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SOLO SALE DE NOCHE...

William Tenn
En esta parte del país la gente cree que el doctor Judd lleva la magia dentro de
su maletín de cuero negro: así de buen médico es.

Desde que perdí la pierna en el aserradero he sido el hombre para todo de la


casa Judd. Cuando Doc recibe una llamada de noche después de haber tenido
un día realmente duro y está demasiado cansado para conducir me viene a
buscar, y entonces, me convierto en su chófer. La pierna de plástico reluciente
que Doc me consiguió rebajada me permite apretar el acelerador tan bien que
puedo competir con cualquiera.

Subimos rugiendo hasta la granja, y mientras Doc entra en la casa para traer
un bebé al mundo o atender la garganta de la abuela yo me quedo sentado en
el coche y les escucho hablar del viejo Doc y de que no hay nadie como él. En
Groppa County les dirán que Doc Judd es capaz de vérselas con cualquier
problema. Y yo asiento y escucho, asiento y escucho.

Pero mientras hago eso no dejo de preguntarme qué opinarían de la forma en


que resolvió el problema que se le presentó cuando su único hijo se enamoró
de una vampira…

Steve volvió a casa para pasar las vacaciones. Hacía un verano terriblemente
cálido, de esos en que el sol es capaz de llenarte la piel de ampollas. Steve
quería hacerle de chófer a su padre y echarle una mano en su trabajo, pero
Doc dijo que después de lo duro que era el primer año de la facultad de
medicina quien lo hubiese aguantado se merecía unas auténticas vacaciones.

—En nuestro oficio el verano suele ser bastante tranquilo —le dijo al chico—.
Nadie se pone enfermo, dejando aparte los que se caen en un macizo de yedra
venenosa y tonterías por el estilo, y no habrá trabajo hasta que llegue la
temporada de la polio en agosto. Además, no querrás dejar en el paro al viejo
Tom, ¿verdad? No, Stevie, limítate a recorrer los caminos con tu cacharro y
pásatelo bien.

Steve asintió y emprendió el vuelo. Y no crean que exagero: una semana


después empezó a llegar a casa a las cinco o las seis de la madrugada. Dormía
hasta las tres de la tarde, haraganeaba durante un par de horas y en cuanto
daban las ocho y media subía a su cochecito y volvía a esfumarse. Pensamos
que debía estar recorriendo todos los bares y tabernas de la zona, o quizá
habría conocido alguna chica…

A Doc no le gustaba demasiado, pero había criado al chico de una forma


bastante liberal y no quería decirle nada…, al menos, todavía no. Pero el viejo
Tom, entrometido por naturaleza… Yo era distinto. Había ayudado a criar al
chico desde que murió su madre, y cuando le pillaba saqueando la nevera no
me importaba darle un par de azotes para que aprendiera la lección.

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Así que empecé a dejar caer alguna alusión de vez en cuando, intentando
sugerirle que se tomara las cosas con calma y que no hiciese ninguna tontería.
Para lo que conseguí, igual podría haber estado hablando con una estatua. No
es que se mostrara grosero conmigo, nada de eso: Steve tenía tan sorbido el
seso por aquel asunto, fuera el que fuese, que ni tan siquiera me prestaba
atención.

Y entonces empezó lo otro, y tanto Doc como yo nos olvidamos de Steve.

Los niños de Groppa County se vieron afectados por una extraña epidemia que
dejó tumbados en la cama a veinte o treinta de ellos.

—Estoy a punto de tirar la toalla, Tom —me decía Doc Judd mientras íbamos
dando tumbos por los polvorientos caminos rurales—. Sus efectos son
parecidos a los de una fiebre bastante grave, pero la elevación de la
temperatura apenas es perceptible. Aun así, los niños pierden las fuerzas, y su
número de glóbulos rojos cae en picado y ahí se queda sin importar lo que
haga. Lo único bueno es que no parece ser fatal…, de momento.

