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El Camino de la Persona

Libro II
Etica

Universidad San Sebastián

Instituto de Filosofía

2020

1
Indice

2
Presentación

3
Primera parte
La Ética y tres conceptos fundamentales (Bien, Verdad y
Belleza)

4
Capítulo 1

La Ética: ¿una lista de prohibiciones?


Mariano Bártoli

Cuando se piensa en Ética o en moral, lo primero que podría aparecernos es una


cantidad infinita de normas o leyes que nos prohíben realizar ciertos actos que nos
parecen agradables o ventajosos. Solemos verla como ese “deber” que nos pesa y
nos agobia privándonos de esa “libertad” anhelada de hacer lo que de verdad
queremos o nos gusta. En nuestros días, ciertamente, la Ética no tiene buena
prensa. En gran medida porque los mismos que hacen alarde de ella y la
reivindican, suelen saltársela como si nada fuera. Pero ¿es esto verdaderamente
la Ética? ¿Es de verdad un sistema de prohibiciones o lista de deberes? ¿O por el
contrario es algo mucho más noble y necesario en la vida humana?

Para responder estas preguntas y, seguramente algunas otras, comencemos por


el principio: La Ética o moral es un hecho. Esta es una constatación primera que
nadie puede negar. Todos los hombres, sin importar cuáles sean sus costumbres,
su cultura o sus creencias, realizan acciones que consideran buenas o malas. Más
aún, sin importar su concepción antropológica o Ética, todos los seres humanos
buscan realizar acciones que les hagan buenas personas. Realidades cotidianas
que todos vivimos como el premio, el castigo, el remordimiento o arrepentimiento,
nos hacen palpable la existencia en el orden humano de este tipo de acciones.
Acciones admirables, acciones reprobables, acciones censurables, acciones
imitables, etc. Es parte de lo que somos. Lo hemos experimentado además en

5
nosotros mismos. No solo con relación a otras personas, cuando juzgamos y
decimos: “eso que ha hecho fulano es admirable”, “eso que ha hecho mengano, es
una atrocidad y no debe repetirse”, sino que nosotros mismos nos hemos mirado
con admiración o reprobación, porque en el fondo reconocemos que hay un tipo
de acciones, de entre todas las que hacemos, que las valoramos como buenas o
malas moralmente, que las juzgamos como capaces de hacernos mejores o
peores personas.

Debido a que es tan presente, hablamos de ello continuamente. Es posible que no


haya un tema sobre el cual se discuta tanto como el de las materias morales.
¿Quién no ha discutido con su familia o sus amigos sobre las mentiras piadosas,
sobre si el fin justifica los medios, sobre el amor y la vida en pareja, sobre la
justicia social, sobre el suicidio, sobre los derechos humanos, sobre el aborto o la
eutanasia, etc.? Las opiniones se enfrentan sin que parezca posible conciliarlas.
Por todo ello es que en nuestros tiempos posmodernos suele afirmarse que la
moral es del orden de la opinión. No hay lugar para certezas. Cuando se trata de
ciencias empíricas o técnicas que tienen que ver con cosas objetivas, palpables,
ahí sí es posible la certeza objetiva, allí sí es posible afirmar proposiciones
verdaderas y rechazar con seguridad las falsas, sin embargo, esto no ocurre en el
ámbito de la moral que, de ningún modo –se dice– puede ser considerada una
ciencia. En ella todo es subjetivo, todo es opinable.

Sin embargo, eso dista mucho de ser verdadero, como intentaremos mostrar. La
moral no solo es un hecho constatable, sino que se puede reflexionar
filosóficamente sobre el modo adecuado en el que la persona humana puede
obrar de un modo tal que alcance efectivamente su felicidad. A la inteligencia
humana no le basta con constatar el hecho, sino que busca penetrar en la realidad
y poder saber en qué consiste la vida buena, la vida moralmente adecuada al
hombre. Y a eso nos dedicaremos en el presente volumen. Sin embargo, antes es
preciso responder a la pregunta por la Ética misma. ¿Qué es la Ética?

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1.- Primera aproximación a la Ética

Una buena manera de aproximarse es examinar qué nos dice la palabra. Por ello,
daremos una definición nominal, esto es, aquella definición que no nos muestra lo
que es la cosa, sino que nos da ciertas características de ella a través de su
etimología. La voz “Ética” proviene del griego êthos , escrito con la letra
“eta” (), que significa “hábito o costumbre”. Pero la misma palabra también
procede de éthos , escrito con la letra épsilon ()A diferencia de la anterior,
esta expresión significa “carácter, modo de ser”. Aunque son dos las voces ligadas
a la palabra “Ética”, eso, lejos de suponer una confusión, es una riqueza para el
vocablo ya que el carácter o personalidad humana está formado por el hábito, es
el actuar de un modo estable, constante. Por eso es que bien vale recordar que
originalmente la voz éthos hacía referencia a la morada, al lugar donde uno está,
el lugar que se habita. La virtud o el vicio modelan modos de ser que nos permiten
decir que uno es de una determinada manera, que uno se halla de un determinado
modo con respecto a la realidad fundando diversos sistemas o modos de
comportamiento. Por eso, la Ética es lo que nos va moldeando y nos permite llegar
a ser lo que queremos ser o, mejor dicho, lo que debemos llegar a ser.

Esta voz ethos, pasa al latín como mos, moris, para significar exactamente lo
mismo, esto es, los comportamientos humanos que están fundados en hábitos o
costumbres. Moral y Ética, por tanto, desde el punto de vista etimológico son
exactamente lo mismo. No hay diferencias entre ellas y así lo tomaremos aquí. La
única diferencia es la procedencia etimológica: una viene directamente del griego
al castellano, mientras que la otra viene del griego, aunque pasando por el vocablo
latino1, pero significan la misma realidad: los actos humanos que moldean y dan
consistencia al carácter o personalidad.

No obstante, hay quienes distinguen estos dos conceptos. Incluso lo hace el


mismo Diccionario de la Real Academia Española. Por ello, aunque aquí los
1
Algo semejante pasa con la voz techné, que en castellano da origen al término “técnica”. No obstante,
también en castellano hablamos de “arte” para significar lo mismo. Esto es porque techné, pasó al latín
como ars. De modo que tenemos el término directamente procedente del griego y el término mediado por
su traducción latina, para significar lo mismo: la recta razón del hacer.

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tomaremos como sinónimos, es preciso conocer y reflexionar sobre esa diferencia.
La significación fundamental es la misma: significan lo que tiene relación con el
recto obrar humano, con el comportamiento humano que forma el carácter. Sin
embargo, se distinguen, en tanto, el término “moral” se utiliza para significar los
sistemas de valores o normas concretos que rigen en una determinada sociedad,
sin relación con lo que llamaríamos “recto comportamiento”. Así se habla de la
moral azteca, la moral musulmana, la moral antigua, la moral moderna, la moral
posmoderna, etc. La voz “Ética”, por su parte, se reserva para la reflexión filosófica
sobre dichos sistemas. En este sentido, la Ética es la que se encargaría de
establecer cuál es la moral más adecuada al ser humano. En un caso se
reflexiona sobre los valores y modos de ser que caracterizan a una sociedad o
cultura; mientras que, en el otro caso, se piensa sobre el sentido del obrar humano
con vistas a determinar qué es lo más adecuado para la persona. En síntesis,
digamos que la moral refleja lo que es, mientras que la Ética, reflexiona sobre lo
que debe ser. No obstante, y tal como lo hemos señalado, tomaremos aquí tanto a
la Ética como a la moral cómo conceptos sinónimos, como dos modos de referirse
al obrar humano y su relación con la felicidad.

Ahora bien, tan controvertido es la reflexión sobre lo que significa dicho obrar
moral, tanta discusión tenemos en nuestros días sobre el modo en el que el ser
humano debe comportarse para actuar moralmente, que muchos han terminado
despreciando o minusvalorando el papel de la Ética porque no le ven sentido. En
parte esto se debe al desconocimiento que hay sobre ella y las diversas
apreciaciones falsas sobre lo que es la Ética. Por eso, y a fin de comprender en
profundidad qué sea la Ética, vamos a intentar, siguiendo a Ramón Ayllón 2,
describir qué NO es la Ética, de modo que queden descartadas las posturas
erróneas en relación con el tema.

2.- Lo que la Ética no es

2
Ayllón, R. Ética: El arte de vivir. Palabra, Madrid, 2001, p. 11.

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Muchos son los errores que en el mundo moderno proliferan en torno a la Ética y
que debieran ser debidamente explicados. Sin embargo, nos limitaremos a
explicar tres cosas que no dicen relación con la Ética, pero que en la actualidad se
las vincula con ella. Y lo haremos a través de la explicación de un mito, de una
historia y con una búsqueda del tesoro.

a) En primer lugar, el mito. Este mito nos revela y nos refleja uno de los errores en
la comprensión de la Ética. Se trata del mito de Eco y Narciso. Eco era una ninfa 3
de los bosques, alegre y muy parlanchina, que fue condenada por Hera, la esposa
de Zeus a repetir la última frase de su interlocutor y decidió esconderse en los
bosques. Narciso, por su parte, era un joven hermoso, tan hermoso como nadie
en todo el mundo quien, caminando un día por el bosque, fue sorprendido por la
ninfa Eco, la que quedó prendada de la belleza del joven. Él, sin embargo, se burló
de ella de tal modo que volvió a esconderse hasta quedar confundida casi con la
misma roca de la cueva. Como castigo, Nemesis, la diosa de la venganza, le
causó a Narciso una gran sed, que llevó al joven a beber agua en el río. Al ver su
reflejo, quedó enamorado poderosamente de su propia belleza. No podía dejar de
mirarse, él lo era todo para sí mismo. Tan fuerte era su amor a sí mismo que quiso
unirse con la imagen y se ahogó. Como recuerdo, junto al lago creció una flor a la
que se le llamó Narciso.

Como se ve, Narciso es aquel que está enamorado de sí mismo de tal modo que
le lleva a su propia ruina. Este mito es el que da nombre al trastorno psicológico
narcisista y que describe muy bien a la cultura contemporánea, una cultura
centrada en sí misma.

La Ética no tiene nada que ver con el narcisimo, ni con Narciso. En efecto, el error
que es necesario descartar es el que está fundado sobre un cierto individualismo
moderno o posmoderno. Nos referimos a aquel que sostiene que la moral, esto es,
la bondad o la maldad de los actos, dependen de lo que cada uno piense o crea.
Es el famoso "para ti" o "para mí", el conocido "yo pienso que" o "yo creo que". Es

3
Las ninfas eran diosas menores, hijas de Zeus, que habitaban diversos lugares de la naturaleza.
También llamadas Heréades.
9
tal el amor que se tiene el hombre moderno a sí mismo, que solo considera bueno
lo que a él le parece bueno; y considera malo, lo que a él le parece como malo.
Este error está fundado en el agnosticismo moral que sostiene que en estas
materias nada puede ser conocido con certeza y, por tanto, el conocimiento sobre
el obrar humano en relación con su felicidad queda reducido a la opinión personal.

Pero afirmar que cada uno puede sostener esa opinión como correcta es suponer
que todo es relativo, que no hay bondad absoluta. Este relativismo moral, aunque
está muy extendido en nuestros días no deja de ser una equivocación, dado que
se funda en un error del orden especulativo: la negación del principio de no-
contradicción. ¿Qué señala este principio? “Es imposible que lo mismo sea y no
sea a la vez y en el mismo sentido”. Dicho más simplemente: todo lo que es, es y
lo que no es, no es. Así una cosa no puede ser buena y no buena a la vez y en el
mismo sentido. Puede alguien ser vanidoso y estudiante a la vez, sin duda, pero
alguien no puede ser y no ser estudiante a la vez y en el mismo sentido, como
alguien no puede ser vanidoso y no vanidoso a la vez y en el mismo sentido.
Afirmar esto es a todas luces violar un principio fundamental de nuestra
inteligencia, principio primero y, por tanto, evidente.

Protágoras fue quien primeramente afirmó este relativismo. “El hombre es la


medida de todas las cosas”. Es el hombre el que decide lo que las cosas son, no
tienen ellas una naturaleza establecida. “Según cada cosa me aparece, tal es para
mí, según a ti se te muestra, tal es para ti”. De este modo, las cosas son y no son,
lo cual es absurdo y contradictorio. Así, llevado al orden moral la negación de este
principio tenemos que, por ejemplo, quitar la vida a un niño inocente en el seno de
su madre (aborto) es bueno y es malo a la vez, dependiendo de quien lo esté
considerando. Ahora no se trata de afirmar si el aborto es bueno o es malo, lo que
importa ahora es que no puede ser bueno y malo a la vez, porque eso es
contradictorio. O es bueno o es malo, pero no las dos cosas, porque si no, no es
ninguna. Todo esto resulta tan descabellado como absurdo, las cosas son lo que
son y no lo que queremos que sean. La dificultad está en llegar a conocer lo que
son, en descifrar la bondad o maldad intrínseca de los actos, pero ese es otro

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problema, pero afirmar que en moral todo es relativo conduce a un completo
escepticismo, que en el fondo nos lleva a pensar que da lo mismo lo que
hacemos. Para salir de este error es preciso realizar un gran esfuerzo por conocer
la verdad en el orden moral, pero no contentarse con la posición fácil del
relativismo que no es otra cosa que el capricho y el egoísmo personal, que como a
Narciso, puede suponer grandes males.

b) En segundo lugar, una historia. Procedentes de viajes, corrían en Grecia


noticias que contaban cosas fantásticas de las costumbres (ethos) de los pueblos
vecinos. Una de esas noticias era la de las mujeres escitas, un pueblo de la
antigüedad esencialmente guerrero. Las mujeres, también conocidas como
amazonas, eran guerreras y luchaban codo junto a los hombres. Eran diestras con
el arco y la flecha. Y ¿qué tenían de especial? Pues que para lanzar con más
precisión se amputaban un seno. No se sabe si realmente era así; lo que sí se
sabe era que los griegos lo pensaban4. Las escitas consideraban buena esa
costumbre, mientras que los griegos, no. Esta historia nos lleva al segundo de los
errores.

Un segundo error en materia moral es el que está fundado en el culturalismo o


historicismo. Ambos errores están íntimamente ligados al relativismo. Según esta
corriente culturalista, la moral cambia según las culturas y las épocas. Esto
aumenta la sensación de que la moral es inestable y provisional. Lo que es bueno
y lo que es malo moralmente, se afirma, va cambiando con el tiempo y las
culturas. Algunas cosas que para los escitas eran consideradas como buenas y
nobles, para los griegos era considerado una aberración; algunas cosas que para
los griegos eran dignas de elogio y admiración, para nosotros en el mundo actual
es considerado malo y reprobable. La esclavitud suele ser un ejemplo que se
esgrime a menudo: para los griegos era buena la esclavitud, para nosotros es
mala. Y más aún, en un mismo momento histórico hay diversas culturas con
preceptos morales diferentes. En nuestros días, por ejemplo, mientras se defiende
4
Lo que sí es verdad, en pleno siglo XXI, es la práctica de la ablación que se realiza en la
actualidad en países como Benín, Burkina Faso, Kenia, Togo, Tanzania, La República
Centroafricana, etc., costumbre que para este tema puede considerarse similar para comprender lo
que sostenemos.
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en el mundo occidental la dignidad de la mujer, vemos que en otros lugares no se
la considera. Es decir, para ellos no es malo conculcar los derechos de la mujer,
porque para ellos no los tiene. Esta consideración no deja de ser un error ya que
es el mismo "para mí", "para ti" del relativismo, pero aplicado al orden cultural. Y
es que el culturalismo, como dijimos, no es más que otra forma de relativismo.
¿No hay culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay
sociedades que mantienen la esclavitud? ¿Los romanos no concedían al padre el
derecho de exponer al hijo recién nacido? ¿Los musulmanes no permiten la
poligamia, mientras que los cristianos solo aceptan la monogamia? La moral no
puede ser universal, dicen, depende del tiempo y de las culturas.

Quien afirme lo anterior desconoce que la moral no descansa en la ignorancia de


estos hechos. Todo lo contrario, la reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno
y lo malo comenzó precisamente, con el descubrimiento de esos hechos. En el
siglo V a. C eran ya ampliamente conocidos. Pero los griegos no se contentaron
con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables o
primitivas, sino que los filósofos buscaron una medida o regla con la que medir las
distintas maneras de vivir. Y a esa regla o medida la llamaron fisis o naturaleza.
Así la costumbre de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho, resultaba peor
que su contraria. No diremos ahora cuales actos están conformes a esa
naturaleza, solo digamos que existe lo que podemos denominar con C.S Lewis
"normas del comportamiento decente" 5 que son obvias e iguales para todos los
hombres.

Que existan muchas culturas con diversas costumbres no significa nada más que
hay diversas culturas con diversas costumbres. Porque si quisiéramos, a partir de
ello, afirmar que cada moral es válida en su cultura, ¿con qué derecho
intentaríamos avanzar en la defensa de la dignidad humana? ¿Tienen dignidad las
mujeres o solo las occidentales? ¿Qué pasa en las culturas en las que en nuestros
días se condena a muerte a los homosexuales, por ejemplo? ¿Solo porque se
practica en un determinado lugar basta para que digamos que es lícito y bueno,

5
Lewis, C.S. Mero Cristianismo. Editorial Rayo, Nueva York, 2006.

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sin considerar lo que significa para esas personas concretas que son
discriminadas? ¿Con que autoridad moral podríamos contribuir para que esa
práctica cambie, si “para ellos” es buena? Lo cierto es que la moral no puede
depender de la cultura, porque no todas las culturas poseen costumbres que
protejan la dignidad humana. Ya lo hemos dicho, no puede ser que la práctica de
la ablación, por ejemplo, sea buena y no sea buena a la vez y en el mismo
sentido. Esa contradicción no es posible en el orden del razonamiento lógico,
porque en la realidad o es una cosa o es la otra.

Para salir de este error es necesario considerar que el criterio no puede ser la
propia cultura, sino la dignidad de la persona. Visto así, se aprecia en seguida,
cómo en realidad las diferencias entre las culturas son menos, mucho menos que
las semejanzas, porque todas tienen en común el cultivo del ser humano. Así, no
existe cultura alguna que admire a los traidores, o a los egoístas; lo mismo en
relación al matrimonio: hay culturas que permiten el matrimonio con 1, 2 o más
esposas, pero en todas es claro que no se puede estar con la mujer que a uno se
le antoje. Dicho de otra manera, existe una ley natural común a todos los hombres
en todos los tiempos y lugares. Otra cosa muy distinta es que, por diversas
razones, por diversos motivos, no se conozca o no se quiera seguir dicha ley y por
costumbre llegue a deformarse el sentido común en materias morales. Así, no
puede afirmarse que la moral dependa de las culturas, ni de las épocas, sino que
está inseparablemente unida a la naturaleza humana, como veremos en esta obra.

c) Finalmente, la búsqueda del tesoro. Si efectivamente existiese un verdadero


mapa del tesoro y llegara a tus manos, ¿qué harías? Dirías: “yo quiero disfrutar y
pasármelo bien en la isla, por lo que iré por donde me guste y me sienta mejor” o,
en cambio, dirías: “seguiré las indicaciones para poder llegar al tesoro”. Y es que
otro error muy difundido con respecto a la moral en nuestros días es aquél que
sostiene que la moral es algo que impide pasarlo bien, disfrutar de la vida. La
moral sería un conjunto de principios que reprimen, que coartan la "libertad de uno
de hacer lo que le gusta". Aparece la moral ante quienes así opinan como un
conjunto de prohibiciones, más que de principios. La respuesta a tal afirmación

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exige una larga reflexión, pero diremos aquí, siguiendo nuevamente a C.S Lewis,
que "las reglas morales son instrucciones para hacer funcionar la máquina
humana". Son como las claves para hacer un uso correcto de eso que llamamos
“nuestro Yo”. Dicho de otro modo, es la manera de asegurarnos la felicidad. Si
encontráramos un mapa que nos indica el camino para encontrar un tesoro en una
isla perdida, ¿lo seguiríamos al pie de la letra o no? La respuesta es “sí”, siempre
y cuando, lo que queramos sea encontrar el tesoro, porque si no lo queremos,
entonces no es necesario el mapa.

Pues bien, ese tesoro del que hablamos ahora existe realmente y es la felicidad,
de modo que el mapa para encontrarlo también existe y no son sino las reglas
morales que nos guían en el camino hacia nuestra perfección. Las reglas morales
en lugar de coartarnos la libertad, son las que aseguran su mejor uso. ¿Podríamos
afirmar que las leyes del tránsito nos coartan nuestra libertad de ir por donde se
nos ocurra? O debemos afirmar, por el contrario, que son ellas las que nos
garantizan llegar sanos y salvos a casa. Claramente es esto último, ya que
precisamente aquellos que no logran llegar "sanos y salvos" a casa es debido, en
la mayoría de los casos, a que alguien no quiso respetar las normas.

El orden moral, pese a ser tan cotidiano y tan cercano a nosotros, exige una
reflexión y profundización al igual que el resto de saberes sobre la realidad. Mejor
dicho, exige una mayor reflexión que el resto de saberes, porque está en juego
nada menos que nuestra propia felicidad. En este sentido, debemos estar alerta a
ciertas “ideas” que prevalecen en nuestros días y que pueden afectar la
consideración que tengamos del recto orden moral. Así, luego de lo visto, vemos
que la moral no es algo que dependa de lo que cada uno piense o sienta, que no
depende de la cultura o la historia y que, finalmente, no es algo que coarte la
libertad, sino que la garantiza. Con estos principios, puede uno adecuadamente,
enfrentar la reflexión sobre qué es propiamente el saber moral.

3.- ¿Qué es la Ética?

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Tal como hemos visto ayudados por el mito, la Ética no es una cuestión que
dependa de lo que yo pienso, yo creo, yo opino, dado que esta es una actitud que
está fundada en un narcisismo cultural que lleva a que uno piense solo en sí
mismo y olvide el interés común. En segundo lugar, no es la Ética, según vimos
con las escitas, una cuestión que dependa enteramente de las culturas. No porque
una cultura lo establezca como bueno y adecuado, significa que es bueno y
adecuado. La gran conclusión que deberíamos haber obtenido del estudio sobre la
persona humana es que toda persona tiene dignidad, esto es, que vale por lo que
es, que no puede ser usada, instrumentalizada, sino que es un sujeto que exige
ser amado por sí mismo. Pero resulta que hay culturas que la pasan a llevar o no
la protegen, luego el criterio no puede estar en la cultura. Finalmente, la búsqueda
del tesoro nos llevó a considerar que la Ética no es algo que imponga normas que
coartan o que impiden disfrutar. Al contrario, seguir las normas supone la
posibilidad de alcanzar el tesoro o lo que es lo mismo, la felicidad. No depende de
uno, no depende de la cultura y no coarta la libertad. Pero sigue estando sin
responder la pregunta fundamental: ¿qué es la Ética?

Para explicarlo en una frase muy sencilla de tal manera que nos sirva de guía en
todo nuestro recorrido, digamos que la Ética es un saber, pero no cualquier saber,
sino un saber práctico que a diferencia de cualquier otro, nos ayuda a vivir de
acuerdo a lo que el hombre es. Más sencillamente la Ética es el saber práctico que
nos ayuda a vivir bien.

3.1.- La Ética como saber práctico

Ciertamente que asociamos la Ética con las acciones humanas, esto es, con las
acciones libres, aquellas sobre las que el ser humano tiene dominio. Sin embargo,
la Ética en el sentido en el que la usamos aquí, no dice relación directa con estas
acciones, sino más bien con el saber sobre dichas acciones, con una reflexión

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profunda sobre el obrar humano 6. La Ética no alude, por tanto, primeramente, a las
acciones mismas del ser humano, sino a la reflexión sistemática, seria y profunda
sobre esas acciones. Una reflexión o un conocimiento que no pretende, al modo
de los saberes puramente teóricos, solamente saber la verdad sobre dichas
acciones. No tiene como finalidad solo contemplar y dar razón de esos actos libres
del ser humano, sino que se busca poder guiar y dirigir la acción hacia aquello que
perfecciona al ser humano. De allí que digamos que es un saber práctico, que se
acerca o se asemeja al arte. En este sentido es que algunos la definen como el
arte de vivir bien7.

En efecto, todo arte es un saber práctico, esto es, un conocimiento que está de
suyo orientado a dirigir la acción. No es un saber aplicado, un saber que puede
aplicarse al orden práctico como, por ejemplo, si usamos de la matemática para
construir un rascacielos, aunque construirlo supone cierto conocimiento en
matemáticas. No hay ningún nexo esencial entre la matemática y la construcción
del rascacielos. Hubo algún momento en que había matemáticas, pero no había
rascacielos, lo cual evidencia lo que señalamos. Sin embargo, muy distinto es el
arte de cocinar, el cual supone desde luego un conocimiento, pero que está
íntimamente ligado a la dirección de una fabricación. El que sabe cocinar,
evidentemente que tiene un saber, pero que no es puramente teórico, sino que es
un saber que está íntimamente ligado con la acción de cocinar, y su relación
supone que el conocimiento guía las acciones de producción.

La Ética también es un saber práctico, pero que, a diferencia del arte, no dirige la
producción de un objeto o realidad, sino que moldea el propio carácter, dirige las
acciones mismas del ser humano de modo que sean capaces de causar una
personalidad firme y madura en el que actúa, que sea más plenamente libre y se
plasme una “obra de arte” del propio sujeto.

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Conviene aquí recordar la diferencia entre actos humanos y actos del hombre. Estos últimos son
los actos que realiza el ser humano, pero sobre los que no tiene dominio, como son aquellos que
proceden del orden vegetativo, tales como la respiración, la circulación de la sangre, la digestión,
etc. Los primeros, los actos humanos, son aquellos que proceden de la voluntad libre, esto es,
aquellos sobre los que el ser humano sí tiene dominio. Estos son el objeto de estudio de la Ética.
7
Ayllón, R. Ética: El arte de vivir. Palabra, Madrid, 2001, p. 11.

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En este sentido, como saber práctico, igual que el arte, la Ética supone un
conjunto de conocimientos teóricos, experiencias adquiridas, formación intelectual,
pero a la vez, destrezas necesarias para desempeñar con maestría la obra buena.
Veamos estos dos aspectos:

a) Necesidad de conocimientos y reflexión

La Ética supone la adquisición de conocimientos ciertos, aunque dichos


conocimientos surgen de la reflexión sobre la misma acción. No se trata de
imponer o aplicar un conocimiento a la acción, sino que desde la acción se
reflexiona para poder mejorarla y perfeccionarla, así como para dar razón de ella.
En esta línea es que Aristóteles señalaba que las cosas prácticas que tenemos
que hacer, se aprenden haciéndolas. Lo cual nos da mucha luz, porque
efectivamente, vamos aprendiendo más sobre la naturaleza de una acción o de un
comportamiento, a medida que la vamos realizando y vamos comprendiendo más,
de modo que nos volvemos más capaces de dirigir mejor la misma acción. Es lo
que sucede con el arte de tocar el piano, pero también con el de cocinar o el de la
carpintería. Son saberes que están íntimamente ligados con la acción, que surgen
de ella, al punto que sin esa acción no habría tal saber. No hay acción de tocar de
modo excelente el piano, sin el saber correspondiente, más aún, cuanto más
conocimiento mejor orientación de la acción. En este sentido, un saber práctico,
cualquiera que sea, no puede reducirse a la mera opinión y, por eso, volvemos a
reafirmar lo que decíamos al comienzo: La Ética no es de lo opinable, exige ciertos
conocimientos adecuados y objetivos que dirijan convenientemente la acción, o si
se quiere, es tan opinable como el arte de tocar el piano. El pianista reconocido
que sabe tocar el piano, no opina sobre las notas, ni sobre los tiempos, ni sobre la
afinación, etc., sino que simplemente sabe. Y si no sabe, no tocará de modo
excelente.

Pero más aún, porque para dirigir eficazmente la acción se requieren de otros
saberes también objetivos, así, por ejemplo, en el arte de tocar el piano se
necesita saber sobre el instrumento mismo, sobre solfeo, incluso sobre
matemáticas. Pero estos saberes no son propiamente el arte de tocar el piano, ya
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que podría tenerse estos saberes y aún, no poderle sacar ni una melodía. Pues
bien, lo mismo ocurre en el caso de la Ética, que requiere de metafísica y de
antropología, entre otras ciencias, que permiten un conocimiento sobre la persona
humana, sobre sus fines, sobre la misma naturaleza del obrar, etc., pero que no
son suficientes para realizar la ordenación de la acción que corresponde
propiamente al saber ético. Desde luego que la Ética no es la antropología, pero
no se puede abordar con acierto la reflexión moral, la reflexión sobre las acciones
que perfeccionan al ser humano, si no se ha reflexionado y pensado sobre la
naturaleza humana, sobre lo que es el ser humano. Sin una concepción
antropológica que responda a la realidad humana, no se puede enfrentar el
problema ético con esperanza de acierto. Muchas de las discusiones en Ética,
muchas de las dificultades para comprender la bondad o la maldad de
determinados actos, están fundadaso las más de las veces en una visión poco
adecuada sobre lo que es el ser humano.

b) Destrezas: Dominio práctico.

Ahora bien, evidentemente, no basta con saber para acertar en el orden ético.
Además de ese conocimiento cierto, no opinable, que surge de la reflexión y la
especulación sobre la misma acción, es necesario una habilidad, una destreza
para poder realizar la acción buena. Continuando con nuestro ejemplo, para tocar
el piano, se requiere, conocimiento sobre música, solfeo, notas musicales,
matemáticas, etc., según hemos dicho, pero, además, es fundamental tener una
habilidad física, coordinación, movimiento de los dedos, coordinación con los pies,
etc.

No se puede ser un maestro pianista sin poner los dedos sobre el piano, pero
tampoco sin saber leer un pentagrama. Todo arte, todo saber práctico, supone
conocimientos teóricos y habilidades prácticas. Del mismo modo, el saber ético
exige, además de los conocimientos, una habilidad, una disposición práctica para
poder realizar las acciones morales. No basta con saber sobre Ética, si no se
realizan adecuadamente las acciones que dicho saber nos ordena. En este

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sentido es la Ética un saber práctico: necesita conocimientos teóricos y prácticos;
experiencias y destrezas; saber y habilidad, en síntesis: principios y hábitos.

3.2. La Ética como saber vivir

La Ética, por tanto, es un saber, una verdadera ciencia, en tanto que busca dar
razones de las acciones humanas, no obstante, no es cualquier saber, ni siquiera
cualquier saber sobre las acciones, puesto que comparte esta preocupación con
otros saberes como la psicología, la misma antropología, el derecho, etc., sino que
es un saber sobre aquellas acciones que hacen al ser humano bueno o malo
absolutamente, esto es, bueno o malo como persona. De manera que es la Ética
un saber que se refiere a las acciones humanas en cuanto se ordenan al fin último
y más perfectivo del hombre, por eso que, en síntesis, podemos decir que es un
saber práctico pero que tiene por objeto el vivir bien.

Y ¿qué significa vivir bien? Vivir bien no significa sino vivir según lo que un ser
humano es. De allí que la Ética se ocupe de las acciones humanas en cuanto que
son buenas o malas, en cuanto suponen para el ser humano una vida buena. Es
por tanto el saber práctico que enseña el arte de vivir de un modo plenamente
humano. Pero la pregunta que podríamos hacernos es ¿por qué el hombre
necesita aprender a vivir? ¿No le basta simplemente con vivir sin más? Si bien a
los animales les basta con vivir, al ser humano no le basta.

Según se ha visto en el primer volumen donde se desarrollan los principios


antropológicos, los animales nacen como dotados. Saben desde que nacen lo que
les conviene y les es adecuado para vivir de acuerdo a lo que son. Sin embargo, el
ser humano, como posee una naturaleza corpóreo espiritual, como es un animal
racional, nace sin saber nada, pero anhelando saberlo todo. Todos los hombres
desean por naturaleza saber, nos enseñaba Aristóteles. Quiere saberlo todo, pero
no lo sabe. No sabe cómo se vive según la naturaleza humana. Tiene que
aprender a vivir humanamente. Porque el hombre por su libertad puede vivir de

19
modo inhumano. La Ética es precisamente el saber que nos indica el modo más
adecuado de vivir como nos corresponde y nos ayuda a hacerlo. Es el saber sobre
el vivir humano, sobre los actos que nos hacen más y mejor persona y sobre
aquellos que nos degradan como tal, de manera que nos ordena de hecho a
realizarlo. No es el saber sobre el hombre, sino el saber sobre cómo debe vivir el
hombre.

Dicho de otro modo: el ser humano es libre, esto es, no está determinado por su
instinto como los animales, pero puede usar mal de la libertad, por eso la Ética,
lejos de coartar nuestra libertad, nos aparece como el arte de usar bien de la
libertad, un arte que cada persona necesita aprender para vivir dignamente. Desde
luego que el hecho de vivir bien o actuar moralmente es algo que viene dado por
lo que los padres y los mayores nos transmiten, así como nuestro mismo entorno
social, el barrio, los amigos, los medios de comunicación, etc. Pero también es
necesario y conveniente reflexionar de modo sistemático para saber verdadera y
fundadamente qué es lo que más nos conviene, si queremos alcanzar nuestra
máxima plenitud. La Ética es la que nos proporciona esa reflexión y ayuda. En ese
sentido, no puede ser solo una asignatura más, una ciencia más que da
conocimientos teóricos, como el álgebra, la biología o el derecho procesal, sino
que es un saber sobre aquello que es más fundamental y relevante en la vida: la
propia felicidad y realización humana.

Ahora bien, y tal como lo hemos señalado, no solo hace falta el conocimiento,
también es necesario costumbre, hábito, porque la Ética como saber práctico,
busca guiar y dirigir la acción. Y es que no solo somos mentes o inteligencias que
por saber lo que es bueno ya por eso mismo lo hacemos, como pensaba Sócrates.
En realidad, saber lo que es bueno no nos hace decidirnos a actuar, y menos,
actuar de una forma determinada. No. El hombre, además de poseer razón, tiene
voluntad, por lo que hay muchas cosas que sabemos que hay que hacer,
deseamos hacerlas y, sin embargo, no las queremos, no las elegimos. Algo se ha
metido entre la decisión y la ejecución. Para llevar una decisión práctica
necesitamos lo que ordinariamente se llama “fuerza de voluntad”, que ejecuta lo

20
que decidimos. Cuando falla esa fuerza de voluntad, desde luego que hemos
decidido, pero no hemos hecho la acción exigida. La experiencia muestra que esta
fuerza de voluntad varía mucho de una persona a otra. No es la misma en cada
uno, porque, precisamente, tiene que ver con los hábitos, las costumbres que uno
tiene.

Pongamos un ejemplo: ponerse a estudiar a la hora que he establecido. “Estudiaré


desde las 6 a las 8 de la tarde”. Para hacerlo, ¿basta con haberlo decidido? No,
pues el mero “querer” no basta para que pasen las cosas. Es necesario tener la
costumbre de hacerlo. Con dicho hábito será más fácil y grato ponerse a estudiar,
pero si no, costará mucho. Ciertamente que, si tengo prueba al otro día y no me
queda más remedio, me pondré a estudiar, aunque no tenga esa costumbre, pero
será sin duda, con tristeza y pesar. Por eso las buenas costumbres, los hábitos
buenos, facilitan la orientación de las acciones al bien que da el conocimiento de
ellas. De este modo, también podemos definir a la Ética como el arte de las
buenas costumbres, es decir, de las costumbres que son buenas para el hombre,
de las costumbres que “le van bien”, de las costumbres que le dan madurez y
perfección. La Ética supone, entonces, conocer y cultivar las buenas costumbres,
aquellas que permiten vivir humanamente.

Nadie es capaz de tocar el piano solo deseándolo. Por lo que tampoco nadie es
capaz de vivir bien dejándose llevar, deseándolo fervientemente. Hace falta teoría
y práctica; experiencia y hábitos o destrezas. Es necesario saber y es necesario
mucha práctica. Mucho ejercicio en las acciones propiamente humanas. Claro que
es posible reflexionar sobre la naturaleza de la generosidad, de la templanza o de
la justicia. Se pueden definir todas las virtudes con lujo de detalles, pero no es
suficiente para ser un ser humano bueno. Es preciso también la realización de los
actos adecuados para poder afirmar que se posee el saber ético en toda su
plenitud. Aristóteles, a quien hemos citado ampliamente, enseñaba que la Ética no
tiene por finalidad saber qué es el bien, sino ser buenos. Y en este sentido no se
puede prescindir ni de los conocimientos ni de la práctica del bien asegurada por
el hábito.

21
El saber moral o ética es entonces el arte de vivir bien, de tener buenas
costumbres, de vivir humanamente; un saber que está íntimamente ligado con la
adquisición de aquello que nos es más amado: la propia felicidad. No se trata solo
de normas, no se trata solo de deberes que cumplir, mucho menos de
prohibiciones, sino de aprender a vivir como nos corresponde. Y en ese vivir de
modo humano, desde luego que hay cosas que no son convenientes o adecuadas
en el obrar. Así, por ejemplo, si uno quiere ser un buen y excelente pianista, debe
practicar, debe esforzarse, debe estudiar, debe sacrificar horas de televisión o
entretención, debe…debe…debe… Pero evidentemente, estos “debe” no
significan una restricción y un achatamiento de la acción del pianista, sino al
contrario, una potenciación que le permitirá ser más y mejor pianista. En el orden
de la vida humana pasa lo mismo. Ciertamente que hay cosas que debemos
hacer, ciertamente que hay normas y prohibiciones, pero no son sino la
consecuencia necesaria para poder ser más y mejores personas, para poder ser
capaces de realizar acciones que manifiesten la grandeza de la dignidad humana.

Por supuesto que como todo saber, tiene su complicación y dificultad. Por eso que
es del todo necesario poner un esfuerzo especial para alcanzarlo, se exige
estudio, humildad, paciencia y mucha buena disposición, pero vale la pena porque
es un saber precioso para el ser humano, mucho más importante que tocar el
piano o pintar al óleo o, incluso sanar, porque en él nos jugamos nada menos que
nuestra propia la felicidad.

22
Capítulo 2

¿La soledad del bien?


Juan Carlos Alvial

Vivimos en un mundo totalmente conectado, donde parece que todos estamos en


directa vinculación, pero, en muchas ocasiones, sucede que estamos solos y no
nos observamos ni escuchamos; por más que estemos “en línea” o que nos
visibilicemos en la red… más de alguno pensará que está solo.

Aparentemente, las personas estamos quedándonos solas, pero el vacío va más


allá de nosotros, alcanza también a los principios o fundamentos de la humanidad.
Por ejemplo, si pensamos en cómo nos hemos dejado de preguntar por el bien, la
verdad y la belleza, pareciendo cosas obsoletas. A lo mejor, a alguien se le ocurre
que estos tres elementos están pasados de moda por el simple hecho de haber
sido buscados y razonados por pensadores que vivieron ya antes de Cristo,
aunque, al día de hoy, muchos hombres los siguen anhelando y cuestionándose
por ellos. Da la impresión de que quienes buscan el bien, la verdad y la belleza,
también viven en una especie de soledad, a nivel teórico y práctico.

23
En este apartado, más que tratar el problema de la soledad de los seres humanos
o el bien, la verdad y la belleza, en su conjunto, se procederá a preguntarse sobre
el primer anhelo de toda filosofía, que es el bien.

1.- ¿Qué es el bien?

Partamos con esa pregunta aparentemente básica, pero difícil de contestar: ¿qué
es el bien? Podría ser que en más de alguna ocasión alguno de nosotros haya
discutido sobre esta duda haciendo filosofía con nuestros familiares, amigos y
conocidos. Ahora, para beneficio nuestro, esta cuestión es fundamental para la
humanidad, y tenemos la suerte de que ha sido puesta en el tapete por muchas
personas de distintas épocas y regiones del mundo, y ha sido contestada de
distintas formas.

En muchas discusiones se plantean preguntas tales como si el bien es objetivo o


subjetivo, o derechamente qué es. Quizás, muchas son las voces que busquen
dar una respuesta a esta inquietante incertidumbre que no se deja pasar en vano,
inclusive en la actualidad.

En inicio, no será fácil responder a la pregunta, pero no es imposible de contestar,


aunque vivamos en una época donde parece que todo da lo mismo, y que lo
subjetivo vale más que lo objetivo.

Ya en el siglo IV antes de Cristo, el filósofo Aristóteles nos decía: el bien es


aquello a lo que todos los seres aspiran 8. Entonces, sería conveniente esclarecer
que es propio de todos los seres querer o apetecer el bien, pues es parte de su
constitución ontológica o su propia naturaleza.

Respecto a la constitución ontológica del ser, para comprenderla de una manera


didáctica, indiquemos:
8
Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, I, 1094ª.

