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El principio de “igualdad de armas” y su vinculación con el derecho

al recurso como garantía constitucional del imputado.


Por Ernesto Matías Díaz y Martín Perel

1.- INTRODUCCIÓN. ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL PROCESO


PENAL EN EL ESTADO DE DERECHO.

Quizás sea prudente aclarar, aunque una lectura atenta del título de esta ponencia
permite apreciarla ya como una idea subyacente, que toda cuestión vinculada con las
garantías del imputado en un proceso penal debe hacer foco en el análisis previo del
modelo de Estado, en general, y del sistema penal, en particular, de que se parta.
Pues bien, una vez que tengamos definida esta cuestión podremos empezar a
desentrañar el sentido y el alcance del concepto de “Igualdad de armas” y su relación con la
facultad de interposición de recursos contra la sentencia definitiva en el proceso penal y las
características de la etapa procesal en la que ello sucede.
En primer lugar, para ventilar asuntos como estos no debemos perder de vista, en
todo momento, que un sistema procesal penal liberal y humanista, adecuado al Estado
constitucional y democrático de derecho, tiene como objetivo desplazar el modelo
inquisitivo histórico que vino a superar. En este sentido, es central la noción de que se debe
proteger a las personas frente a los posibles ataques de cualquiera de sus congéneres, pero
que sobre todo se debe proteger a los individuos frente al poder del Estado y muy
especialmente frente al poder penal público. En relación a esto último cabe recordar que el
proceso penal ha ejercido siempre una suerte de atracción fatal, al decir de Ibañez1, sobre
el poder, una persuasiva invitación a usos instrumentales del mismo con fines de
penalización inmediata. Por otra parte, si el proceso penal, como magistralmente lo expone
Ferrajoli, es un ámbito donde se debe desarrollar primordialmente una función cognoscitiva
de la verdad, la historia se ha encargado de demostrar que el superado proceso penal
inquisitivo, con la tortura como instrumento de investigación y con la concepción del
imputado como objeto a indagar, no producía una verdad procesal de calidad, sino todo lo
contrario2.
Un repaso ligero por la Constitución de la Nación Argentina y por los tratados de
derechos humanos incorporados a ella permite confirmar la conclusión inequívoca de que el
modelo penal allí diagramado contempla, fundamentalmente, garantías de protección del
acusado, tendentes a limitar y controlar el poder penal público. Esta visión constituye el
marco político sobre el que debemos analizar las reglas que disciplinan el enjuiciamiento

1
IBAÑEZ, Perfecto Andrés, Justicia penal, derechos y garantías, Ed. Temis, Bogotá, 2007, pág. 105.
2
FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón, Ed. Trotta, Madrid, 2006, trad. IBAÑEZ, Perfecto Andrés, págs. 540
y sgtes.

1
penal, justamente para verificar si ellas lo respetan o si, por el contrario, se apartan de
aquél.
Sin perjuicio de ello, tampoco se puede omitir que la idea del proceso penal tal
como lo conocemos está forjada por el Derecho penal material y, sin duda, por el instituto
fundamental del Derecho penal material, esto es, por la pena. Mejor dicho aún, por la idea
de la pena estatal, sin la cual no se entendería el sistema penal actual, incluidos dos de sus
componentes: proceso y ejecución penal3 (Maier).
Esta fue la idea que dio nacimiento a un Derecho penal autoritario, base de la
persecución penal estatal y, a la vez, uno de sus pilares. Se agotó así la idea del proceso de
partes, regido materialmente por el principio acusatorio. La persecución penal estatal y la
idea de que el procedimiento se resume en la acción del Estado contra uno de sus súbditos
dominan todavía hoy el Derecho procesal penal. Es por ello que se manda perseguir de
oficio todo delito —casi sin excepción— y que se transforma a la persecución penal pública
en deber del Estado y sus órganos (principio de legalidad).
Entonces, la transferencia del poder penal del individuo o su grupo parental
inmediato al Estado —lo que es conocido como expropiación del conflicto del individuo y
monopolización del poder penal— se justifica sólo si aquel poder se aplica racionalmente;
o sea, únicamente si se lo emplea para resguardar ciertos valores esenciales para la vida de
una comunidad organizada, a la que todos sus miembros han prestado consenso a través de
algún método de acuerdo social, y siempre que su empleo se reserve ante ciertas
circunstancias.
Como dice Maier, estas cuestiones denotan una característica inquisitiva imposible
de dejar de lado. No se trata de decir que el procedimiento actual conserva todas las
características de aquel que, histórica e institucionalmente, perteneció a la Inquisición, pero
sí de alejar totalmente la idea de un procedimiento acusatorio material, en el sentido de
proceso entre partes.

2.- ALCANCE DEL PRINCIPIO DE “IGUALDAD DE ARMAS”.


DESIGUALDAD INHERENTE AL PROCEDIMIENTO PENAL.

Para que se pudiera hablar de un proceso de partes necesitaríamos, sobre todo,


desmontar la idea de un acusador que ejerce la autoridad y el poder estatal, que opera de
oficio —esto es, sin necesidad de excitación extraña para poner en movimiento su actividad
de persecución e inquisición— y, más aún, que opera obligado por reglas jurídicas que no
le permiten elegir ni el objeto ni el tiempo de esa actividad, según razones discrecionales.
Necesitaríamos así reemplazar la imagen de un acusador público que gobierna y ejerce la
fuerza estatal, auxiliado incluso por un órgano de enorme poder coactivo, la policía.
Deberíamos también, para poder hablar de un “proceso de partes” construir, al mismo

3
MAIER, Julio B. J., Derecho Procesal Penal, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, T. II, pág. 55.

2
tiempo, alguna idea de un acusador privado: la del ofendido defendiendo un interés natural
como portador del bien jurídico afectado, o bien la del acusador popular, persona de
Derecho privado a quien se le encomienda la persecución penal.
De ahí que la abolición del concepto de persecución penal oficial es el
presupuesto para llegar a un “proceso de partes” auténtico. Ello tendría como consecuencia
colocar a acusador y acusado en la misma posición, de tal manera que se encontraría, ahora
sí, representado el fiel de la balanza jurídica que revela el equilibrio total entre el platillo de
la persecución penal y el de la defensa. Pero ésa no es la posición de ambos componentes
en el derecho procesal penal actual, en el que el equilibrio se logra, o, como mejor dice
Maier4, se pretende lograr, mediante reglas que buscan, por una parte, utilizar en forma
equitativa y justa el poder estatal según parámetros culturales precisos –carentes de
arbitrariedad- y, por la otra, construir una posición de privilegio para el imputado, sobre
todo en la sentencia, de manera que contrarreste el dominio del Estado en la persecución
penal.
Maier ejemplifica brillantemente esta idea. Este autor explica que frente a una
fiscalía y a una policía que cuentan con la fuerza pública y el poder de coacción estatal, se
construyen el deber de objetividad e imparcialidad de esos órganos en la función que le es
propia. Al mismo tiempo, se limita la fuente de conocimiento del injusto imputado, según
estrictas reglas de garantía. Y, ante todo, se transforma en ilegítima la pena extraordinaria
(pena de sospecha), ajustándose todo el sistema mediante el principio inverso, in dubio pro
reo, que obliga a dar solución al caso a favor del acusado, cuando no se alcanzó certeza
sobre la perpetración por él del hecho punible.
Todo ello no significa igualdad en el sentido de equilibrio real de fuerzas; esta
igualdad es imposible de alcanzar tal como se encuentra configurado el procedimiento
penal. Pero la imposibilidad de lograr una igualdad absoluta en materia procesal, no implica
renunciar a buscar un mejor posicionamiento del imputado en el proceso penal, una idea de
“equilibrio” consustancial con la persecución penal pública. Ese equilibrio debe provenir
del reconocimiento de la posición privilegiada en la que se halla el Estado como persecutor,
desde el comienzo de esa actividad.
Queda fuera de esta discusión, por ahora, la real necesidad de la existencia de un
interés estatal —indisponible por parte de los funcionarios que lo actúan— en aplicar una
sanción penal como mecanismo de coacción y de “solución” de los conflictos más graves
que se suscitan en la sociedad5. Lo cierto es que la existencia de una pena estatal y la
imposibilidad de quienes intervienen en el proceso de dominarla, consentirla o disponerla,

4
MAIER, Julio B. J., ob. cit., pág. 56.
5
Contra la prédica actual que desde algún punto aboga por la supresión del principio de legalidad (art. 71,
CP), pueden traerse a colación las ideas de Ferrajoli (cf. FERRAJOLI, Luigi, ob. cit., pág. 321 y ss.), que hace
ver cómo el principio de estricta legalidad, elemento central de un sistema procesal garantista, debe –y puede-
ser netamente funcional a un programa de derecho penal mínimo, justificable por razones de utilidad, que no
sean las de un utilitarismo a medias. Es decir, un modelo de intervención penal eficazmente orientado a
reducir la violencia de los delitos, de las penas y la del propio instrumento procesal, esto mediante el respeto
de las garantías.

