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Capítulo 7
LOS CASTELLANOS EN MESOAMÉRICA

7.1. LA CONQUISTA DE MÉXICO

Hernán Cortés, un joven aventurero de mediana educación y cierta experiencia


curial, nacido en el seno de una familia de la hidalguía pobre extremeña, llegó a La
Española en 1504 y después pasó a Cuba, donde fue secretario y compadre de su pri-
mer conquistador, Diego Velázquez. Cortés comenzó en 1519 la conquista de México.
Desde el inicio de su aventura contó con dos personajes clave que le sirvieron de me-
diadores lingüísticos —en maya y en náhuatl— entre los castellanos y los indígenas,
Gerónimo de Aguilar y Malintzin (conocida también como doña Marina o la Malin-
che), español uno e indígena la otra. Cortés fundó la Villa Rica de la Vera Cruz e inició
su periplo hacia el interior de la Tierra Firme, pese a las reiteradas solicitudes de los
enviados de Tenochtitlan para que no avanzara sobre sus territorios. Y a pesar también
de las precisas instrucciones de su mandante, Diego Velázquez, dadas en octubre de
1518, cuya preocupación fundamental era el rescate de «oro, piedras preciosas, per-
las e otros metales, especierías e otras cualesquier cosas… [y] sabido que en las di-
chas islas e tierras hay oro, sabréis de donde y cuando lo hay e si lo hobiere de minas y
en parte que vos los podáis haber, trabajar de lo catar e verlo» (Instrucciones de Die-
go Velázquez). Cortés desobedeció a su capitán y compadre, y avanzó hacia el inte-
rior dando inicio al proceso que condujo a la caída del dominio de la Triple Alianza
en esas tierras mesoamericanas.
La alianza que estableció con los tlaxcalteca —que como ya hemos visto, eran vie-
jos enemigos de los mexicas— consolidó el avance cortesiano. En su paso por Cho-
lula (Cholollan), uno de los santuarios religiosos más antiguos y prestigiosos de
Mesoamérica, Cortés, ante rumores de supuestas traiciones de los cholulteca, organi-
zó una matanza preventiva . Esa terrible primera matanza consiguió los efectos «peda-
gógicos» buscados, el camino hacia Tenochtitlan estaba abierto. Tanto así que el
«huehuyetlathoani» mexica, Moctezuma, se apresuró a enviar «embajadores» y ricos
presentes al caudillo extremeño a modo de bienvenida. Entrando por la calzada de Ixta-
palapa, Bernal Díaz nos cuenta «y desde allí vimos tantas ciudades y villas pobladas
en el agua y en tierra firme otras grandes poblaciones y aquella calzada tan derecha por
nivel como iba a México (Tenochtitlan), nos quedamos admirados y decíamos que pa-
recía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes
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torres y cues y edificios que tenían dentro en el agua y todas de cal y canto; y aun algu-
nos de nuestro soldados decían si aquello que veían si eran entre sueños». Moctezuma
recibió con honores a Cortés y lo instaló en palacio. Entretanto, Pánfilo de Narváez,
enviado por Velázquez había llegado a Veracruz con ordenes de apresar al caudillo
extremeño. Cortés —ya convertido de huésped en carcelero de Moctezuma— partió de
Tenochtitlan para enfrentar (y derrotar) a Narváez, dejando en la ciudad al violento
Pedro de Alvarado al mando de la situación. Éste irrumpió en una fiesta religiosa mexi-
ca dedicada a Huitzilopochtli —que había sido permitida por el propio Alvarado—
arrancó con violencia las joyas y ricas vestiduras de los jóvenes oficiantes, a quienes
«desnudos, en cueros, con solamente una manta de algodón a las carnes, sin tener en
las manos sino rosas y plumas, con que bailaban, los metieron todos a cuchillo». Las
límpidas palabras del padre Durán nos eximen de toda hipérbole al recordar el hecho
que se conoce como «matanza del Templo Mayor». Ante ella, la violenta reacción
mexica no se hizo esperar y Cortés hubo de volver apresuradamente a la ciudad, atrin-
cherándose en el palacio de Moctezuma, él intentó sosegar la rebelión colocando al
propio «tlathoani» como apaciguador; éste resultó muerto por sus súbditos, y los cas-
tellanos tuvieron que huir de Tenochtitlan, muriendo muchos de ellos en el intento in-
fructuoso de salvar el oro y las joyas que cargaban. Si bien todas las cifras son aproxi-
mativas, alrededor de ciento cuarenta de los invasores europeos dejaron allí sus huesos.
El resto, con Cortés a la cabeza, se refugió en Tlaxcala para intentar rehacerse.
Dejaron los castellanos Tenochtitlan y el valle central fue alcanzado por la viruela
(de acuerdo a la tradición, un esclavo de Pánfilo de Narváez la introdujo desde Vera-
cruz). Ante el impacto de esta enfermedad importada, frente a la cual los nativos ame-
ricanos estaban completamente demunidos, la mortandad fue enorme y ésta es sólo la
primera oleada de un hecho que se repetió con fatal regularidad. El propio Cuitlahuac,
el caudillo mexica recientemente elegido para resistir a los invasores, murió durante
este brote epidémico. No había desaparecido aún la epidemia y ya los invasores se
hallaban de nuevo en los alrededores del área lacustre. Cortés, que había comprendido
que sólo interrumpiendo el abasto de víveres de la ciudad insular podría vencerla,
estableció alianzas con varios de los señoríos de la región lacustre y comenzó a hos-
tigar duramente a los de Tenochtitlan. Construyó unos bergantines para poder acer-
carse con sus hombres y caballos hasta la ciudad, adonde entró a sangre y fuego. Y des-
pués de una lucha de casi ocho meses, la resistencia mexica resultó completamente
vencida. La mortandad y destrucción fueron enormes. La otrora orgullosa cabecera de
la Triple Alianza quedó en ruinas. Nuevamente, evitemos la hipérbole y dejemos la
palabra a un cronista como Bernal Díaz cuando habla de la villa de Ixtapalapa: «Aho-
ra toda esta villa está por el suelo perdida, no hay cosa en pie…», así quedó Tenoch-
titlan ese 13 de agosto de 1521.

7.2. LAS CONSECUENCIAS DE LA CONQUISTA

Este período inicial está marcado por tres características fundamentales: se trata
del primer momento grave de contracción de la población indígena —efecto sobre
todo de las primeras epidemias— y de la consiguiente contracción en la ocupación del
territorio como una de sus primeras consecuencias. Los indígenas no sólo comienzan
a perder —en manos de los europeos— una parte de su territorio, sino que se inicia
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también lentamente el proceso de fractura del ecosistema prehispánico y de pérdida


progresiva del acceso a un complejo sistema de multiplicidad de recursos.