Cada vez que me hablaba de aquello yo sentía un extraño cosquilleo en el


muñón allí donde tocaba la pierna de plástico. La sensación acababa
resultándome tan incómoda que intentaba cambiar de tema, pero con Doc
aquel sistema no funcionaba. Se había acostumbrado a encontrarles la solución
a sus problemas hablándome de ellos, y esta epidemia le tenía realmente muy
preocupado.

Escribió a un par de universidades pidiéndoles consejo, pero al parecer no


pudieron ayudarle mucho y mientras tanto los padres de los niños esperaban
que abriera su maletín negro y sacara de él algún milagro envuelto en celofán
porque, como decían en Groppa County, al cuerpo humano no se le puede
estropear nada que Doc Judd no sepa arreglar de una forma u otra. Y mientras
tanto los niños cada vez estaban más débiles…

Doc se pasaba las noches despierto examinando los libros y los últimos
ejemplares de las revistas médicas que se hacía enviar de la ciudad, y
acabaron saliéndole unas grandes bolsas violáceas debajo de los ojos. Que yo
supiera no había dado con nada útil, aunque muchas noches se iba a la cama
casi tan tarde como Steve.

Y un día volvió a casa con el pañuelo. Apenas lo vi mi muñón me obsequió con


una punzada mucho más fuerte de lo normal y estuve a punto de salir de la
cocina. Era un pañuelito muy mono, de lino bordado con adornos de encaje.

—¿Qué opinas, Tom? Lo encontré en el suelo de la habitación donde duermen


los críos de los Stope. Ni Betty ni Willy tienen la más mínima idea de donde
puede haber salido. Durante unos momentos pensé que quizá me permitiría
seguirle la pista a la plaga, pero esos niños no son de los que mienten. Si dicen
que no lo habían visto antes, es que no lo han visto. —Dejó caer el pañuelo

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sobre la mesa que yo estaba limpiando y se quedó inmóvil, suspirando—. La
anemia de Betty está empezando a resultar bastante seria. Ojalá supiera…,
ojalá… Oh, bueno.

Se fue al estudio con los hombros tan encorvados como si llevara un saco de
cemento encima de ellos.

Cuando Steve entró en la cocina yo seguía con los ojos clavados en el pañuelo,
mordiéndome una uña. Steve se sirvió una taza de café, la puso sobre la mesa
y vio el pañuelo.

—Eh —dijo—. Es de Tatiana. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Tragué lo que me quedaba de la uña y me senté delante de él, muy despacio y


con mucha cautela.

—Steve… —dije y me callé porque necesitaba darme masaje en el muñón, que


me estaba doliendo muchísimo—. Stevie, ¿conoces a la propietaria de este
pañuelo? ¿Conoces a una chica llamada Tatiana?

—Claro. Tatiana Latianu. Mira, sus iniciales están bordadas en una esquina…,
T. L. Sus antepasados eran de la nobleza rumana; su familia se remonta a
quinientos años atrás. Voy a casarme con ella.

—¿Es la chica a la que has estado viendo cada noche durante todo el mes?

Asintió con la cabeza.

—Sólo sale de noche. Odia el sol. Ya sabes, esa clase de chicas con espíritu
poético. Y Tom, es tan hermosa…

Me pasé toda la hora siguiente sentado en esa silla escuchándole, y a medida


que le escuchaba me sentía cada vez peor. ¿Por qué? Porque yo también soy
rumano por parte de madre. Y sabía por qué había estado padeciendo esas
punzadas en el muñón.

La chica vivía en Brasket Township, a unos veinte kilómetros de distancia.


Steve se la encontró una noche en la carretera: su convertible se había
averiado. La llevó hasta su casa —acababa de alquilar la vieja mansión de los
Mead—, y la chica le había robado el corazón, el alma y todo lo demás.