24
a) Todo ser, tiene por el hecho de ser, originariamente, una primera perfección
que es, precisamente, existir.
b) El hecho de existir es su primera bondad, pues más perfecto es estar o ser
que no ser.
c) A este bien lo podemos llamar bien ontológico (originario), es decir el bien
que le viene dado a una cosa por naturaleza o por el hecho de existir.
d) Objetivamente cada ser que está siendo, es.
e) En cuanto, a nosotros lo seres humanos, estamos dotados de razón y
libertad, y a medida que hagamos un buen ejercicio de ellas, realizaremos
plenamente nuestra existencia. Por lo tanto, desde la consecución libre del
bien o plenitud que desarrollemos, alcanzaremos el bien moral humano.
f) El bien moral, lo podemos entender como la perfección de nuestra
naturaleza, ya que, aún si somos buenos en nuestra génesis ontológica, el
bien moral nos perfecciona en cuanto llegamos a ser mejores personas en
el plano de la ética, en la medida que practicamos una vida buena, y nos
orientamos a nuestro fin último que es la felicidad.
g) Por lo tanto, podemos concluir que el bien, es propio de los fines, en
cualquier materia de estudio, pero en cuanto, a los actos morales,
perfecciona nuestra naturaleza, plenifica la libertad y nos conduce a la
felicidad. Entonces, será necesario que un acto bueno, tenga un medio y un
fin bueno.

Sabiendo, por lo tanto, que todos los seres son buenos en sí mismos, por el hecho
de existir, se agrega a ello la división analógica del bien útil, deleitable y honesto,
que detallaremos a continuación.

En cuanto al bien útil, podemos decir que sirve para una causa, pero no para otra.
Además, no siempre se desea o apetece, pero una cosa conduce a la otra. Un
ejemplo práctico podría ser el de una pelota de fútbol o básquetbol, que no pueden
ser juzgadas moralmente, pero son útiles, ya que permitirán practicar o jugar, dado
que son necesarias para desarrollar un partido de cada uno de esos deportes.

25
En sí mismo, el bien útil es aquello que nos puede servir para una situación,
aunque claramente no se puede utilizar ante cualquier evento. Es elegible dadas
las circunstancias que sean necesarias.

Respecto al bien deleitable, su génesis está en el deseo del placer que produce en
la persona que goza. Puede ser verdadero o falso, y si se considera en su justa
medida o en el punto medio de modo racional, podrá tener un fin virtuoso, pero si
solo conduce al placer nos puede engañar.

Pongamos un caso práctico: la comida. Comer algo que nos provoca placer
produce una sensación deleitable, pero si es en exceso, engañará a nuestra razón
y desordenará el equilibrio virtuoso, conduciendo a un falso bien, que tiene su
inicio y fin solo en el placer.

Como último elemento de esta distinción, encontramos el bien honesto, que


también se desea y que vale por sí mismo; y tiene un fin bueno, no se desvía en el
camino.

Un ejemplo podría ser, el mismo de la comida que causa placer. Pero sí sé que
comer en exceso daña mi salud y mi cuerpo, lo haré en su justa medida, aunque
provoque placer comer demasiado. Es decir, es autoeducativo saber ordenar el
placer libre y voluntariamente, ya que nos puede desviar de aquello que es real y
verdaderamente bueno.

Otro ejemplo, quizá el más eminente, de bien honesto es la persona humana, que
se quiere y se respeta por sí misma, no por alguna otra razón.

Habiendo hecho la distinción análoga en esta materia entre lo útil, deleitable y


honesto, tenemos claro que todos los seres son buenos originariamente. Junto a
ello, hay otros tipos de bien, como comer, tener salud o respirar, que no
corresponden a la moralidad, pero son buenos en sí mismos, y benefician al
cuerpo. Asimismo, están los bienes externos, que son el tener una casa o lugar
donde dormir.

26
Además del bien ontológico y otros tipos de bienes no morales, encontramos una
clara y sabia distinción (importante para el orden del bien moral), entre el bien real
y el bien aparente, que hace Aristóteles y que ayudan a vivir una vida virtuosa.

En relación al bien real, el estagirita plantea que es el verdadero, y que el hombre


bueno que práctica el bien, lo puede llegar a identificar y realizar, ya que tiene una
capacidad intelectual, volitiva (porque lo desea) y moral, que lo orientan a la vida
virtuosa, sosteniendo que el hombre bueno juzga rectamente cada cosa y en cada
una le parece lo que es verdad9. De esta forma, este filósofo clásico hace un
llamado al hombre a encontrar lo bueno, de acuerdo con el juicio moral propicio y
objetivo, para saber si es, adecuadamente, lo real y verdadero.

Distinto es el bien aparente, que tiene correspondencia con el deseo, estando


dominado por él, pero que no tiene un fin último que conduzca al bien real, sino
que el engaño se origina, a lo que parece, por causa del placer, pues éste es
aparentemente cosa buena, aunque no lo sea, y, consecuentemente, eligen lo
placentero como bueno, mientras rehúyen el dolor como malo”10. Así, entonces, el
placer dominante se confunde con lo bueno, y lleva aparentemente a la vida
buena, y el juicio racional pierde su objetivo de encontrar lo real y lo verdadero.

Teniendo en cuenta esta distinción, podemos ordenar la vida cotidiana, nuestras


decisiones, opciones y acciones para llegar a realizar el bien real y verdadero,
sabiendo por lo demás que podríamos caer en el bien aparente. O también, si
partimos de la máxima de que todos los seres desean el bien, encontraremos
deseos correctos e incorrectos, porque uno puede incluso elegir el mal, pero en
razón de bien.

Sumado a lo anterior, podemos hablar del bien humano, que corresponde al


animal racional, quien perfeccionando su actuar mismo se hace moralmente
bueno, con una orientación a la felicidad y a vivir responsablemente la libertad.

9
Aristóteles, Ética a Nicómaco, III, III, 1113ª.
10
Aristóteles, Ética a Nicómaco, III, III, 1113b.

27
Perfeccionar nuestra vida moral, entonces, va de la mano con buscar lo
verdaderamente bueno, con nuestra razón, deseo, acciones y fines, para no
confundirnos con lo aparente, que tiene su fuente en el solo deseo.

El bien moral perfecciona la naturaleza humana y es un camino a seguir, basados


en una vida virtuosa, donde nuestra forma de vida se incline hacia las virtudes.
Pero es a la vez una elección que cada persona hace para lograr una vida buena
que nos permita transitar hacia una auténtica felicidad, sin dejar de lado los bienes
materiales o útiles, aunque no son esenciales para una vida basada en la
perfección del camino del bien.

Hagamos una comparación puntual entre dos autores de la Grecia clásica: Epicuro
(bien aparente) y Aristóteles (bien real y verdadero), respectivamente, para
comprender lo que desarrollan sobre el bien.

En primer lugar, Epicuro identifica la bondad con el placer, no como un principio


primero ni un fin último. Por el contrario, como un elemento autosuficiente en sí
mismo que no necesita de otros factores. Lo supone, también, como norma de
vida y reflejo de la sabiduría que acompañaría a aquél que aprende a vivir la vida
buena.

Para Epicuro, vivir la vida buena implica saber vivir placenteramente mediante tres
estadios. El inicial correspondiente al cinético, que se identifica con la acción de
gozar, liberarse del dolor o satisfacer la necesidad. El nivel intermedio
corresponde al estático, que es la ausencia de dolor y turbación. Por último, el
catastemático, lleva a asimilar el placer como sinónimo de felicidad, y su receta
para asegurarla es la liberación de las opiniones falsas, las complicaciones
innecesarias, respetar la justicia y gozar de la amistad leal 11.

Para nadie es sorpresa que el legado del epicureísmo sigue muy vigente en una
sociedad donde se asimila lo bueno con lo placentero y se quiere, por tanto, evitar
el dolor, a pesar de que este último es un virtuoso maestro. A sazón del placer, por

11
Véase Rodríguez Luño, Ángel, Antropología Filosófica.

28
ejemplo, aparecen corrientes psicológicas, sociológicas y filosóficas, entre otras,
que señalan que la felicidad es un ideal inalcanzable o que el dolor nos hace
indignos e implica una mala vida, tal como lo ha dejado en evidencia el filósofo
Peter Singer, quien en su obra Liberación animal, defiende la tesis de la
minimización del dolor, exaltando el placer como lo único bueno. Esto corresponde
a una forma hedonista de vida, tanto en humanos como animales, dado que, para
Singer, poseeríamos la misma base ontológica, o simplemente, seríamos
iguales12.

El planteamiento singeriano propone un camino de igualdad con los animales,


como ya lo expresamos, y la base de equiparación es que sentimos placer y dolor.
Luego, Singer plantea los conceptos de persona humana y persona no humana,
integrando a los animales en el concepto de persona. El hecho de igualarnos
provoca que la naturaleza humana sea puesta en tela de juicio, ya que no
tendríamos diferencia con otro animal que sienta placer y/o dolor. Mientras más
placer se experimente más buena sería la vida; entonces, la bondad alcanzaría
matices relativos, basados en la capacidad de vivir placenteramente. En el caso
contrario, que una persona humana o no humana viva en constante dolor, nos da
a entender que no sería buena, dejando así la puerta abierta para terminar con
ella, ya que sería indigno vivir de esta manera. Por consiguiente, con este
postulado ético-filosófico habría que preguntarnos lo siguiente: ¿Quién es la
persona? ¿Qué es el bien? ¿Se puede medir el bien por la intensidad del placer?
¿El sufrimiento es indigno? ¿Es válido eliminar a un ser porque sufre?

De esta forma, alguien podría preguntarse si el bien consiste en un tema de fines


o medios, en relación con la búsqueda de la felicidad, el orden de la vida según la
razón y la consiguiente vivencia de las virtudes o se reduce a la vivencia del placer
en su plenitud; y ya que cada placer es diferente, lo bueno sería meramente
subjetivo, de acuerdo a cada persona.

Observando el panorama actual, la gran mayoría al comienzo apostaría que lo


bueno es lo placentero, dado que se vive en base a una vida hedonista, como bien
12
Véase Singer, Peter, Liberación Animal.

29
lo describió hace un tiempo atrás el psiquiatra español Enrique Rojas 13, con la
vivencia del instante del placer ojalá vivido con la máxima intensidad. Pero si fuera
así: ¿Cuál es el fin de la vida humana? ¿En qué consiste ella? ¿Para qué
existimos? ¿Sólo el placer podrá llenar nuestra vida?

En cambio, al considerar la línea clásica, que ha sido puesta en marcha desde los
griegos (particularmente Aristóteles) en adelante, vemos que dicha línea considera
la perfección de la vida moral de la persona, practicando las virtudes que llevan a
experimentar la vida buena. Pero, más allá de la perfección de las cosas,
tendemos al bien moral que es propio de los seres humanos, se aspira a la
felicidad y ordena la vida según la razón; es decir, el hombre se hace bueno, en la
medida que tiende a un fin moralmente bueno, y que libremente, ejecuta sus
acciones de acuerdo a la razón y la buena voluntad, lo que exige hacer el bien y
evitar el mal. O dicho de otra forma, es propio de la persona virtuosa hacer el bien
para caminar hacia la felicidad.

Para finalizar este apartado, sería conveniente resumir la naturaleza del bien, en
cuanto a su propia ontología, lo que implica: a) todo ser, que es (en acto), ya es
bueno por el hecho de ser; b) el bien moral, tiende a la felicidad (fin último), ordena
su vida según la razón, y obra, mediante la buena voluntad, que se orienta al bien
y evita el mal; c) si consideramos el placer como la fuente de bien, claramente
encontramos situaciones placenteras que llevan a mal puerto. Entonces,
podríamos concluir que: la moralidad de un acto consiste en la adecuación de las
acciones libres al orden natural y al fin último del hombre conocido por la razón 14.

2.- ¿El bien es objetivo o subjetivo?

En el cuestionamiento de la naturaleza del bien, al parecer, no estamos tan solos,


o, dicho de otra forma, el bien no se encuentra solo, ya que constantemente, a
través de la historia de la filosofía, muchos pensadores se han detenido a hacerse
13
Véase Rojas, Enrique, El hombre ligth.
14
Rojas, Yáñez, Crisis y Esperanza, p. 83.

30
la pregunta, que nos ocupó en el apartado anterior: ¿qué es el bien? Sin embargo,
las dudas no se agotan en la naturaleza del bien, de hecho, son más agudas y
surge, entre otras, una que es muy compleja: si acaso el bien es objetivo o
subjetivo.

La cuestión sobre la objetividad o subjetividad del bien también ha sido analizada


por muchos autores y personas comunes y corrientes que se han interrogado
sobre el tema. Es muy probable que parte de la sociedad actual opine o caiga en
la tentación de decir que el bien es relativo y que depende de cada uno. O que no
necesitamos considerar todo en términos de bueno o malo, ni tampoco debemos
cuestionarnos tanto. Sin más, es conveniente adentrarnos en la naturaleza del
bien, y analizarlo.

Partamos por la corriente subjetiva. Tomar el bien como materia subjetiva, es un


camino fácil, considerando que el bien moral sería relativo, que se puede justificar
cualquier acto y que dependeria de cada persona categorizarlo como bueno o
malo. Siendo esto así, habría un problema para considerar qué es lo bueno, de
forma universal y objetiva, dejando a cada persona el juicio valorativo de la
bondad y/o la maldad, aun cuando un acto sea derechamente malo, como, por
ejemplo: matar a una persona inocente o provocarnos daño a nosotros mismos.
Quedaría a conciencia de cada uno denominar tales acciones como buenas y/o
malas, según el criterio de cada persona, subjetivando lo recto y verdadero.

Si siguiéramos la lógica de la subjetividad del bien en el actuar humano,


caeríamos sin duda en el relativismo total, considerando que depende de cada ser
humano asignar el valor de bueno y/o malo a lo que hacemos. Por otro lado, todo
daría lo mismo y sería muy fácil justificar cualquier acción, no obstante, sea
horrendamente mala o hiciéramos daño a otras personas. Igualmente, esto
provocaría un tremendo problema para la convivencia con otros, ya que, si para un
ciudadano algo fuese malo, probablemente para otro sería bueno, y así se
sumaría un cúmulo de desacuerdos que dañarían la amistad cívica y, muy
probablemente, atentarían contra el bien común.

31
El mismo subjetivismo nos condena al relativismo, que consiste en una forma de
vida donde todo da lo mismo, ya que todo depende de mi criterio o decisión, y
nada es objetivo o cierto. Esto complejiza la vida misma, de forma individual y
colectiva, porque no tenemos ningún criterio para establecer la vida buena o el
buen actuar, o algo mucho más sencillo, ya no se puede sancionar un acto moral
objetivo. Esta alerta ya la puso el teólogo Joseph Ratzinger, quien, previo a su
elección pontificia, manifestó ante el Colegio Cardenalicio, mediante una homilía,
las siguientes palabras: Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no
reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y
sus antojos15. 

Al momento de considerar que en la vida todo es relativo, estaríamos lejos de


favorecer una verdadera y sana libertad, donde la persona pueda desplegar todo
su ser. Al contrario, cuando todo da lo mismo, lo único que hacemos es imponer la
propia postura ante los demás, desencadenando una lucha de poder con los otros.

Lo más trágico de los tiempos de relativismo, con los cuales convivimos, es la


puesta en jaque de la naturaleza misma del bien, suponiendo que, al no tener un
criterio único y universal de él, todo queda a la libre disposición de cada persona;
las verdades ya no son importantes, la vida humana vale poco, la belleza se ha
perdido y la importancia de las relaciones humanas ha quedado de lado. En medio
de estos avatares, la vida humana individual y colectiva se vuelve compleja, y el
relativismo moral que considera al bien como subjetivo, poco y nada se sustenta,
tanto a nivel ontológico como moral, dado que una cosa debe ser aquello es, y lo
bueno no puede quedar a libre disposición de cada sujeto o juicio.

Es conveniente decir que el bien puede ser por utilidad o conveniencia sin un fin
moral, como ya lo mencionábamos anteriormente. En un caso concreto, para
algunas personas les viene bien gastar, responsablemente, su dinero en viajes y a
otros en restoranes; o, para otros es bueno ser del Inter de Milán o de la Juventus,
pero en materia del bien moral, es cuando debemos, virtuosamente, ser objetivos.
15
Veáse Ratzinger, Joseph, Misa “Pro eligiendo Pontifice”. Homilia del Cardenal Joseph Ratzinger
decano del colegio cardenalicio http://www.vatican.va/gpII/documents/homily-pro-eligendo-
pontifice_20050418_sp.html
32
Con respecto, al bien objetivo, tenemos certeza que no puede quedar a criterio de
cada persona o que se podría catalogar a un acto malo como bueno. Por el
contrario, lo bueno posee una característica universal y objetiva, en cuanto, a la
norma moral que rige para todos. Para decirlo con mayor claridad, es conveniente
partir por un análisis ontológico para luego, dirigirse hacia la moralidad del asunto.

Hemos de tener claridad, con respecto a los seres, que una cosa que es no puede
ser otra, porque objetivamente aquello que está siendo en acto, no puede ser otra
cosa. Por ejemplo: una manzana no puede ser una pera, o una vaca no puede ser
un chancho. El bien de una cosa es que ella misma sea, haciendo que se
identifique en su propia naturaleza ontológica; mientras que en el plano moral, un
acto bueno, que ontológicamente es, no puede ser a la vez malo, ni viceversa.

En segundo lugar, es bueno preguntarse por el carácter objetivo del bien moral,
que llevará a establecer presupuestos básicos para asegurar la vida buena o el
buen actuar humano.

Considerando que el bien moral se define en cuanto al fin último del hombre,
habría que preguntarse, entonces, cómo perfeccionamos nuestra naturaleza en
disposición al fin mayor. Junto con ello tendríamos que cuestionarnos por la
experiencia de nuestra vida, libertad y voluntad, y de qué forma la encaminamos
hacia la vida buena, para que nos lleve a la felicidad. Este preguntarse implica, de
modo permanente, un estado de alerta de la práctica moral de nuestra propia
existencia.

Las interrogantes sobre nuestra forma de vida nos llevan a diferenciarnos de los
demás seres, porque predomina nuestro origen racional por encima del animal.
Esto quiere decir que la moralidad alcanza a nuestra especie, pero depende de
cada persona alcanzar la vida buena, por medio de una buena praxis, la libertad y
la voluntad. Solo así podemos llegar a alcanzar la perfección moral y entenderla
como Santo Tomás, la entendió: el bien moral es, de algún modo, un bien mayor
que el bien natural, es decir, en cuanto que es acto y perfección del bien natural 16.

16
Santo Tomás de Aquino, De malo, q.2, a.5, ad. 2.

33
De esta forma, cualquier persona se perfecciona en lo bueno en la medida que
alcanza el bien, es decir, que para ello camina hacia el fin último, la felicidad,
mediante la práctica de las virtudes y su razón está ordenada a practicar el bien y
evitar el mal. Claramente, estas consideraciones sobre el bien son de modo libre,
aún sabiendo muchas veces que se pueda hacer el mal, pero, aunque se haga, la
misma persona sabrá que lo bueno es bueno, y lo malo es malo, de forma
objetiva, y tendrá claro que al momento de rechazar el bien hace el mal (aunque lo
haga en razón de bien). Es evidente que la libertad de cada persona queda
atendida por su propia conciencia y voluntad, dado que hemos sido creados de
forma libre, y ello se expresa en nuestro actuar. Sin embargo, al momento de
sopesar lo bueno y lo malo, cada uno de nosotros es capaz de reconocer lo que
es objetivamente bueno y malo, aquello que tiende al bien y lo que se aleja de él.
Sumando, además, elementos de sentido común, podremos decir que lo bueno y
lo malo, muchas veces se conoce sin tener gran entendimiento filosófico. Por ello,
cualquiera de nosotros podría reconocer que autoflagelarse es malo, o dejar a un
recién nacido a la intemperie con lluvia, es también un acto de maldad. Por lo
tanto, la vida buena y el sentido común nos invitan a reconocer aquello que es
bueno de forma objetiva, y que en la medida que practiquemos el bien, nuestra
naturaleza humana, tenderá a él, se perfeccionará, llevándolo a cabo, y evitará el
mal. A veces, costará diferenciar lo bueno de lo malo, pero una sabiduría aplicada
a la vida cotidiana, con una base objetiva y virtuosa, puede ayudar.

Reconociendo, por consiguiente, que algo puede ser objetivamente bueno o malo,
podemos juzgar la bondad o la maldad de un acto, de acuerdo con sus medios y
fines, más allá de los relativismos o subjetivismos, que ponen en jaque la materia
que estamos estudiando en este capítulo.

Además, en una época donde todo parece dar lo mismo, es necesario tener
conciencia de la bondad o la maldad de nuestras acciones y darnos cuenta que lo
bueno no depende de un viral en redes sociales (RRSS) o de las opiniones de
influencers, tanto en Instragram como Facebook. O si cumple con ser tendencia
en Twitter. O bien si se provocó una “funa” por estas mismas. De estos elementos

34
“virtuales” no depende, justamente, la práctica del bien o del mal. Por el contrario,
muchas veces quieren deformar el concepto de bondad objetivo, y una vez más,
ponerlo entre paréntesis gracias a la influencia que entregan estas plataformas,
apelando a los intereses particulares de cada cibernauta o aplicando la sanción
colectiva de un grupo de asiduos a las RRSS que desean ganar seguidores
promoviendo desde mentiras hasta actos inhumanos. Como si el bien dependiera
de ellos o de una encuesta hecha en algunas de estas plataformas.

Analicemos un ejemplo concreto, donde una persona deforma el bien y, además,


la verdad.

El caso es bastante conocido y corresponde a la bloguera australiana Belle


Gibson17, quien el año 2013 dio a conocer que tenía cáncer terminal al cerebro,
pero se habría sanado gracias a terapias alternativas y cambios en la
alimentación.

Esta situación llevó a la influencer australiana a promover su “milagro”, mediante


una apps y una dieta, con las que llegó a ganar más de un millón de dólares. No
obstante, ella, con el paso del tiempo, dio a conocer a la revista Australian
Women’s Weekly, que nada de lo promocionado era cierto. Después, Gibson se
comprometió a reparar la situación donando cuatrocientos mil dólares, de los
cuales sólo ha entregado cien mil. Finalmente, ella es clara en señalar que no
quiere perdón, solo que después de todo la gente pueda decir “bueno, ella es
humana”, de acuerdo con sus propias palabras.

En este conocido acontecimiento, que ha recorrido el mundo entero, se puede


evidenciar la subjetivación del bien y la verdad. La bloguera acomodó para su
beneficio lo bueno y noble de la situación. Donar dinero para personas que viven
esta terrible enfermedad es bueno, mas el fin, claramente, en este caso era malo,
ya que ella sabía que mentía y que se aprovechaba de la buena voluntad de las
personas. Y a sabiendas de esto, siguió con esta red de mentiras que traía

17
Veáse BBC: “La mujer que fingió tener cáncer para ganar dinero”.
https://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/04/150423_bloguera_inventar_cancer_dinero_jm
35
provecho, únicamente, a su persona, tanto a nivel “virtual” como comercial y
monetario. Por otro lado, tampoco asumió el mal que hizo, sin reparar y menos
arrepentirse de ello, sabiendo claramente que se había alejado del bien.

Mediante esta sucesión de hechos, queda claro que en muchas ocasiones se cree
que el bien es subjetivo. Como bien lo refleja “el milagro” analizado, se
aprovechan los medios para la propia rentabilidad, pero se pierde la noción básica
del bien objetivo, los medios y su finalidad; es decir, estamos expuestos, de forma
reiterada, a distintas personas que actúan de igual o de peor forma que Belle
Gibson, quienes dejando de lado el sentido común y la verdad, pueden influir y
confundir a más de alguno de sus miles de seguidores.

Después de este mal ejemplo, cuando decimos que el bien humano es objetivo, en
coherencia con su naturaleza, orientándose a un fin que es igualmente bueno,
buscando evitar el mal, gozando de su honestidad, genuinidad, verdad y realidad,
no estamos haciendo nada más ni nada menos que dar atributos del bien moral,
que se demuestra, mediante actos buenos. No obstante, muy a pesar nuestro,
cuando hacemos el mal, ocurren estas situaciones que provocan la desazón
personal, y en otras tantas ocasiones, colectivamente, confunden, además, a otras
personas.

3.- ¿Vivir la buena vida o vivir la vida buena?

Es muy probable, que en muchas ocasiones hayamos escuchado el siguiente


refrán popular: “la buena vida y la poca vergüenza”. Este da cuenta de algo que
nos lleva a inclinarnos a pasarlo “bien” ante todo y aprovechar cualquier instancia
de nuestra vida para vivirla al límite, por ejemplo, en un “carrete” o en alguna
situación que nos provoque placer, dejando la puerta abierta, como ya lo hizo
Epicuro, al hedonismo como sinónimo de lo bueno. De igual manera, parece que
llevar una buena vida implica tener un buen estatus económico, una buena cuenta
corriente, un buen vehículo para movernos cotidianamente; o, que se llega a la

36
fama, al éxito y a la prosperidad en muchos campos de la vida. Sin embargo,
estas circunstancias de la buena vida, ¿aseguran que hagamos el bien y vivamos
de forma virtuosa?

A ciencia cierta, muchas personas que gozan de una buena situación económica o
de fama, hacen constantemente el bien para consigo mismo y los otros, pero
también sabemos que para otros no es de su interés. ¿Puede ser, entonces, el fin
último de nuestra vida el buen estatus económico, el éxito y la fama? Si esto fuera
así, valdría la pena hacerse otro cuestionamiento: ¿asegura la felicidad el buen
nivel de vida económica o el reconocimiento de mis pares? O visto de otra forma,
¿es el camino hacia la felicidad?

Recordemos que Aristóteles en Ética a Nicómaco, nos da a conocer que todos los
seres anhelamos el bien, que la felicidad es el fin último del hombre, y que se
ordena según la razón. La invitación que hace el filósofo es a llevar, libre y
voluntariamente, una vida virtuosa que nos conduce a la verdadera felicidad.

Pero, junto con la virtud está el vicio, que igualmente puede ser elegido por la
persona. El vicio en sí mismo, puede llevarnos a un bien aparente, que,
perfectamente, pueden ser la fama y el placer como sucedáneos o falsas prácticas
que conducen a un goce pasajero, ya que cuando se acaba la fama o el éxito,
¿qué queda para nosotros? Es muy probable que sean situaciones temporales.
Sin embargo, a través de la historia de la humanidad muchas personas han
preferido la fama y el placer como elementos fundamentales de sus propias vidas,
obviando lo realmente bueno, ya que tanto la fama como el placer, les permiten
estar en un estado de gozo donde aparentemente no necesitan de los demás. Se
hacen autosuficientes, desordenan su vida, y confunden una vida aclamada por
los demás con una existencia plenamente realizada. Cambian el orden sus
valores, ya no es importante hacer el bien, sino “pasarla bien”, generando una
suerte de caos interno, inclinándose por un bien aparente.

Un modelo arquetípico de la vida inclinada hacia la fama y el placer es la


connotada “maldición de los 27”, que ha perseguido la vida de Robert Johnson,

37
Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain y Amy
Winehouse. Todos ellos gozaban de la fama, abusaron del placer y confundieron
una vida buena con la “buena vida”.

Por otro lado, si nos situamos en la práctica del bien, mediante el buen actuar, la
buena voluntad y la opción (libre) de evitar el mal y hacer el bien, estamos
conduciéndonos a la felicidad, como el fin último y el camino de perfección para el
hombre.

Modelos de la “buena vida” encontramos en todas las esferas de la vida pública,


como en el deporte, la política, la farándula y en la música, como los ya
mencionados. Reconocidos ejemplos tenemos en el plano nacional como
internacional, quienes han llevado adelante una vida que no se dirige al bien, sino
por el contrario, se basa en los excesos y el placer. En consideración a todos
estos elementos, es muy probable que el refrán “la buena vida y la poca
vergüenza” no agote en sí mismo la felicidad y no conduzca a ella, y junto con
esto, que sea una mala imagen de la verdadera felicidad, lo cual tiene directa
relación con la práctica del bien y la orientación de la vida a un fin.

Ahora, ¿qué significa la vida buena? Claramente, no es lo mismo que la “buena


vida”. A la vida buena la entenderemos como la práctica de la virtud, es decir, vivir
una vida virtuosa. En cuanto a la virtud, podemos señalar que originariamente
tiene relación con el término griego areté, que entre cosas significa excelencia,
además de su raíz latina virtus. Dentro de sus muchas acepciones en nuestro
idioma, está valor, fuerza o una acción buena.

Hablar de la virtud, podría parecernos un poco ajeno a nuestros días, pero posee
en sí misma mucha riqueza, y en base a ella, es posible darnos cuenta de que la
vida buena es la vida virtuosa, que puede ser vivida hoy, mediante un proyecto de
vida, (…) una vida equilibrada y autorregulada. Cree en el bien y busca la verdad.
Deja un espacio para la contemplación, no sucumbe a una búsqueda frenética de
la felicidad”18.

18
Yáñez, Eugenio, Los filósofos y sus fantasmas, p. 102.

38
En este momento, se puede comprender que la vida virtuosa es nada más ni nada
menos que la vida buena, o la práctica del bien, con un fin último, mediante un
proyecto de vida que nos oriente a la felicidad, aunque vivamos en una sociedad
que idolatre el carpe diem y la vida de excesos, ella será nuestro faro. La vida
buena, además, nos asegura nuestra felicidad, por medio de prácticas o actos que
sean buenos tanto para nosotros como para los demás.

Al momento de situarnos en la práctica del bien, no sólo debemos mirar el fin


último de nuestra vida. Ante todo, hemos de tener presente la práctica constante
de la virtud; dicho de otra forma, los hábitos 19 que corresponden a la praxis de la
vida buena. Tomando como ejemplo lo mencionado por el estagirita: las virtudes,
en cambio, las recibimos después de haberlas ejercitado primero 20. De esta
manera, el hábito colabora con la práctica del bien, además conduce al fin último,
pero éste necesita de él como medio.

El perfeccionamiento de la vida virtuosa no es algo automático o que se desarrolle


por el mero hecho de respirar, es menester que ella se ayude de la constante
práctica de los hábitos buenos. Vivir la vida buena o la vida virtuosa, entonces,
requiere no solo una forma teórica del conocimiento del bien. Va más allá, nos
pide practicarlo, llevarlo adelante, porque no basta con una declaración de
principios o las buenas intenciones. Esta forma de vida, además, exige a la
persona desarrollar la virtud, en todos los planos de su vida, ejercitándose
constantemente.

La educación de la virtud no recae en una instrucción compleja. Tampoco en una


lección sobre la naturaleza teórica de ésta; menos en una memorización y sus
significados. Implica que cada persona pueda preguntarse, en primer lugar ¿cuál
es el fin de mi propia vida?, y luego poder analizar si realmente estamos viviendo
en aras de la vida buena y tendiendo a la vida virtuosa. Sería bueno, también,
preguntarnos si es que realmente estamos realizando una verdadera y real
19
Para revisar, analizar y reflexionar sobre los hábitos y virtudes, se recomienda revisar el capítulo de “Las
virtudes cardinales y la conquista de sí mismo”.
20
Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, I, 1103b.

39
práctica del bien, en lo cotidiano de la vida, en la familia, en el trabajo, en los
estudios, con los amigos y, hasta en la vida económica. O, muy por el contrario,
estamos atentando contra la vida virtuosa, cayendo en vicios (contrarios a la
virtud), y promoviendo una concepción y praxis que se aleja del bien en los
principales planos de nuestra vida humana.

Por lo tanto, es necesario que cada persona, de forma libre, voluntaria, racional, y
ordenada en los afectos, sea capaz de preguntarse, en clave antropológica, sobre
nuestra propia vida y la práctica del bien. De una u otra forma, autoeducarnos en
las virtudes es la consecución de la vida buena.

Pongamos un caso concreto que ejemplifica la vida virtuosa y la viciosa. Dos


estudiantes necesitan pasar un ramo que ya han reprobado. El primero estudia
sistemáticamente, pero se siente inseguro para lograr su objetivo, por lo que
decide hacer un “torpedo” o “ayuda memoria” para ir a la prueba. Luego, en el
transcurso de la aplicación del instrumento de evaluación, lo ocupa y pasa “invicto”
y no es sorprendido por el profesor. Finalmente, al momento de recibir la
evaluación, aprueba la asignatura. Mientras que el segundo, sigue el mismo
procedimiento, estudia cotidianamente, pero va a rendir el examen sin ningún
“ayuda memoria”, y de igual manera lo aprueba. Si comparamos las situaciones,
ambos alumnos aprobaron su objetivo, pero el primero no hizo las cosas bien,
como el segundo. Esto quiere decir que el primero no actuó de buena forma; por el
contrario, a conciencia hizo un “torpedo” para aprobar. En el caso del segundo
alumno, se ve que ejecutó sus estudios de manera virtuosa. Lo que en términos
simples se puede llamar hacer bien las cosas. Caben, también, otras preguntas
¿quién vivió la “buena vida”? y ¿quién la vida buena?

En esta ocasión, la vivencia de la “buena vida” correspondería al alumno que


copió en la prueba. Cumplió su objetivo. Sin embargo, el medio, es derechamente
malo, y es muy probable que él a conciencia lo sepa. Además, no actuó con buena
voluntad, su acto se aleja del bien, y se acerca al mal. En cuanto, a la práctica de
la vida buena, se aplica a nuestro segundo alumno, quien, de forma honesta, llega
a su objetivo, eligiendo un medio bueno. De forma libre, decide actuar con buena
40
voluntad, acercando su acto al bien y alejándose del mal. Así, se entiende que,
para practicar la vida buena, es inevitable que nuestros medios, para ejecutar la
acción, sean necesariamente buenos, y claramente se alejen del mal o la
subjetivación del bien. En resumen, buenos medios conducen a un buen fin. Malos
medios, a un mal fin.

Ahora bien, en consideración a los medios y fines, valdría la pena detenerse en


una escueta comparación entre dos filósofos morales y políticos, uno de la edad
clásica, como Aristóteles, y otro de la edad moderna, como Nicolás Maquiavelo.
Ambos pensadores consideraron temas morales, pero con distintos acentos.

Partamos por Aristóteles. El filósofo griego plantea la necesidad de establecer


fines buenos, como adquirir un bien o llevar adelante un proyecto, pero con
medios buenos. O dicho en otras palabras, es necesario adquirir un bien mediante
un trabajo honrado, fruto del propio esfuerzo y no robarlo. En relación a llevar un
proyecto, se entiende que se debe hacer de buena forma, sin mentir o engañar a
nadie, tanto para hacer el bien a un grupo de personas o a mí mismo.

Así es como Aristóteles considera que, al momento de caminar por la vida buena,
es pertinente que la persona tenga conciencia, certeza, voluntad y libertad para
optar por los medios y fines buenos, dejando entrever que al momento de actuar
(medios), ya estamos, en un cierto sentido, ejecutando el fin.

En cambio, si nos detenemos en la edad moderna, nos encontramos con el


filósofo Nicolás Maquiavelo, para quien está permitido hacer el bien o el mal en el
campo de la política. Y si es menester, el político debe actuar de mala forma. Así,
entonces, para este autor florentino, es legítimo cometer actos perniciosos, si la
ocasión así parece ameritarlo.

Maquiavelo acepta que el mal sea necesario en la política, debido a que los
medios buenos o malos, serán justificables de acuerdo con los fines. En pocas
palabras, si fuese necesario dañar a una persona o un grupo de personas
inocentes para salvaguardar la estabilidad política o para conseguir una

41
determinada meta, sería legítimo, en cuanto a medio, para llegar al fin previsto.
Luego, los medios buenos o malos, serían relativos, de acuerdo al objetivo
planteado.

En este breve balance se puede evidenciar que ambos filósofos establecen la


necesidad de medios y fines para las acciones, pero se identifican notables
diferencias, que se detallan a continuación.

Aristóteles, considera que los fines buenos deben ir acompañados de medios de


igual naturaleza, y que objetivamente lo sean; por lo tanto, la acción virtuosa de
una persona camina por la senda del bien, que no puede ser subjetiva, en materia
de bondad.

En cambio, Maquiavelo considera necesario hacer el bien o el mal, si el fin es


mayor o “bueno” para la sociedad o la política. A la sazón, el florentino piensa que
el mal sería posible hacerlo en base a la exigencia que se le ponga al sujeto que
se plantea llegar a un fin.

La relación entre fines y medios que plantean, de forma muy diferente ambos
filósofos, no están muy alejados de la realidad, son de todos los días, provocan
más de algún cuestionamiento sobre el actuar que realiza cada persona en su
cotidianeidad.

Finalizando este apartado, es prudente agregar que hacer el bien o llevar una
vida virtuosa no es una cosa innata, ya que necesitamos practicarlo, desarrollarlo
por medio de acciones, individual y colectivamente, sin olvidar que los otros, en
nuestro actuar, son preponderantes para una vida basada en el bien, por el hecho
de ser personas. En este sentido, es importante recalcar que debemos formarnos
para la vida, sin lugar a duda, ya que nuestro objetivo común es ser personas de
bien para la sociedad. En otras palabras, que seamos ciudadanos que lleven una
vida virtuosa o una vida buena, y formen una ciudad de la misma naturaleza o
forma.

42
Resulta importante mencionar que la vocación natural de cualquier persona es al
bien, lo que quiere decir que todo hombre está llamado a vivirlo, de forma personal
y colectiva, haciéndolo para consigo mismo y los demás. Por lo tanto, cuando
hablamos de la vocación natural al bien, ¿qué significa? Implica, precisamente,
llevar adelante la vida buena, es decir practicar las virtudes en medio de la
sociedad que nos corresponde vivir, pero la noción objetiva de bien permanece,
independiente de los cambios de época o sociales. El fin bueno sigue siendo
propio de la vida virtuosa y los medios para llevarlo a cabo debiesen ser, en
esencia, igualmente buenos para el buen actuar. Como señala el filósofo escocés
Alasdair MacIntyre: un buen ser humano es aquel que se beneficia a sí mismo y
beneficia a otros (sobre esto será necesario decir muchos más), tanto qua ser
humano como también qua responsable ejemplar de roles o funciones específicas
dentro del contexto de prácticas específicas, como por ejemplo alguien puede
beneficiarse a sí mismo y a otros qua ser humano concienzudo y alegre, y qua
pastor o niñero”21.

4.- ¿Bienestar o bien común?

En el mundo polarizado que vivimos, para muchos el bienestar y el bien común


son antagónicos entre sí. Esto no debería sorprendernos, a sabiendas de la
fragmentación del ser que vive hoy una persona, que muchas veces se disocia,
pudiendo ser un excelente profesional, pero teniendo un mal trato con los demás,
perdiendo así la integralidad de la vida. Así, también, una sociedad puede ser
eficaz y eficiente para vivir, pero las condiciones no son siempre dignas para todos
los ciudadanos.

De acuerdo con lo anterior, vale preguntarnos, ¿tienen relación el bienestar y el


bien común?

21
MacIntyre, Alasdair, Animales racionales y dependientes, p. 83

43
Al momento de interrogarnos sobre el bienestar, lo primero que debemos dejar en
claro es que corresponde a cada persona buscar el bien, o si damos vuelta la
palabra nos damos cuenta de que es estar-bien. Es decir, el primer presupuesto
que tenemos a mano es antropológico, dado que cada persona vela por su propio
bien, individualmente.

El hombre, en sí, es un mundo, un misterio, de forma individual, único e irrepetible,


buscador del bien y que evita el mal, corpóreo y espiritual. Por otro lado, busca la
felicidad, de muy diversas maneras: para unos puede implicar consagrar su vida al
estudio, para otro estar con la familia, y quizás, más de alguno ayudando a los
demás.

De la misma manera, el bienestar del hombre implica en sí mismo a la dignidad


humana, sus cualidades y necesidades que posee como ser compuesto de
materia y forma. Por consiguiente, cada persona, en su infinita riqueza está
llamada a expandir todo su ser, de buena forma.

El bienestar de la persona, bien entendido, requiere conocerse a sí mismo, en


toda su integridad, sabiendo que es cuerpo y alma; que irrenunciablemente está
llamado a cubrir necesidades, objetivos y anhelos tanto materiales como
espirituales, evitando de esta manera los extremismos entre espiritualismos y
materialismos22.

Una propuesta interesante, a propósito del bienestar, la dignidad y la satisfacción


de necesidades la ha desarrollado el filósofo chileno Alfonso Gómez-Lobo,
nacionalizado estadounidense, basada en los bienes humanos, actualizando a
Aristóteles, y proponiendo una vida buena para cada persona.