La catástrofe demográfica

Las últimas estimaciones de Cook y Borah para México central (desde el istmo de
Tehuantepec en el sur hasta la frontera chichimeca en el norte), presentan las cifras
siguientes: para el momento del contacto, es decir 1519, se calculan unos 25,3 millo-
nes de habitantes; éstos serían unos 16,8 millones en 1523 para descender a la cifra
de 6,3 en 1548 y de 2,6 millones en 1568. Según estos mismos autores, en 1605 ape-
nas se llegaría al millón de habitantes en esa área. Es posible que esta estimación sea
excesivamente alta. William Sanders da una cifra inicial de 11,5 millones, en lugar de
los 25 millones de esos dos autores señalados. Sea como sea, los números de Sanders
para principios del siglo XVII coinciden con los de Borah y Cook; pasar de 11,5 millo-
nes a un poco más del millón de habitantes en un siglo escaso, es indudablemente una
catástrofe demográfica de amplitud excepcional.
Nuestros estudios sobre el valle de Atlixco, en el área poblada de la meseta cen-
tral, nos permiten un acercamiento más directo a cifras puntuales. El cuadro 7.1 nos
muestra esos datos para dos pueblos indígenas, situados a escasos kilómetros uno del
otro, pero a una sensible diferencia de altura —y de accesibilidad— en el valle.
Subrayemos que nuestras primeras cifras parten de 1548, cuando ya habían pasado
las ondas epidémicas de la viruela de 1520, y el matlazahuatl de 1547, y nos brinda
una idea cabal de las dimensiones de la catástrofe. Resulta muy difícil saber cuál es
el punto de partida inicial para estos datos, pero, si en 1755 vivían 12.347 indígenas
en los pueblos y las haciendas del valle de Atlixco, no parece descabellado suponer
una población superior a los 100.000 habitantes para el valle en los últimos años del
período prehispánico. Pero también hay que subrayar las diferencias entre el desem-
peño de Huaquechula y Tochimilco, pues mientras aquélla pasa de 10.329 en 1568 a
2.646 en 1755, en un largo e irreversible proceso de decadencia, Tochimilco en cam-
bio, va de 4.521 en 1568 a 1.824 en el año 1755, habiendo remontado a ojos vista des-
de las cifras de 1646, cuando tenía 1.161 indios. En una palabra: la catástrofe
demográfica es una realidad indudable, pero, no afectó a todos los indígenas por igual,
incluso en un área tan estrictamente delimitada como el valle de Atlixco y en pueblos
muy próximos entre sí. Tochimilco, mejor protegido en las alturas del valle y vinien-
do de una trayectoria prehispánica diferente, pudo soportar mejor la debacle demo-
gráfica que Huaquechula. Pongamos otro ejemplo poblano, el de Tepeaca. Según la
Suma de Visitas de c. 1548, Tepeaca y Acatzingo contaban con más de 62.000 habi-
tantes; Cook y Borah dan la cifra de 21.879 habitantes para 1568 y de acuerdo con el
Códice franciscano, el curato tendría hacia 1570 una población de unos 18.000 indios.
La «Relación de Tepeaca» de 1580 habla de 8.000 vecinos y en 1646 serían unos
8.229 indios, nuevamente según Cook y Borah (y siempre incluyendo Acatzingo). Los
tributarios de la entera jurisdicción reflejan también esa caída impresionante durante
el XVI y su lenta recuperación desde mediados del siglo XVII. Es notable como la
«Relación de Tepeaca» de 1580 —al igual que otras relaciones geográficas de la re-
gión poblana— dejan percibir la nítida memoria que los indígenas tenían de las epi-
demias del siglo y de sus consecuencias; esa fuente no olvida señalar que «…faltara
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CUADRO 7.1. VALLE DE ATLIXCO: HUAQUECHULA Y TOCHIMILCO, EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN,


1548-1755

Huaquechula Tochimilco

1548 17.495 s/d


1568 10.329 4.521
1580 5.594 2.000
1595 5.625 s/d
1648 2.922 1.161
1755 2.646 1.824

FUENTES: Huaquechula: 1548 véase Suma de Visitas, PNE, tomo I, pp. 111-112; los 16 «barrios» y pue-
blos, tiene 3.499 casas c. 1548 y, por lo tanto, pasadas dos de las más grandes epidemias del siglo XVI, ello
nos daría unos 17.495 habitantes, utilizando un multiplicador «bajo» de 5 habitantes por casa (Cook y
Borah prefieren multiplicar por 6,28); las cifras de 1568, 1595 y 1646, en S. F. Cook y W. Borah, Ensayos
sobre historia de la población. México y California, III, Siglo XXI, México, 1980, pp. 27 y 37; la de 1580,
en AGI-Patronato 183, 1, ramo 3 (hemos aplicado el multiplicador 2,8 aconsejado por Cook y Borah); los
datos de 1755, en AGNM-Inquisición 937. Tochimilco: las cifras para 1568 y 1646, en Cook y Borah,
p. 30; la de 1580 en PNE, tomo VI, p. 255, y la de 1755, en AGNM-Inquisición 937. Los multiplicadores
de Cook y Borah para la relación entre «casas» y población de acuerdo con los datos de la Suma de Visi-
tas, en Ensayos sobre historia de la población. México y el Caribe, I, Siglo XXI, México, 1977, p. 131.

el dia de oy de la gente que abia el dia que los españoles entraron de diez partes las
nuebe…», dando una evaluación para la población prehispánica que coincide bastan-
te con estas cifras.
En el capítulo 10 nos extendemos ampliamente sobre las complejas causas de este
hecho y no repetiremos los argumentos en él desarrollados. Recordemos solamente
nuestras conclusiones. Hay aquí una cadena causal compuesta por los siguientes ele-
mentos principales: ritmo de trabajo – dieta – epidemia, y todo ello condicionado por
un marco general de situación en el que reinan la violencia desatada por los invasores
y en el cual se halla omnipresente ese estado anímico tan particular que podemos lla-
mar «desgano vital»; es decir, ante la exigencia de ritmos de trabajo agotadores (y en
general, ajenos al sistema de valores del universo cultural indígena) frente a una die-
ta muchas veces empobrecida, no sólo en cantidad, sino, sobre todo, en calidad y en
diversidad (por efecto de la pérdida progresiva del acceso a determinados recursos y
también con frecuencia, a causa del impacto ambiental ocasionado por la irrupción
europea) los ataques de las epidemias resultarán mucho más mortíferos. Y cada uno
de estos elementos reactuó en forma de acelerador, es decir, catalíticamente, empu-
jando inexorablemente en un círculo «vicioso» al descenso de la población.