3
llevan a que los conceptos de proceso de partes o igualdad de armas entre las partes, de
modo en que se trabajan habitualmente, no produzcan beneficio real alguno en los
operadores, sino todo lo contrario, sólo aportan confusión.
Cabe reconocer, eso sí, que la necesidad de separar dentro del proceso las
actividades estatales de investigación y juzgamiento provoca la ilusión de un proceso de
partes y de un tercero ajeno al proceso que finalmente resuelve sobre las pretensiones de
aquéllas6, aunque esta situación, en rigor, sólo permite hablar de imparcialidad en un
sentido formal, o bien de un proceso acusatorio en sentido formal. Por ello esto debe ser
entendido en sus justos términos; la función estatal sigue siendo una sola: conocer para
actuar el Derecho penal, como método de “solución” de conflictos sociales. Así, si bien el
imputado se vale de la existencia del ministerio público para alejar el temor de parcialidad,
y también para poder fijar de antemano el tema sobre el cual debe versar su defensa, lo
cierto es que para llegar a la realización material de ese principio de imparcialidad falta
algo tan extremo como la abolición del ministerio público estatal.
Ahora bien, el hecho de que el sistema penal vigente permita vislumbrar únicamente
la ilusión de un proceso de partes y, además, la ilusión de una imparcialidad material no
inhibe que en la búsqueda legítima por equilibrar el proceso penal determinado por la
existencia de una persecución penal estatal, se acuda a conceptos como el de igualdad de
armas7. La igualdad de armas en este sentido —como ya adelantamos— será la búsqueda
permanente por brindar al imputado un mejor posicionamiento durante el desarrollo del
proceso penal, labor que exige la mayor habilitación posible en el ejercicio de sus armas
(v.gr. derecho de defensa, posibilidad de refutar o contradecir las hipótesis acusatorias,
posibilidad de postular y probar hipótesis propias, etcétera). Todo ello, sin dejar de
reconocer que siempre el sistema penal estatal, ante la irremediable desigualdad material
existente, prevé reglas de compensación jurídica que son imposibles de soslayar.
En síntesis, en el procedimiento penal actual, la igualdad de armas entre quien
persigue penalmente y quien se defiende, el imputado, resulta ser un ideal, tanto desde el
punto de vista empírico, como desde el punto de vista jurídico, un ideal que, como regla de
principio, ilumina el sistema de compensaciones jurídicas que está en la base del
procedimiento penal. Lo que resulta realmente inconcebible es que la inteligencia de un
concepto que busca reducir las arbitrariedades y defectos del procedimiento conocido como
“acusatorio formal”, y que en este sentido forma parte de la lucha intelectual para lograr la
renovación de las leyes procesales penales y lograr una mayor proximidad al Estado de
derecho, sirva, paradójicamente, para argumentar a favor de un mayor desequilibrio entre
acusación-imputado. Por ejemplo —y vinculándolo al tema de esta ponencia— no otra cosa

6
MAIER, Julio B. J., ob. cit. pág. 62.
7
Esta igualdad debería ser entendida como una derivación del mandato de igualdad ante la ley que requiere
una posición lo más equilibrada posible de los intervinientes en el procedimiento, con el claro reconocimiento
de que la expresión igualdad de armas es, al menos, engañosa, ya que una verdadera igualdad de armas no
sería compatible con la estructura del procedimiento europeo continental (ROXIN, Claus, Derecho Procesal
Penal, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2003, trad. PASTOR, Daniel y CÓRDOBA, Gabriela, pág. 80).

4
significaría concederle al órgano público que representa al Estado en la persecución penal
—o incluso al acusador privado que actúa junto a éste— un recurso contra una sentencia
definitiva, con fundamento en... la igualdad de armas. No es posible hacer uso en el proceso
penal de las garantías constitucionales con el fin de provocar al imputado un mayor
perjuicio que el ya sufre siendo perseguido y acusado.

3.- INVESTIGACIÓN PRELIMINAR Y DESEQUILIBRIO ENTRE EL


ACUSADOR Y EL ACUSADO.

Si pensamos a la igualdad de armas como una garantía en virtud de la cual las partes
dentro del proceso deben contar con idénticas oportunidades y potestades al momento de
exponer y defender sus pretensiones y que el juez, imparcial, como director del proceso,
debe asegurarles ese equilibrio, ello sólo es predicable actualmente en el desarrollo de un
juicio oral, público concentrado, con inmediación de las pruebas y con el derecho de
contradicción plenamente garantizado. O sea, ello únicamente puede suceder, según la
normativa vigente, en la etapa de juicio propiamente dicho.
Una rápida visión del procedimiento penal actual demuestra que la posición del
imputado —en el sentido de equiparación de armas para la defensa de su interés— es
considerablemente más débil durante la investigación preliminar que en sus restantes fases;
pues bien, hacia allí debe dirigirse nuestra atención. Así, vemos que en la mayoría de los
códigos adjetivos el derecho a presenciar los actos y a la lectura de las actas, en la etapa
preliminar, depende del permiso de quien realiza la investigación porque no resulta
obligación del instructor notificar al interesado, el imputado; también la fragilidad del
imputado en la etapa de investigación se aprecia en el reconocimiento de su derecho a
probar aquello que afirma, dado que es el instructor quien domina la producción de
elementos de prueba, sin control práctico alguno (art. 199, CPPN). En este último caso la
decisión del instructor, de acuerdo a los amplios criterios legales –pertinencia y utilidad-,
acerca de la práctica de las diligencias propuestas por el imputado no genera consecuencia
procesal alguna, aun cuando peque de arbitraria (v.gr. resulta irrecurrible). Asimismo,
desde otra óptica, resulta impostergable la discusión sobre la legitimidad, en este contexto,
de las decisiones jurisdiccionales coercitivas, cautelares y probatorias, fundamentalmente
de aquella medida que conlleva en un sentido material el mismo nivel de aflicción que la
pena estatal: es decir, la prisión preventiva8. No es difícil colegir que el poder discrecional
del investigador más la posibilidad de privar de derechos a la persona imputada —decisión
que en la órbita federal se encuentra en cabeza del mismo investigador— generan en esta

8
La figura del juez de instrucción, desde el prisma de la igualdad de armas, es insostenible, no bien se repara
en la acumulación de poder que implica protagonizar la investigación y estar dotado, al mismo tiempo, de la
competencia para decidir sobre la libertad del imputado. No resulta complicado apreciar el compromiso para
con la garantía de imparcialidad, pues su decisión jurisdiccional surge desde la posición inevitablemente
parcial que atribuye la condición de investigador, con el riesgo de orientar las sucesivas actuaciones a
confirmar esa hipótesis para legitimar aquella decisión.

