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Cómo murió Antonio Maceo


Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu


31 de Julio del 2010 20:59:01 CDT

Pocos combates son tan contradictorios en la historia militar cubana como


el de San Pedro. Los historiadores, cuando vivían aún muchos de sus
protagonistas —cubanos y españoles—, trataron de reconstruirlo. No lo
lograron del todo, pues las investigaciones arrojaron unas 50 versiones,
algunas de estas contradictorias. Eso ha dificultado a los estudiosos
establecer la exactitud de los hechos y despejar las incógnitas de una
acción que, más allá de su importancia combativa, adquiere relevancia
porque en ella encontró la muerte el mayor general Antonio Maceo,
segundo jefe del Ejército Libertador.

Una muralla de tropas

Opera Maceo, victorioso, en Pinar del Río. Puede al fin, el 18 de


septiembre, encontrarse con el general Rius Rivera, llegado por María la
Gorda al frente de una importante expedición que suministra a los
insurrectos valiosos pertrechos de guerra, e inicia, el 23, desde los
Remates de Guane, su marcha hacia el este. Ocho mil soldados
españoles, con el apoyo de las fortificaciones de Mantua, Los Arroyos,
Dimas y la trocha de Viñales, se obstinan en mantener encajonado al
glorioso mambí en el estrecho extremo occidental de la Isla.

Vano intento. El 24, ya con Panchito Gómez Toro a su lado, Maceo se


enfrenta a la columna del coronel San Martín y la derrota en la zona
montañosa de Montezuelo. Tres días más tarde la ofensiva española va
contra el campamento insurrecto de Tumbas de Estorino; combate
sangriento donde la tropa de Maceo causa al enemigo más de 800 bajas y
otras 500 en los combates de Guao y Ceja del Negro. En un avance
indetenible llega el Lugarteniente General a la peligrosa zona de Viñales y
acampa en Galalón, mientras que el general español Echagüe sale de San
Diego de los Baños para cerrarle el camino. Los cubanos le ocasionan más
de 300 bajas y Echagüe se retira, derrotado. El 10 de octubre ya está
Maceo en la loma del Toro. El 22 ataca Artemisa. Bombardea el poblado
con un cañón neumático y, con los fusileros, mantiene asediada la plaza
hasta la madrugada. Espera que el enemigo, mandado por el famoso
general Arolas, salga de «las jaulas de loro de la trocha» a fin de batirlo en
regla a campo descubierto y aunque el jefe español rehúsa el
enfrentamiento, el asedio a Artemisa cumple el objetivo mambí de
demostrar su fuerza en el este pinareño.

Ya ha salido Maceo de la angosta zona occidental de Pinar del Río


abriéndose paso por entre una muralla de tropas españolas. Ha vencido en
una de las más difíciles campañas de su historia militar. Sabe que si
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dispusiera de tres o cuatro mil hombres más dejaría expedito el camino


para «el Ayacucho cubano» y España sería arrojada de la Isla. Pero ¿cómo
armar y pertrechar a nuevos combatientes si la mayor parte de las veces
sus hombres van al combate con solo dos balas? La Habana misma está a
su alcance y ha comprendido, con dolor, que atacarla sin piezas de
artillería es caer en una trampa, pues la capital es guardada por más de 60
000 soldados bien armados y municionados.

Se siente Maceo impotente a pesar de sus triunfos. Es todo preocupación y


angustia, pues las noticias que recibe son dolorosas y alarmantes. El
anuncio de la muerte en combate de José, su hermano más querido, le
rompe el corazón, y el sufrimiento lo sobrecoge al enterarse de la situación
de su esposa María, enferma y sin recursos en Costa Rica. Cartas que le
remiten desde Las Villas y Camagüey le permiten colegir la grave crisis en
que se halla la revolución y una orden de Máximo Gómez, General en Jefe
del Ejército Libertador, conminándole a que se le reúna de inmediato,
aumenta su ansiedad, ya que para hacerlo tendrá que burlar otra vez la
trocha de Mariel a Majana.