Las manifestaciones más tempranas de las relaciones con la sociedad indígena

Durante el primer período de la conquista, es decir, hasta la instauración de la


segunda Audiencia en enero de 1531, asistimos a un primer momento de auténtico
«pillaje» de la sociedad indígena. El primer sistema de trabajo que los conquistado-
res impusieron a los indios fue la esclavitud lisa y llana. Antes de la caída de Tenoch-
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titlan ya se habían repartido esclavos indios en Cholula, Texcoco y Cuernavaca, entre


otros lugares. Y en el lejano norte, la institución tuvo larga vida.
De inmediato —y ante algunas protestas eclesiásticas— fue ocultada detrás de una
institución: «la encomienda». Ésta —de lejanos origines medievales— había renaci-
do en las Antillas como sistema de explotación de la mano de obra indígena. Median-
te este sistema, un poblador europeo era el encargado de percibir «a nombre» de la
Corona el tributo que los indios supuestamente debían como súbditos del monarca
español y se obligaba a «cristianizar» a sus indios como contrapartida. Se trataba fun-
damentalmente de un traspaso —a título gracioso y otorgado por el soberano a los
conquistadores— de renta en trabajo (y, en el caso de México, también de renta en
productos y en metálico) de la sociedad indígena a la naciente sociedad española de
la colonia.
Ésta fue también la época de las primeras construcciones eclesiásticas y civiles de
los españoles. En México, la construcción de los grandes conventos del valle de Méxi-
co y la ciudad que se elevara sobre las ruinas de Tenochtitlan, mereció el siguiente y
lapidario comentario de Motolinía (fray Toribio de Benavente):

La séptima plaga (que se abatió sobre los indios, fue) la edificación de la gran ciudad
de México … porque era tanta la gente que andaba en obras o venían con materiales y a
traer tributos y mantenimiento a los españoles y para los que trabajaban en obras…

En otras palabras, lo más preciado que la sociedad indígena podía entregar a los
invasores durante esta primera etapa era su trabajo. Incluso había bolsones de escla-
vitud lisa y llana de los indios. La situación reinante puede resumirse nuevamente en
otras palabras del citado Motolinía, cuando hablando de la «tasa» de la encomienda,
dice «… su boca [la de los encomenderos] era medida y tasa de todo lo que podían
sacar en tributos y en servicios personales…». Un ejemplo de esta primera época nos
da idea de cómo funcionaba la encomienda en esta etapa. Tepetlaoztoc, cabecera loca-
lizada al noreste de Texcoco, en el Valle de México, en cinco años pasó de mano en
mano, a nombre de tres encomenderos que sacaban del pueblo todo lo que podían, sin
medida ni «tasa»: al primero le daban en cada año treinta pesos de oro, una carga de
mantas finas y 3.000 fanegas de maíz; al segundo encomendero, 120 pesos de oro y
21 cargas de mantas finas; al tercero, 120 pesos de oro, 12 cargas de mantas, 800 car-
gas de fríjoles, 800 cargas de maíz «molido» y 36.600 cargas de maíz común, y así
sucesivamente. Además, en esta etapa turbulenta, las encomiendas cambiaban de
mano al ritmo de los enfrentamientos entre los diversos clanes de conquistadores y sus
huestes.
En México central esta etapa de auténtico pillaje finalizó con la llegada de la
segunda Audiencia (1531), que intentó introducir alguna mesura en la ambición de los
encomenderos. Por supuesto, en áreas alejadas de los centros de poder, esta etapa del
pillaje se extendió bastante más allá de ese período. Todavía a finales del siglo XVI, los
chichimecas capturados en el norte novohispano eran regularmente vendidos como
esclavos.
Le siguió un segundo período que podríamos llamar de «transición». Un elemen-
to central de esta fase fue la transformación de la renta de la encomienda, que pasó de
ser una renta mayoritariamente entregada en trabajo a una renta mayoritariamente
entregada en productos; hemos dicho «mayoritariamente», y no exclusivamente. En
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México, dada la tradición prehispánica de tributar en objetos preciosos y en diversos


productos, esta etapa se venía esbozando muy claramente desde antes. En otras pala-
bras, el excedente agrario —absorbido por el sector dominante español como ren-
ta— se orientó, transformado en mercancía, hacia los mercados mineros y urbanos.
La circulación mercantil de este excedente (generalmente en manos de los propios
encomenderos o de mercaderes ligados a éstos) refleja algunos aspectos de la nueva
economía en formación, pero, la producción del excedente —que sigue siendo con-
trolado por la sociedad indígena— aparece todavía como una prolongación del anti-
guo sistema de producción. Así pues, en esta etapa, las empresas productivas contro-
ladas por los europeos desempeñaron un papel de escasa importancia. En México
abarcó desde la segunda Audiencia (1531-1535) hasta los primeros años del gobierno
de Luis de Velazco, el Viejo (1550-1564), es decir, los años 1531-1555. Se introduce
ya una demarcación y una exigencia precisa en cuanto a la tasa de la encomienda (los
indios deben tributar «lo que buenamente puedan dar»). Las especies son muy diver-
sas y los servicios muy variados. Esta etapa finalizó en México con la abolición del
servicio personal y con la instauración oficial de los «repartimientos de trabajo» que,
si bien no tienen nada que ver con las encomiendas y el tributo real, es obvio que esta-
ban estrechamente ligados con la desaparición del servicio personal de la encomien-
da establecido en 1549.
En esta fase, además del fracaso estrepitoso de los encomenderos por convertirse
en una verdadera clase feudal y la Corona —ya jaqueada en la propia península por
la gran nobleza castellana— no se dudó en usar el cadalso para contener a los seño-
res americanos más revoltosos, dictando una serie de normas jurídicas que limitaban
claramente su poderío y ponían coto a la libre disposición de la fuerza de trabajo indí-
gena y a la conversión de la encomienda en un auténtico feudo hereditario (Leyes
Nuevas, 1542; leyes de retasa, 1546 ; supresión del servicio personal, 1549). Asímis-
mo, y para controlar más eficazmente a los encomenderos, este período vio también
la instauración de las estructuras político-jurídicas fundamentales del poder colonial,
con la creación de la figura del virrey ocupada por vez primera por Antonio de Men-
doza en 1535. Por otra parte, esta etapa estuvo marcada por la terrible epidemia de
1545-1548 (matlazahuatl) que acabó en el valle central con cerca de la mitad de la
población tributaria. Y finalmente, ésta fue también la época de los primeros grandes
yacimientos de minerales (Taxco, Pachuca y Zacatecas se descubrieron entre 1540 y
1546). En el momento en que comenzaban seriamente los «efectos de arrastre» de la
demanda minera, la sociedad indígena tenía muchas dificultades para cumplir con
todas las exigencias de los europeos.

7.3. ECONOMÍA DE LA COLONIA TEMPRANA EN MÉXICO

Las ciudades, las minas y el mercado

Una vez pasados los años iniciales de la conquista, la sociedad que ha surgido en
la colonia comienza a dar visos de una situación duradera. Como hemos dicho, uno
de los aspectos que caracterizan esta etapa fue la constitución de las estructuras de
poder que aseguraban el control y el dominio político de esta sociedad. A su vez, una
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Sombrerete