5
etapa una marcada asimetría en las posiciones de los interesados, con el consiguiente riesgo
de unilateralidad en la formulación de los resultados.
Quizás pueda pensarse que la solución a la, en apariencia, irremediable situación de
la etapa de investigación preliminar pasaría por provocar y concentrar toda la actividad
probatoria en el juicio. Allí sí existe, como dijimos, una plena potestad de confrontación
equitativa y equilibrada, situación que, por otra parte, viene impuesta ni más ni menos que
por la propia configuración constitucional del enjuiciamiento penal (juicio oral, público,
contradictorio, con respeto de la inmediación). Mas ello no alcanza para desdibujar las
nefastas proyecciones que, por su propia estructura, tiene la etapa investigativa en el
proceso penal en su conjunto9.
El tratamiento tradicional del proceso penal como producto de la integración de dos
fases (investigación y enjuiciamiento) se ha alimentado de una ficción: bastaría con que los
principios de imparcialidad del juez, carga de la prueba para la acusación y derecho de
defensa estuviesen suficientemente reconocidos en el segundo de ambos momentos, para
que pudieran considerarse satisfechas las exigencias de método de obtención de una verdad
de calidad.
El resultado de esa ficción, bien conocido, es que el juicio ha sido, en general, una
pantomima, mera confirmación ritual de los resultados de la instrucción; del mismo modo
que ésta, con frecuencia, se ha visto degradada a pura sanción burocrática de la previa
actuación policial. Este es uno de los problemas que plantea el proceso de inspiración
napoleónica, conocido como acusatorio-formal10. Es decir, en él la sujeción del juicio a las
reglas del contradictorio no permite subsanar retroactivamente el déficit de garantías de
instrucción, o lo que es lo mismo, aportar equilibrio a las posiciones de las partes,
previamente desequilibradas de manera especial e irreversible en perjuicio del imputado11.
Ante la evidencia de que durante la fase de instrucción la dificultad para equiparar
fuerzas es notoria, lo primero que cabe acotar es que por este motivo aquí acuden como
principios –límites- insoslayables, directamente vinculados a la necesidad de “equilibrar”
posiciones, en primer lugar, la evitación de mecanismos intolerables de búsqueda de la
verdad12 y, en segundo lugar, la imposición jurídica al “inquisidor” de su obligación

9
Las cuestiones constitucionales planteadas por la instrucción tienen, además, una profunda significación
fáctica: en la doctrina se viene subrayando cada vez con mayor énfasis que en la práctica la instrucción tiene
una singular fuerza determinante del resultado del juicio oral (BACIGALUPO, Enrique, El debido proceso
penal, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2007, pág. 51).
10
Prudente es reconocer que un problema similar se plantea en el proceso propio del mundo anglosajón, en el
que el investigador oficial, en una posición de preeminencia, tiene el cometido exclusivo de preparar,
unilateralmente, la acusación, de la que el afectado sólo tendrá conocimiento y posibilidad de defenderse una
vez formulada en el juicio (IBAÑEZ, Andrés Perfecto, ob. cit. pág. 120).
11
IBAÑEZ, Andrés Perfecto, ob. cit. pág.133.
12
La particularidad es que, tratándose del proceso penal, la hipótesis o explicación primaria del eventual
suceso delictivo acontecido, si sugiere la intervención de un sujeto en el hecho, es ya una imputación de
delito, lo que hace que junto a las implicaciones epistémicas (de obtención de conocimiento) plantee otras de
naturaleza jurídico-constitucional y procesal; puesto que el objeto de la investigación es un sujeto con
derechos, cuya inocencia se presume. Estas últimas se presentan como límites o regla de uso de las primeras
(cf. IBAÑEZ, Andrés Perfecto, ob. cit. pág. 127).

6
funcional de dirigir su investigación también a favor, y no sólo en disfavor del
imputado.
De esta forma, la imperiosa compensación jurídica a la que tiene derecho el
imputado implica que el control de esta obligación funcional en la etapa de investigación
sea realizado por un órgano jurisdiccional ajeno al cometido acusatorio. Es que si la
investigación es una actividad dirigida a la formulación de una hipótesis acusatoria dotada
de suficiente capacidad explicativa, parece obvio que no sea el formulador de la misma –
demasiado implicado en ella desde dentro- el encargado de su evaluación. Además, el
mismo principio demuestra que agravar la situación de preeminencia del acusador público
respecto del imputado, con la intervención de otro acusador –privado- al lado del primero y
frente al imputado, resulta, desde el punto de vista del ideal de igualdad armas, ciertamente
cuestionable.
Sin perjuicio de ello, cabe reflexionar sobre la posibilidad de incorporar en la etapa
preliminar del proceso, como una forma de paliar las claras asimetrías antes descriptas, un
método de investigación basado en la contradicción, pero con la precaución de que esta
reflexión nunca nos conduzca a la negación de aquellos principios jurídicos de la
instrucción que en definitiva sirven de equilibrio, y a los que aludimos anteriormente. Una
interpretación teleológica del principio de igualdad de armas impone que la proyección de
los derechos del imputado comprendidos en éste sean garantizados lo más tempranamente
posible, para permitir al imputado la intervención y participación en la construcción de los
resultados de la investigación preliminar13.
De un tiempo a esta parte los ordenamientos jurídicos procesales han receptado el
valor de la imparcialidad del órgano jurisdiccional en la etapa de investigación penal
preparatoria, que la doctrina venía reclamando como imprescindible pues la figura del juez
de instrucción es imposible de ser conciliada con un régimen procesal penal respetuoso del
diseño constitucional. En consecuencia, si esto fue posible, no existe obstáculo, sino todo lo
contrario, para postular la necesaria recepción allí también del método contradictorio en un
ambiente de transparencia (contradicción oral y pública en la medida de lo posible). Es
decir, el ideal de la igualdad de armas reclama mayor participación, contradicción y
transparencia en la etapa de investigación, reclamo que implica, a su vez, el total respeto
del derecho a ser informado, que surge tan pronto como se comienza a investigar a una
persona determinada; esto es, en cuanto se la convierte, materialmente, en imputada14. No
desconocemos que la vigencia de estos postulados puede admitir derogaciones ocasionales,
en supuestos de excepción, pero éstos deben ser tratados como tales, o sea, como

13
Así lo dedujo el TEDH de la interpretación del art. 6º CEDH en la causa Toth v. Austria, fallo del 12 de
diciembre de 1991(cf. AMBOS, KAI, Principios del proceso penal europeo, Universidad Externado de
Colombia, Bogotá, 2005, trad. MONTOLIU, Ana y ORCE, Guillermo, pág. 81).
14
Un acceso lo más amplio posible a la información se puede deducir del principio de la igualdad de armas,
ya que si entre defensa y Fiscalía debe haber un mismo nivel de información, la defensa debe tener
conocimiento completo de las constancias de la causa, conocimiento que debe ser brindado por el órgano
acusador como un deber de su parte (Ambos).

7
situaciones que se apartan de la regla general en condiciones cuyo acaecimiento debe ser
interpretado restrictivamente.
La instrucción tiene, o debería tener, la finalidad de esclarecer una sospecha. Sólo a
través de una investigación previa destinada a ese esclarecimiento de la sospecha se puede
garantizar en el Estado de Derecho que una persona sea puesta frente a un tribunal,
exponiéndolo a todo lo que significa un juicio oral público. La necesidad de una previa
comprobación de la consistencia de la sospecha sería, por lo tanto, una consecuencia del
ideal del proceso penal de sancionar sólo al culpable y de proteger al inocente
(Bacigaluppo)15.
Este fin de la instrucción pone en evidencia que la independencia judicial interna y
externa y el principio de contradicción con oralidad tienen claras implicancias epistémicos:
son garantías para obtener un conocimiento de calidad también en esta etapa. En definitiva,
las necesidades de propiciar un trato adecuado a los valores y derechos fundamentales en
juego en el ámbito de la instrucción, y de hacer de ésta un espacio institucional apto para
obtener una verdad de calidad, obligan a adaptar ese espacio procesal a las reglas de juicio
contradictorio, para garantía de los derechos en riesgo en esta etapa, cuyo respeto debe ser
actual y no quedar aplazado al momento formal del juicio. La armonización de la estructura
de la investigación penal preparatoria con aquel ideal de la igualdad de armas es uno de los
máximos desafíos del derecho procesal actual16.

