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Reflexiones en Torno al Concepto de Salud y Enferm

Reflexiones en Torno al Concepto de Salud y Enfermedad

Rodolfo Bohoslavsky.

Pocos temas inquietan tanto al psicólogo como el de estas reflexiones. Está presente siempre en
nuestras conversaciones, en cuanta reunión científica celebramos, en las largas discusiones de
café, en las solitarias reflexiones sobre el sentido de nuestro quehacer, en los juicios que cada acto
profesional que realizamos.

Sin embargo, ¡que poco claras son nuestras ideas! ¡Cuántas veces tenemos ganas de cerrar las
discusiones con un “todo en relativo”, o refugiarnos en nuestra última conclusión erigiendo una
frase como blasón ¡Y es que el problema nuclear a nuestro trabajo es harto difícil de abordar. Pero
al mismo tiempo es inmoral eludirlo. Por eso opté en mi curso de Psicología de la Personalidad (1)
por incluir el problema y excluir la clase magistral.

Da cuenta de ese modo de mi conciencia sobre la importancia de la cuestión y de mi incapacidad


para hacer otra cosa que ayudar a mis alumnos a pensar y arribar a sus propias conclusiones. O a
sus propias dudas. Lo que se transcribe es la reunión final de síntesis a la que arribamos luego de
varias horas de trabajo. Asumo la responsabilidad de esta síntesis; aunque por supuesto las ideas
son producto de la reflexión colectiva en torno al tema. Aunque los conceptos tienen una
apariencia de igual dificultad, es claro que “salud” y “enfermedad” acarrean distinto monto de
complicación.

Tal vez nuestra ignorancia sea la que nos haga pensar que la enfermedad es algo simple
comparado con el engorroso trámite de abordar el concepto de salud. De hecho, en nuestra
práctica profesional nos resulta más fácil diagnosticar una persona enferma que decir qué hay de
sano en un enfermo, o qué es una persona sana. Aparentemente “enfermedad” parecería ser
abordable desde una perspectiva psicológica más delimitable, en tanto “salud” nos enfrenta desde
el punto de partida con la necesidad de un enfoque más amplio, antropológico.

Carecemos de un concepto claro de lo que es salud, de lo que es madurez, y con un poco más de
claridad, pero tampoco con un criterio definitivo, tampoco está definido lo que es enfermedad.
Cualquier psicólogo, psicoanalista, médico, etc., obligado a definirse, podrá enunciar una larga lista
de índices para la categorización de la conducta, pero todos estarán precedidos o por el término
“relativamente” o por el potencial “habría”, “podría”. “tendría, que esconden bajo el manto de una
aparente dialéctica, una rotunda ambigüedad.

Se entiende, por ejemplo, que en cuanto a la temperatura corporal, lo “normal”, lo “sano” es un


valor entre determinados extremos y lo mismo ocurre con respecto de otros índices objetivos, pero
nadie definiría (molecularmente) su salud corporal. Es tan “sano”, por ejemplo, tener setenta
pulsaciones por minuto, como tener ciento veinte ante una situación de emergencia. Menos válido
sería el criterio, cuando tomamos unidades de análisis más amplias, como la consulta o la
personalidad. Para examinar esto podemos partir del famoso criterio estadístico de normalidad.

Este criterio dice que las conductas de los individuos se distribuyen entre extremos con respecto a
una variable, de un modo tal que habrá un mayor porcentaje de individuos que tengan valores
intermedios entre esos extremos, y un menor porcentaje que tenga valores o muy pequeños o muy
altos respecto a esa variable. En términos estadísticos esto se expresa con la distribución en
campaña, diciendo que a ambos lados de la media se encuentra un porcentaje de “sujetos
normales”.

Será normal una persona que no se aleje excesivamente de ese punto medio; si se aleja mucho,
es anormal. A partir de esto cabría plantearse varias cuestiones:

1) ¿Un individuo que está en un extremo, y otro que está en el extremo opuesto, son igualmente
anormales? Supongamos que se trata de una distribución de C. I. La Media Aritmética es 100.
Desde el punto de vista estadístico, es tan “anormal” un chico que tiene C. I. muy bajo como uno
que tiene C. I. muy alto.

Sin embargo, podríamos decir que el primero está enfermo; en cambio el segundo, si bien es
“anormal”, no está enfermo.

2) Supongamos que usamos pruebas de inteligencia para distribuir a los chicos en grados
homogéneos: formamos grados con chicos superdotados y grados con chicos subdotados.

En este caso como la x siempre es pertinente a un grupo determinado, la x en el grado de los


infradotados tendrá un valor, y la x del grado de los superdotados tendrá otro valor, distintos debido
a la población de la que ha sido extraída. Quiere decir que para el grado de los infradotados (x 75,
por ejemplo) el chico con C. I. 60 empieza a ser normal; y el chico con C. I. 140, en el grado de los
superdotados, también empieza a ser normal; o viceversa.

En última instancia encontraríamos que cada individuo es normal en función de sí mismo, porque
podríamos ir modificando las poblaciones (y en función de esto las curvas) dentro de las cuales, y
en función de cualquier parámetro, esa persona se “convierta” en normal. Otro ejemplo: la gente
puede presentar grados variables de retraimiento social. Si se retrae mucho, dentro de una
población es anormal, según el criterio estadístico. Sin embargo, si a esa persona la incluimos en
un grupo de místicos posiblemente se convierta en “normal”.

