, había dividido sus posesiones y había cedido la
propiedad antes de morir y ése había sido un error y desde entonces sólo había habido guerras.”
El trabajo concreto de narrar, de imaginar el conflicto, es sustituido por un resumen mítico que
coloca los hechos en un tiempo ajeno al de la acción narrativa. No es un recurso aislado sino más
bien la clave de bóveda de su estrategia ficcional: ya desde la época de Homenaje a Roberto Arlt,
el estilo narrativo de Piglia se concentraba en el uso de la sinopsis retrospectiva. “Esto que
escribo es un informe o mejor un resumen (…)”. Es la primera frase, programática, de un texto
que, al basarse en fragmentos de un texto inconcluso, abunda en el racconto y la postulación de
tramas nunca desplegadas. Esto le permite condensar grandes temas en unas pocas líneas y
postularlos como la causa que opera en el fondo del relato, sin tener que preocuparse por las
minucias de la ejecución narrativa. Como es sabido, el fin inmediato de toda sinopsis es producir
una síntesis. Y aunque no lo parezca a primera vista, la teoría también tiene un efecto sintético:
reduce a conceptos abstractos y generales procesos históricos repletos de biografías, tradiciones,
saberes e ideologías. Consciente de su subdesarrollo cultural, el lector borgeano tiene
predilección por la narrativa sintética de Piglia: la síntesis teórica le provee la ilusión de estar
cerca de los grandes temas sin verse obligado a ahondar demasiado en sus interrogantes. Su éxito
académico (sorprendente en el caso de su producción literaria) le permitió legitimar desde el
principio dicho saber. Sin embargo, las especulaciones rumiadas en Blanco nocturno (sobre el
sueño, el relato y –nueva obsesión- el origen teológico de la justicia), no van más allá de la doxa
progresista, y cabrían perfectamente en los recuadros de un suplemento literario.

¿Pero cómo descubre Piglia su estilo? Esta estrategia ya se encontraba en su teoría sobre los
“micro-relatos” dispersos en los textos de Borges. Desde sus comienzos, la atención crítica de
Piglia ha tendido a concentrarse en un punto en el cual aparecen condensadas tendencias
históricas heterogéneas como, por ejemplo, en su lecturas clásicas de La Argentina en Pedazos.
Por su carácter sintético, se trata de un método eficaz y productivo desde el punto de vista
pedagógico. Pero es precisamente aquí donde puede verse cómo un interesante modo de lectura
se desvirtúa, al intentar presentarse como una modalidad narrativa por derecho propio. Ya en
Respiración Artificial, Piglia disfrazaba la sinopsis como discurso “alucinado” cuya sustancia
eran sus lecturas de la tradición nacional condimentadas con los saberes de la crítica y la teoría
literaria. Y, mientras en La ciudad ausente esta proliferación narrativa no se proponía crear un
todo, en Blanco nocturno todos ellos obedecen a un telos lineal y explicativo que deriva en la
saturación referencial. Piglia sabe esto y sus personajes también. E incluso podría decirse que es
el único saber que el narrador lleva a la práctica y puede reivindicar como propio: “Aquí donde
estamos ahora empezó todo”, le había dicho ella haciendo un gesto que parecía incluir el
pasado.” El abuso de la sinopsis, y no un manejo singular de la ficción, es aquello que constituye
el verdadero “saber narrativo” de Piglia. Como si el efectismo argumental del crítico se hubiera
impuesto desde el principio sobre la imaginación del narrador.

La utopía radical

A lo largo de Blanco Nocturno se deja entrever una fascinación por las familias tradicionales
argentinas, los linajes patricios, y los apellidos de alcurnia. Aunque con un signo ideológico más
complejo, este interés ya estaba en Respiración artificial (proyectado en el clan de los Osorio).
Se ha insistido más de una vez en las relaciones de la novela con la época de la dictadura. Los
Osorio han sido vistos como modelos del intelectual exiliado, expulsados del país a raíz de la
violencia política. En el imaginario de Piglia estos linajes siempre están fuera y dentro del
sistema a la vez: en el caso de Respiración artificial, se trata de hombres de honor extravagantes
y aventureros, con una moral personal por encima de intereses e ideologías terrenales. Tienen el
dinero y los recursos de su clase, pero su locura y obsesiones los sitúan por encima de sus
valores. No es difícil reconocer en esa posición supuestamente “escindida” un idealismo
ingenuo: expulsado de la acción política, Nicolás Osorio se limita a divagar y borronear
proyectos imposibles, observando desde afuera cómo la política “sucia” sienta las bases de la
“organización nacional”. Lo sintomático es que la crítica haya visto en los Osorio a dos
intelectuales íntegros y no a dos políticos fracasados.