4.- LA “IGUALDAD DE ARMAS” EN LA ETAPA DEL JUICIO. EL


PRINCIPIO DE IN DUBIO PRO REO.

A su vez, el ideal de igualdad de armas en el juicio propiamente dicho exige ni más


ni menos que un acabado respeto de su diseño constitucional. La igualdad de armas tendrá
operatividad en la instancia de juicio, si la acusación y la defensa y el acusado cuentan con
igualdad de posibilidades, de tal manera que el acusado no sea perjudicado en relación a la
acusación, por ejemplo, en todo en lo concerniente a la citación de testigos o peritos, al
ofrecimiento de prueba y al interrogatorio de los testigos de cargo y de descargo. Pero sobre
todo, el ideal de la igualdad de armas tiene su principio y razón de ser en lo relacionado a
la proscripción de la posibilidad del acusador de introducir al debate prueba ya producida
en la etapa anterior y sin el control oportuno de la defensa y del imputado. Esta grieta en los
principios del juicio penal atenta fundamentalmente contra la imperiosa igualdad de
posibilidades entre acusador y defensor y acusado.

15
Pero esta consideración no nos debe hacer perder de vista, por un lado, la posibilidad de prescindir de la
instrucción previa, cuando la ausencia de complejidad de los hechos y las pruebas ya obtenidas por la policía
judicial permiten elevar la acusación directamente ante el Tribunal de juicio y, por el otro, la perversa
utilización de la etapa previa al juicio para limitar los derechos del imputado y coaccionarlo en busca de "una
salida alternativa" al juicio o la pena de prisión.
16
BACIGALUPO, Enrique, ob. cit., pág.54.

8
La previsión bilateral de facultades amplias para producir, controlar y evaluar
prueba de cargo y descargo, de todos modos, es condición necesaria pero no suficiente para
considerar cumplido un ideal de “igualdad de armas” en los términos de un sistema
punitivo estatal. Es por esa razón que el ordenamiento procesal prevé para esta etapa —en
rigor, específicamente al momento de dictar sentencia— la mayor de las compensaciones
jurídicas: el ya mencionado principio in dubio pro reo.

5.- IMPUGNACIÓN DE LA SENTENCIA. MECANISMOS QUE OPERAN


COMO RECONOCIMIENTO DE LA DESIGUALDAD PROPIA DEL PROCESO
PENAL.

En cuanto a la etapa recursiva también se presentan aspectos peculiares que se


vinculan directamente con el desequilibrio inherente al proceso penal.
Resulta curioso advertir que todo procedimiento penal recuperaría ampliamente la
característica de ser dispositivo para los intervinientes después de la sentencia: en efecto,
salvo casos excepcionales de algún orden jurídico, de los recursos dispone cada
interviniente, conforme a su voluntad autónoma. Con lo cual –se puede decir- el
impugnante adquiría —ahora sí— carácter de parte en sentido material. Pero las
compensaciones jurídicas, como veremos, todavía siguen presentes en esta etapa eventual,
aspecto que desdibuja cualquier intento de afirmar la vigencia del principio de igualdad en
los términos en los que habitualmente se lo entiende. Muestra de ello es que la función
objetiva de la fiscalía –uno de los correctores del procedimiento naturalmente desigual- la
habilita expresamente a recurrir en favor del acusado, regla extraña, por definición, a un
verdadero proceso de partes.

6.- ACERCAMIENTO AL DERECHO AL RECURSO

Pero antes de avanzar sobre este último punto, retomemos el desarrollo que Julio
Maier, en su obra, realizó sobre el denominado “derecho al recurso”. Es imprescindible
repasar las bases sobre las que históricamente se apoyó la existencia de esta etapa eventual
del proceso. Originariamente, el recurso se pensó, se configuró y se empleó como modo de
control vertical burocrático del ejercicio de la jurisdicción. Es decir, la impugnación de una
sentencia se dirigía a controlar que quien decidía no escapara a los límites fijados por la
voluntad del monarca, o “de la ley”, según una completa —pero apropiada para esta
exposición— simplificación del problema.
Sólo hace menos de un siglo comenzó a modificarse la consideración del recurso en
su carácter de herramienta del sistema procesal. Fue la incorporación del “derecho al
recurso” en los instrumentos internacionales sobre Derechos humanos el punto de partida
para la concepción de este remedio como una garantía de las personas condenadas.

9
La concepción del recurso como garantía contiene, entonces, derivaciones
ineludibles:
1) la primera es, claro está, que al tratarse, justamente, de una garantía no puede operar
a favor del Estado (lo mismo que decir la obviedad de que el Estado no tiene
“Derechos humanos”).
2) La segunda derivación, y aquí comienzan a profundizarse las polémicas, es que esa
herramienta, tal como está prevista en los instrumentos internacionales de DDHH
no podría ser invocada por el acusador privado que actúa en un proceso de acción
pública (Pastor). En este punto, es fundamental no perder de vista:
a) el propio texto de las Convenciones —sobre todo el claro enunciado del
PIDCyP— que reserva a la persona imputada la facultad de cuestionar su
condena y, en palabras de la CIDH, “todo auto procesal importante”;
b) ni la interpretación que la CSJN realizó sobre esta garantía —caso “Juri”—
donde, como vamos a retomar más adelante, se excluyó expresamente a la
víctima como destinataria de las reglas mencionadas (aunque, como veremos, lo
dicho por la CSJN en el caso “Juri” genera consecuencias muy similares a las
que aparecen si pensamos en que la víctima tiene un “derecho al recurso”).
c) ni la evidente constatación de que nada hay en esos instrumentos que obligue a
los Estados a establecer la posibilidad de que la víctima sea querellante en un
proceso penal. Es más, diversos sistemas procesales de países que firmaron, por
caso, el PIDCyP, ni siquiera contemplan la posibilidad de que un querellante
actúe en un procedimiento penal (por caso, Alemania). Lo mismo ocurría hasta
hace muy poco tiempo en nuestro país, donde existían regulaciones procesales
penales provinciales que no admitían la figura del querellante o, en mayor o
menor medida, aún hoy, limitan su intervención. 17

Pero el derecho al recurso o a la “doble conforme” no opera aisladamente. La


consagración normativa de este derecho quedaría trunca si no se trabaja en conjunto con el
principio ne bis in idem y con la concepción del juicio público por jurados que debería regir
en todo el país (arts. 24, 75 inc. 12 y 118 de la CN). Dentro de ese esquema, el Estado —

17
Es conveniente detenernos sobre este último punto. El informe 29/92 de la Comisión Interamericana de
DDHH indica: “En efecto, en buena parte de los sistemas penales de América Latina existe el derecho de la
víctima o su representante a querellar en el juicio penal. En consecuencia, el acceso a la jurisdicción por parte
de la víctima de un delito, en los sistemas que lo autorizan como el argentino, deviene un derecho
fundamental del ciudadano”. Esa afirmación muchas veces fue empleada para intentar dar fundamento
normativo —de rango constitucional— a la inclusión de la figura del querellante en el proceso penal (ver,
SOLIMINE, Marcelo, “El derecho fundamental del ciudadano a querellar y su facultad recursiva
Derivaciones de los estándares fijados por la Comisión Interamericana de DD.HH., y de las garantías de
‘tutela judicial efectiva’ y ‘doble instancia’”, ponencia presentada en el Congreso Nacional sobre el rol de la
víctima, La Plata, 7 al 9/10/2004). Sin embargo, parece más claro que lo que allí se indica es que, en caso de
contemplarse la participación del querellante en una clase de procesos, el Estado no puede negar a una
víctima determinada la posibilidad de actuar en ese carácter en una causa en la que se investigan los delitos
que dice haber sufrido.