Pero hay algo más: seguramente las conductas humanas no se distribuyan según esa curva, (sino
que se distribuyan en otra forma, esta vez llamada) “en jota”. Por ejemplo: las madres pueden tener
hacia sus hijos conductas que van de mucho cuidado a absoluto descuido.

Sin embargo, en general, la distribución muestra que hay bastantes madres que evidenciarían
tener bastante o suficiente cuidado con sus hijos, y pocas que pudieran tener absoluto descuido.
Aquí la x se ubica más próxima a la parte más elevada de la curva. Lo normal en este caso
coincide con lo que se espera, con lo que se define socialmente como “deseable”.

Si habláramos, por ejemplo, de qué hacen los conductores cuando enfrentan un semáforo en rojo,
veríamos que hay pocos que siguen de largo, que hay muchos que paran y que hay otros que sólo
disminuyen la velocidad. En este caso, lo hacen porque está a la luz roja y porque socialmente hay
una pauta que determina que se detengan. Si no existiera esa pauta, posiblemente la distribución
de las conductas de los conductores en una esquina sería en campana. Es decir que lo que hace
que una distribución normal se convierta en una distribución en jota son las pautas culturales o
sociales, cuya adopción determina la conducta de los individuos.

De donde la normalidad, que comienza por ser un criterio estadístico, se convierte en un criterio
sociológico: se considerará normal aquello que la sociedad espera que los individuos realicen. La
normalidad, desde el punto de vista estadístico, establecerá una pauta ideal a la que los individuos
tendrían que adecuarse. Pero la conducta real de los individuos se alejará en más o menos de esa
pauta ideal.

Es decir que lo normal, desde el punto de vista estadístico, implica: primero un criterio acerca de lo
que hace la mayoría, mayoría que hace lo esperable según una pauta social; ergo, para definir lo
normal, aún desde el punto de vista estadístico, habría que saber qué es lo que la sociedad espera
de esos individuos.

Esto hace más fácil entender que cuando cambian los valores de una cultura o grupo (es decir, lo
prescrito como deseable de los individuos), aparezcan más conductas consideradas anormales o
respecto de las cuales haya más conflicto para su categorización. En este caso es más difícil para
los individuos saber qué es lo que se espera idealmente de ellos. De lo expuesto, se deduce que el
concepto de normalidad incluye un criterio explícito o implícito que es el de adaptación social.

Desde el punto de vista estadístico, normalidad es sinónimo de adaptación social, o sea ajuste a
algo esperado, a la pauta ideal. Esto es lo que el grupo de discusión que definió normalidad
expresaba en términos de: “el individuo adecua sus conductas a las normas de grupo”. Pero
preguntémonos, ¿a cuál grupo?

Al grupo en función del cual se está definiendo la conducta de ese individuo. Y sabemos que ni la
persona pertenece a un solo grupo, ni la sociedad es homogénea con respecto a los grupos y los
sistemas de valores de los mismos. Es decir, que ¿un individuo tendría tantas “normalidades” como
grupos a los que pertenezca?, o lo que se infiere de lo expresado, adaptación y normalidad no son
sinónimos sino que hasta pueden ser antónimos.

Además, si hablamos de pauta “ideal”, de mayor o menor proximidad a la pauta ideal, el criterio de
normalidad incluye conceptos de valor. Lo que, aunque es un hecho unánimemente aceptado, no
es suficientemente examinado desde una perspectiva crítica (autocrítica).

Con los valores en general, en ciencia se actúa psicopáticamente, es decir, se los usa sin hacerlos
conscientes, se los actúa sin pensarlos, lo que constituye un claro ejemplo de la intrínseca
articulación entre ciencia e ideología (considerada esta en su papel escotomizante). Se dice que la
ciencia tiene que ser objetiva y que no tiene que abrir juicios de valor, pero difícilmente una ciencia
que se ocupe de la conducta humana puede prescindir de juicios de valor, en términos de “esto
está bien” o “esto está mal”. Los que aún sin ser explícitos están siempre actuando latentemente
como formas internalizadas de una determinada ideología.

En lugar de negar el problema de los valores, tenemos que incluirlos y ver cuáles son nuestros
valores en función de los cuales decimos que esa persona actúa bien o mal, es sana o enferma. Si
decimos que los chicos superdotados son “anormales”, distintos de los “anormales” infradotados,
es porque para nosotros ser muy inteligente es “bueno” y ser tonto es “malo”. Parece obvio. Pero
es justamente lo obvio lo que debe ser sistemáticamente considerado, examinado, revisado. Lo
obvio es lo instituido con tal.

Es función de la conciencia ir más allá de lo aparente, así como es obligación de la ciencia como
forma de la conciencia social asumir una actitud de sistemática desconfianza frente a lo que
“naturalmente”, “por supuesto” u “obviamente” “debe ser así. Ayer se vio cuando hablaron de que
no hay salud sin libertad, sin responsabilidad. Y bien: al preguntarnos: ¿qué libertad?, ¿libertad
respecto de qué?, ¿para qué? , estamos incluyendo nuestro sistema de valores de un modo más
explícito.

Lo mismo ocurre cuando se habla de responsabilidad: tiene un sentido en la ética protestante, otro
en el budismo, otro en el pragmatismo americano, otro según el contexto valorativo en que nos
movamos. Aumentan nuestras dudas. Enhorabuena: la incondicional confianza en lo aparente se
debilita. ¿Cuántas otras formas posibles de existencia se esconden tras aquella a la que con mayor
o menor confort estamos acostumbrados (condicionados)?