Cuencamé
Mazapil
Durango

Zacatecas
San Luis Potosí
Golfo
Guanajuato de
Pachuca México
México
Puebla
Taxco

Océano Pacífico

0 km 500

MAPA 7.1. LAS MINAS NORTEÑAS. PRINCIPALES CENTROS MINEROS (SIGLO XVI)

de las consecuencias de esta época de formación de la economía colonial fue la cons-


trucción de las primeras ciudades, centros y núcleos de la dominación española sobre
las comunidades vencidas. Como hemos visto, estas ciudades se edificaron gracias al
trabajo de los indios, sean como meros esclavos en la primerísima época, sea en con-
cepto de servicio personal debido por la encomienda un poco más tarde. Sin embargo,
las ciudades no sólo necesitan ser edificadas, sino también aprovisionadas de forma
regular.
De esta forma, la ciudad se convierte en uno de los primeros centros de consumo
y atracción económica surgidos en el espacio colonial. La ciudad exige pan; por lo
tanto, es necesario portar harina o trigo desde donde sea posible cultivarlo. La ciudad
necesita maíz para los indios que allí habitan en forma estable. Requiere de carne, tan-
to de ganado mayor como menor. Necesita leña para calentarse y encender el fuego;
requiere materiales para la construcción: ladrillos, cal, piedra, arena… Así es como
alrededor de las ciudades surgieron los ranchos, las haciendas, las estancias y los
obrajes textiles para alimentar y vestir a la población urbana. Utilizando una mezcla
de técnicas indígenas y europeas y con mano de obra indígena y esclava, los obrajes
fueron en sus inicios verdaderas cárceles: en algunos se encadenaba a los trabajado-
res. Indios endeudados y traspasados al obraje por el titular de la deuda, mestizos o
indios reos de diversos delitos y cuyo castigo era el trabajo en el obraje, esclavos
negros en fin. Muchas veces, al morir un indio endeudado, su hijo «heredaba» la deuda
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y era obligado a acudir al obraje. Las comunidades indígenas cercanas a las ciudades
fueron las primeras en sufrir la acción disruptora de las exigencias de bastimento, ali-
mentación y vestido de la población urbana.
Por otra parte, hay diversos tipos de ciudades. Unas son preponderantemente polí-
ticas y administrativas, donde el centro de atracción inicial es la presencia de la
Audiencia, del gobernador o de un virrey. Hay algunas fundamentalmente mercantiles,
por hallarse en una ruta de paso vital para la economía de una región. Otras se hallan
ligadas a un puerto y del que reciben gran parte de su impulso económico. Y, final-
mente, hay ciudades que están estrechamente relacionadas con los reales de minas,
convirtiéndose en un centro de producción artesanal y en un espacio privilegiado para
las transacciones mercantiles y financieras ligadas a la explotación minera. Tanto las
ciudades, como los centros mineros, formaron una red de mercados que impulsaron a
las diversas regiones a estructurarse productivamente en función de la provisión de
esos mercados. Se trata de lo que ha sido denominado «efecto de arrastre» de los po-
los mineros y urbanos que impelen a las economías regionales a transformarse en pro-
veedoras de esos mercados. Pero la diferencia más marcada de la minería mexicana
temprana con relación a la del área andina, es la excentricidad de los asientos mine-
ros en relación a la meseta central, la región de mayor concentración humana y pro-
ductiva de la naciente colonia. Salvo Pachuca y Taxco, relativamente próximas a la
capital, el resto de los asientos mineros que se fueron descubriendo (1546, Zacatecas;
1557, Guanajuato; 1558, Sombrerete; 1563, Durango; 1568, Mazapil; 1569, Cuenca-
mé; 1592, San Luis Potosí) se hallaban en el norte, a cientos de kilómetros del valle
central. Ello dio lugar a la constitución de una frontera minero-agraria que, a medida
que nuevos descubrimientos mineros la iban internando hacia el norte, fue expan-
diéndose a distancias cada vez mayores de la capital colonial. Esto tendría efectos
duraderos en las formas laborales imperantes en la minería novohispana y en la con-
formación de los espacios productivos que la circundaron.

¿Cómo nacen las nuevas formas laborales?

Ya hemos visto que, una vez acabado el primer momento de estricto pillaje, fue
indispensable comenzar a ordenar el acceso al trabajo indígena (aunque sólo fuera
para no desperdiciar más vidas en un momento ya de aguda crisis demográfica). Para
ver más de cerca este proceso, lo observaremos a través del ejemplo del valle de Atlix-
co, en el área poblana de la meseta, cuya demografía hemos analizado brevemente en
las páginas precedentes.

Los gañanes

Antes de que los españoles llegaran al valle, ya estaban dadas algunas de las con-
diciones para el desarrollo de relaciones productivas semiserviles. En efecto, según
los datos de la Matrícula de Huexotzinco (1560), en uno de los poblados que bordeaba
el valle, Acapetlahuacán, se concentraba la mayor parte de los «macehuales terraz-
gueros» dependientes de los señores huexotzinca. Y si bien, como por otra parte reco-
nocen todos los autores, es muy difícil atribuir sin más al período anterior a la con-
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quista estos datos fechados en 1560, este hecho es congruente con lo que ya sabemos
sobre la historia prehispánica del valle, pues los huaquechulteca, huexotzinca y cal-
paneca se disputaron arduamente esas tierras. Una vez derrotados los huaquechulte-
ca, los huexotzinca y calpaneca poblaron el área con colonos que eran terrazgueros
dependientes de los señores de Huexotzinco o sometieron a los macehualtin de los
nobles huaquechulteca. De ahí que, según la fuente citada de 1560, no hubiese en ese
entonces, macehuales con tierras en Acapetlahuacán. Y que incluso hubiese muy
pocos pipiltin, pues sólo el 4 por 100 de la población era noble en 1560. También
sabemos, gracias a varios estudios (Carrasco, Broda, Dyckerhoff, Prem, L. Reyes,
Olivera y H. Martínez), que esa categoría de «macehuales terrazgueros» del área
poblana, en poco se distinguía de los auténticos terrazgueros que los castellanos
conocían en su propia tierra como campesinos dependientes de los señores. No tenían
derechos jurídicos sobre la tierra más allá del usufructo y estaban obligados a realizar
prestaciones personales y al pago de tributos en especie a sus «señores naturales», en
retribución por el usufructo de las parcelas que ocupaban. Y este sistema sobrevivió a
la invasión europea, pues las fuentes nos dicen que hasta una época bastante tardía
—últimas décadas del siglo XVI— hay todavía rastros de la existencia de estos mace-
huales terrazgueros estrechamente dependientes de los líderes étnicos en la región
poblana. En este aspecto, una vez más, el área poblana se diferencia del valle de Méxi-
co, en donde el proceso de «liberación» de los macehuales terrazgueros del control de
los señores étnicos parece haber comenzado ya desde las décadas de 1550 y 1560.
Eran aquellos que Alonso de Zorita ha llamado «mayeques», «labradores que están en
tierras ajenas»; no tienen tierras y pagan una renta que «… era parte de lo que cogían
o labraban una suerte de tierra al señor…y así era el servicio que daban de leña y agua
para la casa».
La primera mención cronológica que tenemos a la existencia de indios «asalaria-
dos» («gañanes») de los españoles en el valle está dada por Peter Gerhard y se refie-
re a la existencia de una congregación de indios «agricultores y naboríos» en 1550.
Y nuevamente tenemos que volver a la Matrícula de Huexotzinco de 1560. Según
Pedro Carrasco, la gran mayoría de «los que labran la tierra con bueyes», aparece, se-
gún ese documento, en Acapetlahuacán. De acuerdo a la misma fuente también en
Acapetlahuacán hay macehuales carreteros en 1560. Los gañanes que los españoles
comienzaban a tener muy rápidamente en el valle (y que tuvieron el derecho a una
pequeña parcela) se fueron asimilando poco a poco así a los antiguos terrazgueros
prehispánicos e incluso, según Dyckerhoff y Prem, cuando se vendía una parcela per-
teneciente a un señor étnico que tenía macehuales dependientes, «daban obediencia al
nuevo propietario, aunque fuese español». Y al parecer, sucedía algo similar en otros
lugares del área poblana, como es el caso de Tecali y, muy probablemente, Tepeaca.
No ha de extrañarnos, pues, que, con ocasión de una visita en 1599, un vecino espa-
ñol de Atlixco se refiera a sus gañanes diciendo que a «estos dichos indios los ha ido
adquiriendo … de diferentes partes». Además, es obvio que la extensión del fenóme-
no de la gañanía está relacionado con una serie bastante más compleja de variables
estructurales y es inseparable del problema del control de los principales recursos
(tierra y aguas, en este caso) y de las alteraciones en la locación de los pueblos indí-
genas en el valle. Los antecedentes prehispánicos son sólo un elemento de aceleración
del fenómeno.
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150 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