10
acusador— sólo puede someter una vez a la persona acusada al riesgo de sufrir una
condena. Allí terminan, a grandes rasgos, sus potestades.
Al llegar a este punto de análisis comienzan a surgir los problemas que supone la
concepción bilateral de los recursos; principalmente, la necesidad de establecer, al final de
toda vía recursiva que concluya en una condena (una “primera” condena o una condena
más severa que la anterior), una nueva posibilidad de que la persona acusada solicite a los
órganos estatales la revisión de esa última sentencia; en otra palabras, que solicite la “doble
conforme”.
Claramente puede advertirse que el derecho al recurso, en tanto herramienta del
sistema procesal destinada a impedir o aminorar una posible respuesta punitiva, tiene
directa vinculación con el derecho de defensa. Esto es, la regla que obliga al Estado a
brindar a los acusados la opción de requerir una doble conformidad judicial con la hipótesis
contenida en la acusación, tiende a resguardar una “mayor probabilidad de acierto” en la
condena.
No vale la pena extenderse ahora en el modo en que debe permitirse el ejercicio de
este derecho al recurso. Los alcances actuales —sobre todo, desde el fallo “Casal”— de ese
derecho indican que la posibilidad de cuestionar una sentencia condenatoria no puede
depender de rígidas estructuras fijadas por las normas procesales; es decir: no se deben
imponer cargas formales que funcionen como obstáculos al ejercicio del derecho
(presentación extremadamente ritualizada); tampoco se deben establecer límites a su
ejercicio basado en el monto (leve) de la condena; y, por último, debe considerarse que el
recurso no opera como un nuevo juicio sino, mejor entendido, como un juicio del juicio,
una “segunda primera instancia” (esto es, como una evaluación judicial de los vicios que el
tribunal revisor puede percibir, y no como un simple análisis sobre aquello que los jueces
del recurso no presenciaron por no haber visto el debate). De esta manera, no deberían
existir obstáculos a la posibilidad de producir pruebas sobre los motivos de agravio que
fundan el recurso (por ejemplo, nada debería impedir que el recurrente presente testigos que
demuestren que dos de los tres magistrados que presenciaron la audiencia de juicio se
encontraban dormidos al momento en que se produjo la prueba de descargo)18.

7.- EL CASO “JURI”. EL RECURSO DE LA VÍCTIMA.

18
Sin embargo, cabe aclarar, la CSJN, en el fallo “Casal”, estableció pautas algo diferentes sobre ese punto.
Apoyados en la teoría del agotamiento de la capacidad de revisión y en la idea de par conditio entre tribunal
de juicio y tribunal revisor, la CSJN estableció que quien revisa la sentencia condenatoria puede reevaluar la
prueba que se produjo durante el debate siempre que se encuentre en igualdad de condiciones respecto de
quien juzgó. Es decir que todos los elementos (peritajes, informes, vistas fotográficas, etc.) que puedan ser
evaluados sin lesionar el principio de inmediación deben ser reconsiderados, si así se solicita en el recurso. En
cuanto a los testigos, la CSJN entendió que el tribunal revisor puede analizar aquello que quedó registrado en
las actas. En este sentido, no es tan claro que se entienda al recurso como el medio procesal que permite
provocar un nuevo juicio (una “segunda primera instancia”) acotado a los puntos de agravio que exponga la
defensa. Por eso tampoco se hacen alusiones a la posibilidad de producir nueva prueba en Casación, que
demuestre los motivos de agravio que sostiene el recurrente.

11
7.1.- En una decisión medianamente reciente (27/12/2006), la CSJN parece haber fijado
una pauta clara respecto de la obligación que tendría el Estado Argentino (federal o lo
provinciales que lo conforman) de garantizar a la víctima de un delito la posibilidad de
recurrir las decisiones judiciales importantes que le resulten adversas. Esta virtual
consagración de un “derecho al recurso” que opera en cabeza de la víctima impone repensar
las posibilidades que nos da el derecho procesal vigente para garantizar, a la vez, el “doble
conforme” en términos clásicos; esto es, la posibilidad del acusado de lograr una “segunda
primera instancia” con relación a su condena.
El caso puede resumirse del siguiente modo: en el marco de un proceso seguido por
el delito de homicidio culposo, el acusado fue absuelto. Frente a esa decisión, la querella
interpuso recurso de casación. El recurso fue declarado indamisible; la querella acudió en
queja a la CNCP y ese tribunal rechazó el recurso al entender que el art. 458 del CPPN
impedía la procedencia del recurso cuando los acusadores solicitan una pena de prisión no
mayor a los 3 años. La CSJN consideró arbitraria esa decisión, básicamente, porque no se
había tomado en cuenta que la víctima también había solicitado la inhabilitación del
condenado, por lo cual el límite fijado por el CPPN no operaba en el caso.
De todas maneras, el punto que resulta importante para este análisis radica en el
origen constitucional que la CSJN parece haber asignado a la facultad de la querella de
recurrir una decisión adversa a su interés. Ese tribunal indicó, textualmente: “Que dicha
postura [se refiere a la interpretación que la CNCP realizó respecto de los límites a la
impugnabilidad subjetiva que establece el CPPN para el recurso de casación de la querella]
se revela como un proceder claramente arbitrario en la medida en que se sustenta en una
interpretación forjada al margen del texto legal y en función de la cual se produce el
indebido cercenamiento del derecho a recurrir de la víctima del delito o de su
representante a partir de las normas internacionales sobre garantías y protección judicial
previstas en los arts. 8, ap. 1° y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos
—más allá de que el recurrente haya pretendido fundar la inconstitucionalidad de los
límites aludidos en la disposición del art. 8.2.h de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, lo cual, por cierto, este Tribunal no comparte en razón de los
fundamentos expuestos en el caso "Arce" (Fallos: 320:2145)—”
En otras palabras, podría decirse que la CSJN sostuvo:
a) que los límites al recurso de casación de la querella previsto en el CPPN basados
en el monto de la pena solicitada (y de la aplicada) serían inválidos desde el punto de vista
constitucional porque cercenarían el derecho de la víctima a recurrir;
b) que esa invalidez no deriva del art. 8.2.h, CADH, y 14.5, PIDCyP (derecho al
recurso contra la condena), como sí sucede cuando se trata del recurso del acusado
(“Giroldi”); y
c) que, por el contrario, ese supuesto derecho a recurrir en cabeza del querellante
surgiría a partir del derecho a la protección judicial previsto en los arts. 8.1 y 25 de la

12
CADH. Por ello, esa sería la fuente de rango constitucional de la que nacería la obligación
de brindar a la víctima del delito la facultad de recurrir una decisión que absuelva al
acusado, o le imponga una pena menor.
En conclusión, aquel Tribunal —si se comparte la lectura que realizamos— habría
reivindicado la bilateralidad de los recursos ordinarios contra la decisión que resuelve el
juicio por absolución o por condena, al menos cuando la impugnación la presenta la
persona acusada o la víctima, y no así cuando lo hace el Estado (en tanto fue reconfirmada
la vigencia del precedente “Arce”). Afirmamos esto, en razón de que a la CSJN le bastaba
invocar, como lo venía haciendo tradicionalmente, la vulneración de la garantía de debido
proceso para obligar a la apertura del recurso a la víctima (querellante) en el caso. Sin
embargo, ese tribunal optó por analizar el alcance del art. 8.2.h, CADH, y descartar su
aplicación, para luego concluir que sí existía una base constitucional para admitir el recurso
de la querella: la garantía de tutela judicial efectiva de los arts. 8.1 y 25, CADH (y no,
como dijimos, la mera lesión a una norma procesal que derivaba en la afectación del debido
proceso).
En este punto, la bilateralidad de los recursos amplios contra la sentencia definitiva,
aunque siempre con el límite de que sean articulados por personas y no por el Estado, deja
de lado los obstáculos que el principio ne bis in idem impone al recurso de los acusadores,
según la lógica que —juicio por jurados mediante— debería regir en el sistema procesal
argentino. En este sentido, la interpretación que realizó la CSJN sobre el alcance de la
garantía de protección judicial, deriva en la problemática posibilidad de que el riesgo de
aplicación de una condena (o su agravamiento) pueda ser renovado por el acusador
particular, a través de un recurso contra la sentencia definitiva. Este recurso, según lo
afirmado, operaría de manera amplia, independientemente de los límites que impongan las
normas procesales.