En cada cultura hay distintos contextos valorativos, nos encontramos con que normal o sano será
distinto según el contexto cultural, y entramos así en la zona del relativismo cultural. Entonces
encontraremos que tener alucinaciones implica estar sano en otra cultura, o donde el tener
visiones es esperado, es bueno, es normal. Ser epiléptico en nuestra cultura equivale a estar
enfermo pero en la Grecia Antigua tener una crisis epiléptica era considerado algo bueno. O por lo
menos signo de buen augurio.

P. Pichot (“Los modelos psicopatológicos de la personalidad”, en Lagache, D. y otros, “Los


modelos de la personalidad”, Proteo, Buenos Aires, 1969) ha objetado el excesivo énfasis puesto
en el relativismo cultural que hace que las enfermedades “aparezcan” y se “esfumen” según los
contextos sociales (2).

Creo que el relativismo puede inducir una actitud escapista con respecto al tema que nos ocupa,
ligado en última instancia a una concepción del hombre y su destino. ¿Son los hombres de
distintas culturas iguales o distintos? Muchos responderíamos cambiando el o por un y, pues las
diferencias interculturales (y aun las intra-culturales) cuyo descubrimiento ha servido para ampliar,
complejizar y enriquecer la imagen del hombre no pueden ser usadas para ampliar hasta tal punto
el tramado que el hombre -nuestro semejante, aunque diferente según cada cultura- se escape
entre los hilos de una concepción superficialista basada en diferencias aparentes, resistente a una
búsqueda de sentidos compartidos.

Creo que si alguna vez encontramos a un criterio aceptable de salud, será válido para un negro de
Nigeria, una rubia dinamarquesa, un granjero ucraniano o una marplatense estudiante de
Psicología. Aún serán distintos los significados atribuidos a santos y enfermos, las causas de la
enfermedad, los índices de enfermedad, las técnicas mágicas, religiosas o científicas de curación,
etc. Pero ser sano, sea lo que sea serlo, está hasta tal punto unido a la idea de hombre, que creo
no caben aquí relativismos. Y en cualquier cultura, por diversos que sean sus marcos normativos,
la gente diferencia las personas de las piedras, de los árboles y de las montañas, y sobre esta
categorización básica es que se establecen valores diferentes.

Esto por supuesto no hace desaparecer el problema. Los valores forman parte de la vida del
hombre. Y el considerar (valorar) la enfermedad y la salud de un modo u otro contribuye a
determinar el fenómeno considerado. Algo así, exagerando, como si la gente pudiera enfermarse
por que los demás valoran su conducta como enferma. Quizás esto no sea tan exagerado, de
modo que la valoración que las distintas culturas y sub-culturas hacen de la enfermedad y de la
salud es un tema de central interés, con las precauciones que hemos planteado respecto del
tentador “relativismo”.

Este problema de la cultura nos lleva a uno de más agudas facetas, que ustedes mencionaron
ayer: en una cultura enferma, adaptarse es ser enfermo. Pero el problema no es sencillo. Tres
consideraciones debiéramos examinar:

1) ¿Puede un concepto psicológico como el de salud aplicarse a un objeto como la “sociedad


global” sin caer en psicologismos?
2) ¿Un planteo semejante no supone estrictamente un condicionamiento social que dejaría sin
contemplar distintas “formas” de estar sano y enfermo en una misma sociedad?
3) Además este planteo no hace más que extraer el problema de los límites de la Psicología y
“pasar la pelota” a los sociólogos, quienes deberán definir qué es una sociedad sana y una
enferma (lo que no estaría mal que realicen, pero sobre un análisis sociológico y no psicologista).

Una definición de salud y enfermedad debe tener en cuenta el grado de desarrollo, movilidad y
conflicto social. Se dice “las culturas son cambiantes”. Cuando hay valores definidos es claro para
los individuos adaptarse a ese marco valorativo y conforme a la adaptación lograda ser (justa o
injustamente) evaluados, pero cuando aquellos cambian es mucho más difícil juzgar si esa
conducta es sana o enferma.

Hace cuatro o cinco años, que un muchacho tuviera el pelo largo podría ser considerado como un
signo de rebeldía contra la sociedad. Habría, sí, juicios cambiantes en cuanto a si eso es “normal”
o “anormal”. Si hace cinco años hubiera entrado en nuestro consultorio un adolescente con una
camisa floreada, un pantalón de terciopelo, una campera de gamuza con flecos, botas y sombrero
tejano, seguramente no hubiéramos sorprendido ante tal caso de desadaptación. Sin embargo, en
este momento esto no nos llama la atención un adolescente que, si el colegio no se lo exige, esté
todo el día con corbata chaleco, traje oscuro y peinado con fijador.

Esto quiere decir que cualquier definición sobre la anormalidad o normalidad, salud o enfermedad,
tendrá que incluir el cambio del marco valorativo, de la cultura a la que ese individuo pertenece y
en la cual nosotros, que somos los que nos creemos con derecho a hablar de salud o enfermedad,
estamos incluidos, y la manera en que nosotros tenemos en cuenta esos valores para juzgar la
normalidad o anormalidad. Eso, quizás, pueda ser estudiado observando como psicólogos con
distinta formación toman más en cuenta unos criterios que otros en cuanto al juicio sobre las
conductas de las personas. Por ejemplo: habrá psicólogos que vean la desorganización interna de
un adolescente como un síntoma de salud.