En primer lugar, destaca la vida a nivel biológico, como un elemento básico, en


relación con la salud, el dolor y nuestro ser corpóreo natural, que son elementos
propios de nuestra vida.
22
Se dice el bienestar bien entendido, porque muchas veces se habla de Sociedad de Bienestar en
un sentido puramente individualista, donde no hay consideración real del bien común y cada uno
intenta estar bien independientemente de lo que sucede con los otros. No existiendo verdadera
comunidad.
44
En un segundo punto, ubica a la familia, con quien se crea fuertes lazos, se
expresa el amor conyugal y filial, permaneciendo en un espíritu de colaboración
mutua, entre otros.

En tercer lugar, pone a la amistad, como una forma de amor desinteresado,


esperanzador y oblativo. Aristóteles, la planteaba como una virtud, como lo ha
expresado en sus propias palabras: correspondería hacer una exposición sobre la
amistad puesto que es una virtud o le acompaña la virtud, y, además, es cosa muy
necesaria para la vida, pues sin amigos nadie desearía vivir, aunque poseyera
todos los demás bienes23. Así, la amistad se alaba como un elemento
indispensable de la sociedad buena para cualquier persona. A la vez propone la
amistad cívica, entendiendo, por sobre todas las cosas, que somos el animal
político por naturaleza. En palabras más simples es propio de nosotros vivir en
sociedad, como el estagirita, también lo propone, parece que la amistad mantiene
unidos a los Estados y que los legisladores se afanan más por ésta que por la
justicia: en efecto, parece que la concordia tiene una cierta semejanza con la
amistad y que aquéllos aspiran más a ésta (…)24. De esta forma, la amistad cívica
pretende ser un estilo de relación armoniosa entre los diversos estados,
considerando que no siempre se ha sabido mantener la paz, como bien nos
enseña la historia de la humanidad.

Un cuarto elemento que plantea Gómez-Lobo es el trabajo y el ocio, a sabiendas


que una persona que se desarrolla laboralmente, explota sus talentos y alcanza,
honestamente, sus ingresos, se dignifica por medio de su práctica laboral o
profesional. A la vez, cuando descansa y sabe disfrutar del ocio aprende a sacar
provecho de sus tiempos libres con distintos cambios de actividades, explotando
otros lugares de su propia vida, mediante la dedicación a la música, el deporte, la
lectura o algún hobby, desarrollando otras habilidades que necesitan el hábito y el
goce, para llevarlas adelante.

23
Aristóteles, Ética Nicómaco, VIII, I, 1155a
24
Aristóteles, Ética Nicómaco, VIII, I, 1155a

45
En un quinto lugar, se nos sugiere aprender a vivir con la experiencia de la
belleza, que es parte de nuestra existencia. Esto quiere decir, que lo bello solo lo
apreciamos los seres humanos, aunque para algunos no sea tema o no les
interese. Sin embargo, la belleza implica valorar aquello que nos sorprende o
asombra en la vida, en el arte, en lo humano o en los animales, ya que al
momento de contemplar o contemplarnos, nuestros sentidos informan a la razón
sobre el esplendor de lo apreciado25.

En un sexto punto Gómez-Lobo considera al conocimiento como un camino hacia


la búsqueda de la verdad y la sabiduría. El acto de conocer es en sí mismo rico y
vital, pero más fértil y profundo es saber que la verdad y la sabiduría no dependen
de la mayoría, sino que objetivamente son, aunque, en ocasiones nos cuestione,
complique o duela. Cualquier tipo de materia para conocer, perfecciona la mente
del hombre, nos lleva reflexionar e intelectivamente a buscar respuestas a
nuestras grandes inquietudes de la vida. Al mismo tiempo, y no de forma paralela,
sino integrándolo, buscamos la perfección en el conocimiento práctico, con un
claro horizonte en la vida buena, perfeccionándonos moralmente, inclinándonos
hacia el bien y evitando el mal.

En último lugar, pone el autor de origen chileno a la armonía interior, como el


espacio del autoconocimiento para alcanzar felicidad. Es una detención
antropológica, para que cada persona se pueda hacer las preguntas
fundamentales, como ¿quién soy, yo?; ¿existe Dios?; ¿cuál es mi origen?; ¿hacia
dónde voy? Estas grandes inquietudes humanas, exigen preguntarse por uno
mismo, pero al mismo tiempo abrirnos a la trascendencia, sin anularla.

Mediante la propuesta de los siete bienes básicos de Alfonso Gómez-Lobo,


nuevamente identificamos la relevancia que tiene la persona y su bienestar para
consigo mismo, su desarrollo en plenitud, considerándola como un ser digno,
abierto hacia el futuro, con un proyecto de vida, pero que al mismo tiempo debe
satisfacer estos siete bienes iniciales. Quizá son más, pero de una u otra forma,

25
Ver el capítulo “¿Sobre gustos no hay nada escrito?”, dedicado a la belleza en este libro.

46
mediante esta propuesta, el bienestar del hombre, la vivencia de la vida buena y
su propia dignidad se ven asegurados y respetados.

Sabiendo, entonces, que el bienestar es importante, porque todos somos dignos, y


a la vez podemos estar tranquilos y en paz, con constantes preguntas (que no
siempre serán respondidas del todo), es importante considerar también a las otras
personas humanas, pues con ellas nos complementamos y en el caso contrario,
es muy probable que caigamos en el defecto del individualismo y la indiferencia.
Es, por lo tanto, necesario y convergente, junto al estar-bien, el bien común.

Cuando traemos a colación el bien común, es muy probable que pensemos en


una sociedad que está bien, pero es mucho más profundo que ello: exige ser una
comunidad virtuosa, como prudentemente lo señaló Santo Tomás de Aquino: En
consecuencia, es imposible alcanzar el bien común de la ciudad si los ciudadanos
no son virtuosos26. En esta misma sintonía, correspondería entonces a la ciudad
buena, trabajar constantemente la vida buena, mediante prácticas basadas en la
virtud, de forma individual y en conjunto.

Por otra parte, es muy probable que algunos piensen que el bien común es
contrario al bienestar y viceversa, pero no es así, son complementarios. El
Aquinate, ya menciona o establece que la única forma de vivir en una sociedad
virtuosa, es por medio de la bondad de sus participantes. Luego, es necesario que
cada ciudadano esté bien, se desarrolle como persona, pueda tener lo necesario
para vivir, se proyecte, actúe de buena forma en general, para que pueda
participar de forma virtuosa en una ciudad encaminada hacia la vida buena.

En esta complementariedad del bienestar con el bien común, emergen voces


no solo de la Edad Media, como Santo Tomás. Hay pensadores insignes de
nuestra época, específicamente del siglo pasado, quienes también pensaron una
ciudad y/o comunidad basada en el bien común, como el filósofo francés Jacques
Maritain, quien describía con estas palabras la aplicación del bien común a una
sociedad concreta: la concepción del régimen de civilización o del orden temporal

26
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, q.92, a. 1, ad.3.

47
que nos parece fundado en razón tiene tres caracteres típicos: ante todo, es
comunitario, en el sentido de que, para él, el fin propio y especificador de la ciudad
y de la civilización es un bien común diferente de la simple suma de los bienes
individuales, y superior a los intereses del individuo en cuanto éste es parte del
todo social. Este bien común es, esencialmente, la recta vida terrenal de la
multitud reunida, de un todo constituido por personas humanas: que es, por ello, a
la vez material y moral”27.

Detrás de esta declaración del filósofo personalista, más de alguno caerá en la


tentación de preguntar: ¿cómo llevamos esto adelante? El mismo Maritain
propone una respuesta, que entrega más de solución práctica, la obra de la
ciudad sería realizar una vida común aquí abajo, un régimen temporal
verdaderamente conforme con esa dignidad, esa vocación y ese amor. Estamos
de ello bastante lejos para saber de cierto que no costará poco trabajo 28.

El legado que propone Maritain, en cierto modo, permite aplicar el bien común en
una comunidad cualquiera, con la certeza, por lo demás, de que el bien es
objetivo, se alcanza de forma personal y colectiva, y se ejecuta, por medio, de la
mancomunión de medios y fines buenos. Es decir, desprendiéndose de las líneas
citadas, el francés propone poner al centro a la persona, como una parte de la
comunidad, llamando al respeto de su propia dignidad y sus necesidades, pero al
mismo tiempo caminando en conjunto hacia la ciudad virtuosa, como un solo
cuerpo colectivo, que en sus diversas partes componen el todo. No obstante,
agrega, que es propio de nosotros responder a esa vocación (llamado), por medio
del amor, entendiéndolo como una clave fundamental de la persona y la
comunidad virtuosa.

Es interesante, por último, destacar los puntos de convergencia que poseen


ambos filósofos, cada uno en su época, sobre las partes y el todo, entendiendo, de
antemano, lo clave que es el bienestar de cada persona, y a la vez, que exista

27
Maritain, Jacques, Humanismo Integral, p. 173 – 174.
28
Maritain, Jacques, idem, p. 250 – 251.

48
claridad sobre el horizonte virtuoso que ha de seguir una comunidad que busca
seguir la vida buena de forma común.

De esta manera, podemos resaltar que el bienestar tiene directa relación con el
bien común, siendo propio de una comunidad y/o sociedad virtuosa, caminar o
tender hacia lo bueno, en todas sus partes y su conjunto.

5.- A modo de conclusión

Hemos repasado, en este capítulo la naturaleza del bien, en su formas ontológica


y moral, es decir que todo ser que en acto es, posee la bondad intrínseca, y en la
medida que se perfecciona, como es el caso del ser humano, se hace más bueno,
moralmente hablando. De igual manera, podemos decir que todo lo bueno tiende a
un fin; por lo tanto, necesita de medios virtuosos para llegar objetivamente al bien.

En segunda instancia, tratamos de responder a la pregunta sobre la subjetividad u


objetividad, y es prudente decir que, a pesar de la ola de influencia en redes
sociales, conversaciones cotidianas o hasta estudios “científicos”, el bien es
objetivo, porque su base se encuentra en la naturaleza objetiva de él mismo, y que
en la medida que cualquier persona haga el bien o mal, lo puede reconocer,
independiente de las circunstancias en las cuales se ejecute la acción.

Hicimos también la consideración sobre la “buena vida” o la vida buena, y


apreciamos que no es lo mismo, y con mayor fuerza, asumimos que la vida buena
tiene que ver con la vida virtuosa, que colabora, justamente, para formar no solo
hombres de bien, sino una sociedad buena. Por otro carril va la buena vida, que se
aplica a “pasarla bien”, vivir constantemente en un estado hedonista, dejando de
lado cualquier atisbo de virtuosidad en nuestra existencia, viviendo el instante y
evitando forjar algún proyecto de vida.

Por último, consideramos el cuestionamiento por el bienestar y el bien común, que


en muchas ocasiones se han puesto como contrarios, o viéndolos como

49
elementos que pertenecen a distintas trincheras políticas. El análisis indica, sin
embargo, que van de la mano. Por un lado, una persona que está bien, en todo
sentido, no solo material sino sobre todo espiritual, puede colaborar al todo, que
es una sociedad completa. Por lo tanto, no podemos separar en dos polos
opuestos el bienestar en oposición al bien común, ya que son integrales, se
necesitan y forman una unidad.

Al parecer, en base al breve análisis que hemos hecho, el bien no está tan solo.
Muy por el contrario, cotidianamente encontramos a personas que tratan de hacer
el bien, a nivel personal, familiar, estudiantil, profesional, amoroso, económico y
deportivo, entre otros, y se enfocan en hacer el bien y evitar el mal. En esta praxis
de la vida buena, queda claro que el bien, perfectamente se puede vivir
individualmente y en comunidad, es decir, de acuerdo a cada una de sus partes
como con el todo, de forma respectiva; sin temor al subjetivismo que la sociedad
actual levanta cotidianamente, en sus formas individuales y colectivas.

50
Capítulo 3

La verdad: una búsqueda apasionante.


Roberto Marconi

1.- El deseo y la búsqueda de la verdad en la vida humana.

Nos encontramos, como seres humanos, desde un inicio y hasta el final de


nuestras vidas, vinculados radicalmente a la verdad. Desde que tenemos uso de
razón, la verdad nos importa e interesa. Y mucho: nuestra vida misma se podría
mirar como una permanente búsqueda de ella. Así lo constata Aristóteles: todos
los hombres desean por naturaleza saber 29. Desde nuestros primeros años
comenzamos una búsqueda que durará toda la vida. Con la primera curiosidad
infantil, en la cual se desea vivazmente la percepción sensible de cuanto sale al
paso (por la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto), vamos buscando conocer.
Luego, una vez adquirido el lenguaje, vienen las insaciables preguntas de los
niños ¿qué es eso? ¿por qué eso es así? 30. Esta tremenda apertura al
29
Aristóteles, Metafísica, I, 1.
30
Cuando, desde nuestra infancia, preguntamos de algo ¿qué es eso? Poseemos una cierta
conciencia previa e implícita de que ese algo tiene un ser propio y que ese ser puede ser
conocido. También, que en la mera percepción sensible que se nos da, no poseemos un
conocimiento completo de lo que algo es, pero tampoco nulo, sino que asumimos la diversidad de
51
conocimiento, esta auténtica voracidad, propia de los primeros años del ser
humano, muestra cuán indisociablemente estamos ligados a la verdad, pues
incluso en ese entonces sabemos (de un modo implícito y aún inmaduro, pero no
menos real) que lo que queremos es saber lo que las cosas verdaderamente son.
Porque, en el fondo, sabemos que hay una relación entre el conocer y el ser, ¡y es
por eso que queremos saber! Para saber lo que es, es decir, para saber la verdad.

Captamos así, desde nuestra infancia, que hay una realidad que se nos presenta,
y que podemos llegar a conocerla (saber qué son las cosas, saber las cosas que
pasan, saber las causas de las cosas que pasan, etc.). Y comprendemos también,
de este mismo modo implícito, que es posible mediante el lenguaje decir lo real, y
que, al decirlo, decimos la verdad (y que, en cambio, decir lo contrario a lo real,
constituye o una mentira o un error). Ante esta experiencia primaria es acertada la
observación de Agustín de Hipona: Muchos he tratado a quienes gusta engañar;
pero que quieran ser engañados, a ninguno 31. Llama la atención en tal sentido la
indignación de los niños ante el descubrimiento de la intención de alguien de
mentir, y su inquietud (e incluso su enojo) ante una afirmación absurda o
contradictoria32. Esta apertura y fascinación por el conocimiento, y, a la vez, el
cuidado que se aprende a poner ante el asentimiento temerario, y la experiencia
de la duda, nos confirman la citada frase de Aristóteles, respecto al deseo natural
por el saber, entendiendo aquí la palabra natural como un rasgo propio de nuestra
especie humana, que desea siempre, no de un modo excepcional, el
conocimiento, y no de cualquier tipo, sino un conocimiento de la verdad 33.

nivel cognoscitivo entre el acto de sentir y el del entender. Lo que hace nuestro entendimiento es
manifestar o patentizar la verdad del ente.
31
Agustín de Hipona, Confesiones, X, 33.
32
Absurdo en el sentido de imposible en sí misma, no en el sentido de fantasiosa, porque un hace
falta experiencia para distinguir la realidad de la fantasía, pero no tanta para percibir una
contradicción en el lenguaje.
33
Pareciera existir una similitud entre la curiosidad de los niños y la de muchas otras especies de
animales en estado cachorro, pero las diferencias también son muchas. Cf. Jaspers, Karl, La
Filosofía, p. 8-10: “una maravillosa señal de que el hombre filosofa en cuanto tal originalmente son
las preguntas de los niños. No es nada raro oír de la boca infantil algo que por su sentido penetra
inmediatamente en las profundidades del filosofar. (…) los niños poseen con frecuencia una
genialidad que pierden cuando crecen”.
52
Años más tarde, después de la infancia, en la adolescencia, cuando se ha
experimentado ya muchas veces el error propio y ajeno, así como el asumir que
mucho de lo que se difunde es mentira, y que hay muchas actitudes hipócritas e
incoherencias en la sociedad, advertimos mucho más que debemos ser cautos
antes de dar cualquier cosa por cierta. Se va fortaleciendo así un espíritu crítico
que supera la ingenuidad infantil. Pero, aun así, este gran filtro mental, lejos de
disminuir el deseo del acceso a la verdad en el corazón del adolescente, es
precisamente una señal de su gran vehemencia. Los cuestionamientos y las
inquietudes del joven suelen manifestar una búsqueda muy intensa acerca de la
verdad sobre sí mismo, sobre la sociedad, sobre el mundo y sobre lo
trascendente. Late en él una búsqueda muy potente del rumbo señalado por el
oráculo de Delfos: conócete a ti mismo. El joven, al descubrir su interioridad y al
buscar su propia identidad, emprende la búsqueda de la verdad sobre sí mismo.

Pero es con la madurez del adulto cuando la mente ya está preparada, en


principio, para hacer un juicio pleno acerca de la realidad de las cosas: con razón
se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede
discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso,
formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas 34. El niño y el
adolescente aún están más expuestos a confundir la realidad y la fantasía, lo
verdadero y lo falso. Pero, justamente ser adulto es haber madurado hasta
superar este problema. Este juicio propio sobre la realidad de las cosas es
imprescindible para plantearse un proyecto de vida, pues, este sólo se forja a la
luz de quién se es, y cómo se situará en el mundo. El juicio propio sobre la
realidad es también imprescindible para el uso maduro de la libertad, pues elegir
libremente debe ser fruto de una reflexión sobre qué es lo verdaderamente mejor.
E incluso para ser creativos requerimos una gran conexión con lo verdadero, pues
la creatividad exige tener presente de antemano, qué sería algo verdaderamente
valioso, o algo verdaderamente bueno, o algo verdaderamente bello y digno de ser
realizado. La vida humana tanto así requiere la visión de la verdad, y cuando ésta

34
Juan Pablo II, Fides et Ratio, 25, (1998)

53
se oscurece, la desorientación y la confusión en la vida se sufren como una crisis
de sentido. Algo fundamental nos falta cuando no podemos juzgar con certeza
acerca de cuál es la verdad, pues la orientación de la vida se obtiene ante el
descubrimiento de la verdadera finalidad de nuestra existencia.

Dice el filósofo Ricardo Yepes: no avergonzarse de la verdad es síntoma de tener


una personalidad madura, que no vacila en aceptarla, con sus consecuencias,
sean favorables o adversas35. Podemos subrayar así, como índice de madurez
personal, la capacidad de enfrentar la verdad, sin falsos pudores, sin
atemorizarse, sin ocultarla por preferir cualquier otra cosa (el prestigio, el éxito, las
relaciones públicas). Hay verdades difíciles de aceptar, porque implican reconocer
una gran sombra, porque destruyen una imagen previa, pero falsa de la realidad a
la que se estaba acostumbrado y exigen asumir altos costos personales. Esto es
ser un hombre, una mujer maduros: ser capaz de aceptar, reconocer y afrontar
con fortaleza las verdades más difíciles.

Así, durante toda la vida humana, desde la infancia hasta la vejez y la muerte, se
tiene una constante relación con la verdad. Tanto es así que de hecho podríamos
calificar qué tan bien estamos viviendo observando en qué medida tenemos una
buena relación con la verdad. La verdad es imprescindible para la plenitud. Es la
profunda contemplación y comprensión de las verdades más profundas lo que nos
hace sabios, y lo que nos hace saber cómo vivir bien. Y es la sincera apertura y
valoración de la verdadera existencia de una otra persona la que posibilita el amor
y la amistad hacia ella. Y es por algo que la autenticidad, la coherencia, la
trasparencia, son algunas de las cualidades que más valoramos en las personas;
cualidades que justamente tienen que ver con la relación entre verdad y vida. Y, al
contrario, entre los defectos que más se suelen detestar están la hipocresía, la
adulación interesada, el doble discurso; defectos que denotan falsedad.

35
Yepes, Ricardo, Fundamentos de Antropología, p. 115

54
2. El encuentro gozoso de la verdad.

El hecho es que, como seres humanos, deseamos la verdad y la buscamos a lo


largo de toda la vida. Por eso conversamos, por eso queremos aprender, viajar,
probar cosas nuevas, saber lo que ha dicho la gente, etc. Y muchas veces este
deseo es saciado, pues descubrimos la verdad y descansamos en su
descubrimiento. Y en algunas ocasiones, este descubrimiento es deslumbrante,
gozoso, alegre. Nos gozamos en el encuentro con la verdad 36. Cuando al fin este
anhelo se cumple y se nos aparece la verdad como algo importante, algo bello,
algo bueno, descubrirla es un brillo de gozo en nuestro interior. Dice Ricardo
Yepes: encontrar la verdad supone una sorpresa, rompe la rutina. Encontrarse
con la verdad es emocionante, sobre todo cuando se trata de verdades grandes,
ésas que determinan la dirección de la propia vida, lo que voy a decidir qué voy a
ser. La verdad es una realidad con la que nos encontramos, viene experimentada
como un deslumbramiento, pues ella misma –por su elevado contenido de
realidad, por otorgar un sentido a la propia vida– puede entenderse como
esplendor37.

En ocasiones, el deseo de la verdad se hace urgente. En los momentos de crisis,


de grave dificultad, o de sufrimiento, es cuando más nos cuestionamos. Un
problema insiste en presentársenos incluso con noches de insomnio; exige que
nos hagamos cargo de él, pensándolo. Exige que interiormente encontremos la
verdadera solución, para sólo entonces enfrentarlo exteriormente. A veces, en
medio de una rutina, nos asalta la pregunta existencial: ¿para qué es todo esto?
¿de qué se trata la vida? Es en esos momentos, cuando la búsqueda de la verdad
es una verdadera búsqueda filosófica. El filósofo español Gambra propone la
siguiente comparación: Imaginemos a un hombre que salió de su casa y ha
sufrido un accidente en la calle a consecuencia del cual perdió el conocimiento y

36
Agustín de Hipona, Conf. X, 23, 33: “si yo pregunto a todos si acaso querrían gozarse más de la
verdad que de la falsedad, tanto no dudarían en decir que prefieren gozar más de la verdad cuanto
no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad (beata vita,
gaudium de veritate)”.
37
Yepes, Ricardo, Fundamentos de Antropología, p. 110, EUNSA, Pamplona, 1998.

55
fue trasladado a una clínica o a una casa inmediata. Cuando vuelve en sí se
encuentra en un lugar que le es desconocido, en una situación cuyo origen no
recuerda. ¿Cuál será su preocupación inmediata, la pregunta que enseguida se
hará a sí mismo o a los que le rodean? No será, ciertamente, sobre la naturaleza
o utilidad de los objetos que ve a su alrededor, ni sobre las medidas de la
habitación o la orientación de su ventana. Su pregunta será una pregunta total:
¿qué es esto? O, mejor, una que englobe su propia situación: ¿dónde estoy?,
¿por qué he venido aquí?38. Habrá momentos así, en que la verdad se nos pierde
de vista. Momentos de desorientación en que parece que hay pensarlo todo de
nuevo. Estos momentos son importantes, porque son ocasión de un gran
crecimiento interior. Es el momento de la filosofía, la cual consiste en buscar la
verdad sin presupuestos, sea la que sea.

3. La objetividad de la verdad.

El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el


camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las
conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en
error39. Este sintético pasaje del filósofo español Balmes resume excelentemente
el aspecto central de la verdad: su identidad con la realidad. ¿Y qué es la realidad
de las cosas? El mismo texto lo aclara: las cosas como son en sí mismas. Se
accede a la verdad justamente cuando se accede a lo que es. Precisamente,
conocer algo es conocer lo que ese algo es, conocer su realidad. Y, en ese
sentido, el ser la cosa es la causa de la verdad en nuestro entendimiento. La
verdad no es producida por nosotros cuando la conocemos, sino que nuestro
conocimiento es verdadero cuando accede al ser de una cosa, (que es anterior a
él).

38
Rafael Gambra, Historia Sencilla de la Filosofía, p.18
39
Balmes, Jaime, El Criterio, (comienzo)

56
Por ejemplo, si quisiera conocer lo que es un árbol, lo que debería hacer es
dirigirme a él, acercarme a él para captarlo. No tendría que inventarle nada, sino
que únicamente descubrir el ser que ya tiene, y que existía antes de ponerme a
pensar en él. Así, poco a poco, es posible que vaya comprendiendo lo que de
hecho es el árbol: que es un ser vivo, que es un vegetal, que se nutre, que crece y
otras características que le pertenecen. Y con esta apertura a su ser, lograré un
conocimiento verdadero. Después, podré formular juicios acertados, (es decir,
verdaderos), acerca del árbol (por ejemplo, ‘el árbol es un ser vivo’), juicios que
expresan o manifiestan lo que él objetivamente es 40.

La objetividad (remitir a un objeto real, al cual debe reflejar con fidelidad), es una
característica esencial de la verdad. La verdad no es algo que elijamos, ni que
construyamos, ni que nos inventemos, sino algo que descubrimos. Esto es así
precisamente porque conocer es conocer lo que algo es. Y eso que algo es, no se
pone con el acto de conocimiento, sino que es previo a él.

Justamente es por eso que tantas veces nos cuesta trabajo y mucha reflexión el
entender algo, pues no se trata de plantearse livianamente cualquier cosa y darla
por verdadera, sino que se requiere poner esfuerzo hasta hallar lo que
verdaderamente algo es. Muchas veces estamos confusos, muchas veces nos
parece verdad algo que no lo es. El hecho mismo de darnos cuenta que
cometemos errores, que estamos expuestos a él, y el hecho de tantas veces
dudar de si algo es o no es de cierta manera, nos evidencia que en el fondo
sabemos que no debemos ni asentir ni rechazar cualquier cosa a la ligera, pues la
verdad no es cualquier cosa que se nos ocurra, sino que debemos buscar hasta
aclararnos y estar seguros de que algo es así. Pero si la verdad no fuera
alcanzable, si siempre y en todo estuviéramos equivocados, o si cualquier cosa
que pensáramos pudiéramos darla por verdadera sólo por pensarla, ni siquiera
podríamos distinguir entre lo verdadero y lo falso y no sería, por tanto, objeto de
búsqueda.

40
Cf. Agustín de Hipona, Sobre la verdadera religión, 36: “la verdad es lo que muestra lo que es”.

57
Esta fidelidad a la verdad, como la conformidad al ser real que debe poseer
nuestra inteligencia, está detrás de la antigua definición de la verdad como
adecuación entre la cosa y el intelecto 41. Esta definición se debe entender como
que, habiendo primero una cosa (un ser cualquiera), la inteligencia puede y debe
asimilar el ser de ella tal cual es, para que lo entendido sea verdadero. Lo
podríamos comparar con un espejo: éste cumple su función sólo en la medida en
que refleja lo más fielmente posible la imagen de lo que tiene al frente, sin
alterarlo, distorsionarlo, ni oscurecerlo.

Comprendida la verdad como adecuación, podemos rechazar entonces el


relativismo o subjetivismo, entendiendo este como la postura de que la verdad no
es más que lo que cada uno crea que ella es.

Teniendo este rasgo común, hay distintos tipos de relativismo: por un lado, unos
más centrados en la posibilidad del individuo de elegir su verdad como su opción
personal, y por otro, lo que se centran más en el poder de las culturas o
sociedades de imponer una visión determinada de la realidad 42. Pero ambos
coinciden en esto: cada cual tiene su propia verdad, que no necesariamente es la
misma que la de los demás.

Se puede poner muchas objeciones contra el relativismo. Señalaremos dos.


Primero, pretender que cada uno decide como una opción qué es lo que él quiere
que sea la verdad, sería carecer de una noción profunda de qué es la verdad en sí
misma, pues si todo puede ser verdad, y a la vez no existe una verdad objetiva, en
el fondo entonces no existiría la verdad. Pero si alguien insistiera en decir que la
verdad no existe, entonces caería en contradicción: sería verdad que la verdad no
existe. Decir que todo es relativo, es un círculo vicioso, pues esto mismo que todo

41
Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 16, 1: “Adaequatio rei et intellectus”.
42
También a veces se entiende por ‘relativismo’ la conciencia de que cada persona tiene un punto
de vista, o una perspectiva diversa para enfrentar la realidad, pero esto no es necesariamente
contrario a la noción de verdad como adecuación, a menos que se dijera que nadie está nunca
equivocado frente a nada porque todos tienen la razón en todo.
58
es relativo, también tendría que ser relativo. Al contrario, cada vez que afirmamos
algo, lo afirmamos como algo que es así, es decir, como algo verdadero. Cada
uno de nuestros juicios es o verdadero o falso. No puede ser verdadero y falso a la
vez, ni tampoco ni verdadero ni falso. Esto es lo que se conoce como ‘principio de
contradicción’, formulado por primera vez por Aristóteles 43. Según este principio,
afirmar algo, y a la vez negarlo (afirmar lo contrario), sería anular lo que uno
mismo dice. Entonces, un relativismo que postulara que todas las opiniones son
igual de verdaderas, tendría que admitir que incluso las que son contradictorias lo
son simultáneamente, con lo cual tendría que admitir la contradicción.

Y segundo, un relativismo extremo, que afirmara que cada uno construye su


realidad desde sí mismo y según sus opciones, tendría que admitir que la
comunicación es imposible. El término mismo, ‘comunicación’, nos señala que
algo debe ser común, es decir, uno y lo mismo para uno y para otro que lo
comparten, para poder entendernos44. Si careciéramos de realidad común, sería
entonces imposible estar de acuerdo con nadie (a no ser por casualidad 45). Y de
hecho sería incluso imposible la discusión, porque siempre cuando dos personas
debaten, al menos deben estar de acuerdo en un punto: que están hablando sobre
lo mismo (o bien una vez que se muestra que la discusión era sobre temas
distintos, o un malentendido, se deshace). Pero si ni el desacuerdo tuviera sentido,
caeríamos en un vacío del lenguaje, y con ello, en la indiferencia, el individualismo
y finalmente la soledad.

Pero hay quienes presentan el relativismo justamente como una condición de


posibilidad de la buena convivencia y de la paz social. Según ellos, que haya
quienes crean estar en lo cierto sobre algo, los constituye en una amenaza al

43
El famoso experimento mental del Gato de Schrödinger no contradice el principio de
contradicción, sino que tan sólo muestra que no sabemos si una cosa es de una manera u otra si
ambas son posibles y no las estamos percibiendo.
44
A diferencia del sueño, o de la fantasía, podemos coincidir en lo real. La realidad muchas veces
“se nos resiste”, pues tiene su consistencia propia y no siempre es maleable a nuestro antojo.
45
A esta consecuencia llegó el relativismo del sofista Protágoras, quien junto con decir el hombre
es la medida de todas las cosas, también señaló: infinitamente difiere uno de otro exactamente en
el hecho de que para uno existen y se le revelan unas cosas, para otro otras”(en Platón, Teeteto).
59
pluralismo de la sociedad. Pues, según esta visión, la renuncia a poseer la verdad
objetiva, permitiría la tolerancia de todas las opiniones, y posibilitaría mejor la
solución de las diferencias mediante el consenso, o la aceptación de la opción de
mayoría. Pero esta visión es insostenible, por varias razones. Primero, porque
muchas veces se ha mostrado que una visión aceptada por consenso social ha
resultado ser falsa. Por ejemplo, por miles de años era aceptado por todos que la
Tierra era el centro inmóvil del Universo, ¡pero era falso! Primero Copérnico y
después Galileo ayudaron a corregir este error de siglos. Entonces, ¿acaso
cuando la casi totalidad de la población mundial aún creía en algo que era un
error, estos científicos no debían refutarlo? ¿acaso no era preferible la verdad?

Es que justamente la verdad es la condición misma de la posibilidad de la vida


social, pues lo que tenemos es una realidad común, de la cual tenemos que
ocuparnos entre todos: del mundo real que compartimos. Y es también el
reconocimiento de la verdadera dignidad de la persona humana y sus derechos lo
que permite su respeto, fundamento de la vida social. La violencia es resultado
precisamente de una ceguera al respecto y de un relativismo moral. Más bien
diríamos entonces: el reconocimiento y respeto a la verdad son la condición de la
paz.

4. Compromiso y fidelidad a la verdad.

La tarea de llegar a la verdad muchas veces se nos presenta con dificultades. ¡Por
algo son tan reiterados los errores! Y por algo, respecto de ciertos temas difíciles,
son muchos los que se equivocan. Tantas veces solemos confundir las
apariencias con la realidad. Con mucha frecuencia cometemos errores en
nuestras deducciones. Pero en lugar de desesperar y convertirnos en unos
escépticos, debemos ejercitarnos en poner los medios para acceder con mayor
facilidad a la verdad. Por ejemplo, para prevenirse de gran cantidad de errores nos
ayudaría un estudio a conciencia de la lógica, que es el arte de evitarlos.

60
Pero también hay otros factores que nos inducen a error, cuyo origen no es
meramente lógico, sino de orden más psicológico y moral. Estos se conocen como
sesgos cognitivos. Podemos distinguir dos tipos de sesgos cognitivos: los
involuntarios y los voluntarios.

Primero, hay ciertos sesgos cognitivos involuntarios, cuyo origen están en la


propia biografía, en la influencia de la cultura, etc., que a veces nos dificultan una
visión objetiva e imparcial de las cosas. Hemos recibido, desde muy temprano en
nuestras vidas, una serie de enseñanzas, una cierta cosmovisión, y dentro de ellas
es posible que se incluyan ciertos errores. Es cierto que la educación, la cultura, la
religión, los grupos a los que pertenecemos, el testimonio de nuestros seres
queridos, etc. tienen un alto valor en nuestras vidas, pues nos han entregado
innumerables bienes, pero, precisamente por ese gran valor, existe el riesgo de
sobreestimar la capacidad de aquellos de habernos informado bien sobre todos
los aspectos de la realidad. En algún momento, poco a poco, y quizás nunca
totalmente, podremos ir cuestionando la información recibida preguntándonos si
aquello era verdad o no. Si bien debemos gratitud a quienes nos han educado e
instruido, también es un deber por parte del individuo el pensar autónomamente;
buscar por sí mismo e ir revisando las propias convicciones. Porque la verdad es
más importante46.

Pero también hay otros sesgos cognitivos en los que se presenta más
voluntariedad (y poseen, por tanto, mayor contenido moral). Contra ellos es
importante luchar, por más que estén profundamente enraizados como malos
hábitos. En general, los podemos identificar como un autoengaño voluntario.
Reconozcamos un hecho que es extraño, pero tremendamente común: solemos
mentirnos a nosotros mismos. Es extraño porque, a primera vista, pareciera
imposible: uno sabe que algo es verdad, y, por lo tanto, no podría uno engañarse
a sí mismo forzando la mente a pensar algo que ya sabemos que es falso. Pero,
46
Un testimonio clásico de esta primacía es la frase atribuida a Aristóteles, cuando había refutado
las enseñanzas de su maestro Platón: soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad.
61
sin embargo, es muy común: basta mencionar como ejemplo la tendencia a
autojustificarnos cuando sabemos que somos culpables de algo, o cómo se suele
desviar la mirada ante lo que no se quiere ver, aparentando, ante uno mismo y
ante los demás, que no se ha visto aquello que incomoda. Por un cierto orgullo,
tenemos la tendencia a querer tener la razón, y a no querer ver nuestras propias
sombras. Esto nos induce a teñir la realidad con una mirada impostada y aparente,
que cubre nuestra verdadera visión. Porque nos agrada sentirnos inteligentes,
sobrevaloramos nuestra capacidad de juzgar a las personas, de predecir eventos
futuros, y de explicar las causas de sucesos complejos. Buscamos e interpretamos
la información utilitariamente, para que justo confirme lo que ya pensábamos con
anterioridad. Todo esto incide en que tantas veces tenemos una gran dificultad
para aceptar la verdad que se nos presenta, incluso con evidencia. Como dice el
refrán: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y de ahí la posibilidad de que
algo que ya sabemos que es cierto, y que, sin embargo, por alguna razón no nos
gusta o no nos conviene que sea así, lo neguemos (primero ante nosotros mismos
y después ante los demás), traicionando así la verdad (¡y a nosotros mismos!).

Porque una cosa es conocer la verdad y otra cosa es reconocerla como tal. O,
dicho de otro modo: una cosa es tener, como es propio del ser humano, el deseo y
la capacidad de conocer la verdad, y otra cosa es, una vez que se ha accedido a
ella, asumirla como tal. Pues, como dice Yepes, la verdad sólo se incorpora a la
vida del hombre si éste la acepta libremente. Asimismo, puede rechazarla: no se
impone necesariamente47. Sucede que ciertas verdades nos interpelan, nos
desafían y nos exigen. Algunas realidades que descubrimos exigen de nosotros un
cambio, a veces no menor, y por tanto un gran esfuerzo que no se siempre se
quiere asumir de buenas a primeras. También, por gregarismo se suele imitar al
grupo, no queremos ser rechazados y, simplemente creemos en algo porque
mucha gente así lo dice. Frente a esto, tantas veces reconocer la verdad exige
valor, un gran coraje. Y de ahí el valioso testimonio de valentía de aquellos héroes
que, justamente por amor a la verdad, y por ser perseverantemente consecuentes

47
Yepes, Ricardo, Fundamentos de Antropología, p. 114.

62
con ella, han asumido grandes costos: desde el rechazo y las burlas, hasta
encarcelamientos, y la condena a muerte.

Un ejemplo de esto último es la muerte de Sócrates. Acusado injustamente de


crímenes inexistentes, fue condenado a muerte. Su actitud y enseñanza siempre
fue de un gran amor a la verdad, pero esto mismo lo expuso al odio de algunos.
Muy distintos eran los sofistas, a los que Sócrates se opuso, cuyo relativismo
constituía una cierta herramienta de poder para buscar la conveniencia. Sócrates
asumió la condena a muerte como un testimonio de que la verdad es algo tan
serio que no debe transarse por nada, ni siquiera por salvar la vida.

También podemos señalar ejemplos de situaciones en que, por ceder ante


presiones, por ejemplo, una presión grupal, se termina por sacrificar la verdad y
haciendo injusticia. Pilatos, cediendo al clamor popular, se lava las manos ante la
condena a muerte de Cristo, de quien sabe que es inocente. Precisamente poco
después de haberle preguntado (¿con desprecio o con real interés?) ¿qué es la
verdad?48.

Por eso, podemos decir que la verdad exige de nuestra parte un cierto
compromiso, respecto al cual cada uno de nosotros podría cuestionarse en qué
grado lo asume. Para medirlo, el filósofo estadounidense Robert Nozick, propuso
un experimento mental49, que, agregándole algunos elementos, podemos proponer
del siguiente modo: imaginemos primero que estamos en una situación difícil de
nuestra vida, por ejemplo, haber sufrido un accidente con graves secuelas físicas,
o haber fracasado en algún proyecto importante, y que justo en ese momento, se
nos ofrece una salida. Un neurólogo ha inventado una máquina que nos inducirá
en un estado de sueño profundo y permanente. El neurólogo nos explica que, en
este estado, de un modo ininterrumpido, soñaremos por el resto de nuestra vida
sin la menor conciencia de que se está durmiendo, y que, por lo tanto, ni siquiera
nos daremos cuenta de nada que pase en la vida real y que, de hecho, moriremos
48
Evangelio de Juan, 18, 38
49
Cf. Nozick, Robert, Anarquía, Estado y Utopía, (1974)

63
en algún momento, pero sin percatarnos de ello. Además, junto a la máquina que
induce el sueño permanente, el neurólogo nos cuenta que ha añadido un
mecanismo preventor de pesadillas, un dispositivo que detecta las cosas que más
nos gustan y nos causan placer, para que solamente éstas sean las que se nos
presenten en los sueños. Es decir, una máquina de sueños hermosos, pero sin
vuelta atrás. ¿Aceptaríamos conectarnos a ella?

Algunos responderán que sí y otros que no, mostrando qué grado de apego a la
realidad tenemos, pero también mostrando un punto en el cual una visión
hedonista de la vida es insuficiente. Si contestáramos que no nos conectamos a
esa máquina, sabiendo que conectándonos a ella nos evadiríamos de los
problemas (reales) y experimentaríamos solamente placer, es porque
consideramos que hay algo más valioso e importante que el placer, y que es un
compromiso con la vida real. Y esto, más importante es la verdad. Si lo
meditáramos bien, nos daríamos cuenta de que nada es sacrificable a la verdad, y
que de hecho, si tenemos logros, queremos que estos sean verdaderos 50, que si
nos aman y nos dicen que nos aman, que sea de verdad, queremos amistades
verdaderas, y palabras sinceras. ¿Acaso sacrificaríamos todo por una simulación?

Pero examinándonos bien, podríamos evocar muchos episodios semejantes al del


cuento de Andersen El Traje Nuevo del Emperador. En este cuento, por querer
quedar bien ante los demás, por evitarse una descalificación, los personajes
afirman ver algo que en realidad no están viendo. Así es como, por una cierta
concesión a lo popular, a lo políticamente correcto, es posible que admitamos, o
simulemos pensar, algo que en realidad no pensamos, o, al menos, que no
tenemos mayor razón para darlo por cierto, sino sólo ser el discurso más aceptado
en el momento.