Pero como el propio Piglia ha afirmado más de una vez, “la novela hace una Historia del futuro”;
y allí reside su “utopía”. Con una salvedad: a diferencia de lo afirmado por Benjamin y sus
admiradores, la “utopía” no es una imagen de la redención, sino más bien una ilusión colectiva
hecha con figuras de barro; una manera de resolver problemas con figuras que, por ser
“demasiado humanas”, son símbolos compartidos. En el caso de Respiración artificial nos
encontramos con una utopía fechable, asociada a las expectativas de la recuperación
democrática. Durante el final de la dictadura, el principal obstáculo ideológico del alfonsinismo
era librarse de la sombra del peronismo, tarea realizada a través de la denuncia del pacto militar-
sindical y la teoría de los demonios. Para conjurar el recuerdo del peronismo, muchos
intelectuales de la época vieron en Alfonsín la posibilidad de un “populismo blanco”, el “tercer
movimiento histórico”, capaz de reconciliar en su seno peronismo y radicalismo, ungido en las
divisas de la socialdemocracia y el republicanismo. La inclusión del peronismo en este planteo
era por supuesto una expresión de deseos, más que una posibilidad efectiva. En la imaginación
radical, y pronto también en la de algunos intelectuales nucleados en el Club Socialista, Alfonsín
era la figura carismática a través de la cual se intentaba suplir este déficit, una especie de “nuevo
Yrigoyen”. Los caudillos de Respiración artificial no son ajenos a este clima ideológico. Renzi
habla del “barroco radical”: la escritura de Macedonio Fernández surgido a partir de los
discursos de Yrigoyen (y recordemos que, para Piglia, Macedonio es “la novela del Estado”).
Maggi es un correligionario “sabattinista”, Luciano Osorio es un conservador que coquetea con
la retórica populista (“hay que armar a la peonada”), y Enrique Osorio “inicia una nutrida
correspondencia dirigida a Rosas, A De Angelis, a Sarmiento, a Sarmiento, a Urquiza, en la que
se postula como eje de la unión nacional”. Se trata del lugar que en los setenta Perón había
pretendido ocupar y que en esos años Massera se propuso volver a encarnar sin éxito: pacificar a
los bandos en pugna dentro del país (y del peronismo) a través de la autoridad de un nuevo líder
carismático. Con la famosa cita al preámbulo de la constitución, Alfonsín retoma en sus
discursos de campaña la retórica de la “organización nacional” típica de la generación del
ochenta.
En esta misma línea, Renzi y Maggi van en busca de un linaje político perdido en el pasado
histórico y familiar. En su ensayo sobre Borges y los dos linajes, Piglia había detectado con
lucidez el modo en que las tradiciones de la cultura nacional (“civilización y barbarie”) aparecían
imbricadas en los textos del escritor de Sur. Los Osorio de Respiración Artificial surgen como un
intento de síntesis posible para este antagonismo: perteneciendo a las clases altas llevan, como
políticos, el estigma de las luchas sociales. Pero a diferencia de Borges y el populismo, el
discurso de Enrique Osorio queda cooptado por los planes para un libro, hecho de apuntes
teóricos sobre la novela utópica, sin tomarse el trabajo de imaginar el contenido de aquellas
cartas en las que se discutía del destino nacional. No es raro entonces que los exiliados europeos
de la segunda parte de la novela recorran teorías de la literatura argentina, que se suceden y
complementan una a una, sin producir nunca el clímax de una discusión sobre un “estado de
cosas” (real o imaginario). Si el carisma de Alfonsín era pólvora mojada, los caudillos de
Respiración Artificial reemplazan el pathos dramático por las declaraciones de buenas
intenciones.