¿Esto no hablaría de una contradicción dentro de la Psicología? Por supuesto: contradicción que
hay que asumir, porque hacer Psicología, como cualquier otra conducta, está condicionado por el
contexto en que se realiza, y entonces ella tiene contradicciones internas como cualquier conducta
de las personas que viven en un contexto social dado que a su vez expresen las contradicciones
de ese contexto. Habría que renunciar a la pretensión de un criterio absoluto de salud y
enfermedad valido para toda la época y para toda la sociedad. Pero es difícil renunciar a tal
pretensión. Buscamos absolutos estáticos. Nuestra ansia de “pregnancia” es tal que nos impide
valorar el movimiento, el cambio, la contradicción suficientemente.

Esto permitiría entender por qué ayer el tema de la angustia, del desequilibrio, no fue considerado.
¿Era demasiado angustiante pensar que a veces hay quiebras, rupturas, que son “buenas” y que
hay equilibrios “malos”? Pero esto nos lleva nuevamente a que toda discusión sobre la normalidad
supone siempre en primer lugar una ética (y en este sentido conviene que esa ética sea explícita)
que plantee lo deseable. Así como esperamos de un planteo científico que nos plantee lo posible, y
a través de un a conveniente estrategia, táctica y técnica más o menos mediata en relación a lo
teórico, el modo de alcanzar lo deseado.

En segundo lugar, toda discusión sobre la normalidad supone una ideología. Tanto cuando se
habla de normalidad en términos de ajuste a normas como de salud en términos de equilibrio,
estamos implicando una ideología acerca del conformismo o del reformismo.

Decir que una persona se debe ajustar a normas supone toda una ideología y no cabe duda de
que ella traduce en nuestra praxis profesional, en un contacto con las personas, una manera de
hacer que las personas hagan algo o hacer que las personas no hagan algo. Por poco directivos
que seamos, cada acto profesional expresa y puede ser analizado como estando comprometido
con tal o cual ideología. Como lo está el mismo hecho de ser “no directivos”.

El énfasis en la necesidad de un análisis ideológico no exime, suplanta o menosprecia la


necesidad de un examen epistemológico de nuestras teorías que subyacen y se expresan en
nuestra práctica. Tan peligroso es el cientificismo para el tema que nos ocupa como lo que alguien
alguna vez llamó el “terrorismo ideológico”. La idea de salud encierra ya toda una teoría
psicológica. Ya lo decía Guillaume: “Un concepto es ya una teoría”. Y toda teoría científica es un
hecho social.

De ahí que la teoría psicológica acerca de la salud y enfermedad estará determinada por variables
de tipo económico, de tipo histórico, cultural, político, como cualquier otro hecho social, y admite la
inclusión (exige la inclusión) de varios niveles de análisis; máxime cuando definir salud y
enfermedad nos lleva a hacer cosas con los individuos, desde contribuir a encerrar a una persona
en un manicomio durante veinte años, a que una persona obtenga un trabajo. Los dos mayores
peligros en la discusión de hoy serían:

a) una actitud pragmatista, que nos lleve a entender que no vale la pena definir salud y
enfermedad, sino ver en cada situación específica qué es lo mejor, qué es lo peor. Esto supone en
nuestro trabajo llegar al extremo por ejemplo, de que si yo busco un bibliotecario y para serlo es
conveniente una persona muy prolija, será preferible que sea una con rasgos obsesivos, ya que
desde el punto de vista pragmático podría darse un ajuste perfecto entre la enfermedad de la
persona y las necesidades de la institución. Las preocupaciones en torno a qué es sano o qué es
enfermo no tienen ahí por que “interferir”.
a) El otro extremo es el “filosofismo” que nos lleva a plantear todo esto en un terreno especulativo,
desconociendo que esas especulaciones tienen que ver con las personas reales y concretas con
las cuales está relacionado nuestro que hacer cotidiano. Si tratamos de incluir las personas que
conocemos dentro de las definiciones de madurez o de salud que ayer se dieron, no
encontraríamos a nadie. Todos suspiramos cuando terminamos de ubicar la “lista de buenos
propósitos”; evidentemente esa persona es un ideal, gestada por la ética, la ideología, los
conceptos científicos imperantes en el grupo aquí, ayer, pero la gente real se resiste a entrar en las
categorías científicas. Y por eso la relación teoría-práctica debe ser continua, sobre todo en
cuestiones como ésta.

b) Otro riesgo sería la parcialización, es decir tomar un solo dato y suponer que a partir de ese dato
podemos definir qué es salud y enfermedad. Esto ocurre muchísimo cuando aparecen modas en
Psicología. La Psicología como cualquier esfera de la cultura, no esta exenta de la aparición de
“modas” derivadas de la difusión de una Escuela o de algunos conceptos de ellas. Palabras como
“duelo”, “reparación”, “elaboración”. “posición depresiva”, objeto gratificante”, “identidad”, etc., etc.,
pueden llegar a cubrirse de un halo semimágico, una suerte de “abracadabra” mediante el cual el
arduo problema de definir qué es la salud pareciera diluirse.

Quizás todos esos conceptos que la ciencia va trabajosamente gestando sean criterios útiles, pero
sería peligroso considerar a cualquiera de ellos como el criterio de salud. Sobre todo porque la
salud no es cuestión de una escuela, aunque éstas deban hacer explícitos sus criterios sobre el
tema sino de un problema, por lo que vimos, de índole antropológica en el más amplio sentido del
término. Quizás todos los criterios aportados por distintas corrientes o escuelas sean válidos, pero
no pueden ser tomados aisladamente, bajo un enfoque sobre-generalizador.