5. Algunas amenazas a la verdad en el mundo actual.

50
De hecho, ganar algo con trampa no produce una alegría genuina.

64
Se requiere un gran amor a la verdad en estos días. Paradojalmente, en esta
época en la que gozamos, gracias a la tecnología, de una gran difusión y acceso a
la información, más expuestos estamos también al engaño. Por eso, más
precaución y compromiso con la verdad se exige ahora de nosotros. Señalamos
algunas posibles amenazas a la verdad propias de esta época:

a) Teniendo un gran cúmulo de información, ya es difícil seleccionar cuál será la


de mayor calidad, pues se nos entrega toda de modo indistinto. Pero si, entre este
océano informativo, viene también incluido mucho de falso, entonces la situación
es difícil. Y se sabe que mucho de falso que circula por internet ha sido
intencionalmente puesto así para engañar a la gente y manipularla. Es el
fenómeno de las noticias falsas ( Fake news) y de lo que algunos llaman
“posverdad”. Según Wikipedia, se denomina posverdad a la distorsión deliberada
de una realidad, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las
actitudes sociales, en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las
apelaciones a las emociones y a las creencias personales 51. De ahí que
requerimos más que nunca un espíritu crítico capaz de cuestionar y sopesar con
criterio lo que se nos aparece en los medios, en internet, en la prensa, en las
redes sociales.

b) La tecnología también ha avanzado al punto de que la producción de


recreaciones digitales de imágenes ultrarealistas es cada vez más convincente. La
“realidad virtual” se parece cada vez más a la realidad, y la manipulación de las
imágenes hace cada vez más posible los montajes y los engaños. Contra esto
debiéramos estar en guardia: no confundir la imagen, la apariencia con la realidad.
No dar por hecho algo por más que pareciera haber imágenes, pues estas dejaron
de ser medios de prueba.

51
La misma Wikipedia, como enciclopedia editable todos sus usuarios es un caso interesante de
analizar desde el punto de vista del valor de la verdad.
65
c) El afán de novedades, y el aburrimiento, muy típicos de la sociedad consumista,
lleva un constante deseo de devaluar algo que ya se considera anticuado, para
reemplazarlo. Es la sociedad de lo desechable. En un ambiente así, donde nada
perdura por mucho tiempo, la verdad corre permanente peligro, pues solo podría
ser aceptada y respetada provisoriamente. Hasta que algo que suene más nuevo
concite más atención momentánea.

d) Siempre ha existido, y no es ninguna novedad, la posibilidad humana de “evadir


la realidad”. Es decir, buscar un cierto refugio de olvido o huida respecto de una
verdad que no se quiere afrontar mediante algún aturdimiento mental. El alcohol y
las drogas son los ejemplos que se suelen mencionar, pero también habría que
incluir la adicción a las compras, al trabajo, al ejercicio, etc. como posibles
caminos de elusión a la realidad. Como un movimiento continuo y frenético
mantenido para evitar el tiempo del silencio y la quietud necesarios para oírnos
(para enfrentarnos) a nosotros mismos. Pero hoy en día las posibilidades de
evasión se multiplican y parecen producirse a propósito para ello: juegos
electrónicos, páginas de internet, etc. cada vez más absorbentes y adictivas.
¿Serán ellas un obstáculo a nuestra búsqueda de la verdad?

e) Aunque al menos en las democracias occidentales parezca que gozamos de


gran libertad, la libre expresión de la verdad puede verse amenazada. No es raro
que se quiera imponer silencio sobre verdades incómodas. No es raro que no se
deje hablar, (o que no se dé cabida en los medios) a los que pronuncian estas
verdades. No es raro que se produzca una violenta presión social contra los que
quieren decir algo que resulta impopular. Frente a esto, es necesario custodiar la
auténtica libertad de expresión para que no se termine ahogando a aquel que
podía estar diciendo la verdad.

f) Si reina un espíritu relativista, si reina un desprecio a la verdad, se prepara el


terreno ideal para los gobiernos totalitarios. Se pierde la capacidad de discutir
sobre lo realmente bueno, y la posibilidad de defender lo realmente justo. Según la

66
filósofa del siglo XX, Hanna Arendt: el sujeto ideal del totalitarismo no es el Nazi
convencido, ni el Comunista convencido, sino las personas para las cuales la
distinción entre los hechos y la ficción, entre lo verdadero y los falso, ya no
existe52.

g) Y, por último, advirtamos algo más. Tampoco es bueno excederse en la


desconfianza. Los extremos se tocan, y con un exceso de espíritu crítico se podría
llegar al final a la misma credulidad: un cierto espíritu revisionista, al modo de los
genios de la sospecha, puede llegarse a un conspiracionismo, que empieza a dar
credibilidad a cualquier medio que aparezca como alternativo, que anuncie ser el
único valiente para decir “la verdad”. En este espíritu, puede parecer que la verdad
siempre será algo distinto a lo “oficial”, a lo “institucional”, espíritu actualmente
muy difundido en las redes sociales.

Conclusión.

En conclusión, hoy más que nunca en estos tiempos de cambio de época, de


profundas dudas, de pérdida de confianzas, necesitamos un gran amor a la
verdad. Un amor que nos lleve a buscarla apasionadamente. Porque esta
búsqueda tendrá grandes recompensas. Cuando, más allá de lo dudoso, nos
topamos con la consistencia de la realidad, con lo esencial, con lo permanente,
con lo universal, encontramos un fundamento capaz de inspirar la vida, y capaz de
inspirar nuestros proyectos sociales. Esto es lo que hace que la búsqueda de la
verdad sea la más apasionante de las aventuras. Sin verdad carecemos de rumbo,
de brújula existencial, y, por tanto, de motivación.

Y aún más, en el contexto de los estudios universitarios nos debe animar una
pasión por la verdad, que se traducirá en un apego a la exactitud en el lenguaje, a

52
Arendt, Hannah, Los Orígenes del Totalitarismo, p. 379.

67
la rigurosidad en las investigaciones, a la honestidad intelectual, y a una seriedad
en la que se percibirá nuestro profesionalismo.

La universidad es un ámbito privilegiado consagrado a la búsqueda de la verdad.


Es el lugar donde se pueden hacer todas las preguntas. Es el lugar donde todos
pueden discutir todo. Este espacio de máxima libertad también es frágil: son
muchos los que pretenderán, por sus agendas políticas, ideológicas, económicas,
etc. apoderarse de él para manipularlo a su favor. Por eso, cuidar la autonomía
universitaria será cuidar el espacio para la libre búsqueda de la verdad.

Todo esto sin perder la humildad, que siempre es “andar en la verdad” 53,
postergando el amor propio, para no perder la capacidad de decir siempre la
verdad con amor, que es el único modo efectivo de decirla. La autenticidad, la
honestidad, no deben ser confundidas con un descaro hiriente. Justamente, la
verdad más importante y la primera que debemos reconocer, es la dignidad de las
personas. Una vez reconocida esta, se aprenderá a decir la verdad siempre de un
modo respetuoso. Sin usar la verdad, para manipular, ni para herir, ni para
humillar. Sin pretender nunca imponer la verdad, siempre dejando libre al otro.
Pues la verdad, igual que el amor, sólo se acepta libremente.

Siempre, manteniendo una apertura a lo misterioso, a los siempre inagotables


horizontes de lo inexplorado, nos mantendremos vivos, en sentido pleno. Y ni el
dolor, ni la vejez, ni la muerte nos arrebatarán lo más humano y apasionante que
tenemos: la búsqueda de la verdad.

53
Teresa de Jesús, Las Moradas, VI

68
Capítulo 4

Belleza, ¿Sobre gusto no hay nada escrito?


Emilio Morales

En este capítulo intentaremos conversar sobre la belleza. Parece apropiado para


introducir el tema, partir con este breve fragmento de la novela Retrato de un
artista adolescente, de James Joyce. El protagonista, Stephen Dédalus, un joven
estudiante, se encuentra de pronto con el decano de su Escuela mientras este
último encendía el fuego en una chimenea:

El decano permanecía en cuclillas contemplando cómo el fuego tomaba


incremento en la madera. Stephen, para romper el silencio, dijo:

—De seguro yo no sabría encender fuego.

—Usted es un artista, ¿no es verdad?, señor Dédalus —dijo el decano levantando


la cara y guiñando los ojos descoloridos—. El fin del artista es la creación de lo
bello. Qué sea lo bello, eso es ya otra cuestión.

Ante esta dificultad, el decano se frotó fríamente, lentamente, las manos. —¿Qué?
¿Me puede usted resolver esta cuestión?

69
—Aquino —contestó Stephen— dice Pulcra sunt quae visa placent. [Las cosas
bellas son las que vistas, agradan].

—Este fuego que tenemos delante —objetó el decano— agrada a los ojos. ¿Será
según eso bello?

—En tanto que es percibido con la vista, la cual supongo significa aquí intelección
estética, será bello. Pero Aquino dice también Bonum est in quo tendit appetitus
[Bueno es a lo que tiende el apetito]. El fuego es bueno en cuanto satisface la
necesidad animal de calor. En el infierno es, sin embargo, un mal.

—Exactamente —dijo el decano—. Ha puesto usted el dedo en la llaga.

Como podemos ver a partir de lo anteriormente expuesto, es difícil comenzar a


hablar sobre la belleza. Cuando contemplamos algo bello, muchas cosas quedan
en la penumbra y pareciera que estamos frente a un enigma 54. Y nos asaltan
diversas interrogantes. En efecto, un sinnúmero de veces escuchamos que
respecto a la belleza se invocan preguntas tales como las siguientes: ¿Quién
determina lo que es bello o feo? ¿Quién puede decir si una persona es bella?
¿Existe un canon de belleza? ¿Importa la belleza o da lo mismo? ¿Es necesaria
en nuestra vida? ¿Acaso todo lo relacionado con ella no es sólo cuestión de
gustos? Y muchas veces la respuesta es: “sobre gusto no hay nada escrito”.

Aparte del hecho de que sobre gusto se ha escrito –y bastante–, nos importa en
este capítulo intentar determinar qué es la belleza; acaso es ella subjetiva u
objetiva y, ante un aparente ocaso de la belleza, por qué las personas humanas
tendrían necesidad de la misma.

1.- ¿Qué es la belleza?

54
Platón, en su diálogo Hippias Mayor, después de intentar una definición de la belleza termina su
escrito diciendo: “Lo bello es difícil”.
70
San Agustín decía que si no le preguntaban qué es el tiempo, tenía claro lo que
era. Pero si le preguntaban qué es el tiempo, entonces ya no estaba tan seguro de
saberlo. Con la belleza pasa algo parecido. Todos nos sentimos llamados a decir
si algo es bello o no, pero cuando nos preguntan por qué, entonces la respuesta
se hace difícil. Y, sin embargo, cuando miramos el río en una noche de luna llena
y estrellada en la montaña (por ejemplo, en el Cajón del Maipo), sabemos que lo
que contemplamos no tiene parangón. Es único y bello. Lo mismo pasa cuando
vemos un edificio o un poema que reluce. O una persona buena. O una de buen
aspecto. ¿Qué los hace ser bellos?

Ante todo, digamos que, para un filósofo abierto a lo real como Tomás de Aquino,
la belleza consiste (tal como señalaba Dédalus en nuestro relato inicial), en lo que,
visto, agrada. Es decir, que la belleza se contempla con los ojos. O con los oídos.
Podríamos decir entonces que la belleza es aquello que cuando es visto u oído, se
goza. Esta definición, sin embargo, se refiere a sus efectos. Pero Santo Tomás
define también ciertas condiciones objetivas esenciales que se deben dar para
que digamos que algo es bello.

1.1.- Condiciones objetivas de la belleza (Dimensión Objetiva)

La primera condición objetiva que Santo Tomás señala respecto de algo bello es
que posee integridad, esto es, que no le falta ni le sobra nada. Volviendo al
ejemplo del río en una noche estrellada, es frecuente que uno sienta que lo visto
es redondo55. Lo mismo decimos de una buena película. Y usamos expresiones
como “esta película es redonda, nada queda pendiente, no le falta ninguna escena
y no le sobra ninguna”. Eso pasa en ciertos films como las basados en los libros
del dramaturgo norteamericano Cormac MacCarthy: No Hay lugar para los débiles
(No country for old men) o La Carretera (The Road).

55
No por casualidad Parménides, filósofo griego presocrático del siglo VI AC, hablaba de la
perfección como lo bellamente circular.
71
Como se ve, hay muchas maneras de que algo sea “redondo”, íntegro. Por eso es
que la integridad se puede aplicar a muchas cosas y de distintas formas. Un libro,
como Los Miserables de Víctor Hugo, se podría decir que es bueno y que posee
una integridad bastante apreciable, aún si pareciera que le sobraran algunas
páginas. O una pieza musical, como la Novena Sinfonía de Beethoven. O la
canción Street Spirit de Radiohead.

La segunda condición objetiva para que algo sea bello es la proporción


conveniente. Ella se refiere a que lo contemplado, para que sea bello debe tener
equilibrio entre sus partes, debe ser armónico y ordenado. Así, cuando miramos
en el mundo natural, por ejemplo, un caballo con una cabeza demasiado grande,
decimos que no es bello y que es desproporcionado, porque no guarda un orden
entre sus partes. De igual forma, si un día escucháramos a Sting cantando
Englishman in New York (una canción más bien melancólica) gritando
desenfrenadamente al interpretarla, pensaríamos que no guarda proporción entre
lo que es esa canción en su interpretación habitual y los gritos destemplados de
nuestro ejecutante. No pensamos que el cantante no pueda cantar así, lo cual a fin
de cuentas es opción de cada uno. No tiene armonía 56. Simplemente diríamos:
“esta no es Englishman…”

Igual cosa sucede cuando vemos, por ejemplo, que una serie de televisión se
extiende artificialmente. Pongamos por caso The walking dead. Lo que en un
momento atraía por representar bien una realidad posible, sobrecogedora y
terrorífica; después de alargarse infinitamente en capítulos hace que pierda la
proporción conveniente. Ya no es “buena”, porque se ha alargado demasiado y
pierde la relación adecuada entre sus partes. Cosa que hubiera sido así si hubiese
durado menos capítulos. Pierde también su integridad, porque ya le sobran
demasiadas escenas.

Finalmente, la tercera condición para afirmar que algo es bello corresponde al


esplendor de la forma. Hay, pues, en el objeto bello un cierto esplendor que no es

56
Boecio decía: La armonía es una mezcla de sonidos agudos y graves que alcanza suave y
uniformemente el oído. (De Musica l, 3 Y 8, PL 63, cols. 1.172, 1.173 y 1.176)
72
propiamente físico, sino espiritual. La contemplación del esplendor de la forma es
difícil de explicar, porque muchas veces la forma de algo, eso que ella es, se
encuentra oscurecido por las circunstancias materiales y es difícil de ver. También
aquí podemos decir que hay infinidad de formas en que la claridad espiritual
destella sobre la materia. Y es que la manera en que el esplendor de la forma
irradia en un bello eucaliptus es distinta a la forma en que dicho esplendor irradia
en una bella persona. Pero en ambos casos hay una especie de luz que ilumina lo
contemplado. No solo una luz natural, necesaria para ver a ambos (el árbol y la
bella persona), sino una luz que nos llama al agrado. Es interesante saber que los
griegos usaban la palabra kalós para designar a lo bello. Kalós es lo que llama.
Desde el esplendor de una forma, la belleza nos llama.

Por eso, el esplendor de la forma de algo bello se dice de muchas maneras


distintas. Pero algo tienen en común para designarlo así. ¿Es la belleza un
concepto equívoco? Equívoco se dice de aquellos conceptos que son
completamente distintos, pero que usan una misma palabra y que, por tanto,
llaman a engaño57. No, la belleza no es equívoca, sino que es un concepto
analógico. Esto es, que se aplica en parte de la misma forma a todas las cosas
bellas y en parte, diferente. El esplendor es lo que reluce, lo que tiene una claridad
iluminadora. Pero esa forma de irradiar puede ser muy diferente dependiendo del
objeto contemplado. En nuestros ejemplos del párrafo anterior, vemos que la
belleza que irradia de un árbol es la propia de un árbol. Asimismo, la belleza de
una persona también irradia, pero no irradia de la misma forma. Expliquemos esto:
si contemplamos solo la belleza material de algo nos referimos a lo que se ha
denominado belleza estética, es decir, la belleza más cercana a lo puramente
sensible. A lo que experimentamos con nuestros sentidos al ver algo desde el
punto de vista de su composición material. Entonces, veremos si algo tiene
armonía material, formas, colores, etc. Allí captamos, no de la misma manera,
pero de una bastante similar, la belleza de un rostro humano o su representación
en una obra visual (como puede ser contemplar la Gioconda de Leonardo Da

57
Por ejemplo, la palabra rosa. Usada en una frase como la siguiente: la rosa es rosa. Aquí uno no
sabe si la rosa(flor) es rosada o es una planta.
73
Vinci) o la flor del Clavel. Pero cuando captamos la belleza de un acto generoso, la
belleza parece expresarse de otra forma. Si alguien da de comer a un hambriento,
uno puede decir: “qué bonito lo que hiciste”. Esto correspondería a una belleza
moral de una acción. O cuando investigamos sobre la dignidad de la persona
humana, como hemos hecho en nuestro primer libro de esta serie dedicado a la
antropología, vemos que toda persona por el hecho de ser persona tiene dignidad.
Si decimos que esto es bello, nos referimos a la belleza ontológica que tiene cada
ser por el hecho de ser tal y en particular la persona humana.

La belleza, entonces, también se dice de muchas formas distintas y a ella se


contrapone lo feo. Pero también hay muchas formas diferentes de ser feo. En
efecto, hay diferentes realidades feas: un asesinato es feo. El resentimiento, esa
especie de “autointoxicación psíquica”, como decía Scheler, es feo. Una obra de
arte mal resuelta es fea. Sin embargo, no es fácil determinar hasta dónde llega lo
bello y hasta dónde, lo feo. A veces las cosas no son fáciles de encasillar. Por
ejemplo, al ver un film que presenta lo feo de una determinada realidad, por
ejemplo, Pandillas de Nueva York (2002) de Scorsese, vemos que ella muestra los
aspectos más banales de la condición humana. Esta es bella, sin embargo, en
tanto presenta muy bien lo feo. Edith Stein afirmaba, siguiendo en esto a Santo
Tomás, que una imagen es bella cuando representa perfectamente su objeto,
aunque este sea feo58. Otro ejemplo de esto es la descripción que hace Adolfo
Couve de Angélica Bow, personaje de la novela Balneario:

Arriba, sobre el rompeolas, junto a la baranda, una mujer ya de sus


años, se refugia en una sombrilla que la sumerge en una atmósfera
propia, suavizando las aristas y contrastes de su rostro. Participa del
verano sólo exhibiendo ese par de brazos desnudos, afilados, donde
el pellejo huelga disociado del resto. A las manos las protege el
complicado tejido de los guantes de hilo. (…)59.

58
Stein, Edith, Ser Finito y Eterno, Fondo de Cultura Económica, México, xxxx, pág 340.
59
Couve, Adolfo, Balneario, Ed. planeta, Chile; 1993, pág. 12.

74
La descripción de una vieja mujer decrépita y como una especie de fantasma de
una época pasada, está aquí, muy bien representada, lo que hace que la
descripción sea bella, aunque la mujer descrita no lo sea. Al menos no en cuanto
belleza material.

-o-o-o-

Junto a estas determinaciones esenciales podemos decir también que la belleza,


así como toda cosa que existe, se da en forma gratuita, es decir, aparece. Hay
una gratuidad de la belleza, que se busca por sí misma y no por otra cosa.
Cuando estamos en presencia de una obra de arte entendemos que ésta ha sido
creada para su contemplación. Cuando vemos Los Girasoles, por ejemplo, de van
Gogh, o Las lágrimas de San Pedro, del Greco, salta de inmediato su presencia
como gratuita. No tienen un para qué en un sentido utilitario; simplemente son
bellos y agradan.

Asimismo, si voy a un concierto, “porque estará Paul McCartney”, pareciera que


asisto también utilitariamente a dicho concierto. Si voy porque “veré a un famoso”,
diríamos que eso no tiene mucho que ver con la belleza. No es que no podamos
hacerlo, pero al actuar así pareciera que no contemplamos la gratuidad de la
música. Pero si uno va a un concierto de McCartney porque su música es bella, va
buscando el esplendor de esa música. De igual forma, la belleza de un paisaje o
una obra visual si es bella debería mostrarse a sí misma gratuitamente.

Podemos decir que cada cosa bella tiene su propio juego. Así como el juego tiene
sus propias reglas en el caso del niño que “domina” su pelota, lo bello tiene
también las suyas. De este modo, en el cuadro Persistencia de la memoria, Dalí
pinta unos relojes “blandos”, como derretidos. Y en el cuadro resultan
perfectamente adecuados. No son “poco creíbles”. Son gratuitamente así. Y
dentro de las “reglas del juego” de esta obra, no podrían ser de otra manera. Si así
ocurriera (que fueran de otra forma), sería “otro cuadro” 60.
60
Eso se aprecia también en el escritor James Joyce cuando experimenta con el tiempo en el
Ulises y en Finnegan´s Wake. Joyce experimenta en esas obras con el tiempo propio de la obra,
con la gratuidad que da la libertad del juego.
75
De igual forma, dicha obra bella congrega; es decir, al contemplarla, el esplendor
de su forma nos hace quedarnos “como adheridos” a ella de modo tal que el
tiempo como que se trasforma y podemos estar horas viéndola. Lo mismo ocurre
con una canción que nos gusta y somos capaces de escucharla una y otra vez. La
obra, se podría decir, posee su tiempo propio y en un cierto sentido, como señala
Gadamer, constituye una fiesta. Un tiempo que nos remite finalmente a nosotros
mismos, en cuanto al contemplar reconocemos algo de nosotros en dicha obra 61.
Pero esto nos acerca ya a señalar algunos elementos subjetivos de la belleza.

2.- ¿Cómo captamos que algo es bello? (Dimensión Subjetiva)

Si en lo bello podemos encontrar esas determinaciones objetivas que hemos


señalado en el punto anterior, no es menos cierto que también existen
determinaciones subjetivas de lo bello. ¿Cómo puede ocurrir esto? ¿Acaso es la
belleza contradictoria? Nada de eso. Lo que ocurre es lo siguiente: una cosa es
que algo sea bello y otra muy distinta, la percepción de esa belleza.

La dimensión subjetiva se refiere, entonces, al modo en que la belleza objetiva es


contemplada por un sujeto. Y eso ocurre solo en el horizonte personal. Es decir,
en la vida presente, solo las personas humanas pueden captar la belleza. Parece
que sucede así porque es cierto que la belleza se ve, pero se ve con ojos
humanos. Es cierto que la belleza se oye (en el caso de la música), pero se oye
con oídos humanos. Es decir, la belleza se capta primeramente en la experiencia y
por los sentidos, pero no se agota en ellos, ya que “exige” el concurso de la
inteligencia para contemplar experiencialmente lo bello 62. El conocimiento de una
cosa bella se experimenta en un golpe de vista y, en el transcurso de esa
experiencia se es capaz de ver aquello que realmente hay en ella, esa luz que
entre oscuridades emana de su propio ser, pero al modo de una resonancia de
61
Ver Gadamer, HG, Actualidad de lo bello.
62
Si la contemplación de la belleza fuera obra solo de los sentidos, entonces un águila
contemplaría mil veces mejor la realidad bella de un paisaje, puesto que su vista es
incomparablemente mejor que la nuestra. Y un murciélago escucharía mil veces mejor la música
porque su oído es mucho más avezado que el nuestro. Pero las cosas no ocurren así.
76
esas cosas en el interior del sujeto que tiene esa determinada visión. Ese
esplendor y perplejidad de lo que es el mundo y de lo que somos, expresa de
manera sensible y concreta una especie de acercamiento a lo que de propio
tenemos y tienen las cosas y otras personas, esto es, conocemos las cosas y a
nosotros mismos más profundamente.

¿Cuándo y cómo se produce esta experiencia estética que nos permite captar la
belleza? Al toparnos con una cosa o persona que posea una belleza inusual, nos
pueden suceder varias cosas. Entre ellas, que nuestra conciencia entre en un
estado distinto al habitual, al del mundo cotidiano. Distinto al mundo donde
pagamos cuentas, barremos el patio o caminamos con paso apresurado para
llegar a un cierto destino laboral. Ese mundo se denomina prosaico. Lo prosaico
se detiene por un momento y nos ocurre que cambiamos de actitud. Hace su
aparición una actitud estética propia de la nueva experiencia que estamos
viviendo. El filósofo polaco Roman Ingarden dice que en este cambio de actitud
“neutralizamos” el mundo prosaico y comienza un proceso que nos llevará a
contemplar la realidad como un objeto estético. Osvaldo Lira señala que estamos
en lo episódico ante lo cotidiano, lo perfecto y destacado ante lo común y
adocenado63.

Lo anterior parece un poco complejo. Pero podemos hacer el intento de aclararlo.


Por ejemplo, cuando uno contempla un paisaje bello es la inteligencia la que
“arma” el paisaje. La belleza es en este caso, relativa. Pero relativa a lo que se
contempla y no a cualquier cosa. Lira señalaba que el paisaje es una selección
operada por el espectador. Podríamos decir que existen cerros, ríos y árboles,
pero no paisaje. Ello quiere decir que hay “paisaje bello”, cuando hay un
espectador que contempla desde un cierto punto de vista la realidad que tiene al
frente y se da cuenta de su hermosura. En este caso hablamos de belleza
estética.

Esto, claro, es distinto a pensar que no existan cosas ni bellas ni feas o que todo
dependa sólo del punto de vista del que contempla. En el caso de la belleza
63
Lira Osvaldo, De Santo Tomás…, op cit pag, 84.

77
estética, como lo es la contemplación del paisaje, el espectador tiene mucho que
decir. El espectador podríamos afirmar que de alguna forma “juega el juego de lo
contemplado” y en cierta medida “forma parte del juego”, es decir que con el
paisaje contemplado “juegan” juntos. Pero para poder jugar estéticamente es
necesario que haya algo en la realidad contemplada que le permita jugar.

Claramente, es la realidad la que “permite” que algo sea bello o feo. La dimensión
subjetiva de la belleza no anula la dimensión objetiva, más bien la presupone. Solo
podemos tener “deleite” si hay algo objetivo que permite ese deleite y que, más
aún, nos llama.

¿Cómo se produce ese deleite? En un primer momento, interrumpimos el curso


“natural” de nuestra vida ordinaria, ello producto de una emoción preliminar
provocada por una forma, un sonido o una bella melodía. Quedamos como
suspendidos, asombrados, deslumbrados. Pero luego, este asombro produce un
estado emocional de insatisfacción y deseo que quiere ser saciado. En este punto,
el objeto bello reclama una respuesta afectiva de nuestra parte. Finalmente, la
última fase de la experiencia estética supone primero un mirar casi pasivo, o mejor
aún, una pacificación de la conciencia seguida de una respuesta activa al valor de
lo bello. Ingarden señala que eso ocurre cuando hay un reconocimiento del valor
estético que posee una cosa bella, un complacerse en él, un extasiarse, un
admirarse.

Ahora bien, la belleza muchas veces no puede ser contemplada porque no


estamos ubicados en el ángulo adecuado para contemplar. El ángulo de visión
hace que, a veces, dos personas contemplen de distinta forma la belleza de un
paisaje. O que alguno diga que la vista es bella y otro no. Por ejemplo, si alguien
vive en un edificio en el octavo piso y la visión de sus ojos no es buena, no podrá
contemplar la belleza visual en plenitud. Y dirá algo así: “me parece que es bello lo
que veo, pero no alcanzo a distinguir bien”. Y otro cuya visión es buena dirá: “¡La
vista es espectacular!” Y quizá otro que tenga problemas de vértigo dirá: “No tolero
las vistas de altura, no me gustan”. Pero en todos estos casos lo que uno puede
afirmar es que en esos cerros y vistas que están al frente existen las condiciones
78
objetivas para considerarlo bello. Que las personas puedan encontrarlo bello o no
es otro tema.

Asimismo, distintas culturas pueden contemplar la belleza también bajo diferentes


ángulos. Una puede detenerse en ciertas formas musicales y otra, en unas
distintas. Algunas apreciarán el esplendor de la forma de la música clásica, por
ejemplo y otras apreciarán la belleza contenida en la música rock. Si están bien
logradas, ambas formas de música serán bellas. Pero lo claro es que la música,
como tal, si es buena, moverá siempre a la contemplación. Al respecto, Platón
decía que la música es la parte principal de la educación, porque el ritmo y la
armonía son especialmente aptos para llegar a lo más hondo del alma,
impresionarla fuertemente y embellecerla por la gracia que le es propia.64
Aristóteles tampoco estaba ajeno a esta dimensión de la música. En efecto,
Aristóteles, al igual que Platón, pensaba que la música debe ser incluida en la
educación, porque la música puede procurar cierta cualidad del ánimo y si puede
hacer esto es evidente que se debe aplicar y educar en ella a los jóvenes. El
estudio de la música se adapta a la naturaleza juvenil, ya que los jóvenes, por su
edad, no soportan de buen grado nada que esté falto de placer, y la música es,
por naturaleza, una de las cosas placenteras65.

Por otra parte –y a propósito de lo señalado por Platón y Aristóteles–, la


contemplación no sólo de la música sino de la belleza en general, en un cierto
sentido, se puede educar. Es decir, para apreciar, no conceptualmente (hay que
decirlo una vez más), sino en un golpe de vista lo que es bello, es necesario que la
persona desarrolle un hábito, esto es, que aprenda a disponer su alma para mirar,
ya no con los ojos solamente, sino también con lo que el mismo Platón
denominara “el ojo del alma”. De allí que, para apreciar la poesía, por ejemplo, se
necesita ante todo leer mucha poesía. Y cuando el hábito (es decir, esa repetición
firme y constante) de leer poesía se ha hecho casi como una segunda naturaleza,
lo poético devela sus secretos y la persona puede gustar de ella 66.

64
Platón, La República, 402d-e
65
Aristóteles, Política, 1340b.

79
3.- Belleza, cultura y por qué la belleza importa

La belleza forma parte de nuestras experiencias cotidianas. Sin embargo, uno


puede preguntarse si acaso la belleza tiene de verdad alguna importancia o si
podríamos vivir sin belleza y tal vez nuestra vida continuara sin ningún sobresalto.
Desde luego, –nos dice la vida de cada día– parece no haber persona, a no ser un
caso excepcional, que no haya experimentado de alguna forma la belleza. Así
como el bien, que es plenitud de ser, o la verdad. Aún más, la belleza, pareciera
que es como la expresión visible del bien. A este respecto escribe Platón: “La
potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello”67. El bien se ha
refugiado en la belleza porque la plenitud del bien “necesita” también relucir. De
ahí la estrecha relación entre el bien y la belleza en nuestras vidas. Y entre la ética
y la estética. Por eso, los griegos acuñaron la expresión kalokagathia, que significa
lo bello-bueno, así, en una sola palabra. La ética apunta a la plenitud del bien
como fin último y dicho bien pleno no puede sino tener un esplendor de la forma.
Tomás de Aquino expresaba que el bien y lo bello se convierten, es decir, que son
la misma realidad considerada desde una perspectiva diferente.

Luego, parece que la belleza importa. Con ella se amplían las alegrías y
encontramos consuelo a nuestras penas y dolores, dice Roger Scruton. Es más,
una vida sin belleza es como una especie de tierra estéril en la cual no crece
nada, solo la muerte eterna. Los dolores permanecen y no hay redención posible.
Expresar esto era, por otra parte, la intención de un poeta como TS Eliot, quien
precisamente en su libro, La Tierra Baldía, comienza así su poema: Abril es el
mes más cruel/nacen lilas de la tierra muerta. En una tierra estéril, solo pueden
nacer las flores de los muertos. Pero cuando hay belleza en nuestras vidas es

66
Si alguien quiere detenerse con más profundidad en las determinaciones objetivas y subjetivas
de la belleza puede leer:
Lira Osvaldo, De Santo Tomás a Velázquez, pasando por Lope de Vega.
Maritain Jacques, Arte y Escolástica
Maritain Jacques, La Intuición Creadora
Ingarden Roman, xxxx
67
Ver Carta a los Artistas. De Juan Pablo II.

80
como si siempre estuviésemos en nuestro hogar. Habitamos el mundo de buena
forma, somos más plenos.

En este sentido, la cultura ayuda a la percepción de la belleza. La cultura, como


sabemos, implica cultivo; el cultivo del propio ser humano. Y ese cultivo también
involucra, como decía el poeta Píndaro, “llegar a ser el que somos”. Se llega a
desarrollar paulatinamente lo que uno es cuando nos cultivamos. Nos
autoperfeccionamos a través de la cultura. Habitamos el mundo de manera
distinta, entonces, cuando nos cultivamos en el bien, en la verdad –sobre todo en
la verdad acerca del hombre– y en la belleza.

Habitar en la verdad acerca del hombre implica detenerse en la condición humana


y esta puede ser expresada a través de la belleza. Una buena novela o un buen
film pueden, a veces, entregar más sobre lo que somos que una fría reflexión
antropológica. Incluso más, es un acercamiento a nuestra condición humana, con
todas sus luces, pero también con sus sombras. Nos aproximamos, así, por
ejemplo, a nuestro ser personal, y podemos contemplar nuestras debilidades,
nuestros dolores o sufrimientos. La experiencia vívida de los sentimientos
contradictorios del corazón humano, como alguna vez señaló el escritor William
Faulkner. Un ejemplo de esto lo constituye el film El ladrón de Bicicletas, película
del neorrealismo italiano filmada después de la Segunda guerra Mundial en 1948 y
dirigida por Vittorio de Sica. En ella se cuenta la historia de Antonio y Bruno, un
hombre pobre y su hijo. Antonio compra con mucho sacrificio una bicicleta y esta
le es robada. El hombre sale desesperado a tratar de solucionar su problema junto
a su pequeño hijo. Pronto no se le ocurre mejor idea que robar él también una
bicicleta para poder trabajar. Este film nos invita a pensar sobre los dolores que
afectan a las personas, sobre el bien y el mal y sobre cómo una persona se las
tiene que ver con ellos. Ambos personajes, el padre y el niño logran calar hondo
en el espectador y uno no deja de mirarlos empáticamente. Otro ejemplo que
podemos encontrar corresponde al film El niño del piyama a rayas. En él se
muestra la dignidad de la persona humana expresada en los dos niños, el
prisionero y el hijo del carcelero. En este film se despliega, por una parte, la

81
insensatez de los hombres y, por otra, la solidaridad. Ambos films relucen y su
belleza sobrecoge.

Por otra parte, en ese habitar en la belleza, el hombre culto (decimos culto y no
erudito68), comprende también que la persona humana se supera infinitamente a sí
misma.69 Es decir, tiene un sentido y es capaz de buscarlo. Hay un sentido del
hombre que está más allá de uno mismo y en el cual cobra significado toda
auténtica cultura. Desde luego, el hombre culto sabe que no puede reducir al
mundo y a sí mismo a una mera fórmula. La persona humana, cuando se
comprende no cuantificable, sabe que es más que su naturaleza física. Y, sin
embargo, no puede manifestar esto sino a través de su corporalidad. Allí la belleza
juega un papel insustituible. Nadie dice, por ejemplo, “esto es bello 4,2 y esto otro
es bello 5,3”. La belleza no es cuantificable y por eso pertenece al mundo del
espíritu. Pero no tiene otra forma para comenzar a manifestarse que a través de
los sentidos. Si nos damos cuenta de que la belleza es espiritual y que todo lo
espiritual es no cuantificable, podemos entrever que algo en nosotros no
pertenece al orden de lo material y caduco, algo en nosotros nos hace presagiar
que la expresión de Gabriel Marcel: ¡Tú no morirás!, es real.

La belleza importa, pues al contemplarla experimentamos nuestro ser propio. Si la


persona se manifiesta a través de sus actos y acciones, podríamos decir que a
través de la contemplación de la belleza nos manifestamos de una manera notable
como las personas que somos.

4.- Desafíos actuales: La recuperación de lo bello-bueno y algo más.

68
El hombre culto es el que se ha cultivado a sí mismo, ha inspeccionado su espíritu y habita el
mundo de mejor manera. No es el “erudito”, el que sabe poco de muchas cosas, ni el “especialista”,
el que sabe mucho de pocas cosas.

69
El hombre supera infinitamente al hombre, decía Pascal.

82
La belleza importa, pero a veces, no lo consideramos así y la relación que
tenemos con ella se vuelve problemática. Si esto sucede, el camino que hemos
delineado en las páginas anteriores es constantemente puesto en duda. De hecho,
pareciera que hoy culturalmente existiese más bien un culto a la fealdad. Esto
pasa no solo en las representaciones artísticas, sino también en nuestras acciones
de la vida cotidiana, que se han vuelto cada vez más vulgares.

Asimismo, cuando nos desentendemos de la belleza, importa más poseer que


contemplar. La vida deja de ser buena y solo interesa lo útil, lo que sirve para algo
y no lo gratuito. Roger Scruton, en su documental Por qué la belleza importa,
muestra esos mega edificios de Londres que han sido hechos de forma utilitaria.
Son tan gigantescos y realizados sin ningún gusto que la gente los abandonó. No
tienen integridad (en ellos parece que todo sobrara) y no tienen proporción
conveniente. No están hechos a escala humana y no tienen esplendor de la forma.
Solo una masa de concreto. La gente los abandonó porque no reconoce en ellos
un hogar. Scruton dice, además: la gente los abandonó porque son horribles. No
tienen armonía y nada en ellos es gratuito. A diferencia de los ornamentos que
decoran algunas casas de barrios construidos al ritmo de la vida de las personas.
Dichos adornos son perfectamente inútiles y, por lo mismo, relucen. Scruton nos
recuerda al respecto una frase de Oscar Wilde: nada es más inútil que la belleza.
Pero paradojalmente, dichos edificios construidos por pura utilidad pronto llegan a
ser inútiles. Cómo no recordar, por contraste, la obra del arquitecto chileno
Luciano Kulczewski, quien construyera, entre otros, el Colegio de Arquitectos de
Chile, la Piscina Escolar de la Universidad de Chile, el acceso al funicular del cerro
San Cristóbal o la Casa de los Torreones en el barrio Lastarria. Todas estas
construcciones se integraron al entorno y fomentaron la singularidad bella y la vida
en comunidad.

Un primer desafío, entonces, parece ser el de no olvidarnos de la belleza, no dejar


que desaparezca de nuestras vidas. Hoy, en ciertos ambientes culturales la
belleza ya no interesa. Cuando se pierde la belleza pensamos que solo desde
nosotros mismos podemos hablar de estética y de lo bello. Cortamos todo lazo

83
con la realidad y lo que queda es una especie de solipsismo, es decir, una especie
de falsa belleza encerrada en nuestras cabezas y ya no somos capaces de
contemplar lo real. Si esto sucede, no es extraño entonces que la apreciación de
lo bello se pierda en un sin sentido que quede relegado al gusto meramente
subjetivo. Creemos, si miramos así las cosas, que nadie puede decir si algo es
bello o no lo es. Pensamos que sobre gustos no hay nada escrito y que jamás
podremos ponernos de acuerdo. La palabra belleza empieza, entonces, a sobrar.
Si la belleza queda fuera del campo de palabras que la cultura puede pronunciar,
unido esto a la desesperación de sentir que se vive en un permanente
desasosiego producido por la relativización de todo, (siempre pensando que en el
mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal
con que se mira, como expresa Ramón de Campoamor), se deja de escuchar la
voz del ser, de contemplar su corazón y alma, como decía Hildebrand.

Mantenernos en este modo de mirar nos lleva a cortar la relación entre lo bello y lo
bueno y no nos permite abrirnos a la realidad de los otros. Vivimos, entonces,
como señalamos, encerrados en nosotros mismos. La pérdida del sentido de la
belleza y del arte no implica sólo el habitar un mundo más frío y gris. De alguna
forma, a través de los años, ha significado la manifestación concreta de un
desgarro espiritual y una sensación de esterilidad y orfandad que no sanan hasta
nuestros días.