El repartimiento de trabajo

Pero había otro sistema laboral en beneficio de las nacientes empresas de los
europeos, que se acentuó con la progresiva desaparición del servicio personal de la en-
comienda. Nos referimos al llamado «repartimiento de trabajo». Y aquí también
encontramos antecedentes prehispánicos. En efecto, antes de la invasión europea,
existía otro tipo de obligaciones laborales en las que los terrazgueros acudían en
tandas dirigidos por los tequitlatos a trabajar para sus señores étnicos o, con cierta
frecuencia, para las autoridades étnicas superiores (como era el caso de los pueblos
vencidos por los mexica). Como bien ha señalado Charles Gibson, no debemos olvi-
dar que el trabajo colectivo en el período prehispánico se enmarcaba en un mundo cul-
tural que le otorgaba un cierto contenido ritual y simbólico propio y esto, obviamen-
te, no existía en el caso del trabajo de los españoles.
Este sistema consistió en la asignación por turnos de parte del naciente poder colo-
nial de la fuerza de trabajo de los pueblos indios a los empresarios hispanos no enco-
menderos. La primera mención que tenemos sobre esta práctica procede de una carta
de la Audiencia de México de finales de marzo de 1531 en la cual, después de expo-
ner el proyecto de fundación de una villa de labradores en lo que sería Puebla de los
Ángeles, se solicitaba esa merced. Poco mas tarde, en agosto de ese año, se afirmaba
que era indispensable eliminar el sistema de encomiendas en Huexotzinco y Tepeaca
para liberar a los indígenas del control directo de los encomenderos y posibilitar los
repartimientos. La mayoría de los indios obligados a acudir de repartimiento en el pri-
mer período parece surgir de los pueblos sujetos a Tlaxcala y Cholula. En total, ambas
cabeceras se obligaban a entregar 1.500 indios para las labores de los españoles a
cambio de liberarse de la obligación de tributar una cantidad de fanegas de maíz y tri-
go. A principios de la década de 1550, el virrey Velasco instauró las condiciones lega-
les del repartimiento, pues ahora que ya no sería gratuito —es decir, a cambio de tri-
buto— sino que se trataría de una asignación obligatoria de trabajo, pero pagado (a
una tasa muy baja). Otros documentos más tardíos de la década de 1550 confirman la
plena vigencia de la práctica, pero son otros los pueblos concernidos. La amplitud
geográfica es sorprendente pues se llega desde Tepeaca y Totomehuacán al noreste de
Puebla, hasta los poblados indígenas que se hallan en la Tierra Caliente, ya próximos
a Izúcar. Un total de 1.550 tributarios estaban englobados en estas disposiciones,
número que coincide con la cifra inicial que debían entregar Tlaxcala y Cholula.
¿Cuáles eran las tareas de los indios «de repartimiento»? La tareas excepcionales del
ciclo del trigo que exigen gran concurso de fuerza de trabajo (en especial, escardas y
cosecha), así como todas las que no realizaban los gañanes (no era conveniente arries-
garlos en trabajos demasiado extenuantes y, además, su número era menor en compa-
ración con los indios «repartidos») y, por supuesto, como se ve a través de la deta-
llada documentación sobre el reparto de aguas de 1593, eran ellos los encargados de
construir las obras hidráulicas del valle de Atlixco que posibilitaron el enorme cre-
cimiento de las fuerzas productivas en manos de los españoles. También las empresas
mineras del centro de México tuvieron acceso al trabajo indígena a través del repar-
timiento, como veremos seguidamente.
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LOS CASTELLANOS EN MESOAMÉRICA 151

Ziampan
Queretaro
Ixmilquipan

Pachuca
Tlapujahua

Valladolid
México
Temascaltepec
Puebla
Sultepec

Taxco

Océano 0 km 100
Pacífico

MAPA 7.2. LAS MINAS DEL CENTRO DE MÉXICO

El trabajo en la minería

Nos encontramos aquí con dos realidades diferentes. La de las minas del centro
(Taxco, Pachuca, Sultepec, Temascaltepec, Ziamapan, Ixmilquilpán, Tlalpujagua, et-
cétera), donde la presencia del trabajo forzado a través del repartimiento era impor-
tante y la de las minas norteñas, donde éste casi no existía. En lo que se refiere a las
minas del centro, una fuente de 1580 nos da los siguientes datos: esclavos negros
1.100, naborías 2.600 e indios de repartimiento 800; es decir, sobre un total calculado
de 4.500 trabajadores, tenemos un 58 por 100 de indios libres, un 24 por 100 de escla-
vos negros y un 18 por 100 de trabajadores forzados. Como en el caso de Atlixco, el
área obligada a enviar trabajadores indígenas de repartimiento a algunas de las minas
—tal es el caso de Pachuca, por ejemplo— podía extenderse a más de cien de kiló-
metros a la redonda. Pero en las minas del norte, extendidas en un enorme territorio
y cuyo papel en la producción total de la Nueva España terminó siendo más relevan-
te, la situación era radicalmente diversa. La causa se basaba en la situación excéntri-
ca de estos reales de minas respecto a la gran masa de población indígena de México.
En las proximidades no había indios a quienes obligar al repartimiento y fue necesa-
rio acudir a otros mecanismos.
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152 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Los cambios en las formas de ocupación del suelo