Cuando iba a visitarla solía encontrarse con que Tatiana había salido a dar una
vuelta para disfrutar del frescor nocturno, y tenía que esperar a que volviera
jugando al «cribbage» con su doncella, una vieja solterona rumana de nariz
picuda. Intentó seguirla en una o dos ocasiones con su coche, pero tuvieron
fuertes discusiones. Tatiana le dijo que cuando quería estar sola quería estar
sola. Steve acabó conformándose y la esperaba noche tras noche. Pero cuando
regresaba Tatiana hacía que la espera valiese sobradamente la pena, al menos
según él. Oían música, hablaban, bailaban y comían extraños platos típicos

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rumanos preparados por la doncella. Hasta el amanecer: entonces Steve volvía
a casa.

Steve me puso la mano en el brazo.

—Tom, ¿conoces ese poema llamado El búho y la gatita? Siempre he pensado


que la última línea era preciosa: «Bailaron bajo la luz de la luna, la luna,
bailaron bajo la luz de la luna». Así será mi vida con Tatiana. Si está dispuesta
a compartirla conmigo, claro está… Aún no he logrado convencerla.

Dejé escapar el aire que había estado conteniendo.

—Es la primera cosa buena que he oído salir de tus labios —dije sin pensar—.
Casarte con esa chica…

Me callé en cuanto vi la expresión que había en sus ojos. Pero ya era


demasiado tarde.

—Tom, ¿qué diablos quieres decir? ¿Esa chica? Pero si ni siquiera la conoces…

Intenté escurrir el bulto, pero Steve no me dejó. Estaba realmente enfadado,


así que pensé que lo mejor sería decirle la verdad.

—Stevie, escúchame y no te rías: tu novia es una vampira.

Abrió la boca muy despacio.

—Tom, has perdido la…

—No, nada de eso.

Y le hablé de los vampiros. Le conté lo que le había oído decir a mi madre, que
llegó aquí procedente del viejo país, de Transilvania, cuando sólo tenía veinte
años. Le dije que los vampiros pueden vivir eternamente y que tienen toda
clase de poderes extraños…, siempre que se den un banquete de sangre
humana de vez en cuando. Le conté que la maldición del vampirismo es algo
heredado y que normalmente sólo recae sobre un niño o niña de la familia. Y
que sólo salen de noche, porque la luz del sol es una de las cosas que pueden
destruirles.

Cuando llegué a ese punto Steve se puso pálido. Pero seguí hablando. Le conté
todo lo referente a la misteriosa epidemia que había atacado a los niños de
Groppa County…, y les había dejado anémicos. Le dije que su padre había
encontrado el pañuelo en casa de los Stopes, en la habitación donde dormían
dos de los niños que estaban más graves. Y le dije…, pero de repente me
encontré hablando solo. Steve había salido corriendo de la cocina. Un segundo
o dos más tarde ya estaba en su coche.

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Volvió sobre las once y media, y parecía tan viejo como su padre. Si, yo tenía
razón. Cuando despertó a Tatiana y se lo dijo la chica lo admitió y derramó
lágrimas suficientes como para llenar un par de cubos. Sí, era una vampira,
pero no había sentido el anhelo de beber sangre hasta hacía un par de meses.
Había intentado resistirse hasta que su mente empezó a hacerse pedazos cada
vez que el anhelo la atacaba. Sólo se había alimentado de niños porque los
adultos le daban miedo…, podían despertarse y quizá lograran atraparla. Pero
había estado alimentándose de muchos niños a la vez para que ninguno
perdiera demasiada sangre. El único problema era que el anhelo estaba
haciéndose cada vez más fuerte…

¡Y aun así Steve le había pedido que se casara con ella!

—Debe haber alguna forma de curarla —dijo—. Es una enfermedad como


cualquier otra. —Pero ella se negó, y créanme cuando les digo que le di las
gracias a Dios por ello. Le apartó de un empujón y le obligó a marcharse de su
casa—. ¿Dónde está papá? —me preguntó—. Puede que conozca algún
remedio.

Le dije que su padre debía haberse marchado más o menos al mismo tiempo
que él, y que todavía no había regresado; así que nos quedamos sentados en
silencio, pensando. Y pensando.

Cuando sonó el teléfono estuvimos a punto de caernos del asiento. Steve se


encargó de responder y le oí gritar por el auricular.