Intransigente

A Gómez le resulta cada vez más difícil mantener la disciplina en el este de


la Isla. El Gobierno del presidente Cisneros Betancourt le discute las
órdenes y busca el modo de destituirlo y de suprimir el cargo de General en
Jefe. Pero en el Consejo de Gobierno las opiniones están divididas y
aunque se mantiene el propósito de eliminar a Gómez con el pretexto de
haber abandonado a Maceo a su suerte en Pinar del Río, se quiere
también la destitución de Cisneros a fin de que Maceo asuma la
presidencia de la República en Armas y la jefatura del Ejército Libertador.

Aunque entristecido por la actitud del Gobierno, la amenaza de la


destitución no lleva a Gómez a envainar su espada y sigue anotándose una
victoria tras otra. «Dejaré el puesto y me iré a pelear a las órdenes de
Maceo», dice a sus más fieles compañeros. Maceo, por otra parte,
rechazará, al conocer de ellos, esos planes; es inalterable en su defensa
del Gobierno legítimo y en cuanto a la destitución de Gómez, amenaza con
ahorcar a quien se atreva a proceder en ese sentido.

Un incidente ahonda la crisis. El miembro del Gobierno Rafael Portuondo


firma pases para que sus amigos visiten poblados en poder de los
españoles. Gómez los recoge y anula porque son permisos no autorizados
por el presidente de la República y el secretario del Interior. En represalia,
el Consejo de Gobierno invita a Gómez a que renuncie si no se somete a
las disposiciones gubernamentales. La respuesta del «Viejo» es tajante:
«Marcho a depositar el mando como jefe del ejército en la autoridad del
lugarteniente general, segundo al mando, mayor general Antonio Maceo,
como está prevenido en la Constitución».

Emprende enseguida el camino hacia occidente en busca de Maceo, a


quien ya cursó aviso de que se le reúna.
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Desgarrado

Pobre república si ha de navegar por estas aguas muertas», comenta el


Titán al leer las cartas que dan cuenta de la gravedad del momento; cartas
que ordena guardar, pero sin que su entrada quede asentada en el
registro. Pierde el humor, que lo llevaba a bromear incluso en medio de un
combate. Desaparece asimismo su sonrisa y se sume, cada vez con más
frecuencia, en largas y silenciosas meditaciones. Debe cumplir una orden
y, antes, reorganizar los mandos pinareños para garantizar la continuidad
de las operaciones mientras dure su ausencia. En busca de un paso hacia
La Habana manda de continuo a explorar la trocha o la explora él mismo.
No hay modo de cruzarla. La vigilancia española es perfecta y enorme la
acumulación de tropas. Escribe su biógrafo Raúl Aparicio: «La contrariedad
fundamental, la obligación de abandonar Pinar del Río, y el motivo de esa
obligación le retuercen el alma. No se queja, pero hay en él un
desgarramiento profundo. En pocos días, lo que ha venido rechazando su
optimismo, va coagulándose. No ve claro el destino de la patria. Le oprime
ese pesar. Por primera vez se siente debilitado».

Intenta el 9 de noviembre pasar la trocha. Desiste al enterarse de que el


capitán general Valeriano Weyler, que dictó días antes el bando de la
reconcentración para los campesinos pinareños, se disponía a atacar, al
frente de varias columnas, los campamentos insurrectos en las montañas.
No quiere Maceo desaprovechar la oportunidad de enfrentarse al máximo
jefe enemigo y ese mismo día combate en el Rosario contra el general
Echagüe, que cae herido en la acción. Al día siguiente se bate en El Rubí
con la tropa del general González Muñoz, sin que por eso se desentienda
del Rosario, donde Weyler en persona ha asumido la conducción de sus
columnas. El fuego no termina sino con la noche. El 11, Weyler y González
Muñoz retroceden hacia Cabañas.