Piglia sabe que la tensión entre historia y ficción surge del modo en que esta última imagina los
antagonismos de una época. Pero ya en su primera novela su cultura crítica se encargaba de
obturar la traducción de una experiencia histórica capaz de imaginar dilemas propios. La síntesis
del saber teórico exime constantemente a la narración de elaborar un sistema de personajes,
intereses, o acciones contrapuestas. Al igual que muchos balances intelectuales sobre los setenta
surgidos con la “recuperación democrática”, la derrota se enuncia pero no se narra; queda como
un fondo oscuro en torno al cual giran sus personajes sin poder enfrentarse a él. De este modo, el
estilo de Piglia coincide con el imaginario alfonsinista precisamente allí donde se impone el
gesto de la síntesis retrospectiva: imagina caudillos blancos y los pone al final de la historia,
después de la “catástrofe”, allí donde solo queda comenzar con la “recomposición del campo
cultural”. El éxito de Respiración Artificial no sólo se debió a sus alusiones constantes a los
grandes nombres de la historia argentina y la tradición occidental, sino al modo en que supo ser
un interlocutor válido dentro de este contexto ideológico.
Retorno al Campo
Las especulaciones auto-condescendientes de los Osorio anticipan el retrato lastimoso de los
Belladona en Blanco Nocturno. No es llamativo en este punto que la familia aristocrática,
acusada de hipócrita al principio de la novela, sea luego redimida al ser convertida en víctima de
la conspiración llevada adelante por la política y los intereses económicos:
“Ya no hay valores, sólo hay precios. El Estado es un predador insaciable, nos persigue con sus
impuestos confiscatorios. A quienes como nosotros, como yo, para no hablar en plural, vivimos
en el campo, retirados de los tumultos, la vida se nos hace cada vez más difícil, estamos
cercados por las grandes inundaciones, por los grandes impuestos, por las nuevas rutas
comerciales. Como antes mis antepasados estaban cercados por los malones, por la indiada,
ahora tenemos a la indiada estatal. En esta zona cada tanto llega la sequía o viene el granizo o
la langosta y nadie cuida los intereses del campo. Entonces, para que el Estado no se lleve todo
hay que confiar en la palabra dada, a la vieja usanza, nada de cheques, nada de recibos, todo
de palabra, el honor antes que nada, hay dos economías, un doble fondo, un subterráneo donde
circula la plata. Todo para evitar las expropiaciones estatales, los impuestos confiscatorios a la
producción rural, no podemos pagar esas tasas. (…) Quise reconciliarme con mi hijo. Quise
ayudarlo sin que el se enterara. Pero el hijo de puta heredó el orgullo de su madre irlandesa. –
Hizo una larga pausa -. Nunca imaginé que alguien iba a morir.”
La confesión del pater familias expone los motivos económicos del crimen, pero lejos de
incriminarlos, terminan exculpándolos definitivamente. El verdadero disparador de los hechos se
reduce a una pedestre evasión de impuestos, originada en la inquietud de un padre culposo
preocupado por su hijo: solamente se pretendía sortear los “impuestos confiscatorios”
reclamados por el Estado. A pesar de sus pretensiones paródicas, no es difícil reconocer un
discurso calcado al sostenido por los miembros de las entidades agropecuarias durante el
conflicto por las retenciones de 2008. Una vez más: Piglia sabe que, en el policial negro, el
dinero es aquello que está detrás del crimen. Y puede saber también que en ese trasfondo estaría
cifrado el carácter materialista del relato policial. Puede saber incluso que la moral de las clases
altas tiene un doble fondo, y que el peso referencial de ciertos sintagmas sabotea todo efecto
ficcional. Pero estos conocimientos no lo salvan de reproducir la imagen ingenua que las clases
altas proyectan de sí mismas.
CODA
Piglia es el producto de un borgismo standard, como el famoso sueño del japonés: el crítico que
sueña a un escritor que sueña a un “crítico-escritor” y a una literatura en “estado crítico”, soluble
teóricamente. Atrapado en este espejismo, sus temas nunca van más allá del saludo escolar a la
dupla Arlt-Borges. El homenaje fracasa porque su lenguaje, tributario de la crítica literaria,
nunca le permitió imaginar un estilo con identidad propia. Mientras Saer o Aira crearon mundos
narrativos dotados con leyes y transgresiones originales, el “saber narrativo” de Piglia ofrece
citas vox populi y sinopsis bienintencionadas. Mientras otros escritores (Fogwill, Laiseca, Casas,
Cucurto) supieron inventar su propia fantasía lumpen, Piglia se conforma con un erdosanismo
demodé y acartonado. Todas estas dificultades ya estaban claras en sus primeros textos. Y su
mérito como autor fue haber sabido perpetuarlas hasta el agotamiento.

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