Si pensamos que estamos buscando criterios, categorías, el peligro sería que exista una
discriminación sin síntesis. En realidad, tal vez, la gente tenga aspectos sanos y aspectos
enfermos, en distintas dosis; y los compartimientos estancos “sano” o “enfermo” sean simplemente
categorías abstractas, vacías de contenido. El otro peligro es el opuesto, es decir, que haya una
generalización indiscriminada, sin análisis ¿Equivaldría no poder analizar, en una persona real, qué
partes son (más) sanas y qué partes (más) enfermas?

A partir de esto podríamos hablar de la “enfermedad” o de la inmadurez del científico, que se


resiste a moverse en un plano dialéctico entre la síntesis y el análisis, entre la discriminación y la
generalización. Habrá psicólogos que sean fervientes devotos de la discriminación, que quieran
tener compartimientos claramente delineados y otros que sean devotos de lo opuesto de la
generalización, en la que “todo es igual a todo de alguna manera”, y por lo que no vale la pena
juzgar o teorizar acerca de si es bueno o malo manifestar tal o cual conducta. Quizás un concepto
válido para tener en cuenta sea el de disociación que ustedes mencionaron. Sobre todo viendo la
validez (y el prestigio) de conceptos como “estructura”, “totalidad”, “integración”, “interacción”, etc. ,
en nuestro siglo, de los que parece ser antónimo.

Ese concepto puede ser útil porque permite tener un criterio común para hablar de personas, de
grupos, de comunidades. Hablamos de disociación respecto de los objetos, que son convertidos en
objetos parciales, de disociación, de una persona respecto de grupos (cuando hablamos de
exclusión, de aislamiento), de grupos respecto a la sociedad (cuando hablamos de parias o
marginados, etc., etc.). Quisiera desde esta perspectiva (desde este término) volver al problema de
los valores.

En una discusión sobre el tema (Mowrer, H. O., “¿Qué es la conducta anormal?”, en Weider, A.,
Contribuciones a la Psicología Médica, Eudeba, Buenos Aires, 1962) uno de los discutidores cita a
Perry, autor de una Teoría de los Valores. Este autor expresa que una acción es valiosa:

1. Si permite la supervivencia. Por ejemplo es valioso comer cuando uno tiene hambre, porque eso
permite seguir viviendo.
2. Si otorga confort (o placer) Por ejemplo, es valioso oír música clásica si a uno le gusta, si le
produce placer.
3. Si permite la integración interna. Es decir si esa conducta puede ser integrada con la experiencia
pasada, ligada al sistema de valores internos del sujeto y a su perspectiva o proyecto vital.

A partir de esto podríamos decir que las conductas sanas serían aquellas que son a la vez

Adaptativas,
adaptadoras (gratificantes)
e integradoras.

En función de esto los individuos que orientan la búsqueda de su felicidad tomando uno y otro de
estos criterios enunciados, lo hacen porque de un modo u otro han enfrentado el conflicto que toda
opción supone. Estas tres maneras de entender una conducta valiosa puedan darse juntas en un
individuo o habrá predominio de una u otra.

Lo importante es que si se habla del conflicto y se lo relaciona con los conceptos de salud y
enfermedad podremos ver que habrá conflictos dentro de cada plano (“¿hago o no hago esto? ;
“¿rechazo o acepto tal situación?”) dentro de I, II o III, y conflictos entre I, II y III (“¿para obtener
placer tengo que renunciar a la búsqueda de una integración interior?”, etc.). ¿Será salud o
sinónimo de felicidad? Si lo es, tal vez la idea de que una persona sana es aquella cuyas
conductas son a la vez Adaptativas, Gratificantes e Integradoras, no resulte descabellada.

La disociación entre las tres dimensiones o en cada una de las tres dimensiones de la acción
valiosa es tal vez el índice de que la vida comienza a desarrollarse de un modo inarmónico,
enfermo. Volvemos nuevamente a que todo conflicto es siempre en definitiva un conflicto ético
(Hesnard, A., Psicoanálisis del vínculo interhumano, Proteo, Buenos Aires, 1968). Esto también es
válido en lo que respecta al psicólogo que debe decir criterios de salud y enfermedad. Aun en
situaciones aparentemente sencillas (como el conflicto de un adolescente que debe resolver si
debe o no irse de la casa). Sea o no consciente, su duda encierra una concepción pertinente a su
idea de la felicidad.

Este planteo hace que muchas corrientes de la psicoterapia actual piensen que los valores no
constituyen un campo de problemas que pueda ser dejado de lado. La tradicional imagen del
terapeuta axiológicamente neutro no es hoy más que un malsano espejismo de épocas pasadas en
que los terapeutas se consideraban (o/y eran considerados) una clase especial de personas.

En el quehacer terapéutico está presente siempre el sistema de valores y la idea de felicidad que el
terapeuta ostente, con o sin conciencia de ello: “el paciente ‘X’ mejoró según Juan cuando pudo
renunciar a su trabajo, aceptó vivir con menos dinero, pero más tranquilamente”; y según Pedro
“cuando pudo conseguir trabajo y aceptó la competencia con los demás”; para Arturo será “se hizo
revolucionario”; para Angel, “dejo esas ideas adolescentes de revolución vinculadas a la
competencia con los padres”.

Otro de los problemas que se esbozaron ayer fue el de la adaptación al medio versus coherencia
interna. Este planteo subyace sobre una disociación que nosotros hemos internalizado entre
individuos y sociedad, entre individuo y cultura; y nuestra resistencia a entender que la persona es
una subestructura de una estructura más amplia que la comprende: la Estructura Social. No hay
una sociedad “afuera” rodeando al individuo y una “natural” esencia íntima; hay una sociedad
“adentro” del individuo, conformándolo y haciendo de él lo que en definitiva sea.