Supone Maceo que el capitán general no regresaría a las montañas y,


siempre con el propósito de cruzar la trocha, parte hacia Guanajay.
Tampoco por allí hay cruce posible. La decepción se hace mayor cuando
se entera de que el jefe enemigo volvió a las lomas y quedó extraviado en
los montes de Oleada. Lamenta su error. Dadas las circunstancias del
caso, de no haber estado en Guanajay, hubiera hecho prisionero a Weyler.
De todas formas, su ofensiva ha sido un fracaso. Perdió Weyler en sus
andanzas 400 hombres y los mambises, 56.

Pasión de ánimo

El 2 de diciembre, en las cercanías del ingenio Regalado, busca en la


trocha una grieta que le permita el paso. No la encuentra y se aleja hacia el
norte para constatar que por Mariel tampoco parece existir posibilidad
alguna. Son las diez de la noche y cabizbajo y a trote lento emprende el
regreso al campamento. De pronto, se desploma del caballo. Está como
muerto y los ayudantes que van en su auxilio no saben qué hacer. Pero
abre los ojos. «Es solo un vahído», dice a los suyos para calmarlos. Su
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ayudante, el general Miró Argenter, atribuye el desmayo a una «pasión de


ánimo». Sufre el General por la crisis que resiente a la Revolución y lo
angustia la posibilidad de no poder limar las asperezas entre Gómez y el
Gobierno antes de que ocurra el desenlace fatal.

En la mañana del 3 de diciembre despierta con la noticia de que el


enemigo maniobra cerca del campamento, en dirección a la loma de la
Gobernadora. Se alista para combatirlo. Panchito, el hijo de Gómez, cae
herido, pero los españoles, en derrota, regresan a Cabañas. Maceo ha
cumplido el objetivo de alejar de Mariel la columna enemiga ya que es por
ese punto por donde cruzará la trocha cueste lo que cueste. Así lo ha
decidido. Las cartas que recibe son cada vez más apremiantes. Expresa a
Miró: «No hay más remedio; hay que salir de aquí inmediatamente. Lea
esta carta y dígame si las cosas de Cuba pueden quedar así».

Escoge a los hombres que lo acompañarán a La Habana. No pueden ser


muchos, pues cruzará la trocha por la bahía del Mariel, a bordo de un bote
pequeño. Los cien negros que conforman su escolta y a los que llama «los
diablos» lloran y protestan porque no quieren que parta sin ellos. No hay
caso. Maceo se despide de prisa y bajo la lluvia y rumbo al mar, avanza sin
volver la cabeza.

Enfrentará una nueva contrariedad. Por el punto donde está el bote, el


oleaje imposibilita echarse al mar. Recomienda el práctico un nuevo paraje
para el embarque y cargan el bote entre todos para trasladarlo al lugar
seleccionado. Desde allí, al filo de las 12 de la noche, pasan, en cuatro
viajes, al otro lado de la bahía. La lluvia no amaina y los expedicionarios
van en silencio. La oscuridad es total y la pequeña embarcación lleva
forrados los remos con paños para evitar su detección. «Son viajes
lúgubres», escribe Raúl Aparicio.

Lo que sigue es peor. En el sitio convenido, no encuentra Maceo a los que


debían esperarlo.

Maceo ha caminado mucho y está agotado. Tiene fiebre. Le duelen todas


las heridas y los ordenanzas le friccionan las piernas para aliviarlo. Le
contraría no encontrar los hombres y los caballos que esperaba a su
llegada, pero sabe que con haber salido de Pinar del Río y estar en
territorio habanero ha infligido una derrota a Weyler. Sube la fiebre y el
general Miró, que vela a su lado, lo ve agitarse en la hamaca y le escucha
frases incoherentes. En el amanecer cuenta a Miró su sueño. Le dice que
vio a su padre, a su madre y a todos sus hermanos muertos. Estaban a su
lado y lo llamaban por su nombre. Le decían: Antonio, basta ya de lucha,
basta ya de gloria. Habló enseguida sobre Mariana, que iba ya para tres
años de muerta, recordó a su hermano José y no ocultó su preocupación
por la situación de su esposa, enferma y sin recursos en Costa Rica. Más
tarde conversó con su médico. Diría el doctor Zertucha: Me dijo que tenía
el presentimiento de que lo iban a matar.
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Es ya el amanecer del 6 de diciembre de 1896 y apenas le quedan 24


horas de vida.