El desafío es patente: es necesario volver a integrar la ética y la estética y


comprender que la ética, si es realmente ética, debe relucir. Debe ser bella. Y lo
bello-bueno nos puede ayudar a tener una vida buena 70. Si la belleza está
presente en nuestras vidas, comprendemos que las virtudes morales nos son
necesarias; no para hacer de nosotros alguien que viva fríamente en una especie
de rigorista y falso bien, sino porque son un camino para alcanzar la felicidad. La
felicidad implica también una forma de habitar el mundo tendiendo a la plenitud de
ser (el auténtico bien). Plenitud que implica también saborear ese bien. La
70
En este sentido, el filósofo español Rafael Alvira expresa: La separación radical de ética y
estética, que cierta modernidad ha realizado al radicalizar la moral kantiana, ha dado al traste con
la moral misma., “Sobre la finura del Espíritu”, aparecido en Revista Universitaria, UC, Santiago,
1988.
84
felicidad no puede ser un momento en que solo seamos éticos, sino también que
esa ética reluzca. Que sea bella. En este sentido, Aristóteles consideraba que la
felicidad era Eudaimonía, es decir estar en posesión de un buen espíritu. Un
espíritu bello.

Recuperar el sentido de lo bello-bueno implica, además, un segundo desafío:


reconocer que la belleza se capta desde distintos ángulos. Como dijimos más
arriba, cada cultura puede reconocer distintos aspectos de la belleza. Alguna se
detendrá en un tipo de música y otras en alguno diferente. Algunas, por haber
desarrollado más la conciencia moral, podrá detenerse en la belleza de la dignidad
humana y podrá comunicarlo a otras culturas. Como dato, sería interesante
reconocer la correlación polifónica entre las culturas, es decir, que entre todas
aporten para una buena vida en común. Ello llevaría también a reconocer que la
contemplación de la belleza es un acto propio de la comunidad, en tanto que al
contemplar participamos todos de ella y estamos como congregados por lo que
nos sale al encuentro. Como señaláramos más arriba, a la contemplación de lo
bello Gadamer lo llama una fiesta. Al celebrar una fiesta, dice, la fiesta está
siempre y en todo momento ahí. Tiene su tiempo propio en el que todos
participamos. Cuando varios vemos un cuadro especial, como Las Meninas de
Velázquez, pasa eso. Dejamos que la belleza nos inunde a todos y como que
olvidamos la noción del tiempo. En este sentido, podemos decir que al contemplar
la belleza “perdemos el tiempo”, el tiempo utilitario que nos indica que todo debe
ser cronometrado y provisto de utilidad. Ganamos, sin embargo, el tiempo gratuito,
el tiempo al que no le falta ni le sobra nada. Esto, que debe ser conquistado, es
todo lo contrario al tiempo del tedio. Cuando estamos aburridos, el tiempo pasa
inexorable, pero lento. Es un tiempo vacío. Nada nos conmueve. Este segundo
desafío, si se logra superar, puede ser un gran antídoto contra el aburrimiento.

Finalmente, existe un tercer desafío. Es el desafío de comprender y ver la belleza


que irradiamos los seres humanos y la belleza a la que aspiramos. Quizá sea éste
el más importante: si la belleza otorga consuelo a nuestros dolores, también no es
menos cierto que la belleza es como un dardo lanzado a nuestro ser. La belleza

85
hiere porque nos hace contemplar la realidad de nuestra condición humana y
aparece como una nostalgia de lo que podemos llegar a ser y que aún no somos;
de querer estar “de vuelta en nuestro hogar” y algo más. Decimos nostalgia,
porque en algún sentido nos sentimos como viajeros permanentes que vamos de
vuelta a casa. En casa estamos “completos”.

La nostalgia que produce la belleza ya estaba presente en la reflexión que Platón


realiza sobre la misma. Joseph Ratzinger nos recuerda que Platón consideraba el
encuentro con la belleza como esa sacudida emotiva y saludable que permite al
hombre salir de sí mismo, lo «entusiasma» atrayéndolo hacia otro distinto de él.
(…) Recuerdo y nostalgia lo inducen a la búsqueda, y la belleza lo arranca del
acomodamiento cotidiano. Le hace sufrir. Podríamos decir, en sentido platónico,
que el dardo de la nostalgia lo hiere y justamente de este modo le da alas y lo
atrae hacia lo alto. (…) Sin embargo, el, alma no consigue expresar este algo
distinto, «tiene sólo una vaga percepción de lo que realmente anhela y habla de
ello como de un enigma»71.

Este enigma implica, entonces, y aquí está el centro de este desafío, un reconocer
que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio
de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no
ignorándolo.72

No ignorar el dolor y el sufrimiento propio de nuestra vida nos hace reconocer


también que todos los seres humanos somos redimibles, queribles. El hombre,
entonces, en el bello aparecer de lo real percibe en su interior una presencia no
cuantificable y poderosa: el amor. En esta experiencia entendemos que nadie está
perdido por completo. No somos robots ni fríos seres aislados. Somos personas
viviendo en comunidad, con todas nuestras miserias, pero también nuestras

71
Card.Joseph Ratzinger, La Contemplación de la Belleza. Mensaje enviado por el Cardenal
Ratzinger a los participantes en el Meeting de Rimini Italia, celebrado del 24 al 30 de agosto del
2002. Tomado de www.corazones.org
72
Idem.

86
grandezas. Y en este reconocimiento relucimos, nos damos cuenta de nuestra
belleza y de la belleza de las cosas.

Si no ignoramos el dolor y el sufrimiento, nos reconocemos a nosotros mismos de


manera muy concreta. Lo que ocurre es que la belleza es también una vía para
alcanzar la plenitud, una plenitud también muy directa que no se desentiende de
los dolores de la vida. Al respecto, Gadamer señalaba que la belleza por muy
inesperadamente que pueda salirnos al encuentro, es una suerte de garantía de
que, en medio de todo el caos de lo real, en medio de todas sus imperfecciones,
sus maldades, en medio de sus fatales embrollos, la verdad no está en una lejanía
inalcanzable, sino que nos sale al encuentro 73.

La verdad y el bien nos salen al encuentro en la belleza y a pesar de todo lo dicho


en estas páginas, ella continúa siendo, en gran medida, un misterio. El poeta
Rainer María Rilke, en un poema largo que se llama Las Elegías del Duino,
analiza la condición humana (lo escribió entre las dos guerras mundiales del siglo
XX). Allí canta a la belleza como el último paso de lo terrible que aún somos
capaces de soportar/Lo que admiramos porque serenamente desdeña
destrozarnos. Eso que Rilke ha visto, una grandeza que supera y conmueve y que
podría despedazarnos en un instante, no puede decirse totalmente con voz
humana. La belleza en ciertos momentos parece terrible, porque hiere, pero
asimismo y quizá porque hiere, nos impulsa. Al respecto sería conveniente no
olvidar lo expresado por Dostoievski a propósito de la Belleza Total, la
Completamente Trasparente: la belleza salvará al mundo.

La auténtica belleza, porque hiere, nos abre a la realidad de otros como yo, es
decir, la realidad de otros seres humanos Nos hace reconocernos también como
seres sociales, cuando estamos congregados y celebrando una bella obra. Somos
seres sociales, nos dice Aristóteles, entre otras cosas porque poseemos la
palabra. A diferencia de otros animales que tienen voz para expresar el dolor y el
placer y comunicarla a otros, la persona humana tiene la palabra. La palabra
existe para expresar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y
73
Gadamer, H G, Actualidad de lo bello, op cit, pág XX

87
esto es lo propio de los humanos frente a los otros animales: poseer de modo
exclusivo el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás
apreciaciones. La participación comunitaria en estas funda la casa familiar y la
comunidad74. La palabra existe para esto y cuando lo expresa bellamente, por
ejemplo, en un poema, nuestro carácter social reluce.

Finalmente, convengamos que esta apreciación bella de nosotros como seres


sociales aparece en una visión. Una visión en que la belleza nos indica el sentido
profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos
obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano 75.

Si la belleza implica una visión, es necesario, en algún sentido hacernos videntes.


Para que podamos ver. No por casualidad, el poeta Rimbaud decía que el hombre
que quiere ser poeta necesita hacerse vidente. Juan Pablo II comprende el sentido
pleno de estas palabras cuando en Tríptico Romano habla al modo poético. Lo
que allí dice, lo dice con imágenes e invoca a los videntes de la belleza de todos
los tiempos. En el apartado II, “Meditaciones sobre el Libro del Génesis, en el
Umbral de la Capilla Sixtina”, canta:

Él, que creó, vio –vio que “todo era bueno”,


Vio con visión distinta a la nuestra,
Él -El primer Vidente-.
Vio, hallaba en todo alguna huella de su Ser, de su plenitud-.
Desnudo y transparente-
Verdadero, bueno y bello-.
(…)
Porque Él que “creó” vio que era “bueno”
“Vio”
Entonces el Libro esperaba el fruto de la “visión”
Y tú, hombre, que también ves, ven.
Os invoco “videntes” de todos los tiempos.
¡Te invoco Miguel Angel!

74
Aristóteles, La Política
75
Benedicto XVI, Carta a los Artistas.

88
Segunda Parte

Hacia una Ética de las Virtudes

89
Capítulo 5

Ley Natural y Voluntad

Federico García Larraín

1.- Introducción. La Ley de las Cosas

Podemos observar que en mundo natural los diversos objetos se mueven de


acuerdo a ciertas regularidades que llamamos leyes, que resultan en un orden en
el mundo que podemos comprender. El movimiento puede ser una simple
traslación, un cambio de lugar, o puede ser también el paso de un estado a otro
distinto. Cada cosa se mueve según lo que es: los objetos inertes se mueven
porque son movidos por fuerzas externas a ellos que sobre ellos actúan, así, la
fuerza de gravedad mueve a los astros que giran en órbita unos alrededor de
otros, el calor del sol calienta el agua que asciende como vapor, el viento empuja
a las nubes, y así. Los seres vivos, a diferencia de los seres inertes, se mueven
por sí mismos. Algunos, como los vegetales, tienen un movimiento limitado,
pueden realizar acciones de crecimiento, nutrición y reproducción. Los animales,
en cambio, tienen un rango y capacidad de movimiento más amplio. En ambos
casos el movimiento nace del ser que se mueve y no es causado por una fuerza
externa a él. El movimiento de los seres vivos se dirige a lo que es bueno para
ellos o, a la inversa, se aleja de lo que les hace daño.

Así, las plantas buscan la humedad y el sol, los animales buscan su alimento y
huyen de sus depredadores. Desde que nacen y con el pasar del tiempo, tanto
plantas como animales, crecen y se desarrollan físicamente, alcanzando un
estado que podemos llamar completo, perfecto o pleno. Este movimiento y
crecimiento del ser vivo muestra que éste tiene un dinamismo propio, interno, que
lo dirige hacia lo que lo completa o, dicho de otro modo, hacia lo que le hace bien.

90
En este capítulo, intentaremos ver en que consiste la ley natural de las cosas y en
particular la ley natural humana, de modo que aparezca el dinamismo propio de la
persona humana como base de la Ética.

2.- Bien y Finalidad

El bien de algo viene dado por su fin propio, propósito o función. La noción de
finalidad es la que permite evaluar algo como bueno o malo, como beneficioso o
dañino. Así, por ejemplo, un reloj tiene como finalidad indicar la hora. Un reloj será
un buen reloj si indica la hora con precisión, no se atrasa ni se adelanta. Un reloj
malo es uno que se atrasa o es demasiado grande o pesado para ser llevado
cómodamente, etcétera. Aquello que hace que el reloj deje de dar la hora, como
sumergirlo bajo el agua o golpearlo, es lo que llamamos malo para el reloj: le hace
mal, hace que sea un reloj malo. Podemos considerar otro ejemplo para
comprender mejor: un cuchillo tiene como fin poder cortar, por lo mismo, un buen
cuchillo tiene una hoja firme, un filo agudo, un mango cómodo. Es bueno para el
cuchillo, le hace bien, ser afilado con frecuencia y aceitado. Es malo para el
cuchillo ser golpeado contra el suelo, porque pierde su función, se transforma en
un mal cuchillo.

El fin, la función, de una cosa viene dada por su forma de ser propia, por su
estructura, por su esencia y naturaleza. En el caso de un artefacto, su fin y su
naturaleza son fáciles de determinar, porque está hecho por el hombre que al
diseñarlo y construirlo le da una función. En el caso de los seres vivos es más
difícil, pero en ellos se puede observar una estructura que es indicativa de su
función y, por lo mismo, de lo que les hace bien y de lo que les hace mal.

Podemos considerar varios ejemplos. Una rana es un animal con la piel húmeda y
permeable, con los ojos y los orificios nasales situados en la parte alta de la
cabeza y membranas entre los dedos de las patas traseras. Por esto, podemos
concluir que la rana es un animal acuático, que estar en el agua le hace bien y que

91
estar mucho tiempo fuera del agua le hace mal. La rana, por su parte,
naturalmente tiende a buscar el agua: ahí puede desenvolverse como rana. Algo
parecido puede observarse en un pato: el pato tiene membranas entre los dedos
de sus patas y tiene el plumaje aceitoso, es un ave acuática y estar en el agua es
bueno para él. Para una gallina, en cambio, caer dentro de una laguna no es
bueno, la gallina no puede vivir su vida (buscar su alimento, encontrar refugio,
reproducirse, cuidar sus crías...) en un ambiente acuático. Un cóndor es un ave
con grandes alas: si vuela libre entre las altas cumbres cordilleranas está
cumpliendo su función, es pleno, si está encerrado en una jaula no cumple su
función y está frustrado. Un león es un depredador, para realizar su actividad
propia, que es la caza, necesita dientes y garras. Si las tiene, podemos decir que
es un buen ejemplar de su especie, un buen ejemplar de león. Un león que es
exitoso en la caza es bueno como león, cumple su función, pero si pierde sus
dientes y garras, entonces ya no puede cumplir su función y por lo tanto fracasa
en su función propia: sin dientes ni garras un león no es un buen león. La
estructura de un ser vivo, en la medida en que se orienta a una función, determina
lo que le hace bien y lo que le hace mal, lo que le permite ser pleno o lo que lo
frustra.

En los seres vivos observamos otra cosa, además. No comienzan a existir en


estado pleno o perfecto, sino que con el paso del tiempo se desarrollan y alcanzan
su plenitud: el despliegue de todo lo que pueden llegar a ser. Una rana, por
ejemplo, comienza su existencia siendo un renacuajo, al que le crecen patas y
pierde la cola, hasta que llega a ser un ejemplar desarrollado –pleno– de su
especie. Un pato, al comienzo de su existencia no sabe volar, pero en la medida
en le crecen las plumas y las alas, llega a desarrollar todas sus potencialidades.

El movimiento de un vegetal o de un animal hacia su fin, hacia su plenitud, hacia lo


que le hace bien o hacia lo que le conviene según su especie, es propio, pero a la
vez es automático: está dado por el instinto y por el ambiente. Se podría decir que
existe una ley para las plantas y los animales que los lleva a realizar determinadas
acciones –como migrar en invierno, o buscar pareja en primavera– pero es una ley

92
que no pueden desobedecer, la siguen porque no pueden hacer otra cosa. Es una
ley propia que les viene dada por lo que son. Así, podríamos decir que es “ley”
para la rana vivir cerca del agua, de lo contrario se deshidrata y muere; es “ley”
para el león tener que cazar para comer, porque su sistema digestivo no puede
digerir plantas; es ley para el conejo excavar una madriguera, porque ahí está
protegido de sus depredadores, etcétera.

3.- Ley y Finalidad en el Ser Humano

Pero este tipo de consideraciones ¿se aplican al ser humano? El ser humano es
un ser más complejo que las plantas y los animales, pero vale la pena hacer el
esfuerzo de pensar qué es lo bueno para el ser humano en cuanto persona, si
acaso existe también una “ley” para él.

El ser humano también busca su bien. De hecho, todo el que toma una decisión,
todo el que hace algo, lo hace porque le parece bueno o, al menos, mejor que
cualquier curso de acción alternativo, o mejor que no hacer nada. El ser humano
se mueve a sí mismo y cuando se mueve se dirige hacia lo que le parece mejor.
Pero hay una diferencia entre el movimiento del ser humano y el movimiento de
los animales. El animal busca su bien de manera instintiva según su especie (y por
eso nunca se equivoca) pero el ser humano busca lo bueno de manera libre. Es
un movimiento mucho más propio, mucho más suyo, íntimo, que el movimiento de
los animales. Los animales pueden querer cosas (el ratón quiere el queso, por eso
lo busca; el gato quiere atrapar al ratón, por eso lo persigue), pero el querer animal
no puede ser de otra manera. Un ave migratoria, por ejemplo, no puede elegir
permanecer todo el año en el mismo lugar: llegado el invierno migra hacia un lugar
más cálido, porque no puede hacer, ni elegir, otra cosa. En todo caso, a un ave
migratoria le conviene migrar en cada temporada: en los distintos lugares
encontrará alimento y la temperatura adecuada, de no migrar, seguramente no
sobreviviría (en otras palabras, para un ave migratoria migrar es bueno, no hacerlo
es malo, y por eso migra y no puede elegir hacer, o querer, lo contrario).

93
Ahora bien, habiendo dicho que el ser humano es libre, vale la pena preguntarse
qué tan libre es realmente. La libertad es una de las características importantes
del ser humano, puesto que ahí, entre otras, se juega la diferencia entre el hombre
y el animal. Podemos afirmar que la libertad humana es algo real siguiendo varias
vías, pero, en primer lugar, nos haremos cargo de algunas objeciones. Es verdad
que existen leyes que limitan nuestra conducta, como la ley de tránsito, por
ejemplo. Sin embargo, estas leyes no anulan la libertad humana, puesto que
somos libres de desobedecerlas, o no, si queremos. Las leyes civiles o penales
condicionan la nuestra libertad, pero en ningún caso la eliminan; las leyes, en todo
caso, pueden limitar lo que hacemos, pero no lo que queremos. Observamos,
además, que el ser humano tiene impulsos, como el apetito por la comida, el
impulso de auto-conservación, el impulso sexual, etcétera. Algunos de estos
impulsos son muy fuertes y podría parecer que toman control de la persona,
limitando la libertad. Sin embargo, el ser humano es consciente de que tiene estos
impulsos y –si quiere– puede decidirse a resistirlos. Así, por ejemplo, una persona
que lleve varios días sin comer puede rechazar la comida que se le ofrece ya sea
por motivos políticos (si está en huelga de hambre) o religiosos (si está en un
período de ayuno) u otros motivos, aunque se le haga agua la boca. Un estudiante
al que se le cierran los ojos de cansancio puede decidir luchar contra el sueño
(yendo a tomar café o a refrescarse la cara) para poder seguir estudiando o
realizando otra actividad.

Por otra parte, se puede comprobar que el hombre es libre, entre otras cosas,
porque tiene historia. Cada especie animal sigue una conducta según su especie y
esa conducta es invariable: todos los años las cigüeñas y golondrinas migran en
invierno, las hormigas y las abejas se organizan y se han organizado de la misma
manera desde que existen –no hay revoluciones ni cambios sociales entre ellas,
etcétera. En cambio, el ser humano muestra, con la variedad de su conducta, que
no está determinado a actuar siempre de la misma manera. La variedad humana
se manifiesta también en sus obras, que pueden contrastarse con lo que hace el
animal: los zorzales hacen siempre el mismo tipo de nido, los conejos siempre han
cavado el mismo tipo de madriguera, los lobos y los leones siempre se han
94
alimentado de carne cruda, y así podrían citarse tantos otros ejemplos. El ser
humano, en cambio, no está determinado a hacer siempre lo mismo: cambia de
lugar, pero también puede permanecer en un mismo sitio por largos períodos,
puede cambiar el modo de construir su casa variando el estilo arquitectónico,
cambia su manera de vestir (puede seguir la moda o rechazarla), prepara sus
alimentos de infinitas maneras… Además, y esto no es menos importante, el ser
humano –cada uno de nosotros– tiene conciencia de su propia libertad, aunque
existan limitaciones a lo que se puede realizar.

La libertad, si bien es una de las características propias de lo humano, también


presenta un problema. Si la planta o el animal se dirigen hacia lo que es bueno
para ellos de manera invariable, el ser humano, si ha de alcanzar lo que es bueno
para él, ha de dirigirse hacia su bien por sí mismo. Por esto, la libertad implica la
posibilidad del error o del fracaso. Pero antes de entrar en esta materia de lleno
hay que aclarar en qué consiste el bien para el ser humano, cuál es la plenitud de
su naturaleza, de lo que propiamente es el ser humano.

4.- Plenitud de la Naturaleza Humana

Como notamos antes, el bien –la perfección, la plenitud– de algo es el


cumplimiento de su función propia, el ejercicio de sus capacidades, que viene
dado por lo que ese algo es, es decir, por su naturaleza. Bueno también es lo que
le ayuda a cumplir su función o a alcanzar su desarrollo. Por otra parte, el fracaso
de algo, su frustración, será que no llegue a cumplir su propósito. ¿Cuál es el fin,
el propósito del ser humano? Para contestar esa pregunta tendremos que fijarnos
en su naturaleza.

La cuestión es complicada, porque como el hombre es libre, puede proponerse


distintos fines y hacer distintas cosas, a diferencia de los animales. Podemos
notar, también, que si el animal se dirige principalmente a su propia supervivencia
y a la propagación de su especie (tanto es así que el ciclo vital de algunas

95
especies –como el salmón– termina una vez que se ha llevado a cabo la
reproducción), el ser humano se propone fines distintos a mera supervivencia y
reproducción. Dado que el hombre es libre, ¿será entonces que él mismo
determina lo que es bueno y lo que es malo para él, ya sea solo o en conjunto con
otros? (Esta es una de las tentaciones más antiguas de la humanidad.)

Esto puede ser examinado desde distintos puntos de vista. Para comenzar,
podemos notar que no todo modo de vivir, aunque una persona libremente lo
escoja para sí misma, implica que se alcance la plenitud o se llegue a ser todo lo
que se puede llegar a ser. Por ejemplo, si alguien eligiera libremente dedicar su
vida a beber y emborracharse, todos los días de la semana (teniendo los recursos
para hacerlo), no diríamos que esa persona está desarrollando todas sus
capacidades humanas, que está llegando a ser todo lo que puede llegar a ser,
aunque esté haciendo lo que quiere. Podemos decir que esa persona lo está
pasando bien, pero no que está creciendo o mejorando o desarrollándose como
persona.

Además, si lo bueno dependiera de la propia elección, si lo bueno fuera bueno


para uno sólo porque uno lo elige, al final todo daría lo mismo. Este razonamiento
no es inmediatamente obvio, y por lo mismo conviene darle una vuelta: si la
plenitud dependiera de lo que uno se propone, entonces cualquier acción o curso
de acción que uno eligiera sería tan bueno como cualquier otro que uno pudiera
elegir: uno y otro darían lo mismo. Pero la elección de nuestros cursos de acción
sigue otro cauce: no hacemos bueno lo que elegimos, sino que elegimos lo que
nos parece (lo que se nos presenta o aparece) como bueno o deseable. En
nuestras acciones buscamos razones para actuar, nuestros deseos se orientan a
una realidad, no la crean.

Otro elemento a considerar al respecto es la experiencia del arrepentimiento, tan


común, por lo demás. El arrepentimiento muestra que el ser humano no determina
lo que es bueno para él. Cuando una persona se arrepiente reconoce que lo que
en un momento le pareció bueno –por eso lo eligió– no era en realidad bueno y
por eso se arrepiente. El arrepentimiento, además, apunta a la voz de la
96
conciencia, mediante la cual, por decirlo de alguna manera, la persona es capaz
de mirarse a sí misma objetivamente, como desde fuera, y se juzga a sí misma.

Ahora bien, si la libertad individual no es la fuente de lo que es bueno para el ser


humano, sino que se orienta hacia ello, cabe preguntarse si lo bueno y lo malo no
dependerá de un consenso social. Es atractivo pensar esto, porque en las
diferentes sociedades y culturas observamos diferencias en las costumbres y en
las nociones de lo que significa una vida bien vivida (así, por ejemplo, en una
cultura guerrera, como la cultura de los antiguos germanos, se tenía por bueno
ganar honor en las batallas, mientras que en una sociedad mercantil, como la de
los Países Bajos en el siglo XVIII, se tenía por bueno dedicarse a ganar dinero
comerciando; en algunas culturas se realizan sacrificios humanos y en otras un
hombre puede casarse con varias mujeres a la vez). Ante tal diversidad de
costumbres puede surgir la duda de si acaso es posible contestar la pregunta
acerca de lo que es bueno para el ser humano, parece que cada cultura o
sociedad contesta esta pregunta de manera diferente; ante la diversidad de
pareceres, tanto individuales como sociales, es razonable preguntarse si existe un
estándar –o una ley– por el cual se puedan medir o evaluar a todas las personas,
es decir, si acaso existe algo bueno por naturaleza, una naturaleza humana.

A pesar de la dificultad que implica estudiar estas cosas, las dudas pueden ir
aclarándose de a poco. De hecho, precisamente la observación de las diferencias
entre las diversas sociedades y culturas fue lo que motivó a algunos pensadores
de la Grecia clásica a comenzar a pensar sobre estos temas y a buscar un
estándar, una medida, de lo bueno y lo malo que no fuera una convención social,
algo que fuese bueno por naturaleza.

Una primera observación al respecto, de muchas que pueden hacerse, es que las
sociedades, de manera análoga a los individuos, muchas veces cambian sus
prácticas o costumbres (a veces centenarias) porque les parece que estaban en el
error. Por ejemplo, un país que durante mucho tiempo se hubiera dedicado al
comercio de esclavos puede, después de deliberar sobre el tema, terminar con
esa práctica, como de hecho ha ocurrido en la historia. Cuando una sociedad
97
cambia de esa manera es porque reconoce su error y se ajusta a una regla o ley
superior a su propia costumbre: modifica su costumbre, la corrige, en base a una
regla superior. Observamos, además, que por debajo de todas las diferencias en
costumbres que puede haber entre las diferentes culturas, existen similitudes que
son más importantes que las diferencias. Por ejemplo, en todas las sociedades es
considerado bueno el respeto por los padres, decir la verdad, la fidelidad en el
matrimonio, la valentía en la defensa de la comunidad, etcétera; en todas las
sociedades es considerado malo ser mentiroso, cobarde, ladrón, etcétera, aunque
en la práctica, cada una de estas cosas pueda concretarse de manera distinta 76.
Esta observación de una cierta universalidad en los valores morales apunta a que
lo que es bueno o malo para el ser humano no es un producto de la convención
social, sino que tiene su origen en algo anterior a la convención (la naturaleza
humana).

La aceptación de una regla o ley universal que pueda aplicarse a todos los
hombres y sociedades no es algo que nazca a partir de teorías éticas, sino que es
parte de la experiencia de la humanidad. Fuentes antiguas, como la literatura y la
filosofía de la Grecia Clásica, o la filosofía estoica atestiguan esto. La tragedia
Antígona del dramaturgo griego Sófocles es uno de los ejemplos más citados: en
ella, la protagonista cumple el deber de sepultar a los muertos aun en contra de
las leyes de la ciudad, porque este deber está sobre el decreto de cualquier
autoridad humana. En el mundo moderno, un momento en que esta noción se
hace particularmente evidente es en los juicios a los jerarcas del régimen nacional
socialista alemán (nazi): los crímenes cometidos por los nazis, que con razón
horrorizaron al mundo, no contravinieron las leyes vigentes de los territorios en
que fueron cometidos. Los jerarcas nazis tuvieron que ser juzgados por una ley
superior a las leyes de cualquier Estado. La idea contemporánea de los Derechos
Humanos se sustenta en la aceptación de una ley universal que todos los hombres
pueden conocer y deben aceptar. Por lo demás, la experiencia personal de cada
76
C.S. Lewis, al final de su interesante libro La Abolición del Hombre recoge enseñanzas morales
de diferentes culturas –egipcia, romana, hebrea, griega, nórdica, china, india– muy distintas entre
sí y distantes en el espacio y el tiempo y encuentra que todas coinciden en lo fundamental: el valor
de la verdad, el respeto a los padres, el repudio a la cobardía, a la infidelidad, a la mentira, al robo
y al asesinato, entre otras cosas.
98
uno es que cuando se comete una injusticia en contra de uno –por ejemplo,
alguien nos hace una promesa y luego no la cumple– eso se experimenta como
una transgresión a una norma universal y no a una regla de nuestra sociedad o a
nuestro propio gusto o conveniencia.

5.- La ley natural (o de la naturaleza humana) como el principio rector de lo


bueno y de lo malo

Ahora bien, si la conducta humana no ha de regirse sólo por el querer de cada


uno, ni tampoco sólo por lo que indican las costumbres y leyes de la sociedad en
que se vive ¿cuál ha de ser el principio rector de la conducta humana? o, en otras
palabras, ¿cuál es la fuente o fundamento de lo bueno y lo malo para la persona?
Esto nos lleva la pregunta por el fin del hombre y por su naturaleza. Si lo bueno y
lo malo dependen de lo que es el ser humano, de su naturaleza, podemos llamar a
la fuente de lo bueno y lo malo, al principio que ha de regir la conducta humana,
“ley natural” o “ley” de la naturaleza humana.

Para entender esto hay que describir en qué consiste lo propio del ser humano, su
naturaleza. Por razones de espacio, esto no puede hacerse aquí de manera
exhaustiva, pero podemos delinear algunos aspectos fundamentales que facilitan
su comprensión. En primer lugar, tenemos que hacernos cargo de que las
palabras “naturaleza” y “natural”. En el lenguaje habitual, naturaleza puede
significar cómo una cosa es, o también lo que ocurre de manera espontánea, o lo
que ocurre o se da más comúnmente dentro de un conjunto de cosas. También se
usa como un término opuesto a lo hecho por el hombre (lo artificial) o a lo que es
forzado o hecho de manera obligada o forzosa. Cuando hablamos de naturaleza
para referirnos a la naturaleza humana no nos referimos a lo que el ser humano
hace espontáneamente, porque eso podría ser cualquier cosa. Tampoco a lo que
ocurre con más frecuencia entre los seres humanos, por la misma razón. Cuando
hablamos de naturaleza desde un punto de vista filosófico o moral, nos referimos a
lo más propio de un ser, según el tipo, o especie, de ser que es. Tomemos, como

99
ejemplo, la semilla de un árbol, como podría ser el piñón de una araucaria. Un
inmenso número de los piñones que produce una araucaria son devorados por
animales, ni siquiera llegan a germinar. Se podría decir que es natural, en sentido
estadístico, que un piñón sea devorado por un roedor, pero la estructura interna
del piñón, su dinamismo propio, lo lleva a germinar, no a ser devorado. De los
piñones que germinan, muchos pueden morir al poco tiempo por no estar en un
lugar propicio, ya sea por falta o exceso de agua, o falta de luz, o alguna otra
causa. Podríamos decir que es natural que la mayoría de las araucarias recién
germinadas muera, pero en este caso, que algo sea más común no quiere decir
que sea natural: la araucaria recién germinada tiende por sí misma a crecer y a
desarrollarse. Si muere es porque algo le ocurrió. Sólo unos pocos piñones llegan
a crecer y desarrollarse hasta lograr convertirse en araucarias milenarias, pero en
eso consiste el cumplimiento de su naturaleza: el logro de su plenitud, el
despliegue de su potencialidad, el desarrollo de sus capacidades, aunque en la
práctica sean pocos los que lo alcanzan.

¿Qué es, entonces, lo propiamente humano? En primer lugar, el hombre es un ser


vivo, pero no de cualquier tipo. Es un animal (y si se quiere entrar en más detalle,
un mamífero). Pero no es sólo un animal. Realiza ciertas actividades que ningún
otro animal realiza, va más allá de las necesidades puramente físicas: crea obras
de arte, cultiva la religión, viaja para satisfacer su curiosidad, intenta ser recordado
después de su muerte, etcétera. El ser humano es capaz de esto porque además
de ser animal es racional. Este doble aspecto de la condición humana explica
muchas cosas acerca del hombre; por ejemplo, al igual que el resto de los
animales, el ser humano necesita comer –el cuerpo humano necesita de nutrición
para poder sobrevivir. Pero para el hombre la comida no es sólo nutrición, es
también expresión de su racionalidad, por eso la prepara, la sirve de determinada
manera y a ciertas horas, tiene alimentos especialmente reservados para
ocasiones especiales y busca la variedad. En cambio, los animales comen lo
mismo y de la misma manera según su especie (los lobos siempre han comido
carne cruda, los zorzales, lombrices, etc.). Lo mismo podría decirse de muchos
otros aspectos de la vida humana. Tomemos, por ejemplo, la arquitectura: hay
100
algunos animales que construyen refugios para guarecerse del frío y protegerse
de los depredadores: los pájaros construyen nidos, los conejos excavan sus
madrigueras. El ser humano también necesita protección, porque su cuerpo es
vulnerable al frío y al calor excesivo y también necesita estar seguro para poder
entregarse al descanso. Pero las construcciones humanas no son sólo un refugio,
son también expresión de su racionalidad y creatividad, por eso existe la
arquitectura con distintos estilos según tiempo y lugar. También son expresiones
de su individualidad y personalidad, en la medida en que el espacio de una
construcción es transformado en un hogar por la persona que lo habita. En
cambio, el nido de un pájaro es sólo un refugio, construido de manera instintiva y
siempre igual según la especie, y sin ninguna expresión de individualidad.

Del hecho que el hombre sea, a la vez, animal y racional (o, corpóreo y espiritual)
se deriva, en gran medida, su condición social. Esto requiere de alguna
explicación: el ser humano es muy inteligente: es capaz de producir obras de arte,
de descubrir las leyes de la naturaleza, de comunicarse con lenguaje abstracto, de
investigar el pasado, de construir herramientas (y con esas herramientas a su vez
construir otras herramientas). La inteligencia y conocimiento de un niño pequeño
es superior a la del animal más hábil. Esta gran inteligencia, para poder
expresarse, necesita de un cuerpo adecuado 77. El cuerpo humano, para poder
llegar a adecuarse a la inteligencia humana, presenta dos problemas relacionados:
(1) Su tiempo de gestación –para alcanzar el nivel de desarrollo que necesita– es
extremadamente largo, considerando el tamaño del ser humano, lo que hace que
la madre gestante, sobre todo hacia el final del embarazo quede impedida para, o
le sea muy difícil, realizar ciertas tareas físicas (como trabajos pesados o correr
velozmente). (2) Además, el ser humano al nacer es extremadamente indefenso:
no es capaz de dirigirse hacia su alimento, ni de sostener su cabeza, ni de
77
Respecto de esto, puede ser interesante comentar brevemente la relación entre la inteligencia del ser
humano y la forma de su cuerpo. La mano humana, por ejemplo, es un órgano universal –sin función
específica– puede tomar, agarrar, golpear, sostener, acariciar, etcétera. Las extremidades de los animales,
en cambio, son especializadas (la aleta sólo sirve para nadar, la zarpa para desgarrar, la pezuña para andar
por terrenos duros, etcétera). En esto, la mano humana se adecua y corresponde a la inteligencia humana
que, 8como la mano, es universal y abierta a toda la realidad. Para poder usar sus manos, el ser humano
necesita tenerlas libreas y para eso necesita poder desplazarse usando sólo las piernas y no las cuatro
extremidades.

101
mantenerse limpio. Demora un año en ponerse de pie, un par de años en poder
caminar a la velocidad de sus padres y unos catorce o quince años en alcanzar su
completo desarrollo físico y poder valerse por sí mismo. Esto es así, en parte,
porque el órgano mediante el cual se expresa la inteligencia humana, el cerebro,
necesita de mucho tiempo de desarrollo para poder expresar la gran capacidad
intelectual del ser humano, y mientras no esté desarrollado, el ser humano está en
un estado de carencia. Habría que agregar que, al no tener instintos, el ser
humano necesita aprenderlo todo, y aprende de otros (esto se aplica sobre todo al
lenguaje). Todo esto hace que el ser humano sea muy dependiente de otros en las
primeras etapas de su vida (también lo es en la enfermedad y la vejez) y que una
madre también lo sea, especialmente en las primeras etapas de la crianza. Dicho
de otra manera, para poder sobrevivir la niñez, el ser humano, y su madre,
necesitan la ayuda de otros. Lo anteriormente mencionado no constituye la única
razón por la cual el hombre es un ser social, pero es básica. El hombre también
puede comunicarse con otros, llegar a acuerdos, proponerse metas en común con
otras personas, etc..

Tenemos, entonces, que el ser humano es un ser corpóreo, inteligente, libre y


social. Se puede decir, aunque de modo esquemático, que esta es su naturaleza,
su modo propio de ser. Desde aquí podemos pasar a la siguiente consideración,
que sirve de base a las que vienen. La plenitud de un ser está en el ejercicio de
sus capacidades, su frustración o fracaso en la incapacidad de usarlas o en darles
un uso inadecuado. (Por ejemplo, uno entiende, de manera casi intuitiva que un
caballo libre a pleno galope por una pradera es un caballo en su plenitud: está
desplegando todo su potencial; en cambio, un águila en una pequeña jaula es un
águila frustrada: no puede realizar su acción propia.)

Habrá que investigar, entonces, cómo el ser humano llega a ser pleno, cómo crece
como persona. Por una parte está su crecimiento físico, pero esto ocurre de
manera más o menos automática (si se dan las condiciones correctas). El
crecimiento y desarrollo físico tampoco abarcan al ser humano completo, que es
racional y social. Para entender mejor esto nos puede ayudar el lenguaje

102
cotidiano: cuando decimos de alguien que es bueno como persona (buena
persona) no nos referimos a la perfección física, sino a algo distinto, que llamamos
perfección moral78.

Para ver como se ejercita –y perfecciona– cada capacidad humana, hay que ver
hacia donde, hacia qué objeto se orienta o dirige. Para comprender esto podemos
hacer una comparación con una capacidad física: por ejemplo, la función del ojo
es ver y el ojo se considera bueno o perfecto en la medida en que puede ver
objetos nítidamente, a gran distancia, etcétera. Hay cosas que pueden ayudar a
tener una buena vista –comer ciertos alimentos, por ejemplo– y hay acciones que
pueden hacer que la vista se deteriore, como mirar luces muy intensas. De igual
manera, podemos comprender lo mismo para las capacidades superiores, propias,
del ser humano. La razón tiene como función conocer y el objeto del conocimiento
es lo real o lo verdadero. También podemos darnos cuenta de que existen
realidades más importantes que otras o, dicho de otra manera, verdades banales
o triviales y verdades más profundas o elevadas, a las que vale más la pena
dedicar tiempo y esfuerzo. Así, por ejemplo, no es lo mismo saber cuál es el
tamaño de la piscina más grande del mundo que conocer la historia del propio
país. No da lo mismo dedicar tiempo y esfuerzo a desentrañar los misterios de un
juego de computador que dedicar tiempo y esfuerzo a la investigación médica.
Dentro de los límites de nuestro mundo, podemos decir que lo que más vale la
pena conocer es la realidad humana. El ser humano es el único ser que muestra
interés por conocer realmente otras cosas y por eso es –entre otras razones– el
ser que posee más interés en sí mismo. Si vamos más allá de la realidad humana,
el conocimiento de Dios es lo que más perfecciona nuestra capacidad de conocer,
ya que Dios, como fuente de todo lo que existe, es lo más real, pero ahí
estaríamos pasando de la filosofía a la teología.
78
Quizás puede ser útil notar que tradicionalmente se distingue entre algo, o una acción incluso,
que es técnicamente bueno y lo que es moralmente bueno (o humanamente bueno, podríamos
decir). Lo que está hecho con perfección técnica cumple su función, pero no incide en la persona.
Por ejemplo, un cerrajero puede ser muy capaz en su trabajo, eso lo hace buen cerrajero, pero no
necesariamente bueno como persona: podría usar su talento en su oficio tanto para ayudar a las
personas arreglando cerraduras, como para robar. Lo que es moralmente bueno, o malo, es
aquello tiene un efecto sobre la persona; por ejemplo, alguien que es traidor no puede ser buena
persona, mientras que un amigo leal es un buen amigo.
103
Si la inteligencia es la capacidad de conocer y se perfecciona según se use, la
voluntad libre del ser humano es la capacidad de querer de manera
indeterminada, y esta capacidad se perfecciona o se frustra según lo que se
quiera. Puesto de otra manera, hay cosas a las que vale más la pena querer que
otras. Esto es bastante evidente: si una persona dedica más tiempo y esfuerzo a
cuidar su auto que a cuidar a su familia, diríamos que hay algo que no está bien
con esa persona, incluso diríamos que no es una buena persona. Tal como es el
caso para la inteligencia humana, lo más digno de ser querido y amado por
nuestra voluntad es el ser humano, que es el único ser en este mundo que puede
corresponder de manera equivalente al querer de otro. Más allá de eso, Dios, que
es el ser más perfecto, es lo más digno de ser querido por la voluntad humana.