7.2.- Pero esta construcción, a nuestro criterio, resulta criticable por varios motivos. La
incorporación de la figura del querellante en el marco de un proceso por delitos de acción
pública sólo implica la posibilidad —cuestionable, según lo que venimos exponiendo— de
sumar un nuevo sujeto procesal que dirige su actividad hacia la aplicación de una sanción
penal por la comisión de una conducta que lo damnificó. En este sentido, el impulso
particular de la acción penal no puede asimilarse al impulso de una acción civil, en un
proceso claramente “de partes”. La existencia de una pena estatal —que es propiciada por
un órgano público y, además, por el particular ofendido— define la necesidad de continuar
analizando al proceso penal como una lucha asimétrica entre quien acusa y quien se
defiende. Asimismo, tampoco nos parece una derivación natural, obvia y obligatoria del
principio de tutela judicial efectiva el deber del Estado de permitir a la víctima recurrir una
sentencia absolutoria o una que considere leve. Parece más adecuado limitar el alcance de
la garantía de tutela judicial efectiva en materia penal a la posibilidad real de que la víctima

13
pueda acudir a un órgano del Estado a fin de que éste evalúe razonablemente la puesta en
marcha de una investigación seria y completa del hecho denunciado, además de asegurar el
cumplimiento de la obligación de informar al afectado y darle trato digno y adecuado al
hecho que haya sufrido19. Si, por el motivo que fuera, el Estado decide permitirle su
actuación en el proceso como querellante, no existe norma constitucional que imponga la
obligación de permitirle recurrir las resoluciones que considere injustas.
Es más —y aquí volvemos a reafirmar nuestra percepción sobre el principio de
“igualdad de armas”— resultaría conveniente desbalancear la relación acusador-acusado en
la etapa de recursos. Asignar al imputado “la última carta”, un último recurso, que esté
exclusivamente en cabeza de él constituiría un modo conveniente de compensar la
desigualdad procesal durante esta última etapa del proceso.
En palabras de Fernando Díaz Cantón: Díaz Cantón20: “En verdad, desde el prisma
de la necesidad de preservar y afianzar la imparcialidad como función exclusiva y
excluyente del acusador público y del ne bis in idem, se puede argumentar cómodamente a
favor de la prohibición del recurso del fiscal [aquí agregamos nosotros, y de la querella]
contra la sentencia orientado a agravar la situación del imputado, lo que se refuerza por el
derecho al recurso emergente de las convenciones internacionales a que nos hemos
referido. Ellas indican que el imputado sí tiene derecho a poner a prueba la sentencia ante
un tribunal superior, como otra de las manifestaciones de esa tendencia a lograr el
equilibrio de fuerzas en el proceso penal, siempre insuficiente frente a un Estado que sigue
teniendo —y sumando— mayores recursos y poder que el imputado (policía, agentes
encubiertos, informantes, ‘arrepentidos’, tareas de inteligencia orientadas a obtener prueba
de cargo, requisas discrecionales, etc.), tolerando, asimismo, la presencia y protagonismo
en el proceso de múltiples acusadores (víctima, instituciones públicas, organizaciones no
gubernamentales, titulares de intereses difusos, etc.) que desequilibran aún más la balanza
en contra del imputado.”

8.- LA PROHIBICIÓN DE REFORMATIO IN PEJUS.

Ya adelantamos que la etapa recursiva tampoco consagra la vigencia del “proceso


de partes”, pese a la vigencia del principio dispositivo, porque no se terminan aquí las
compensaciones jurídicas que el sistema procesal penal dispone para contrabalancear la
relación acusador-acusado.
Es cierto que una aproximación rápida a la etapa recursiva propiamente dicha
permite advertir que quien presentó la impugnación es, a su vez, quien fija los puntos que

19
Pueden ser útiles, nuevamente, las razones que da Luigi Ferrajoli para defender la vigencia del principio de
legalidad procesal.
20
DIAZ CANTÓN, Fernando, “El cuestionamiento a la legitimidad del recurso del acusador” en NDP,
2001/A, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2001, p. 159.

14
se someten a consideración del tribunal. Además, el recurrente también está facultado a
desistir —tácita o expresamente— de su impugnación. Es decir, esta etapa eventual del
proceso se configura mediante el principio dispositivo. Pero los límites impuestos al
tribunal revisor no terminan una vez que los impugnantes fijaron y sostuvieron sus
agravios, sino que también se proyectan al sentido que puede tener la sentencia.
Una habitual lectura del derecho de defensa en juicio —consagrada positivamente
en la regulación procesal infraconstitucional— dispone que los puntos sometidos a control
del tribunal del recurso no pueden ser modificados en perjuicio del imputado. Esta regla,
conocida como “prohibición de reformatio in pejus” opera como un reaseguro del
condenado para que la facultad de recurrir su sentencia adversa no vuelva ilusoria o
ficcional; es decir, este límite a la jurisdicción es una garantía imprescindible para tornar
operativo el derecho al recurso. De otro modo —si la interposición del recurso pudiera
perjudicar al condenado recurrente— el riesgo de empeorar su situación procesal operaría
como un obstáculo insostenible para la vigencia efectiva del derecho al recurso. En palabras
simples: ¿quién recurriría para mejorar su situación si su propio recurso genera el riesgo de
empeorarla?
Pero la descripción de la regla puede parecer incompleta. Efectivamente, nos hemos
referido sólo al recurso del condenado. Esto tiene una explicación.
La prohibición de reformatio in pejus es una derivación del derecho de defensa que
opera en la etapa recursiva de un proceso penal. El derecho de defensa, como tal, no puede
estar en cabeza del Estado-fiscalía porque las garantías constitucionales no están previstas
para que un órgano del Estado (fiscal) pueda “defenderse” de otro órgano del Estado (juez).
Esta es la idea que venimos sosteniendo desde el principio de esta exposición y que nos
impone, al tratar este punto, afirmar que el acusador estatal no puede valerse de esta regla.
Por el contrario, el acusador —según lo dispone expresamente, por ej., el art. 445, CPPN—
carga con el riesgo de que su recurso dirigido a lograr una condena más severa derive en
una modificación de la sentencia en sentido favorable al acusado (reformatio in meius).
Esta característica propia de la etapa recursiva del proceso penal es fundamental. Cuando se
trata de un verdadero proceso de partes —civil, comercial, contencioso administrativo— la
prohibición de reformatio in pejus opera indistintamente para el actor y para el demandado,
justamente porque ambos sujetos procesales se encuentran en igualdad de condiciones. Es
tan evidente que el procedimiento penal no contiene esa cualidad, que incluso en su etapa
recursiva —que tradicionalmente fue analizada como el momento más próximo a la
consagración del “proceso de partes”— continúan las saludables prerrogativas procesales a
favor del acusado.
La reformatio in meius, por lo dicho, también procede si el recurso fue interpuesto
por la parte querellante. Más allá de que la doctrina vigente de la CSJN ha establecido que
la garantía de debido proceso también abarca a la parte querellante, lo cierto es que la ley
procesal no establece la prohibición de reformatio in pejus respecto de su recurso y,