Hay aquí varios aspectos que debemos analizar. En primer lugar, la diversa políti-
ca de la Corona con respecto al papel que debían jugar los líderes étnicos en cuanto
al control de la sociedad indígena como sociedad subordinada; en segundo lugar, la
relación entre ese papel y los cambios en la forma y composición del tributo. Esta eta-
pa se caracteriza por la progresiva implantación de un tributo con un criterio rígido
(cuota fija) y que posee una determinación muy precisa: un peso más una fanega y
media de maíz por tributario cada año. En algunos casos, cuando por razones locales
no era posible, se hacía un equivalente en mantas, cacao u otros productos. Un docu-
mento de la época del visitador Valderrama (que se inició en 1562 y es quien comen-
zó con este nuevo método), nos da una idea del enorme cambio que significó esta alte-
ración en la carga tributaria: en las siete jurisdicciones más importantes del valle de
México y el valle de Puebla que estaban bajo el dominio directo de la Corona, el mon-
to del tributo pasa de 21.000 fanegas de maíz y unos 2.000 pesos, a aproximadamente
12.000 fanegas y 70.000 pesos. Es decir, hay un crecimiento de la carga tributaria,
sumado a una acentuación indudable de la monetización de la renta (la monetización
impulsaba a los indígenas hacia el mercado a los efectos de vender sus productos o su
fuerza de trabajo para oblar el tributo). Ahora bien, no hay que olvidar que ahora tam-
bién tributan los campesinos dependientes de los pipiltin como explicaremos un poco
más adelante. Finalmente, debemos recodar la relación que existe entre estos dos
aspectos antes señalados y los problemas demográficos indígenas, frente a la crecien-
te necesidad de medios de consumo y de producción de la naciente sociedad españo-
la de la colonia.
Durante la primera mitad del siglo XVI, la Corona española procuró conservar el
señorío indígena y lo realizó mediante una «alianza» con la nobleza india, hecho que
le permitió combatir el proyecto señorial de los encomenderos. Así es como los repre-
sentantes reales, al poner coto al crecimiento incesante de las rentas de los encomen-
deros, por un lado favorecieron a los señores étnicos —que aparecían ante sus repre-
sentados como líderes eficaces— y combatieron el poder de los encomenderos y su
pretensión de consolidarse como grupo auténticamente feudal. En cambio, a partir de
la segunda mitad de la década de 1550, y en especial desde la década de 1560 (cuando
ya sentía que había controlado a los díscolos encomenderos, fracasados candidatos a
auténticos «señores feudales» tanto en México como en Perú), la Corona parece aban-
donar este proyecto inicial y comienza a promover mediante diversas vías la constitu-
ción de los cabildos indígenas en función del proyecto de establecer las «repúblicas
de indios», contribuyendo a debilitar el poderío de los linajes dominantes autóctonos.
Esta concepción de la «república de indios» se relaciona además con la política de
las «congregaciones» del período 1550-1564. A través de ellos se buscan tres objeti-
vos fundamentales:
a) Reordenar el uso de la tierra en un momento en que, pasadas las grandes epi-
demias de los años 1545-1548, la población indígena se hallaba particularmente diez-
mada y coincidentemente, dado el proceso creciente de descubrimiento y explotación
de nuevas minas, la sociedad española de la colonia había aumentado de forma evi-
dente sus exigencias de bastimentos, que ya no podían ser cumplidas exclusivamente
mediante los sistemas productivos indígenas. Este reordenamiento se orienta a su vez
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LOS CASTELLANOS EN MESOAMÉRICA 153

hacia dos objetivos: liberar tierras para las empresas productivas de los españoles y
dotar a las futuras «repúblicas de indios» de sus fundos legales adaptados a las exi-
gencias jurídicas del derecho castellano y destinados a la producción del tributo y al
sostenimiento de los gastos de la «comunidad». Ahora bien, esto sólo podía hacerse si
se afectaban de algún modo los intereses de los «señores naturales» de los indígenas.
b) Dar un fuerte impulso al proceso de aculturación indígena; es decir, como las
fuentes lo señalan con claridad, se trata de que los nuevos pueblos de indios sean el
ámbito privilegiado de «occidentalización» de los indígenas. Aquí nace el pueblo
indígena tal como lo conocemos hoy en día —con su plaza e iglesia como centros de
atención y polos ordenadores clave del espacio—. Hay que señalar que, salvo escasas
excepciones, los pueblos de indios actuales son los originados en este proceso colo-
nial y no son prehispánicos.
c) Hacer accesible la mano de obra indígena. Ya hemos visto que, desde 1550 en
adelante, se establece de forma reglamentada el sistema de repartimientos de trabajo,
tanto en el valle de México como en el valle poblano. Este sistema sólo podía funcio-
nar con éxito si la fuerza de trabajo era accesible y los indios no estaban, como dicen
las fuentes «… dispersos por montes, sierras y barrancas…». Por supuesto, esta dis-
persión aparentemente irracional, no era mas que —justamente— la forma indígena
de salvaguardar su acceso a una sistema múltiple de recursos en un medio ecológico
particularmente difícil. Tal dispersión era sólo una forma de expresión del control
discontinuo del territorio común a gran parte de las sociedades prehispánicas.
Veamos cómo se desarrolló esta nueva concepción de la república de indios. Es
obvio que, a pesar de que la Corona intentó preservar el poder y el prestigio de los
señores naturales, el proceso temprano de las encomiendas afectó fuertemente a esa
institución, dado que, muchas veces, el reparto de los indios no se efectuó respetando
la extensión territorial y jurisdiccional de los señoríos; en especial si recordamos la
importancia que tenia la norma prehispánica de control discontinuo del territorio. De
este modo, la distribución semiarbitraria de las encomiendas llevó a una primera de-
sarticulación de las partes componentes del señorío. Pero a partir de 1540, y en espe-
cial desde una Real Cédula de 26 de marzo de 1546, la Corona dio inicio a su política
de congregaciones que apuntalaría esta nueva concepción.
En el mismo período se produjo un proceso de control acentuado sobre la forma
en que tributaban los indios y se comenzó a regular mucho más de cerca al tipo de
nexo que se había dado antes entre el papel de los señores como líderes étnicos y su
función de perceptores del tributo, evitando que éstos aprovecharan esa circunstancia
para apropiarse de parte del producto del tributo. Las visitas realizadas en la década
de 1550 intentaron regular la relación tributaria entre los principales y los macehual-
tin, es decir, las familias campesinas. Pero, todavía no se había abordado el problema
principal: es decir, la incorporación de los campesinos dependientes en forma perso-
nal de cada pilli y de cada tlatoani a los padrones tributarios.
Ésta fue la función de la visita que comenzó a hacer en 1562 el contador Valderra-
ma, quien, como hemos dicho, fue el que impulsó en toda Nueva España la tasa del
tributo de un peso y fanega y media de maíz por tributario. Estos cambios implicaron
un sensible aumento de la presión tributaria. Ante el incremento de esa presión, los
macehuales insistían en dos puntos: 1) para cumplir la nueva tasa era menester res-
tringir los servicios que los macehuales debían a sus «señores naturales»; y 2) era in-
dispensable que se repartieran las tierras excedentes de los señoríos a los campesinos
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154 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