Discordias

El comandante Baldomero Acosta, que siguiendo sus instrucciones lo


esperó en el lugar convenido las noches del 27 y el 28 de noviembre,
aparece al fin con los caballos, y a Maceo se le renueva el entusiasmo al
conocer los detalles de un posible alzamiento en la capital que deberá
simultanearse con un ataque mambí. Es precisamente lo que quiere desde
hace tiempo: embestir contra Marianao, antes de proseguir camino para
encontrarse con Máximo Gómez, y hacerse sentir en La Habana, de
manera que las autoridades españolas, que lo hacen encajonado en Pinar
del Río, no puedan negar su presencia en territorio habanero. Es con el fin
del probable ataque a Marianao que, antes de cruzar la trocha, ordenara la
concentración de las tropas de la Segunda División del Quinto Cuerpo del
Ejército Libertador. En efecto, en San Pedro Arriba aguardan la llegada del
Lugarteniente General los regimientos Santiago de las Vegas, Goicuría,
Calixto García y Tiradores de Maceo, con sus jefes respectivos; unos 450
hombres en total al mando del coronel Sánchez Figueras, jefe de la
Brigada Sur. Ya con los caballos, Maceo marcha hacia San Pedro de
inmediato. Lo acompañan entre 45 y 60 hombres. Resulta inconcebible.
Dejan rastros en el camino que permitirán al enemigo detectarlos.

Hacia las ocho de la mañana del 7 de diciembre llega Maceo al


campamento insurrecto. El júbilo es indescriptible. Dispone que el general
Miró salga lo más pronto posible para el Cuartel General de Gómez y lleve
con él a Panchito, su ayudante y ahijado, que está herido y «como es muy
belicoso cualquier día me le vuelven a dar otro balazo».

Siguen las entrevistas con el mando habanero. Hay discordia. Todos


quieren ser jefes. El teniente coronel Juan Delgado, que no obedece ya a
Sánchez Figueras ni al coronel Ricardo Sartorius, pide una posición que le
permita no supeditarse a nadie más que a Maceo. El teniente coronel
Alberto Rodríguez anuncia que, si así se hiciera, no reconocería a Juan
Delgado, y en cuanto a Baldomero Acosta, Maceo debe desautorizarlo
porque ha designado por su cuenta y riesgo y sin apego a la ley a los jefes
del regimiento Goicuría. El General escucha a todos con infinita paciencia.
Está triste, muy triste. Hace un aparte con Juan Delgado y luego de un
largo silencio expresa que no tomará decisiones antes de entrevistarse con
el mayor general José María Aguirre, jefe de la División de La Habana.

Son las 11 de la mañana y Maceo queda solo en su tienda. Se descalza.


Coloca las armas debajo de la hamaca y se tiende en espera del almuerzo.
Luego vuelven los jefes a reunírsele y Miró les lee el pasaje de su libro
Crónicas de la guerra correspondiente a la batalla de Coliseo. De pronto
se oyen detonaciones; siguen descargas cerradas. Maceo, dirá Miró, pasa
del asombro a la cólera por la sorpresa enemiga. La guerrilla montada de
Peral, vanguardia del batallón de San Quintín que manda el comandante
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Francisco Cirujeda, arrolla la guardia mambisa e invade el campamento.