15
además, asigna al querellante las facultades recursivas de la fiscalía. Por eso, es correcto
concluir que no afectaría la garantía de debido proceso una decisión del tribunal revisor
que, por ejemplo, declarara una nulidad absoluta de los actos iniciales del proceso —y, en
consecuencia, sobreseyera a la persona acusada— al momento de resolver un recurso de la
querella dirigido a agravar una condena no recurrida por la defensa. Por otra parte, la
prohibición de reformatio in pejus tampoco parece derivarse de la garantía de tutela judicial
efectiva sobre la que la CSJN, como dijimos, construyó el “derecho al recurso” de la parte
querellante. Una vez más, la intervención del querellante —acusador particular— no está
exenta de los límites que el propio Estado se fijó en materia penal; esto es así porque su
intervención no se realiza a fin de defender su exclusivo interés particular. La participación
de la víctima como querellante en el proceso se explica como una concesión del Estado
para que aquella intervenga en la “resolución” del conflicto que lo tuvo como uno de sus
protagonistas. Nuevamente, si se asigna una pena estatal para la comisión de una
determinada conducta, entonces quienes impulsen su aplicación —particulares u órganos
estatales— deben superar los mismos obstáculos a fin lograr su pretensión (Pastor).
En un trabajo publicado por Horacio Días y Mariano Borinsky, que ya tiene unos
cuantos años21, se retoma una idea aún más antigua de Giuseppe Bettiol, que permite
apuntalar nuestra idea22: “La regla de igualdad de armas entre fiscal e imputado queda
mermada porque cuando sólo el imputado interpone apelación no se puede empeorar su
situación, pero cuando la interpone el fiscal sí se puede mejorar la del imputado. Bajo un
aspecto lógico la regla parece un absurdo, y sólo bajo un prisma político puede advertirse
que es una conquista de la libertad, en el duro camino hacia un derecho procesal humano”.
En síntesis, una vez dentro de la etapa recursiva vuelve a aparecer el desequilibrio
necesario para compensar la desigualdad entre acusador y acusado. La vigencia asimétrica
de la prohibición de la reformatio in pejus (o, lo que es lo mismo, la aparición de la
reformatio in meius a favor del acusado) es otro de los elementos que, por un lado, permite
aminorar los riesgos de la aplicación inválida de una pena y, por otra parte, deja al
descubierto que el proceso penal no es —para bien del imputado— un proceso “de partes”.

9.- EL PROBLEMA DE LA BILATERALIDAD DEL RECURSO


EXTRAORDINARIO FEDERAL.

En Argentina conviven 25 ordenamientos procesales penales distintos, uno para


cada una de las 23 provincias, otro para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el restante,
dictado por el Estado federal. Cada uno de ellos fue diseñado por el órgano legislativo

21
BORINSKY, Mariano, y DIAS, Horacio, El control de la sentencia condenatoria en materia penal.
Legalidad y eficacia de la garantía, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 2002.
22
Bettiol, G: Instituciones de derecho penal y procesal penal, Bosch, Barcelona, 1977, trad. De F. Gutierrez,
p. 268, en: BORINSKY y DIAS, op. cit., p. 55.

16
correspondiente y constituye la manifestación de la voluntad de cada una de las unidades
políticas (provincias y Estado Nacional) que conforman la República.
Es por eso que los representantes de cada provincia están facultados a diagramar del
modo que mejor entiendan —siempre que se cumplan los mandatos de la CN— quiénes
pueden intervenir en un proceso penal y, sobre todo, qué pueden hacer durante su
transcurso. También es por esa razón que pueden excluir la intervención directa de la
víctima en el procedimiento (como querellante) o establecer su carácter adhesivo,
autónomo y hasta subsidiario, si se quiere. Asimismo, las legislaturas provinciales pueden
implementar límites —más o menos amplios— a las facultades recursivas del acusador
público, o del privado, si se contempló su inclusión en los procedimientos que se inician
por delitos de acción pública.
De forma paralela a las normas procesales penales que dictan las provincias y la
Ciudad Autónoma aparece el ordenamiento procesal penal federal. Esta regulación se
compone de reglas contenidas en la CN, en el CPPN, en el CPCCN, en la ley federal nº 48
y en las leyes de organización judicial correspondientes. Esas normas, obviamente, también
regulan —en el ámbito de su competencia— quién puede intervenir en el procedimiento y,
asimismo, hasta qué instancia puede hacerlo.
Pero ambos sistemas —provincial y federal— no operan aisladamente; en un
proceso penal pueden discutirse cuestiones que correspondan exclusivamente a la materia
cuya resolución permanece en la órbita provincial, junto con otros puntos regidos por reglas
federales (previstas en la CN o en los instrumentos internacionales de DDHH o que surjan
de la aplicación arbitraria de normas de Derecho común o procesales). Para el primer grupo
de cuestiones será competente de forma exclusiva el Poder Judicial de la provincia de la
que se trate. En cambio, para el segundo conjunto (cuestiones de naturaleza federal
constitucional) resultan competentes tanto los órganos judiciales provinciales, como
también la CSJN, a través del ejercicio de su competencia apelada. En esos casos —esto es,
en aquellos en que esté en juego, además del Derecho común, el derecho constitucional
federal— resulta inevitable componer el sistema procesal aplicable con las reglas
provinciales junto con aquellas otras que regulan la competencia de la CSJN.
Las legislaturas provinciales pueden, según lo afirmado, fijar límites a las facultades
recursivas de quienes ejercen la acusación. No podrían, en cambio, impedir al acusado que
obtenga su “doble conforme” sobre la decisión que lo condena. Los mecanismos para tornar
operativa esta garantía pueden variar. Por ejemplo: podría establecerse la prohibición
absoluta de todo recurso de los acusadores contra el fallo absolutorio (en este sentido, ver
CPP Chubut, sobre el impedimento de recurrir el veredicto de inocencia del jurado); o
también, aunque se permita el recurso en pos de una condena, se podría prever la
posibilidad del acusado de interponer un nuevo recurso amplio contra la condena decidida
en Cámara (que sería su “primera condena”, impuesta como consecuencia de recursos
acusatorios).

17
No surgen demasiados problemas, entonces, cuando las legislaturas provinciales
deciden romper con el esquema bilateral de los recursos para proteger, por caso, la vigencia
del “doble conforme” en términos tradicionales o para dotar de un alcance más amplio a la
garantía de ne bis in idem, o para —una vez más— generar un nuevo desequilibrio,
favorable a la persona acusada, a fin de balancear la desigualdad propia de la relación
acusador-acusado.23
Pero el problema surge de forma evidente cuando analizamos la regulación del
recurso extraordinario federal. Este remedio procesal —previsto en los arts. 116 y 117 de la
CN y regulado por la ley federal nº 48 y el CPCCN— no contiene límites en cuanto a los
sujetos procesales que pueden interponerlo y, además, opera en cualquier procedimiento
penal, sin importar si se tramitó en la jurisdicción provincial o en la federal. Es decir, en
cualquier proceso en que se considere que existe materia de recurso extraordinario federal,
y se cumpla —además— con los requisitos de impugnabilidad objetiva, tanto la defensa
como los acusadores (públicos o privados) pueden acudir a la CSJN para la modificación de
la resolución que los agravia.
Esa construcción bilateral del recurso, incluso, fue amplificada por la CSJN. Ese
Tribunal estableció en distintos precedentes —entre los que se encuentran los conocidos
“Strada” y “Di Mascio”— que cuando en el transcurso de un proceso se presente una
cuestión federal, ese punto debe ser analizado por el tribunal superior de provincia, antes de
someter la cuestión a la revisión de la CSJN. Por ello, se indicó, toda regulación procesal
provincial que —por el motivo que fuere— impida a cualquiera de los intervinientes en la
causa llevar sus agravios hasta el máximo tribunal de esa provincia sólo resultará válida si
la limitación de esas facultades recursivas, es dejada de lado cuando esté involucrada una
cuestión federal (CSJN, “Oroz”, en particular, sobre la limitación que el art. 87 del
CPPBsAs establece para que el querellante acuda a la Suprema Corte provincial).
La razón por la cual la CSJN establece la bilateralidad de su recurso puede
encontrarse en la función que el ordenamiento procesal le asigna al recurso extraordinario
federal.
La finalidad del recurso extraordinario federal es, resumidamente, garantizar la
supremacía constitucional. El diseño constitucional federal adoptado por Argentina motivó
la necesidad de crear mecanismos para evitar que las normas federales fueran obviadas en
las jurisdicciones provinciales. Si bien, como dijo la CSJN en el conocido fallo “Casal”,
debe descartarse el objetivo político del estado legal de derecho que creó el recurso de
casación como forma de garantizar la interpretación uniforme de la ley o, en otra palabras,
como modo de resguardar su vigencia en los términos que pretendía la Asamblea, en la
función del REF —que opera como casación constitucional federal— también algo de
aquello que definía a la “casación tradicional”.
23
Sin embargo no debe perderse de vista que la CSJN, en el mencionado caso “Juri”, fijó pautas que
permitirían derivar del derecho a la tutela judicial efectiva la necesidad de brindar a la querella un recurso
contra el fallo adverso a sus intereses.