Es decir, que nosotros seguimos con el viejo hábito individualista, y ayer se depositaba en la
coherencia interna. ¿Pero en la coherencia íntima de quién? Cada vez soy más consciente de que
éste es quizás el tema más complejo de las ciencias humanas, de la organización política y, en fin,
de toda ideología. Tal vez sea por la “ideologización“ del problema que los argumentos ejercen un
poder arrollador sobre la postura precedente, pero en definitiva el plano subjetivo de las actitudes
hacia el problema de la relación individuo sociedad permanecen inalterados.
Algo así como si el más acendrado culturalista pensara (¿sintiera?) que en el fondo hay en el
individuo una raíz pre o extra-social. Siempre pensé que lo más auténticamente individual era post-
social. Una ecuación personal a partir de y no en oposición a las influencias sociales. De ahí que
“cuanto más social, más individual”. Pero hoy experimento la sensación de que tal interpretación es
incompleta, y quizás, en el fondo, conformista, a pesar de lo revolucionaria que puede haber sido
en la Psicología Social de principios de siglo. Hoy pienso que debe investigarse con atención lo
“pre” y lo “extra”, puesto que lo “post” casi no deja lugar a dudas.

La Biología humana y la Genética debieran tomar, creo, más parte en este debate, y esto es no
sólo una cuestión de “teoría” antropológica. Hay que trazar una nueva imagen del hombre, y lo que
nos compromete aún más, éstos son los materiales con los que construiremos la imagen del
hombre nuevo, socialmente desalienado e individualmente libre. Para complicar la situación basta
observar que muchas veces la “coherencia interna” entendida como equilibrio, puede convertirse
en una estereotipia. Una persona estereotipada es una persona altamente equilibrada.

Claro que una vez más llegamos a conceptos como el de “equilibrio”, que requerirán un exhaustivo
análisis teórico que rebasa nuestras posibilidades. El subgrupo que discutió los criterios de
enfermedad nos aportó ideas importantes. “La enfermedad abarca, altera la totalidad de la
persona. Estar enfermo es verse afectado en la integración de un modo más o menos permanente”
dijeron. Lo que habría que agregar es que un individuo, al verse afectado en su integración, realiza
una nueva síntesis interna. Los individuos se resisten a la desintegración, y cuando su integración
es alterada realizan una re-integración.

En ella lo que hacen es excluir aquello que se vio afectado; se “bloquea” la parte afectada. Es una
integración donde se disocia lo afectado: la persona se empequeñece al excluir parte de sí, pero
ése es el precio del re-equilibrio. Esto lo podríamos ligar con lo que se planteó ayer, de que es
necesario “ir y volver de la enfermedad”. Es decir que para que una persona enferma se cure, tiene
que poder reincorporar aquello que está “ ex-corporado”. Esta disociación en virtud de la cual se
puede hacer una nueva integración convierte una parte del sujeto en algo alienado. Un enfermo es
siempre un alienado, es decir que ha hecho ajena a si, una parte de sí. Curarlo es des-alienarlo, es
decir, unir lo separado con el resto, Reintegrar lo enajenado.

Cuando ustedes decían que una persona es “paciente” de algo interno o externo que se le impone,
lo que se le impone como un algo, como una cosa, es esa parte disociada que por estarlo se
cosifica. Esa parte separada se hace autónoma, escapa al control del Yo, y el individuo recurre a
una cantidad de conductas estereotipadas defensivas para evitar la re-unión con “eso” que se ha
clivado del Self.

Por eso, toda enfermedad implica cierta rigidez. Es difícil ayudar a reincorporar esa parte, porque
implica una reintegración, no reductiva (“hacia abajo: sacando cosas”) sino progresiva, hacia arriba,
dándose cuenta de errores, defectos, fracasos, frustraciones, vitales malos entendidos, etc.

¿Será que enfermedad es sinónimo de disociación, de alienación, de estereotipia, de rigidez y de


integración subjeraquizante?. En cuanto a lo que pensaron sobre salud, en función de lo que
ustedes dijeron, una persona sana sería una persona capaz de decir “yo soy yo”, con/en una
circunstancia que es para mí y por mí. “Yo no soy paciente de mi circunstancia sino agente de mi
circunstancia. Esta situación me la busqué yo, la valoro yo, es mía, existe porque la creé, la
condicioné, pero ahora está aquí y tengo que saber que mi conducta dependerá de un diálogo de
mi persona con mi situación”.

Sin embargo, el mundo existe antes y al margen de que yo lo perciba y lo valore. ¿Cuáles son los
límites de mi poder? ¿Cuáles son mis grados de libertad? Pero además, una persona sana es una
persona que sabe que está compartiendo un mundo con individuos, que reconoce que los otros
son autónomos respecto de sí, distintos, y que al mismo tiempo “necesitan de mí tanto como yo
necesito de ellos”.

En síntesis, que una persona sana, desde el punto de vista de su identidad, reconocerá que es un
semejante, pero además que es absolutamente único, lo que implica poder tolerar la soledad.
Desde el punto de vista temporal implica el reconocimiento de que su circunstancia es, una
circunstancia finita y que tiene una vida para vivir. Lo que implicaría incluir en el criterio de salud
toda la temática de la muerte que fundamentalmente estudió la filosofía existencial. Frente a esta
circunstancia, de que nuestro tiempo es finito, ¿habrá de renuncia a la inmortalidad o habrá de
pensar en una inmortalidad que no tenga que ver con “yo”, sino con un “nosotros”, pues dentro de
la perspectiva del “nosotros” sí somos inmortales?