Estas consideraciones nos muestran, además, cómo la sociedad humana se funda


en algo más que la necesidad física y de aprendizaje. Si examinamos el aspecto
social del ser humano, podemos ver que hay ciertas acciones que tienden a
fomentar y a fortalecer los vínculos sociales, como por ejemplo, el respeto a los
padres, la generosidad para con los amigos e incluso para con los extraños, la
honestidad en el trato, etcétera. Por otra parte, hay ciertos actos que tienden al
debilitamiento de los vínculos sociales, como la mentira, la calumnia, el robo, la
corrupción, etcétera. Lo mismo puede decirse respecto de la inteligencia y
voluntad: tal como hay actos que perfeccionan la capacidad de querer, hay actos
que la frustran o debilitan (en el caso de las adicciones, por ejemplo, la voluntad
queda como amarrada a un objeto inferior y es incapaz de no quererlo; en el caso
de los vicios, la voluntad queda debilitada e incapaz de querer lo bueno). Algo
parecido ocurre con la inteligencia: el ser humano puede, a veces, resistirse a
conocer la verdad (evitando reflexionar sobre temas importantes, sumiéndose en
una continua distracción o aferrándose a una ideología) o también puede ser
simplemente anulada por las drogas o el alcohol.

Este conocimiento de la naturaleza humana (corpórea, inteligente, libre, social)


nos entrega una guía, una norma o una ley de conducta para el ser humano, que
indica lo que hace que éste pueda llegar a ser todo lo que puede llegar a ser, a su

104
plenitud, realización o logro como persona, o por el contrario, también muestra lo
que lo frustra o lo lleva al fracaso como persona.

Esta ley natural no está escrita o codificada como lo están las leyes de los
distintos pueblos, pero el ser humano la conoce cuando se conoce a sí mismo –
cuando conoce su naturaleza, cuando entiende lo que es ser un ser humano–
aunque no siempre la siga. Un ejemplo sencillo, pero ilustrador puede ser el de un
ladrón, que no respeta la propiedad de otros, pero apenas alguien le roba a él se
da cuenta de que robar no está bien (y no sólo que a él no le gusta que le roben).
Aunque la ley de la naturaleza humana puede ser conocida por toda persona, en
cuanto entiende lo que significa ser humano, ésta también puede olvidarse u
oscurecerse en la medida en que una persona repetidamente vive de otra manera
(así, por ejemplo, una persona puede acostumbrarse a ser floja y la flojera puede
llegar a parecerle de lo más normal, pero eso no hace que ser flojo le haga bien o
contribuya a su desarrollo como persona). Esto puede ocurrirle a personas
singulares o a sociedades enteras –a lo largo de la historia podemos encontrar
culturas donde se ha practicado cosas como el sacrificio humano, la esclavitud o
el maltrato a los prisioneros de guerra– pero aun así, el error no cambia lo que le
hace bien y mal al ser humano, lo que lo lleva la plenitud o lo hace crecer como
persona y lo que lo frustra. Por ejemplo: nadie puede ser bueno como persona,
buena persona, si es cruel, aunque viva en una sociedad de personas crueles.

Como el ser humano está, por su inteligencia universal y su voluntad libre, abierto
a toda la realidad, hay muchas maneras por la que puede perfeccionarse y
alcanzar la plenitud, pero que haya muchas para ello no significa que cualquier
cosa lo lleva a su plenitud: el límite lo pone lo que el ser humano es, su naturaleza
humana. La ley de la naturaleza humana lleva al ser humano buscar ciertos bienes
adecuados a lo que es el ser humano y a evitar ciertos males contrarios a lo que
es el hombre. En términos generales, lo primero es buscar el bien y evitar el mal.
Dentro de los bienes que el ser humano busca naturalmente están la propia
conservación, la conservación de la especie, la vida en sociedad y la búsqueda de
la verdad. Estos bienes humanos, que además son inclinaciones naturales del

105
hombre, para que realmente perfeccionen al ser humano, deben buscarse con
orden, de acuerdo a la razón. Por ejemplo, la tendencia a la conservación de la
especie es lo que lleva al hombre, guiado por su razón, a formar una familia, que
implica no sólo la reproducción biológica, que también llevan a cabo los animales,
sino también el compromiso de fidelidad con el cónyuge y la educación de los
hijos. Si estos bienes se buscan de otro modo, de un modo no racional, es decir,
no humano, no pueden perfeccionar al hombre 79. Por ejemplo: unos padres que
teniendo a los hijos no se preocuparan de educarlos (que es lo que exige la
paternidad en los seres humanos, dado que el ser humano es racional y necesita
educación), no serían buenos padres y, por lo mismo, tampoco buenas personas.

Ahora bien, si los animales y las plantas cumplen con su naturaleza de manera
automática o instintiva, el ser humano, como es libre, sólo puede alcanzar su
plenitud si libremente la elige, como también puede libremente escoger un modo
de vida que lo lleve a la frustración o al fracaso como persona. Esto puede parecer
contradictorio, pero para comprender mejor podemos recapitular: todo ser vivo se
mueve hacia su bien, el ser humano también, pero lo hace –si es que lo hace–
libremente. Esto resulta en que si el ser humano ha de alcanzar su plenitud como
persona tiene que moverse a sí mismo para lograrlo y, por lo mismo, también es
posible que el ser humano libremente tome decisiones que lo lleven a vivir una
vida frustrada. Pongámoslo de otra manera: por su voluntad libre el hombre hace
lo que quiere. Todo el que quiere algo lo quiere porque le atrae, porque le parece
bueno (nadie quiere algo porque sea malo, nadie quiere tomar una mala decisión
cuando decide algo). Pero lo bueno no es bueno porque uno lo quiera, sino porque
es adecuado, porque corresponde, a la naturaleza humana. Por lo mismo, el que
elige libremente algo que lo daña como persona no está haciendo –en un sentido
profundo– lo que, en el fondo, quiere. (Por lo mismo, una libertad dirigida hacia un
79
Se puede agregar, además, que para guiar la vida del ser humano no basta el simple
conocimiento de la naturaleza humana. Lo que muestra la ley natural ha de ser concretada en
leyes civiles, costumbres y normas, que pueden ser diversas en diversas sociedades, sin ir en
contra de la ley natural. Así, por ejemplo, el deber de educar a los hijos se concreta –en algunas
sociedades– enviando a los hijos a la escuela. Por otra parte, si una ley civil –por la corrupción de
la sociedad– va en contra de la ley natural (una ley que permitiera el infanticidio o la esclavitud, por
ejemplo) sería un deber de todos aquellos que quieren llegar a ser buenos como personas, no
reconocer esa ley y desobedecerla, si fuese el caso.
106
mal es, finalmente, una libertad que se frustra porque no logra alcanzar su objeto
propio.)

De alguna manera esto supone una cierta dificultad para la vida humana: si un ser
humano va a llegar a ser buena persona, si va a llegar a alcanzar una vida plena o
lograda, tiene que realizar acciones que perfeccionen sus capacidades, pero
además tiene que realizarlas libremente. Si realiza acciones que son buenas para
él como persona (como decir la verdad, por ejemplo, o cumplir una promesa) pero
las realiza a la fuerza, no llega a ser buena persona, porque –en el fondo– no son
plenamente suyas, propias. Si realiza acciones voluntarias, pero que van en contra
de lo que significa ser humano (como preferir la comodidad de una ideología antes
que buscar la verdad) tampoco llega a su plenitud como persona 80.

6.- La Libertad como parte de la naturaleza humana

Lo anterior nos lleva a considerar la relación que hay entre la libertad humana y lo
que hemos llamado ley natural. La libertad es parte de la naturaleza humana, de lo
que implica ser humano, pero no es toda la naturaleza humana: el hombre es más
que su libertad. Eso hace que la libertad humana tenga ciertos límites (naturales):
el ser humano es un ser finito, limitado por el espacio y el tiempo, y sobre todo
limitado (si es que se puede usar esa expresión) por lo que es: es un ser humano
–corpóreo, inteligente, libre, social– y no otra cosa u otro tipo de ser. Si una
persona se rebela contra lo que es, no alcanza más libertad, sólo se daña (es
decir, se autodestruye, llega a ser menos de lo que era y de lo que puede llegar a
ser). La vida humana, la vida de cada ser humano, puede llegar a ser plena y
lograda –o frustrada y fracasada– según las decisiones que libremente cada uno
tome.

80
Esto es lo propio del ámbito de lo racional, de lo humano. En el ámbito puramente físico la
libertad no tiene mayor relevancia: si a un enfermo se le da un remedio contra su voluntad,
igualmente se sana; si a una persona que se ha ensuciado se la lava a la fuerza, queda limpia. Por
el contrario, si a una persona se le obliga decir la verdad bajo amenazas, no llega a ser una
persona honesta.
107
En este sentido, la ley de la naturaleza humana, la ley natural, no es una
imposición externa que arbitrariamente limita lo que una persona puede hacer,
sino que es algo propio, inherente a ella misma, que le indica cómo puede llegar a
perfeccionarse o a vivir una vida bien vivida (que es, en el fondo, lo que todo el
mundo quiere y el propósito de la ética). No es, por lo tanto, un límite, sino una
dirección hacia la plenitud. Depende, eso sí, de cada persona aceptar lo que
implica ser un ser humano, buscar comprenderlo más plenamente, adherirse a la
ley de la naturaleza humana y perfeccionarse –o no– como persona.

108
Capítulo 6

La voz de la conciencia
Juan Ignacio Rodríguez Scassi-Buffa

Uno de los temas interesantes que conviene estudiar en lo referido a la ética es el


de la conciencia moral. La ética en general aborda temas bastante cercanos a la
realidad cotidiana de las personas. Sin embargo, la conciencia moral tiene el
carácter de ser ineludiblemente real, pues antes de pensar en qué es la
conciencia, tenemos la experiencia de advertir esa voz interior que habla respecto
del sentir moral sobre lo que he elegido o dejado de elegir; algunas veces con
mucha sutileza; otras, con una vehemencia insoportable, como cuando uno mismo
se reprende el haber escogido y realizado algo. La conciencia moral, pese a lo que
suele pensarse, no es la capacidad de juzgar si se está actuando bien o mal, sino
que es el mismo juicio sobre sí mismo y el ejercicio de la libertad, de ahí su
evidencia total: sabemos que tenemos conciencia moral, no por una deducción
teórica, sino porque lo vivimos interiormente. Pero ¿puede equivocarse el juicio de
la conciencia? ¿basta actuar en conciencia para actuar bien? ¿qué implica ser
responsable ante la conciencia? ¿qué relación hay entre la conciencia y la ley
moral? ¿Qué es la mala conciencia o cargo de conciencia? Estas son las
preguntas centrales que la ética buscará responder en su afán de orientar con
fundamentos el actuar libre de los seres humanos, recordando que no por estar
regulado en el uso de su libertad deja de ser libre, sobre todo, si ese orden interior
brota desde la propia conciencia hacia una vida verdaderamente plena.

109
1.- La conciencia moral en la dinámica de la vida libre.

Todo lo que hasta ahora hemos tratado en relación con la ética hace referencia a
al cultivo de la libertad en su sentido pleno, que se refiere a la capacidad de
disponer de sí mismo para la realización del bien y el cultivo de la amistad.

Para comprender este punto es necesario considerar que toda elección humana
se funda en un deseo natural de obrar el bien. La dificultad se da en las decisiones
cotidianas en que debemos tratar de captar qué es lo efectivamente bueno. Sin
embargo, en esta tarea no estamos a la deriva, pues en el fondo de nuestra
inteligencia hay un conocimiento de aquello que es lo bueno en términos
generales. Por dar un ejemplo, podemos estar en el dilema sobre si estudiar para
una prueba o preparar un muy buen torpedo; ambas alternativas tienen sus pros y
contras, sin embargo, en el fondo se sabe que lo que es bueno moralmente es
estudiar, porque conocemos naturalmente -no porque nos lo hayan enseñado- que
la mentira se opone al orden de las cosas, pues lo natural es que la palabra
manifieste lo que es.

En términos algo más técnicos, se puede plantear que, así como el hombre está
naturalmente inclinado a buscar la felicidad, también hay un conocimiento natural
de principios generales que orientan la vida libre de la persona en orden a dicha
felicidad. A este conocimiento primero que orienta sobre el bien que ha de hacerse
y el mal que ha de evitarse en orden al buen vivir se le da el nombre de
sindéresis, es el juicio primero y fundamental que se da en la conciencia moral.

Pero la conciencia moral es algo muchas más concreto, pues, apoyándose en la


sindéresis y en el conocimiento que uno mismo va elaborando en torno al propio
actual libre, la conciencia juzga sobre la situación concreta en términos morales lo
que debe hacerse o debe evitarse. No se trata de un juicio teórico, sino concreto y
real que incluye a toda la persona, incluidas sus emociones.

En definitiva, podríamos definir la conciencia moral como aquel acto de la


inteligencia por el que cada persona juzga la bondad o maldad de sus propias

110
intenciones, decisiones y acciones, en base a su inclinación a la felicidad y a los
conocimientos morales que ha adquirido a lo largo de su vida. Se aplica, en
definitiva, la propia estructura moral a cada caso concreto. Esto no implica un puro
subjetivismo, pues, aunque son la propia estructura moral y la propia conciencia
moral las que juzgan sobre el caso particular, una conciencia recta se ordenará, a
su vez, desde las exigencias que brotan de la naturaleza humana misma e
iluminan verdaderamente lo que es propio del buen uso de la libertad. Este punto
se comprende con mayor profundidad en el desarrollo de las modalidades de la
conciencia que abordaremos más adelante.

Detengámonos antes en un tema central en orden a la felicidad de las personas y


que dice relación con la formación de la conciencia moral. Muchas veces se
escucha la expresión “yo no tengo ningún remordimiento porque actué en
conciencia” o “sobre todo debemos ser responsables ante nuestra propia
conciencia”. Si bien esas frases son acertadas en gran medida, por cuanto
reconocemos una cierta garantía de rectitud moral en esa voz interior que
llamamos conciencia, lo cierto es que además de ser responsables ante nuestra
conciencia, somos también responsables de nuestra conciencia, es decir, de ir
formándola y fortaleciéndola para que sea una guía segura en nuestras decisiones
cotidianas. La conciencia moral no es infalible, pues la experiencia de todos los
días nos hace evidente que la vida moral está llena de complicaciones en los que
la conciencia puede ser muy vacilante. Aunque de un modo bastante espontáneo
nos hacemos cargo de la formación de nuestra conciencia, resulta valioso rescatar
algunos elementos concretos que son indispensables para el cuidado de la
conciencia moral. No olvidemos que la conciencia no es una facultad como sí lo es
la inteligencia, sino que la conciencia es un acto, es el juicio moral mismo, por lo
que formar la conciencia es conseguir que esos juicios sean cada vez más claros
y preponderantes en nuestras elecciones. Veamos estos elementos:

- Reflexionar, es decir, habituarse a pensar en la decisión que se va a tomar


o hacerlo retrospectivamente a la luz de las consecuencias de decisiones
ya tomadas. Es fundamental ese espacio de tiempo antes de la decisión,

111
pues es ese precisamente el momento del diálogo interior; cada uno en sí
mismo se encuentra y se escucha. La conciencia no siempre opera como
un instante de luz en el momento preciso. A veces, hay que abrirle el
espacio para que su juicio sea el adecuado. De lo contrario, nos vamos
acostumbrando a decidir solo sobre la base de elementos exteriores que, si
no son reflexionados, terminarán por dejar esa voz interior que llamamos
conciencia en un segundo plano.

Reflexionar implica también buscar razones en torno a lo que debe hacerse


y debe evitarse para vivir bien. Es más fácil acertar en las decisiones
cuando se conoce, se da fundamentos y se tienen convicciones sobre lo
que debe escogerse. La conciencia va siendo cada vez más sólida y su voz
más clara. A este fin colabora el estudio de la moral.

- Consejo de personas sabias y competentes. También es un dato de la


experiencia el hecho de que no siempre vemos con claridad ni nuestra
conciencia muestra con firmeza cuál será la mejor opción en determinadas
circunstancias. Entonces, es importante saber recurrir a personas que por
su experiencia de vida, por su sabiduría y, sobre todo, por su calidad
humana o moral, pueden orientarnos en decisiones complejas. Esto ayuda
a formar la conciencia, pues sus consejos, permiten no sólo fortalecer la
decisión particular, sino porque también quedan en nuestra inteligencia y
serán considerados en futuras situaciones. A veces, basta simplemente
tener presente el testimonio de personas a quienes tenemos especial afecto
y admiración por su calidad humana, de modo que buscando en nuestro
interior encontramos en ellas el recuerdo que no es sólo emocional, sino
que puede ayudarnos a iluminar determinadas situaciones; incluso uno
puede preguntarse literalmente ¿qué haría esta persona en mi lugar en
estas circunstancias?
- La práctica de las virtudes morales. Este es el elemento más valioso para
formar la conciencia; de poco sirve la reflexión, el estudio y el consejo de
los demás si en uno mismo no hay una disposición a elegir el bien. El que

112
cotidianamente elige bien, siendo justo, veraz, amable, fuerte, humilde,
prudente, etc; juzgará espontáneamente desde esas categorías. No
podemos desarrollar el tema de las virtudes en este capítulo, que será
abordado en este mismo libro81, pero basta con reflexionar en torno a la
siguiente idea: gustan y valoran el bien aquellos que viven bien. Tomando
un ejemplo concreto, muchas de nuestras decisiones que involucran a
terceros tienen que ver con la justicia, es decir, con dar a cada cual lo que
le corresponde. En un determinado dilema o dificultad a la hora de elegir,
por ejemplo, si ocupar mi tiempo viendo TV o ayudando a mi mamá en las
cosas de la casa, si la persona es justa juzgará con claridad, teniendo en
cuenta las circunstancias puntuales, lo que es bueno hacer, pues sabe lo
que es bueno no desde un punto de vista de la teoría, sino de la vida real.
El que no es justo no valora la buena elección, pues no la entiende como un
bien de un modo vital, la conciencia juzgará con debilidad y, muy
probablemente, no será escuchada.
Por lo tanto, en la medida en que vayamos eligiendo bien en cada
momento, iremos viviendo bien, valorando las buenas elecciones y
juzgando la realidad desde esos parámetros; es un auténtico círculo
virtuoso en el que la libertad se ve fortalecida por la buena elección y la
conciencia ilumina con mayor claridad la vida misma.

2.- Las modalidades de la conciencia moral

Tomando en cuenta lo que ya hemos desarrollado y la experiencia misma,


podemos reconocer que la conciencia moral no opera siempre de la misma
manera. En ocasiones vemos con claridad lo que es bueno hacer, pero en muchas
otras no lo tenemos del todo claro, e incluso en otras nos damos cuenta de que
habiendo actuado en conciencia hemos elegido mal. Para comprender con mayor
profundidad lo que es la conciencia moral de un modo esquemático, ayuda
bastante realizar algunas clasificaciones:
81
Véase el capítulo de este libro “Las virtudes Cardinales y la conquista de sí mismo”

113
1. Tomando como criterio el momento en que se presenta el juicio de la
conciencia, podemos distinguir:
a. Conciencia antecedente: aquella que juzga un acto que se pretende
realizar, y se manifiesta mandando dicho acto: “es bueno hacerlo”
permitiéndolo: “no es malo hacerlo”, aconsejando, “es realizable,
pero sería bueno tener cuidado…” o prohibiéndolo, “no es bueno
realizarlo”.
b. Conciencia consecuente: aquella que juzga sobre un acto ya
realizado, aprobando la buena acción y generando la tranquilidad
interior de haber actuado bien; reprobándolo y causando el
remordimiento o cargo de conciencia por haber actuado mal.
Dedicaremos un desarrollo especial en torno al remordimiento y la
mala conciencia.
c. Conciencia concomitante: es aquella que juzga sobre un acto que se
está realizando en el mismo momento, que puede traducirse en el
abandono de la realización del acto o en su continuidad con
sentimiento de culpa. Por ejemplo, alguien está cometiendo un robo,
cuando tomó la decisión no juzgó moralmente lo que iba a realizar, y
si tal vez hubo algún juicio de la conciencia lo acalló rápidamente.
Pero puede darse que en el momento en el que está robando tome
plena conciencia de que no debe hacer aquello que está realizando.
Entonces, deberá decidir si continúa en la ejecución de robo o no;
pero lo que ya no podrá negar es la conciencia de realizar algo que
él mismo ha juzgado como indebido.

2. Tomando como criterio su correspondencia con el verdadero bien de la


persona, distinguiremos:
a. Conciencia recta o verdadera: aquella que acierta y juzga rectamente
como bueno aquello que es realmente bueno, y como malo que es
verdaderamente malo. Continuando con el ejemplo anterior, hay una
conciencia recta cuando juzga que no debe cometer el robo, o que

114
debe dejar de ejecutar el robo, o que estuvo mal robar. Todo ello, no
por una razón legal o cultural, sino por fundarse en la verdad de que
es un mal apropiarse injustamente de los bienes de otro.
b. Conciencia errónea o falsa: aquella que no alcanza la verdad sobre
la bondad o maldad moral del acto, juzgando como bueno lo que en
realidad es malo y viceversa. La conciencia errónea juzga de
acuerdo a principios morales falsos y, por lo mismo, contrarios al
bien de la persona. Decido robar, siguiendo con el ejemplo,
evidentemente porque veo un bien en poseer aquello que robo, el
problema es que si esto es validado por la conciencia es porque hay
una comprensión errada de aquello que constituye el bien auténtico
de la persona, así como la misma felicidad humana.

3. Hemos dicho también que no siempre se ve con claridad lo que


corresponde hacer en cada circunstancia, por lo que de acuerdo al nivel de
seguridad con el que opera el juicio de conciencia podemos distinguir:
a. Conciencia cierta: aquella que juzga con firmeza si una acción es
buena o mala. Hay seguridad y no hay temor a equivocarse.
Ejemplo: una persona va por la calle y ve a una persona ciega
pidiendo limosna y juzga con seguridad que debe ayudar al que tiene
dificultades y solicita ayuda.
b. Conciencia probable: aquella en que el juicio de la conciencia va
acompañado de un cierto temor a equivocarse, pues reconoce una
cierta probabilidad de que las cosas puedan ser de otro modo.
Ejemplo: una persona va por la calle y ve una persona ciega
pidiendo limosna y juzga que es bueno ayudarla, sin embargo,
piensa que esa persona podría trabajar de todos modos, o que tal
vez está engañando para pedir y comprar drogas, etc. Aunque
realiza el acto de dar limosna, piensa que podría haber hecho el
bien, pero también sabe que cabe la posibilidad de haber actuado
mal contribuyendo al vicio de la persona.

115
c. Conciencia dudosa: es aquella que, de cierto modo, por la falta de
claridad suspende el juicio moral, incluso tomándose el tiempo para
reflexionar y pedir consejo. Puede darse que no se llegue a una
conclusión sobre lo que, en concreto y en determinada situación,
debe hacerse o evitarse. Ejemplo: en la misma situación antes
descrita no logra definir qué debería hacer.

4. Finalmente, hay una distinción que se relaciona directamente con la


formación de la conciencia, pues como dijimos somos responsables de
poder hacer que los juicios de conciencia sea lo más verdaderos posibles.
Una conciencia bien formada suele ser recta y cierta, sin embargo, cuando
no hay formación de la conciencia esta puede llegar a ser:
a. Conciencia escrupulosa: aquella que sin motivos ni fundamentos
juzga permanentemente todos los actos como moralmente malos. A
veces por que toma como verdaderas, razones que no lo son. Por
ejemplo, asumiendo que todo placer es malo, juzgará como inmoral y
actuará con culpabilidad por comerse un chocolate más de lo que “se
debería”. En otras ocasiones, porque se fija en un detalle que carece
de importancia y desde ahí juzga toda la acción como mala, por
ejemplo, pensar que se actuó mal en ayudar a estudiar a un
compañero porque, por culpa de eso, en una pausa comió un
chocolate de más.
b. Conciencia Laxa: aquella que no juzga como malos actos que tienen
fundamentos para ser objetivamente graves y moralmente negativos.
Esta conciencia puede darse de diversos modos:
i. Conciencia cauterizada: aquella en la que por repetir
constantemente acciones que originalmente juzgaba como
malas, termina por no ver su gravedad. Por ejemplo, una
persona que roba puede sentirse muy mal pues ha actuado
contra sus principios y sabe que ha cometido una injusticia.
Sin embargo, si permanentemente sigue robando, ya no

116
tendrá la capacidad de juzgar ese acto como malo. El acto
sigue siendo el mismo, sólo ha cambiado la percepción moral
que tiene. En este sentido, es muy acertado el dicho que
afirma que “aquel que no vive como piensa, terminará
pensando como vive”.
ii. Conciencia hipócrita o farisaica: es una forma de conciencia
laxa, pues le concede gran importancia a asuntos que no lo
tienen y juzga severamente sobre los mismos, pero
simultáneamente, no juzga acertadamente asuntos que son
moralmente muy importantes, sin atribuirles la gravedad que
corresponde. Por ejemplo, a alguien le parece gravísimo que
una persona llegue tarde a una reunión y lo juzga como
imperdonable, pero esa reunión es para cometer un organizar
un robo con asesinato.

Dicho todo lo anterior, hay que tener claro que, como decíamos, uno es
responsable ante su conciencia, es decir, una regla moral fundamental es que la
conciencia debe seguirse, por lo que el que actúa contra su conciencia siempre
actúa mal. De ahí la importancia de formar esa conciencia. En este sentido, el que
hace el mal, creyendo en conciencia que está actuando bien, queda en cierto
modo eximido de su responsabilidad moral. Esto es lo que se llama conciencia
invenciblemente errónea, en la que no hay verdadera responsabilidad porque
verdaderamente, aun tomando el resguardo de conocer y discernir, la persona
juzgó como bueno algo que no lo era. Esto se da, por ejemplo, cuando a un niño le
entregan un paquete con droga, diciendo que es un encargo para alguien.
Evidentemente no hay responsabilidad moral. Esto podría darse en el caso de un
adulto. Sin embargo, lo propio es que al adulto sí se informe sobre lo que está
transportando. Habría conciencia invenciblemente errónea si es que se le engaña
totalmente poniendo droga, por ejemplo, dentro de unas latas de alimento.

117
3.- La mala conciencia y el anhelo de ser mejores

Ya hemos señalado que conciencia moral es algo distinto de la simple


autoconciencia o conciencia especulativa. Esta última se refiere a objetos y es
capaz de tratarse a sí misma como objeto y autoconocerse, es decir, tomar
distancia y observarse como objeto de estudio. La conciencia moral, por su parte,
se refiere a una conciencia sin ninguna distancia, en el sentido de que es toda ella
sujeto y objeto simultáneamente.

De cierta manera el autoconocimiento no es algo efectivamente dramático, sino


más bien, un ejercicio especulativo, por más que puede gustarnos o no lo que
vamos conociendo de nosotros mismos. Pero el dolor moral, por el contrario, es
una especie de enfrentamiento consigo mismo experiencial, afectivo y en solitario.
La conciencia se hace pesada y vergonzosa porque siente que, en el uso de su
libertad, ha intervenido para su propia desventura. Percepción agravada por la
certeza de que esa intervención es irrevocable: ya se ha actuado de ese modo y lo
hecho no puede deshacerse, queda de cierto modo, fijo. La vida misma es
irrevocable en el sentido de que en todo su conjunto no puede ser revivida. Es
esta concepción dramática de nuestro devenir existencial la que otorga al actuar
libre su gravedad moral suplementaria. Así, la falta cometida en el mal uso de la
libertad puede caer en el olvido, pero el tiempo no ejerce ningún efecto sobre el
hecho de haber querido con mala voluntad aquello que se quiso. Este es el
elemento incurable del remordimiento. El remordimiento es la mala conciencia de
un mal uso de nuestra libertad.

Si bien nuestra conciencia moral está presente en cada acto libre, caemos con
especial fuerza en la cuenta de su realidad en el hecho mismo de sufrir el dolor
moral de la mala conciencia. La conciencia moral dichosa es aquella que coincide
pura y espontáneamente consigo misma, y en ese sentido no es perceptible como
algo distinto de sí, pero al replegarse sobre sí, al hacer sonar las alarmas y
generar esa cierta incomodidad existencial, la conciencia moral se hace
radicalmente presente; ese dolor es que solemos llamar mala conciencia.

118
Pero he aquí que el remordimiento, la vergüenza y la mala conciencia constituyen,
a la vez, el principio de la salida de la misma incomodidad moral. Precisamente
porque producen ese radical malestar son la piedra de tope de nuestro descenso.
Del mismo modo que la enfermedad trae consigo el anhelo de salud y la fiebre no
es otra cosa que la lucha del organismo por restituirla, así la mala conciencia da
cuenta del estado de inocencia perdido y, simultáneamente anhelado, mientras
que el remordimiento y la vergüenza nos reclaman sacudir nuestro actual estado e
iniciar el camino de “purificación” moral.

La falta moral queda de cierto modo inconclusa y protegida por el devenir, sin
encerrarnos nunca en un demérito irremediable. La misma temporalidad que nos
impide volver sobre nuestros pasos de las acciones libres, nos abre la perspectiva
de la recuperación moral. Si puedo sufrir en el presente por haber elegido mal en
el pasado que ya no puedo cambiar, entonces puedo sanar hacia el futuro que es
el ámbito de la libertad. El dolor moral es, en este sentido, ya un síntoma de
nuestra curación. El cargo de conciencia es un dolor benefactor que con pesadez
obliga al sujeto a enfrentarse al pasado de su falta, para que vuelva la vista y se
proyecte al tiempo no cerrado que es el tiempo aún por venir.

4.- El amor como vía recta y el reencuentro con la inocencia.

Retomando el punto anterior, podemos afirmar que se puede tener confianza en


un alma que es capaz de remordimiento y de vergüenza, pues no tendríamos mala
conciencia si es que no hubiésemos guardado el sentimiento de nuestra dignidad.
Sobre todo, el dolor moral y su cargo de conciencia nos alerta de nuestro estado
alterado y nos impide permanecer ocultos a nosotros mismos. Podríamos afirmar
que es mejor sufrir que permanecer inconscientes de nuestro mal moral. El
remordimiento es el principio de la restitución de la salud moral, hace curables
nuestras faltas y prepara la remisión, sin embargo, de nosotros depende que esta
restauración se realice efectivamente.

119
Encontramos en el remordimiento una buena intención, un movimiento
espontáneo ajeno a todo interés propio. La mala conciencia replegada sobre sí
comienza, a partir de su dolor, el movimiento inverso de despliegue que nos obliga
a apartar la mirada de alguna afanosa y egoísta búsqueda de la alegría y que, por
lo mismo, nos abre a la posibilidad cierta de encontrarla. Este movimiento
corresponde a un cierto salir del propio encierro y nos sitúa en un nuevo
comienzo. El inicio de este camino de retorno, esta conciencia naciente, abierta a
la posibilidad de volver a conducirse bien, es fuente de las alegrías más profundas
de la vida. Efectivamente, hay alegría cuando el alma angustiada, pesada y vuelta
sobre sí y el pasado de su falta cometida, vuelve a volcarse hacia el porvenir
inaugurando una nueva época y un nuevo dinamismo moral. Se nos abre,
finalmente, la posibilidad cierta de conducirnos y proyectarnos, y con ella la tarea
moral de responder dinámicamente a esta nueva iniciativa. La alegría, por lo
mismo, no está nunca en la conservación estática, sino en la creación, a lo que
sólo puede responder una conciencia desplegada hacia el provenir.

En la misma lógica, el amor es también un proyectarse fuera de sí en la búsqueda


de la realización de la persona amada. Superando el encierro egoísta se inaugura
un proyecto que es el del amor benevolente 82.

El amor tiende hacia el futuro en el mismo sentido que la vida, diciendo sí al


porvenir. El hombre dañado en el interior por su mal actuar que ya no puede
deshacer, podrá, en cambio, encontrar en el amor una vía desde la que proyectar
su libertad; el que es capaz de ocuparse por el bien de otro, no sólo queda
liberado del lastre de su mala conciencia, sino que por el contrario, puede realizar
las exigencias del bien que acompañan a la conciencia moral.

El amor aparece no sólo como el paradigma de la plenitud moral, sino que


efectivamente constituye el deber ser del ser humano, la tarea moral prioritaria de
la conciencia que ha recuperado su inocencia y que no quiere volver a plegarse
sobre sí, ni siente la necesidad de volver el tiempo atrás. El amor se entiende
entonces como la vía recta de la vida moral, pues el hombre al reencontrar el
82
Ver capítulo “¿Qué se ama cuando se ama?” en Camino de la Persona I.

120
sentido del camino vive “al derecho”, es decir, simultáneamente en la misma
dirección que la intención amorosa y el itinerario del tiempo.

Capítulo 7

Las Virtudes cardinales y la conquista de sí mismo


Juan Ignacio Rodríguez Scassi-Buffa

121
Reflexionar sobre las virtudes es un modo filosófico de aproximarse al anhelo
concreto y cotidiano de todo ser humano por ser feliz. Lamentablemente, tanto la
educación escolar como la universitaria, y muchos de los filósofos, han ido
reduciendo el concepto de virtud hasta volverlo algo poco significativo; una palabra
algo técnica que no dice mucho para la vida real. En estas breves páginas se
busca poner el acento en la gran riqueza que la virtud aporta a la existencia de
cada uno, tanto en el plano personal como profesional, pues lo que en el fondo
está en juego es el uso de la libertad, el sentido de las decisiones y, sobre todo, la
posibilidad de ser coherente con uno mismo y, desde ahí, tener verdaderas
relaciones de amistad.

I.- Contexto: Las virtudes y la necesidad de una moral de la convicción


personal.

La norma por la norma ha perdido mucho valor en nuestro tiempo para dirigir y
ordenar la vida de las personas. Durante muchos años primó una moral de la sola
ley, es decir, una educación moral basada en leyes, preceptos, mandamientos,
normas, etc. que, sin duda, tenía la ventaja de presentar de modo claro y
delineado el bien que se debe hacer y el mal que se debe evitar. Para educar en
esa vía bastaba con transmitir órdenes y reglas de conducta. Pero esto puede
significar un grave problema, el sujeto va percibiendo la buena conducta como
algo ajeno a sí mismo, como un simple cumplimiento de normas con
independencia de la convicción personal sobre el bien que se debe realizar. En
una cultura como la nuestra, donde se cuestiona el principio de autoridad por la
sola autoridad y en donde el principio de autonomía de la persona ha tomado un
valor central, se exige pasar de una “moral de la tercera persona” a una “moral de

122
la primera persona”, donde el sujeto que actúa se compromete e implica en su
responsabilidad moral, de modo que la persona perciba la moral como algo suyo,
como algo que la toca y que abarca su vida en totalidad.

La ética de las virtudes asume que la vida buena es el fin que toda persona
anhela, pero ese fin no es algo ajeno a la persona, sino interior a ella, de modo
que lo perciba como algo vital y real, que desde dentro se irradia hacia fuera. Por
eso, debemos partir de la persona; no solo de un concepto de persona (la moral
no es una ciencia teórica) sino de la persona real y concreta que debe tomar
decisiones (la moral es una ciencia práctica) y por lo tanto de las facultades
operativas a través de las cuales pasa la acción moral. Estas facultades operativas
son naturales, aunque están en la persona de modo incipiente e imperfecto,
necesitan ser ordenadas, perfeccionadas e integradas entre sí. Necesitan ser
habilitadas. Esta habilitación es la virtud.

En una moral de la ley o la norma, las virtudes están en función de la ley,


reduciéndose a aquello que nos habilita para el cumplimiento de la norma. En la
moral de la virtud, las leyes, las normas están al servicio de la virtud en el sentido
de que los preceptos personalmente asumidos e integrados en el camino de la
realización personal. Es importante aclarar que la moral de las virtudes no significa
despreciar la ley, sino que busca superar un cumplimiento puramente exterior de
la misma. La norma es valiosa en la medida en que ayuda a la persona a su
madurez y crecimiento personal, y a su realización en la vida con otros. La ética
de las virtudes valora al sujeto como principio, centro y fin de la moral, donde la
autonomía no está nunca centrada en el yo sino abierta al tú, a una relación de
reconocimiento y respeto con los demás miembros de la comunidad y/o sociedad.
Además, suscita en la persona el amor por el bien y lo lleva a buscarlo y realizarlo
por todos los medios posibles. La virtud se identifica con la noción de bien como
un llamado a la fidelidad, ve el bien moral como algo bello a vivir y no como un
peso que cargar.

123
I. La virtud como camino de libertad y autenticidad.

Una de las palabras que sigue resonando con fuerza entre los jóvenes es la de la
autenticidad; hay un verdadero anhelo de ser ellos mismos, más allá de cánones
que les vengan impuestos desde fuera. Por la misma razón, siguen siendo muy
críticos y se rebelan ante las hipocresías e incoherencias que ven a nivel social,
familiar, político, etc. Pero ¿qué significa ser auténtico? ¿cómo se pierde la
autenticidad? ¿se puede ser cada vez más auténtico?

En un extremo, podemos situar al mentiroso como caso de inautenticidad. Es claro


que quien dice algo opuesto a la verdad, quiere mostrar como verdadero aquello
que no lo es, existiendo además la intención de engañar por diferentes motivos:
evitar un castigo, obtener alguna ganancia, hacer creer a otros que es mejor de lo
que es, para generar impacto y admiración, para evitar un conflicto, etc. Lo cierto
es que rápidamente sabemos que esa persona no es confiable, pues no muestra
lo que es, es decir, es falso, inauténtico o incoherente. Sin embargo, no toda
incoherencia o falta de autenticidad tiene su raíz en un plan deliberado por
engañar, por el contrario, muchas veces nos comprometemos de buena fe y por
iniciativa propia a realizar algo que, aunque lo consideramos bueno, terminamos
por no cumplir. Este incumplimiento puede deberse a razones externas o internas;
si es por causas exteriores que no dependen de uno mismo y que no pudieron ser
previstas, no hay propiamente incoherencia, pues no hay responsabilidad
personal. Pero, en general, ocurre que no realizamos aquello a lo que nosotros
mismos nos comprometimos, por dos razones: creíamos que íbamos a ser
capaces de realizarlo y nos equivocamos o, pudiendo ser capaces, no pusimos el
empeño necesario para realizarlo. En el primer caso hay un problema de falta de
conocimiento de sí y de apreciación de la realidad; en el segundo, hay sobre todo
una falta de esfuerzo, de cuidado o voluntad. La virtud es precisamente lo que
permite que la persona se vaya conociendo cada vez más y vaya juzgando la
realidad y las circunstancias más acertadamente y, por otra, parte que vaya siendo
capaz de actuar y vivir en coherencia consigo mismo y la realidad.

124
Podríamos preguntarnos ahora ¿quién es más libre? ¿aquel que hace lo que
quiere, lo que le da la gana, aunque viva equivocándose en sus decisiones y en su
actuar, haciendo daño a otros y quedando finalmente incapacitado para realizar
cualquier proyecto? ¿o aquel que es capaz de realizar aquello que se propone
porque acierta en sus juicios y decisiones, porque es realista, tiene en
consideración a las demás personas y está dispuesto a esforzarse para conseguir
lo que pensó?

En este sentido, ser libre será no solo tener la capacidad de elegir, sino de dirigir
la vida desde uno mismo. Se puede ser cada vez más libre en la medida en que
vamos fortaleciendo nuestra capacidad de vivir de un modo auténticamente
personal. En gran medida, somos las personas que vamos eligiendo ser o, dicho
de otro modo, nuestra personalidad se va configurando de acuerdo a cómo vamos
viviendo en el día a día. Esto refleja la persona que somos; aquella que vamos
forjando cotidianamente. En este sentido, aunque suene extraño, hay
personalidades más libres que otras, pues la libertad se conquista en la medida en
que nos adueñamos de nuestra propia existencia. Ese forjarse a uno mismo en la
vida de todos los días es lo que llamamos virtud.

II. Hacia una definición de virtud.

La palabra virtud está ligada, en su origen, a la palabra fuerza, entendida como


esa capacidad para realizar algo, de modo que hace excelente a su poseedor. En
relación con lo que venimos explicando, comencemos por precisar que una virtud
es una disposición firme y permanente para hacer el bien que se ha pensado y
elegido. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí
misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende
hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas. No lo hace de un
modo forzado, en el sentido de hacerlo como obligado desde fuera, sino que,
aunque tenga que esforzarse, lo hace con gran naturalidad, porque sus actos son
reflejo de lo que él es realmente. Dicho de otro modo, una virtud es una cualidad

125
humana adquirida cuya posesión y ejercicio tiende a hacemos capaces de lograr
aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide
efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes 83. El poder acceder a los bienes
que nos vamos proponiendo, en gran medida depende de la actitud de la persona
en la práctica; y lo que determina esta actitud esta establecido por el grado de
virtud que ha alcanzado. Para graficarlo con un ejemplo: si una persona se
propone ser más ordenada en sus horarios de estudio es porque, en primer lugar,
ve un bien en eso. Sin embargo, no es suficiente con la intención a realizar ese
bien, sino que debe efectivamente realizarlo, llevarlo a la práctica. Para ello es
fundamental la actitud o disposición personal para dirigirse a dicho bien, pues ella
nos permitirá, a medida que vamos siendo ordenados en los horarios de estudio, ir
alcanzando que esto se dé de un modo más natural, hasta el punto en que nos
resulte espontáneo la realización de dicho orden, entonces sabemos que hay
virtud.