Intenta Maceo salir de la hamaca, pero no puede hacerlo sin que uno de
sus asistentes lo ayude a incorporarse. Se pone las botas, se ciñe las
armas y ensilla su caballo; tarea esta que no confiaba a nadie pues solo así
se sentía seguro sobre los estribos. Ya montado, ordena al teniente coronel
Piedra Martell que busque un corneta para reagrupar a la tropa, dispersada
en la confusión de los momentos iniciales del ataque. A esa altura, Juan
Delgado y Alberto Rodríguez, con 40 hombres, han hecho retroceder a los
de Peral en busca de la protección de la infantería, desplegada ya detrás
de una cerca de piedras del callejón del Guatao. No aparece el corneta y
Maceo, con 45 hombres de su Estado Mayor y de la escolta, parte rumbo al
lugar donde Delgado y Rodríguez mantienen estabilizado el combate. El
enemigo, protegido por la cerca y con la caballería desplegada a ambos
flancos, no intentaba una nueva ofensiva.

Casualidades

Los cubanos esperaban gozar de tranquilidad en el campamento de San


Pedro aquel 7 de diciembre. La exploración mambisa había informado que
la columna de Cirujeda había salido desde Punta Brava en dirección a
Cangrejeras, es decir, con rumbo opuesto a San Pedro. La información era
correcta. Cirujeda, al frente de tres compañías del batallón de San Quintín,
la guerrilla montada de Peral y la guerrilla de Punta Brava —unos 480
hombres en total— quería llegar a Mariel, límite de su zona de
operaciones, pero en el camino que conducía a la playa de Baracoa
escuchó disparos en dirección a Bauta y ordenó cambiar el rumbo y
dirigirse hacia ese pueblo para prestar ayuda a su guarnición si era
necesario. Nada sucedía en Bauta. Allí, luego de hacer rancho, Cirujeda
abandonó la idea inicial de trasladarse a Mariel y quiso hacer un recorrido
por el callejón de San Pedro a Punta Brava. Lo hizo por una cuestión de
tiempo, y no porque hubiera recibido en Bauta información alguna sobre la
presencia insurrecta en la zona.

Fue entonces que la guerrilla de Peral descubrió el rastro que dejaron


Maceo y sus acompañantes y lo siguió a fin de sorprender lo que se
suponía un pequeño destacamento cubano. Las huellas la llevaron hasta la
avanzada del campamento de Maceo. La arrollaron los de Peral y
continuaron su avance hasta que los detuvo una cerca de piedra que se
vieron obligados a rebasar por un estrecho portillo. Fue ahí donde los
contraatacaron hasta hacerlos retroceder los hombres de Juan Delgado y
Alberto Rodríguez.

¡Esto va bien!

Ya en el lugar del combate y bajo el fuego cerrado de la infantería


enemiga, ordena Maceo al brigadier Pedro Díaz una maniobra de
envolvimiento por el flanco izquierdo de la cerca a fin de desalojar de allí al
enemigo y darle una carga al machete en campo abierto. El ataque fracasa
y, aunque Díaz vuelve a intentarlo, se crea una situación insostenible para
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los cubanos que, por la inferioridad de su armamento y escasez de tiros, no


pueden prolongar el combate de posiciones.

Dos opciones se abren ante el Lugarteniente General del Ejército


Libertador. Ordena la retirada o intenta de nuevo desalojar al enemigo de la
cerca. Escoge esta variante, decidido a llevar el combate hasta el final, e
inicia un avance paralelo a la línea española para continuar el ataque. Una
cerca de alambres oculta por la hierba altísima, le cierra el paso. Ordena
que corten los alambres y encarga a Pedro Díaz que flanquee, ahora por la
derecha. Con la misma mano que sostiene la brida, toca el hombro de Miró
y le dice: «¡Esto va bien!».