Tan pequeños dentro de los límites de nuestro diminuto Self y al mismo tiempo tan grandes, tan
por encima de la escala zoológica, como partes del género humano que nos abarca. Nos asusta
hablar de la muerte, pero hay muertes continuas a lo largo de nuestra vida. Hay cosas que vamos
perdiendo continuamente a lo largo de nuestra vida, y habrá que tolerar esas pérdida, que están
ligadas a todo crecimiento y cambio. De la discusión de los grupos pueden extraerse dos
columnas:

1. La de los valores que el grupo tiene respeto de lo que es una conducta sana.
2. La de los criterios psicológicos que se tienen para poder alcanzar esos valores.

Valores: se ve claramente que para ustedes son el equilibrio interno; coherencia; capacidad de
ponerse en el lugar del otro, aceptación al rol; tomar al otro como un objeto total; pero además
considerar que el otro no es un cosa sino que es una persona, es decir que es autónoma respecto
de nosotros; dar y recibir afectos; tener confianza en sí mismo y seguridad y confianza en el otro
(es decir poder percibir al otro como una fuente de seguridad y no de ataque, aceptando la
convivencia sin temerla); interdependencia. Y resumiendo un sector vario de valores, la famosa
frase de Freud: “trabajo y amor”.

Entre los criterios psicológicos que se mencionaron: la adaptación, que es sinónimo de


homeostasis, y el tener defensas útiles (este criterio psicológico estaría ligado a valores
adaptativos). Hablaron de elaboración del conflicto, de tolerar gratificaciones y frustraciones (esto
tiene que ver con el valor que está ligado al confort, en términos de placer y displacer). Hablaron
de reparación y aprendizaje a partir de la experiencia (esto tiene que ver con el otro valor, el de la
coherencia interna o integración). Habría que agregar lo que se dijo sobre. “juicio de realidad”,
concepto tomado de la Teoría Psicoanalítica, que condensa una serie de sub-criterios de enorme
importancia teórica.

En cuanto al “principio de placer” se habló aquí muy tímidamente de la capacidad de gozar de la


experiencia, y éste es un valor importante; es también un supuesto psicológico necesario para
estar sano. Yo agregaría como criterio la renuncia a la omnipotencia. Por ejemplo, ahora, renunciar
al planteo omnipotente de llegar a la definición última de salud o de enfermedad. Otras ideas que
aportaron fueron: capacidad de tolerar estímulos internos; de manifestar emociones y de sentirlas,
sin necesidad de proyectarlas o de buscar afuera quién se haga cardo de los propios sentimientos.
El grupo que trabajó sobre “tiempo libre” señaló la posibilidad de estar solo, sin prender el televisor,
leer revistas, encender la radio, etc.

Es decir poder estar junto con uno mismo, con sus estímulos internos en un encuentro
enriquecedor y no angustiante. Quiero agregar lo que en una época yo pensaba: que salud se
reducía a cuatro vectores:

seguridad, autonomía, responsabilidad y adaptación.

Ser autónomo, es decir que uno es fuente de decisiones, de acciones, de valores. Sentirse seguro,
o sea capaz de alcanzar metas. Hacernos responsables de nuestras decisiones y adaptarnos en
función de nuestras necesidades. Agregaría hoy la presencia continua del futuro, que a diferencia
de los animales, sabemos que es limitado y finito, lo que está relacionado con lo dicho sobre
omnipotencia.

La salud tiene que ver también con un diálogo entre Yo y no-Yo; en algunos casos la salud
implicaría la distancia, y en otros la posibilidad de fusionarse con el otro. Por ejemplo, el grupo que
habló de pareja señaló la posibilidad de relaciones sexuales satisfactorias, como un criterio
importante. Y bien, una relación sexual satisfactoria supone el abandono por parte de cada
persona de sus propios límites. Es una situación que supone la transitoria pérdida de la identidad,
recortada en cada uno, y la asunción de una identidad de pareja.

Creo que esta experiencia nos ha servido para movilizar nuestras ideas. De hoy en más creo que
seremos un poco más cautos al decir “Fulano es un enfermo”. Sobre todo hoy vemos cuánta más
movilidad debemos dar a nuestros quietos supuestos. Cuando hablamos de discriminación, hay
que agregar la posibilidad de generalización. Cuando hablamos de independencia, hay que
agregar la posibilidad de depender o de interdepender.

Cuando se habla de autonomía, hay que hablar de heteronomía (aceptar las normas de los otros).
Cuando se habla de la posibilidad de tolerar la culpa, hay que hablar de la posibilidad de reparar.
Cuando habla de soledad, hay que hablar de compañía. Cuando se habla de seguridad, hay que
hablar de tolerancia de la incertidumbre. Cuando se habla de renunciar a la omnipotencia, también
habrá que incluir la posibilidad de ser potentes.

Cuando se habla de la capacidad de gozar, también habrá que hablar de la capacidad de sufrir.
Cuando se habla de animarse a morir, también habrá que hablar de animarse a vivir. Y así
siguiendo, en una lista interminable. Como ven, todo empieza a moverse. Lo fácil sería decir que
“lo sano” pasa por el punto medio de todo, pero no sé si es así. Mucho hay todavía por conversar,
mucho por pensar. Más todavía por vivir.

Notas.