dependientes de los nobles y a todos los que no tuvieran tierras. En 1564, el oidor Vas-
co de Puga estableció algunas pautas al respecto y afirmó que había que recontar a los
tributarios, incorporar a los padrones a los principales y a sus macehuales —hasta
entonces exentos— y disminuir el peso de tributos y servicios que los macehuales
debían a sus señores naturales.
De este modo estaban dadas las condiciones para que el poder sobre los pueblos
pasara de los señores al cabildo indígena: por una parte, la pérdida que sufrieron los
señores de sus dependientes y, por otra, la política de congregaciones que implicó una
redistribución de la tierra indígena fueron los principales factores que incidieron en la
desarticulación del poder económico y social de los líderes étnicos. De esa forma se
explica la importancia del movimiento de traspaso de tierras señoriales indígenas a
manos españolas a finales del siglo XVI: se trataba de tierras patrimoniales que los se-
ñores ya no podrían cultivar al haberse quedado casi sin dependientes. No pocas
haciendas del valle central y del valle poblano tienen su origen en estas tierras adqui-
ridas a la nobleza indígena. Y finalmente, este proceso apunta a la lenta formación de
un peculiar mercado de fuerza de trabajo «libre» y afirma el proceso de consolidación
de la gañanía.
Volvamos por un momento al valle de Atlixco y veamos cómo se produjo la pro-
gresiva ocupación de las tierras indígenas por parte de los europeos. Ésta se inició en
1532, en relación a la fundación de la cercana Puebla de los Ángeles. El primer espa-
ñol que vemos ya asentado en el valle en 1532, con labranzas y estancia de ganado,
se llama Diego de Ordaz (fue en la casa de Ordaz en Chilhuacán, en donde se realizó
a finales de 1532, una importante junta entre españoles y señores de Huexotzinco y
Calpán en función de repartir las primeras parcelas de tierra a colonos europeos).
Según Silva Andraca, estas pequeñas parcelas ahora repartidas (entre una y dos caba-
llerías) a un grupo de vecinos de Puebla, situadas entre Chilhuacán, Tejaluca y Oce-
lopán —es decir, casi pegadas a la actual ciudad de Atlixco hacia el oriente— pare-
cían no pertenecer a ninguno de los diversos señoríos y formarían parte de un área
«vacía» del valle. Entre 1532 y 1534 se repartieron en total parcelas a 61 colonos,
pero sólo 17 de ellos ocuparon realmente sus parcelas. Y, en 1535, se sembaron los
primeros granos de trigo. Podemos decir que entre 1532 y 1535 se colocaron las pie-
dras sillares de lo que sería el valle cerealero de Atlixco durante el siglo XVI.
Pero, en 1539, las famosas «tierras sin dueño» fueron reclamadas por los cholul-
teca; pese a todas las justificaciones a posteriori, podemos sospechar que una parte de
esas «tierras vacías» eran más imaginarias que reales. Las polémicas entre los dos
señoríos (Huexotzinco y Cholula) por el control de esas tierras se arrastrará por un
tiempo todavía y, en 1551, los de Cholula seguían reclamando ante a la Corona su
dominio sobre parte de esas tierras. De todos modos, el núcleo original de españoles
no resultó afectado. De inmediato —y realizada ya una primera congregación en Aca-
petlahuacán— un grupo de españoles acordó con los señores de Huexotzinco el
«arriendo» de algunas suertes de tierra un poco más abajo de donde se hallaban los
anteriores, en Cantarranas, y poco más tarde fue en Valsequillo, hacia el norte de la
actual ciudad de Atlixco, en donde se ubicaron otros colonos europeos, también como
«arrendatarios» de los señores huexotzinca. Asimismo, hay que agregar a los ocupan-
tes de estos dos últimos lugares a un grupo individuos que habían recibido mercedes
y poseían la plena propiedad de las parcelas. No podemos seguir paso a paso este pro-
ceso, sólo que, a finales de la década de 1550, el valle hervía de ocupantes hispanos
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LOS CASTELLANOS EN MESOAMÉRICA 155

dedicados fundamentalmente a la producción triguera (si bien las viñas, los frutales y
la cría del gusano de seda tuvieron también cierta importancia en el período más
temprano). En 1579 se fundó la villa española de Atlixco. En esa época, el valle pro-
ducía alrededor de 100.000 fanegas anuales de trigo y era el auténtico granero de
Nueva España. Sus trigos y harinas llegaban a México, Puebla e, incluso, a los puer-
tos del Caribe.
Para finalizar, subrayemos dos hechos. En primer lugar, las parcelas que los españo-
les estaban ocupando y laborando eran, por ahora, parcelas medianas y pequeñas, muy
lejos de las extensiones que tendrían las haciendas desde comienzos del siglo XVII. Pro-
pietarios de unas pocas yuntas de bueyes, muchos de estos españoles eran auténticos
labradores en el sentido que la palabra poseía en Castilla en el siglo XVI (por supuesto,
como hemos visto, la diferencia radical entre estos labradores y sus parientes caste-
llanos o andaluces fue el peculiar acceso a la fuerza de trabajo indígena gracias al
repartimiento de trabajo). En segundo lugar, dado que —pese a lo que dice la tradi-
ción— casi todas las tierras tenían dueño, una parte no desdeñable de estos labradores
de medianos y pequeños recursos, fueron arrendatarios de los señores de Huexotzinco
(y más tarde de otros españoles), aunque hubiera ya un grupo de propietarios plenos de
la tierra, grupo que se fue afirmando en el transcurso de la segunda mitad del siglo y
que constituyó el núcleo original de los linajes de hacendados del siglo siguiente.