Entró corriendo en la cocina, me cogió por el brazo y me llevó casi a rastras


hasta su coche.

—Era Magda, la doncella de Tatiana —me contó mientras avanzábamos a toda


velocidad por la carretera—. Dice que Tatiana se puso histérica después de que
me marché y se fue hace unos minutos en su convertible. No quiso decir
adonde iba. Magda cree que Tatiana intentará acabar con su vida.

—¿Que va a suicidarse? Pero si es una vampira, ¿cómo…? —Y de repente supe


cómo pensaba hacerlo. Le eché una mirada a mi reloj—. Steve, sube por
Crispin Junction —le dije—. ¡Y conduce como si nos persiguieran todos los
demonios del infierno!

Steve hizo que el motor de su coche diera de sí todo lo que podía. Parecía
como si fuera a salir despedido de la carrocería. Recuerdo que tomamos
algunas curvas en las que apenas si tocábamos el asfalto con el borde de una
llanta.

Vimos el convertible nada más entrar en Crispin Junction. Estaba aparcado al


lado de uno de los tres caminos que atraviesan el pueblo. Una figurita vestida
con un camisón muy delgado estaba de pie en el centro de la calle desierta. El
muñón de la pierna me dolía tanto como si estuvieran golpeándomelo con un
martillo.

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El reloj de la iglesia empezó a dar la medianoche cuando la alcanzamos. Steve
saltó del coche y le quitó el palo puntiagudo que llevaba en las manos. La
rodeó con sus brazos y dejó que llorase.

Yo me sentía bastante mal. Sólo había estado pensando en una cosa: que
Steve se había enamorado de una vampira. No había contemplado la situación
desde el punto de vista de ella. Tatiana le quería lo bastante como para
intentar suicidarse usando el único sistema con el que se puede matar a un
vampiro: atravesarle el corazón con una estaca en una encrucijada a
medianoche.

Y era realmente bonita. Me había imaginado a una de esas mujeres tipo sirena,
ya saben: alta, delgada y con un traje muy ceñido. Una especie de bruja… Pero
la chica que subió al coche y se pegó al brazo libre de Steve como si acabara
de alquilarlo estaba muy asustada y se encontraba muy confusa; y me di
cuenta de que era todavía más joven que Steve.

Durante todo el trayecto de vuelta sólo pensé en una cosa, y era que aquel par
de chicos se habían metido en un buen lío. Enamorarse de una vampira ya era
bastante malo, pero ser una vampira y estar enamorada de un ser humano
normal y corriente…

—Pero, ¿cómo puedo casarme contigo? —gimió Tatiana—. ¿Qué clase de hogar
tendríamos, qué vida llevaríamos? Y además, Steve…, ¡puede que una noche
llegara a estar lo bastante hambrienta para atacarte!

El único factor que ninguno de nosotros había tomado en consideración era


Doc. Al menos, no lo suficiente…

En cuanto le hubimos presentado a Tatiana y hubo escuchado su historia irguió


los hombros y sus ojos volvieron a brillar con la misma luz de siempre. Ahora
los niños enfermos se pondrían bien. Eso era lo más importante. Y en cuanto a
Tatiana…

—Tonterías —le dijo—. Puede que el vampirismo fuese una enfermedad


incurable en el siglo quince, pero estoy seguro de que en el siglo veinte
podemos vencerla. Para empezar, todo ese asunto del vivir de noche indica
una posible alergia a la luz solar y quizá una cierta fotofobia. Muchacha,
tendrás que llevar gafas de sol durante una temporada y veremos si las
inyecciones de hormonas pueden ayudarnos. Aun así, la necesidad de
consumir sangre presenta un problema algo más complicado.

Pero logró encontrarle una solución.

Hoy en día fabrican sangre deshidratada en forma de cristales. Cada noche


antes de acostarse la señora de Steven Judd echa unos polvos en un vaso con
agua, le añade uno o dos cubitos de hielo y se toma su cóctel de sangre del
día. Por lo que sé, ella y su esposo son muy felices y esperan seguir siéndolo.

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