1. Universidad provincial de Mar del Plata, Facultad de Humanidades, 1969. Si me he decidido con
dos años de atraso a divulgar estas “Reflexiones…” no ha sido por considerar que las mismas
posean un profundo valor teórico o una gran originalidad sino precisamente por su coincidencia
con las numerosas publicaciones habidas últimamente que en forma más o menos explícita,
reconocen la prioridad del cuestionamiento por encima de alguna conclusión oficial. Tienen para mi
un valor didáctico en el mejor sentido del término: desencadenante de nuevas reflexiones,
motivador de críticas, opiniones y controversias, estímulos a la imaginación.

2 “En términos más generales los modelos de la personalidad propuestos por la psicología social,
cuando se refieren a la patología, tienden muy naturalmente a destruir normalidad y patología en
función de referencias sociales. Tal es, por ejemplo, la posición de las escuelas culturistas: el
individuo es un enfermo social si su comportamiento se desvía en forma excesiva respecto de la
norma aprobada por la cultura particular.

Así los antropólogos describen culturas en las cuales serían considerados como normales
comportamientos que para nosotros son patológicos. Sólo citaré los estudios sobre la cultura
“paranoica” de ciertas tribus indias, o las observaciones que se hacen a menudo acerca de las
pretendidas variaciones de la tasa de esquizofrenia según las normas culturales. El problema es
muy complejo. Antes que nada conviene destacar que la mayoría de los estudios de antropología
no establecen diferencias explícitas entre los estados procesuales y no procesuales. Es
perfectamente admisible que ciertas culturas favorezcan y por consiguiente consideren normales
determinadas personalidades que para nosotros son desviantes. Pero tengo entendido que se
trata, en todo caso de “personalidades psicopáticas”.

Así, cuando se habla de “cultura paranoica” es posible que en la población estudiada sean
particularmente valorizadas las características de orgullo, desconfianza, rigidez. Pero ello no puede
significar que en dichas culturas un sujeto que presente una psicosis delirante paranoica procesual
sea considerado normal. La confusión terminológica (empleamos el mismo adjetivo “paranoico”
para caracterizar un personalidad patológica no procesual y una psicosis procesual) refleja la
confusión conceptual. En nuestra sociedad existe un ejemplo bien conocido. Hasta la introducción
de la instrucción primaria obligatoria sólo eran considerados patológicos los grados más profundos
de retraso mental: la imbecilidad y la idiocia.

La bibliografía anterior al siglo XIX se encuentran muy pocas alusiones a lo que denominamos
deficiencia. Precisamente la modificación social que fue la introducción de la enseñanza obligatoria
reveló la existencia de dicha deficiencia, que finalmente se definió como la inadaptación a esa
nueva dimensión social, y que por lo tanto definió como patológicos a sujetos hasta entonces
considerados como normales. Pero la deficiencia mental corresponde precisamente a ese margen
de variación no procesual, susceptible de ser calificado de normal o de patológico según la cultura.
Por el contrario, la imbecilidad y la idiocia han sido consideradas siempre, en todas las culturas,
como manifestaciones patológicas.

Las afirmaciones de que ciertos estados patológicos procesuales son admitidos, en determinadas
culturas, como normales, no han sido demostradas jamás, por lo que yo se. Por ejemplo, se ha
pretendido que la supuesta rareza de la esquizofrenia en las Indias era el resultado de la actitud
religiosa que favorecía la meditación y las manifestaciones autísticas. Pero es posible preguntarse
si no se trata de una confusión entre la esquizofimia (desviación no procesual) y la esquizofrenia
(desviación procesual).

Que la primera pueda ser más valorizada por la cultura de la India que por la occidental, ello es
posible y aun probable. Pero que la esquizofrenia pueda ser considerada como un estado normal,
ello no ha sido demostrado. La mayoría de estas discusiones se basan en resultados de encuestas
epidemiológicas psiquiátricas. Ahora bien, éstas por el momento, y aun en los países técnicamente
más avanzados, son insuficientes en grado sumo. A pesar de considerables trabajos, no hay
acuerdo aún en cuanto a la existencia de una vinculación entre esquizofrenia y clase social. A
fortiori, los resultados provenientes de países en los cuales la infraestructura médica y estadística
es muy insuficiente deben ser considerados inciertos.

Hasta que tengamos más amplia información, podemos admitir que la definición social de los
límites de la personalidad y de la patología vale para las variaciones cuantitativas, no procesuales,
de la personalidad. Pero en el estado actual de nuestros conocimientos no pensamos que se
refiera a las derivaciones caritativas procesuales. Estas son enfermedades, en el sentido médico
de la palabra, y debido a ello independientes en principio de las normas culturales.

Sin embargo su opinión merece dos salvedades: a) La distinción entre estados procesuales y no
procesuales en los que basa este autor su distinción en enfermedades dependientes e
independientes de las normas culturales. Se apoya en un principio de discontinuidad entre salud y
enfermedad que no es unánimemente aceptado y pertenecería a lo que Lewin llamó modalidad
aristotélica del pensamiento científico. b) El caso de la imbecilidad e idiocia -que el autor cita- es
precisamente un hermoso ejemplo de la historicidad de las enfermedades no sólo en cuanto a su
detección y valoración que Pichot admite, sino también en su producción o por lo menos su co-
determinación como facilitación.

Aparecido en Imago, Revista de Psicología Psicoanalítica, Año 1; No. 1 Fac. de Psicología de la


Universidad Autónoma de Nuevo León, Estudiantes de Area Clínica. Monterrey, México. 1979. pp
47-69.

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