La virtud es, precisamente, lo que da al alma esa firmeza, facilidad y estabilidad a


la hora de obrar bien. Sucede como con un guitarrista, al inicio le cuesta tocar, le
falta constancia y, sobre todo, lo hace mal; poco a poco va adquiriendo más
seguridad, destreza y armonía; por fin, la guitarra acaba siendo como parte de él
mismo, la toca con gran facilidad y agrada escucharlo, entonces afirmamos que es
un virtuoso de la guitarra. Lo mismo se aplica a otros ámbitos de la vida: el
deporte, el estudio, la responsabilidad, la lealtad, el respeto en las relaciones
interpersonales, etc. Todo lo que es objeto de acción libre es objeto de virtud y,
por lo mismo, en todos estos aspectos de la vida humana se puede elegir vivir
bien (o mal) y efectivamente realizar (o no realizar) lo elegido.

La definición clásica de virtud es la de hábito operativo bueno; parece una


definición sencilla, pero es de gran riqueza y profundidad. Revisemos cada uno de
estos tres conceptos:

83
Macintyre A, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 2001, 237.

126
a. Hábito.

Hace referencia a aquello que se repite. Sin embargo, hay que evitar identificarlo
con un acostumbramiento. De hecho, puede ocurrir que una misma acción
responda a una virtud en una persona y a una simple costumbre en otra; por
ejemplo, la acción de agradecer. En el caso de la simple costumbre de decir
gracias es más bien una expresión que responde a una acción repetida, un buen
modal externo socialmente usado, pero no acompañado de la conciencia de
demostrar una verdadera gratitud por un beneficio recibido. En el caso de la virtud,
aun cuando el acto de agradecer se repita con la misma frecuencia que el de la
costumbre, lo que hay detrás es una actitud personal, una disposición consciente
que quiere demostrar esa gratitud frente a otro. Dicho de otro modo, cualquiera
puede estar acostumbrado a decir “gracias”, pero solo en el caso de quien tiene el
hábito de la gratitud, el decir “gracias” manifiesta coherencia con lo que esa
persona es.

Por otra parte, la palabra hábito indica aquello que es estable en la persona. Nadie
es generoso por practicar un día la generosidad, sino porque lo hace
habitualmente, es decir, porque es su modo permanente de ser. Es más, si vamos
a la etimología de la palabra hábito nos encontramos con que ésta viene del latín
habere, que dice relación con el poseer, indicando que lo que uno posee
radicalmente es aquel modo de ser que tengo. A tal punto esto es así, que las
personas se identifican con sus hábitos, por eso decimos que tal persona es
generosa, identificando a la persona misma con su modo permanente de actuar.
Pensemos que la gran parte de las cosas que poseemos podemos perderlas sin
que lo queramos: dinero, salud, fama, trabajo, mascotas, personas que queremos,
etc. Todos estos bienes nos los pueden arrebatar aunque no queramos. Pero hay
un bien que podemos perderlo solo si nosotros lo decidimos, este bien es
precisamente el hábito. Nada puede obligar a la persona justa a que deje de serlo,
de hecho, alguien puede permitir que le quiten la vida antes que traicionar su
modo habitual de ser, como lo prefirió Sócrates en el año 399 ac. con la plena
conciencia de que siempre es mejor sufrir un mal que cometerlo, pues padecer

127
una injusticia no te hace injusto, mientras que cometerla, sí. Tal vez no tengamos
que llegar a este extremo, pero todos los días tenemos la posibilidad de ir
cultivando y fortaleciendo nuestras virtudes o ir dejando que se vayan debilitando
hasta que no tengan nada que ver conmigo.

Decía Aristóteles que la virtud es como una segunda naturaleza. Nuestra


naturaleza primera es la de ser humanos, ésta nos viene dada. Sin embargo,
sobre ella vamos adquiriendo voluntariamente, en el uso habitual de nuestra
libertad, el tipo de persona que queremos ser; ese modo de ser que llega a ser tan
permanente que es difícil separarlo de la persona misma, no es fácilmente
removible. El mismo Aristóteles define la virtud como aquello que hace bueno al
sujeto que la posee y buena su obra, enfatizando la unidad que hay entre ser y
actuar, mostrando la coherencia que debe darse entre quién se es y cómo se vive.
Es interesante proyectar estas afirmaciones en el ámbito profesional, pues el
trabajo puede realizarse como un simple acostumbramiento, como una obligación
externa que se realiza todos los días, pero que no es expresión de la propia
persona. En ese caso, suele volverse tedioso y se trabaja como yendo en contra
de uno mismo. Por otra parte, el trabajo puede ser manifestación de uno mismo,
entonces el trabajo, aunque puede volverse pesado en ocasiones, se realiza con
más compromiso y alegría, ya no se trata de ir en contra, sino de poner en el
trabajo lo que uno mismo es.

b. Operativo.

Este segundo elemento se refiere a que las virtudes dicen relación con una
disposición para realizar un acto u operación de un modo determinado. Las
virtudes tienen el valor, como ya lo hemos expresado, de generar unidad entre ser
y actuar; si alguien es veraz es porque en su actuar se manifiesta esa veracidad;
no habría virtud si esa persona que se dice veraz no dice la verdad cuando y como
corresponde. Sin embargo, algunas de nuestras facultades que tienen la
capacidad de realizar una operación determinada, no se encuentran desde un
inicio capacitadas para realizar perfectamente su operación en orden al objeto que
persiguen. Expliquemos esto mediante un ejemplo: los seres humanos tenemos la
128
facultad de la vista cuyo objeto es conocer las figuras y colores iluminados. Para
realizar la operación de ver no necesitamos adquirir nada nuevo, sino que,
estando la vista sana, podemos ver sin problemas. Sin embargo, hay otras
facultades que necesitan de algo más para realizar su operación de modo óptimo.
Retomando el ejemplo de la guitarra que veíamos anteriormente, es fácil captar
que los seres humanos tenemos la facultad de tocar la guitarra, sin embargo, esto
no se nos da espontáneamente, sino que tenemos que perfeccionar esa
capacidad para que efectivamente toquemos la guitarra y lo hagamos bien, ese
perfeccionamiento es lo que se llama virtud. Dicho de otro modo, el ojo no tiene
que “habituarse” para ver, sino que realiza necesariamente esa operación, pero el
guitarrista sí debe “habituarse” a tocar la guitarra, es decir, debe agregar algo más,
debe sobreañadir una perfección que le permita pasar de la facultad de tocar la
guitarra a efectivamente hacerlo de buena manera.

La virtud es, por tanto, un hábito operativo, pues dispone la facultad para que
realice una operación del mejor modo. Es una fuerza que deja bien dispuesta la
facultad para actuar. Veremos, más adelante, cuáles son las facultades que
podemos ir perfeccionando para actuar bien mediante diversas virtudes. Conviene
adelantar que, en este sentido, gracias a las virtudes ganamos en libertad,
precisamente porque tenemos mayor capacidad para actuar cuando nos lo
proponemos Es un guitarrista más libre aquel que cuando decide tocar es dueño
de esa capacidad al punto en que toca bien cada vez que lo quiere y que juzga
adecuado hacerlo. Sin embargo, hay otras virtudes que determinan de modo más
radical la vida humana, y que, por lo mismo debemos adquirir, pues en ellas se
juega la verdadera felicidad. Pensemos, por ejemplo, en todas aquellas virtudes
que nos capacitarían para tener verdadera amistad: lealtad, justicia, veracidad,
etc. Todas ellas, también, se pueden desarrollar, dejándonos bien dispuestos y
fortalecidos para ser buenos amigos.

c. Bueno.

129
Finalmente, vale la pena detenerse en este tercer elemento de la definición de
virtud que estamos tratando: ¿En qué sentido este hábito operativo debe ser
bueno?

Como ya lo hemos adelantado, la bondad de las virtudes viene dada por su objeto.
Por una parte, la virtud permite que la facultad quede bien dispuesta para actuar,
pero, valga la redundancia, queda bien dispuesta para operar bien, es decir, para
que pueda dirigirse a su objeto propio. Dejemos el ejemplo del guitarrista, y
propongamos uno de otro tipo. Todos los seres humanos tenemos inteligencia,
una facultad que nos permite realizar operaciones dirigidas al conocimiento
(razonar, abstraer, conceptualizar, etc.), y como toda facultad puede
perfeccionarse mediante virtudes que nos permitan conocer cada vez de mejor
manera. Sin embargo, la pregunta central es cuando nuestra inteligencia opera
(conoce), ¿Qué está buscando alcanzar? ¿Cuál es su objeto? O dicho de otro
modo: ¿Cuándo la inteligencia sabe que ha conocido bien algo específico? No hay
duda de que la inteligencia conoce cuando ha alcanzado la verdad de algo. En un
ejercicio matemático, por ejemplo, se ha razonado bien cuando se ha alcanzado
un resultado correcto o verdadero. La virtud permite que la persona vaya haciendo
un buen uso de su inteligencia, de modo que pueda dirigirse a su objeto propio
que es el conocimiento verdadero. Incluso podemos afirmar, en este sentido, que
se puede ser cada vez más inteligente, en la medida en que adquiriendo
determinadas virtudes la inteligencia queda dispuesta para actuar de modo más
perfecto. No estamos afirmando acá que la inteligencia tenga que conocer todas
las cosas de un modo absoluto y perfecto para operar bien, sino que más bien se
trata de un camino progresivo en el conocimiento verdadero de la realidad.

El objeto bueno al que se dirige la operación es fundamental para comprender lo


que es una virtud, pues hay, de hecho, hábitos operativos malos cuyo objeto se
opone al que corresponde por naturaleza a una facultad. Revisemos un nuevo
ejemplo: en los seres humanos existe la facultad de alimentarse (facultad
nutritiva), cuyo objeto es el desarrollo y la salud. La operación nutritiva está en
relación con los alimentos que libremente decidimos comer, al punto de que

130
podemos ingerir alimentos no saludables que van justamente en contra del fin
propio de la alimentación. Hay un vicio alimenticio cuando habitualmente
realizamos la operación de consumir alimentos que no contribuyen, sino que
dañan la salud y el correcto desarrollo. Por el contrario, hay virtud en esta materia
cuando habitualmente comemos bien, es decir, contribuyendo al objeto propio de
la nutrición.

III. La virtud como alegría y otros elementos esenciales.

Otro elemento valioso de la virtud es que no sólo perfecciona el actuar mismo en


relación con su objeto, sino que contribuye también a que el sujeto quede con
mejor disposición para actuar, por ello se dice que la virtud permite que la persona
elija y actúe pronta, fácil, deleitablemente y con firmeza. La razón es que, según lo
visto, la virtud permite que la persona se identifique con sus elecciones y acciones
porque éstas están en coherencia con lo que ella misma es, por lo tanto, no le
resultará costosa una determinada acción 84, pues no está como yendo en contra
de lo que le gustaría hacer; por esto mismo no estará retrasando la acción y se
alegrará en la realización.

Tomemos como caso de análisis el estudio: para quien ha desarrollado la virtud de


la estudiosidad, es decir, para quien se ha habituado a estudiar –no como
costumbre, sino como un modo de ser libremente elegido–, cuando deba estudiar
lo podrá hacer con prontitud, es decir, no estará postergando el inicio del estudio,
sino que lo hará cuándo él mismo lo ha juzgado conveniente. Lo hará con mayor
facilidad, no porque le resulte fácil la materia, sino porque podrá concentrarse más
firmemente en el estudio mismo, estará más abocado a esa tarea, porque no está
como obligado a hacer algo que no quiere. El que carece de este hábito suele
postergar el inicio del estudio, se le vuelve muy difícil o pesado el estar estudiando
y fácilmente se distrae pues no le resulta cómodo estar en esa actividad.

84
Ver Capítulo 5 “ Ley Natural y voluntad” de este libro.

131
Pero el signo que manifiesta que verdaderamente hay virtud es la alegría o deleite
que acompaña a la acción. Alguien puede ser responsable en su estudio, es decir,
lo hace con prontitud cuando toma la decisión, pero sólo el estudioso puede
encontrar alegría en el conocimiento de aquello que estudia. Existe el riesgo de
confundir vocación con facilidad; son cosas muy distintas, la vocación para
realizarse en tal o cual profesión no implica que la preparación tendrá que darse
fácilmente, sin embargo, si hay virtud, afrontará las dificultades con una buena
disposición personal.

La persona generosa, por ejemplo, se alegra en el compartir mismo y, a la vez, le


causa alegría el mismo hecho de ser generosa. Pensemos que alguien puede ser
generoso con prontitud y facilidad por algún interés egoísta, como quedar bien
ante otros que lo están observando, pero no se alegrará en el compartir, a lo más
le causará alegría el ser visto como generoso, pero nunca la generosidad misma.
El generoso, en cambio, disfruta practicar la generosidad, más allá del
reconocimiento que de ese acto puede recibir. De hecho, no es raro que la
persona generosa busque un cierto anonimato a la hora de entregar algo
gratuitamente. En definitiva, sólo hay verdadera virtud cuando la persona llega a
amar el bien que esa virtud propone.

Conviene agregar otro elemento definitorio de las virtudes, el de término medio.


Según lo expuesto lo que se opone a la virtud es el vicio, ese hábito operativo
malo, en el sentido de dirigirse contra del objeto propio de una operación; pues
bien, las facultades en su actuar pueden fallar tanto por exceso como por defecto,
mientras que la virtud acierta al situarse entre los dos extremos. Tal es el caso, por
ejemplo, de la persona generosa a la que hacíamos referencia anteriormente; ésta
se ubica entre un extremo que sería la tacañería, es decir, el hábito o disposición
permanente a no compartir bajo ninguna circunstancia, y la liberalidad, esto es, el
hábito de dar en exceso sin atención a uno mismo, a las responsabilidades con
otras personas ni a los recursos con los que realmente se cuenta. Ese juicio sobre
lo que es el término medio en cada circunstancia lo dictamina la inteligencia.
Conviene aclarar que la vida virtuosa no es una vida plana ni mediocre. No es en

132
ese sentido en el que se afirma como término medio. De hecho, lo virtuoso podría
implicar en algunos casos compartir y en otros no hacerlo; incluso en algún caso
extremo lo virtuoso puede ser entregar hasta la propia vida.

Detengámonos, finalmente, en el modo en que las virtudes pueden adquirirse,


aumentarse o perderse. No resulta difícil comprender, después de lo expuesto,
que la única forma en que se adquieren las virtudes es practicándolas de modo
que vayan constituyéndose como algo habitual, pues son los actos realizados los
que causan la virtud. Esto se aplica a todos los ejemplos revisados a lo largo de
este capítulo; tal es el caso del arte de la guitarra: el único modo por el que se va
siendo un guitarrista más virtuoso es mediante la práctica en dicho instrumento;
pero lo mismo aplica al ámbito de la moral: sólo se puede ser veraz en la medida
en que se dice la verdad cotidiana y permanentemente; sólo se es generoso en la
medida en que se practica la generosidad.

Esto es muy relevante para enfatizar la distinción entre la virtud y el simple


acostumbramiento, pues lo que está a la base de toda virtud es la voluntad libre,
es decir, hay una decisión por ser más virtuoso en uno u otro ámbito y de
perfeccionarse prácticamente en la adquisición de dicha virtud. Lo que hay es un
anhelo y una práctica constante en dirección a la obtención de aquello que me
perfecciona en algún aspecto en concreto. Probablemente uno no diga, intentaré
ser más magnánimo, sin embargo, en la revisión de su vida un puede juzgar que
puede dar mucho más de sí, que puede aspirar a bienes más altos y nobles.
Cuando se toma esa decisión, deberá vivir cotidianamente en la práctica de obras
que lo conduzcan a eso ideales. Incluso, el que ya es virtuoso en algo puede
continuar creciendo. Sin embargo, para hacerlo deberá realizar actos que exijan
más intensidad en la práctica de la virtud. El generoso, por ejemplo, no será más
generoso si continúa practicando esa virtud como hasta ahora lo hace, sino que
deberá deliberar en qué medida puede ser más generoso aún; no tiene por qué
tratarse de dar más cosas, a lo mejor puede entregar otros bienes, como tiempo
de dedicación a otros, o capacidad de escucha, compañía, etc.

133
Por otra parte, las virtudes también pueden perderse y, como es lógico para ello
basta con dejar de practicarlas de modo habitual. El que no avanza retrocede, dice
el refrán popular. Pese a eso, las virtudes no son fácilmente removibles. En
realidad, la virtud es algo, como su nombre lo indica, muy firme y arraigado en
uno, por lo que perderla implica en cierto modo ir contra uno mismo. Alguien que
es habitualmente respetuoso no se le dará natural ser irrespetuoso. Supongamos
que por alguna razón esa persona vive aislada mucho tiempo por lo que no
practica el respeto hacia otras personas. En eso caso no perderá la virtud, pues el
hábito sigue siendo parte de sí mismo. Por esta razón, más que el sólo abandono
de la práctica de los actos propios de la virtud, lo que realmente destruye una
virtud son los actos opuestos a ella; bastará que el respetuoso comience a faltar el
respeto a las personas para que la virtud vaya desapareciendo. Esto vale también
para los vicios: el mejor modo de superar un vicio no es sólo evitar cometerlo, sino
practicar los actos contrarios a él. Por ejemplo, el que tiene mal trato con las
personas y les falta el respeto, superará ese defecto no sólo al privarse de
hacerlo, sino especialmente tratando bien a las personas. El mejor modo, por
proponer otro ejemplo, de dejar de copiar (para quien está habituado a hacerlo),
no será simplemente no realizar el acto concreto de copiar, sino que será
igualmente valioso trabajar en acciones ligadas a la responsabilidad personal:
tomar apuntes, saber las fechas de las evaluaciones, estudiar, etc.

IV. Tipos de virtudes.

No pretendemos acá hacer un catálogo de virtudes, pues sería imposible


incorporar en este trabajo todas las dimensiones de la vida humana y sus
situaciones concretas que son objeto de virtud. Sin embargo, podemos presentar
algunos criterios de clasificación, de modo de ofrecer un esquema general que
contenga las virtudes más importantes.

Fundamentalmente, podríamos distinguir entre aquellas virtudes que perfeccionan


las facultades y operaciones ligadas al conocer humano, que llamaremos virtudes

134
intelectuales; y aquellas virtudes que perfeccionan las facultades y operaciones
ligadas al querer o apetecer humano, y que llamaremos virtudes morales. Esta
primera distinción es muy importante, pues, aunque las virtudes intelectuales
tienen un gran valor, no hacen necesariamente bueno al ser humano que las
posee, pues lo que realmente hace bueno al ser humano es la vida moral que
depende de sus elecciones libres. De hecho, alguien puede ser muy inteligente y
culto y actuar mal de todas formas. Los ejemplos históricos son abundantes.

Las virtudes intelectuales, son aquellas que perfeccionan la inteligencia de modo


que quede bien dispuesta en la adquisición de la verdad que, como ya vimos, es
su objeto propio. Ocurre, sin embargo, que la verdad es buscada por muy diversos
motivos que van desde el anhelo de conocer por conocer hasta un saber para
producir. Veamos, por tanto, cuáles son estas virtudes intelectuales:

1. Virtudes intelectuales especulativas: Son aquellas que perfeccionan la


inteligencia para que se dirija óptimamente al conocimiento de la verdad,
más allá de su aplicabilidad práctica. Estas son:
a. Inteligencia: Hábito por el cual la inteligencia (como facultad) queda bien
dispuesta para razonar adecuadamente desde los primeros principios
teóricos, por ejemplo, el principio de no contradicción, según el cual algo no
puede ser y no ser al mismo tiempo y en un mismo sentido.
b. Ciencia: Gracias la virtud de la inteligencia y a la experiencia, el ser humano
va cultivando el hábito de la ciencia, es decir, de aquella capacidad de ir
estableciendo relaciones causales por las cuales se alcanzas diversas
verdades. La ley de la gravitación universal, por ejemplo, es una verdad
obtenida indagando en las causas que explican una experiencia
determinada.
c. Sabiduría: en continuidad con lo anterior, cuando la inteligencia, en esta
ordenación causal llega a juzgar desde las causas últimas, hablamos de
sabiduría, es decir, aquella virtud que perfecciona el conocimiento humano
para indagar, juzgar y ordenar el conocimiento de la realidad desde la
causa última o más elevadas. Siguiendo con el ejemplo anterior, la ley de la

135
gravedad explica por qué caen los cuerpos, sin embargo, a partir de esa
constatación un podría preguntar por la causa de esa ley o por la causa del
universo material, llegando a la pregunta por la causa de todo lo que existe.

2. Las virtudes intelectuales prácticas: Son aquellas que perfeccionan la


inteligencia para que se dirija óptimamente al conocimiento de la verdad
que va a dirigir una determinada acción:
a. Sindéresis: se puede definir como el hábito de los primeros principios
prácticos, así como la inteligencia se apoya en ciertos principios
fundamentales para dirigirse a la verdad, como el de no contradicción que
mencionamos antes, todo su actuar práctico se apoya en el principio que
orienta nuestro actuar y que interiormente afirma “haz el bien y evita el mal”;
la virtud estará precisamente en ordenar nuestra vida desde esa orientación
primera.
b. Arte o técnica: es aquella virtud que perfecciona el conocimiento dirigido
hacia aquello que debe hacerse para producir bien una determinada obra;
dice relación con el saber hacer. La perfección en la ejecución de algún
instrumento musical no está principalmente en las manos, sino en la razón
que dirige la acción. Algo similar ocurre en la elaboración de alguna
artesanía, por ejemplo, la habilidad estará en poner en la realidad física
aquello que se ha concebido mentalmente.
c. Prudencia: En términos generales podemos definirla como el arte del buen
vivir, pues lo propio del prudente es saber aquello que conviene hacer en
cada circunstancia para elegir y actuar bien en orden a su verdadera
felicidad. No se trata ya de ejecutar bien una pieza musical, sino la vida
misma en su realidad concreta y cotidiana. ella. Desarrollaremos esta virtud
con más detención a continuación en el marco de las virtudes cardinales

LAS VIRTUDES CARDINALES

136
Hemos dicho inicialmente que, si bien todas las virtudes apuntan perfecciones
determinadas dimensiones de la vida humana, son específicamente las virtudes
morales las que lo perfeccionan en cuanto ser que anhela ser feliz, pues ellas
dicen relación con el correcto uso de la libertad y con la integración de todas las
dimensiones de la persona en un proyecto de vida unitario.

Las virtudes cardinales, que a continuación indicaremos, son aquellas


fundamentales que ordenan la vida moral del ser humano; reciben el nombre de
cardinales (de cardo, cardinis: gozne o quicio) porque son como los goznes o
quicios alrededor de los cuales gira toda la vida moral humana, es decir, sobre
ellas se desarrolla toda la vida libre del ser humano. Se trata de la prudencia, la
justicia, la fortaleza y la templanza, y se halan todas ellas íntimamente unidas. Es
posible, además, establecer una jerarquía entre estas virtudes. El obrar bien
conforme a la inteligencia es lo propio de la vida virtuosa, dicho bien es juzgado y
regulado por la prudencia, y, por lo mismo, es ella la primera de las virtudes
cardinales. Luego se encuentra la justicia, que ordena todas las relaciones
humanas al bien de la razón que ha juzgado la prudencia. En tercer lugar,
podríamos ubicar a la fortaleza, que mantiene al hombre firme en el bien que debe
realizar. Por último, está la templanza, que perfecciona al hombre para no dejar de
hacer el bien a cambio del placer que le atrae con desorden. De ahí que el orden
sea el siguiente: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

La prudencia

Conviene comenzar por retomar los diversos elementos de la virtud contenidos en


la definición general de virtud moral; según Aristóteles es un hábito electivo, que
consiste en un término medio, relativo a cada cual, determinado por la razón y que
es aquel que elegiría el hombre prudente 85. Como aparece en esta explicación, la
virtud está siempre en conexión con la prudencia y la guía de la razón. Por la
prudencia el ser humano se hace capaz de juzgar con rectitud lo que en cada caso

85
Aristóteles, Etica a Nicómaco, L.II, c. 6, 1107a2.

137
de nuestra vida concreta debemos hacer para una vida buena. Dicho de otra
manera, las verdades morales, deben ser convenientemente juzgadas y
mandadas por la virtud de la prudencia. Esta virtud, por tanto, no se limita a
deliberar y juzgar qué se debe hacer y qué no en general (ayudar al que lo
necesita es bueno, robar es malo), ni siquiera en cada caso concreto (debo dar
una limosna a esta persona), sino que la prudencia mueve a realizar la acción.

Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos
particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que
debemos evitar, que como vimos corresponde al primer principio práctico.

Para una vida buena no basta saber qué es el bien del hombre en general,
sino que, como la vida se realiza en la concreción de las distintas circunstancias,
se requiere la prudencia como capacidad de discernir y juzgar bien en cada caso
lo que se debe hacer de manera que las acciones sean siempre para el bien
propio y de los demás. La prudencia se necesita para elegir bien y, como la
persona se va “haciendo” moralmente en las decisiones de cada día, esta virtud es
fundamental. En el orden moral la prudencia es la virtud más importante, pues
gobierna todas las demás indicando en cada momento qué se debe hacer y cuál
es el término medio en la práctica de la virtud. La prudencia es, pues, la virtud
arquitectónica de la vida moral.

Según lo expuesto, la prudencia es tanto una virtud intelectual, toda vez que
ordena la inteligencia a juzgar las circunstancias para elegir bien; pero también
moral pues, junto con orientar, mueve efectivamente a la realización de ese bien.
Es por ello que en la prudencia podemos encontrar tres momentos: la
deliberación, el juicio y el mandato. Por la deliberación se analizan las
circunstancias concretas, sus pro y contra, sus posibles consecuencias, se
consideran las experiencias pasadas, se pide consejo si corresponde, etc. Por el
juicio se toma efectivamente una determinación, pues el prudente no se queda
deliberando más de lo conveniente, sino que se decide a orientar hacia la acción.
El mandato, finalmente consiste en que la voluntad mueve efectivamente a la
realización concreta de lo que se decidió, estando atento, por supuesto, a las
138
circunstancias y posibles consecuencias que acompañan a la acción concreta.
Generalmente usamos la expresión fuerza de voluntad para referirnos a la etapa
del mandato, pues la experiencia nos muestra que en ocasiones deliberamos y
juzgamos bien, pero flaqueamos a la hora de ejecutar aquello que sabemos que
debiésemos hacer.

Este esquema nos permite identificar algunos vicios que se oponen a la prudencia,
en términos generales podemos pensar en la imprudencia, pero en concreto se
puede ser imprudente por diversas causas, algunas de ellas son:

- La precipitación, que consiste en una falla en la toma de decisión, es decir,


se actúa antes de que el juicio responda a una correcta deliberación.
- La inconsideración tiene que ver con no tomar en cuenta todo lo necesario
para juzgar y actuar bien. A veces somo inconsiderados al pasar a llevar a
una persona con nuestras acciones, por dar un ejemplo.
- La inconstancia que se da al no perseverar en la realización del propósito
juzgado, volviendo a proponer permanentemente otros nuevos, pero no
concretando ninguno.

La justicia

Siendo el hombre naturalmente social, en orden a su desarrollo cultural y al cultivo


de la amistad, es necesario previamente que se ordene en las cosas que están en
relación con el otro. La justicia es una virtud que inclina a la voluntad a dar a cada
uno lo que le pertenece. Corresponde a la voluntad y es, por lo mismo, la virtud
propia de la vida moral, presuponiendo siempre la prudencia.

Si la prudencia perfecciona la inteligencia para que juzgue bien, la justicia


perfecciona la voluntad para que habitualmente quiera y decida justamente.

Podemos preguntarnos entonces ¿qué es lo justo? En primer lugar, se trata de


aquello que respeta el derecho que le corresponde a otro. Es por ello que en el

139
plano de las relaciones interpersonales, todo el orden moral se apoya en el
reconocimiento de la dignidad de las personas. Por esto, una de las definiciones
más aceptadas de justicia afirma que es el hábito según el cual uno da con
constante y perpetua voluntad, a cada uno su derecho 86.

La justicia se divide en legal, distributiva y conmutativa:

a) La justicia legal es la virtud que inclina a los miembros del cuerpo social a dar a
la sociedad todo aquello que le es debido en orden al bien común, como el trabajo,
la participación en la vida política, la defensa de la sociedad, etc., aunque ello
suponga renunciar a algún bien particular. Se llama legal porque se funda en la
justa observancia de las leyes, que cuando son justas, obligan en conciencia a su
cumplimiento. La injusticia se da aquí cuando tanto el gobernante como el
ciudadano desprecian el bien común, y de modo particular cuando el gobernante
legisla de modo injusto.

b) La justicia distributiva es la virtud que impone a quien distribuye los bienes


comunes la obligación de hacerlo proporcionalmente a la dignidad, méritos y
necesidades de cada uno: los que han dedicado su vida al país, los ancianos, los
enfermos, los pobres, los no nacidos, las familias numerosas, etc. requieren en
justicia unas atenciones preferentes. Lo contrario a la justicia distributiva es el
privilegio injusto, en donde las preferencias no se ajustan a lo debido, sino a
intereses particulares: no decimos que sea justo un juez que dicte sentencias
diferentes al amigo y al desconocido.

c) La justicia conmutativa es la virtud que regula los deberes y derechos de los


ciudadanos entre sí. Su trasgresión obliga la restitución. A ella se oponen un buen
número de actos: la violencia física, el robo, la injuria, la calumnia, la murmuración,
la burla, el fraude comercial, etc. El ejemplo más claro de justicia conmutativa es el
caso de la compraventa: en ella dos particulares llegan a un acuerdo sobre un

86
Santo Tomás, Suma Teológica, II-II q. 58 a. 1. co.

140
bien que se entrega a cambio de una suma de dinero; en ella por tanto hay
deberes y derechos que brotan de ese acuerdo.

Mencionemos, finalmente, algunas virtudes concretas ligadas a la justicia:

La gratitud: ser agradecidos es fundamental, es reconocer que se ha recibido algo,


más allá del estricto merecimiento.

La veracidad: es justo que las palabras y gestos sean conforme a la realidad. La


veracidad incluye el modo en que se manifiesta la verdad. La veracidad es
fundamental para las genuinas relaciones sociales.

La afabilidad: regula el trato cotidiano, aunque son aspectos aparentemente


menores, son muy importantes en el cultivo de sanas relaciones sociales,
humaniza el intercambio social. Debe distinguirse de la adulación que al final es
una falta a la veracidad.

La generosidad: Dice relación con el buen uso de los bienes materiales y la


posibilidad de desprenderse de ellos en ayuda de otro. Es fundamental en la labor
educativa.

La benevolencia, por la que se da a otro un bien no obligado en justicia. Cuando


hay reciprocidad entonces la benevolencia se convierte en la preciosa virtud de la
amistad.

La religión es una virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el culto debido
como primer principio de todas las cosas.

La fortaleza

Es la virtud que nos permite soportar y enfrentar las dificultades que muchas
veces se presentan al buscar alcanzar algún bien, posibilitando que nuestro ánimo

141
permanezca firme ante las adversidades y nuestros esfuerzos lleguen a buen
puerto. Dicho muy sencillamente, en varios momentos de nuestras vidas
tendremos que enfrentarnos a dificultades que deberemos poder vencer para
alcanzar algo que nos parece muy bueno.

La persona que no desarrolla esta virtud va siendo incapaz de lograr las cosas que
se propone, pues el desánimo, cansancio o temor, se vuelven un obstáculo
imposible de sortear desistiendo de aquello que se había juzgado como un buen
propósito. Incluso, puede darse que en ese desistir se termina por juzgar como
malo aquel bien que se quería obtener.

La fortaleza es una virtud moral que ordena nuestros afectos y la voluntad para
que no desistan en conseguir el bien arduo o difícil, es por esto que la fortaleza
tiene la misión de superar este temor y devolver la audacia o el valor de afrontar
adecuadamente cualquier obstáculo.

A la fortaleza se oponen dos vicios: por defecto, la cobardía; y por exceso, la


temeridad, que desprecia los dictados de la prudencia ante los peligros. El temor o
cobardía consiste en paralizarse desordenadamente ante los peligros que es
necesario afrontar para la práctica de la virtud, o en rehuir las molestias
necesarias para conseguir el bien difícil. La audacia o temeridad sale al encuentro
del peligro sin causa justificada.

La fortaleza realiza dos actos fundamentales: atacar y resistir, pues en algunas


ocasiones habrá que enfrentar algún mal con la intención de defender un bien,
eliminando aquello que se le opone; otras veces, hay que resistir con firmeza sus
asaltos para no retroceder en el camino que conduce a un determinado bien.

Revisemos algunas virtudes concretas ligadas a la fortaleza:

La magnanimidad, virtud por la cual tenemos el hábito de emprender grandes


tareas sin paralizarnos por su dificultad y por el esfuerzo que implica. Así, esta
virtud nos dispone a dar lo mejor de nosotros para emprender y realizar algo
grande, algo que consideramos fuera de lo común, porque es muy bueno. El

142
magnánimo dispone de sí mismo de un modo más pleno para emprender
proyectos que requieren de un gran entusiasmo y esfuerzo, y para no
desanimarnos en el camino y no perder la esperanza en que podremos alcanzar
ese bien. En la medida en que va consiguiendo avanzar, gana seguridad y
confianza, aumentando su valentía para emprender tareas cada vez más valiosas.

La magnificencia, ligada a la magnanimidad, consiste en la virtud por la cual, junto


con emprender grandes tareas, ponemos todos los medios necesarios para la
realización de las mismas. De este modo, esta virtud va disponiendo a la persona
a la generosidad de sí mismo y de sus bienes, pues reconoce en ellos los medios
necesarios para alcanzar aquel fin que se considera bueno. En definitiva, la
persona que posee este hábito pone todos los medios requeridos, pero lo hace de
un modo proporcionado al fin al que se dirige.

La perseverancia es la virtud por la cual somos capaces de soportar el paso del


tiempo ligado a la realización de una buena obra, evitando desistir de la
realización de la misma. Esta virtud nos hace fuertes en cuanto a que, sumado al
ánimo de emprender una tarea determinada y a la capacidad de superar las
dificultades que surgen, somos capaces de mantenernos en esa actitud positiva
durante un período prolongado de tiempo. La persona perseverante es capaz de
soportar el cansancio y el aburrimiento que van tomando fuerza con el paso del
tiempo, manteniéndose firme en la realización de lo que se ha propuesto.

La paciencia consiste en la virtud por la cual somos capaces de actuar bien o


evitar actuar mal, aunque eso implique una cierta tristeza para uno mismo. Así
como gracias a la perseverancia nuestro ánimo se fortalece para enfrentar y
superar las dificultades ligadas a la prolongación en el tiempo, gracias a la
paciencia nos hacemos fuertes para que nuestro desánimo y tristeza frente a la
adversidad no sean obstáculos para hacer lo que debemos hacer.

La templanza

143
Esta cuarta virtud cardinal es la que nos hace capaces de regular nuestra natural
tendencia a buscar lo placentero y a rechazar a lo doloroso o desagradable. Esto
no significa que lo placentero sea negativo. Al contrario, hay placeres que
acompañan a los bienes más nobles de la vida humana. Sin embargo, debemos
ser cuidadosos y evitar que por buscar lo agradable hagamos algún mal o daño,
así como dejar de hacer aquello que conduce a un bien mayor por evitar lo
desagradable.

Nuestra afectividad o tendencia sensible debe colaborar en el verdadero bien del


ser humano y no oponerse a él. La templanza va paulatinamente generando esta
unidad entre el sentir y el propósito racional, de modo que sea la totalidad de la
persona la que se dirija al mismo fin.

Podemos definir la templanza como aquel hábito operativo bueno que permite al
hombre usar los bienes que causan placer según el orden de la razón. Es decir,
permite que, juzgando gracias a la prudencia con verdad lo que es debido en
determinada circunstancia, se pueda obrar según ese juicio con alegría y prontitud
y con libertad, es decir, como poseedor de sus actos.

Los vicios opuestos a la templanza serán por tanto todos aquellos que dicen
relación con el uso del placer. La intemperancia es un vicio en el que la persona
se hace incapaz de tener en consideración más que su deseo de satisfacción
sensible, sin considerar a otros, pero sobre todo perdiendo su integridad al punto
que se va haciendo incapaz de hacer nada que no reporte algún placer. La
insensibilidad es otro vicio, en el otro extremo, por el que la persona se hace
incapaz de disfrutar adecuadamente de los placeres, pues ve en todos ellos un
mal; esta persona también pierde la capacidad de estar verdaderamente junto a
otras personas y pierde la integridad, pues reprime su dimensión sensible.
Conviene aclarar que no toda renuncia a lo placentero es insensibilidad,
cotidianamente debemos realizar diversas renuncias cuando un bien superior lo
amerita.

Algunas virtudes próximas a la templanza son:

144
La sobriedad es la virtud por la cual ordenamos el placer ligado al consumo de las
bebidas alcohólicas o de cualquier sustancia que altere el uso de la razón. Lo
central en esta virtud es, precisamente, actuar de tal modo que no se vea en nada
alterado el uso de nuestra razón. Es evidente que el alcohol influye sobre nuestra
racionalidad o lucidez. Sin embargo, no todo consumo de bebidas alcohólicas nos
altera necesariamente, sino aquel que es inmoderado. Por lo mismo es educable
la moderación en este sentido. Pero hay otras sustancias (drogas) en las que no
hay moderación posible, sino que el orden de la razón exige una total privación de
ellas. El sentido de esta virtud apunta a que el hombre se mantenga siempre como
señor de su propio actuar, que es lo que le corresponde en cuanto ser libre.

La castidad es la virtud por la cual ordenamos el placer ligado a la sexualidad


humana, de tal modo que nunca se anteponga la búsqueda del deleite en esta
materia por sobre la persona en su especial dignidad. Así como deben ordenarse
todos los placeres para que contribuyan y no se opongan al bien verdadero de la
persona, el placer sexual debe ser incorporado ordenadamente a la vida libre del
ser humano. Lo esencial de la castidad apunta, en todos los casos, a no reducir a
otras personas ni al propio cuerpo a ser un simple medio del que puedo obtener
placer.

La humildad es la virtud por la cual nos ordenamos y regulamos de tal modo que
no aspiramos desmesuradamente a aquellos bienes que superan nuestra propia
capacidad. No se trata de dejar de aspirar a bienes elevados, sino de buscarlos de
acuerdo con la verdad de uno mismo. Por ello es fundamental avanzar en el
conocimiento auténtico de sí, asumiendo las propias imperfecciones, pero
anhelando ser mejores. Lo que modera la humildad es el desorden del deseo de la
excelencia, de modo que esa excelencia sea el reflejo de quien es uno, y no de lo
que otros me atribuyen.

Conclusión: Las virtudes y la vida de amistad

145
Toda la vida del hombre tiene un sentido y finalidad, y uno de sus elementos
esenciales es que el ser humano experimente la amistad, es decir que sea sujeto
de un amor gratuito o incondicionado. El hombre puede ir incrementando la
capacidad de amistad y, aunque resulte curioso, para ello hay una virtud muy
valiosa que es la obediencia: oír y actuar. Se trata de oír en uno mismo, a la propia
conciencia, acá comienza a jugarse lo que antes hemos desarrollado como
autenticidad. Por ejemplo, escuchamos, respecto a los alumnos, “es bueno que
estudien”. No porque los papás le están diciendo que estudien, sino que los
obedientes a lo que interiormente han juzgado como un bien, estudiarán. En el
plano de la amistad ocurre lo mismo, pues el obediente será capaz de tener
auténtica amistad, en la medida en que sea capaz de seguir el mandato
interiormente concebido de buscar el bien del amigo, incluso cuando esto exige
esfuerzo y sacrificio.

Pero para que alguien sea obediente debe cultivar una virtud fundamental: la ya
señalada humildad. El que no es humilde no reconoce el deber de oír nada. El que
no es humilde generalmente vive criticando a los demás, está muy atento a los
errores de otros, pero no se mira a sí mismo ni sus limitaciones y, como no está
dispuesto a asumirse, no escucha ni obedece a su conciencia.

Nada de esto es instantáneo, nadie es humilde de un día para otro ni buen amigo
de un momento a otro, sino que es un recorrido o un camino que debe ir
incrementándose. Por ello, uno puede ir formándose para tener cada vez más
capacidad de verdadera amistad.