18
La distribución del poder jurisdiccional propia del estado constitucional de derecho
impone que cada magistrado sea el encargado de interpetar y aplicar la CN. Esa
característica, en un estado federal, derivó en su contractara: la asignación a la CSJN la
tarea de ser su intérprete final. Y esa tarea de dar la “interpretación final” a las reglas
federales, constituye el modo en que el Estado federal se garantiza la supremacía normativa
de la CN.
En este sentido, el recurso extraordinario federal aparece, más que como una
herramienta de garantía individual para quien acude como recurrente, como el medio
creado por la CN para garantizar su vigencia (una suerte de “autotutela normativa”). Por
eso su regulación no hace distinciones respecto de la materia de litigio. Es decir, el REF
opera de igual modo en una causa penal, que como lo hace en un verdadero “proceso de
partes” civil, comercial, de minería, o el que fuera; y por eso mismo tampoco contempla
limitaciones respecto de quiénes pueden interponerlo. No importa, entonces, si el recurso lo
articula el acusador (público o privado), ni si de su resolución deriva una “primera
condena” para el acusado. Aquí se presenta otro de los puntos problemáticos: ¿cómo
garantizamos el doble conforme frente a una decisión del “tribunal superior” (la CSJN) que,
luego de ejercer su competencia positiva, imponga una condena o que fije los puntos de
naturaleza federal de tal modo que el eventual reenvío no pueda concluir sino en una
condena?
A grandes rasgos, pueden plantearse dos soluciones:
- La primera es la de regular el recurso extraordinario federal en materia penal de modo
diferente a lo que ocurre en las restantes materias, tomando en cuenta la asimetría acusador-
acusado y la necesidad, consecuente, de brindar compensaciones jurídicas que balanceen
esa relación. En pocas palabras, impedir el recurso extraordinario federal en cabeza de los
acusadores. Pero parece difícil este camino, centralmente, porque implicaría desandar la
bases sobre las que se apoya la propia existencia de la competencia apelada de la CSJN
(que, como dijimos, tiene como objetivo garantizar la supremacía de la CN).
- La segunda opción sería brindar un “último recurso” al acusado, después de que la CSJN
resuelva la cuestión federal sometida a su discusión de un modo que implique la revocación
de su sentencia absolutoria, o la agravación de su condena. En ese caso, si el Estado
Nacional no quiere caer en responsabilidad internacional por lesionar el “derecho al
recurso”, se debería permitir —incluso jurisprudencialmente— el reexamen del punto
federal decidido por la Corte en perjuicio de la persona acusada. Operativamente hay más
de una opción para efectivizar la propuesta: podría disponerse que la CSJN se divida en
Salas al momento de resolver un REF en materia penal (aunque sería algo complicado su
establecimiento —al menos si no se designan conjueces— cuando la composición del
cuerpo vuelva a ser de 5 miembros); o, por caso, se podría fallar el recurso con la
composición completa y, eventualmente, sólo en caso de que el acusado exija su “doble
conforme” respecto de la decisión de la CSJN que lo perjudica, debería convocarse a un

19
grupo de conjueces para que reexamine la cuestión federal. Si la CSJN —mediante la cada
vez más amplia aplicación del art. 280 del CPCCN— muestra una tendencia comprobable a
ejercer su competencia de modo discrecional, tampoco deberían ser muchos los casos en los
que se vuelva operativa esta herramienta de revisión excepcionalísima que debería ponerse
a disposición exclusiva del acusado.

10.- CONCLUSIONES

Llegado a este punto, para ir cerrando la exposición, podemos esbozar las siguientes
conclusiones:

- La existencia de la pena estatal, y del consiguiente interés público en su aplicación,


influye decisivamente en el diseño del procedimiento penal y en los principios que deben
regirlo.

- La noción del proceso penal como un verdadero “proceso de partes” es ficticia. Para que
se pudiera hablar de un proceso de partes necesitaríamos, sobre todo, desmontar la idea de
un acusador que ejerce la autoridad y el poder estatal, que opera de oficio, esto es, sin
necesidad de excitación extraña para poner en movimiento su actividad de persecución e
inquisición, y, más aún, que opera obligado por reglas jurídicas que no le permiten elegir el
objeto ni el tiempo de esa actividad, según razones discrecionales.

- El hecho de que no pueda hablarse de una igualdad en el procedimiento como un


“equilibrio de fuerzas” entre la acusación y la defensa no implica renunciar a buscar un
mejor posicionamiento del imputado en el proceso penal, una idea de “equilibrio”
consustancial con la persecución penal pública. Ese equilibrio debe provenir del
reconocimiento de la posición privilegiada en la que se halla el Estado como persecutor,
desde el comienzo de esa actividad.

- La comprobable existencia de aquella desigualdad material en la relación acusador-


acusado es, entonces, el presupuesto que permite la creación de un sistema de
compensaciones jurídicas —que operan a favor de la persona imputada— dirigidas a
contrarrestar aquella desigualdad. El principio de igualdad de armas en el procedimiento
penal debe entenderse como un ideal que, como regla de principio, ilumina el sistema de
compensaciones jurídicas que está en la base del procedimiento penal. Por eso sólo puede
ser invocado por la defensa (en tanto es el eslabón débil de la relación), y nunca por quienes
acusan (que conforman el segmento fuerte del binomio).

20
- Habitualmente, la etapa en la que se percibe con mayor facilidad la existencia de una
desigualdad real a favor de quien acusa es durante la instrucción (discrecionalidad en la
admisión de prueba ofrecida por la defensa, restricción del contradictorio y la publicidad,
etcétera). Sin embargo, esa relación desigual se proyecta a lo largo de todo el proceso
penal.

- Durante la etapa instructoria —que aparece como el momento en el que la desigualdad se


torna más evidente (por su escaso carácter contradictorio, entre otros motivos)— las reglas
sobre prohibiciones probatorias y el deber de objetividad que está en cabeza de la fiscalía
son dos de las formas en las que el Estado pretende compensar la comprobable desigualdad
real entre quien tiene el poder de investigar y acusar, y a quien sólo le resta resistir la
acusación.

- Durante la etapa de juicio —que habitualmente se describe como tributaria del sistema
acusatorio— las amplias potestades de producción, control y alegación sobre la prueba nos
acercarían al ideal de la “igualdad de armas”. Pero, no obstante, la mera existencia de estas
facultades amplias y bilaterales —en un sistema procesal que se construye sobre el interés
público en la aplicación de la pena estatal— no logra cubrir el desbalance a favor de la
acusación. Por eso, y porque es luego de esta etapa en donde se define la suerte del
acusado, se torna plenamente operativa la regla que mejor describe la existencia de
mecanismos jurídicos de compensación; nos referimos a la vigencia del principio in dubio
pro reo, que obliga a dar solución al caso a favor del acusado, cuando no se alcanzó certeza
sobre la perpetración por él del hecho punible.

- La etapa recursiva, en la que la vigencia del principio dispositivo parece, ahora sí, lograr
la conformación de un “proceso de partes”, también pueden encontrarse mecanismos
jurídicos asimétricos, tendientes a brindar a la defensa mayores herramientas para resistir la
aplicación de una sanción penal mediante el ejercicio de medios de impugnación. La
consagración del derecho al recurso —o “doble conforme”— como garantía exclusiva del
acusado (que, por lo visto, tendría que derivar en la ruptura del principio de bilateralidad
recursiva) y la vigencia asimétrica de la prohibición de la reformatio in pejus (denominada
reformatio in meius) son claros ejemplos de que aún durante la fase recursiva se torna
necesario continuar en la especial lógica del procedimiento penal, que ni siquiera aquí
puede presentarse —como dijimos— como un verdadero proceso “de partes”.

21

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