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Percepciones

y diagnósticos.
Bruno Ruiz

En 1936, Walter Benjamin anticipó la destrucció n del aura en la obra de arte y su


re-politizació n en el marco del ascenso de Hitler a la cancillerı́a alemana; con el
cine como punta de lanza, Benjamin reubica al arte en el cajó n de las
herramientas capaces de combatir un capitalismo y fascismo irrefrenables. Hoy, a
má s de ochenta añ os de la publicació n de “La obra de arte en la era de su
reproductibilidad técnica”, una parte del valor exhibitivo del objeto artı́stico ha
sido desplazado y sustituido por los valores procesuales y temá ticos (mucho ha
tenido qué ver el Internet, quien ha minado el lugar que poseı́an las salas de
exposició n despojando al autor de toda exclusividad en su propia obra al
democratizar la libre alteració n y distribució n de originales a lo largo y ancho de
la red), pero al mismo tiempo, las predicciones de Benjamin con respecto al papel
de las artes en la era post-industrial se han visto frenadas –si no detenidas- por la
capacidad de absorció n de los dispositivos capitalistas que reposicionan al arte
en zonas de consumo: el marketing cultural sujeto a la oferta y demanda en un
sistema que se niega en dejar ir todo aquello que lo ratiMica.

Ası́ mismo la era posmoderna trajo consigo la entelequia de la


multiculturalidad, que si bien dio luz a zonas obscenas en las sociedades
occidentales a inicios de los añ os 80’s, parió el sentimentalismo melodramá tico
que despué s se volverı́a abono para las campañ as publicitarias del siglo XXI. No
debemos olvidar el é xito que tuvo el Live Aid organizado por Bob Geldof y Midge
Ure en 1985 en pro de erradicar la deuda que tenı́a la mayor parte del continente
africano frente a las principales potencias mundiales, y que despué s se volverı́a
una franquicia bastante rentable que sobrevivió hasta 2005. Y es que, con las
vanguardias detrá s, el posmodernismo anuló la idea sagrada del arte y lo
democratizó en té rminos de accesibilidad generando el efecto que Bataille
denomina normalización de la transgresión: al no existir prohibició n sagrada, no
existe el sentimiento de transgresió n y, por lo tanto, todo entra al circuito de lo
posible, de lo asimilable, de lo normalizable: la utopía vuelta aporía, la
transgresión nihilista del dı́a a dı́a, la metaBísica del hipster.

Fatalismo aparte, la desacralizació n del arte dio frutos que nutrieron reformas
en materia artı́stica que hoy luchan en contra de la asimilació n salvaje por parte
del capitalismo. Sin embargo, al no existir movimientos sociales claros qué
legitimar, es decir, al pervivir en una é poca en la cual la tolerancia es la bandera
que el sistema despliega para cobijar las estructuras de normalizació n traducidas
en apatı́a, estas formas de arte son como cubetadas de agua ante un incendio
forestal. Los creadores de arte sı́ piensan –claro que lo hacen- en có mo destruir
las amarras, sin embargo no pueden dejar de existir inmersos en un sistema
burocrá tico que superpone la rentabilidad a la osadı́a, y la estimulació n
econó mica a la utopı́a.

El sistema de becas, por ejemplo, que sostiene una gran parte de la creació n
artı́stica en Mé xico se rige a partir de reglas que devienen de un modo de
producció n que prioriza el impacto en medios dentro de la é lite del arte
institucionalizado. El objeto artı́stico es contemplado desde su viabilidad
econó mica, viabilidad que pretende la legitimació n de un sistema que deja fuera
todo aquello que no es estandarizable, encasillable o etiquetable segú n el
ré gimen esté tico vigente. Al mismo tiempo, este modo de producció n desplaza el
cará cter procesual de algunas formas de hacer hacia un ejercicio de compra-
venta con el Min de concluir en un producto de “calidad efectiva” que pueda
generar capital. Resulta obvio, pues, que en un sistema de producció n como é ste
cualquier intento por insertar temá ticas que tiendan a la movilizació n y
generació n de conocimiento esté tico, polı́tico y social no dejan de jugar en el
á mbito de lo naive y se quedan en el sentimentalismo unilateral de alguien que
pretende salvar al mundo desde una trinchera situada en el vacı́o.

El humano como target, como cliente que consume un producto circunscrito en


el marco del entretenimiento o showbuissnes muta en cifras y estadı́sticas,
mientras que el artista adopta el disfraz del redactor publicitario. Y para muestra
un click: Avelina Lesper, la mesı́as del arte (lé ase con todo el sarcasmo posible),
expresó que el paradigma publicitario se imponı́a al arte conceptual
contemporá neo en tanto que el primero genera un impacto directo en el sujeto y
es autorreferencial; é ste no necesita explicació n, aquel sı́ y, por lo tanto, no es
má s que basura conceptual. Má s allá de los absurdos imperativos categó ricos de
Lesper, la ané cdota funciona como punto en el mapa de una serie de sı́ntomas de
una enfermedad autoinmune en la cual el arte está hundido –por lo menos en
Mé xico-, y de la cual el teatro no escapa –me atreverı́a a decir incluso que es el
arte má s enfermo-.

Invadido de feudos, el gremio teatral mexicano se suscribe en á mbito del


ejercicio clientelar que ratiMica los imaginarios de miedo y desconMianza al
espectacularizar todo aquello que critica. Incluso la formació n acadé mica
despolitiza las manifestaciones de la curiosidad post-adolescente y conquista los
cuerpos de los estudiantes al dividirlos en los que piensan y los que hacen (aquı́
se posa el peligroso paradigma del liberalismo actoral que, sin tacto alguno, los
docentes confunden con terapia, y las y los alumnos malinterpretan como
sexualidad desenfrenada al no encontrar puntos de fuga para las frustraciones
mal manejadas y detonadas por ejercicios psicologistas con tal de alcanzar la
verdad escénica). El teatrero no piensa en la polı́tica como zona de disenso, sino
como panMleto autorreferencial y dogma romá ntico que no dialoga con nada; de
esta manera el teatro se vuelve inmune a la evolució n del á mbito social y
Milosó Mico degradando su é tica al hacer por hacer.

Las preguntas saltan y se revuelcan: ¿qué hacer ante un panorama ası́?, ¿có mo
romper con estas inercias?, ¿có mo hacer para que el arte permeé o acompañ e los
Mlujos sociales y deje a un lado los soliloquios de revolució n? Las discusiones son
muchas y las teorı́as má s, pero algo es cierto: la respuesta no está en la esté tica.
Hay que dejar esa á rea a los publicistas, a los arquitectos, a los urbanistas y a los
polı́ticos. Habrı́a que repensar el arte como á reas de conocimiento e
investigació n que inventen nuevas subjetividades: el arte y el teatro como matraz
de imaginarios, como lugar de alquimia para nuevas subjetividades que
expandan sus raı́ces hasta todos los rincones de la sociedad. Habrá que
reinventar al artista como sujeto actante que detone su propio crá neo con tal que
los sueñ os sirvan de alimento para la historia; un artista revolucionario desde la
propia vulnerabilidad -porque carece de un aparato legitimador-, un individuo
social que se ratiMique a sı́ mismo desde el arte, participante, activo, un activista
del espı́ritu humano. El arte, el artista y el mundo como rizomas polı́ticos,
sociales y humanos indestructibles por tanto, y sobrevivientes del Apocalipsis
solipsista.

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