Las virtudes permiten fortalecer la libertad, pues, por una parte, ayudan a que uno
pueda ver la realidad tal cual es y no según lo que uno quiere que sea. Esto es
fundamental para poder tener verdaderos amigos, pues al amigo (polola, esposa,
hijos, papás, etc.) se le quiere como es y no como uno quiere que sea. Las
virtudes cardinales posibilitan todas las demás virtudes y posibilitan la libertad,
porque hacen que la persona tenga mayor conciencia real de las cosas y se
incrementa su disposición para llevarlas a cabo y consumarlas adecuadamente.
Las virtudes permiten que la persona, como lo desarrollamos al inicio, viva desde
146
sí mismo, siendo dueño de sus decisiones y de sus actos, precisamente porque
son de él.

Si entendemos la amistad como esa relación en la que gratuitamente busco el


bien del amigo, como ya lo hemos dicho en un sentido amplio, entendemos que
esa capacidad de buscar el bien del amigo sólo es posible en la medida en que
me poseo. Como bien dice un filósofo español, La forma más alta de amor
consiste en la entrega de sí, en la completa donación de la propia persona. Lo que
no es posible en el plano ontológico (dos personas no pueden fundirse en una, y
cada una es siempre sui iuris), se hacer realidad en el plano ético del amor. La
entrega de sí es la más significativa manifestación de la autoposesión y del
autodominio, ya que solamente puede entregarse totalmente lo que totalmente se
posee. La entrega de sí es por ello la manifestación por excelencia de la libertad 87

87
Rodríguez Luño, A., Ética General, EUNSA, 1998, Navarra, p. 142.

147
Capítulo 8

Ética, felicidad natural y sobrenatural


Algunos desafíos
Emilio Morales

I.- Del ethos a la ética


Al comienzo del Libro II de la Etica a Nicómaco, Aristóteles señala que por una
leve inflexión del vocablo ethos se llega a la palabra Etica. Generalmente se
traduce ethos por costumbre. De donde la ética indicaría un especial tipo de
costumbres: las virtudes. Dicha traducción, obviamente, está bien y se dirige hacia
el centro de la ética.
Sin embargo, esta traducción puede beneficiarse si nos detenemos algunos
segundos en la riqueza contenida en las palabras griegas. En efecto, el pasaje
dice:y la ética [ethica] deviene de una forma de ser y de habitar el mundo de los
hábitos y las costumbres (ethos), de donde aparece por una pequeña inflexión de
ethos).
¿Qué es lo radicalmente expresado aquí por Aristóteles? Desde luego, el verbo
que Aristóteles usa para designar este cambio producido por la leve inflexión del
vocablo es Περιγίγνομαι: llegar a ser algo más completo. La inflexión es leve, pero
el salto es inconmensurable.
Esa visión de lo que significa una filosofía del acto aparece aquí con fuerza y
también en su más cotidiana dimensión. En efecto, ethos es una especie de
“experiencia” del “horizonte” que posee quien tiene una forma de habitar el mundo
propia de la disposición habitual y costumbres que inspiran una determinada
conducta. Habitar el mundo es un manera de estar y en cierta forma, de ser. Es un
modo de ser. Y, sin embargo, ethos hay muchos. No cualquier ethos otorga al

148
hombre plenitud. Hay, por ejemplo, un ethos del hombre bueno, pero hay también
un ethos del mal hombre. En rigor, muchos. Recordemos que Aristóteles señalaba
que hay una forma de ser bueno, pero muchas, de ser malo. Vivir en un ethos
particular implica, entonces, una cierta forma de percibir el mundo y también una
forma de “disponerse” hacia las personas y las cosas. Heidegger ha notado esta
forma de considerar el ethos y entre los filósofos cristianos, el polaco Stanislav
Grygiel88.

Heidegger pone el acento en el hecho de que ethos significa estancia, morar89. Y


en el morar puede el hombre descubrir que en un estado de apertura en el estar
cotidiano, “los dioses también se presentan”, como habría dicho Heráclito 90.
Grygiel, por su parte, considera que quien habita se siente como en buena morada
cuando la casa es su casa. Allí puede otorgar a cada cosa el lugar que le es
propio porque está en sí mismo, es decir, la morada propia es aquella que le
permite contemplar la vastedad del horizonte que se desplaza frente a él y así, en
cierta forma, le hace capaz de ser todas las cosas. Cuando el hombre pone su
espíritu conectado con lo que trasciende (daimon) fuera del horizonte de lo
verdadero, entonces la verdad acerca de sí mismo también, en cierta forma,
desaparece91.
Pero, ¿A qué verdad se refiere Grygiel? O, dicho en otras palabras, ¿Cuál es el
ethos propio del hombre? ¿Cuándo moramos en “casa propia”? Desde luego, de
los textos aristotélicos señalados se desprende que hay una forma proporcionada
de habitar el mundo. Esa forma propia es la de la ética.

II.- Ética y Eudaimonía en Aristóteles

88
Stanislaw Grygiel es filósofo, escritor y profesor del Instituto Juan Pablo II. Fue un estrecho colaborador
del Papa Juan Pablo II. Para el tema en discusión cf. Quién es el ser humano aparecido en Communio n|°2,
Santiago de Chile, 1982.
89
Cf, Heidegger, Carta sobre el Humanismo, Taurus Ediciones, España, 1970, págs. 54-57.
90
Cf. Aristóteles, De part. Anim.A5, 645ª 17 No en vano, también, Heráclito, en su fragmento 119 señala:
ethos anthropo daimon: El modo de ser [propio] del hombre es su daimon.
91
Cf. Grygiel, Stanislaw, “Quién es el ser humano”, aparecido en Communio n°2, Agosto Septiembre, 1982.

149
Una leve inflexión del vocablo permite a Aristóteles hablar de un determinado
ethos, el de las costumbres que impulsan hacia la plenitud del ser, propio de los
hombres libres griegos.
Cuando un hombre es fiel a sí mismo, se va autoperfeccionando a través del
hábito que pone de manifiesto la buena disposición interior, es decir, aquel hábito
por el cual el hombre se hace bueno y gracias al cual realizará bien la obra que le
es propia92.
La obra que le es propia. No la de las almas vegetales o puramente sensitivas,
sino la de las almas racionales. En ellas la actividad (érgon) propia del hombre
aparece como el uso de la razón. Aristóteles señala al respecto:
Si, pues, el acto del hombre es la actividad del alma según la razón o
al menos no sin ella; y si decimos de ordinario que un acto
cualquiera es genéricamente el mismo, sea que lo ejecute un
cualquiera o uno competente, como es el mismo, por ejemplo, el acto
del citarista y el del buen citarista, y en general en todos los demás
casos, añadiéndose en cada uno la superioridad de la virtud al acto
mismo (diciéndose así que es propio del citarista tañer la cítara, y del
buen citarista tañerla bien); si todo ello es así, y puesto que
declaramos que el acto propio del hombre es una cierta vida, y que
ella consiste en la actividad y obras del alma en consorcio con el
principio racional, y que el acto de un hombre de bien es hacer todo
ello bien y bellamente; y como, de otra parte, cada obra se ejecuta
bien cuando se ejecuta según la virtud que le es propia, de todo esto
se sigue que el bien humano resulta ser una actividad del alma
según su virtud; y si hay varias virtudes, según la mejor y más
perfecta, y todo esto, además, en una vida completa 93.
La obra que le es propia implica, entonces, actuar bien, según la razón. Esto
considera, también, seguir al daimon. Pero, ¿qué es el daimon? Palabra difícil
que muchas veces se prefiere dejar en griego. Daimon es, por ejemplo, poder

92
Aristóteles, Etica a Nicómaco
93
Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1098a

150
divino, semejante a un dios, fortuna, suerte, fatalidad, destino otorgado al hombre,
y cuando se singulariza y personaliza, Dios.
También significa el que distribuye, un mensajero entre la divinidad y los hombres.
Recordemos El Banquete, de Platón para quien eros era un daimon:
-¿Qué puede ser, entonces, Eros? -dije yo-. ¿Un mortal?
-En absoluto. -¿Pues qué entonces?
-Como en los ejemplos anteriores -dijo-, algo intermedio entre lo
mortal y lo inmortal.
-¿Y qué es ello, Diotima?
-Un gran daimon, Sócrates. Pues también todo lo demónico está
entre la divinidad y lo mortal.
-¿Y qué poder tiene? -dije yo.
-Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los
hombres las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los
otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio
de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo
queda unido consigo mismo como un continuo 94.
Dentro de este clima griego, no es casual que Aristóteles considere que el fin de
una vida virtuosa es la felicidad, entendida como eudaimonía. Las virtudes
morales son, pues, un camino, para lograr vivir “con un buen daimon”, con un
buen espíritu, un espíritu con plenitud de ser. De allí que las virtudes vayan
formando el carácter, de tal forma que quien logra vivir virtuosamente pueda
“morar como en casa propia”, esto es, vivir escuchando, también, al propio daimon
y conectándose de esta forma con lo divino. Lo propio de la eudaimonía es llevar
una buena vida que tenga la preeminencia rectora de la razón en las virtudes
dianoéticas (la sabiduría, en especial) y un vivir correctamente gracias a las
virtudes éticas.
Ciertamente, no hay en Aristóteles una actividad que considere de alguna forma
un vivir trascendente, apuntando a Dios como fin último. Como máxima felicidad.
Hay que señalar que el Acto Puro, el primer motor inmóvil es el que da inicio al

94
Platón, El Banquete, 202d-e

151
movimiento, pero no es un Dios Creador o un Dios preocupado de los hombres y
su destino. Pero también hay que decir que la eudaimonía aristotélica está lejos de
ser una actividad pura y solamente terrena. Hay, sin duda, un trasfondo religioso
en el vivir de acuerdo al daimon. Pero puramente inmanente. Una metafísica
inmanente, podríamos apuntar, pero que considera superior el acto a la potencia y
que señala que el ser en acto es más perfecto que el ser en potencia. Vivir de
acuerdo a eso no es poco.

III.- Virtudes, conocimiento, amor y beatitudo en Santo Tomás de Aquino


Santo Tomás en Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, consigna esta
breve inflexión del vocablo indicando que ethos con e breve es virtud ética y ethos
con e larga es costumbre. Si en Aristóteles la inflexión es leve, pero el salto
gigantesco, en Santo Tomás la distancia se torna infinita.
En efecto, las virtudes morales no nos pueden dar por sí mismas la felicidad, si
bien los hábitos operativos buenos preparan el camino a la felicidad plena. En esto
Aristóteles y Santo Tomás coinciden bastante. Pero el ethos propio de la ética,
esto es, el del hombre virtuoso, implica un bien muy diferente en Santo Tomás. Lo
importante es que el mayor bien que el hombre puede poseer es el del Acto Puro,
así con mayúsculas, pero este Acto Puro no puede ser sino personal. Un Dios
Personal.
No es una actividad u operación puramente terrena, ni un conocimiento seco
sobre un Acto más propio de la física que de la metafísica. No es esto. Santo
Tomás pone las virtudes morales cardinales como el preámbulo del encuentro con
un Ser Personal, preocupado por lo que sucede en el mundo y por lo que les pasa
a los hombres. Este encuentro cara a cara con un Dios Personal no está dado, per
se, en las virtudes morales. Por ello, la felicidad última (entendida como beatitudo
y no solo como felicitas, según la distinción de Boecio) del hombre, no se
encuentra en los actos de las virtudes morales:
Dado que el hombre es hombre porque tiene razón, es preciso que
su bien propio, la felicidad, sea según aquello que es propio de la
razón. Y es más propio de la razón lo que ella tiene en sí, que lo que

152
hace en otro. Luego, como el bien de la virtud moral es algo que la
razón ha instituido en las cosas distintas de sí, no podría ser lo mejor
del hombre, que es la felicidad; sino que más bien lo será el bien que
está situado en la misma razón95.
Tampoco las virtudes dianoéticas nos proporcionan la felicidad última. Y esto
porque en esta vida solo la práctica de estas virtudes nos hará felices por
participación, pero no absolutamente.
Las virtudes teologales, sin embargo, nos acercan más al Ser Personal por
excelencia. Aunque Santo Tomás expresa que ni siquiera en la fe se encuentra la
felicidad plena o perfecta. Pero moramos en la cercanía de Dios si tenemos fe.
Moramos en la cercanía de Dios si tenemos esperanza y caridad. Es el momento
de ya, pero no todavía, como decía San Agustín. Es un horizonte que se divisa
desde nuestro “estar en casa, sin estarlo aún”.
Ciertamente podemos poseer felicidad si practicamos las virtudes morales y sobre
todo la virtud de la caridad, pero no tendremos la felicidad total y completa.
Aunque sea más alta que la fe y que la esperanza “y, en consecuencia, la más
excelente de las virtudes”96. Pero esta felicidad es participada y no completa en el
estado presente.
¿Cuál sería, entonces, el lugar de las virtudes morales? O dicho de otra forma, ¿A
qué correspondería esta leve inflexión del vocablo en Santo Tomás?
Ante todo, veamos, como lo expresa Pieper, que la virtud, en términos
completamente generales, es la elevación del ser en la persona humana. La virtud
es, como dice Santo Tomás, ultimum potentiae, lo máximo a que puede aspirar el
hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y
sobrenatural.97
De aquí que el fin último del hombre sea conocer a Dios por el intelecto. Pero
también amarlo. En efecto, en Summa contra Gentiles, por ejemplo, Santo Tomas
afirma que el amor es el mejor modo de unirse a Dios:

95
Santo Tomás, Suma contra Gentiles, Libro III, Cap. XXXVI.
96
Santo Tomás, S Th, Parte II-IIae, Cuestión 23,a.6,c.
97
Cf. Josef Pieper, “Introducción” en Las Virtudes Fundamentales, Ediciones Rialp - Grupo Editor Quinto
Centenario, Bogotá 1988, páginas 11-29.

153
El fin de cualquier Ley, y principalmente la divina, es hacer buenos a
los hombres. Y el hombre se dice bueno porque tiene voluntad
buena, por la cual es puesto en acto todo lo que en él hay de bueno;
y la voluntad es buena porque quiere el bien, y principalmente el
máximo bien, que es el fin; por lo tanto, cuanto más quiere la
voluntad este bien, tanto más bueno es el hombre. Pero más quiere
el hombre aquello que quiere por amor, que lo que quiere por temor
solamente; pues lo que quiere solamente por temor se dice
mezclado de involuntario. Como cuando alguno quiere echar al mar
las mercancías por temor. Luego el amor del sumo bien, es decir, de
Dios, es lo que más hace buenos, y lo que más se pretende en la ley
divina.98
Y si la bondad del hombre es por la virtud, el vivir ordenado dentro de esta
jerarquía de virtudes correspondería, diríamos, realmente a nuestro ethos propio,
nuestro estar en casa; de modo que el ethos cristiano no responde solo al vivir en
las virtudes morales, sino que se encuadra en un modo de ser radicalmente
abierto a la trascendencia. Podríamos decir, entonces que el ethos cristiano no se
resuelve solo en la ética, sino también se resuelve, de forma eminente, a través
del modo de ser que vive en la apertura de la fe, de la esperanza y sobre todo, de
la caridad. En un cierto sentido, podemos decir que el ethos propio del hombre se
resuelve también en un vivir también mucho más allá del ethos. La leve inflexión
del vocablo parece alcanzar, entonces, en Santo Tomás su radicalidad plena.

IV.- Algunos desafíos contemporáneos.


Hoy pareciera ser de mal gusto hablar de virtudes. O la expresión de vivir en un
horizonte totalmente naïve. Ya el poeta Paul Valery señalaba que respecto a la
palabra virtud, yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás, y, es más,
sólo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo
curioso o con ironía. En aceleración progresiva, las virtudes morales tienen cada
vez menor lugar en el ethos post o hipermoderno. No es que no exista una ética,

98
Santo Tomás, Suma contra Gentiles, Libro III, Cap. CXVI.

154
sino que sus fundamentos son otros. Sobre todo, parece campear una ética
utilitarista. Una ética utilitarista dura, como la de J. Bentham. “La felicidad para el
mayor número de seres sintientes”. Y la felicidad entendida como placer sensible.
En este ethos es natural que digamos funciono, luego soy.
De aquí, entonces, que la felicidad considerada como cantidad de placer se
intente medir cuantitativamente a través de una especie de felicific calculus que
considere, entre otras características, la medición de la pureza, la intensidad o la
duración de la felicidad. Tal medición es coherente con un homo puramente faber
o oeconomicus o simplemente uno que habite en un perpetuo carpe diem. O con
una especie de opuesto a este último, alguien que apelase, por ejemplo, a un
individualismo responsable. Dicha apelación al individualismo responsable, de
alguna forma, consideraría un hombre que quiere ser responsable, pero que debe
vivir equilibrando los excesos propios de cierto ethos contemporáneo. Quizá una
nueva versión para el antiguo héroe sin sentido, poseedor de una voluntad de
poder sin objeto. En la hipermodernidad, en el desencanto ante lo posmoderno, se
refleja también un vacío, más tenue y sutil, quizá, pero sin un fundamento que le
permita dar un salto cualitativo importante hacia un verdadero bien común. Ello
porque el individualismo, finalmente, no puede constituir una sociedad solidaria,
aunque exprese ese deseo.
No es extraño tampoco que en un ethos así, se resuelva el considerar un índice
de felicidad de los países que se incluya en una apuesta por la “planificación
permanente” (imagen especular de la “revolución permanente”). Ello muestra, en
su generalización, que la identidad entre funcionalidad y valor mantiene su
presencia como modeladora de nuestro clima cultural. Intentamos tener la fórmula
del mundo y, por ende, convivir en un sistema cerrado donde la tónica estaría
dada por planificaciones nacidas como de un gran ordenador.
En este clima cultural las virtudes parecen no tener lugar. Al menos no uno
destacado. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo considerar la importancia de las
virtudes si su sentido se ha vaciado en un ethos que no considera un morar en
casa?

155
Aquí, ciertamente, la educación es importante. Pero claro, dos riesgos nos
acechan en ello. Pieper señala que nos cuidemos del moralismo que independiza
las virtudes de la existencia vital del hombre. Hay que decir que los propios
cristianos muchas veces no hemos estado ajenos a ello. El segundo problema
consiste en considerar a las virtudes desde un punto de vista supernaturalista, de
modo que se desvalorice el ámbito de la vida natural, el ámbito en que nos
forjamos como buenas personas. En otras palabras: no deberíamos renunciar al
valor contenido en la ética aristotélica. El spoudaios, el hombre íntegro, al que
aspira la ética aristotélica, no es un tipo como desfondado de sus capacidades
naturales sino alguien que realiza la actualización plena de éstas. A nivel natural.
Y eso, como señalamos, se inscribe en una jerarquía de virtudes que no es fácil
llevar a su plenitud. Sobre todo, hoy.
La leve inflexión del vocablo, desde el ethos a la ética parece implicar podríamos
decir, también una metaética que no desprecie, asimismo, el riesgo. En este
sentido, el vivir peligrosamente podría ser una frase que alcanzara su
cumplimiento finalmente no en Nietzsche, sino en el ethos cristiano. Grygiel
señalaba al respecto que el horizonte trascendente se revela precisamente en el
momento en que el hombre tiene necesidad del mismo. En efecto, si queremos
habitar en un ethos pleno que piense en la eudaimonía y en la beatitudo como fin
último, entonces es bueno considerar el ethos actual y escudriñar los caminos de
vuelta al hogar en medio de la tempestad. Grygiel, al respecto, pone de manifiesto
el poema de Hölderlin,
Cercano y difícil de asir es el Dios,
Pero en los lugares de peligro
Crece también lo que salva
¿Cómo volver a poner a la ética de las virtudes en el lugar que le corresponde?
Tal vez viviendo o intentando vivir en la verdad del ser humano; allí donde el valor
de la dignidad de la persona aparezca con toda la fuerza que nos sea posible
mostrar. Cada acción consciente libre debería estar como traspasada por la
afirmación de la persona, como le gustaba decir a Wojtyla. Quizá esa única forma
de ser bueno sobre la que nos alertaba Aristóteles debiera expresar toda la fuerza

156
de lo humano y por lo tanto, nada de lo humano debiera serle ajeno. Incluso en los
momentos de peligro. No bajar los brazos. Invitar constantemente a que se pueda
cumplir a plenitud esa sentencia puesta al morir los hombres: “regresó a la Casa
del Padre”. Una casa que es también la nuestra. Esa invitación, traspasada por el
conocimiento y el amor, quizá debiera estar siempre presente en el ethos del
cristiano, para morar en el horizonte divino. Pensarlo es difícil. Vivirlo parece más
difícil aún.

157
Capítulo 9

¿OCASO DE LA ÉTICA DE LAS VIRTUDES?: Entre la “ética indolora” y la


“ética práctica”.

Eugenio Yáñez

No es necesario ser muy agudo, para percatarse de que la filosofía lucha por
sobrevivir en los colegios, en las universidades, en el foro público, en el Ágora.
Intenta mantenerse a flote, sorteando las inmensas marejadas posmodernas y de
posverdad que amenazan con arrasar con todo atisbo de reflexión filosófica. La
UNESCO constataba en el 2009 que en los últimos tiempos la filosofía ha estado
a menudo amenazada, hasta desaparecer total y simplemente de los programas
de enseñanza secundaria de ciertos países (…). Una tendencia mundial ha
buscado reducir, incluso suprimir, a la filosofía de la enseñanza básica, media y
superior, así como de la vida cultural y social de muchas naciones. La existencia
misma de la filosofía en la sociedad está en peligro 99 .

Ante este poco halagüeño panorama, una de las disciplinas filosóficas que se
mantiene a flote parece ser la ética. Ella conserva aún, aunque algo ajados, sus
viejos títulos de nobleza. En el último tiempo se ha producido una suerte de revival
ético. Por una parte, se rasgan vestiduras por la falta de ética en la economía y en
los negocios, plagados de escándalos100; en el ámbito político, fagocitado por la

99
UNESCO, Enseñanza de la Filosofía en América Latina y el Caribe, 2009, página 54. Ver
también, La filosofía, una escuela de la Libertad. Enseñanza de la filosofía y aprendizaje del
filosofar: la situación actual y las perspectivas para el futuro, 2007
100
Cfr. entre otros “escándalos”, el de la Volkswagen, el engaño contable de Enron, Esquema Ponzi
de Madoff, la corrupción en Petrobras, los Papeles de Panamá, los sobornos de Odebrecht.
158
corrupción; en las redes sociales, invadidas por las fake news; en el campo de la
investigación científica, en donde la persona humana es solo material disponible
para la investigación. Por otra parte, nos indigna la pobreza y la violencia, se
organizan cruzadas humanitarias a favor de los más desposeídos, o de los niños
de África que mueren de hambre, se clama por más justicia y humanidad con los
inmigrantes, se organizan mediáticas cumbres para salvar al planeta de la crisis
medio ambiental, todo ello, a nombre de la moral y la dignidad humana.

Ahora bien, ¿es suficiente constatar este renacer ético para mirar el futuro con
optimismo, como resultado del ejercicio de las virtudes, como las entendía
Aristóteles o Tomás de Aquino 101? Entre la multiplicidad de ofertas “éticas”
presentes en el mercado de las ideas (“utilitarista”, “dialógica” o “discursiva”, “de
situación”, “liberal”, etc.) pareciera ser, lo digo en condicional, que la “ética
indolora” y la “ética práctica”, predominan en la actualidad. Ambas, sin embargo,
distan mucho de estar fundadas en el bien y en la ley moral natural.

1.- La omnipresencia de la “ética indolora”

Esta expresión acuñada por Gilles Lipovetsky en su libro El Crepúsculo del Deber.
La Ética Indolora de los Nuevos Tiempos Democráticos 102 , alude a una forma de
entender la ética como una actividad privada, individual, frívola y narcisista. A
cada generación le gusta reconocerse y encontrar su identidad en una gran figura
mitológica o legendaria, que reinterpreta en función de los problemas del
momento: Edipo como emblema universal, Prometeo, Fausto o Sísifo como
espejos de la condición moderna. Hoy Narciso es (…) el símbolo de nuestro
tiempo 103 . Según Lipovetsky en el principio la moral era Dios (…) Dios es el alfa y
omega de la moral104. Esta forma de vivir la moral dio paso a una ética indolora,
que exalta la libertad y la autonomía, pero que no desconoce el deber. La cultura
101
Véase de Tomas de Aquino, en general Suma de Teología, II-II, Q, 47 a 170. También De virtutibus in
communis. En particular, I-II, Q. 55 aa 2 y 3.
102
También aborda el tema en sus obras La era del vacío (1983) y La felicidad paradójica, (2006).
103
Lipovetsky, Gilles, La Era del Vacío, Editorial Anagrama, Barcelona, Octava edición, 2010, pág. 49
104
Lipovetsky, Gilles, El Crepúsculo del deber, ref. dada, pág. 21.

159
narcisista no obedece a un egoísmo descarnado totalmente despreocupado de su
entorno.

No han desaparecido los imperativos éticos: la lucha contra la corrupción y la


violencia, la protección del medio ambiente, las acciones humanitarias a favor de
los más pobres, las acciones generosas de músicos famosos (Michael Jackson,
Bono), o los multimillonarios donando parte de su fortuna para fines benéficos.
Estas encomiables acciones altruistas, no tienen como fundamento el bien o el
amor de benevolencia, sino la empatía, propia de esta época de la pos-moralidad.
El éxtasis solidario, es en consecuencia, superficial y coyuntural, pues la ética
indolora es una ética sin responsabilidad, sin obligación, sin sanción, sin
reparación, sin esfuerzo, sin renuncia y solo exige al individuo tener buena
conciencia, de modo que se conmueva ante la desgracia ajena, pero sin exagerar.
Esta ética con rasgos psicopáticos (no hay culpa, no hay remordimiento, no hay
arrepentimiento) es un traje hecho a la medida para este Prometeo narcisista, que
no es indiferente ante la miseria humana, pero no la dramatiza. La indignación
ante la imagen de un inmigrante salvadoreño y su hija de dos años ahogados en el
Rio Bravo mientras trataban de cruzar la frontera, es rápidamente olvidada gracias
a la película de acción que viene después de las noticias. El sufrimiento ajeno
exhibido diariamente a través de los medios de comunicación resulta insoportable,
no porque el dolor humano lacera la conciencia moral, sino porque es una
agresión a nuestra propia calidad de vida. Estamos, entonces, ante una moral de
la opulencia, en la época de la pos-moral.

2. La inmoralidad de la “ética práctica”

Esta expresión (ética práctica) que parece ser una tautología, corresponde al título
del libro de Peter Singer publicado el año 1980. Con ella, Singer llama la atención
sobre su preocupación por problemas concretos, evitando, según él, las inútiles
abstracciones, propias también de la ética clásica. Los temas que realmente le
importan no son problemas académicos que se encuentran en las teorías
abstractas de filósofos que se mantienen alejados del mundo real publicando

160
artículos en revistas eruditas105 , sino temas prácticos como el trato a las minorías
étnicas, la igualdad para las mujeres, el uso de animales como alimento o
investigación, la conservación del medio ambiente, el aborto, la eutanasia, y la
obligación de los ricos de ayudar a los pobres 106. Singer irrumpe en la escena
académica como el profeta que nos anuncia la nueva “verdad”: la ética tradicional
o ética de las virtudes ha muerto, pues el añejo y sesgado principio (religioso) que
la sostuvo con vida, a saber, la santidad de la vida humana, no sólo es inaplicable
en la actualidad, sino más aún, es inmoral. La ética práctica, en consecuencia, no
está centrada en la idea del bien, o en las virtudes que deben orientar la vida
humana, sino en la compasión, el placer y el dolor. Para este filósofo australiano la
ética de las virtudes se derrumbó al no responder a los nuevos problemas y
desafíos de nuestra época. Más aún, la farsa en que la ética tradicional se ha
convertido es también una tragedia que se repite incesantemente, con pequeñas
variaciones, en las unidades de cuidados intensivos de todo el mundo 107.

Pensar que la vida humana es sagrada no va más allá de ser un sesgo religioso,
impuesto desde la irrupción del cristianismo. Durante los siglos de la dominación
cristiana del pensamiento europeo, las actitudes éticas basadas en estas
doctrinas se hicieron parte de la incuestionable ortodoxia moral de la civilización
europea108, cuyos frutos fueron entre otros la negación de los derechos
reproductivos y el derecho a una muerte digna. Esta nueva ética para estos
nuevos tiempos, se apoya en una “nueva” antropología, cuyo rasgo más distintivo
es la afirmación de que no todos los seres humanos son personas, pues nuestra
pertenencia a la especie homo sapiens no nos garantiza esta condición. Para
Singer una persona es un ser actualmente racional y consciente de sí mismo 109 ,
con conciencia de su propia existencia en el tiempo y con capacidad para tener
necesidades y planes para el futuro110. En consecuencia, aquellos “animales
105
Singer, Peter, Repensar la vida y la muerte, El derrumbe de nuestra ética tradicional, Paidos, Barcelona,
1997, pág. 17.
106
Singer, Peter, Ética Práctica, Cambridge University Press, Gran Bretaña 1995, pág. 1
107
Singer, Peter, Repensar la vida y la muerte, El derrumbe de nuestra ética tradicional, ref. dada,
pág. 17.
108
Ética Práctica, ref. dada, pág. 111.
109
Ética Práctica, ref. dada, pág. 109
110
Repensar la vida y la muerte, ref. dada, pág.213.

161
humanos” (para utilizar su lenguaje) que no son conscientes de sí mismos, que no
pueden defender sus intereses, manifestar sus deseos, proyectarse en el futuro, o
son incapaces de establecer relaciones significativas, como un embrión o una
persona en estado vegetal, no tienen derecho a la vida. Más aún, poseen menos
valor que una “persona no humana”, como, por ejemplo, un cerdo adulto, o según
él la “tan ridiculizada gallina”.

De allí se entienden afirmaciones suyas como “prefiero investigar con un embrión


humano sobrante que con una cobaya”, o “(es lo mismo) matar a un caracol o a un
bebé de un día”, ya que “ni los caracoles ni los bebés son capaces de tener (…)
deseos”. Singer postula “no dar más valor a la vida del feto que a la vida del
animal no humano dado un nivel similar de racionalidad, conciencia de sí mismo,
conocimiento, capacidad de sentir. En el caso que el feto sienta dolor y tenga
algún grado de conciencia (no de sí mismo), “los serios intereses de una mujer
normalmente tendrán mayor peso que los intereses rudimentarios de un feto
incluso consciente111”. Singer descarta de plano cualquier aporte a la resolución de
los problemas morales actuales” provenientes de la “vieja ética”, la “ética
tradicional”, “ética convencional”, “ética de la santidad de la vida”, la “ética
occidental”112 o la ética de las virtudes, pues el criterio de moralidad de los actos
humanos no puede ser el bien, sino la capacidad de sentir dolor o placer. La
bondad o maldad de una acción depende de la cantidad de placer que proporciona
y la cantidad de sufrimiento que evita. “La fuente de la ética está en nuestra
capacidad de sentir simpatía o compasión por otros seres sensibles y de razonar
sobre esa situación, de comprender que los demás tienen deseos, necesidades e
intereses que son tan importantes para ellos como los nuestros para nosotros” 113 .

3.- Los nuevos mandamientos de la nueva moral

111
Idem.
112
Cfr. Repensar la vida y la muerte, ref. dada, en especial el cap. 9.
113
Entrevista realizada a Singer por Javier Sampedro, El País, 11 de mayo de 2002.

162
Singer sintetiza su ética práctica en cinco nuevos mandamientos, que reemplazan
a los cinco “antiguos” propios de una ética de las virtudes.

a) Primer Mandamiento:

Mandamiento antiguo: “toda vida humana tiene el mismo valor”. Singer postula
que en la actualidad nadie puede sostener seriamente que toda vida humana tiene
el mismo valor. Según él los argumentos de quienes defienden esta tesis como
“los papas, los teólogos, los especialistas en ética y algunos médicos”, no pasa de
ser una “retórica que fluye (…) fácilmente de (sus) plumas y sus bocas” 114 ,. Tomar
en serio este mandamiento es un absurdo en cambio, “el nuevo mandamiento
permite reconocer abiertamente que la vida sin conciencia no vale la pena en
absoluto”115. En consecuencia, su nuevo mandamiento es: “reconocer que el valor
de la vida humana varía”.

b) Segundo Mandamiento:

Mandamiento antiguo: “nunca poner fin intencionalmente a una vida humana


inocente”. Singer rechaza este mandamiento pues según él, es “demasiado
absolutista como para tener en cuenta todas las circunstancias que pueden
plantearse”116 Según él sería moralmente licito poner fin a la vida un inocente,
porque el fin, si justifica el medio. En virtud de ello, el mandamiento nuevo que
propone es: “responsabilizarse de las consecuencias de tus decisiones”. Así como
el primer argumento tiende a justificar el aborto, este se orienta a la justificación de
la eutanasia.

c) Tercer Mandamiento

Antiguo mandamiento: “nunca te quites la vida e intenta evitar siempre que otros
se quiten la suya”. Para Singer este mandamiento no es más que un prejuicio

114
Repensar la vida y la muerte, ref. dada, pág. 188.
115
Idem.
116
Ibidem, pág. 190.

163
católico, que ha condenado el suicidio durante casi dos mil años, por considerarlo
un pecado. Distingue entre poner fin a la vida de una persona, a poner fin a un ser
que no es persona, como aquellos que no tienen conciencia de sí mismos. Matar
a una persona contra su voluntad es una injusticia mucho más grave que matar a
un ser que no es persona. Si queremos traducir esto en términos de derechos,
entonces es razonable decir que sólo una persona tiene derecho a vivir 117.
Mandamiento nuevo: “respeta el deseo de morir o vivir de una persona”.

d) Cuarto Mandamiento:

Mandamiento antiguo: “creced y multiplicaos”. Este es otro de los prejuicios


religiosos de una ética que no ha logrado despojarse de esta nefasta tutela.
Mandamiento nuevo: “traer niños al mundo sólo si son deseados”. En este caso
Singer entrega un argumento netamente utilitarista, pues según él es poco ético
fomentar más nacimientos” dado que si continúa el aumento de la población como
hasta ahora la gente que vive en los países en vías de desarrollo no podrá llevar
un tipo de vida como el nuestro 118. Propone, entonces, la eliminación de los hijos
no deseados, aunque sean sanos.

E) Quinto Mandamiento

Mandamiento antiguo: “considera cualquier vida humana siempre más valiosa que
cualquier vida no humana”. Este Mandamiento es según Singer, la expresión más
cruel del especismo, que es un prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses
de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras. Nuevo
Mandamiento: “no discriminar por razón de la especie”. En este último nuevo
mandamiento Singer reafirma sus juicios sobre la superioridad intelectual y moral
de los animales, como un perro o un cerdo, en comparación a un niño con retraso
cognitivo. Este juicio es para él una obviedad, que sólo la arrogancia humana
puede impedir que lo veamos 119. La novedad de Singer consiste en aportar
argumentos éticos: cuando la muerte de un niño discapacitado conduce al
117
Ibidem, pág. 195.
118
Ibidem, pág. 196.
119
Ibidem, pág. 199.

164
nacimiento de otro niño con mayores perspectivas de tener una vida feliz, la
cantidad de felicidad total será mayor si se mata al niño discapacitado (…) Por lo
tanto, si matar a un niño hemofílico no tiene efectos perjudiciales para otros,
según la versión total estaría bien matar al niño 120 . Huelgan los comentarios.

En la ética singeriana no hay espacio para la fragilidad humana. Tributario de su


empirismo radical, de su pragmatismo moral y de su materialismo antropológico,
su ética práctica, deviene “táctica”, pues se estructura a partir de un cálculo
utilitario. Como en el ajedrez, aquel que tiene mayor fuerza, si realiza las jugadas
adecuadas (bien calculadas), y si evita cualquier emoción 121 sin sucumbir a la
presión ambiente, se impondrá siempre al más débil.

Reflexiones finales

Ante este complejo panorama, se impone la pregunta: ¿qué hacer para volver a
una ética de las virtudes? Tomás de Aquino nos enseña que la virtud humana es
un hábito que perfecciona al hombre para obrar bien. Ahora bien, en el hombre
hay un doble principio de actos humanos, a saber, el entendimiento o razón, y el
apetito, pues éstos son los dos motores que hay en el hombre, según se dice en
el libro III del De anima. Por consiguiente, es necesario que toda virtud humana
perfeccione a uno de estos principios. Si perfecciona, pues, al entendimiento,
especulativo o práctico, para el bien obrar del hombre, será una virtud intelectual;
y, si perfecciona la parte apetitiva, será una virtud moral. Resulta, por tanto, que
toda virtud humana o es intelectual o es moral 122 . De este modo, el regreso a una
ética de las virtudes requiere del trabajo de la inteligencia y la voluntad. Hay que
regresar a Tomás de Aquino y no a los gurúes de moda. La filosofía perenne de
Tomás de Aquino basada en el ser es un dique sólido para contener las marejadas
120
Ética Práctica, ref., dada, pág. 230.
121
Dice Singer: Si podemos dejar de lado aspectos emocionalmente conmovedores, pero
estrictamente sin pertinencia alguna que surgen al matar a un bebé, veremos que los motivos para
no matar personas no se aplican a los recién nacidos. Los aspectos conmovedores a los que se
refiere Singer son, por ejemplo, la apariencia pequeña, desvalida y, a veces, atractiva de los niños.
Citado en Ética Practica, ref. dada, pág. 211.
122
Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, Q, 58, art. 3.

165
de relativismo y posverdad que asola nuestra época. No es necesario ser filósofo,
para percatarse que los grandes males, no solo morales que nos aquejan, tienen
su causa en la falta de fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, templanza y
fortaleza.

Como nos enseña Tomás de Aquino, Dios no destruye nuestra naturaleza sino
que edifica sus virtudes sobre las nuestras 123, es decir, la gracia no destruye
nuestra naturaleza, sino que la eleva. No es posible una vida buena sin el ejercicio
de estas virtudes, pues recordando una vez más al doctor Angélico, la persona
humana anhela (en la esperanza) la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.
Ser virtuoso desde una perspectiva tomista significa que el hombre es verdadero,
tanto en su sentido natural como sobrenatural, pues la virtud es, como enseña
Santo Tomás, ultimum potentiae, o sea, lo máximo a que puede aspirar el hombre,
vale decir, la realización de sus posibilidades humanas tanto en el aspecto natural
y sobrenatural. El hombre virtuoso es en consecuencia, aquel que realiza el bien
obedeciendo a sus inclinaciones más profundas.

Tanto la ética indolora, como la ética práctica de Singer constituyen un fiel reflejo
de las sociedades democráticas liberales. Democracias vacías, sin valores, donde
la verdad ya no es una exigencia de su propio funcionamiento, sino más bien un
obstáculo. Democracias que se han convertido según la expresión de san Juan
Pablo II en una especie de totalitarismos encubiertos.

Si la ética indolora la podemos tildar de pos-moral, la ética práctica de Singer, la


podemos llamar inmoral. Ambas, son éticas de la “buena vida”, pero no de la “vida
buena”. Aunque la ética indolora se funda en el placer y la ética práctica en la
utilidad, ambas suponen en la base el sentimiento de agrado o desagrado, y
persiguen el bienestar (psicológico, emocional, económico), que no es
necesariamente el bien. Por una parte, es fácil entender el “éxito” de una ética
indolora. Todos queremos ser exitosos sin renuncia, todos queremos sin
esforzarnos demasiado dormir con la conciencia tranquila. Por otra, cuesta
entender como una ética a lo Singer, posee tantos adherentes. Una de sus
123
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 1, a. 8, ad 2.

166
colaboradoras directas, Helga Kuhse, comenta que Singer “es casi con seguridad
el más conocido y más leído de los filósofos contemporáneos (…) uno de los más
influyentes y el que ha cambiado más vidas que ningún otro filósofo del siglo
XX”26124 . La revista Times lo consideró el año 2005 como una de las cien
personalidades más influyentes del mundo. Insisto, cuesta mucho entender este
modo de vivir moralmente. Singer me respondería que no logro entenderlo porque
soy un dogmático, retrogrado partidario de la ética de las virtudes. ¡Si es así, mea
culpa! Queda pendiente una tremenda y dramática pregunta, que obviamente no
podemos responder acá: ¿en qué medida aquellos que creemos en una ética de
las virtudes o que nos sentimos representados por ella, somos en la práctica
portadores de la antorcha de la ética indolora, o lo que es peor cómplices por
comisión u omisión de la ética práctica?

124
Helga Kuhse, Peter Singer, desacralizar la vida humana, Madrid 2003, pág. 12.

167
Bibliografía básica

168

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