7.4. LAS ESTRUCTURAS DEL PODER EN EL PERÍODO INICIAL

Al igual que en los reinos de la monarquía hispánica, las primeras formas insti-
tucionales de estructuración del poder y del ejercicio jurisdiccional fueron sucesi-
vamente los gobernadores (La Española y Tierra Firme fueron las primeras goberna-
ciones), las audiencias —(la primera, Santo Domingo, se erigió en 1511)— y los
virreyes, con el nombramiento de don Antonio de Mendoza como virrey de Nueva
España en 1535. La experiencia previa en Aragón, Nápoles, Valencia y, en parte, Cata-
luña, daban ya una buena tradición a esta primigenias formas institucionales erigidas
en las Indias. Hay que subrayar que, al menos durante el primer siglo de dominación,
no se habla de «Virreinato»; por supuesto hay, un virrey, pero éste gobierna el «Reyno
de Nueva España», como lo haría (y más de uno tendría efectivamente esa trayecto-
ria) en el reino de Aragón o en el de Valencia. Nueva España era uno de los tantos rei-
nos que formaban esta extensa monarquía compuesta. Pero no olvidemos que, obvia-
mente, no era lo mismo ser virrey de Aragón, Cataluña o Nápoles (con sus antiguas y
consolidadas tradiciones jurídicas, utsages y costumbres) que en el caso de la reali-
dad indiana, en la cual sólo se tenía enfrente a un grupo de fieros conquistadores, más
sus parientes, aliados y seguidores, y a las sociedades indígenas, vencidas y someti-
das al derecho de conquista. La conquista otorgaba derechos que hubieran sido total-
mente inaceptables, por ejemplo, en el reino de Nápoles (notemos que poco se habla
en Nápoles de viceregno, hay un viceré, pero no un viceregno, según nos recuerda
Giuseppe Galasso). Del derecho conferido por el hecho de la conquista militar a las
consecuencias legales resultantes de la legitimidad dinástica (derecho por el cual
los descendientes de Alfonso el Magnánimo reivindicaban su dominio sobre el reino
de Nápoles) hay un trecho que es jurídicamente muy grande. De este modo, el poder
de los virreyes americanos durante este período temprano resulta mucho menos cues-
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tinado que el de sus homónimos del resto de la monarquía hispánica. El papel que ten-
dría el Consejo de Indias desde su fundación en 1524, también se asemeja al que
ejercía el Consejo de Estado en Castilla o el Consejo de Aragón en ese reino.
Cortés fue el primer gobernador de México, pero nuevas singladuras —la expedi-
ción a Honduras— le obligaron a alejarse en 1524, y sus lugartenientes se enfrenta-
ron duramente con los aliados de su antiguo mandante, Diego de Velázquez. No
podemos entrar en las alternativas de estos conflictos entre los diversos grupos de con-
quistadores, pero subrayemos que la sociedad indígena fue la que tuvo que pagar el
precio más duro, pasando los pueblos muchas veces de mano en mano de un enco-
mendero al otro, de acuerdo con los vaivenes de la lucha entre las distintas facciones.
La llegada de la primera Audiencia en 1527 (dada la especial conducta de algunos de
sus miembros y, sobre todo, de su presidente, Nuño de Guzmán) no hizo sino agravar
las cosas. Cortés se vio obligado a abandonar Nueva España ese mismo año para
defender sus derechos en la corte. Los miembros de la Audiencia se ocuparon de for-
ma abierta de fomentar sus negocios (uno de los oidores, el licenciado Diego Delga-
dillo cuenta en sus cartas que tiene «echados a las minas» 400 esclavos para «sacar
oro que creo que se hará plaziendo a Nuestro Señor Dios muy buena cosa»). Será con
la segunda Audiencia —que inició sus reuniones en enero de 1531—, compuesta por
un grupo de letrados de primera magnitud (Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado,
Francisco Ceynos y Vasco de Quiroga), cuando comience a ser instaurado en el reino
de Nueva España un cierto orden jurídico estable. De algunos de ellos, Maldonado y
Quiroga en especial, quedaría memoria de sus acciones en favor de los indígenas.
La llegada en 1535 del primer virrey, don Antonio de Mendoza, dio un fuerte
impulso al proceso de institucionalización de Nueva España. Miembro de una desta-
cada familia de la nobleza castellana (desde entonces, la mayoría de los virreyes novo-
hispanos y peruanos de los siglos XVI y XVII tendrían idéntico origen social a los efec-
tos de reforzar el carácter de esa alta institución que tenía la función primordial de
representar a la persona misma del monarca), su gobierno (1535-1550) y el de su
sucesor, don Luis de Velasco el Viejo (1550-1564), colocaron las piedras sillares de la
estructura de dominación estatal en Nueva España. Las Leyes Nuevas se promulga-
ron en 1542, durante el gobierno de Mendoza. La habilidad del virrey al anular de
hecho el cumplimiento de estas disposiciones —que afectaban el control que los en-
comenderos tenían del tributo indígena— evitó a México una guerra civil entre espa-
ñoles como la que ocurrió contemporáneamente en Perú. Pero tampoco le tembló la
mano: en 1549, los rumores de un posible acuerdo con los sublevados de Perú, dieron
pie a un rápido proceso y al ajusticiamiento de tres vecinos sospechosos. Durante el
gobierno de su sucesor, don Luis de Velasco, las disposiciones restrictivas respecto a
los encomenderos fueron suavizadas, pero, las directrices de la Corona eran de una
claridad meridiana: había que poner coto al poder de los encomenderos e impedir su
consolidación como clase señorial con poder ilimitado sobre sus vasallos indios. Los
encomenderos seguirían recibiendo de aquéllos un tributo —durante dos vidas (con
frecuencia esta norma era alterada mediante complicadas alianzas matrimoniales)—,
pero perderían todo control jurídico —es decir, estrictamente el llamado dominium en
el derecho feudal— sobre los indígenas. Subrayamos porque es obvio que (en los
hechos, si no legalmente) el peso que los encomenderos tuvieron sobre la sociedad
indígena siguió siendo muy grande. De todos modos, esto rompía con cualquier posi-
bilidad de reconstruir en tierras americanas una auténtica sociedad feudal.
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No olvidemos que en el momento de la conquista, la sociedad castellana era una


sociedad jerárquica impregnada de elementos feudales y en la cual el par renta-privi-
legio era el eje central sobre la cual giraban todas las relaciones de dominación. Férrea-
mente dividida entre nobles, eclesiásticos y pecheros. Cuando los futuros conquista-
dores se lanzaban a la loca aventura de cruzar el océano, no era para continuar
ocupando una posición subordinada, sino para salir lo más pronto posible de ella. Así,
el derecho de conquista sobre unos pueblos considerados no cristianos (al menos en
los primerísimos años y antes de la llegada de los miembros de la órdenes religiosas
que «cristianizarían» a inmensa masas de la población indígena) les otorgaba la posi-
bilidad de escapar al destino que su nacimiento en un perdido poblado de Extrema-
dura les había señalado casi ineluctablemente.
Si la mitad de los que cruzaron el mar en busca de las nuevas tierras hasta media-
dos del siglo XVI eran andaluces y extremeños, no nos extrañará saber que andaluces
y extremeños constituyen casi el 40 por 100 de los conquistadores novohispanos que
obtuvieron una encomienda; le siguen en importancia los castellanos. Esos tres orí-
genes regionales conforman alrededor del 60 por 100 de los encomenderos. Pero lo
más importante de este trabajo de R. Himmerich sobre los encomenderos novohispa-
nos que estamos comentando es que sólo una clara minoría de estos hombres gozaban
ya de la condición de hidalgos en el momento de su llegada a Tierra Firme. Sería efec-
tivamente el aprovechamiento de los tributos de su encomienda el que le permitiría
disfrutar ahora de una posición social elevada y que era impensable en su tierra de ori-
gen. Para eso se habían lanzado a la aventura en pos de ese nuevo horizonte allende
el mar. Y es por ello que las Leyes Nuevas de 1542 y toda la panoplia sucesiva de dis-
posiciones jurídicas de esos años relacionadas con la encomienda (sobre todo, las
leyes de retasa de 1546 y la supresión del servicio personal en 1549), eran vistas como
una amenaza que les afectaba en el pleno goce de sus derechos inherentes a la con-
quista. Esta vez, la oposición a las nuevas medidas fue liderada por quien era reco-
nocido como el encomendero más rico y prestigioso de Nueva España: don Martín
Cortés; hijo del conquistador y emparentado, por sangre y alianza, con la familia cas-
tellana de los Arellano (condes de Aguilar) y que había sido criado cerca de Felipe II.
Cuando se instaló en México, en 1562, indudablemente era un grande que podía brillar
con luz propia en la corte novohispana de don Luis de Velasco. Los enfrentamien-
tos con el virrey (que se inician, como es habitual es esta sociedad, por cuestiones de
etiqueta) no se hicieron esperar; pero las cosas fueron rápidamente a más. Fallecido
don Luis en el ejercicio del cargo, los miembros de la Audiencia eran los que debían
afrontar la situación; don Martín, sus dos hermanos bastardos y otros conjurados fue-
ron apresados en julio de 1566. La sangre noble y los ingentes bienes de hijo del con-
quistador le salvaron la vida (sus hermanos bastardos casi corren peor suerte), pero
los restantes acusados, los hermanos González de Ávila, vecinos y encomenderos
prestigiosos, terminaron en el cadalso. En efecto, la Corona no estaba dispuesta a
arriesgar que Nueva España siguiera el camino que tanta sangre había hecho correr en
Perú, permitiendo que se consolidase en América una auténtica nobleza señorial con
dominio sobre las masas indígenas.
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BIBLIOGRAFÍA

Fuentes

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