Arrecia el fuego enemigo y Maceo es alcanzado por un proyectil que le


penetra por el lado derecho de la cara, cerca del mentón, y sale, con
ruptura de la arteria carótida, por el lado izquierdo del cuello. «¡Corran, que
el General se cae», grita Miró. Los oficiales, con dificultad —pesa más de
200 libras— lo suben al caballo y cae nuevamente al suelo cuando otra
bala hace blanco en el tórax y mata a la bestia en su recorrido de salida.
Maceo está muerto y a su lado yacen 12 hombres heridos. Miró y el
coronel médico Zertucha se desploman moralmente y salen aterrados de la
escena. Se retira también el brigadier Pedro Díaz y el cuerpo sin vida del
Mayor General Antonio Maceo, segundo jefe del Ejército Libertador, queda
solo en aquellos matorrales a merced del enemigo.

Al enterarse de lo sucedido, Panchito Gómez Toro, que por estar herido


quedó en el campamento, sale, con un brazo en cabestrillo y prácticamente
desarmado, en busca del cadáver de su jefe. En un gesto supremo de
devoción y lealtad va a morir a su lado. Resulta blanco fácil de las armas
españolas. Herido, debilitado por la sangre que pierde, trata de suicidarse
para que no lo cojan vivo, pero antes quiere escribir una nota a sus padres
y hermanos para explicarles la decisión. No puede concluir el mensaje.
Uno de los guerrilleros de Peral lo remata con machetazo en la cabeza.

En el Cuartel General

El comandante Cirujeda no sospechó siquiera que Maceo había muerto en


San Pedro, pues la propaganda española lo daba como cercado en Pinar
del Río. Un grupo de valientes, encabezados por Juan Delgado, pudo
recobrar los cuerpos del Lugarteniente General y de su ayudante. Tampoco
están claras las circunstancias en que lo consiguieron. Unos dicen que,
como ya el enemigo se había retirado, no fue necesario combatir. Otros, en
cambio, afirman que, aunque Cirujeda se retiraba, los guerrilleros seguían
en el terreno y hubo combate y que Juan Delgado ordenó incluso una
carga al machete que no se dio a la postre porque los guerrilleros huyeron
al percatarse de lo que les venía encima.

El 16, nueve días después del combate, llega al Cuartel General del
Ejército Libertador, en San Faustino, Camagüey, la noticia de la muerte de
Maceo y su ayudante. El oficial de guardia despierta al Generalísimo
Máximo Gómez con la breve esquela. «¡Maceo y mi hijo muertos!». Tan
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conturbado ven al «Viejo» sus subalternos, que tratan de consolarlo


recordándole las mentiras que suelen difundir los españoles. Gómez no se
llama a engaño. «Algunos de mis compañeros abrigan la esperanza de que
pueda ser falsa, pero yo siento la verdad de ella en la tristeza de mi
corazón…», escribe. Dos días más tarde se confirma la noticia. Los
detalles de la muerte de su hijo lo trastornan.

En el Cuartel General los mambises andan taciturnos, sombríos, en


expresión de duelo. Truena la voz del Generalísimo una mañana: «Qué
silencio es ese? ¿Es acaso porque han caído el general Maceo y mi hijo,
su ayudante? ¡Han muerto cumpliendo con su deber y ahora nos toca a
nosotros! ¡Aquí debe haber alegría, conformidad y decisión cada vez que
cae uno abrazado a la bandera!».

En verdad está destrozado. Puede aceptar la muerte de Panchito, pero no


cesa de pensar en el golpe del machete que le cercenó la vida.
Acongojado, maltrecho, se traslada a Santa Teresa, en Sancti Spíritus, y
busca en La Reforma el rancho donde nació su hijo 20 años antes. Ve solo
monte.

Escribe a su esposa: «No quise tocar nada, y todo quedó respetado y


tranquilo en aquel lugar solitario… Dios me dé tiempo y medios para ir
también a derramar una lágrima sobre su tumba».

(Fuentes: Diccionario enciclopédico de historia militar, tomo II; y textos de


Raúl Aparicio, Minerva Isa y Eunice Lluberes)

(Fuentes: Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Diccionario


Enciclopédico de Historia militar de Cuba; tomo II)

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